miércoles, 28 de febrero de 2018

Una extraña noche napolitana

Ayer, al filo de las nueve de la noche, viví uno de esos momentos que se repiten pocas veces. Solo, cubierto con un gorro de lana y guarecido con guantes impermeables, me dediqué a pasear por los caminos del Eremitorio Camaldulense de Nápoles pisando la nieve helada. Arriba lucía una luna oronda, casi llena, que permitía ver con más claridad los finísimos copos que todavía seguían cayendo. Abajo se divisaba la hermosa bahía de Nápoles salpicada de infinidad de lucecitas urbanas. Al fondo, como señor de esta tierra campana, se erguía el majestuoso cono del Vesubio cubierto de nieve. Tuve que caminar deprisa porque me atería de frío. Debíamos de estar a cuatro o cinco grados bajo cero. No era el mejor momento para salir, pero quise gozar de una extraña noche napolitana. No sabía si estaba al borde del Mediterráneo o en Siberia. Caminé deprisa por entre los cipreses de las ermitas para que mi sangre, ya templada por el vino tinto de la cena, circulara con más velocidad y calentara todo mi cuerpo. Nunca hubiera imaginado que mi visita a Nápoles fuera a coincidir con la nevada más grande que se recuerda por estas tierras en las últimas décadas. El silencio era tan intenso que parecía imposible que abajo bullera una ciudad tan viva como Nápoles.

Faltan pocos días para las elecciones generales italianas del 4 de marzo. Los partidos están ultimando sus campañas. Nadie sabe qué va a suceder. El sistema electoral facilita las sorpresas. Mientras los políticos apuran los últimos días para prodigar promesas que con toda probabilidad no cumplirán, yo me he venido a un antiguo eremitorio camaldulense para escuchar el silencio, con la esperanza de que tal vez pueda distinguir un poco mejor las voces de los ecos, como diría mi admirado Antonio Machado. ¡Cómo desearía que algunos de mis amigos tuvieran una oportunidad como ésta en medio de su ritmo agitado! Hay lecciones que nunca se pueden aprender a base de palabras, por sabias y atinadas que parezcan. Solo el silencio nos permite escuchar la “música callada” que suena en nuestro interior. Si al silencio del lugar se añaden el manto de nieve que cubre todo y la luna llena que ilumina la noche, no se puede desear más para poner en calma los demonios interiores y gozar de la belleza de la vida. Supe que, a esa misma hora, en la bahía de Nápoles, se estaban representando dramas casi inevitables. Es probable que algún sicario estuviera asesinando o extorsionando a alguien. Con toda seguridad, la camorra estaría cerrando negocios y los sin techo habrían empezado su sueño bajo los soportales de alguna plaza o en los alrededores de la estación del tren.

Hoy, a las ocho de la mañana, si el tiempo lo permite, saldré en barco hacia la isla de Ischia. Hace tiempo que no navego por este Mediterráneo tan nuestro. Todavía recuerdo la travesía de Génova a Roma en el verano de 1982. Hoy será un trayecto breve. Mientras me preparo para ese momento, no puedo olvidar que anoche, mientras pisaba con fuerza la nieve congelada, pensé que todos necesitamos de vez en cuando salir del valle de la vida cotidiana y buscar el silencio y la vista amplia de las cumbres. Ambos lugares son necesarios. Sin valle, corremos el riesgo de andarnos por las nubes, de perdernos en falsos idealismos que no nos permiten afrontar el día a día. Pero sin cumbres, corremos un riesgo todavía mayor: el de vivir sin otear el horizonte, sin ver más allá de nuestras narices, enfrascados en los negocios cotidianos. Valle y cumbre, cumbre y valle, son imprescindibles para conducirnos con realismo y esperanza. La noche napolitana tuvo más secretos, pero no conviene decirlo todo. El Misterio se insinúa, no se describe. Feliz último día de febrero, amigos del Rincón. Oré por todos vosotros contemplando la bahía napolitana desde la cumbre camaldulense.


martes, 27 de febrero de 2018

El laboratorio humano

Salí de Ciudad de México el domingo por la noche con 25 grados y aterricé ayer por la tarde en una Roma nevada y congelada. Hacía seis años que no se veía la nieve en la Ciudad Eterna, así que la ciudad quedó colapsada. Incluso hoy no abrirán los colegios, por orden de la alcaldesa Raggi, que, por cierto, se encontraba de visita en México. Yo mantengo con la nieve una curiosa relación de afecto, pero reconozco que ayer me resultó antipática. Hizo que mi viaje del aeropuerto a casa se demorara casi tres horas. Pero la vida sigue. A punto de salir para Nápoles, pienso en las muchas horas que tengo que pasar en aeropuertos y aviones. El viaje de ayer fue especialmente largo y pesado. Un avión es una especie de laboratorio en el que se ponen a prueba las actitudes y conductas de los seres humanos. Para empezar, un avión reproduce en sí mismo el sistema clasista que encontramos en la sociedad. Están unos pocos privilegiados que ocupan las butacas de first class; luego, los de la clase business, casi siempre con ínfulas de parecer alguien importante; y, por fin, la gran tropa de los que viajamos en clase turista o económica, como la denominan las compañías aéreas, haciéndonos sentir que nos conceden algún privilegio por el hecho de cobrarnos algunos euros menos que a los de las clases superiores.

Acomodados todos en nuestras respectivas butacas (señoriales algunas, cuarteleras otras), emprendemos el vuelo. Las pruebas de laboratorio, que ya habían comenzado en las operaciones de facturación y control de seguridad, se intensifican a partir del despegue. El personal de vuelo (desde el comandante hasta la última azafata) se aprestan a soportar las conductas de algunos pasajeros. Y nosotros, los usuarios, nos preparamos para ser tratados de muy diversas maneras. Simplificando mucho, siento que en Oriente (incluyendo las grandes compañías de Oriente medio como Emirates, Qatar o Ethiad) el pasajero es tratado como un huésped. Se multiplican los saludos, las sonrisas y las atenciones. El personal de a bordo hace lo posible por demostrar que está al servicio de los pasajeros. A veces, incluso, hay detalles que a uno lo dejan un poco sorprendido, como la entrega de una orquídea. En Europa, en general, las compañías (desde Iberia hasta Lufthansa, British Airways o Air France) te tratan como a un cliente, con corrección y cortesía, pero sin especiales muestras de hospitalidad. Tú pagas y tienes derecho a unos servicios. Eso es todo. La edad del personal sobrepasa en unos veinte años la edad media del personal de Oriente. En Estados Unidos, salvo excepciones, todo pasajero es un potencial terrorista. Te lo hacen sentir mucho antes de emprender el vuelo, mediante controles de seguridad, preguntas estúpidas y una ridícula actitud de superioridad.

Una vez que uno se mete en la piel del huésped, del mero cliente o del potencial terrorista, comienza la aventura. En el estrecho espacio de una butaca se concentran las mejores y peores conductas de los seres humanos. Hay compañeros de viaje que ni siquiera te saludan; otros, por el contrario, quieren conocer tu vida y milagros desde los primeros minutos. Hay viajeros que ayudan a colocar las maletas a las personas más débiles; otros, nada más sentarse, colonizan todo el espacio alrededor (desde los reposabrazos hasta los compartimentos superiores). Predominan quienes piden permiso para ir al servicio, reclinar el asiento o cambiar de sitio; pero no faltan quienes se comportan como si el avión fuera el garaje de su casa: se arrellanan en la poltrona, esparcen objetos por doquier (periódicos, abrigos, bolsitas), cambian continuamente de postura y molestan a las azafatas cada dos por tres como si fueran jeques en viaje de placer. Los hay que colocan los pies descalzos sobre el asiento del vecino o eructan o beben como cosacos… Detrás de todas las conductas, hay siempre una actitud. Algunas personas se sienten los reyes del mambo y quieren que todos bailen a su son; otras, por el contrario, son conscientes de que viajan con otras muchas y hacen lo posible por evitar los inconvenientes y cooperar todo lo posible. O sea, como la vida misma. ¡País!, que diría el inolvidable Forges.

Las fotos que ilustran la entrada de hoy corresponden a mi casa de Roma, tal como apareció ayer después de la nevada. Parece un paisaje canadiense. Os dejo ahora con un interesante reportaje sobre un experto en nieves, mi compañero José María Vegas, que desde hace 21 años vive en Rusia. Telemadrid lo ha incluido en uno de sus programas sobre Madrileños por el mundo. Espero que os guste. 



lunes, 26 de febrero de 2018

Creer a pie de calle

Me despido de México con nostalgia. El sábado pasé una parte de la mañana en la basílica de Santa María de Guadalupe. Como siempre, estaba llena de peregrinos y devotos. Apenas vi turistas con aspecto de extranjeros. Me quedo sin palabras ante fenómenos como éste. Riadas de personas desfilan bajo el gran cuadro de la Virgen de Guadalupe. Familias enteras hacen cola frente al Bautisterio para bautizar a sus niños y niñas vestiditos de blanco. Me sorprendió encontrar a un grupo de unas veinte personas rezando el rosario en medio de la gran plaza. Estaban todas en círculo, cogidas de la mano. Había hombres y mujeres adultos y también jóvenes y niños. En el centro habían colocado el retrato de una anciana que supuse acababa de fallecer. Imagino que sería la abuela de la familia. Cada miembro portaba un globo blanco. Todos estaban enlazados como formando una corona del rosario. Cuando acabaron de rezar, cantaron algo y soltaron los globos. En pocos segundos ascendieron por encima de las basílicas (la antigua y la nueva) y se perdieron en el cielo mientras todos seguían su curso con la mirada.

Por si el impacto de Guadalupe no hubiera sido suficiente, visité luego el Templo de san Hipólito y san Casiano, regentado por los claretianos de México desde finales del siglo XIX. Llama la atención su recia arquitectura colonial del siglo XVI, su progresivo hundimiento e inclinación, pero sobre todo la continua afluencia de peregrinos que vienen a honrar, no a los titulares del templo (casi desconocidos), sino a san Judas Tadeo, cuya imagen fue entronizada en 1982. El 28 de cada mes –y, de manera muy especial, el 28 de octubre, fiesta del santo– se retiran los bancos de la iglesia y se agranda el espacio para que los peregrinos, desde las seis de la mañana hasta la media noche, desfilen ante el santo, participen en la eucaristía, reciban la bendición con agua bendita y ofrezcan sus promesas y “juramentos”. Varios miles de personas forman este río humano que no para de fluir. ¿Por qué san Judas Tadeo tiene este atractivo? No hay explicaciones concluyentes. Algunos dicen que la devoción surgió a partir de una sencilla reflexión sobre la figura de este apóstol de Cristo. Como el nombre de Judas se asocia espontáneamente al de Iscariote, el traidor, a alguien se le ocurrió promover la devoción del “otro” Judas (Tadeo), el desconocido, y hacer de él una especie de portavoz de todos aquellos que no tienen voz en la sociedad, con los que no se cuenta, de los “invisibles”. Enseguida la devoción prendió en las personas que viven al margen de la sociedad: pandilleros, drogadictos, sicarios... Sintieron que –¡por fin!– tenían un Patrón a la altura de sus deseos y necesidades. Desde entonces han pasado casi 40 años. La devoción ha ido creciendo hasta convertirse en un fenómeno que deja mudos a quienes nos acercamos desde otros lugares y mentalidades.

Tanto la basílica de Guadalupe como el Templo de San Hipólito (o de san Judas) son lugares en los que se expresa de manera intensa, casi provocativa, la llamada religiosidad popular. Personalmente, nunca he entendido bien el significado de este concepto. Pareciera que se trata de una religiosidad de segunda categoría frente a la religiosidad de las élites. El racionalismo clásico hablaba de una religión racional (propia de las personas ilustradas) y de la religiosidad popular (propia de quienes combinaban algunos conceptos religiosos con las supersticiones más aberrantes). Abundan las obras críticas escritas desde esta perspectiva. Pero  no es la única ni quizá la más profunda. Provengo de un contexto cultural y religioso más bien sobrio. Me cuesta sintonizar con muchas de estas manifestaciones. No han formado parte de mi educación y tampoco responden a mi manera de entender la fe. Me pierdo en el mar de bendiciones de objetos, juramentos, besos a imágenes, encendido de velas, genuflexiones sin cuento y exclamaciones de admiración. Desde fuera, podrían calificarse de supersticiones. Pero no me atrevo a juzgar a nadie. Y menos a desacreditar una forma peculiar de entender y expresar la fe. Prefiero estos excesos populares a la hipocresía de quienes viven una religiosidad ortodoxa en las formas pero mezquina en el corazón. ¿Quién conoce el interior de las personas? ¿Cómo actuaría Jesús en estos casos? ¿Qué haría si se presentara en plena basílica de Guadalupe y viera a miles de personas con estandartes y velas? ¿Sacaría un látigo y empezaría a azotarlas como hizo con los cambistas en el templo de Jerusalén? ¿O, más bien, sentiría compasión de todas estas personas que van –vamos– por la vida “como ovejas sin pastor” y que buscan el auxilio de una Madre? Se pueden criticar muchas cosas, pero es siempre preferible una actitud constructiva. El papa Francisco habla de la religiosidad popular “como una forma genuina de evangelización”. Me apunto a esta línea.


domingo, 25 de febrero de 2018

Quién soy yo depende de quién eres Tú

Siento debilidad por el relato de la Transfiguración que nos propone el Evangelio de este II Domingo de Cuaresma. Este año leemos la versión de Marcos, la más antigua. Es imposible captar el mensaje central sin desvelar los muchos símbolos con los que Marcos construye este espléndido relato. Le dejo a Fernando Armellini que lo haga con su habitual precisión. Yo me detengo en un solo punto que juzgo esencial en relación con nuestra experiencia como cristianos. Marcos sitúa esta escena en el centro de su Evangelio. Jesús es consciente de que sus discípulos lo siguen sin saber muy bien quién es. A menudo expresan sus dudas, sus dificultades para entender su mensaje o para aceptar las consecuencias prácticas que de él se derivan. Por eso los invita a subir al monte. Es una excursión mistagógica. A partir de esta experiencia “en un monte alto”, ya no se trata de hacer preguntas sino de prepararse para aceptar con humildad el Misterio de Jesús, su desconcertante destino; en otras palabras, su muerte y resurrección. En la cima del monte, los tres discípulos escogidos (Pedro, Santiago y Juan) experimentan con una claridad meridiana quién es Jesús, pero esa luz no les dispensa de un largo itinerario de aceptación. Es verdad que Jesús es el Hijo amado del Padre, es verdad que Moisés (la Ley) y Elías (los profetas) dan testimonio de él, pero eso no les ahorra el salto de la fe. Cuando desciendan de la montaña al valle, tendrán que seguir madurando. Una cosa parece clara: de quién sea este Jesús al que siguen dependerá su propia identidad y su futuro. No es lo mismo seguir a un maestro extravagante que al Enviado de Dios.

Creo que muchos de los lectores de El Rincón de Gundisalvus sois cristianos o, por lo menos, sentís simpatía por la persona y el mensaje de Jesús de Nazaret. De lo contrario, no leeríais un blog como éste. ¿Cuántas veces os habéis –nos hemos– preguntado quién es, en el fondo, este hombre?  ¿Cuántas veces hemos querido saber si merece la pena jugarnos toda la vida a una carta creyendo en él? Somos conscientes de que, como les sucedió a los primeros discípulos, nuestra propia identidad depende de la suya. Si creemos en él como un simple líder religioso que ofrece algunas máximas interesantes de vida y que las rubrica con su ejemplo, entonces nosotros no somos más que unos seres humanos que buscan vivir con honradez y autenticidad –lo que no es poco en tiempos de tanta mentira y corrupción–, pero no aspirantes a una vida plena. Cambiar el mundo se nos antoja una empresa imposible y seguir viviendo más allá de la muerte nos parece una quimera, aunque en ocasiones revista la forma de un profundo anhelo. Solo podemos cambiar esta percepción cuando aceptamos la invitación a subir a un monte alto; es decir, a tener una experiencia profunda de Dios. Solo cuando Dios nos revela que este Jesús de Nazaret es, en realidad, su Hijo amado, empezamos a atisbar el misterio de su identidad y a entender muchas cosas de su inquietante mensaje. Si Él es el Enviado de Dios, aquellos que creemos en él no somos simples admiradores o discípulos de un palestino del siglo I, sino hijos e hijas queridos por Dios, llamados a la plena comunión con Él.

Esta experiencia puede ser calificada de transfiguración porque nos cambia por dentro y por fuera, nos hace seres luminosos que descienden al valle de la vida cotidiana con el rostro radiante. No necesitaremos multiplicar las palabras. Quienes nos vean observarán en nosotros una luz especial. Pero esto no dura para siempre. Lo normal es que si no seguimos cultivando esta “experiencia del monte” a través de una oración asidua, nuestro rostro se vaya apagando con el paso del tiempo, olvidemos quién era Él y empecemos a dudar incluso de nuestra verdadera identidad. La vida en el valle no tiene la intensidad espiritual de la vida en la cumbre, pero es el banco de prueba para averiguar si ésta fue una ilusión o una auténtica iluminación. Aunque ya no experimentemos el gozo de la fe, aunque tengamos que caminar “por cañadas oscuras”, si seguimos manteniendo la confianza en Él, si nos esforzamos por hacer vida su mensaje, entonces, sin darnos cuenta, se irá produciendo en nosotros una profunda trasformación que nos preparará para el encuentro definitivo. Al final, cuando nos llegue la hora de la muerte, nuestra vida se habrá convertido en una hostia dispuesta para la definitiva Eucaristía, para la transfiguración total.

sábado, 24 de febrero de 2018

Cada loco con su tema

Me gusta la canción de Joan Manuel Serrat, pero no voy a comentarla. Me sirvo solo del título para escribir algo sobre las dificultades de entendimiento que experimentamos hoy en la vida familiar y social. A veces tengo la impresión de que nos hemos vuelto expertos en un interminable “diálogo de sordos”. Cada uno de nosotros va por la vida con “su tema”; es decir, con sus ideas, convicciones, prejuicios, temores, inseguridades, manías, deseos y anhelos. De tal manera nos atrapa nuestro “tema” (sea éste afectivo, filosófico, político, económico o religioso) que apenas estamos en condiciones de percibir el “tema” de los demás. Es como si la sociedad se hubiera convertido en un inmenso manicomio en el que cada uno de nosotros –los “locos” que lo habitan– nos pasásemos el día entero dando vueltas a “lo nuestro” en un triste y repetitivo monólogo. ¿Cuál es ese “tema” que absorbe nuestra atención y polariza nuestros afectos y palabras? Para algunas personas, es siempre un asunto político. Pareciera que no saben hablar de otra cosa que de elecciones, independencia, impuestos, partidos, corrupción, etc. Se empiece por donde se empiece, siempre acaban aterrizando en el mismo y aburrido aeropuerto. Otras personas se obsesionan con el deporte, una persona, e incluso una causa (feminismo, ecologismo, pacifismo). Son hombres y mujeres que han perdido la capacidad de conversar. Sus intercambios lingüísticos más parecen un mitin político o una promoción comercial que un verdadero diálogo. No les interesa escuchar sino imponer. 

Me temo que también sucede esto en el campo de la experiencia religiosa. Hay obispos, sacerdotes, religiosos y laicos que nos están siempre sermoneando. No escuchan lo que nosotros pensamos, sentimos o necesitamos con relación a Dios y a la fe. No les interesan nuestras necesidades e inquietudes. Se limitan a espetarnos un consejo piadoso, una advertencia o una reconvención. Junto a esta falta completa de empatía, se ha hecho también normal la fórmula “Lo que habría que hacer” para expresar el descontento con una situación dada, la confianza ciega en una promesa de tipo mesiánico y la falta completa de compromiso personal. No se formulan propuestas nacidas de un diálogo sincero y de un discernimiento compartido, sino solo quimeras que expresan desahogos emocionales pero no verdaderos compromisos. ¿Quién de nosotros no oye con frecuencia expresiones como “Lo que habría que hacer es no votarles”, “Lo que habría que hacer es dejar de pagar impuestos”, “Lo que habría que hacer es cambiar la curia de arriba abajo”, “Lo que habría que hacer es pedir el divorcio y santaspascuas”?  Siempre hay un anónimo e impersonal lo que habría que hacer. Desaparece el sujeto (¿quién tendría que hacerlo?) y se acentúa hasta el paroxismo el “tema”. Si algo me encanta de Jesús es su capacidad de no imponer “temas”, sino de escuchar y preguntar, de explorar el fondo de cada persona: ¿Qué quieres que haga por ti? Todavía hoy hay algunos funcionarios y empleados de diversas instituciones que, aunque sea de manera un poco mecánica, suelen dirigirse a los usuarios y clientes con esta pregunta: ¿En qué puedo servirle? Me gusta mucho la fórmula. Cuando es sincera, indica un desplazamiento del “tema” a la “persona”, del objeto al sujeto. Jesús no es un loco obsesionado de su “tema” sino alguien que nos pregunta siempre qué puede hacer por nosotros, en qué puede servirnos.

Imaginemos un parlamento político o un consejo pastoral de una parroquia en el que los miembros no estuvieran obsesionados con su “tema” sino que se dirigieran a sus respectivas asambleas con la pregunta de Jesús: ¿En qué podemos servirles? ¿Qué podemos hacer por ustedes? ¿Cómo podemos contribuir desde nuestra experiencia a hacer la convivencia social más justa y solidaria, la vida de esta parroquia más dinámica y comprometida? Eso significaría cambiar de cabo a rabo nuestra manera de entender las relaciones sociales. Ya no se trata de que “cada loco vaya con su tema” hasta degenerar en una absurda cacofonía. Lo que de verdad importa es preguntar qué necesitan las personas con las que vivimos, escuchar con mucha atención su respuesta y ver de qué manera podemos contribuir a satisfacer sus legítimas necesidades. Creo que eso mismo tendría que hacer yo, de manera explícita, en este Rincón de Gundisalvus. No se trata de que cada día os aburra con “mis temas” (es decir, con lo que a mí me parece interesante), sino que escuche vuestros intereses y trate de responder a ellos. Es verdad que lo hago de manera indirecta (la mayoría de las entradas diarias responden a conversaciones que he tenido con diversas personas), pero sería deseable un diálogo más explícito y abierto. ¡Ojalá podamos conseguirlo!


viernes, 23 de febrero de 2018

El ayuno antidepresivo

La verdad es que hoy me hubiera gustado dedicar esta entrada al genial Forges, fallecido ayer en Madrid. Puede parecer exagerado, pero ha sido uno de los agnósticos que más me ha “evangelizado”. Pertenecía a la generación de muchachos que fueron católicos “por imperativo legal”. Como la mayoría de ellos, se distanció de la Iglesia y quizás de la fe, aunque seguía dibujando a un Dios amable que acogía en su cielo a cuantos marginados cruzaban la frontera de la muerte. Era lo suficientemente inteligente como para saber que no se puede suprimir el Misterio de un plumazo, aun cuando tampoco encontrara razones tumbativas para confesarlo. Su agnosticismo era más una cura de humildad que una postura cínica. Su sensibilidad por los últimos era extrema. Muchas de sus viñetas parecían parábolas de Jesús en la España del siglo XX o XXI. La mezcla de ingenio, denuncia y ternura me ha emocionado muchas veces. He aprendido a reírme un poco más de mí mismo viéndome en el espejo de algunos de los entrañables personajes dibujados por él. Y, por supuesto, he incorporado a mi vocabulario palabras como bocata, ordenata y otras muchas. Forges fue un creador de lenguaje. Los de mi generación estamos familiarizados con la estrambótica forma de hablar de sus personajes. ¿Cómo se puede mantener uno en la brecha del humor durante más de 50 años sin perder frescura? Solo unos pocos genios lo consiguen. Forges (1942-2018) era uno de ellos. Creo que también él se encuentra ya platicando –como dicen en México– con ese Dios simpático que aparecía en sus viñetas.

La Cuaresma sigue su curso. La Iglesia nos invita a practicar la OLA como tratamiento de choque contra la mediocridad y la tibieza. La fórmula es conocida: (O)ración, (L)imosna, (A)yuno. He escrito varias veces sobre la oración y la limosna, pero poco sobre el ayuno. Tras años en los que se consideraba una práctica obsoleta, hoy se habla mucho de los beneficios físicos y espirituales del ayuno. Hay mucha gente que ayuna para mantenerse en forma, pero el ayuno cuaresmal no se reduce a una dieta hipocalórica. Ayunar es una forma nueva de relacionarnos con nosotros mismos, con los demás y con Dios. El “verdadero” ayuno no se reduce a uno de esos juegos gastronómicos a los que estamos acostumbrados en los últimos tiempos. El profeta Isaías nos aclara el ayuno que le gusta a Dios. No hay ambigüedad en sus palabras: “El ayuno que yo quiero es éste: abrir las prisiones injustas, hacer saltar los cerrojos de los cepos, dejar libres a los oprimidos, romper todos los cepos; compartir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que ves desnudo y no despreocuparte de tu hermano. Entonces brillará tu luz como la aurora, tus heridas sanarán rápidamente; tu justicia te abrirá camino, detrás irá la gloria del Señor” (Is 58,6-8). Este texto se proclama varias veces en la liturgia cuaresmal, pero no siempre caemos en la cuenta de su hondura. Hoy quisiera resaltar su fuerza antidepresiva.

Se repite hasta la saciedad que la depresión es la enfermedad de moda de las sociedades opulentas. Pareciera que solo los ricos se deprimen porque los pobres no tienen tiempo para eso, pero no es verdad. La depresión es interclasista e intergeneracional. Combatirla exige a menudo tratamientos psicológicos y farmacológicos que llevan su tiempo. Cada caso debe ser abordado en su singularidad, pero hay un rasgo común: la depresión nos cierra en nosotros mismos hasta hacernos prisioneros en nuestra propia casa, esclavos de la tristeza y el hastío. De poco sirven las palabras consoladoras de las personas próximas. Resbalan como agua sobre roca. Las personas que conviven con familiares y amigos depresivos no saben bien qué hacer, cómo ayudar. Aspiran, por lo menos, a no empeorar la situación con su torpeza. Se limitan a estar cerca. Isaías nos ofrece una terapia eficaz, pero no mágica. Cuando una persona deprimida hace el pequeño esfuerzo de no pedir ayuda sino de brindarla, de salir de sí misma para acercarse a otras personas que están atravesando problemas, algo empieza a cambiar. Cuando la persona deprimida siente que, en medio de su debilidad y fragilidad, puede ser útil a otra a través de pequeños gestos (una palabra, una visita, un favor), comienza a amanecer en su vida. Isaías lo dice con belleza poética: “Entonces brillará tu luz como la aurora, tus heridas sanarán rápidamente”. Los pobres, las personas necesitadas en general, poseen una misteriosa fuerza antidepresiva. Su fragilidad cura la nuestra, su indigencia nos colma de ternura. Es este uno de los misterios de la vida que solo se intuye cuando se experimenta. De poco sirven las críticas o las apologías. Si tú estás mal, si te quejas de la vida, si te parece que todo es noche en torno a ti y, a pesar de todo, tienes la osadía de compartir lo poco que tienes con alguien, experimentas que tu noche se vuelve mediodía. Este es el ayuno al que nos invita al Escritura en este tiempo de Cuaresma.

jueves, 22 de febrero de 2018

Perder el tiempo

Desde niño fui educado en el aprovechamiento del tiempo. De joven y adulto caí prisionero de la mentalidad programadora, aunque ya me voy liberando. Reivindico la puntualidad y el atenerse a los tiempos. Confieso que a menudo sigo siendo esclavo del reloj. No me gusta desperdiciar ni un minuto sabiendo que “hay muchas cosas que hacer”. Imagino que muchos de los lectores de este blog os encontraréis en una situación parecida. En el llamado “primer mundo” aprovechar el tiempo se ha convertido en una obsesión: Time is money. Por todas partes estamos rodeados de relojes que nos indican cómo pasan las horas, minutos y segundos. Aunque los relojes de pulsera están desapareciendo en los jóvenes, los omnipresentes teléfonos móviles nos recuerdan a cada instante qué hora es. Si las necesitamos, podemos programar alarmas que nos avisan de eventos y compromisos. En las grandes ciudades todo el mundo va deprisa, como si alguien nos persiguiera. Llegar tarde se considera una falta de cortesía. Cuando alguien se demora más de la cuenta o es demasiado prolijo, solemos decir: “No tengo todo el tiempo del mundo”. O, de manera más grosera: “No me hagas perder tiempo”. Las personas que solicitan algo con cortesía suelen comenzar su petición diciendo: “No quiero hacerle perder mucho tiempo”. Pero no en todos los lugares se procede así. En África se suele decir que los europeos tenemos relojes, pero ellos tienen tiempo. ¿Qué es más importante? En Europa, una eucaristía dominical no suele durar más de tres cuartos de hora. En África se consideraría una mezquindad. El papa Francisco dice que las homilías no deberían sobrepasar los diez minutos. Las homilías africanas del domingo raramente bajan de la media hora. No hay nada más relativo que el tiempo.

No quiero enredarme ahora en el asunto de las diversas concepciones del tiempo a lo largo de la historia. Si aludo a ellas de pasada es porque ayer, en el curso de la asamblea de los claretianos de México, una laica, experta en pastoral juvenil, nos dijo que lo que más se necesita para trabajar con los jóvenes no es un proyecto bien articulado sino la disposición a “perder el tiempo” con ellos. Para quienes tienen mentalidad organizadora –entre los que me cuento– esto es una provocación. Tenemos demasiadas responsabilidades como para, encima, “perder el tiempo” con los jóvenes. Y, sin embargo, creo que esta laica mexicana tiene más razón que un santo. Cuando yo era niño y frecuentaba un colegio claretiano, a quien más admiraba no era al director del colegio, encerrado en su despacho haciendo que trabajaba, sino a los misioneros jóvenes que pasaban con nosotros muchas horas en el patio. Es probable que mi vocación religiosa naciera al calor de aquellos diálogos informales. No sé si sus superiores les reprocharían las muchas horas perdidas con nosotros. Es probable. Lo que sí sé es que resultaron más eficaces que las muchas que hoy utilizamos en reunirnos, hacer proyectos y evaluarlos. El contagio de la fe y del entusiasmo misionero solo se produce cuando estamos dispuestos a “perder el tiempo” en la escucha, sabiendo que no hay otra cosa más importante que hacer. Si siempre vamos deprisa, como huyendo de las personas, estamos transmitiendo un mensaje disuasorio: “Por favor, no me digáis nada, que estoy muy ocupado”. ¿Cuántos sacerdotes o religiosos “pierden el tiempo” con los jóvenes? ¿Nos dedicamos a estar con las personas, a escucharlas con empatía y atención, sin prisas? ¿O preferimos refugiarnos en despachos, papeles y ordenadores?

En el fondo, en este manejo del tiempo se está jugando algo que es más profundo de lo que parece: tiene que ver con la experiencia de la fe y de la oración. Orar es “perder el tiempo” con Dios. Por eso, en nuestras sociedades de la eficiencia, resulta tan incomprensible la oración. Nos parece, pura y llanamente, una pérdida de tiempo. Solo quien ama de verdad está dispuesto a perder el tiempo con la persona amada. Los padres y madres que se preocupan por sus hijos no escatiman horas. Los enamorados se pasan las horas muertas –¡qué hermosa expresión!– paseando, hablando, callando. A los amigos les encanta disponer de mucho tiempo para intercambiar confidencias o, simplemente, para estar juntos. Las cosas valiosas se preparan a fuego lento. Cada vez me convenzo más de que estamos caminando hacia una superficialidad escandalosa porque hemos perdido la capacidad de “perder el tiempo” en aquello que merece la pena: la escucha, las relaciones, la amistad, el amor, la oración, Dios. Creo que uno de los grandes errores de padres y educadores es impedir que sus hijos pierdan el tiempo… y se aburran. Mantenerlos siempre ocupados o divertidos es la mejor forma de crear personas superficiales, nerviosas y hasta neuróticas. Espero que no pase demasiado tiempo sin que supere mi predisposición natural a aprovechar hasta el último segundo y aprenda a “perder el tiempo” sin sentirme culpable; más aún, disfrutando de la libertad que proporciona el no saberme esclavo del propio reloj interno. En esta sociedad productivista, reivindico “el arte de no hacer nada”. Aprovechar el tiempo, sí; pero saber perderlo en lo que importa, también.


miércoles, 21 de febrero de 2018

Inversión de roles

Desde que el mundo es mundo, los adultos han enseñado a los niños y jóvenes y éstos se han esforzado por aprender para convertirse luego en maestros. Los padres enseñan a sus hijos a comer, hablar, caminar, asearse, vestirse, saludar a las personas, rezar, etc. Los profesores, por su parte, enseñan las asignaturas del currículo académico. Los maestros profesionales muestran a los aprendices los secretos y técnicas de un oficio, desde la pintura a la ebanistería. Los oficiales del ejército entrenan a los soldados en las artes de la guerra. De esta manera, se han ido transmitiendo a lo largo de los siglos las actitudes y conocimientos que han mantenido viva la especie humana. Con algunas excepciones geniales, éste ha sido el devenir de la historia. Pues bien, esta cadena multisecular se ha roto con la actual sociedad del conocimiento. Hoy son los nietos quienes enseñan a los abuelos a desentrañar los secretos de los ordenadores, tabletas o teléfonos móviles. Estudiantes adolescentes tienen que explicar a sus profesores cómo se usan algunas aplicaciones informáticas. Y casi siempre los universitarios saben mucho más que los catedráticos en cuestiones digitales. En la era de las comunicaciones, se han invertido los roles. Quienes tradicionalmente eran maestros se han convertido en discípulos y los discentes de siempre (o sea, niños y jóvenes) son ahora los verdaderos docentes.

¿Cómo se explica que un niño de tres años sea un nativo digital y parezca que trae conocimientos informáticos de serie, como si gozara de una especie de ciencia infusa? ¿Qué significa esto? ¿Cómo está afectando a los procesos de aprendizaje y a las relaciones intergeneracionales? Estamos asistiendo a una inversión de papeles, inédita en la historia de la humanidad, que constituye una verdadera revolución. Aquí sí que se puede aplicar el dicho evangélico de que “los últimos (en edad) serán los primeros (en conocimientos)”. De nada sirve que los pediatras recomienden que los niños de menos de 12 años no usen los teléfonos inteligentes. O que Bill Gates prohibiera a sus hijos su utilización antes de los 14 años. En España, la mayoría de los niños tiene su primer teléfono móvil propio entre los 10 y los 11 años, pero antes han usado los de sus padres con más pericia que ellos. Más aún, en muchos casos han sido ellos –los niños– quienes han enseñado a sus progenitores a hacer un uso inteligente de sus dispositivos. Hay, pues, en la sociedad del conocimiento un magisterio nuevo, alternativo, que coexiste con el magisterio tradicional. Mientras los padres enseñan a sus hijos las enseñanzas tradicionales, éstos los instruyen en los secretos de las nuevas tecnologías, a menudo con más capacidad pedagógica y didáctica que la que los padres ejercen con ellos.

La mayoría de los adultos aceptan con humildad y sentido del humor este magisterio infantil, pero conozco algún caso en que los padres se sienten humillados y encajan muy a regañadientes que sus hijos los superen en este campo. Se inventan estratagemas para demostrarles que saben más que ellos, pero, por lo general, no les dan buen resultado porque no son sino tapaderas para cubrir su ignorancia. En fin, que no sabemos adónde puede conducirnos esta inversión de roles. La cosa no ha hecho más que empezar. Tal vez tengamos que parafrasear otro dicho de Jesús: “El que no se haga como un niño curioso y atrevido, no puede entrar en el reino de los cielos informáticos”. Los inmigrantes digitales dependemos mucho de los nativos. Quizá esta dependencia tecnológica tenga una contrapartida positiva: puede ayudarnos a plantear mejor los otros aprendizajes. Solo quien se sabe discípulo puede ejercer con verdad y prudencia su vocación de maestro. Los padres y educadores ya no podremos presumir de cosas que no sabemos, nos veremos obligados a ser más auténticos y humildes. Nuestros nuevos “maestros” nos mantendrán en un estado de formación permanente que, a la larga, nos hará mucho bien. Evitaremos anquilosarnos en lo ya sabido y, sobre todo, no esconderemos nuestra ignorancia a base de un burdo y ridículo autoritarismo.

martes, 20 de febrero de 2018

De Seúl a Morelia

El año pasado celebré el primer cumpleaños de este blog en Seúl, Corea del Sur. Este año me toca celebrar el segundo en Morelia, México. El salto de Asia a América es un símbolo de mi vida itinerante y, sobre todo, de la universalidad de la Iglesia. La comunidad de Jesús, nacida en la pequeña franja mediterránea de Palestina, está presente hoy en todo el mundo. Los Misioneros Claretianos proseguimos la misión evangelizadora en 67 países. Es probable que hoy, coincidiendo con su segundo aniversario, el Rincón de Gundisalvus alcance las 200.000 visitas. Esto supone una media de unas 274 visitas al día. Para un periódico digital o una página web generalista, esta cifra es irrisoria. Para un blog personal de enfoque cristiano, escrito en español, no está nada mal. Más allá de los números, sé que hay un grupo de lectores que con bastante asiduidad os acercáis a este Rincón. Muchas gracias por vuestra compañía digital. Si las visitas os ayudan a agradecer, pensar, ensanchar el horizonte y descubrir a Dios en la trama de la vida cotidiana, entonces vale la pena el pequeño esfuerzo de escribir una entrada casi cada día en contextos muy diversos: desde la tranquilidad de mi despacho de Roma hasta el ruido ambiental de un aeropuerto africano, asiático, americano o europeo.

Más de una vez me he preguntado si merece la pena incrementar la oferta digital en un mercado que está ya saturado. ¿Quién dispone de tiempo para seguir tantos sitios interesantes en Internet o las publicaciones de nuestros amigos en las redes sociales? Dedicar tiempo a esto, ¿no nos está impidiendo pensar por nosotros mismos con tranquilidad y sosiego?¿Necesitamos tanta proliferación de imágenes y estímulos visuales? Desde hace muchos años solía acompañar mis charlas y conferencias con presentaciones multimediales. De un tiempo a esta parte, he vuelto a la palabra desnuda. No desprecio el lenguaje visual, pero cada vez creo más en la fuerza de la palabra como vehículo de encuentro y comunicación. Más aún, en contra de lo que suele decirse (incluso con estudios que lo avalan), creo que nada llega, concentra y emociona más que una palabra que sale del corazón. No sé si esto supone confesar mi derrota ante la imposibilidad de seguir el ritmo vertiginoso de las tecnologías de la comunicación o, más bien, desmitificar el entusiasmo con el que hoy nos entregamos a ellas, quizás inconscientes del alto precio que estamos pagando. En cualquier caso, en este segundo aniversario del blog, reafirmo mi fe en la palabra dicha y escrita, aun cuando a muchas personas (sobre todo, jóvenes) todo lo que pase de tres o cuatro líneas les resulte sencillamente inaguantable.

Esta tarde tengo que hablar sobre lo que significa hoy ser una Iglesia “en salida”. La expresión la ha popularizado el papa Francisco. En su exhortación Evangelii gaudium dedica varios números (20-24) a desentrañar su significado. No se trata solo de seguir siendo misioneros o evangelizadores, sino de entender la Iglesia de otra manera. Leonardo Boff, con su tendencia a las polarizaciones, trata de explicar de dónde y hacia dónde tiene que salir la Iglesia según el Papa. No me gusta mucho abusar del lenguaje bipolar porque la realidad casi nunca se ajusta a este esquematismo, pero reconozco que nos obliga a salir de la rutina, pensar, matizar y escoger. Más allá de las polaridades señaladas por Boff, la expresión “Iglesia en salida” nos habla de una Iglesia extrovertida, dispuesta a “salir de la propia comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio” (EG 20), asumiendo “la dinámica del éxodo y del don, del salir de sí, del caminar y sembrar siempre de nuevo, siempre más allá” (EG 21). Por eso, el papa Francisco afirma, con audacia inusitada, que prefiere “una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades” (EG 49). Salir a la calle es un imperativo de una evangelización que no se queda recluida en las sacristías. Quizá la expresión tendría que completarse con otra: entrar en las casas. El cristianismo primitivo se abrió paso en las calles, pero también en las casas, que constituían verdaderas iglesias domésticas. 



Reconozco que este humilde blog nació hace dos años también con el deseo de “salir a la calle” y de  “entrar en las casas”. Un blog permite salir a esa inmensa calle que es Internet. Se trata de una calle en la que cualquiera puede pasear y detenerse ante un escaparate que tal vez le muestre algo que no espera. Este blog no va dirigido a mis compañeros claretianos sino, inicialmente, a mis amigos de infancia y juventud con los cuales me encuentro de vez en cuando en torno a un café o una cerveza. Ante la imposibilidad de abordar muchas cuestiones en nuestros diálogos fugaces, pensé que un blog permitiría dilatar nuestros encuentros e ir reflexionando juntos sobre muchos temas que nos preocupan. Luego, con el correr del tiempo, se han ido incorporando a esta conversación otras muchas personas que ni siquiera conozco, pero con las cuales comparto inquietudes, preguntas y búsquedas. No sé hasta cuándo mantendré este callejeo digital, pero hoy, en el segundo aniversario del blog, confieso que me está obligando a salir de mis rutinas, a escuchar mucho y, en definitiva, a tomar el pulso a esta cambiante sociedad en la que vivimos. No me arrepiento del esfuerzo. Yo soy el primer beneficiado.

lunes, 19 de febrero de 2018

Apuntes desde Morelia

Entre Ciudad de México y Morelia hay unos 330 kilómetros. Los recorrí ayer en coche en compañía de cuatro claretianos mexicanos. Llegamos a la antigua Valladolid a media tarde. La temperatura era muy agradable, en torno a 20 grados. Es la tercera vez que visito esta ciudad de casi 800.000 habitantes. Su actual nombre deriva del apellido de uno de los “padres de la patria”, el sacerdote y militar insurgente José María Morelos y Pavón (1765-1815), nacido en esta ciudad. Aprovecho la ocasión para conocer un poco la fascinante y compleja historia de este país norteamericano por el que siento un especial afecto. El sábado por la tarde me acerqué a la Plaza de la Constitución de Ciudad de México, más conocida como El Zócalo. Me dicen que es la segunda plaza más grande del mundo, después de la de Tiananmen en Beijing. No tengo tiempo para verificar estos datos, aunque es cierto que impresionan sus enormes dimensiones. Además de orar en la antigua catedral y recorrer la exposición de artesanía y productos típicos de los distintos estados de México, pude participar en un recital de boleros a cargo de un cuarteto de cuerda y de la cantante Olga María Touzet, hija de la célebre cantante cubana Olga Guillot (1922-2010). Fue una delicia escuchar los viejos temas como Bésame, mucho en la voz poderosa de esta contralto, mientras la enorme bandera mexicana ondeaba en el centro de la plaza.

He recibido varios mensajes de amigos interesándose por las consecuencias del terremoto del pasado viernes. La verdad es que todo se quedó en un susto, aunque uno de los efectos colaterales fue el accidente del helicóptero que trasladaba al ministro de la Gobernación y al gobernador del estado de Oaxaca a la zona del epicentro. Al precipitarse sobre algunos vehículos estacionados en la calle, produjo catorce víctimas. Compruebo que la gente de México está entrenada para reaccionar ante los temblores de la tierra. Desde niños, hacen simulacros en las escuelas y colegios. Es difícil describir lo que uno siente cuando experimenta la sacudida de los cimientos. Es una sensación de mareo, pérdida del equilibrio, desorientación. Quizá los terremotos físicos son también un símbolo de los terremotos culturales y espirituales que experimentamos continuamente, hasta el punto de que ya no sabemos bien qué significa vivir en calma. Todo se está agitando y moviendo sin que nos sea posible ajustarnos a los cambios tan rápidos. Cuando parece que vamos acostumbrándonos, viene una nueva sacudida que nos obliga a nuevas adaptaciones. Quizá necesitamos acostumbrarnos desde niños, como los mexicanos o los japoneses, a convivir con los temblores y a vivir una espiritualidad de la agitación. Vivir en paz en medio de la agitación. Este es uno de los desafíos de hoy.

Dentro de unas horas comenzaremos la asamblea de la Provincia claretiana de México. Será una oportunidad óptima para ver cómo estamos percibiendo los temblores de esta sociedad en cambio y cómo estamos respondiendo como misioneros. Han venido los misioneros que trabajan en distintos lugares de este gran país: desde las misiones con indígenas y afroamericanos en el estado de Oaxaca hasta los que viven los problemas de la inmigración y la violencia en Ciudad Juárez, en el confín con los Estados Unidos. Traerán la experiencia fresca de una misión que, en medio de su fragilidad, quiere acompañar a las personas más vulnerables, entre las que se incluyen también los sordomudos a través de una institución de apoyo llamada “Centro Clotet”. Me siento orgulloso de contar con hermanos que, día a día, sin aspavientos, se van entregando en distintas misiones. Quizá necesitamos todavía un nuevo impulso para ir más lejos, para “salir” hacia nuevas fronteras y periferias. No se trata de ser esclavos de las modas, sino de estar atentos a lo que Dios nos pide. México es, después de Brasil, el país con más católicos en el mundo. ¿Cómo hacer de la fe cristiana una experiencia de transformación en un país que crece económicamente pero que tiene todavía enormes bolsas de pobreza y en el que la corrupción y la violencia parecen consustanciales a la manera de ser de muchas personas? El país cuenta con muchos recursos naturales y, sobre todo, humanos y espirituales para hacer frente a estos desafíos. Esperemos que se sigan dando pasos y que nosotros podamos hacer nuestra parte.

domingo, 18 de febrero de 2018

Arcoíris, desierto y lago

La naturaleza es nuestra primera maestra. Cualquier niño que contemple el arcoíris tras una tarde de lluvia intuye que Dios no puede ser un tirano. El arcoíris es un símbolo demasiado hermoso como para indicar rencor y venganza. Basta adentrarse en un desierto, por pequeño que sea, para sentir lo esencial de la vida, el anhelo del Misterio. El desierto nos hace comprender que necesitamos poco para vivir y que “lo esencial es invisible a los ojos”. Un lago nos habla en seguida de paz, vida y abundancia. Pues si al magisterio de la naturaleza –el primer libro divino– añadimos la iluminación de la Biblia –el segundo libro de Dios– entonces todo resulta más claro e inteligible. Esto es lo que sucede precisamente en este Primer Domingo de Cuaresma. Es como si la naturaleza y la Biblia se hubieran puesto de acuerdo para regalarnos algunos mensajes que hagan más serena, clara y feliz nuestra vida. ¿Qué pasa cuando un hombre o una mujer del asfalto no aprenden a leer ninguno de estos dos libros y se dejan seducir por sucedáneos artificiales? ¡Que su vida se hace cada vez más insignificante y gris! Es como si la contaminación urbana acabara contaminando también las verdades más claras de la existencia. Escribo estas notas en Ciudad de México, una megalópolis en la que la gran contaminación me irrita los ojos. ¿Cómo se puede ver la vida con claridad en un lugar como éste?

El arco es símbolo de guerra. El arcoíris es un símbolo de paz. Es verdad que en el Antiguo Testamento Dios aparece a veces como un guerrero que tensa su arco contra los enemigos (cf. Sal 7), pero su verdadero arco, el que simboliza la alianza con su pueblo, el final de todo diluvio, es el arcoíris. Hoy muchos grupos utilizan también este símbolo, desde algunos movimientos pacifistas y ecologistas hasta el colectivo LGTB. Más allá de usos partidarios, algunos muy discutibles, su significado cósmico y bíblico es claro: Dios no quiere la violencia y la destrucción sino la paz y la vida. Vengar o asesinar no son verbos divinos sino escandalosamente humanos. No estoy seguro de que hayamos avanzado mucho con respecto a los pueblos del Antiguo Testamento. Los seres humanos nos seguimos matando en guerras organizadas o en venganzas de diverso tipo. Hemos hecho del arcoíris un inocuo elemento poético, no un símbolo revolucionario. Ayer, sin ir más lejos, me levanté con la noticia de que en la parroquia claretiana de Nuestra Señora de Fátima, en Kinshasa, el ataque de un grupo de bandidos se saldó con varios muertos. El arco de guerra sigue estan tenso. Nl quiero pensar en un temido enfrentamiento entre Estados Unidos y Corea del Norte o entre Rusia y la Unión Europea.

Hablar de desierto en México no es nada extraño. La zona norte del país es desértica, así que aquí no se piensa –como en Europa– en el desierto del Sahara sino en los desiertos de Chihuahua o Sonora.  El evangelio de Marcos sitúa a Jesús en el desierto antes de comenzar su ministerio público. No va allí para hacer senderismo o someterse a una dieta de adelgazamiento. Según el texto de Marcos, va al desierto “empujado por el Espíritu” para “ser tentado por Satanás”. Ir al desierto equivale a hacer su noviciado de 40 días antes de anunciar el Evangelio. Es un tiempo de prueba para calibrar la autenticidad de sus motivaciones y la verdad de sus experiencias. La Biblia está repleta de alusiones simbólicas al número 40. Quizás en el contexto de Marcos esta cifra se refiere a la duración media de una vida humana, de una generación. Es una manera simbólica de decir que Jesús pasa toda la vida en el desierto; o sea, que toda su vida fue una prueba constante, una tensión entre un mesianismo reducido a poder o un mesianismo planteado como servicio y entrega. Satanás es el símbolo de todos los males a los que Jesús tuvo que enfrentarse a lo largo de su vida para no malograr el proyecto del Padre. Para cada uno de nosotros, “ir al desierto” puede significar poner a prueba la profundidad de nuestras convicciones, averiguar si lo que nos nueve en la vida es la búsqueda de Dios o esa serie de objetivos penúltimos que la cultura consumista se empeña en presentar como últimos e imprescindibles para ser felices. Se nos va la vida entera en separar el oro de la ganga.

Jesús no anuncia el Reino de Dios en el desierto (como hacía Juan con su bautismo de penitencia). Tampoco se dirige, en primer lugar, a la ciudad de Jerusalén (donde el Templo polariza la religiosidad del pueblo). Se va a la región fronteriza y pagana de Galilea. Salta del desierto (lugar de la prueba) al lago de Tiberíades (lugar de la vida) con la esperanza de que en el bullicio de la vida cotidiana se despierte el sueño dormido del Reino de Dios. Su buena noticia –su evangelio– no consiste en anunciar la restauración de la monarquía davídica, como muchos esperaban, sino el señorío de Dios en el mundo; es decir, el triunfo del amor sobre los ídolos que hacen este mundo irrespirable: la codicia, el engaño, la injusticia y la violencia. Quienes sufren las consecuencias de un mundo inhumano (los pobres, los enfermos, los que no encuentran su sitio, los excluidos), enseguida sintonizan con la predicación de Jesús. Quienes, por el contrario, están medrando mediante el engaño y la extorsión, sienten que Jesús de Nazaret representa una grave amenaza para su vida de dominio y comodidad. Serán éstos (sumos sacerdotes, algunos fariseos, gente bien) quienes se apunten la primera victoria. Conseguirán quitarse de en medio a Jesús en un plazo de tiempo muy breve: entre uno o tres años. Pero serán los pobres quienes ganen la batalla final porque “a ellos pertenece el Reino de los cielos”. ¿Quién se acuerda hoy de aquellos gerifaltes satisfechos? Su miserable y estrecha ambición ha caído en el olvido. Sin embargo, el nombre de Jesús sigue resonando por todo el mundo como memoria de un Evangelio que siempre es alternativa a todos los sistemas que los seres humanos inventamos: a los de derecha y a los de izquierda; a los autoritarios y a los democráticos; a los capitalistas y a los comunistas. El Reinado de Dios echa raíces en nuestros logros, pero siempre los desborda. Por eso, es un sueño más que una conquista, un don más que una tarea.

Creo que la Cuaresma empieza este año a buen ritmo. Si tenéis ganas y tiempo para profundizar más, no os perdáis el vídeo de Fernando Armellini, con audio en español. Feliz domingo a todos desde Ciudad de México.


sábado, 17 de febrero de 2018

La tierra tiembla

Tras más de dos horas de vuelo de Roma a Madrid, tres de espera en el aeropuerto de la capital española y once horas más de vuelo transatlántico, estoy ya en Ciudad de México, la megalópolis azteca que no visitaba desde hacía casi siete años. Pasar de los 40 metros sobre el nivel del mar de Roma a los más de 2.200 metros de Ciudad de México no me ha producido ningún efecto especial. Acuso –eso sí– las siete horas de diferencia horaria, pero no hay tiempo para quejarse porque este fin de semana debo ultimar la preparación de la intensa actividad que comenzaremos el lunes en Morelia. Mi sorpresa fue mayúscula cuando me enteré de que, apenas aterrizado el avión de Iberia (17:25, hora local), se produjo un terremoto de intensidad 7.2, con epicentro en el estado de Oaxaca. De hecho, sentimos dentro del avión las oscilaciones. Aquí, en Ciudad de México, no ha habido víctimas ni grandes daños materiales, pero la gente estaba asustada. Cuando hacía el trayecto del aeropuerto a la comunidad claretiana, vi que muchos seguían en la calle por temor a nuevas réplicas. Hasta el volcán Popocatepetl se ha activado a consecuencia del seísmo. Ha sido un recibimiento inesperado.

Pero me ha sorprendido más, si cabe, el eco que tuvo la entrada de ayer sobre el 90 cumpleaños de Pedro Casaldáliga. Se une a otras muchas publicaciones en diversos medios impresos y digitales de todo el mundo. Utilizando unas palabras usadas por el mismo Dom Pedro, Xabier Pikaza habla de él como de “un soldado derrotado de una causa invencible”. Otros críticos son más crueles. Lo tachan de dinosaurio progresista o de icono del progresismo radical. Comprendo que ciertas ideas y conductas de Dom Pedro desorienten a algunos y hasta los escandalicen, pero es necesario ir al fondo de sus planteamientos para comprender que tal vez nos escandalicen porque, sin pretenderlo, está denunciando nuestra reducción burguesa del Evangelio. No seré yo quien canonice en vida a Pedro Casaldáliga (no me gustan nada las campañas de santo subito), pero reconozco que su vida y su magisterio señalan con claridad el futuro del cristianismo. Ha sido un adelantado a su tiempo. Su éxodo de la vieja Europa hacia la “viña joven” americana le permitió intuir hace ya medio siglo por dónde soplaba el viento del Espíritu. Se tomó muy en serio las orientaciones del Vaticano II. La Iglesia del mañana, o será una Iglesia al servicio de los pobres de este mundo, o sencillamente no será.


Escribo estas cosas en un país de hondas raíces cristianas, que se esfuerza por encontrar nuevos caminos para expresar su fe. ¿Cómo trazar sendas que vayan más allá de su inoxidable guadalupismo y conecten la fe con los muchos desafíos que presenta el mundo contemporáneo? Durante los días que pasaré en Morelia reflexionaremos mucho sobre la llamada del papa Francisco a ser una Iglesia “en salida”. No se trata solo de repetir con otras palabras la invitación a evangelizar, sino de cambiar el modelo de evangelización, Tal vez el miércoles me anime a escribir un poco más sobre este asunto que tanto nos preocupa. Por el momento, disfruto del clima suave de Ciudad de México y, sobre todo, de la fraternidad de mis hermanos claretianos. No olvido que estamos en la obertura de esta sinfonía en cinco tiempos (¡permítasenos la heterodoxia musical!) que es el camino cuaresmal. Hay muchas personas que se lo toman en serio sin aspavientos. Incrementan su tiempo de oración, moderan su estilo consumista y se abren más a las personas necesitadas. Ayer, volando de Roma a Madrid, disfruté de la meditación sobre la oración atribuida a san Juan Crisóstomo. Me pareció un texto bellísimo e inspirador. Rescato el párrafo inicial: “Nada hay mejor que la oración y coloquio con Dios, ya que por ella nos ponemos en contacto inmediato con él; y, del mismo modo que nuestros ojos corporales son iluminados al recibir la luz, así también nuestro espíritu, al fijar su atención en Dios, es iluminado con su luz inefable. Me refiero, claro está, a aquella oración que no se hace por rutina, sino de corazón; que no queda circunscrita a unos determinados momentos, sino que se prolonga sin cesar día y noche”. Esperemos que hoy la jornada transcurra tranquila y que no haya nuevos temblores o réplicas.