martes, 27 de agosto de 2019

Saludos y despedidas

No sé cuántos miles de despedidas he acumulado a lo largo de mi vida misionera. En realidad, me paso la vida saludando y despidiéndome, llegando y yéndome. 

Todo saludo tiene algo de anunciación (misterio gozoso). Cada vez que nos encontramos con alguien reproducimos el encuentro del arcángel Gabriel con María. Con palabras o sin ellas, todo saludo auténtico debería parecerse a ese: “Alégrate, quienquiera que seas, el Señor está contigo”.  La alegría de Dios que María recibe a través del saludo de Gabriel, la joven de Nazaret la exporta por donde pasa. Su pariente Isabel experimenta este don: “Cuando tu saludo llego a mis oídos, la criatura que estaba en mi vientre saltó de gozo”. Durante las semanas que he pasado con mi familia he tenido la oportunidad de saludar a muchas personas. A algunas las he encontrado por primera vez, pero la mayoría son viejos amigos y conocidos a los que veo una o dos veces al año. Es hermoso verse de nuevo, reconocerse y dirigirse la palabra porque cada vez que alguien nos saluda “con corazón” nos está recreando. Hay personas que han desarrollado el arte de saludar. Saben hacer que la otra persona se sienta aceptada y querida. También es verdad que hay otras que reducen el saludo a una mueca inexpresiva. De todo hay en la viña del Señor.

Si todo saludo tiene algo de anunciación, toda despedida tiene algo de muerte y de resurrección. Entre saludos y despedidas conjugamos los misteriosos gozosos, dolorosos y gloriosos de la vida humana. Sí, toda despedida es un anticipo de la muerte (misterio doloroso) porque consiste en un desgarro, en una separación no siempre querida. Me veo a mí mismo arrastrando una maleta y evitando volver la vista atrás para que no se note la tristeza del rostro. Por más veces que nos hayamos despedido de las personas queridas, nunca nos acostumbramos a este anticipado rito mortuorio. A veces, va acompañado de algunas lágrimas; otras –la mayoría– se trata de un dolor sordo, parco en palabras y rico en gestos. Reconozco que cada vez me cuesta más separarme de mis familiares y amigos. Tendría que suceder lo contrario, teniendo en cuenta las muchas veces que he practicado este rito en mi vida itinerante, pero se ve que con el paso de los años el rito de la despedida transitoria se va acercando cada vez más al rito de la despedida definitiva. Tal vez por eso duele un poco más. No somos nosotros mismos sin las personas a las que queremos. Hay en todos una tendencia natural a la cercanía, al intercambio gozoso, a la conversación pausada. Cuando los imperativos laborales o de otro tipo imponen la separación, todos nos sentimos un poco más solos.

Sin embargo, toda despedida es también un signo de resurrección (misterio glorioso) porque celebra el otro polo del amor: la distancia. No hay verdadero amor sin cercanía, pero tampoco hay verdadero amor sin distancia. Cuando nos distanciamos de las personas a las que queremos las “perdemos” temporalmente, pero, en realidad, las “recuperamos” en un ejercicio de memoria que ayuda a valorar lo que significan para nosotros y a vivir el deseo del reencuentro. La cercanía permanente puede degenerar en rutina, dependencia y fusión. Por paradójico que resulte, la cercanía asfixiante puede matar el amor. La distancia, por el contrario, lo purifica y lo robustece. Pasado el momento inicial de tristeza que toda despedida supone, enseguida soñamos con un nuevo encuentro. Es como si se pusiera en marcha un mecanismo de anhelo que nos mantiene en vela, en un estado de permanente esperanza. Por eso, toda despedida es también signo de resurrección. Aleccionados por la experiencia del pasado, soñamos que los nuevos encuentros serán mejores, más profundos, más auténticos, más cariñosos, más comprometidos. Sin la distancia que supone toda despedida, correríamos el riesgo de apagar la esperanza. Y, sin ella, la vida humana se hace insufrible. Así que, para una buena salud mental y espiritual, tan buenos son los saludos como las despedidas. Es cuestión de dosis y de ritmos.

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