miércoles, 30 de noviembre de 2022

50 años brotando vida


He escrito
varias veces en este Rincón sobre mis amigos de Brotes de Olivo. Si hoy lo hago de nuevo es porque acaba de publicarse un vídeo conmemorativo de sus 50 años como grupo musical. Podríamos decir que Brotes de Olivo son a la música religiosa española lo que Mocedades fueron a la música ligera. En ambos casos se trata de grupos familiares (aunque Mocedades tuvo una trayectoria posterior muy accidentada) que comenzaron en los años 70. Sus componentes tienen una gran calidad vocal. Sus voces empastan bien. Cada grupo en su ámbito ha sabido llegar al corazón de muchas personas. En el caso de Brotes de Olivo, muchos seguidores confiesan que sus canciones, además de consolarlos o animarlos, les han ayudado a vivir con más profundidad su camino de fe. 

El vídeo conmemorativo fue presentado en la 48 edición del Festival de Cine Iberoamericano que se celebró en Huelva del 11 al 18 de noviembre. En el vídeo se ven los rostros infantiles, juveniles y adultos de los trece hermanos de la familia Morales Escala: Ali, Juan, Marisol, Judith, Emilio, Chito, Francisco, Taté, Pablo, Vicente, Amor, Dani y Miriam. Siete varones y seis mujeres. Los niños del primer disco se han convertido ya en adultos hechos y derechos. Algunos tienen hijos e incluso nietos que también cantan. La saga continúa. Y, por supuesto, no podían faltar los rostros de Vicente y de Rosi, los padres de esta familia numerosa. Emociona ver a Vicente con sus cabellos plateados aplaudir tímidamente durante el concierto que sus hijos dieron el 13 de diciembre de 2021 en el Gran Teatro de Huelva.


Conozco a este grupo musical desde hace casi 40 años. Algunos de sus miembros son amigos míos. Hemos compartido muchas horas de conversación. Soy testigo de lo difícil que resulta compaginar la vida laboral y familiar con la vocación artística. Los componentes de Brotes de Olivo no han vivido de la música. Han recorrido España durante décadas practicando el Evangelio de la gratuidad. Algunas personas no han sabido valorar esta arriesgada apuesta. Quizás incluso se han aprovechado de ella. Alcanzadas las bodas de oro, el grupo ha dejado de existir como tal, pero varios de sus miembros y descendientes siguen carreras en solitario. Viendo el vídeo de algo menos de una hora de duración, caigo en la cuenta de que las canciones de Brotes de Olivo han sido la banda sonora de varias generaciones de cristianos, tanto en España como en América. 

No sé qué hubiera sido de ellos si hubieran caído en las manos (¿o en las garras?) de una potente productora internacional. Quizás hoy serían un grupo de fama mundial. O tal vez habrían desaparecido víctimas de la codicia propia y de la explotación ajena. En el vídeo conmemorativo se cuenta lo que de hecho fue, no lo que pudo ser. Medio siglo es una trayectoria lo suficientemente dilatada como para comprobar que este grupo familiar no ha sido un intento fallido. Los pequeños “brotes de olivo” han producido un aceite generoso que unge la cabeza, el corazón y las manos de muchas personas.


El breve salmo 128 (127) dice así: “Dichoso el que teme al Señor | y sigue sus caminos. Comerás del fruto de tu trabajo, | serás dichoso, te irá bien; tu mujer, como parra fecunda, | en medio de tu casa; | tus hijos, como renuevos de olivo, | alrededor de tu mesa: Esta es la bendición del hombre | que teme al Señor. Que el Señor te bendiga desde Sión, | que veas la prosperidad de Jerusalén | todos los días de tu vida; que veas a los hijos de tus hijos. | ¡Paz a Israel!”. Los trece hijos de la familia Morales-Escala han sido esos “renuevos de olivo alrededor de la mesa”, una verdadera bendición para la iglesia particular de su diócesis onubense y para la Iglesia universal. En el vídeo aparecen imágenes de la vieja casa familiar de Huelva en la que he estado alguna vez, muchas fotografías que revelan el paso del tiempo, trozos de canciones históricas, fragmentos del concierto final y testimonios actuales de sus protagonistas. 

Ali, la mayor, cuenta cómo ella fue la “culpable” de que todo empezara gracias a su atrevimiento de cantar “Soy yo, Señor” con solo cinco años en la iglesia de Cristo Sacerdote de Huelva. Después -como confiesa Chito, uno de los “suplentes”- se convirtieron en “parte de un equipo que se conocían muy bien”. Judith cree que en ellos se produjo el fenómeno del flautista de Hamelin: todos los hijos siguieron la estela de los padres Vicente y Rosa. Y añade: “Nada ocurre por azar, todo es providencia. Todo está hilvanado”. La coherencia fue la estrella polar; el evangelio, la alegría que proclamar. Juan, amigo del alma, hace una síntesis perfecta: “Hablar de Brotes de Olivo es hablar de gratuidad… Nosotros nos hemos basado en la Palabra que dice: ‘Si lo habéis recibido gratis, dadlo gratis’… Quizá esto es lo que ha quedado en la memoria de mucha gente que ha conocido a Brotes de Olivo”.


Esto es solo un aperitivo. Os invito a ver el vídeo completo y a disfrutar con una historia que, en medio de contradicciones y fragilidades, muestra que Dios sigue “cantando” en nuestro mundo secularizado. Gracias, amigos, por tanto.




martes, 29 de noviembre de 2022

Contra ira, templanza


No sé si todavía se puede llegar más lejos en la escalada de violencia verbal que se percibe en los parlamentos, en las redes sociales (sobre todo, en Twitter), en los platós de televisión y, en algunos casos, en la vida social. Viendo las imágenes de políticos y periodistas que se insultan sin miramientos y leyendo algunos tuits injuriosos, me pregunto cómo hemos llegado a este clima de tensión social y qué tiene que suceder para que pasemos de las palabras a las manos. Pocos personajes públicos (sobre todo, políticos) se libran de esta enfermedad. Es como si la ira (real o impostada) hubiera devorado las más elementales normas de la cortesía y de la convivencia civilizada. 

¿Por qué hemos llegado hasta aquí? Hay varias explicaciones, pero ninguna de ellas acaba de convencerme del todo. Algunos dicen que el hecho de que no haya mayorías parlamentarias claras, sino que vivamos una suerte de “aritmética variable”, hace que haya que arañar votos y apoyos usando todo tipo de estrategias, incluida la descalificación del contrario. Otros insisten -al menos, por lo que se refiere al parlamento español- en que la presencia significativa de una izquierda de matriz comunista ha introducido la dialéctica de la “lucha de clases”, del enfrentamiento, algo que está en su ADN. El resto de los partidos del arco parlamentario no se quedan atrás. Pretenden combatir la agresividad con más agresividad. El resultado es que las normales diferencias se han convertido en agravios y las polaridades en extremos irreconciliables. Pero quizá la raíz más profunda haya que buscarla en la dificultad de buscar juntos una verdad objetiva que nos permita iluminar y guiar nuestra convivencia


En este caldo de cultivo crecen todo tipo de bichos indeseados. En vez de aunar competencias y recursos para hacer frente a los problemas comunes, se exacerban las diferencias, reales o imaginadas. En vez de convencer a los demás con argumentos bien trabados, se busca vencer con diatribas insultantes. En vez de responder a la agresividad de los adversarios con templanza, se desatan las mil formas de la ira. Si quienes litigan de esta manera escandalosa fueran los profesores de un colegio, los médicos de un hospital, los empleados de una tienda, los obreros de un taller o los miembros del consejo de administración de una empresa, enseguida saltarían las alarmas. Los responsables tomarían medidas correctivas y se impondría pronto el sentido común. 

En el Congreso de los Diputados parece que esto no rige, a pesar de que existe un reglamento que marca claramente los límites y una presidencia que debe moderar los debates. No es que yo espere que el parlamento sea un modelo de moralidad y de buenas maneras (hace tiempo que desistí), pero, por lo menos, me gustaría que hubiera más parlamentarios (del signo que sea) con la sagacidad suficiente para no caer despeñados por la pendiente del exceso verbal y hasta del rencor. En otras palabras, me gustaría mucho que el vicio de la ira fuera combatido con la virtud de la templanza, lo cual exige una integridad moral y una altura de miras que no suelen abundar entre nosotros.


La templanza es una virtud que se caracteriza por la moderación, la sobriedad y la continencia. Según el Catecismo de la Iglesia Católica, la templanza “es la virtud moral que modera la atracción de los placeres y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados. Asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos y mantiene los deseos en los límites de la honestidad” (n. 1809). Esta palabra (y la virtud que nombra) no goza hoy de mucho predicamento. Al contrario, lo que a menudo se busca (sobre todo, en el mundo empresarial) es un tipo de persona con un perfil “aggressive”, término inglés que admite varias traducciones. A menudo, aplicado a una persona, significa que esta se esfuerza con determinación para tener éxito en algo, pero su significado primero tiene que ver con la violencia. 

Cuando decimos que una persona es “aggressive” (agresiva) queremos decir que se comporta de forma amenazante y que, por tanto, constituye un peligro para los demás. La única manera de vencer las actitudes “agresivas” y el clima que producen no es añadiendo más dosis de agresividad, sino interponiendo la actitud de la templanza. Antiguamente se hablaba de mansedumbre. Hoy se prefiere hablar de actitudes no violentas. Echo de menos políticos con esta capacidad de descontaminar la vida social a base de actitudes y palabras templadas, de reacciones proporcionadas y, en definitiva, de señorío sobre las situaciones violentas, sean estas descaradas o sutiles.

lunes, 28 de noviembre de 2022

Salvo mi corazón, todo está bien


Me temo que hoy voy a ser más largo de lo recomendable en un blog, pero el tema lo exige. Hacía tiempo que no leía un libro tan provocativo. He devorado sus 357 páginas en pocos días. Su autor es bien conocido en Colombia y también en este lado del charco. Algunos lo consideran el heredero natural de Gabriel García Márquez. Tiene los mismos años que yo, aunque vino al mundo varios meses más tarde. Nació en Medellín, la hermosa y variopinta capital de la Antioquia colombiana. Se llama Héctor Abad Faciolince. Recientemente ha pasado por España para promocionar su última novela publicada por Alfaguara hace poco más de un mes, cuyo título -Salvo mi corazón, todo está bien- es el último verso de un hermoso soneto del poeta colombiano Eduardo Carranza. Transcribo los tres de la estrofa final para encuadrarlo mejor: “Bien está que se viva y que se muera. / El Sol, la Luna, la creación entera, / salvo mi corazón, todo está bien”. 

En contra de lo que varios amigos le recomendaron, Héctor Abad se atrevió a usar la manida palabra “corazón” en el título del libro porque, al fin y al cabo, la novela trata de un hombre con un corazón muy grande que espera un trasplante de corazón (que nunca llegará) para poder sobrevivir. Hasta aquí todo parece normal. Un argumento más de los muchos usados por las novelas que se publican cada año. Pero lo que sucede es que el “ateo” Héctor Abad escribe sobre un “cura” fallecido en mayo de 1996. Al final de la novela, Faciolince inserta esta Nota bene: “Si alguien llegara a sospechar que esta historia se basa libremente en la vida de Luis Alberto Álvarez, un sacerdote extraordinario, un cura bueno de quien fui amigo, estaría en lo cierto”.


Luis Alberto Álvarez Córdoba (1945-1996)
Pues resulta que el tal Luis Alberto Álvarez Córdoba (Luis Córdoba en la novela) fue efectivamente un sacerdote claretiano, experto en cine y en música clásica. Y quien narra su historia en el libro de Faciolince es otro sacerdote claretiano (en la novela Aurelio Sánchez, Lelo) que todavía vive y a quien conozco personalmente. Es más, se trata de un asiduo lector de este blog. Me resultaba, pues, imposible leer el texto sin experimentar una fuerte sacudida emocional. Ciertamente, la vida de Luis Alberto da para una novela y para mucho más. El hecho de que Faciolince fuera amigo suyo y haya tenido acceso al testimonio directo de otros muchos amigos hace que la ficción tenga una fuerte carga biográfica. 

No sé si se puede catalogar como novela histórica, pero resulta evidente que el autor la ha elaborado siguiendo una trama que le resultaba muy conocida. Casi podríamos decir que se ha comportado como un ave depredadora -en realidad, todos los escritores lo son- que se lanza en picado sobre la presa para extraerle los menudillos que pueden ayudarle a componer un buen producto literario. Cuando la realidad es elocuente por sí misma, la respeta tal cual. Cuando es necesario forzarla o recrearla para que sea más literaria, quizá más atractiva, lo hace sin reparos. Al fin y al cabo, un novelista no es un historiador, sino un creador y vendedor de ficciones.


Héctor Abad Faciolince
De entre las muchas aristas que la novela presenta, escojo solo una que me afecta de cerca por mi condición de religioso y sacerdote. Faciolince, escondido tras el personaje de Joaquín, escritor y ateo como él, no escatima críticas al celibato eclesiástico por considerarlo responsable de la deshumanización de los curas y de su doble vida en algunos casos. En esto coincide con otros muchos escritores contemporáneos. Es casi imposible encontrar una novela actual en la que se explore la dinámica interna de los célibes que viven con alegría su condición. Resulta más literario ahondar en el mar sin fondo de la fragilidad humana y de sus infinitas contradicciones. Hace falta ser un escritor sobresaliente para atreverse a lo contrario y no morir literariamente en el intento.

Con todo, Faciolince no se ceba de manera inmisericorde con los curas. El recuerdo de su viejo amigo Luis Alberto lo mantiene en un tono respetuoso. Por eso, pone en labios de Joaquín estas palabras: “Lo que no tiene sentido a estas alturas, Lelo, es hablar mal de los curas. Estos ya están caídos, jodidos, y no tienen cómo defenderse. ¿Al caído caerle? Jamás. Hasta un ateo como yo puede sentir compasión y nostalgia por la fe y por los curas”. Y añade en tono explicativo: “Últimamente los curas, y hasta el Papa, no hacen otra cosa que pedir perdón con humildad por todos los errores de la Iglesia en la historia, y cuanto más perdón piden, más los atacan y desprecian. Hay un síntoma: ya hasta los periodistas escriben Papa con minúsculas, como si fuera un tubérculo. Ahora resulta que todos ustedes, todos sin excepción, son unos abusadores de niños, unos pervertidos, unos seres asquerosos y lascivos, malolientes y sucios. Y no es así, no. Al menos vos y el Gordo [o sea, Luis Alberto, que así era conocido] nunca han sido así”.

La última frase se la he oído a más de un amigo mío en conversaciones regadas con cerveza: “Yo no creo en los curas, pero tú eres distinto. Tú eres mi amigo”. La carga afectiva de la frase neutraliza toda posible explicación sobre la verdadera identidad del ministerio. El asunto no se queda ahí. Toca de lleno el aparente fracaso de la religión en el mundo de hoy. El tal Joaquín sigue perorando: “Ahora que veo cómo se va desmoronando la religión de ustedes, Lelo, ya empiezo a tener nostalgia. Cuando finalmente se estaba reformando, modernizando, ahora que el Papa, con mayúsculas, dice incluso que él no es nadie para juzgar mal a los homosexuales, que pide perdón por la quema de herejes, por el juicio a Galileo, por el salvaje adoctrinamiento a los indios, ahora que abren al fin los ojos, se extinguen. Uno entra a una iglesia y no hay más que seis beatas y dos ancianos. De vez en cuando un enamorado lloroso pidiendo un milagrito. Se les acaban los fieles. Porque los fieles no quieren luz, sino oscuridad, no quieren sentir compasión, sino miedo, no quieren que los comprendan, sino que los amenacen, regañen y castiguen. O si no explícame por qué los devotos que se les escapan a ustedes van a dar en las garras de los pastores evangélicos”. 

En esto, por desgracia, puede que Joaquín/Faciolince tenga algo de razón. Y concluye así: “Mira, Lelo, yo oigo lo que dicen esos cristianos evangélicos y siento una gran añoranza por los curas católicos, por ustedes los cordalianos [neologismo usado por Faciolince para denominar veladamente a los claretianos], por los jesuitas, que suelen ser cultos e inteligentes, por los benedictinos, que no le hacen mal a nadie con sus salmos y sus cantos gregorianos. Me da rabia conmigo mismo, que fui tan ridículamente anticlerical cuando iba a la universidad o cuando conocí a Luis. Ustedes, a estas alturas de su decadencia y caída, lo único que me inspiran es una infinita, una tierna y cristiana compasión”.


La última frase se presta a una conversación sin filtro. Según Joaquín/Faciolince -y otros muchos que piensan igual- los curas y religiosos estamos viviendo una etapa de decadencia y caída. A diferencia de aquellos que se ensañan sin misericordia contra esta especie en vías de extinción, Joaquín/Faciolince experimenta “una infinita, una tierna y cristiana compasión”. No está mal. La novela se adentra en parajes que, por desgracia, se evitan en los escritos piadosos o falsamente apologéticos. La vida es como es. Me parece un logro. Pero se detiene en la antesala de la espiritualidad, quizá porque al autor, a pesar del ejemplo recibido de Luis Alberto Álvarez, se le hace difícil entender que Dios (si existe) se ha manifestado en el barro de la condición humana, no en una humanidad deslumbrante. Pero esto nos llevaría demasiado lejos. De momento, agradezco a Héctor Abad Faciolince su cartografía del corazón humano a partir del corazón exageradamente grande de un hombre que medía casi 1,90 metros de altura y que en algunos momentos de su vida, llegó a pesar más de 120 kilos. Su pasión por la belleza (concretada, sobre todo, en el cine y la música) fue su particular via pulchritudinis (el camino de la belleza) para llegar a Dios. O para que Dios llegara a él. Puede suceder también con otras personas, incluido el autor de la novela.

domingo, 27 de noviembre de 2022

Ya es hora de despertar


Han pasado casi 200 días desde que este blog alcanzó las 2.000 entradas. Entonces me despedí de sus lectores, sin tener muy claro si continuaría más adelante o lo cerraría definitivamente. Durante este medio año he añorado en algunas ocasiones el encuentro diario con todos vosotros. En este tiempo de verano y otoño han sucedido muchas cosas que me hubiera gustado compartir. Pero debo reconocer que también he descansado y me he oxigenado con nuevos encuentros y proyectos. Un buen número de lectores me ha dicho que echaban de menos este Rincón. Al final, después de un discernimiento tranquilo, me he decidido a reabrirlo coincidiendo con el comienzo de un nuevo año litúrgico y también con una nueva responsabilidad en el campo de la evangelización. He sido nombrado director de la editorial Publicaciones Claretianas en sustitución de mi compañero de comunidad Fernando Prado, que el pasado 31 de octubre fue nombrado obispo de San Sebastián. Comienzo, pues, una nueva etapa laboral en el momento en el que me aproximo a la jubilación civil. Es una de esas paradojas típicas de la vida misionera que nos mantiene siempre despiertos, en pie de misión. 

En estos meses he barajado diversos modos de comunicación con vosotros. En algún momento pensé sacarle más partido a mi viejo canal de YouTube (apenas utilizado) y hacer pequeños vídeos, pero no dispongo de tiempo para ello. Tampoco me veo haciendo TikToks como algunos sacerdotes jóvenes a los que conozco y admiro (por ejemplo, el mexicano Heriberto García Arias o el italiano Alberto Ravagnani), así que, de momento, seguiré escribiendo. Todavía creo en el poder transformador de la escritura y la lectura. Espero no haberme equivocado de siglo. 


Hoy es el Primer Domingo de Adviento. Hace tres días recibí un escrito de Mijail, un amigo mío ucraniano del que hablé hace meses. Después de describir a grandes rasgos la historia de su país y algunos hitos de la actual guerra contra Rusia, concluye con tono combativo: “La gente que no ha nacido en Ucrania nunca jamás va a entender que Ucrania no se va a rendir, que luchará hasta el final (aunque sea tirando piedras), que prefiere sufrir sin luz, sin gas, sin agua o sin comida e incluso morir... antes que ser esclava de Rusia”. En su opinión, Putin no supo calibrar el factor humano cuando empezó la guerra el pasado febrero; por eso, la va a perder. Mientras releo el escrito encendido de mi amigo ucraniano, me pregunto cómo se realiza hoy el sueño que el profeta Isaías nos regala en la primera lectura: “De las espadas forjarán arados, / de las lanzas, podaderas. / No alzará la espada pueblo contra pueblo, / no se adiestrarán para la guerra. / Casa de Jacob, venid; / caminemos a la luz del Señor”. No sé cómo ni cuándo se hará realidad este sueño bíblico, pero en él se dice que en los planes de Dios “no alzará la espada pueblo contra pueblo”; o sea, que la guerra es siempre un retroceso en la evolución humana, no un camino de futuro. ¡Lástima que haya algunos que ganan mucho adiestrando a otros (quiero decir, vendiéndoles armas) para la guerra!


En Madrid nos hemos levantado con frío. Cuando he abierto la ventana a eso de las 6 de la mañana la temperatura rondaba los 2 grados. Desde el pasado jueves las calles están engalanadas con once millones de bombillas de colores. Para que no nos escandalicemos del derroche energético, las autoridades municipales se han apresurado a decirnos que se trata de bombillas LED de bajo consumo. Yo estuve en la Plaza de España en el momento del encendido oficial. Confieso que no experimenté ningún sobresalto. Es verdad que las luces ambientan la ciudad, pero cada vez me convenzo más de que, tras su apariencia estética, su verdadero objetivo es incrementar las ventas en un período del año en el que todos nos volvemos más gastadores. A mí lo que me llega al corazón es el Adviento y su llamada a estar en vela porque -como dice Jesús en el evangelio de hoy- “no sabéis qué día vendrá vuestro Señor”. Es “día” es, en realidad, cualquier momento de nuestra vida en el que tomamos conciencia de quiénes somos, para qué existimos, qué nos cabe esperar y, en consecuencia, qué debemos hacer. No siempre estamos despiertos para descubrirlo.


Este año, de manera excepcional, el Adviento coincide prácticamente con el Mundial de Fútbol de Catar. Si no estoy mal informado, la final será el domingo 18 de diciembre, que es cabalmente el último domingo de Adviento. No sé cuál será la selección ganadora, pero estoy seguro de que para muchas personas del país que venza la Copa, la Navidad tendrá el sabor del triunfo deportivo. Todo lo demás, incluyendo el nacimiento de Jesús, pasará a un segundo plano. Creo que, hoy por hoy, no hay “religión” más ecuménica y transcultural que el fútbol y su complejo entramado económico. El pobre niño de Belén no puede competir con la poderosa FIFA. Juega en otra liga.