jueves, 30 de septiembre de 2021

Menos libros, más lecturas


Hay muchos libros en mi biblioteca personal que dormían el sueño de los justos. Me he dado cuenta a la hora de seleccionar cuáles me llevo y cuáles dejo en Roma. La balanza se inclina por el segundo platillo. Dejo casi todos porque me he dado cuenta de que no los voy a utilizar. Con los medios electrónicos de que hoy disponemos no tiene mucho sentido almacenar muchos libros en papel, por más que pertenezca a la generación de quienes disfrutan acariciando las hojas de un libro y pasando sus páginas con los dedos. Me gustaría disponer de una pequeña biblioteca reducida a lo esencial. Si tuviera que apurar más, el único libro esencial es la Biblia. Se trata, en realidad, de una colección de escritos agrupados en un solo volumen. 

Lo digo precisamente hoy, 30 de septiembre, que celebramos la memoria de un enamorado de la Escritura: san Jerónimo, un dálmata fallecido en Belén en el 420. Cada año, cuando llega esta fecha, los predicadores suelen citar su célebre frase: “Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo”. A Cristo lo podemos encontrar en diversos “lugares”: desde nuestro corazón hasta la persona necesitada, pasando por la Eucaristía y la comunidad. Pero hay, ciertamente, una mediación muy especial: la Biblia. Todos los “lugares” forman una especie de sinfonía y se enriquecen unos a otros. La Escritura es como la clave que permite dar un sentido al resto de las notas del pentagrama.

Creo que en casi todos los hogares católicos hay algún ejemplar de la Biblia en traducciones más o menos acertadas. Lo ideal sería que todos pudiéramos leer los libros en su original hebreo o griego, pero esto está reservado a un numero pequeñísimo de personas, así que tenemos que contentarnos con disponer de buenas traducciones. En español contamos con muchas de prestigio: desde la célebre Biblia de Jerusalén hasta la Biblia de la Conferencia Episcopal Española pasando por la Biblia de nuestro pueblo (en sus versiones española y latinoamericana) o la Biblia interconfesional. No podemos quejarnos de falta de ejemplares. 

Lo que necesitamos es introducirnos crítica y sapiencialmente en su lectura y convertirla en hábito diario. Aquí queda un gran camino por recorrer. Se van dando pasos muy significativos, pero tengo la impresión de que todavía un buen número de católicos carece de la necesaria competencia bíblica como para que la Biblia no se les caiga de las manos. En varias ocasiones he aludido al Proyecto Biblia o al Portal Bíblico Claretiano como plataformas adecuadas para una formación bíblica a través de Internet. Algunas parroquias y comunidades organizan cursos bíblicos a diversos niveles o encuentros de oración con la Biblia. El papa Francisco ha instituido el Domingo de la Palabra. Todo es poco para ayudarnos a alimentar nuestra fe con la Palabra que da vida y que es más dulce que la miel (Sal 119,103).

Todo esto me ha venido sugerido por el hecho de estar dedicándome a seleccionar y empaquetar libros. Mi convicción es que necesitamos menos ejemplares y más tiempo de lectura. Cada vez me aburren más los libros puramente decorativos. Ocupan espacio, acumulan polvo, crean la falsa sensación de ser entendido en algo y no sirven para nada. En la práctica, son más un estorbo que un acicate intelectual o un placer estético. Siempre he creído que se publican muchos más libros de los necesarios y aun de los recomendables. Podríamos ahorrarnos montañas de celulosa si hubiera más discernimiento a la hora de editar nuevas obras y nos sirviéramos cada vez más de los soportes electrónicos. 

Dicen que los grandes lectores y escritores, a medida que envejecen, cada vez leen menos libros nuevos. Vuelven una y otra vez sobre los clásicos. No sé si yo he entrado en esta etapa, pero siento una pereza enorme a la hora de enfrentarme a los best sellers. Vuelvo sobre aquellas obras pocas que me han emocionado de veras o han dilatado mucho mi horizonte intelectual. Confieso que entre ellas no están los libros de Dan Brown ni los tochos de algunos autores famosos de teología. Pero sí están Paul Tillich, Karl Rahner, Antonio Machado, Romano Guardini, Marcel Légaut, Henri de Lubac, Gerald Hopkins, Federico García Lorca, Miguel de Cervantes, Susanna Tamaro, Miguel de Unamuno… y otros muchos. A ver si este otoño me da por sumergirme en algunos de sus libros saboreando una buena taza de café.

miércoles, 29 de septiembre de 2021

De arcángeles y archidemonios

Me sorprende la pasión que hay por el diablo en ciertos ambientes de gente joven. Es como si el vacío de fe se quisiera llenar con experiencias demoniacas. Algunos testimonios me hacen dudar de la salud mental de sus autores. En este contexto, la liturgia nos propone celebrar hoy la fiesta de los Santos Arcángeles Miguel, Rafael y Gabriel. Tengo varios amigos que llevan alguno de estos tres nombres. Son para mí como un recordatorio de la presencia de los arcángeles en mi camino. Sus nombres indican con claridad la misión que se les ha confiado. Miguel en hebreo significa ¡Quién como Dios! Representa la victoria de Dios sobre las fuerzas del mal. Rafael quiere decir Medicina de Dios o Dios ha obrado la salud. Es el arcángel amigo de los caminantes y médico de los enfermos. Gabriel significa Fortaleza de Dios. Gabriel recibió la misión de anunciarle a la Virgen María que sería la Madre del Salvador. 

Los tres simbolizan una realidad que necesitamos redescubrir: Dios es soberano, sanador y fuerte. Quien se abre a su misterio de amor vence el poder del mal, sana sus heridas y dolencias y supera las debilidades. No sé si estamos en condiciones de creer en la presencia de los arcángeles en nuestra vida, pero de lo que no tengo la menor duda es de que necesitamos una fe con los rasgos que ellos simbolizan.

Es diabólica toda realidad que separa, crea enfrentamientos y nos desarraiga de nuestro suelo nutricio. Diabólico es convertir las normales polaridades de la vida humana en problemas insolubles. Y diabólico es, por encima de todo, hacernos creer que podemos subsistir como criaturas humanas desconectados de la fuente que es Dios. Quizá no hay nada más diabólico que ese sutil orgullo contemporáneo que reviste la falta de fe como madurez y autonomía. Las deliciosas Cartas del diablo a su sobrino constituyen un verdadero manual que nos ayuda a caer en la cuenta de las estratagemas del diablo para separarnos del camino de la fe. Parecen casi un guion de lo que está sucediendo hoy en nuestra sociedad, por más que C.S. Lewis las publicara en el ya lejano 1942, en plena Segunda Guerra Mundial. Necesitamos la protección del arcángel Miguel para no dejarnos seducir por el diablo disgregador. Miguel nos recuerda que Dios es más fuerte que cualquier realidad diabólica, que el amor triunfa sobre el odio y que, en definitiva, la historia nos se le escapa a Dios de las manos, aunque a veces tengamos la impresión de que sigue trayectorias incomprensibles.

¿Somos una sociedad enferma? No soy muy dado a generalizaciones catastrofistas, pero la pandemia nos ha hecho ver con más claridad que somos muy frágiles y vulnerables. Es necesario que el arcángel Gabriel ponga colirio en nuestros ojos para ver las cosas como las ve Dios y no desde el prisma del resentimiento, la envidia o la prepotencia. Necesitamos la “medicina de Dios” para integrar lo desintegrado, poner en pie lo que no está firme (infirmus) y experimentar la salud/salvación que nos da la fe. Es verdad que hoy existe una gran preocupación casi una obsesión por la salud. Pero la que Dios nos da va más allá de la armonía psicosomática. Tiene que ver con la restauración de todas nuestras relaciones: con nosotros mismos, los demás, el mundo, el tiempo y Dios. De esto se ocupa el “doctor Rafael”, experto en acompañarnos en nuestro camino terapéutico. 

Y, por último, el arcángel Gabriel siempre nos trae buenas noticias en tiempos de “fake news”. De esta manera nos robustece con la fuerza del Evangelio para que no acabemos “infoxicados”. Los tres arcángeles forman una especie de equipo vencedor que combate contra los escuadrones de demonios que quieren complicarnos la vida y separarnos del camino de Dios. Merece la pena que les demos las gracias en un día como hoy. Yo lo hago mientras prosigo la tediosa tarea de romper documentos, ordenar archivos, llenar cajas con libros y otros objetos y organizar la marcha. Me parece que voy a tener que pedir una ayuda extra al equipo arcangélico para no sucumbir en el intento.

martes, 28 de septiembre de 2021

Nacer de nuevo

Varios de mis compañeros y amigos del bachillerato están ya jubilados o están a punto de hacerlo. Liberados de las cargas profesionales, pueden explorar y disfrutar otras dimensiones de la vida. Yo me dispongo a comenzar una nueva etapa misionera después de 18 años en Roma. Cambio de trabajo y de lugar. No hay jubilación posible, como no sea la que se desprende de la palabra “júbilo”. Me atrae la idea de comenzar una nueva aventura vital. Lo de menos es cambiar de lugar de residencia y hasta de ocupación ministerial. Los misioneros hemos sido entrenados para la itinerancia. Lo que importa es aprovechar esta coyuntura para un nuevo y discreto renacimiento. En este contexto es imposible no evocar la conversación nocturna entre Jesús y Nicodemo. Reproduzco un fragmento:

“Jesús le contestó: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios». Nicodemo le pregunta: «¿Cómo puede nacer un hombre siendo viejo? ¿Acaso puede por segunda vez entrar en el vientre de su madre y nacer?». Jesús le contestó: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios. Lo que nace de la carne es carne, lo que nace del Espíritu es espíritu” (Jn 3,3-6).

Nacer de nuevo no implica regresar al vientre materno para empezar una segunda existencia, sino “nacer del Espíritu”, dejarse guiar por el Viento de Dios. Esto significa no disponer de una hoja de ruta clara. A algunas personas les produce mucha inseguridad no saber con precisión qué tienen que hacer, cómo y con quién. Yo me lo tomo con serenidad y un poco de humor. La vida se va abriendo paso por entre los pliegues de lo que sucede. Lo que importa es escuchar mucho, hablar poco, abrir los ojos y… dejarse llevar. En una cultura tan controladora como la nuestra no es fácil vivir la espiritualidad del “dejarse llevar”. Nos parece una rendición irresponsable. Hemos ensalzado tanto el ideal de la persona que toma las riendas de su vida en las manos que cualquier abandono en las manos de Dios se nos antoja sospechoso. Y, sin embargo, la invitación de Jesús a “nacer de nuevo” tiene mucho que ver con una actitud de abandono y confianza. 

He vivido lo suficiente como para saber que lo que programamos en la vida constituye solo un pequeño porcentaje de lo que vivimos. Las mejores cosas escapan a toda programación. He tenido la oportunidad de experimentarlo de manera muy intensa a lo largo de este año 2021. Dejarnos conducir por el viento del Espíritu nos libera de la obsesión por el futuro y nos permite acoger con sencillez las briznas de vida que vayan apareciendo por el camino. Nacer de nuevo implica entrenarnos en la humildad (no somos los dueños de nuestra vida), en la solidaridad (necesitamos siempre la ayuda de los demás) y en el buen humor (nada es tan grave que nos quite el amor).

Acabo de sacar el billete de avión para mi nuevo destino. En los próximos días acabaré de cerrar algunos asuntos y embalar mis pertenencias. No me gustan las despedidas. En realidad, todo es un “hasta luego”. Estamos llamados a encontrarnos en cualquier recodo del camino y, por supuesto, en la meta definitiva. Más que mirar al pasado, fijo mi mirada en el futuro que está por nacer. Dejo que el Espíritu me sacuda por dentro y ponga en danza nuevas oportunidades. Siempre he creído que “the best is yet to come” (lo mejor está por llegar) porque Dios nos atrae hacia Él. Con esta actitud emprendo una etapa incierta. Acostumbrado a programar y ejecutar, abro un compás de espera. Mientras, espero que el horizonte se aclare, las motivaciones se purifiquen y surjan nuevas oportunidades. 

¿Cuándo se jubila un misionero? ¡Nunca! El fundador de mi congregación, san Antonio María Claret, decía que el verdadero misionero imita a Jesús en orar, trabajar, sufrir y buscar siempre la gloria de Dios y la salvación de todos. Es probable que llegue un momento en que el segundo verbo (trabajar) se ponga entre paréntesis, pero siempre quedará un amplio campo para orar, sufrir (es decir, amar) y seguir buscando. Estos verbos son más que suficientes para justificar toda una vida.

lunes, 27 de septiembre de 2021

Torre engullida, esperanza probada

Desde hace una semana, la noticia estrella en España ha sido la erupción del volcán Cumbre Vieja en la isla canaria de La Palma. Todos los medios siguen su evolución al minuto. La lava va engullendo todo cuanto encuentra a su paso. Muchas personas han perdido sus casas y sus fincas de trabajo. La solidaridad se ha disparado, pero el dolor por la pérdida es siempre personal. Ayer por la noche fue noticia el derribo de la torre de la iglesia de Todoque.  No se produjo el esperado milagro. La iglesia corrió la misma suerte que las casas de los vecinos. 

¿Es esta una poderosa imagen simbólica de lo que estamos viviendo hoy en el mundo? Estamos rodeados de volcanes. Nos vemos asediados por coladas que amenazan con engullirnos. Algunas son de vieja data, como la injusticia, pobreza y la corrupción. Otras son muy recientes, como la pandemia que llevamos padeciendo desde hace casi dos años. Las hay sutiles y devastadoras, como la que pretende convencernos de que no merece la pena creer en un Dios que no existe. Frente a estas embestidas, muchos creyentes de buena fe se refugian en la torre de la iglesia; es decir, en la seguridad que les proporciona una institución multisecular que ha pasado por otras muchas pruebas a lo largo de la historia. Pero ¿qué pasaría si esta torre fuera también derribada por la lava incandescente de la posmodernidad?

Los cristianos no olvidamos la promesa de Cristo: “Yo te digo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del abismo no la hará perecer” (Mt 16,18). ¿En qué consiste este “poder del abismo”? En muchos países europeos y americanos la confianza de la gente en la Iglesia registra mínimos históricos. La cadena de escándalos protagonizados por obispos, sacerdotes y religiosos ha minado su credibilidad. Pero, incluso en los lugares donde todavía conserva una buena imagen, se la ve más como una poderosa organización social que como una comunidad de creyentes. 

¿Qué va a suceder en los próximos años? ¿Arrastrará también la lava de la historia la torre de una institución construida sobre la roca de la fe en el Cristo? ¿Se producirá el “milagro” de la supervivencia o correrá la misma suerte que otras muchas instituciones en descrédito? Creo que a nuestra comunidad eclesial le sucederá le está sucediendo siempre a lo largo de la historia lo mismo que a su Señor: padecerá, morirá y resucitará. La Iglesia está sometida a constantes embestidas. Algunas vienen de fuera, pero las más peligrosas provienen de su interior. Están provocadas por las infidelidades de quienes somos sus miembros. Es cierto que los escándalos de los eclesiásticos resultan más llamativos y desestabilizadores, pero todos, en una medida u otra, contribuimos a su descrédito. No estamos a la altura de lo que decimos profesar. Una cierta forma histórica de ser Iglesia morirá. Pero eso no significará ni mucho menos el final de la comunidad de Jesús.

De la lava de la historia surgirán nuevas formas de ser Iglesia. El “poder del abismo” (es decir, el mal en todas sus manifestaciones) no es tan poderoso como el Espíritu de Jesús. Nuestra fe hunde sus raíces en esta profunda convicción. La historia humana está “infectada” de resurrección. Dos mil años de andadura nos ayudan a comprender que, tras muchas caídas, la torre de la Iglesia ha sido reedificada con nuevas y audaces formas. Para quienes se fijan solo en las leyes que rigen las instituciones humanas, este discurso resulta incomprensible. Los grandes imperios suelen durar un máximo de 250 años. Lo que ocurre es que la Iglesia no es un imperio sujeto a los vaivenes humanos, expuesto a los volcanes de la historia. Es un acontecimiento del Espíritu que está continuamente sucediendo. 

Nacer, padecer, morir y resucitar es una dinámica de vida. Cuando nos es dado comprender esta lógica, no perdemos nunca la esperanza. La torre puede ser engullida por la lava, las olas pueden amenazar la estabilidad de la barca, pero el Señor nunca va a retirar su Espíritu. Solo basados en esta esperanza podemos reemprender cada mañana nuestro camino con serenidad y alegría. Está bien que leamos algunas previsiones estadísticas o que escuchemos las voces de los agoreros que llevan prediciendo el final de la Iglesia desde hace siglos, pero es más importante que nos alimentemos con la energía de la Palabra de Dios. Es la única realidad que permanece para siempre. Los hombres y mujeres de la Palabra son quienes más nos ayudan a mantenernos firmes en tiempos de inseguridad porque son siempre los centinelas del futuro de Dios. Al mismo tiempo, son ellos y ellas quienes nos invitan a una continua transformación. 


domingo, 26 de septiembre de 2021

Los profetas escondidos

Abundan las personas que ven muy negro el futuro de la Iglesia y de la religión en general. Exhiben datos estadísticos que parecen incontestables. También yo me dejo llevar a veces por la contundencia de los números. Y, sin embargo, en momentos de más lucidez, caigo en la cuenta de que no hay nada más superficial que las estadísticas. Es verdad que en Europa desciende el número de quienes se confiesan cristianos y que las iglesias están cada vez más vacías. Pero, antes de emitir juicios sumarísimos en un sentido o en otro, me pregunto por el significado de estas tendencias. ¿Hay algo que está muriendo y debe morir cuanto antes? ¿Hay algo que pugna por nacer bajo las cenizas de un modelo caduco? ¿Qué etapa de la historia nos está tocando vivir?

El mensaje de este XXVI Domingo del Tiempo Ordinario nos permite mirar la realidad de un modo diferente. Tanto Josué (en la primera lectura del libro de los Números) como los apóstoles de Jesús (en el Evangelio de Marcos) se sienten dueños del espíritu profético. No comprenden ni toleran que “otros” puedan ser también mensajeros de Dios. Josué reacciona de manera enérgica: “¡Señor mío, Moisés, prohíbeselo!”. Los apóstoles van incluso más lejos: “Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre y se lo hemos prohibido, porque no es de nuestro grupo”. En ambos casos, la respuesta de los líderes es contundente. Moisés, cansado y un poco deprimido por la cerrazón del pueblo, tiene una visión amplia: “¿Tienes celos por mí? ¡Ojalá que todo el pueblo profetizara y el Señor infundiera en todos su espíritu!”. Jesús ensancha todavía más el horizonte: “No se lo prohibáis, porque nadie que haga un milagro en mi nombre puede luego hablar mal de mí. Pues el que no está contra nosotros está a favor nuestro”.

Las estadísticas miden quiénes son de “nuestro grupo” y quiénes no pertenecen a él. Se habla de cristianos practicantes y no practicantes, de creyentes y agnósticos o ateos. Nos parece que la frontera es muy nítida. Son de “nuestro grupo” quienes creen, celebran y practican lo que la Iglesia enseña como revelado por Dios. No pertenecen a “nuestro grupo” quienes se apartan de este canon. Me he topado con cristianos que hacen bandera de estas distinciones y se glorían de pertenecer al grupo de los buenos, de los cristianos “pata negra”, por emplear una expresión coloquial. En este contexto, marcado por los confines netos, hay dichos de Jesús que parecen romper o por lo menos desbordar el Código de Derecho Canónico: “Pues el que no está contra nosotros está a favor nuestro. Os aseguro que el que os dé a beber un vaso de agua porque sois del Mesías no quedará sin recompensa”. En otras palabras: que ni son todos los que están ni están todos los que son. La acción del Espíritu Santo desborda las fronteras de la comunidad eclesial. Hay más Espíritu y más profecía de lo que nosotros captamos con nuestros baremos humanos. Hay en nuestro mundo muchos profetas escondidos que nos hablan en nombre de Dios, muchas veces sin ser conscientes de ello. No hay, pues, lugar para la desesperanza. Dios sabe suscitar mensajeros por todas partes. 

Donde menos imaginamos hay signos de que el Reino de Dios está creciendo. Dios Padre no echa en saco roto las oraciones de millones de personas que todos los días rezamos: “Venga a nosotros tu reino”. ¡Claro que el Reino está viniendo! Es probable que a veces sintamos la tentación de sentirnos los dueños de ese Reino o, por lo menos, los primeros destinatarios. Pero el amor de Dios es libre. No hay ningún ser humano excluido. Más aún, lo que Jesús nos revela y, dicho sea de paso, nos escandaliza es que los preferidos sean quienes no pertenecen a “nuestro grupo”, quienes no están en regla con la comunidad.

Si creemos entender esto sin dificultad, si no nos escandaliza un poco, lo más probable es que no hayamos captado su hondura y su fuerza transformadora porque, en realidad, supone volver del revés la manera demasiado humana de ver las cosas. Jesús no vino a sancionar una religiosidad natural, sino a revelar un rostro de Dios que va más allá de cualquier proyección humana. 

Nos lleva toda la vida convertirnos a este Dios “siempre mayor”. Por paradójico que parezca, quienes pertenecemos al “grupo de los seguidores” solemos tener más dificultades para entender esta revolución que quienes se sienten excluidos y caminan por los márgenes de la vida. Para nosotros, Dios puede ser un artículo de lujo que se añade a otros agarraderos vitales: salud, compañía, dinero, trabajo, etc. Para quienes no tienen otro apoyo, Dios es su única esperanza, todo. Por eso entienden muy bien las palabras de Jesús. Sin ser formalmente de su grupo, se sienten dentro de su corazón, se saben queridos e integrados. Cuesta entender esta lógica, pero por eso mismo es divina y salvadora. 

Hoy, último domingo de septiembre, la Iglesia celebra la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado. El tema elegido para este año es: Hacia un “nosotros” cada vez más grande.

Feliz domingo desde una Roma otoñal y somnolienta. Acompaño la entrada de hoy con algunas fotos de mi casa romana vestida con los colores del otoño. 


sábado, 25 de septiembre de 2021

La práctica del examen

El otoño se nos ha echado encima. Ha llegado el tiempo de la interioridad. Tras una semana intensa, ocupada por el segundo módulo de un curso sobre liderazgo en la Universidad Gregoriana, regreso al Rincón. No olvido que ayer tuvo lugar el estreno de la película Claret en más de 40 cines de toda España. Apenas he recibido ecos. Un amigo mío la calificó de “peliculón”. Me dijo que había llorado en varias escenas. Es probable que a lo largo del día de hoy reciba otros mensajes y llamadas. 

Más allá de las valoraciones técnicas y artísticas del film, lo que de verdad importa es que más gente conozca a san Antonio María Claret, alguien de carne y hueso que fue testigo de Jesús en tiempos muy convulsos. De esta manera podremos comprender mejor que no es necesario que las cosas nos vayan siempre bien para ser cristianos. La persecución es un ingrediente evangélico que nunca falta en la vida de quienes se toman en serio el seguimiento de Jesús.  

Escribo esto porque cada vez me parece más evidente que ser cristiano no va a ser nada fácil en los próximos años. En algunos contextos culturales se acentuará la indiferencia religiosa; en otros, aumentarán las luchas intestinas entre creyentes. Las normales polaridades de la vida eclesial (estabilidad-cambio, tradición-reforma, autoridad-participación) se convertirán en problemas enconados que amenazarán la unidad del cuerpo. ¿Cómo orientarnos en este clima de confusión sin perder la paz?

Durante la semana pasada, al hilo de algunas reflexiones hechas en el taller sobre liderazgo, he comprendido mejor que la vieja práctica ignaciana del “examen” es muy indicada para estos tiempos tan cambiantes. No sé qué resonancia tiene en cada uno de nosotros la palabra “examen”. Es probable que en los más jóvenes evoque prácticas académicas más o menos odiosas. En los mayores, el término puede estar asociado al famoso “examen de conciencia” que hay que hacer antes de celebrar el sacramento de la Reconciliación. Las palabras están siempre cargadas de resonancias mentales y afectivas; por eso, cuando se las usa de una manera nueva, es necesario aclararlas.

Por “examen” entendemos un ejercicio de autoconciencia que nos ayuda a descubrir el paso de Dios por los entresijos de nuestra vida cotidiana. No siempre es fácil disponer todos los días de un tiempo fijo de oración. Tampoco resulta fácil encontrar momentos para la lectura espiritual u otras prácticas recomendadas por los maestros de espiritualidad. La vida moderna es demasiado compleja como para asegurar prácticas regulares. Uno puede pensar entonces que no vive espiritualmente. Y, sin embargo, Dios sale a nuestro encuentro en cualquier experiencia humana, no necesariamente ni solo en las que consideramos “espirituales”. Aprender a escrutar sus huellas es lo propio del examen. Para ello no es necesario mucho tiempo. Basta asegurar un mínimo de tranquilidad que permita la introspección.

El examen no es un monólogo en el que uno habla solo consigo mismo, ni tampoco un ejercicio de perfeccionismo moral en el que hacemos un balance ajustado de cualidades y defectos para después ponernos la nota que consideramos más justa. Es, ante todo, un diálogo con Dios en el que ganamos conciencia de lo que somos y libertad para conocernos mejor y amar más. Los cinco pasos clásicos siguen siendo válidos hoy: 1) Gratias age (da gracias); 2) Pete lumen (pide luz); 3) Examina (revisa); 4) Dole (arrepiéntete); 5) Propone (toma opciones). 

Se trata, en primer lugar, de abrir el corazón y dar gracias a Dios por todo lo que vivimos (desde el don de la vida hasta el gesto más insignificante de amor que hayamos recibido). Luego le pedimos luz para ver con claridad (sin los engaños y autojustificaciones que suelen paralizarnos) por dónde nos conducimos en la vida, qué caminos estamos tomando, con qué personas nos relacionamos, qué obras hacemos. De manera breve, pedimos perdón cuando sentimos que nos hemos apartado de la luz. Terminamos ajustando nuestro rumbo de acuerdo con la brújula de Dios. 

Cuando esta sencilla práctica se convierte en hábito, nos permite ser hombres y mujeres espirituales (es decir, que se dejan conducir por el Espíritu) sin necesidad de seguir siempre un mismo camino. La hondura y la flexibilidad son dos rasgos esenciales del examen. Creo que viviríamos menos ciegos y confundidos si incorporásemos esta práctica a nuestros hábitos diarios. Nos permitiría discernir mejor cuál es la voluntad de Dios en las muchas encrucijadas que nos toca atravesar. Y nos libraría de echar siempre la culpa a los demás de nuestros errores o de considerar que solo es posible seguir a Jesús en ciertas burbujas protegidas. El examen es una práctica que nos ayuda a vivir la fe en campo abierto, sin dejarnos llevar por modas o prejuicios y sin miedo a las opiniones ajenas.

miércoles, 22 de septiembre de 2021

Llega la película sobre Claret


Por fin, después de un retraso de un año debido a la pandemia, se estrena en muchos cines de España la película sobre Claret. Será el próximo viernes 24 de septiembre. Se podrá ver en los siguientes

Os animo a verla y a difundir esta noticia entre vuestros conocidos. Creo que merece la pena conocer con más detalle al fundador de los Misioneros Claretianos



lunes, 20 de septiembre de 2021

Andar en vida nueva

Ayer celebré el sacramento de la Reconciliación.  Como penitencia, el sacerdote me pidió que leyera y meditara el capítulo 3 de la carta a los Colosenses. Me pareció un regalo del Señor. Hay veces en que los textos de la Escritura nos hablan directamente al corazón. Los 25 versículos de este capítulo me parecieron una carta de Dios dirigida a mí. Quiero destacar algunos. Para empezar, el versículo 2: “Aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra”. Se ha insistido tanto en los últimos años en que la fe cristiana es una fe encarnada, que cualquier referencia a “los bienes de arriba” suena casi a escapatoria espiritualista. Pero “los bienes de arriba” no son otra cosa que los bienes de Dios. Y Dios ha querido hacerse carne en este mundo de abajo. Por eso, leo la invitación como una llamada a buscar “lo de Dios” en la trama de la vida cotidiana, a no dejarme seducir por otras voces que parecen más atractivas y poderosas, pero que no son portadoras de vida. 

Hoy estamos expuestos a mensajes tan contradictorios que fácilmente podemos perdernos o quedarnos bloqueados. Unos nos dicen que sin Iglesia no podemos seguir a Jesús. Otros afirman que la Iglesia es el gran obstáculo para un encuentro con el Maestro. Para algunos los dos mil años de cristianismo son la historia de una traición; para otros, una filigrana del Espíritu Santo en el tejido de la fragilidad humana. Lo que para algunos constituye un motivo de escándalo, para otros es un acicate para creer con más hondura. ¿Cómo buscar “los bienes de arriba” (es decir, las cosas de Dios) en un ambiente tan contradictorio?


Hay tres versículos que me resultan muy luminosos: “Sobrellevaos mutuamente y perdonaos cuando alguno tenga quejas contra otro. El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo. Y por encima de todo esto, el amor, que es el vínculo de la unidad perfecta. Que la paz de Cristo reine en vuestro corazón: a ella habéis sido convocados en un solo cuerpo. Sed también agradecidos” (13-15). La experiencia de sabernos perdonados nos prepara para perdonar a los demás. Es imposible que nos reconciliemos entre nosotros si no hemos experimentado en carne propia el poder sanador del perdón. 

La vida social (e incluso la eclesial) está llena de incomprensiones, rencillas y enfrentamientos. A menudo se invoca el diálogo como el talismán para resolver todo. Pero no es suficiente. Cuando uno no está reconciliado consigo mismo es imposible que se reconcilie con los demás. El olvido del sacramento de la Reconciliación nos está colocando ante un abismo. Vamos por la vida acumulando en nuestro corazón mucha amargura, tristeza y odio. Solo Dios puede sanar ese fondo oscuro. Sin su intervención, corremos el riesgo de emponzoñar a los demás con nuestro propio pecado. El sacramento rompe la cadena del odio con la fuerza del perdón, de manera que nos transforma de pecadores en artesanos de reconciliación. ¿No es hermosa esta vocación cristiana?

Pablo habla también del amor como “vínculo de la unidad perfecta”, de la paz “a la que hemos sido convocados en un solo cuerpo” y de la gratitud. Son los frutos maduros de un corazón reconciliado en el que Dios ocupa el centro. Necesitamos personas que multipliquen estos dones. Sin amor, paz y gratitud, la vida humana es insostenible. Creo que todos lo intuimos porque lo hemos experimentado en los momentos más luminosos de nuestra vida. Lo que ocurre es que las preocupaciones de la vida cotidiana nos atrapan y a menudo nos desvían del camino. Aspiramos a los bienes de la tierra, que es como decir que nos dejamos llevar por la codicia, la envidia y su cohorte de malas inclinaciones. De esta forma, perdemos libertad y alegría, nos volvemos perezosos y, en vez de buscar el bien de los demás, nos obsesionamos con nuestro propio bienestar. 

Cada vez que celebramos el sacramento de la Reconciliación hacemos un alto en el camino, caemos en la cuenta de cómo estamos viviendo y dejamos que Dios corrija el rumbo de nuestra vida. Nos ponemos de nuevo en marcha con el corazón agradecido y con nuevas ganas de vivir nuestra vocación de “criaturas nuevas”. Perder o devaluar el sacramento de la Reconciliación significa abandonarnos a una vida que corre el riesgo de curvarse sobre sí misma y verse privada de la fuerza renovadora del perdón.

domingo, 19 de septiembre de 2021

La incomodidad de ser cristiano

Ayer volví a Asís para despedirme del poverello. Hacía un día soleado y cálido, como si el verano se resistiese a morir, aunque ya eran evidentes los síntomas del otoño en las hojas amarillentas de algunos árboles. Había más gente de lo que hubiera imaginado. Tanto las calles, como las iglesias y las terrazas de los bares estaban muy concurridas. En la basílica superior de san Francisco estaban montando el estrado que se usará para las celebraciones del próximo 4 de octubre. Contemplando los frescos de Giotto y las bóvedas góticas, recordé que hace casi 24 años, el 26 de septiembre de 1997, se produjo un fuerte terremoto que produjo algunas víctimas y dañó gravemente este patrimonio de la humanidad. 

Nuestra vida está siempre expuesta a lo imprevisible. Algo parecido le sucedió a Jesús, aunque él quiso advertir con tiempo a sus discípulos. Nos lo recuerda el Evangelio de este XXV Domingo del Tiempo Ordinario. Por tres veces, con matices algo distintos, Jesús les anuncia lo que le va a suceder. El Evangelio de hoy propone el segundo anuncio: “El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y, después de muerto, a los tres días resucitará”. Estas palabras resultaban tan absurdas, que los discípulos “no entendían aquello, y les daba miedo preguntarle”.

Si nosotros creemos entenderlas a la primera, porque conocemos con detalle el desenlace de la historia de Jesús, es muy probable que no hayamos captado su hondura. Dios mismo entrega (como si fuera una hostia inmaculada) a su hijo a la humanidad. Lo está entregando continuamente. Nosotros lo matamos. La “muerte de Dios”, tan cacareada en nuestro tiempo, no es más que el reflejo cultural de lo que sucede en cada uno de nosotros cuando preferimos vivir “como si Dios no existiera” (etsi deus non daretur). También hoy, como en los tiempos en los que se escribió el libro de la Sabiduría (del que leemos un pequeño fragmento en la primera lectura de hoy), hacemos nuestro el principio “comamos y bebamos que mañana moriremos”. 

La vida nos resulta tan enigmática que preferimos apurar las pocas gotas de placer que nos ofrece antes que abandonarnos a una esperanza incierta. Aunque hayan pasado muchos años desde que empezamos a creer en Dios y en Jesús, es muy probable que nuestro corazón siga siendo tan “mundano” como el de quienes no creen. La prueba de fuego es nuestra actitud ante la vida: ¿Buscamos medrar o servir? ¿Aspiramos a los primeros puestos o nos situamos conscientemente en los últimos? ¿Acogemos a los “niños” (es decir, a los que cuentan poco) o nos arrimamos siempre al sol que más calienta?

Me sorprendo de lo difícil que es asumir la novedad del Evangelio para quienes tienen muy bien armado el puzle de su vida personal y de lo connatural que resulta para quienes pertenecen a la categoría de los últimos. Si ha habido algún ser humano que ha aprendido bien esta lección (incluso mejor que los discípulos de primera hora) ese ha sido Francisco de Asís. Lo pensaba ayer mientras recorría a pie las calles de su encantadora ciudad. Él supo despojarse de todo (hasta el punto de desnudarse ante su obispo) para emprender una vida de pobreza y libertad, de configuración extrema con el Cristo pobre y sufriente. Pocos cristianos llegan a este grado de profundidad. La mayoría nos conformamos con intuir que el camino va por ahí, mientras buscamos todo tipo de justificaciones para continuar con el estilo de vida que llevamos. 

Cuando la vida de los cristianos no resulta “incómoda” para quienes viven con nosotros, quiere decir que hemos asimilado de tal manera el espíritu del mundo que ya no estamos en condiciones de ofrecer una alternativa. Esto es patente en nuestra vieja Europa. ¿Cómo se sacude uno la modorra del conformismo? Jesús nos muestra el mismo camino que él recorrió: poniéndose a la cola del servicio, entregando nuestra vida para que otros vivan con más dignidad. El servicio nos cura de una fe acomodaticia y nos introduce en la lógica de Jesús. Al final se cumplen sus palabras: “El que quiera ganar su vida la perderá, pero el que pierda su vida por mí la conservará” (Mt 16,25). Feliz domingo. 



viernes, 17 de septiembre de 2021

A vueltas con la soledad

He escrito varias veces en este Rincón acerca de la soledad. Me he atrevido a decir que nunca hemos sufrido tanta soledad como ahora. La he calificado en dos ocasiones de epidemia del siglo XXI y hasta he invitado a los lectores a bailar con ella. Vuelvo de nuevo a la carga tras la lectura de un interesante artículo sobre la soledad no deseada. ¿Será verdad que estamos más solos que nunca en esta sociedad de la información? ¿Nos referimos principalmente a los ancianos que viven solos en sus casas o estamos también hablando de niños, adolescentes, jóvenes y adultos? En contra de lo que pudiera parecer a primera vista, cada vez nos relacionamos menos. Y, lo que es peor, nuestras relaciones son de baja calidad. ¿Cuándo fue la última vez que tuvimos una conversación profunda y tranquila con alguien? No es fácil encontrar el lugar y el tiempo oportunos. A menudo todos vamos con mucha prisa. Es muy probable que estemos deseando hablar con un amigo, compartir lo que nos pasa, pero preferimos seguir adelante como si fuéramos autosuficientes. Creo que en este punto los varones tendemos a engañarnos con más frecuencia que las mujeres. A pesar del miedo a la soledad que todos tenemos, fingimos una robustez emocional que acaba haciéndonos daño.

Cada vez me convenzo más del poder terapéutico de las conversaciones. Lo he experimentado en mí mismo y también en las relaciones comunitarias y de acompañamiento espiritual. Jesús mismo practica a menudo el arte de las “conversaciones generativas”. Quizá uno de los pasajes más conocidos sea el de los discípulos de Emaús (cf. Lc 24,13-35). Lucas dice que “iban hablando de todos estos sucesos” (v. 14). Cuando el Resucitado los ve caminando entristecidos, les hace una pregunta directa: “¿Qué conversación es la que lleváis por el camino?” (v. 17). A partir de esa pregunta, ellos comienzan a narrar su experiencia de lo que han vivido en Jerusalén durante los últimos días. La presencia de Jesús va disipando su soledad y su tristeza hasta el punto de que sus corazones se encienden y sus ojos se iluminan. En toda auténtica conversación entre dos o más personas hay siempre un “amigo invisible”, un “tercero misterioso”. Cada vez que desvelamos nuestra intimidad y nos abrimos al misterio de los otros percibimos la huella de lo divino en el tejido de nuestra humanidad. ¿No hemos experimentado más de una vez esta experiencia sobrecogedora? 

Las “conversaciones generativas” son un territorio en el que comprendemos un poco mejor que todos hemos sido hechos a imagen de Dios y que, por tanto, cuanto más abrimos nuestro corazón, con más claridad se descubre nuestra identidad profunda. Sin conversaciones a tumba abierta, cada vez nos costará más creer en Dios. Veo una extraña correlación entre la soledad que hoy padecemos como epidemia mundial y las dificultades para creer. Cerrados en la cárcel de nuestra individualidad, nos volvemos insensibles a la realidad de un Dios que es relación, amor, entrega.

Cuando algunos me preguntan a qué voy a dedicarme en los próximos meses, respondo con un poco de ironía que me voy a dedicar a “conversar”; es decir, a escuchar a quien se cruce por mi camino y desee compartir lo que está viviendo. Conversar sin prisas se ha convertido en un artículo de lujo cuando debería ser un artículo de primera necesidad. Naturalmente, la falta de tiempo que solemos aducir es la excusa que esconde razones más profundas. Nos negamos a conversar porque tememos ser juzgados y no aceptados como somos, porque no queremos sentirnos vulnerables, porque pretendemos mantener nuestra imagen impoluta o porque no queremos hacernos cargo del sufrimiento de los demás. Toda conversación implica un ejercicio de responsabilidad y genera compromisos. Cuando alguien comparte su intimidad no podemos permanecer indiferentes, como si eso no tuviera que ver nada con nosotros. Por eso, conversar a fondo nos va madurando, saca lo mejor de nuestra bodega personal y nos ayuda a conocer mejor nuestras inconsistencias. 

Si es verdad que la soledad dañina es la epidemia del siglo XXI, no es menos verdad que los seres humanos tenemos una vacuna multisecular: el arte de la conversación. Admiro a esos ancianos de nuestros pueblos que son capaces de pasarse toda una tarde conversando en torno a una mesa camilla o contemplando el fuego. Entre anécdotas y chascarrillos tejen una red afectiva que los previene contra el aislamiento y la depresión. Formas parecidas tendríamos que poner de moda antes de que el exceso de información de nuestras sociedades digitales acabe encerrándonos en la mazmorra de una soledad insuperable. 


jueves, 16 de septiembre de 2021

La mudanza

Tengo ante mí un disco externo de 8 terabytes y unas cuantas cajas amarillas de DHL. En el primero estoy copiando los muchos archivos de texto, sonido, imágenes y vídeos acumulados en los últimos 18 años. En las segundas empaqueto algunos libros de mi biblioteca, ropa y objetos varios. Toda mudanza es una oportunidad única para desprenderse de muchas cosas inútiles. Un amigo mío me ha dado un consejo: “Si algo no lo has usado en los últimos cinco años es que no lo necesitas”. Creo que lleva razón. Hay libros en mi biblioteca que duermen el sueño de los justos. No los he hojeado en todo este tiempo. Puedo prescindir de ellos sin remordimiento. Y no digamos de la ropa y otros muchos objetos que uno va acumulando. Algunos son recuerdos de viajes; otros, regalos recibidos en distintos lugares. 

No soy de las personas que acumulan cosas “por si acaso”. Prefiero moverme ligero de equipaje, aunque me temo que esta vez la ligereza va a ser una metáfora más que una realidad. De todos modos, ante la perspectiva de una mudanza, no hay más remedio que discernir y tomar decisiones. Algunas cosas valiosas las puedo compartir con mis compañeros de comunidad; otras, es mejor tirarlas a la basura porque ya han cumplido su ciclo.

Me sorprendo de la cantidad de material escrito que he ido acumulando a lo largo de dieciocho años: informes, estudios, cartas, diarios, agendas, artículos, notas varias… Cada documento tuvo sentido en su momento. La mayoría de ellos son carne de hoguera. Quienes sienten pasión por la historia valoran cosas minúsculas que a mí me parecen insignificantes. Más allá de las diversas sensibilidades, hacer el equipaje tiene un alto valor simbólico. Pone a prueba nuestros apegos y desapegos, nos confronta con la verdad del viaje definitivo, cuando tendremos que dejar todo lo material a este lado de la frontera y viajaremos solo con el amor que hayamos vivido. Solo el amor es imprescindible. Todo lo demás es efímero. 

Para no dejarme dominar por sentimientos excesivos de finitud, procuro introducir alguna nota de humor. De vez en cuando rescato algún pequeño objeto que me recuerda experiencias entrañables. Cada uno tenemos nuestro pequeño museo personal en el que guardamos aquello que nos recuerda de dónde venimos y quiénes somos. Son como pequeños “sacramentos de la vida cotidiana” que mantienen viva la memoria. Yo, por ejemplo, conservo un viejo reloj que me regalaron mis abuelos hace muchos años. Ya no funciona, pero me gusta verlo de vez en cuando.

En este contexto de mudanza, me vienen a la memoria las palabras de Pablo en su carta a los Filipenses: “Hermanos, yo no pienso haber conseguido el premio. Solo busco una cosa: olvidándome de lo que queda atrás y lanzándome hacia lo que está por delante, corro hacia la meta, hacia el premio, al cual me llama Dios desde arriba en Cristo Jesús” (3,13-14). Miramos atrás para coger carrerilla, pero, en realidad, los ojos se dirigen siempre a lo que está por delante, a la meta definitiva. Necesitamos memoria, pero también esperanza. Somos lo que hemos sido, pero también lo que seremos. Recuerdos y sueños se anudan en un único proyecto de vida. 

Mientras me hago estas reflexiones, compruebo que ya he conseguido copiar el 57% de los archivos que tenía almacenados en el servidor de la curia. Se requiere tiempo. Espero que la operación termine dentro de un par de horas como máximo. Luego podré borrar muchas cosas innecesarias. El futuro pasa también por algunas operaciones de borrado y reseteo. No es necesario cargar con todo. El demasiado lastre (físico y emocional) nos impide volar con agilidad. En fin, que no nos viene mal de vez en cuando hacer mudanza física. A menudo es una oportunidad para una profunda mudanza espiritual

miércoles, 15 de septiembre de 2021

No más de diez minutos

Al papa Francisco no le gustan las homilías largas. Y mucho menos las que se pierden en elucubraciones o naufragan en moralismos sin sustancia. Ya lo dijo claramente en varios números de la exhortación Evangelii gaudium en 2013. Lo ha repetido en muchas otras ocasiones. La última, hace un par de días dirigiéndose a los religiosos y sacerdotes en la Catedral de San Martín en el centro de Bratislava. Saliéndose del texto de su discurso, improvisó estas palabras: “La gente después de ocho minutos pierde la atención. Hay que pensar en los fieles que nos escuchan... porque hay algunas homilías de hasta 40 minutos, que le hablan a la gente de temas que no entiende”. No sé cómo les sentaría a los sacerdotes eslovacos el tirón de orejas papal, pero es bueno que el Papa nos recuerde a menudo el verdadero sentido de la homilía dentro de la celebración eucarística. 

La duración, aun siendo importante, es un asunto menor. Lo que cuenta es el contenido y la forma. Nunca he contado el número de homilías que he pronunciado a lo largo de mis casi 40 años de vida sacerdotal, pero, desde luego, varios miles. Siempre he procurado tener un ojo en la Palabra y otro en la comunidad, en la gente que participaba en la celebración.

Por desgracia, muchas personas juzgan la calidad de una misa por la opinión que les merece la homilía. En realidad, esta pieza es solo una pequeña parte y no la más importante de un conjunto ritual que contiene, en perfecta armonía, elementos muy diversos. Quizá se acentúa tanto porque es el momento en el que el que preside vuelca más su subjetividad. Al fin y al cabo, no se limita (salvo contadas excepciones) a leer un texto preparado por otros, sino que realiza un esfuerzo creativo. Una buena homilía es como un puente: conecta dos territorios. Exige, pues, adentrarse en el territorio de la Palabra de Dios y también en el territorio de las personas. Ninguna de las dos exploraciones es fácil. Para ambas existen instrumentos que pueden ayudar, pero, al final, todo tiene que ser digerido y personalizado por quien pronuncia la homilía. 

El riesgo de proyectar en los demás las propias experiencias salta a la vista. Recuerdo que en un librito de Henri Nouwen leí una vez el caso de un cura recién ordenado que, en una eucaristía matutina de un día laborable, dijo algo parecido a esto: “Hoy, que andamos todo el día esclavos de una agenda repleta de compromisos, necesitamos relajarnos para poder escuchar con atención la palabra de Dios”. El auditorio estaba compuesto por una docena de ancianas sin ninguna agenda y a las que les sobraba todo el tiempo del mundo. Resultaba evidente y hasta cómico el abismo entre las palabras del curita joven (que eran reflejo de su propia experiencia) y la situación del auditorio.

Uno de los 38 compromisos de nuestro Capítulo General ha sido cuidar mucho más la preparación y realización de las homilías diarias y dominicales en línea con lo que nos pide el papa Francisco. Cinco minutos pueden ser suficientes para compartir un mensaje que ilumine la mente, toque el corazón y mueva la voluntad. Para ello no es necesario repetir el Evangelio del día añadiendo glosas sin cuento. Hace falta precisar lo que se quiere decir, escoger las palabras e imágenes adecuadas y transmitirlo con humildad y convicción

No es necesario ser demasiado didácticos ni explicar todo con pelos y señales, como si el auditorio estuviera compuesto por gente ignorante. Siempre tengo presente el verso de Casaldáliga: “No te expliques demasiado, no te deshojes”. Basta sugerir lo esencial y dejar tiempo para que cada persona lo haga suyo a su manera porque no hay dos situaciones iguales. Jesús era un maestro en el arte de la comunicación. Los sacerdotes necesitamos mejorar mucho nuestra manera de comunicar. Quienes escucháis (o aguantáis) nuestras homilías podéis ayudarnos a corregir errores y encontrar nuevos modos de practicar el arte de la homilía. Gracias de antemano. 

martes, 14 de septiembre de 2021

The best is yet to come

Ha pasado un mes desde que escribí la última entrada. En estas semanas han sucedido muchas cosas. Los Misioneros Claretianos hemos celebrado nuestro XXVI Capítulo General en el centro Ad Gentes de Nemi, a poco más de 30 kilómetros de Roma, en la zona de los Castelli Romani, al sureste de la capital. Entre otras cosas, hemos elegido un nuevo gobierno general para los próximos seis años. Después de dieciocho años, yo he terminado mi servicio. Empieza una nueva etapa aún no definida. El tipo de ministerio cambia, pero la misión sigue siendo la misma. Estuve dudando si reabrir el Rincón de Gundisalvus o cerrarlo definitivamente. Al final, me he decidido a completar las 190 entradas que faltan para llegar a las 2.000, lo que puede suceder en torno a la Semana Santa del año 2022. Después, Dios dirá. Creo que, tras un ciclo de seis años, llegará el tiempo de empezar algo nuevo. Lo mejor está siempre por llegar. 

Mientras los casi 80 capitulares estábamos reunidos en un lugar tranquilo y fresco, asomado al lago de Nemi, el mundo ha seguido su ritmo implacable. Las últimas semanas de agosto estuvieron dominadas por la información sobre Afganistán. Luego, tras las vacaciones estivales, han vuelto los asuntos políticos y económicos. La pandemia sigue condicionando todo, por más que hayamos avanzado mucho en las campañas de vacunación. Yo he disfrutado con la experiencia de fraternidad vivida.

La audiencia con el papa Francisco el pasado día 9 fue un momento significativo. En su discurso nos habló con claridad: “Si quieren que su misión sea verdaderamente fecunda no pueden separar la misión de la contemplación y de una vida de intimidad con el Señor. Si quieren ser testigos no pueden dejar de ser adoradores”. No faltó su pizca de sal: “Sepan reírse en comunidad, sepan hacer chistes, y reírse de los chistes que cuenta el otro, no pierdan el sentido del humor; el sentido del humor es una gracia de la alegría y la alegría es una dimensión de la santidad”. Al final, los participantes pudimos estrecharle la mano sin necesidad de higienizarla con gel hidroalcohólico. La tarde anterior todos nos habíamos hecho un test de antígenos con resultado negativo. Los servicios de protocolo nos dijeron que no era necesario hacer ninguna reverencia. Bastaba un apretón de manos. 

Encontré al papa Francisco un poco cansado tras sus entrevistas con el presidente de Chile y el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. En el impresionante marco de la sala Clementina del Palacio Apostólico traté de unir el pasado multisecular de la Iglesia con el futuro que el Papa nos diseñaba: “No sean pasivos ante los dramas que viven muchos de nuestros contemporáneos, más bien juéguense el tipo en la lucha por la dignidad humana, juéguense por el respeto por los derechos fundamentales de la persona. ¿Cómo lograr esto? Déjense tocar por la Palabra de Dios y los signos de los tiempos”. Más claro, agua. 

La vida misionera es por naturaleza itinerante. Durante dieciocho años he recorrido todo el mundo en servicios de animación. Ahora empiezo otra forma de itinerancia. Lo más probable es que deje Roma y empiece una nueva aventura. No me supone un esfuerzo especial porque los misioneros no echamos raíces en ningún lugar, no hacemos voto de estabilidad como los benedictinos, por ejemplo. Nuestra verdadera raíz es Cristo. Y Cristo está en todas partes. Antes de que nosotros lleguemos a un lugar, su Espíritu se nos ha adelantado. El lema del Capítulo General Arraigados en Cristo, audaces en la misión expresa con claridad esta dinámica. Si estamos arraigados en él, podemos movernos hacia cualquier periferia sin temor. Arraigo y audacia son dos rasgos de la vocación misionera en el contexto de una sociedad cambiante y del riesgo de la comodidad. Espero haber hecho mío el mensaje del Capítulo. 

No están los tiempos para perderse en detalles secundarios. Necesitamos ir a lo esencial. Así nos lo recordó el Papa en sus palabras finales: “Espero, queridos hermanos, que este Capítulo que están por concluir los ayude a centrarse en lo esencial: Jesús, a poner su seguridad en Él y sólo en Él que es todo el bien, que es el sumo bien, la verdadera seguridad. Creo que esto podría ser uno de los mejores frutos de esta pandemia que ha puesto en tela de juicio tantas de nuestras falsas seguridades. Espero, también, que el Capítulo los haya llevado a concentrarse en los elementos esenciales que definen la vida consagrada hoy: la consagración, que valorice la relación con Dios; la vida fraterna en comunidad, que dé prioridad a la relación auténtica con los hermanos; y la misión, que los lleve a salir, a descentrarnos para ir al encuentro con los demás, particularmente de los pobres, para llevarles a Jesús”.

No me olvido de que hoy, 14 de septiembre, celebramos la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. Con este signo empezamos nuestra vida cristiana y con él nos despediremos de este mundo. La cruz concita un juego de miradas. Jesús nos mira desde arriba con amor; nosotros lo miramos a él desde abajo con fe. Con amor y fe podemos recorrer seguros el camino de la vida.