viernes, 31 de julio de 2020

No hacer mudanza

Si san Ignacio de Loyola, cuya fiesta celebramos hoy, nos recomienda no hacer mudanza en tiempos de desolación (aunque no es seguro que la frase sea suya), entonces es bueno que no tomemos decisiones drásticas y precipitadas en estos tiempos que corren. Hoy se alaba a la persona que siempre sabe lo que tiene que hacer, decide con rapidez y arriesga en sus opciones. Nada más contrario al ritmo que nos proponen los maestros espirituales. Las decisiones tienen que madurar dentro. Necesitan tiempo. Las personas hiperactivas suelen decir que, si esperamos, corremos el riesgo de perder oportunidades. Un antiguo compañero mío solía repetir a menudo que la vida está hecha… para perder oportunidades. Lo que hoy nos parece deslumbrante, mañana puede revelarse oscuro. Solo el tiempo pone a prueba la verdad de las personas y situaciones. Los meses de la pandemia están produciendo un exceso de desolación. No es, pues, el tiempo más propicio para tomar decisiones que impliquen cambios significativos en nuestras vidas. En momentos de crisis, la paciencia es la virtud de los fuertes.

Dentro de unas horas tengo cita en las oficinas de la policía para renovar mi carné de identidad. ¿Quién soy yo para las autoridades de mi país? Lo que les interesa es mi nombre y apellidos, mi sexo, mi nacionalidad, la fecha y el lugar de nacimiento, el nombre de mis padres, mi domicilio, mi foto y mi firma. Estos son los ocho datos esenciales de mi identidad administrativa. Todos tienen su importancia. En Italia, donde resido, les llama la atención que los españoles, portugueses y los ciudadanos de la mayoría de los países de Latinoamérica tengamos dos apellidos, el paterno y el materno, aunque no necesariamente por este orden. A mí me parece un gran acierto porque, además de facilitar la identificación de las personas, testimonia nuestro verdadero origen. Tanto nuestro padre como nuestra madre (cuyos nombres se incluyen también en el carné) son cauces necesarios de nuestra identidad. La cuestión del sexo empieza a ser polémica. Hay países que han suprimido este dato para evitar que las personas tengan que decidirse por el sexo masculino o femenino dado que hoy se está abriendo paso la famosa perspectiva (que yo suelo tildar de ideología) de género. El asunto de la nacionalidad no tiene demasiada importancia para mí. Valoro el hecho de haber nacido en España, pero, como misionero, me siento desde hace tiempo ciudadano del mundo. Más importancia tienen la fecha y el lugar de nacimiento. Estas dos coordenadas espaciotemporales explican bastantes cosas de mí. Haber nacido a finales de la década de los 50 del siglo pasado significa que pertenezco a la generación los “baby boomers” y que comparto muchos rasgos con mis coetáneos. Haber nacido en un pueblo de montaña, en el corazón del invierno, explica todavía más cosas, pero no es cuestión ahora de revelar intimidades.

Lo que más me llama la atención es el asunto de la foto. No conozco ningún país que permita poner en el documento de identidad la foto del pie izquierdo o del codo derecho. La foto debe ser del rostro y, además, reciente. No se puede poner una foto de hace veinte años. Es obvio que el rostro (y, dentro de él, los ojos) es la parte de nuestro cuerpo que mejor revela nuestra identidad personal. Lo paradójico es que nos moriremos sin haber visto nunca nuestro propio rostro, que es como afirmar que nunca acabamos de conocer nuestra identidad. Solo vemos su reflejo en los espejos o su reproducción fotográfica. Eso significa que nuestro rostro es como nuestra tarjeta de presentación para los demás. Nuestra identidad consiste esencialmente en nuestra apertura a los otros. Somos para los demás. Mas aún, Levinas afirmaba que en el rostro humano se refleja la divinidad. No creo que todas estas cosas me vengan a la mente cuando esté con el policía de turno haciendo los trámites de la renovación. Por eso, las escribo ahora a modo de preparación. En cualquier caso, aunque yo he cambiado bastante desde que hice mi anterior renovación en 2010, sigo siendo el mismo. Todos mis datos se mantienen firmes. Está claro que en tiempos de desolación no conviene hacer mudanza.

jueves, 30 de julio de 2020

Tener menos para ser más

Mi cuarto en la casa familiar se ha ido convirtiendo a lo largo de los años en un pequeño y caótico museo. Conservo libros desde los años de la adolescencia, viejas cintas de música, recuerdos de viajes por muchos países, objetos que me han regalado… Si sigo así, llegará un momento en el que no habrá sitio para mí, así que he decidido dedicar un tiempo a seleccionar lo que me parece valioso y desprenderme de todo lo demás. Incluso he desmontado dos pequeñas estanterías llenas de libros que en algún momento leí, pero que ya no me atraen. No he sentido pesar, sino sensación de libertad. Quiero un cuarto diáfano, no un pequeño mercado persa. Acumular demasiadas cosas acaba convirtiéndose en un lastre. Podríamos decir que me he vuelto un poco minimalista, casi defensor del principio “menos es más”. Se ve que esta tendencia a liberarme de cosas es un fruto de la edad adulta porque cuando era joven sucedía todo lo contrario. Quizá la dinámica de la vida funciona así. De niños y jóvenes nos preparamos para tener, con la vana esperanza de que teniendo más seremos más. Llega un momento en el que caemos en la cuenta de que por esa vía acabamos siendo prisioneros de nuestras posesiones. Entonces comienza otra etapa de desprendimiento. A varios amigos les he oído decir que les gustaría morir casi sin nada, ligeros de equipaje. Se reconocen en los célebres versos de Antonio Machado: “Y cuando llegue el día del último viaje, / y esté al partir la nave que nunca ha de tornar, / me encontraréis a bordo ligero de equipaje, / casi desnudo, como los hijos de la mar”.

¿Por qué cuando somos jóvenes y adultos queremos tener muchas cosas? Porque, a falta de plenitud interior, necesitamos rellenar el vacío de la existencia con “posesiones” que nos hagan sentir falsamente satisfechos. El problema es que con las posesiones establecemos una relación del tipo yo-ello, que es normal en los procesos productivos, pero que no responde a nuestra condición de personas. Solamente hallamos la plenitud cuando aprendemos a relacionarnos en el nivel yo-tú, cuando desarrollamos la capacidad de amarnos a nosotros mismos y de amar a los demás. Como este nivel exige aprender a morir a nosotros mismos, nos sentimos más cómodos alargando al máximo el esquema yo-ello. Estoy convencido de que muchas separaciones y divorcios son consecuencia de relaciones planteadas así. Por duro que resulte afirmarlo, para muchos hombres, sus mujeres son solo un “objeto” más en su colección de posesiones. Cuando se cansan, lo sustituyen por otro “objeto” más atractivo. Y algo parecido puede suceder, aunque creo que en menor proporción, con respecto a las mujeres. Como la dinámica del “tener” mueve la economía, somos continuamente bombardeados para comprar, adquirir, cambiar, consumir... tener más, en definitiva. Pocos nos animan y nos ayudan a “ser”. Esto no vende. A lo mejor echando un vistazo al viejo Tener y ser de Erich Fromm aprendemos un poco más cómo funciona este asunto.

Despojarme de muchas cosas inútiles, remozar mi viejo cuarto familiar, es solo un pequeño paso en ese camino de liberación interior que uno va viendo con más claridad a medida que pasan los años. Teniendo lo suficiente para vivir y, sobre todo, cultivando relaciones profundas, el ser humano puede llegar al final de la vida preparado para el encuentro definitivo con el Tú que nos aguarda. Cuanto menos lastre llevemos en las alas, con más libertad volaremos. Hay personas que descubren muy pronto esta dinámica y disfrutan de ella desde jóvenes, la convierten en su estilo de vida.  La mayoría de los seres humanos lo van haciendo cuando se aproximan a la ancianidad y comprueban que pocas cosas son necesarias. Algunos no lo descubren nunca y se mueren sepultados por el peso de todo lo acumulado. Poquísimos -los místicos- se enamoran de las palabras de Jesús: “Una sola cosa es necesaria”. Mientras vamos dando pasos en esa dirección, de vez en cuando es saludable desprenderse de objetos inservibles. Es una metáfora de ese desprendimiento interior de prejuicios, apegos y dependencias que nos ocupa toda la vida.

miércoles, 29 de julio de 2020

La nueva servicialidad

Una de las pocas cosas que no han cambiado en este tiempo de pandemia es el calendario. También en 2020 celebramos la memoria de santa Marta, de quien he hablado varias veces en este blog. Incluso me he referido a una enfermedad inspirada en su nombre (el “martalismo”) de la que habló el papa Francisco cuando se dirigió a la Curia Romana. En tiempo del coronavirus, prefiero fijarme en la actitud disponible y servicial de esta amiga de Jesús. Si existe la enfermedad del “martalismo” (un activismo sin alma), también existe -y espero que en mayor grado- la actitud de “martalidad” (una preocupación por las necesidades de los demás). El domingo pasado saludé brevemente a un joven amigo mío, carnicero de profesión, que me contaba cómo en estos meses de la pandemia (sobre todo, durante las semanas de confinamiento) había llevado los pedidos a las casas de muchos de sus clientes, especialmente ancianos que no podían o no se atrevían a salir a la calle. Es uno de los muchos gestos de servicio que se están prodigando en este tiempo extraño. Si al principio suele imponerse el “sálvese quien pueda”, cuando tomamos conciencia de la situación, pasamos al “echémonos todos una mano”. Durante estos últimos días aparecen en la televisión imágenes de grupos de jóvenes haciendo botellón en la calle o inundando las discotecas sin mascarillas y sin respetar la distancia de seguridad. Es una muestra clara de irresponsabilidad y falta de civismo. Pero estas imágenes veraniegas no deben hacer olvidar las imágenes de muchos jóvenes, como mi amigo carnicero, que en estos tiempos han estado disponibles para muchos servicios sociales sin que nadie se lo pidiera.

El servicio es inherente a la vocación cristiana. El pasado día de Santiago leíamos en el Evangelio de Mateo: “El que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo. Igual que el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos” (Mt 20,27-28). Marta de Betania, a pesar del suave reproche de Jesús, entendió muy bien estas palabras del Maestro. Jesús no critica su espíritu de servicio, sino su agitación y desasosiego, que le impiden escuchar la Palabra con atención. El servicio nunca es un obstáculo para vivir el Evangelio, precisamente porque es su expresión privilegiada. Lo que nos impide servir de verdad es la obsesión por hacer cosas, la huida de nosotros mismos a través del trabajo, lo que hoy denominamos “activismo”. Cuando la “martalidad” (actitud de servicio) degenera en “martalismo” (activismo sin alma), entonces se producen los divorcios a los que estamos acostumbrados en las comunidades cristianas: catequistas que organizan muchas cosas, pero nunca oran ni participan en la Eucaristía; personas devotas que reducen su compromiso a algunas limosnas ocasionales; sacerdotes que cuidan con mimo el culto, pero están lejos de la gente… Lo que Jesús le pide a Marta es lo que nos pide a todos sus seguidores: unir indisolublemente la escucha de la Palabra con el servicio a los demás.

La pandemia está propiciando una “nueva servicialidad” que se expresa en  numerosos gestos de preocupación por los demás: llamadas a ancianos que viven solos, acompañamiento a los servicios médicos, hacer la compra diaria o semanal, resolver asuntos burocráticos, cuidar de las personas contagiadas, escuchar y acompañar a quienes padecen las secuelas de la enfermedad, ofrecer propuestas digitales de espiritualidad, formación y entretenimiento, organizar actividades para los pequeños cuyos padres trabajan, distribuir alimentos a las personas con necesidad… Son formas que traducen a la actualidad lo que Marta de Betania hacía. Jesús sigue haciéndose presente en tantas personas que tienen necesidad de ayuda. Si la fe cristiana no desarrolla en estas circunstancias difíciles la “imaginación de la caridad”, ¿para qué sirve? La credibilidad no se recupera mediante razonamientos lógicos, sino mediante el ejercicio humilde y paciente del amor. No hay nada más creíble que el amor. “Solo el amor es digno de fe”, escribía hace años el teólogo suizo Hans Urs von Balthasar. Pues eso.

martes, 28 de julio de 2020

Tocados, pero no hundidos

De pequeño, solía jugar a los barquitos, un simulacro de guerra naval hecho sobre papel cuadriculado. Cada cuadrícula tenía una sigla formada por un número (que representaba las columnas) y una letra (que denominaba las filas). Bueno, no es cuestión de recordar ahora la técnica del juego con pelos y señales. Cuando otro participante acertaba alguna de las casillas que se correspondían con algún barco de la propia flota, se debía responder “tocado”. Si lograba “tocar” todas las casillas, el barco estaba finalmente “hundido”. Me sirvo de este recuerdo infantil para poner nombre a lo que estoy experimentando estos días. No hay persona con la que hable, que no esté “tocada” en mayor o menor grado por todo lo vivido en los meses pasados y lo que todavía seguimos viviendo. Algunos perdieron a sus familiares en las semanas del confinamiento y no pudieron acompañarlos en el trance último y ni siquiera participar en su entierro. Ayer me decía una mujer, que había perdido a su madre, que esa herida va a permanecer siempre abierta. El tono general es de tristeza, confusión, incertidumbre y temor ante los rebrotes y la posibilidad de una nueva ola. En circunstancias así, nadie espera una solución mágica. A lo que aspiramos es a ser escuchados. Me lo decía expresamente un amigo con el que mantuve ayer una conversación telefónica de 40 minutos: “Gracias por escucharme”.

Cuando estamos “tocados” por el impacto emocional de la pandemia podemos experimentar sentimientos cambiantes. A veces, no queremos hablar con nadie. Nos comemos solos nuestros propios recuerdos. Experimentamos una especie de rechazo inconsciente hacia el otro, como si cualquiera fuera una potencial amenaza. Pero lo mas normal es que deseemos compartir con otra persona todo lo vivido, en un esfuerzo por ventilar sentimientos que, de otra manera, corren el riesgo de pudrirse dentro. Poner palabras a lo vivido es un ejercicio muy saludable. Experimentamos la “regla de oro” de la comunicación emocional. Cuando compartimos sentimientos positivos con otras personas, estos sentimientos se refuerzan. Es como si se multiplicaran produciendo una cosecha de alegría y entusiasmo. Cuando compartimos sentimientos negativos, estos pierden parte de su carga destructiva. Por eso, es tan importante aprender a compartir los propios sentimientos. Y más en situaciones en las que todos estamos un poco “tocados” y nos hemos vuelto más sensibles a la fragilidad de la vida. 

Estar “tocado” no significa estar “hundido”. En la pasada fiesta de Santiago leímos un fragmento de la segunda carta de san Pablo a los Corintios en el que expresaba muy bien esta dinámica cristiana: “Nos aprietan por todos lados, pero no nos aplastan; estamos apurados, pero no desesperados; acosados, pero no abandonados; nos derriban, pero no nos rematan; en toda ocasión y por todas partes, llevamos en el cuerpo la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo”. La muerte nos acosa de diversas maneras, incluyendo una de las más insidiosas: la depresión, la pérdida de la alegría de vivir. Cada vez que nos sentimos “tocados” es saludable asociar esta experiencia a la cruz de Jesús para que, en comunión con él, podamos compartir sus padecimientos y experimentar también la fuerza de su resurrección. Por el hecho de ser creyentes, no nos vemos libres de las pruebas de la vida, como tampoco Jesús se vio libre de ellas. Pero la fe nos da la certeza de que “si morimos con él, viviremos con él”. Por eso, podemos estar muy “tocados” por la pandemia y su cohorte de efectos secundarios, pero en ningún momento podemos perder la esperanza. Un creyente nunca se hunde. Ninguna tormenta conseguirá que la barca de Jesús zozobre.

lunes, 27 de julio de 2020

Las identidades asesinas

Me inspiro en el libro homónimo del franco-libanés Amin Maalouf para la entrada de hoy, que quiero dedicar a la reapertura de la basílica de Santa Sofía en Estambul (Turquía) como mezquita musulmana. Durante más de mil años, desde el 360 al 1453, fue basílica cristiana-ortodoxa, con el breve paréntesis de 1204 a 1261 en que fue catedral católica de rito latino. Tras la conquista de Estambul por los otomanos, se transformó en mezquita musulmana hasta 1931, fecha en la que el espacio fue secularizado. Posteriormente, en 1935, se convirtió en museo. El pasado viernes, por decisión personal de Erdogan, presidente de Turquía, volvió a fungir como mezquita, a pesar de las protestas del papa Francisco, de otros líderes cristianos (sobre todo, ortodoxos) y de la UNESCO. El paso simbólico está consumado. Podría parecer que se trata de uno más de los muchos cambios que se han producido a lo largo de la historia, pero en el contexto actual tiene un significado más profundo.

Es verdad que cuando observamos la historia ha sido normal convertir los santuarios de una religión en lugares de culto de la potencia conquistadora o de la religión dominante. Muchos edificios romanos, por ejemplo, se transformaron en iglesias cristianas. En Roma abundan los ejemplos. Iglesias y catedrales del Medio Oriente o del sur de España acabaron siendo mezquitas. Algunas mezquitas (pensemos en la famosísima de Córdoba) se transformaron en catedrales. Esta continua resignificación era una forma visible de mostrar el poderío de los vencedores. 

Lo que a lo largo de la historia ha sido “normal”, resulta muy chocante en el siglo XXI. Cuando Erdogan ha tomado la decisión de reabrir Santa Sofía como mezquita musulmana está lanzando un claro mensaje. Basta ver y escuchar su discurso en el vídeo (con subtítulos en inglés) que he puesto al final de esta entrada. Erdogan, por más que no renuncie a la entrada de Turquía en la Unión Europea, se está convirtiendo en uno de los representantes del Islam combativo. Igual que Modi busca con denuedo hacer de la India un país hindú despreciando el pluralismo consagrado por la actual Constitución del país, Erdogan aspira a islamizar Turquía para convertirla en un polo de referencia en la lucha contra la “decadente” civilización occidental. Por desgracia, a pesar de los muchos esfuerzos de diálogo interreligioso e intercultural que se están realizando en el mundo, los fundamentalismos no dejan de crecer. Es posible ser musulmán en los países de cultura cristiana, pero no siempre es posible ser cristiano en algunos países de mayoría musulmana. Se puede ser comunista en los países libres, pero no es fácil ser libre en los países comunistas. Cada uno podemos pensar lo que nos parezca, pero hay hechos que son tozudos. 

Dicen que hoy será uno de los días más calurosos del verano. En algunos lugares de España la temperatura superará los 40 grados. Donde yo me encuentro, no creo que pase de los 32 en pleno mediodía. En cualquier caso, por la noche desciende a 14-16 grados, lo que permite dormir con tranquilidad. Necesitamos enfriar las altas temperaturas producidas por las identidades “excesivas”, que -en algunos casos- pueden convertirse en “asesinas”, por emplear la expresión de Maalouf. Es muy probable que la globalización del virus acelere el crecimiento de tantas identidades religiosas, nacionales, culturales, lingüísticas que se ven como refugios frente al enemigo exterior. En este río revuelto, Erdogan ha aprovechado ya para hacer su particular pesca. La grandeza y la fragilidad de los sistemas democráticos frente a los autocráticos estriba en las dificultades para dar respuestas contundentes a corto plazo. Esta lentitud es un factor que juega a favor de quienes como Ergodan, Putin, Xi Jinping y Modi quieren alterar la mesa de juego del mundo y aun las reglas. Veremos qué jugadas realizan en los próximos meses. La pandemia no está fuera de este juego. Más vale no pecar de ingenuos.


domingo, 26 de julio de 2020

Cuatro por el precio de una

El Evangelio de este XVII Domingo del Tiempo Ordinario nos propone cuatro miniparábolas: el tesoro escondido, la perla preciosa, la red barredera y el arcón familiar. Las cuatro parten de experiencias ordinarias, perfectamente conocidas por los oyentes de Jesús. Las cuatro tienen un objetivo común: decir algo sobre el reino de los cielos y, sobre todo, urgir a tomar una opción clara y arriesgada por él. Creo que ninguna de estas parábolas refleja experiencias actuales, y menos para quienes viven en grandes ciudades. Hoy no es normal que uno, arando la tierra, se encuentre una vasija de barro llena de monedas de oro. Y tampoco es normal comerciar con perlas, pescar con red o guardar la ropa en un viejo arcón. Y, sin embargo, en estas historias de sabor añejo percibimos con bastante claridad lo que Jesús nos quiere decir hoy. Quien quiere vivir el Evangelio debe tener el coraje de arriesgar todo. Esa fue la experiencia que tuvo, por ejemplo, Pablo de Tarso, hasta el punto de que llegó a escribir: “Lo que para mí era ganancia lo consideré, por Cristo, pérdida. Más aún, todo lo considero pérdida comparado con el bien supremo de conocer a Cristo Jesús mi Señor; por él doy todo por perdido y lo considero basura con tal de ganarme a Cristo” (Fil 3,7-8).

Para ponderar el tesoro de la fe necesitamos el don del discernimiento; es decir, la capacidad de distinguir el bien del mal, lo verdadero de lo falso, lo valioso de lo fútil. Ese es precisamente el don que Salomón le pide a Dios, como leemos en la primera lectura (cf. 1 Re 3,5.7-12). El joven rey israelita no le pide lo que le hubiéramos pedido la mayoría de nosotros: riquezas y larga vida. A esos bienes prefiere la sabiduría. Es aquí donde se produce una brecha entre la enseñanza bíblica y la cultura contemporánea. El arte del discernimiento es valioso cuando uno cree que no es lo mismo la verdad que la mentira, la belleza que la fealdad, el bien que el mal. Pero cuando -como sucede hoy- todo es relativo, todo tiene la misma categoría, todo puede ser importante “según y cómo”, entonces no tiene mucho sentido ser hombres y mujeres de juicio. Lo que cuenta es hacer lo que en cada momento “nos pida el cuerpo” y tratar de disfrutar lo más posible.

¿Alguna vez le hemos llamado a Dios “mi tesoro”? Entre los enamorados, o entre madres e hijos pequeños, es frecuente utilizar este término para expresar amor y ternura. No abunda en la literatura religiosa y litúrgica, aunque sí en la bíblica. Si Dios es nuestro tesoro, se desprenden dos consecuencias: tenemos que hacer todo lo posible por descubrirlo y no hay ninguna otra realidad que pueda atrapar nuestro corazón. ¿Cómo sabemos si Dios es nuestro tesoro? Si produce en nosotros alegría, paz, amor y un incontenible deseo de dedicar nuestra vida a Él. Es probable que en estos tiempos de pandemia no tengamos el ánimo muy dispuesto para este tipo de reflexiones. Si nos encontramos un poco confusos, temerosos y alicaídos, basta con que nos abandonemos suavemente en Él, que nos dejemos querer. Nadie mejor que nuestro Padre Dios comprende lo que nos pasa. Sabe que no todos los tiempos de nuestra vida son de entusiasmo, pero todos, incluso los más dolorosos, pueden ser de confianza. El “tesoro” nunca se va a devaluar.

sábado, 25 de julio de 2020

¿Ambición o servicio?

¿Tiene algo que ver el apóstol Santiago, cuya fiesta celebramos hoy, con la pandemia que estamos padeciendo? Nada y todo. Nada, porque no hay una conexión causal entre su figura y la enfermedad. Todo porque el cambio que él experimentó nos señala una vía de futuro para recomponer nuestro mundo herido. Santiago, junto a su hermano Juan, ambos hijos de Zebedeo, eran conocidos como “Boanerges” (hijos del trueno). Debían de tener un carácter impulsivo y, desde luego, ambicioso, aunque parece que la portavoz de su ambición a escalar puestos fue su madre. Como los otros discípulos, vivieron un itinerario formativo junto a Jesús, pero parece que con pocos resultados a corto plazo. Les gustaba el Maestro, pero no lograban entender su lógica. Quizá no estaban demasiado lejos de Judas Iscariota. Todos ellos soñaban un reino de Dios como lo imaginaban los judíos de su tiempo: como el triunfo sobre la potencia romana y la instauración de un Israel independiente. Su lógica era la que ha dominado la historia. Jesús la sintetizó muy bien: “Sabéis que los jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen”. Esta lógica es la que nos ha llevado a guerras permanentes, explotación de la naturaleza y de los más pobres y -como efectos secundarios- a enfermedades y hambrunas.

La ambición por dominar a los demás parece ínsita en el ADN de los seres humanos. Desde que somos niños, con la excusa de promover nuestras cualidades, se estimula la competitividad. Uno tiene que sacar mejores notas que sus compañeros, correr más que ellos y, si es posible, tener unos padres más ricos. Ser más significa tener más, superar a otros, lo cual implica oprimir a alguien. Lo que de niños vivimos a pequeña escala se repite a escalas superiores en todos los órdenes de la vida social. Se llega a decir que “la ambición es la llave del progreso”. Se alaba a aquellos países que son ambiciosos porque logran altas cotas de desarrollo económico, no importa si este se ha logrado esquilmando las materias primas de los países más pobres, contaminando la naturaleza y oprimiendo militarmente a los enemigos. Lo importante es producir, crecer, ganar, ser los primeros, etc. ¿No es este el lenguaje publicitario que usan muchas empresas? ¿No van por aquí las arengas de la mayoría de los políticos del mundo? El primer Santiago se hubiera sentido como pez en el agua en este ambiente de dominación.

Pero Jesús fue muy claro: “No será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo”. Frente a la lógica de la ambición y el dominio, Jesús propone la lógica del servicio y la entrega. No es un pequeño retoque estético. Supone un cambio completo de perspectiva. La razón es clara y tiene que ver con su misión: “El Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos”. El ideal de Jesús no ha sido dominar sobre todos, sino dar la vida por todos. Santiago tardó tiempo en entenderlo, pero, al final, lo hizo. De hecho, fue el primero entre los apóstoles en dar la vida por el Maestro. Fue capaz de pasar de la ambición al servicio. Este es siempre nuestro desafío. Cuando observo cómo nos conducimos quienes nos decimos cristianos, cuáles son nuestras prioridades en la vida, qué ambiciones cultivamos, dudo mucho de que hayamos entendido la lección del Maestro. Son pocos quienes, de hecho, están dando la vida. Los demás procuramos asegurárnosla al máximo. ¿Se comprende ahora la relación entre Santiago y el coronavirus?



viernes, 24 de julio de 2020

El fin de la historia

Saludarse sin tocarse, hablarse a distancia, celebrar con mascarilla, evitar el saludo de paz y lavarse las manos infinidad de veces son algunas de las acciones que practico estos días con resignación. Nada es como antes. Todos los que se detienen a hablar concuerdan en que la cosa va para largo. Esta mañana, un lugareño me ha dicho que esto es el principio del fin, como si hubiera leído a Leonardo Boff cuando  habla del principio de autodestrucción y del combate contra la Covid-19. Me ha sorprendido su análisis. Se ve que los meses del confinamiento le han hecho pensar. No es el único. A diferencia de la relativa serenidad de Roma, percibo aquí una gran preocupación, como si lo vivido fueran solo los primeros compases de una composición trágica que todavía tiene que ejecutarse. Los continuos rebrotes no son la mejor noticia para un verano que se esperaba como un oasis de serenidad en medio del desierto de la incertidumbre. Me indigna que haya tantas personas (a menudo jóvenes) que frivolizan con la situación y se comporten de manera irresponsable. Me cuesta creer que, después de lo vivido, no hayamos aprendido la lección. Se demuestra una vez más que los seres humanos somos incorregibles. No hay factor más peligroso que nosotros mismos.

“¿Tú crees que estamos ante el fin del mundo?”. La pregunta me la ha formulado el mismo lugareño que paseaba por el bosque en sentido contrario al mío. Yo le he respondido sin mucha convicción: “Creo que no, pero tal vez estamos ante el fin de un tipo de mundo como el que teníamos hasta ahora”. ¿A qué tipo de mundo me refiero? Al mundo basado en la codicia, la explotación inmisericorde de los más pobres y de la naturaleza, la ambición de poder, la sustitución de la fe en Dios por la autosuficiencia humana. ¿Veo alguna relación entre este tipo de mundo y la pérdida de fe en Dios? Si quisiera ser políticamente correcto, tendría que decir que no, que se trata de dos fenómenos independientes. Si digo lo que realmente pienso, entonces tengo que decir que sí. La pérdida de la fe en Dios como origen y fundamento de todo nos coloca a nosotros como reyes y señores de la creación, nos otorga un poder omnímodo del que no tenemos que dar cuenta a nadie. Si todo poder tiende a la corrupción, un poder omnímodo conduce inexorablemente a la destrucción. ¿Podemos sustituir la soberanía amorosa de Dios por el poder de una débil ONU, de una creciente China o de las grandes corporaciones multinacionales? A la religión en general y al cristianismo en particular se los ha acusado de todo lo malo que existe en el mundo, como si no hubiera habido nada más pernicioso en la historia de la humanidad. Es la reacción comprensible de quien quiere hacerse con el control del “árbol de la vida”. Esperemos que la historia nos permita ver las cosas con más perspectiva para saber dónde está la verdad.

Reconozco las grandes aportaciones de las ciencias al desarrollo de la humanidad. Pero igual que es muy peligrosa la religión sin fe, quizá no hay nada más peligroso que la ciencia sin ética, porque entonces todo lo que es técnicamente posible, acaba siendo realizable. El “hecho” se convierte en “derecho”. Hoy es técnicamente posible la destrucción de nuestro planeta. La tentación de pasar de la posibilidad a la acción está siempre al acecho. En un mundo secularizado, no hay ningún “dios” que se interponga en el camino de la ambición y la locura humanas. En una encrucijada como esta, solo veo dos salidas posibles: la “autodestrucción” de la que hablan Boff (en el artículo antes citado) y el lugareño (en su charla matutina) o el redescubrimiento de nuestra verdadera humanidad que nos lleve a articular de un modo nuevo las cinco relaciones básicas que nos mantienen vivos y a las que he hecho referencia en varias ocasiones en este blog. Sin una nueva articulación de la relación con nosotros mismos, con los demás, con la naturaleza, con el tiempo y con Dios, no preveo un futuro digno del ser humano. 

Jesús de Nazaret nos enseña el camino, pero -emborrachados de autosuficiencia-, ¿tendremos todavía la humildad de dejarnos guiar o preferiremos seguir con nuestros experimentos? Lo que no queremos aprender por la vía de un discipulado humilde, acabaremos aprendiéndolo a fuerza de experiencias desgarradoras. La historia nos ofrece lecciones elocuentes, pero ya se sabe que hace décadas que hemos entrado en “el fin de la historia” (Fukuyama dixit).

jueves, 23 de julio de 2020

El "hospital de campaña"

Dar un paseo por el bosque a las 8 de la mañana con 16 grados de temperatura es una forma “perfectamente seria” de comenzar la jornada. Hay soledad, silencio y frescor, los ingredientes que suelen faltar en las ciudades. Es el mejor desayuno para una dieta de desintoxicación urbana. Ocho kilómetros son suficientes para empezar. Mañana será otro día. Perdido entre los pinos, pareciera que la pandemia ha desaparecido… hasta que aparece otro caminante enfundado en su mascarilla quirúrgica. Es un recordatorio de que el virus no se detiene. Hemos superado ya los 15 millones de contagios en todo el mundo. Siguen creciendo mucho en Estados Unidos, Brasil e India. Lo peor está por llegar. Quizá por eso la poca gente que encuentro en mi camino saluda a distancia, como temerosa de que el virus salte asido a las palabras. Las conversaciones son, en realidad, intercambios breves, un poco nerviosos, torpes, como de personas que se están acostumbrando a un nuevo modo de vivir y relacionarse. La espontaneidad de siempre ha cedido el puesto a la precaución. Las alarmas están encendidas.

Solo el bosque parece ser el mismo de siempre. Acostumbrado a los rigores del invierno y a los excesos del verano, permanece impasible. O, mejor, reacciona con discreción, sin perder los papeles. Hace más ruido un árbol que cae que un bosque entero que crece en silencio. Noto el suelo más húmedo de lo que había imaginado. También el embalse contiene más agua de lo que suele ser normal por estas fechas. Todo el entorno se ha convertido en un gigantesco “hospital de campaña” (nunca mejor dicho), dispuesto a acoger a las personas que, tras meses de reclusión y miedo, necesitan la terapia de la naturaleza. Este año no habrá fiestas ni grandes concentraciones humanas. Es probable que bares y restaurantes tengan poca clientela. Quien verá aumentado el número de visitantes será el bosque, aunque aquí todo el mundo prefiere llamarlo “el monte” o “el pinar”, como si las palabras “montaña” y “bosque” fueran demasiado refinadas, más propias de un libro de geografía que del habla común.

No acabo de acostumbrarme a este silencio. Me parece un regalo inmerecido. Es como si todo el mundo se hubiera puesto de acuerdo para no molestar. Creo que los parlamentarios tendrían que venir aquí de vez en cuando para ver si corrigen su infumable verborrea. Aprovecho para leer a toda prisa un breve artículo del sociólogo Juan M. González-Anleo sobre Generación Z: posreligión y espiritualidad líquida. Siempre conviene estar atento a lo que sucede en las generaciones más jóvenes. El autor cree que estamos ante “una generación incapaz ya de distinguir entre la psicología positiva con la que se han fundido y una espiritualidad realmente transformadora tanto de uno mismo como del mundo en el que se vive”. O sea, que las “espiritualidades” juveniles tienen mucho que ver con el rollo contemporáneo de “tienes derecho a ser feliz”, “toma lo que te apetezca”, “no te ates, sé libre” y eslóganes parecidos. También para la generación Z el Evangelio es pura novedad. Muchos de ellos ni siquiera han oído hablar de él. Como estoy convencido de que no hay nada más nuevo que Jesús, no me espanto cada vez que me hablan de tendencias “nuevas”. Envejecerán antes de que nos dé tiempo a conocerlas y abordarlas. Todo es demasiado efímero. Jesús será siempre la eterna novedad. No hay por qué sentirse abrumado. Hay que contagiar alegría.

miércoles, 22 de julio de 2020

Tras la tormenta viene la calma

No lo digo en sentido metafórico, sino real. La noche pasada han caído sobre Madrid un par de tormentas que han aliviado un poco el fuerte bochorno de ayer. No han sido gigantescas, pero al amanecer se respiraba un aire fresco y húmedo. Lo que sucede en el mundo físico, se da también en el campo de las relaciones, de la política y esperemos que en la crisis de la pandemia. A veces, la conjunción de muchas fuerzas negativas estalla en una “tormenta perfecta” que destroza lo que teníamos, pero nos libera al mismo tiempo de la sobrecarga eléctrica y tensional que nos oprimía. A partir de los desechos, se puede empezar a construir con serenidad. Cuando hemos tocado fondo, la única palabra que todavía conserva significado es la esperanza. Parece un consuelo de pobres, pero es la dinámica de la vida. En el pasado, estas “tormentas perfectas” eran las pestes, las guerras sin cuento, las sequías y hambrunas, etc. Ahora, acostumbrados a controlar “casi” todo, nos vemos zarandeados por una pandemia que no esperábamos, aunque algunos visionarios la temían desde hacía tiempo. ¿Seremos capaces de aprovecharla para corregir el rumbo y hacer las reformas imprescindibles? Hace meses que nos hacemos esta pregunta sin que, por el momento, se vean signos claros de respuesta.

Si la pandemia -por definición- es una “enfermedad epidémica que se extiende a muchos países o que ataca a casi todos los individuos de una localidad o región”, no tiene mucho sentido pensar en respuestas demasiado locales. Me produce sonrojo la tentación -tan española por otra parte- de seguir políticas distintas según las comunidades autónomas, como si el virus se comportase de diversa manera según el territorio o el color político dominante. A un problema global, se responde con medidas globales (pocas, claras y contundentes). Por otra parte, no se puede retrasar más la “conversión ecológica” que el papa Francisco pedía hace cinco años en la encíclica Laudato Si’. De no hacerlo, vamos a encadenar crisis tras crisis. No tengo tan claro que tengamos que poner demasiado el acento en la “revolución digital”, por más que en estos meses estemos viviendo una verdadera eclosión y todo el mundo dice que el futuro (el presente) va por ahí. Lo digital nos hace al mismo tiempo fuertes y muy vulnerables y manipulables. ¡No quiero ni imaginar lo que le sucedería a nuestro mundo si se produjera una “pandemia informática” y todos los servicios esenciales quedaran paralizados! Por eso, junto al desarrollo digital, hay que prever una forma de vida alternativa (elemental y sostenible) que permita sobrevivir en caso de ciberterrorismo, por ejemplo. Algo tan sencillo como disponer de un huerto doméstico y de acceso al agua potable puede salvar la vida de una familia en casos extremos. En este sentido, las ciudades son mucho más vulnerables que los pueblos.

No sé si estos pensamientos son los más estimulantes antes de empezar un período de descanso, pero me acuden mientras recorro algunas calles de Madrid y compruebo que todas las personas sin excepción llevan su mascarilla. Creo que, además de los indudables beneficios en la contención del virus, en realidad se trata de un amuleto que otorga a las personas la sensación de que están protegidas contra el enemigo invisible, a sabiendas de que tal protección es bastante relativa. Un cierto gregarismo se apodera de nosotros en momentos de pánico. Estamos dispuestos a hacer cualquier cosa que nos pidan con tal de que nos garanticen un mínimo de seguridad. Es el contexto ideal para que los manipuladores se salgan con la suya y hagan de la pandemia la excusa perfecta para implementar sus planes de control. Cuando nos queremos dar cuenta, es demasiado tarde. Por eso, junto a una actitud básica de obediencia civil, es bueno que se escuchen siempre voces críticas que nos hagan caer en la cuenta de otros aspectos que van más allá de la seguridad. Con ser importante la salud pública, no es el único bien personal y colectivo que está en juego. Para asegurarla, no se pueden pisotear otros derechos fundamentales. De lo contrario, caemos fácilmente en la “dictadura de los expertos”. Lo esencial para que tras la tormenta llegue la calma es una actitud individual consciente de la situación, responsable de las propias actuaciones y solidaria con los más afectados por la crisis.

martes, 21 de julio de 2020

Arrivederci Roma

Hacía cinco meses que no pisaba un aeropuerto. Estoy a punto de embarcar en Fiumicino. Todo parece de película. Se ha reducido el número de vuelos. Hay poca gente en las salas del aeropuerto. Todos llevamos nuestra mascarilla. No hay colas en el control de seguridad. Abundan los policías. En las zonas de espera hay asientos desocupados con una pegatina azul en la que se lee: “La tua salute è la nostra priorità / Your safety is our priority”. Se respira un ambiente de calma. Antes de facturar he tenido que rellenar un módulo en Internet. A cambio, me han dado un código QR que deberé presentar en el aeropuerto de llegada. Son algunas de las novedades producidas por la pandemia. Tendremos que acostumbrarnos. Mientras espero mi vuelo, leo que, por fin, la Unión Europea ha logrado un pacto para afrontar las consecuencias de la crisis producida por la Covid-19. Este es el titular. Desconozco los detalles de la letra pequeña. España recibirá 140.000 millones de euros. Esperemos que, una vez más, se haga realidad eso de que “toda crisis esconde una oportunidad”. Hay que saber estar a la altura de las circunstancias.

Tras los largos meses de encierro, comienzo mi primer viaje internacional con un doble sentimiento. Por un parte, estoy deseando encontrarme con algunas personas queridas a las que no he podido ver en todo este tiempo; por otra, no experimento la necesidad de salir. Aquí en Roma me siento seguro, acompañado y con muchas posibilidades de trabajo a través de Internet. Imagino que en una situación semejante se encuentran otras personas. Se requiere prudencia, pero también un poco de audacia para no permanecer enclaustrados. La vida tiene que mostrar músculo, debe encontrar nuevas formas de expresión. Si no lo hace, el temor nos irá jibarizando emocionalmente. Todas estas cosas me las digo a mí mismo en un esfuerzo por afrontar este nuevo desafío mientras me preparo para hacer mi oración de la mañana, rodeado por pasajeros que se comportan de una manera más comedida que antes de la pandemia. Es como si todos nos hubiéramos vuelto ciudadanos responsables. No está mal para ir preparando otra forma de vivir.

La mañana es fresca en Roma, aunque el sol está ya empezando a calentar. Los amaneceres veraniegos tienen un encanto especial. Nos devuelven la confianza en que la vida siempre acaba abriéndose paso. Son siempre una promesa de novedad. Por eso me gusta tanto madrugar. Me recuerda que “somos hijos de la luz, hijos del día”, que estamos hechos para vivir.  

lunes, 20 de julio de 2020

Encontrar a Dios en Internet

El sábado terminamos los Ejercicios Espirituales por Internet en los que han participado más de 400 personas de diversos países europeos (sobre todo, España) y latinoamericanos (sobre todo, Colombia y México). Celebramos una videoconferencia Zoom con el máximo permitido: 100 personas. Varios se quedaron en la “sala de espera” sin poder entrar. Hicimos una breve oración, repasamos la trayectoria seguida y escuchamos los testimonios de algunos. Todos habían sacado partido de una iniciativa que tuvimos que improvisar debido a las restricciones impuestas por la pandemia. Para mí lo más significativo fue comprobar que es posible seguir un itinerario espiritual compartido por laicos y consagrados, jóvenes y mayores, europeos y latinoamericanos. Nuestra propia casa se puede convertir en “casa de retiros” cuando somos capaces de encontrar espacios y tiempos para el silencio y la oración. No siempre es posible ni siquiera necesario trasladarse a un monasterio o a una casa de espiritualidad.  La pandemia nos ha obligado a profundizar en la espiritualidad doméstica, en el encuentro con Dios en los avatares de la vida cotidiana.  Como es probable que algunos lectores del Rincón estén interesados en conocer algo más de la experiencia, incluso a realizarla ellos mismos, voy a dedicar la entrada de hoy a comentar algunos aspectos.

La pandemia ha desajustado en muchos casos nuestro mapa personal. Se nos hace más difícil orientarnos. Incluso muchas personas han entrado en una especie de suave depresión que les impide vivir este tiempo con serenidad, alegría y esperanza. ¿Cómo recrear las fuentes que nos dan el agua que necesitamos? ¿O cómo profundizar en las cinco relaciones básicas que nos configuran? Siguiendo la metáfora de los exploradores, ¿cómo ajustar nuestras coordenadas? Cada uno de nosotros está configurado por cinco relaciones básicas: consigo mismo (autoconciencia), con los demás (alteridad), con el mundo, entendido como naturaleza, sociedad y ciberespacio (mundanidad), con el tiempo (historicidad) y con el Misterio de Dios (trascendencia). Podemos ignorarlas o menospreciarlas, pero entonces pagamos el precio de una pérdida del sentido de la vida. Lo más sensato es cultivarlas de la manera más profunda e integral posible. El encuentro con Jesús ha dotado de sentido y plenitud a todas estas relaciones. Cuando las vivimos “con Espíritu” (este era el título general de los Ejercicios Espirituales), entonces todo cambia. La relación con nosotros mismos no es en clave de narcisismo o subjetivismo, sino de filiación. Vivir como hijos es nuestra identidad más profunda. Los demás no son extraños, competidores o enemigos. Jesús nos llama a vivir como hermanos. El mundo no es un espacio para dar rienda suelta a nuestra manía explotadora. Nuestra vocación es la de vivir como cuidadores de la “casa común”.  El tiempo no es solo un trayecto entre el nacimiento y la muerte, sino una peregrinación a la casa del Padre. Los cristianos no estamos llamados a disfrutar “que son dos días”, sino a vivir como peregrinos. Por último, nuestra apertura al Misterio es una invitación a vivir como adoradores. [En los enlaces anteriores se pueden ver los vídeos de las diversas meditaciones. Para evitar el tiempo de espera, conviene desplazarse directamente hasta el minuto 15].

Si tuviera que describir una espiritualidad para hoy, me inclino por resumirla así: vivir como hijos, hermanos, cuidadores, peregrinos y adoradores. Cada una de estas cinco palabras expresa el modo de vivir las cinco relaciones que nos configuran como seres humanos. Todas son necesarias. Cuando prescindimos de una de ellas rompemos la armonía de nuestra vida. Hay personas muy sensibles a la naturaleza (pensemos en tantos ecologistas actuales) que no quieren saber nada de Dios. O personas que se presentan como creyentes, pero que consideran que eso del “cuidado de la casa común” es una moda que se ha inventado el papa Francisco. O narcisistas que están obsesionados con el propio yo y consideran que los demás son solo sus admiradores o sus esclavos. O gente muy solidaria que ve la muerte como el final de nuestra trayectoria y no cree que estemos llamados a la vida eterna. Es muy frecuente que se den en nosotros omisiones, descuidos, desequilibrios y hasta negaciones. No nos extrañemos entonces de que la vida vaya perdiendo su sentido y tengamos que rellenar el vacío a base de entretenimientos varios o de huidas hacia adelante. Las personas que saben armonizar las cinco relaciones, que procuran vivirlas con la luz y la energía que nos proporciona el Espíritu de Jesús, son las personas verdaderamente “espirituales”. No se les ahorra el combate de la vida ni están exentas de crisis y contradicciones, pero saben de dónde vienen, por qué viven y a dónde se dirigen. En tiempos como los que corren, esto es un verdadero tesoro. Durante los Ejercicios Espirituales hemos hecho un esfuerzo por (re)descubrirlo. O por dejarnos guiar. 




domingo, 19 de julio de 2020

Un Todopoderoso todopaciente

Las lecturas de este XVI Domingo del Tiempo Ordinario nos vienen como anillo al dedo para iluminar la confusa situación que estamos viviendo. Hay dos preguntas que nunca dejan de darnos guerra. Primera: ¿Por qué existe el mal en el mundo? Segunda: ¿Por qué Dios, si es bueno, no actúa rápida y eficazmente para derrotarlo? El mal tiene diversos rostros, algunos visibles y otros escondidos. En los últimos meses se ha disfrazado de pandemia. Lo peor no es que haya más de 14 millones de contagiados y más de 600.000 muertos en todo el mundo (que es ya un asunto muy grave), sino la cascada de incertidumbre y desesperanza que se está precipitando sobre nosotros. ¿A quién acudimos en estas circunstancias?  Podemos acudir a la ciencia, pero ya ha demostrado sus límites. Tampoco los políticos parecen estar en condiciones de garantizarnos la seguridad. Quizás a alguien se le ocurra invocar energías extrañas, pero -como leemos en la primera lectura de hoy- “fuera de ti, no hay otro dios al cuidado de todo, ante quien tengas que justificar tu sentencia” (Sab 12,13). Para un cristiano, la referencia es siempre Jesús. A él acudimos entre asustados y esperanzados. Conviven en nosotros la fe y el escepticismo, los deseos de encontrar luz y la sospecha de que la noche puede alargarse.

Una vez más, Jesús no nos da recetas o soluciones milagrosas. Nos ofrece claves. En el Evangelio leemos que “Jesús expuso todo esto a la gente en parábolas y sin parábolas no les exponía nada” (Mt 13,34). Una parábola apunta a una respuesta, pero deja siempre un margen de libertad para que cada uno hagamos nuestra opción. Una parábola no es un indiscutible axioma matemático o un precepto jurídico de obligado cumplimiento. Es una provocación, una invitación a la libertad personal. A falta de una, el Evangelio de este domingo nos ofrece tres: la del trigo y la cizaña, la del grano de mostaza y la de la levadura en la masa. Toda ellas pueden ser interpretadas de diversas maneras. Elijo una que me parece acorde con el sentido original y con la situación que estamos viviendo:
  • La parábola del trigo y la cizaña (cf. Mt 13,24-30) nos previene contra la fácil tentación de querer separar precipitadamente el trigo de la cizaña, el bien del mal. No es tan fácil para los seres humanos. A menudo, lo que consideramos “bueno” esconde segundas intenciones (“No es oro todo lo que reluce”) y lo que consideramos “malo” puede contener perlas de bien. No es nuestra misión dividir el mundo entre “justos” e “injustos”, “creyentes” e “incrédulos”, “nosotros” y “ellos”. Al arrancar la cizaña, corremos el riesgo de arrancar el trigo. Es mejor permitir que crezcan juntos y dejar a Dios el juicio final. Los creyentes no estamos llamados a formar un gueto de “puros”, separados de los demás. Estamos llamados a mezclarnos con todos, a crecer en un campo en el que hay semillas de diversas clases. Cualquier actitud intolerante y excluyente no hace justicia al modo como Dios actúa. Él es “todopoderoso” porque es al mismo tiempo “todopaciente”. El primer rasgo del amor (cf. 1 Cor 13,4) es precisamente la paciencia. Los creyentes tendemos a menudo a ser impacientes. Por eso, nos cuesta aceptar la complejidad de la vida humana, vivir en sociedades pluralistas en las que no todos piensan y actúan igual. La parábola de Jesús es una invitación a la paciencia histórica, a no jugar a jueces, a dejar a Dios ser Dios.
  • Las parábolas de la semilla de mostaza y de la levadura (cf. Mt 13,31-33) introducen otro elemento para iluminar lo que vivimos. El Reino de Dios nunca va a ser una realidad imponente. Jamás podremos identificarlo con ninguna construcción humana. No hay comunidad eclesial, régimen político o conquista científica que pueda erigirse en el Reino. El proyecto de Dios siempre será una realidad “pequeña” (como un grano de mostaza) o “escondida” (como la levadura), pero con una enorme capacidad de desarrollo y de fermentar la masa de la humanidad. En este contraste entre pequeñez-crecimiento e invisibilidad-energía tenemos que aprender a vivir.
En pocas palabras, el cristiano -antes de la pandemia, durante la pandemia y después de la pandemia- es un hombre o una mujer paciente, que no pierde los papeles por el hecho de que en el campo de la historia crezca la cizaña junto al trigo. Sabe que su misión no es la de ser juez (solo Dios puede juzgar), sino la de ser un humilde agricultor que procura hacer fructificar su propia semilla. O un panadero que se limita a introducir la levadura del Evangelio en la masa de la humanidad. Es Dios quien hace crecer, juzga, separa el bien del mal y da a cada uno lo suyo. La paciencia es hija de la caridad. Quizás hasta podríamos componer una nueva bienaventuranza: “Bienaventurados los que, ante los males del mundo, no pierden la paciencia porque con su actitud manifiestan creer en un Dios al que nunca se le escapa la historia de las manos”. Tampoco durante la pandemia del 2020.