martes, 7 de julio de 2020

Adiós, Maestro

Los principales medios de comunicación del mundo se han hecho eco de la muerte de Ennio Morricone. Falleció ayer en una clínica romana a los 91 años. No tuvo tiempo de recoger el Premio Princesa de Asturias de las Artes que le fue concedido junto a John Williams. Una caída doméstica precipitó su desenlace. Ha llamado la atención su curiosa “carta de despedida” en la que él mismo anuncia que ha muerto. Parece casi un golpe cinematográfico: “Yo, Ennio Morricone, he muerto. Lo anuncio así a todos los amigos que siempre me fueron cercanos y también a esos un poco lejanos que despido con gran afecto”. Italia llora a uno de los muchos genios artísticos que ha tenido a lo largo de la historia. Se recuerdan sus bandas sonoras más famosas: “El bueno, el feo y el mal”, “Cinema Paradiso”, “La misión”, “Los intocables de Eliot Ness”, “Por un puñado de dólares”, “Los odiosos ocho”, “Novecento”… Son varios centenares. En el ambiente en el que me muevo todo el mundo conoce el solo de oboe de “La misión”. Él era simplemente MM, el Maestro Morricone, un romano nacido en 1928, que pasó las penurias de la posguerra y que, entre otras cosas, era un gran aficionado al ajedrez. 

El tímido Morricone era un hombre creyente que admiraba mucho a Francisco de Asís (“el más italiano de los santos”) y al papa Francisco. En los últimos años el maestro pensaba con frecuencia en la muerte. Su profunda fe en Dios no le impedía experimentar una sensación de vértigo ante lo que nos aguarda tras la muerte: “No sé cómo será el más allá. Esperemos que esté bien”, confesó no hace mucho en una entrevista al diario español El País. Imagino que ya ha resuelto esa incógnita. La fe y la música fueron dos guías que lo condujeron a las puertas del Misterio. Cuando genios de la talla de Morricone confiesan su fe sin alardes, pero sin maquillajes, uno respira hondo. La fe no es -como se empeñan en proclamar los ateos recalcitrantes- un asunto de gente inculta o un refugio de personas débiles. Muchos de los “grandes” (pero “pequeños” de actitud) han sabido leer en profundidad el libro de la vida. En él, no fuera de él, han descubierto la huella del Dios de la vida. Esta fe no ha supuesto ninguna rémora para el desarrollo de su humanidad y para el cultivo de su arte. Al contrario, ha sido la fuente de su creatividad. Escuchando la música de Ennio Morricone -singularmente la banda sonora de “La misión”- uno se siente transportado a ese más allá que -haciéndome eco de las palabras del Maestro- no sabemos cómo será.

La figura de Morricone me resulta cercana por otro motivo más práctico. En el subsuelo de la inmensa basílica del Inmaculado Corazón de María de Roma hay un mundo escondido. Además de numerosas salas de actividades, almacenes y teatro, hay un enorme estudio musical en el que se han realizado muchas grabaciones que se pueden calificar de “históricas”. Uno de los músicos que grabó hace décadas en este local, perteneciente a los Misioneros Claretianos, fue precisamente Ennio Morricone. Algunos todavía recuerdan su paso por Parioli y su estilo tímido y perfeccionista. Estoy seguro de que más de una vez entraría en la inmensa basílica para hacer su oración. Hoy soy yo quien hace una oración por su eterno reposo. Los artistas, embajadores de la belleza, son siempre “evangelizadores” porque nos transmiten la “buena noticia” de un Dios que es belleza sin arruga, eterna novedad. Es casi imposible ser un verdadero artista sin sentirse en comunión con el Artista supremo.



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