sábado, 30 de noviembre de 2019

Más allá de las etiquetas

Me ha encantado el valiente discurso pronunciado por el escritor Javier Cercas – ateo declarado – tras recibir anteayer el Premio Francisco Cerecedo. Igual que me ha gustado el artículo que la siempre polémica Pilar Rahola ha publicado sobre el belén de la alcaldesa de Barcelona. Es claro que no concuerdo con Javier Cercas en su ateísmo ni con Pilar Rahola en su independentismo. Sin embargo, aplaudo las opiniones que me parecen sensatas y que ayudan al diálogo social. Si algo impide hoy la convivencia en las sociedades plurales es etiquetar a las personas, juzgar las ideas desde las emociones o no ser capaces de examinar con imparcialidad los asuntos. Estamos cargados de etiquetas. Dividimos a las personas según su etnia, su ideología política, su orientación sexual, su nivel económico, su aspecto físico… y hasta sus creencias religiosas. Hacemos de las diferencias muros infranqueables. Por eso, crecen en nuestro suelo hierbas malas como el racismo, la xenofobia, la homofobia, la cristianofobia y otras muchas. ¿Cómo vamos a sentarnos a la misma mesa si, de entrada, nos excluimos?

Si algo puede aportar la fe cristiana al diálogo social es la superación de las fronteras que nos separan. Para quienes creemos en Jesús, “no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay hombre ni mujer; porque todos sois uno en Cristo Jesús” (Gal 3,28). A veces, sin embargo, los que aceptamos esta palabra revelada podemos ser los mismos que discriminamos a las personas que no piensan como nosotros, pertenecen a otra etnia o hablan una lengua diferente. Con frecuencia, las personas con un nivel de instrucción más elevado son las que más etiquetan. Siempre encuentran razones para justificar sus juicios (y sus prejuicios). Les parece que “su” verdad está por encima de la aceptación incondicional del otro en cuanto ser humano. Son prisioneros de sus ideas claras y distintas. No entienden que la verdad nos hace libres, nunca esclavos. No hay peor defensa de la verdad que una actitud empecinada que desprecia a los diferentes. Si Jesús fue capaz de hablar con fariseos, soldados, prostitutas, recaudadores, leprosos, etc., ¿quiénes somos nosotros para excluir a nadie?

Los cristianos tendríamos que entonar un enorme “mea culpa” porque en el pasado (y todavía en el presente) no hemos sabido sacar las consecuencias del estilo de vida de Jesús y nos hemos arrogado muchas veces la capacidad de juzgar a los demás desde nuestra falsa concepción de “poseer” la verdad. Es cierto que creemos que Jesús es la verdad, pero no para poseerlo como patrimonio exclusivo, sino para que él nos posea y nos haga libres y fraternos. A mayor experiencia de verdad liberadora, mayor flexibilidad y compasión, mayor capacidad de diálogo y empatía. En momentos tan crispados como los que hoy vivimos en la vida social, se necesitan cristianos con esta capacidad de ir más allá de las etiquetas, mirar a los ojos de las personas y reconocer en todas (más allá de sus rasgos singulares) hijos e hijas de Dios. No es fácil, pero Jesús nunca nos dijo que seguirle sería una empresa facilona.

viernes, 29 de noviembre de 2019

El GPS de la Palabra

Ayer por la tarde viví una experiencia curiosa. Había sido invitado a animar la Eucaristía vespertina que iban a celebrar unos 140 Superiores Generales de institutos religiosos reunidos para la 93ª Asamblea de la Unión de Superiores Generales (USG). Le pedí a un colega nigeriano de nuestro gobierno general que me acompañara. No sabíamos dónde estaba el centro en el que se reunían los miembros de la USG. Como hacen los taxistas y millones de personas en todo el mundo, usamos una aplicación de nuestro teléfono móvil para orientarnos. Fijamos nuestra dirección y la del lugar al que nos dirigíamos y la aplicación nos fue señalando con pelos y señales todas las maniobras que teníamos que hacer. Llegamos en menos de veinte minutos, después de sortear el caótico tráfico romano y de cambiar varias veces de rumbo. El móvil parecía una persona: “After three hundred meters, please turn rigth”. Acabamos tan contentos, que hasta se nos ocurrió darle las gracias a Mr. Google. La Eucaristía, presidida por monseñor Rodríguez Carballo, Secretario de la CIVCSVA, discurrió bien. En su homilía, después de referirse a las crisis que amenazan hoy la vida religiosa, puso el acento en las últimas palabras del Evangelio: “Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza: se acerca vuestra liberación”.

Me parece que la vida es un ejercicio de conducción en el que nos vemos obligados a tomar muchas decisiones. A veces, tenemos la sensación de que todo es una línea recta sobre un terreno plano, pero pronto aparecen curvas, badenes y hasta baches. Tenemos que ajustar la conducción a las características del camino. Junto a nosotros circulan otras personas: algunas a más velocidad; otras, a menos. Unos nos adelantan, otros nos entorpecen la marcha y algunos van siempre más rezagados. Si queremos avanzar tenemos que calcular el combustible de que disponemos y prever dónde podremos repostar en caso de necesidad. Quizá uno de los mayores problemas se presenta cuando en una encrucijada sin señalización tenemos que escoger la dirección justa. Equivocarse significa regresar el punto de partida y escoger una nueva vía. Los mapas ayudan, pero no siempre están actualizados. Hoy contamos con la ayuda de la tecnología. El GPS (Sistema de Posicionamiento Global) nos permite orientarnos con bastante precisión. Las aplicaciones que lo utilizan cada vez son más fiables. Esto nos libera de mapas impresos y otros procedimientos anticuados. Es verdad que algunos, siguiendo alguna de estas aplicaciones, han terminado cayendo en un embalse o en un carretera cortada, pero son anécdotas curiosas que no desacreditan la utilidad del sistema.

Creo que los cristianos encontramos en la Palabra de Dios el mejor GPS para conducirnos con seguridad por los caminos de la vida. No siempre nos dice lo que tenemos que hacer, pero nos proporciona la luz suficiente para que nosotros tomemos nuestras decisiones con libertad, ponderación y audacia. Los hombres y mujeres que se alimentan de la Palabra no van como zombis por la vida, sino como peregrinos. Saben adónde se dirigen y, mirando la meta, van escogiendo los caminos más adecuados. La Palabra de Dios da un sentido claro a sus vidas. Ayer, un miembro japonés de mi comunidad llamado Ken Masuda, compartió su testimonio en la asamblea de la USG. Recordó un dato que, no por sabido, resulta menos escalofriante. La causa de la mitad de las muertes de los jóvenes japoneses que mueren entre los 20 y los 30 es el suicidio. A pesar de vivir en una sociedad altamente tecnificada y rica, muchos no encuentran sentido a sus vidas; prefieren suicidarse antes que arrastrar una existencia anodina. Cada día me siento más agradecido por haber descubierto a Jesús como “la vida”. Cada día se me hacen más significativas sus palabras: “He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10). No hubiera podido encontrar este tesoro de no haber sido por la mediación de la Palabra transmitida por los evangelios. Ya no podría conducirme por los caminos y vericuetos de la vida sin este especial GPS.

jueves, 28 de noviembre de 2019

También hoy somos marginales

Me encuentro con un artículo de mi admirado Rafael Aguirre que me estimula a seguir pensando sobre el modo de ser cristianos hoy en esta vieja Europa. Él cree que podemos encontrar luz y energía si nos acercamos de manera crítica al cristianismo primitivo; es decir, a lo que las diversas iglesias vivieron en los dos primeros siglos. Es evidente que se trataba de cristianos marginales. Por si tendemos a confundir “marginal” con “marginado”, Aguirre ofrece una explicación clarificadora: “Marginal quiere decir que no aceptaban los valores hegemónicos de su sociedad, pero no huían de ella. Vivían en el margen en el sentido de que vivían como ciudadanos normales, pero el punto de referencia de su identidad estaba fuera de la convenciones sociales establecidas, estaba en Jesús crucificado y en el Reino de Dios que anunció. Estaban en el mundo, pero no eran de este mundo. Los seguidores de Jesús se encontraban en una situación marginal en el seno del judaísmo, del que no renegaban en absoluto, pero en el que su situación era sumamente incómoda porque su predicación de un Mesías crucificado resultaba del todo inaceptable. Todos los seguidores de Jesús, tanto los expulsados de la sinagoga como los de procedencia gentil, se encontraban en el Imperio en una situación marginal, muy difícil de sostener, porque no aceptaban el culto imperial ni introducían a Cristo como una deidad más en el acogedor panteón del politeísmo romano. Más aún: proclamar a Jesús crucificado como Señor e Hijo de Dios era un desafío abierto a la ideología religiosa que divinizaba al emperador y legitimaba el orden imperial”.

¿En qué sentido la actitud de las primeras generaciones cristianas puede ayudarnos a afrontar el presente? De nuevo cedo la palabra a Rafael Aguirre: “Pienso que la Iglesia de los países de vieja cristiandad, y ya he señalado que tengo presente especialmente a la europea, se encuentra en una situación cada vez más parecida a la de los orígenes: minoritaria y marginal. Es una situación que hay que asumir sin cerrar los ojos a la descristianización galopante, sin nostalgias, con lucidez y como una oportunidad para revitalizar el cristianismo. La presencia de Dios y de su Espíritu no se identifica en absoluto con la centralidad de la Iglesia. El ocaso social de la Iglesia no significa la ausencia de Dios. Lo que está en juego no es una sedicente cultura cristiana, aunque tampoco se trata de abandonar a la ligera las tradiciones recibidas: el punto clave es la vivencia de una fe en Dios que transforme la vida personal y social, que sea un revulsivo cultural”. La última afirmación expresa bien el desafío que hoy tenemos: vivir un tipo de fe en Dios que transforme la vida personal y social. Mientras sigamos haciendo una iniciación cristiana semejante a la que era común en los tiempos de cristiandad, no avanzaremos mucho en esa dirección. Los padres que apenas creen y se han desvinculado de la Iglesia seguirán bautizando a sus hijos pequeños, tendrán interés en que hagan la primera comunión, etc., pero en realidad no pretenderán ir mucho más allá de unos ritos sociales que todavía tienen alguna aceptación. Poco a poco irán cayendo en saco roto. Seguiremos haciendo de la Iglesia una especie de “red barredera” en la que todo cabe.

El papa Francisco acaba de regresar de su viaje pastoral a Tailandia y Japón. En ambos países los cristianos constituyen una exigua minoría. No son marginados, pero sí son marginales. Quien decide abrazar la fe e incorporarse a la Iglesia lo hace como fruto de un proceso de conversión personal, asumiendo las consecuencias que esta decisión implica. En algunos casos, conlleva romper incluso con la propia familia cuando esta no acepta la nueva fe de uno de sus miembros. Una comunidad cristiana formada por personas que viven con hondura su fe, aunque sea estadísticamente irrelevante, tiene la fuerza de la levadura, puede fermentar la masa del pan. La Iglesia europea tiene que prepararse humildemente para esta etapa histórica. Creo que, de no hacerlo, perderá una nueva oportunidad para renacer con más vigor. No es un problema de números o de obras, sino de autenticidad y credibilidad. El papa Francisco nos está impulsando en esta dirección, pero el peso histórico –el lastre– es tan fuerte que nos está costando mucho aceptar con serenidad y alegría que siendo marginales podemos seguir a Jesús con más libertad.

miércoles, 27 de noviembre de 2019

La oración apostólica

En mi visita a las misiones claretianas de Argentina, Chile, Paraguay, Uruguay, Perú y Bolivia durante los pasados meses de abril-julio, me sorprendió gratamente ver que en muchas de ellas la gente se sabía de memoria y la recitaba con frecuencia la llamada “oración apostólica”. Se trata de una oración muy usada por san Antonio María Claret y que él mismo incluye en su Autobiografía. Con algunas ligeras variantes con respecto al original, suena así: “Señor y Padre mío, / que te conozca y te haga conocer; / que te ame y te haga amar; / que te sirva y te haga servir; / que te alabe y te haga alabar / por todas las criaturas. Amén”. Claret añade más elementos, pero la esencia se reduce al juego de los cuatro verbos aplicados a Dios: conocer, amar, servir y alabar. Con las iniciales de cada uno de ellos se forma la palabra “casa”. Es una forma sencilla de recordar que Claret –al igual que Jesús– soñaba con estar en la casa del Padre para dedicarse a sus asuntos y no a los propios intereses o gustos. Otro elemento que llama la atención es la dimensión apostólica tan clara. No solo le pedimos a Dios que lo conozcamos, amemos, sirvamos y alabemos, sino que nos ayude a hacerlo conocer, amar, servir y alabar.  Se pone el acento en la experiencia personal, pero también en el hecho de compartir con otros esa misma experiencia.

Yo suelo invitar a algunas personas a hacer suya esta oración porque sintetiza en pocas palabras lo esencial de la espiritualidad apostólica. Este Rincón no es el lugar para escribir un tratado sobre esta plegaria, pero quisiera compartir algunos pensamientos que puedan conectar con algo de lo que hoy estamos viviendo. 

En primer lugar, la oración se dirige a Dios a quien se le llama Señor y Padre. Es probable que el primer título suene un poco distante; sin embargo, es un modo de reconocer el señorío de Dios sobre toda realidad. No se trata de un dominio despótico como el que puede ejercer un soberano de la tierra, sino de un ejercicio amoroso de paternidad universal sobre todo y sobre todos. Porque somos conscientes de que Él es nuestro origen y nuestro fin, porque intuimos que sin Él conducimos una vida errática e infeliz, le pedimos, en primer lugar, que nos ayude a conocerlo. En una cultura que encuentra muchos problemas para conocer a Dios, el libro de la Sabiduría nos ofrece una clave que parece escrita para el momento actual: “Lo encuentran los que no exigen pruebas y se revela a los que no desconfían. Los razonamientos retorcidos alejan de Dios” (Sab 1,2-3). 

Tenemos dificultades para conocer a Dios y creer en Él, pero nos sometemos dócil y acríticamente a muchos ídolos modernos, como la ciencia, la economía, la política o el deporte. Pablo, escribiendo a los romanos, nos ayuda a no caer en esta tentación: “Pues lo que se puede conocer de Dios lo tienen a la vista, ya que Dios se les ha manifestado. Desde la creación del mundo, su condición invisible, su poder y divinidad eternos, se hacen asequibles a la razón por las criaturas. Por lo cual no tienen excusa; pues, aunque conocieron a Dios, no le dieron gloria ni gracias, sino que se extraviaron con sus razonamientos, y su mente ignorante quedó a oscuras. Alardeaban de sabios, resultaron necios; cambiaron la gloria del Dios incorruptible por imágenes de hombres corruptibles, de aves, cuadrúpedos y reptiles” (Rm 1,19-23). O de actores, políticos y deportistas.

El conocimiento de Dios es inseparable del amor. No conocemos a Dios como podemos conocer una galaxia muy alejada de nuestro sistema. Él es nuestro Padre; por eso, en la oración le pedimos que nos ayude a amarlo, a depositar toda nuestra confianza en Él porque estamos convencidos de que “Dios es amor” (1 4,8) y de que “Él nos amó primero” (1 Jn 4,19). 

Si hemos sido hechos por Él y para Él, el sentido de nuestra vida es servirlo y alabarlo. Erramos el rumbo cuando nos dedicamos a servirnos a nosotros mismos o a buscar nuestra vanagloria. Y, sin embargo, caemos una y otra vez en esta tentación porque es el aire cultural que respiramos. Lo contrario nos parece de otro tiempo, algo lejano a nuestra manera moderna de entender la vida. Creo que la “oración apostólica” en su sencillez y brevedad es como una linterna que siempre nos ilumina el camino. O, si se quiere, como una diana que nos señala con mucha claridad cuál es el objetivo de nuestra vida como seres humanos. 

Sus famosos cuatro verbos sintetizan las etapas de un camino espiritual para hoy: conocer, amar, servir y alabar a Dios. Son, al mismo tiempo, las dimensiones de toda comunidad cristiana que quiere ser como un icono de la presencia de Dios en nuestro mundo. Toda comunidad se sostiene sobre cuatro pilares: la escucha de la Palabra (conocer), la comunión de vida (amar), el servicio a los necesitados y el anuncio evangelizador (servir) y la oración y la liturgia (alabar).




martes, 26 de noviembre de 2019

Esto se acaba

Estamos en la última semana del año litúrgico. El próximo domingo comenzará ya el Adviento. A la mayor parte de las personas les trae sin cuidado esta secuencia. Quien marca los tiempos en la sociedad moderna no es el reloj litúrgico, sino el impulso de los mercados. No nos habíamos recuperado del ridículo Halloween, cuando ya nos amenazan con el americanísimo Black Friday, como si el resto del año no fuera una fiesta del consumo permanente. Noto que en Italia y en España cada vez se hace más propaganda también del Thanksgiving Day, pero no para suscitar un sentimiento de gratitud a Dios por los dones recibidos, sino para incrementar las ventas con nuevos productos. ¡Temblad, pavos, temblad, os aguarda una masacre generalizada! Total, que, sumergidos en continuas invitaciones al consumo, uno ya no cae en la cuenta de que “esto se acaba”. Es como si todo se hubiera aliado para que no pensemos en el final. El mercado se apresta a rellenar con continuas provocaciones el vacío que experimentamos ante lo desconocido. Aquí no pasa nada, que no pare la fiesta, otra ronda de consumo, por favor. No importa que este estilo de vida sea insostenible. Lo que cuenta es consumir y hacer caja. Lo que venga después no es asunto nuestro. Ya se espabilarán las generaciones futuras. Carpe diem.

Si todavía nos queda un mínimo de sensatez y libertad, haríamos bien en prestar atención a los mensajes que la liturgia nos dirige en estos días postreros del año litúrgico. Nos hablan del final en unos términos que nos resultan incomprensibles. No estamos acostumbrados a esa simbología cósmica. Y, sin embargo, aunque no entendamos el envoltorio, intuimos que un mundo como el que estamos construyendo no da más de sí, que estamos en los estertores. Los jóvenes de hoy, por ejemplo, no miran el futuro con la misma ilusión y esperanza con que lo miraban los jóvenes de hace 50 o 60 años. Entonces estaban convencidos de que todo podía ir a mejor. Ahora se percibe un pesimismo difuso. Todo puede ir a peor. 

No hay nada más frustrante que dibujar un paraíso encantador y, al mismo tiempo, cerrar los accesos a él o poner infinitas restricciones. Muchos jóvenes ven cómo viven Cristiano Ronaldo (CR7), Paris Hilton o Dwayne Johnson. Quisieran un día disfrutar de un estilo de vida como el que ven en las series de televisión y en los videoclips, pero comprueban que con su falta de trabajo o su sueldo recortado no alcanzan ni a comprarse una vivienda digna. Entonces estalla la rabia. Lo vimos hace años en algunos países europeos cuando las protestas de los indignados. Lo estamos viendo ahora en Latinoamérica. Aunque algunos partidos de extrema izquierda prometan a sus bases la posibilidad de “asaltar el cielo” a corto o medio plazo, saben muy bien que es una quimera. Cuando vean que no lo consiguen, la frustración será mayor. Nadie puede prometer el paraíso en esta tierra. Ni siquiera Jesús se atrevió a hacerlo. La sola promesa vacua tendría que hacernos desconfiados y ponernos en guardia. Da igual que se trate de cielos de derecha o de izquierda, humanistas o transhumanistas, científicos o místicos. 

Miradas las cosas con perspectiva, uno cae en la cuenta de que la pérdida de esperanza en la otra vida, la negación del cielo de Dios, nos está sometiendo a una presión inaguantable. Si no podemos esperar nada más allá de la muerte, entonces hay que concentrar todas las expectativas y energías en esta vida terrena. 80 o 90 años no es un tiempo demasiado largo para hacerse rico y vivir bien. Muy pocos lo consiguen. La mayoría está condenada a una vida miserable, llena de sueños frustrados y de resentimiento hacia quienes parecen haberlo alcanzado. 

Lo que la liturgia de estos días nos recuerda es que debemos invertir en bienes imperecederos. Confiados en la promesa de Jesús, sabemos que nuestra vida alcanzará su plenitud más allá de la muerte; por eso, intentamos vivir esta vida terrena con serenidad, sin el ansia de quien quiere lograr todo en poco tiempo, disfrutando de las alegrías que la vida nos depara, valorando cada mínimo detalle de plenitud, compartiendo lo que somos y tenemos con los demás, esforzándonos por trabajar para vivir con dignidad, pero sin la esperanza vana de que aquí vamos a obtener la plena felicidad a la que aspiramos. Nos reímos suavemente del imperativo contemporáneo de ser felices. Nuestra brújula se orienta por las palabras de Jesús: “Buscad ante todo el reino de Dios y su justicia; lo demás se os dará por añadidura” (Mt 6,33).

lunes, 25 de noviembre de 2019

Diáconos con mujer e hijos

El sábado por la tarde participé en la ordenación de siete diáconos: seis casados y uno célibe. La celebración tuvo lugar en la basílica-catedral de san Juan de Letrán. Hacía una tarde lluviosa y soplaba un viento fuerte. Presidió el Cardenal Vicario para la diócesis de Roma Angelo De Donatis. La ceremonia duró un par de horas. No tendría que haberme emocionado porque he participado en muchas ordenaciones diaconales y presbiterales a lo largo de mi vida, pero esta vez sucedió algo distinto. En el momento de la vestición, se acercaron a los seis diáconos casados sus respectivas esposas llevando en brazos la estola diaconal y la dalmática. Ayudadas por un diácono auxiliar, vistieron a sus maridos con los ornamentos litúrgicos de los diáconos. Ese momento, mientras el coro cantaba Tu sarai profeta, hizo que se me humedecieran los ojos. Yo solo conocía a uno de los diáconos (Alessandro), un profesional que debe de tener en torno a 60 años. Lo vi muy emocionado, lo mismo que a su esposa y a su hija. Después de cuatro años de preparación, Alessandro quiere consagrarse al servicio del Señor y de la Iglesia a través del ministerio diaconal. El anuncio de la Palabra y la atención a los más pobres serán sus prioridades principales. Cuando el Cardenal Vicario le entregó el libro de los evangelios, le dirigió estas palabras: “Recibe el Evangelio de Cristo, del cual has sido constituido mensajero; esmérate en creer lo que lees, enseñar lo que crees, y vivir lo que enseñas”.

Yo valoro mucho el don del celibato unido al don del ministerio ordenado. Creo que ambos son una extraordinaria fuente de fecundidad. Pero valoro también el ministerio de aquellos que integran en un solo proyecto existencial su vocación diaconal y matrimonial. El ministerio es único, pero se puede expresar de maneras muy diversas. Cada una de ellas acentúa algún aspecto que ayuda a enriquecer la vida de la Iglesia. Me resultó emotivo el contraste entre los seis diáconos casados que recibían los ornamentos de sus esposas y el del único diácono célibe que lo recibía de su madre anciana. Pensé que una Iglesia que reconoce la pluralidad de carismas es una Iglesia mejor preparada para responder a los muchos desafíos que hoy nos presenta la evangelización. Creo que los diáconos casados pueden hacerse cargo de la compleja situación por la que hoy atraviesan muchos matrimonios, de los cambios que están experimentando las familias, de la belleza y de la dificultad que implica hoy vivir un proyecto de vida matrimonial y familiar. Creo que, aunque ha tenido una implantación muy desigual en las distintas iglesias, mereció la pena la restauración del diaconado permanente (y no solo como un paso hacia el presbiterado) que propuso el Vaticano II.

El documento final del Sínodo Panamazónico aborda la cuestión del ministerio ordenado y el celibato en el marco del derecho de la comunidad a la celebración eucarística y de la necesidad de presentar una Iglesia con rostro amazónico. Después de reconocer el valor del celibato, hace la siguiente propuesta: “Considerando que la legítima diversidad no daña la comunión y la unidad de la Iglesia, sino que la manifiesta y sirve (LG 13; OE 6) lo que da testimonio de la pluralidad de ritos y disciplinas existentes, proponemos establecer criterios y disposiciones de parte de la autoridad competente, en el marco de la Lumen Gentium 26, de ordenar sacerdotes a hombres idóneos y reconocidos de la comunidad, que tengan un diaconado permanente fecundo y reciban una formación adecuada para el presbiterado, pudiendo tener familia legítimamente constituida y estable, para sostener la vida de la comunidad cristiana mediante la predicación de la Palabra y la celebración de los Sacramentos en las zonas más remotas de la región amazónica. A este respecto, algunos se pronunciaron por un abordaje universal del tema” (n. 111). No sé en qué dirección apuntará el Sínodo de la Iglesia alemana, pero intuyo que van a llegar a la mesa del papa Francisco varias propuestas de este tipo. Personalmente, pienso que es un asunto que se debe afrontar sin miedo. No creo que este paso –como algunos dicen– resuelva el problema de la escasez de vocaciones sacerdotales en algunas regiones del mundo y mucho menos el gravísimo problema de la pederastia. Ninguno de los dos está asociado al celibato. De hecho, en las iglesias protestantes hay ministros casados y, sin embargo, la crisis vocacional es mucho más fuerte que en la Iglesia católica.

No se trata de dar pasos para resolver problemas, sino para expresar las muchas posibilidades que el ministerio tiene en orden a servir mejor al pueblo de Dios en condiciones tan cambiantes como las actuales. La escasez de vocaciones al ministerio ordenado no está relacionada tanto con el celibato (aunque en algunas casos pueda tener un influjo claro), cuanto con la fe. Solo en comunidades que viven su vocación cristiana pueden madurar las diversas vocaciones, aunque no faltan casos en los que el Señor llama a algunos en contextos en los que uno jamás hubiera imaginado que pudieran surgir vocaciones al ministerio ordenado. La entrada de hoy es fruto de la emoción vivida el sábado por la tarde y de la reflexión que uno va haciendo mientras va de camino.

domingo, 24 de noviembre de 2019

Las tentaciones del rey Jesús

Una de las primeras canciones litúrgicas que aprendí en mi breve etapa de monaguillo fue “Anunciaremos tu reino, Señor” del gran músico Cristóbal Halfter, que ya ha cumplido 89 años. Repasando la letra, caigo en la cuenta de que expresa bien en qué consiste el reinado de Jesús: “Reino de paz y justicia / Reino de vida y verdad / Tu reino, Señor, tu reino. / Reino de amor y de gracia / Reino que habita en nosotros / Tu reino, Señor, tu reino. / Reino que sufre violencia / Reino que no es de este mundo / Tu reino, Señor, tu reino. / Reino que ya ha comenzado / Reino que no tendrá fin / Tu reino, Señor, tu reino”. Me vienen estos recuerdos en el XXXIV Domingo del Tiempo Ordinario. La Iglesia cierra el año litúrgico con la Solemnidad de Jesucristo Rey del universo. El Evangelio de hoy (Lc 23,35-43) presenta un cuadro estremecedor. Jesús está clavado en la cruz. A su lado hay dos malhechores también crucificados, uno a la derecha y otro a la izquierda. Al fondo, “el pueblo estaba allí mirando”. Este es el verdadero salón del trono del reino que Jesús ha venido a instaurar. De todos los presentes, parece que solo una persona comprende de qué se trata; las demás se comportan como espectadores insolentes. Los magistrados “le hacían muecas”; los soldados “se burlaban de él”; uno de los malhechores “lo insultaba”. No se puede decir que el rey Jesús fuera muy popular.

En realidad, tanto los magistrados como los soldados y uno de los malhechores ponen voz a las mismas tentaciones que Jesús experimentó al comienzo de su misión (cf. Lc 4,1-13). El principio y el final están atravesados por la invitación diabólica a hacer de su reinado mesiánico un ejercicio de poder y dominación. Pero Jesús no corta su relación filial con el Padre para convertirse en un rey autocéntrico, no sucumbe al principio “sálvate a ti mismo”, que ha hecho de nosotros –hombres y mujeres modernos– seres confusos y erráticos. La cantinela que los magistrados, los soldados y  uno de los malhechores le repiten a Jesús con algunas interesantes variantes –“Sálvate a ti mismo” (si eres el mesías, el elegido, el rey de los judíos)– es la misma que la cultura contemporánea nos  repite a cada uno de nosotros: “Hazlo tú mismo, sé autosuficiente, sé fuerte, busca tu autorrealización, nadie te va a sacar las castañas del fuego, pisa fuerte, vives en un mundo competitivo…”. Nosotros no creemos ya en un salvador que muestra su poder muriendo por amor. Este discurso nos suena tan débil, tan inservible para la vida cotidiana, que preferimos ignorarlo. De Jesús admiramos muchas cosas… menos la esencial: su decisión de dar la vida para que nosotros vivamos, su manera de ser poderoso siendo servidor, su forma de entender su reinado como entrega.

En este cuadro esplendoroso y dramático pintado por el evangelista Lucas, hay al menos una persona –uno de los malhechores– que se atreve a creer en el rey Jesús; por eso, le formula una petición que quisiéramos que fuera también la nuestra al final de nuestra vida terrena: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. Este “buen ladrón” –que, según los escritos apócrifos, se llamaba Dimas– no presenta un expediente inmaculado. Reconoce humildemente su culpa (“recibimos el justo pago de lo que hicimos”) y se abre con esperanza a la misericordia del rey Jesús. La respuesta no puede ser más consoladora: “En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso”. El reino no es, pues, patrimonio de los puros y perfectos, sino de quienes, a pesar de sus debilidades, tienen la humildad de reconocerlas y de impetrar el perdón de Dios. Desde el paradójico trono de la cruz Jesús nos ofrece la última clave para entender el drama de la existencia humana, para no desesperar nunca a pesar de nuestras fragilidades e incoherencias. Las tentaciones se vencen a base de humildad y misericordia. El suyo, en definitiva, como cantaremos hoy en muchos lugares, es un reino de paz, justicia, vida, verdad, amor y gracia. Este reino habita en nosotros y, al mismo tiempo, no es de este mundo; ya ha comenzado y no tendrá fin. Feliz domingo.


sábado, 23 de noviembre de 2019

¿Cuántos se llaman así?

El nombre que nos pusieron al nacer nos marca de por vida. Hace años, había dos tradiciones que se solían cumplir a rajatabla. La primera consistía en poner a los hijos los nombres de los padres o de los abuelos, de manera que se pudiera continuar la línea familiar. Uno podía llamarse Robustiano, Herminia o Celedonio “por culpa” de sus antepasados. Algunos nombres antiguos suenan hoy como de rancio abolengo; otros, por el contrario, parecen pasados de moda. La segunda tradición tomaba los nombres del santoral. Por más extraño que sonase, se ponía a los hijos el nombre del santo (o de la santa) del día, a veces cambiándole el género. No es difícil encontrarse con personas que se llaman Aquilino (Aquilina), Quiterio (Quiteria), Eduvigis, Asterio, Cleto (Cleta), Euquerio, Anselmo (Anselma)… “por culpa” de algunos santos demasiado singulares. Se dice que Huerta del Rey, en la provincia de Burgos, es el pueblo con los nombres más raros del mundo. Puede ser.

En cualquier caso, para saber si en España el propio nombre es “raro” (en el sentido de poco frecuente), basta con hacer una consulta en esta página del Instituto Nacional de Estadística. Uno puede sorprenderse. Los nombres más puestos en 2018 fueron Hugo (para los chicos) y Lucía (para las chicas), pero si uno se remonta años atrás se encuentra otros nombres, como Óscar, Sergio, Iván (para los chicos) o Mónica, Sara y Laura (para las chicas). Las modas van y vienen. Algunas veces se han llevado los nombres de origen ruso, o vasco, o italiano. Otras veces son las series televisivas y los personajes de moda los que marcan tendencia. Lo que parece claro es que los viejos nombres cristianos –a excepción del incombustible María o Miriam– están en retirada. Cada vez hay menos niños que se llaman Jesús, José, Juan, Santiago o Pedro. Y menos niñas que llevan el nombre de Isabel, Carmen, Inmaculada, Asunción, Piedad o Dolores (Lola), aunque otros nombres bíblicos más raros (como Rut, Noemí, etc.) cotizan al alza.

Hay personas que disfrutan con su nombre y otras que lo disimulan. No es raro que una que se llama Prudenciana sea conocida simplemente como Pruden. O que a un Federico lo llamen Fede y a un Adriano, Adri. Si uno se llama Antonio o Pepe, corre el riesgo de pasar desapercibido. Pero si se llama Rigoberto es probable que todos recuerden su nombre. Las ventajas de los nombres raros es que singularizan a la persona, la redimen de la masa de los nombres muy comunes. Por ejemplo, en España hay  678.425 hombres que se llaman Antonio y 594.144 que se llaman José (Pepe), mientras que solo 460 se llaman Robustiano y apenas 20 llevan el nombre de Euquerio (yo conozco a uno en la provincia de Valladolid). 66.129 se llaman Gonzalo, pero cuando lo combino con mi primer nombre (Félix), solo somos 28 en todo el país. No sería difícil organizar un encuentro de confraternización.

Es muy importante valorar nuestro nombre y detenerse a meditar sobre él de vez en cuando. ¿Cuántos miles de veces a lo largo de nuestra vida somos llamados por el nombre? Cada vez que alguien me dice, por ejemplo, “Hola, Gonzalo” o “Gonzalo, ¿puedes echarme una mano”, me está recreando. Decir el nombre de alguien es celebrar su identidad, invitarlo al festín de la existencia, contar con él (o con ella) para la batalla de la vida cotidiana. Debemos llamar a las personas por su nombre y evitar, en la medida de lo posible, el uso de motes, apodos, diminutivos, aumentativos, despectivos, etc. que, en cierto sentido, merman la identidad y la manipulan. Es verdad que a veces son expresión de cercanía y cariño, pero pueden dificultar el proceso normal de madurez. Si a una persona de 60 años, por ejemplo, la siguen llamando como cuando tenía 3 o 4, algo no está funcionando bien. (Por cierto, tengo una tía de 95 años que sigue llamándome Gonzalito. No hay forma de borrar ese nombre infantil de su disco duro, así que hablar con ella es como rebobinar la película de mi vida hasta los años de la infancia. No está mal).

En la Biblia leemos que Dios nos llama por el nombre: “No temas, que yo te he rescatado, te he llamado por tu nombre y eres mío” (Is 43,1). El ángel del Señor se dirige al esposo de María con estas palabras: “José, hijo de David, no tengas reparo en recibir a María como esposa tuya” (Mt 1,20). Y añade: “Dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados” (Mt 1,21). Cuando Jesús llama a Simón y le asigna un nuevo encargo, le cambia el nombre: “Tú eres Simón, hijo de Juan, en adelante te llamarás Cefas (es decir, Pedro)” (Jn 1,42). Algo parecido sucedió con Saulo de Tarso, a quien hoy conocemos como Pablo. Decir que Dios nos llama por el nombre significa que nos ama, que nos quiere como somos, que nos mantiene en nuestra identidad. Decir que Dios nos da un nombre nuevo significa que nos confía una misión en la vida. Por eso, el nombre auténtico debería expresar nuestra misión y no un mero capricho de los padres al dictado de la moda o de convenciones arbitrarias. Llamarse Àngel, por ejemplo, significa que uno se convierte en mensajero de buenas noticias. Llamarse Irene hace de una mujer una artesana de paz. Los Juanes son expresiones de la misericordia de Dios y las Elisas son ayuda de Dios. 

En algunas culturas (por ejemplo, en varios lugares de la India), los cristianos tienen dos nombres: uno civil (que suele continuar la saga familiar) y otro cristiano (que simboliza la novedad de vida recibida en el Bautismo). ¡Lástima que hoy estemos perdiendo el significado del nombre como indicativo de una misión y nos hayamos abandonado a la moda de los nombres eufónicos o simplemente comerciales! Tendría que restablecerse la pena de muerte para los padres que bautizan a un hijo con el nombre de Lionel Messi, Ferrari, Nesquik, Kodak o Madonna. (Lo de la pena de muerte es una licencia literaria que espero que el lector no interprete al pie de la letra). Buen fin de semana.

viernes, 22 de noviembre de 2019

Una puerta al MIsterio

Las protestas se extienden por toda Latinoamérica. Ayer fue el turno de Colombia, país que visitaré dentro de ocho días. En Chile han adquirido también un toque cultural. Es verdad que el consumo narcotiza. Hoy como ayer, la fórmula “panem et circenses” (pan y circo, Coca-Cola y televisión, MacDonalds y Netflix, alcohol e Internet, moda y fútbol) sigue funcionando, pero no es eterna. Llega un momento en que la gente se harta, se despierta de la modorra y busca justicia y equidad. Ya los clásicos decían que “nada violento es durable”. Y el sistema neoliberal es violento en sus entrañas porque se basa en la explotación impúdica de los recursos naturales y de las personas más vulnerables. ¡Hasta Bill Gates y otros multimillonarios piden pagar más impuestos por su riqueza! Es un modo de reconocer que es justo que revierta en la sociedad el dinero que la misma sociedad les ha proporcionado –no discuto ahora su legalidad u oportunidad– comprando sus productos.

En este contexto mundial de reivindicaciones –que demuestran que nunca se puede dar por cerrado el capítulo de la justicia social, por más entretenimientos que la sociedad de consumo ponga a nuestro alcance– me fijo hoy en el mundo del arte. Es mi pequeño homenaje a santa Cecilia, patrona de los músicos, cuya fiesta celebramos hoy. No importa que su patronazgo se deba a la mala interpretación y traducción de un texto latino de las Actas de Santa Cecilia. Al ser canonizada en 1594 por el papa Gregorio XIII, se convirtió en patrona de los músicos. En Roma es muy famosa la Academia Nacional de Santa Cecilia, cuya sede está a medio kilómetro de mi casa.

No puedo concebir mi vida sin la música. He dedicado varias entradas de este blog a escribir sobre diversos aspectos relacionados con ella y también sobre algunos compositores y cantantes que me gustan. Existe en mi vida –como creo que en la de todos– una banda sonora formada por aquellos temas que nos han llegado al corazón en diversos momentos. Algunos están asociados a experiencias significativas; otros nos recuerdan momentos lúdicos, bellos, exultantes o incluso dolorosos. Hay canciones o piezas musicales que tienen el poder de despertar a cualquiera. Si uno se encuentra en medio de una oración en cualquier país de Latinoamérica y entona, por ejemplo, Nadie te ama como yo, es seguro que casi todos los participantes se van a poner a cantar emocionados. La canción se ha convertido en un himno. 

Algo parecido sucedería si uno entona en España Libre de Nino Bravo, Color Esperanza de Diego Torres o Eres tú, de Mocedades. Hay canciones que han sido famosas un tiempo, pero luego han decaído, víctimas de las modas fugaces; otras se mantienen como si fueran intemporales. Creo que ningún compositor sabe lo que va a suceder con una obra suya cuando la entrega al público. Hay canciones de una gran belleza formal y complejidad técnica (por ejemplo, algunas de Silvio Rodríguez, Miguel Bosé o Joan Manuel Serrat) que nunca traspasan la frontera de los entendidos. Se las alaba, pero no se hacen populares. Otras –como, por ejemplo, muchas de José Luis Perales– suelen ser de una gran sencillez melódica y rítmica y, sin embargo –o quizá por eso mismo–, acaban convirtiéndose en himnos del pueblo. ¿Quién no ha cantado alguna vez “Y a su barco lo llamó Libertad” o “¿Y quién es él?”. Que santa Cecilia siga protegiendo a tantos hombres y mujeres que nos deleitan con sus composiciones o interpretaciones en las infinitas modalidades de la música vocal e instrumental.

Aunque la efeméride fue el pasado día 19, no quiero olvidarme de que el Museo del Prado de Madrid cumplió 200 años. Los periódicos han publicado numerosos artículos y monografías sobre este acontecimiento. En realidad, llevan haciéndolo a lo largo de los últimos doce meses. No recuerdo cuándo fue la primera y la última vez que lo visité. Lo que sí recuerdo bien es la frustración que en dos o tres ocasiones experimenté cuando vivía en Madrid. En más de una ocasión, después de un fin de semana lleno de actividades pastorales y litúrgicas (a menudo fuera de la ciudad), me prometí a mí mismo dedicar la mañana del lunes al descanso visitando el Museo del Prado. Ni corto ni perezoso, me acercaba a pie, disfrutando de la belleza del Paso de la Castellana. Y al llegar, tuve que enfrentarme al típico cartel en el que se decía que los lunes el museo permanencia cerrado. Una vez hubiera sido suficiente para aprender la lección, pero no. Confirmé en propia carne que el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra. Yo lo hice dos o tres veces. 

No sé si todavía hoy el museo cierra los lunes, pero si alguna vez se me ocurre visitarlo de nuevo, me cercioraré de hacerlo en otro día de la semana. Más allá de estas anécdotas, el museo me produjo las primeras veces una sensación de agobio: demasiadas obras y demasiada gente como para saborear la belleza. Las veces posteriores renuncié a una visita completa. Me detuve solo en algunas obras que me siguen encandilando, como “El jardín de las delicias” de El Bosco, “La anunciación” de Fra Angelico o “El Cristo crucificado” de Velázquez. Se requiere mucha capacidad contemplativa para sumergirse en el misterio de estas obras maestras. Por eso, el arte y la oración van casi siempre de la mano. Son dos puertas que nos abren al Misterio.




jueves, 21 de noviembre de 2019

Vestidos de blanco

Los aficionados del Real Madrid que tienen un cierto conocimiento de la Biblia dicen que el suyo es el único equipo que aparece citado en el Nuevo Testamento. Cuando se les pide que lo demuestren, suelen esgrimir, en medio de una sonora carcajada, el conocido texto del libro del Apocalipsis: “Estos que están vestidos de blanco, ¿quiénes son y de dónde han venido?” (Ap 7,13). Por si algún lector sabe poco de fútbol, no está de más añadir que la primera equipación del Real Madrid es blanca, hasta el punto de que los jugadores son conocidos como “los merengues”. Que me disculpen mis amigos del Barça, del Atlético de Madrid (algunos de los lectores de este Rincón son hinchas apasionados) o de otros equipos, pero era obligado referirme al equipo blanco para entender la entrada de hoy. Sin embargo, no voy a hablar de los “blancos” Luka Modrić, Sergio Ramos o Karim Benzema, sino de los “blancos” Jorge Mario Bergoglio y su prima segunda, la religiosa salesiana Ana Rosa Sivori. Confieso que me ha gustado la foto en que ambos, vestidos de riguroso blanco, caminan a la par en el aeropuerto de Bangkok. Él está a punto de cumplir 83 años. Ella tiene 77. Lleva 54 años como misionera en Tailandia, así que está en condiciones de traducir al tailandés lo que el papa Francisco dice en su español con acento porteño.

En un mundo tan cargado de sombras y páginas negras, reconforta ver a dos ancianos vestidos de blanco que sonríen. No lo hacen porque ignoren el mal que nos rodea, sino porque lo traspasan. Los dos conviven de cerca con muchos problemas. Tendrían muchas razones para caminar con el rostro sombrío. Sin embargo, destilan alegría. Tienen años suficientes como para tirar la toalla o, por lo menos, para disfrutar de un merecido descanso. No obstante, siguen en la brecha. Y no lo hacen a regañadientes, como quien no tiene más remedio, sino con dedicación y buen humor. Sus vestiduras blancas –extraño símbolo en un mundo de ropa casual– nos recuerdan que todos los creyentes en Jesús, revestidos también de la vestidura blanca de la fe recibida en el Bautismo, somos los que venimos “de la gran tribulación, los que han lavado y blanqueado sus túnicas en la sangre del Cordero” (Ap 7,14). Si estos dos personajes fueran muy jóvenes, pensaríamos que su optimismo se debe a una visión idealista de la vida que no ha pasado todavía la prueba del realismo. Pero no, se trata de dos ancianos curtidos. Su sonrisa no es expresión de optimismo, sino de esperanza. No confían en sus fuerzas, sino que saben de Quién se han fiado.

Estoy convencido de que la renovación de la Iglesia vendrá –está viniendo ya– de Asia y de África. Las asiáticas, sobre todo, son culturas milenarias que han ido atesorando una gran sabiduría. No son tan dualistas como las occidentales. Saben conciliar mejor fe y ciencia, tradición y desarrollo, persona y comunidad, cielo y tierra. No están exentas de contradicciones y fragilidades, pero, en conjunto, constituyen una tierra fértil para que el Evangelio eche raíces. Tanto en Tailandia como en Japón, los cristianos son una exigua pero profética minoría. Se habla de que hacia 2050 el país con más católicos del mundo no será ya Brasil, sino China. Muchas cosas van a cambiar en las próximas décadas. El Papa es muy consciente del progresivo desplazamiento de la Iglesia hacia Oriente; por eso, prodiga sus visitas. No tiene prisa en viajar a España, Francia o Alemania. El pasado puede esperar. El futuro necesita presencia y acompañamiento. Desfilando junto a su prima Ana Rosa por el aeropuerto de Bangkok, parece decirnos que, por muchos signos oscuros que haya en nuestro mundo, tenemos más motivos para la esperanza y la alegría que para la desesperación y la tristeza. ¡Lástima que, mientras los dos ancianos sonríen, siga habiendo unos cuantos empeñados en aguarnos la fiesta!