domingo, 31 de julio de 2016

La "felicidad del sofá" no es cosa de jóvenes

Después de casi doce horas de vuelo de Madrid a Lima, uno no está para muchas bromas. Las siete horas de diferencia horaria tampoco ayudan a mantenerse muy despierto. Pero hoy no quiero escribir sobre mi viaje al Perú sino sobre la Jornada Mundial de la Juventud (JMJ) que este domingo se clausura en Cracovia. No he participado en ninguna JMJ, aunque pasé por Madrid cuando se celebraba en esa ciudad la edición de 2011. No tengo, pues, una experiencia directa. No soy joven ni trabajo directamente con los jóvenes. Sin embargo, siempre he mostrado simpatía por este acontecimiento. Me parece que responde al paradigma del “peregrino”, que es con el que más se identifican muchos jóvenes de todo el mundo. Se trata de ponerse en camino, juntarse, experimentar y regresar casa. 


Conozco las críticas que suelen hacerse, pero me parece que, en conjunto, son más las ventajas que los inconvenientes. Podría contar algunas historias de personas que han cambiado su vida después de la experiencia de la JMJ. Recuerdo una confidencia en enero de 2010. Viajando de Roma a Hong Kong, compartí vuelo con un ingeniero siciliano que vivía en Brisbane, una ciudad australiana. Estuvimos conversando casi todo el tiempo del vuelo. Entre otras cosas me contó el impacto que había supuesto para él haber participado en la JMJ del año 2000 celebrada en Roma.

Ayer aproveché un rato para ver a través de mi portátil parte de la vigilia que el papa Francisco tuvo con los jóvenes en el Campus Misericordiae de Cracovia. De su mensaje rescato este pasaje, que traduzco a la carrera:
“En la vida existe otro tipo de parálisis todavía más peligrosa y a menudo más difícil de descubrir y reconocer. Me gusta llamarla la parálisis que nace cuando se confunde la Felicidad con un sofá. Sí, creer que para ser felices necesitamos un buen sofá. Un sofá que nos ayude a estar cómodos, tranquilos, seguros. Un sofá como como los de hoy: modernos, con masajes que te ayudan a dormir, que te garantizan horas de tranquilidad para que te puedas sumergir en el mundo de los videojuegos y pasar horas ante el ordenador. Un sofá contra todo tipo de dolor y temor. Un sofá que nos encierra en casa sin esforzrnos y sin preocuparnos. La “sofá-felicidad” es probablemente la parálisis silenciosa que más nos puede echar a perder, que puede destruir más a la juventud”.
Reconozco que el papa Francisco es un experto en la creación de neologismos. Nunca había oído hablar de “sofá-felicidad” (divanofelicità, en italiano). Pero me parece que este concepto expresa bien una idea pasiva de la vida, ese dejarse hacer que caracteriza a tantas personas que consideran que el mundo es demasiado complejo, que nada se puede cambiar. Cuando uno tira la toalla del esfuerzo, solo aspira a un poco de tranquilidad para matar marcianitos o intercambiar mensajes a través de WhatsApp. El mundo se ha vuelto tan ingrato que todos sentimos la tentación de construirnos un pequeño refugio en el que estar a salvo de la violencia, la competitividad y la soledad. El sofá representa un mundo sin preocupaciones, una especie de coraza protectora frente al dolor de tantas personas que arrastran su existencia. 

Que el Papa se atreva a decir estas cosas cuando lo que uno se espera es un poco de rock para templar el alma mientras se agarra de la mano con los compañeros que tiene al lado, representa ya un choque. No, la JMJ no es un festival cristiano para tranquilizar conciencias. No es un refugio sino una rampa de lanzamiento. El Papa les dice a los jóvenes venid para, a renglón seguido, decirles id. Todo se juega en torno a estos dos verbos: venir (para que juntos sepáis mejor quiénes sois) e ir (para que el anuncio de Jesús no quede reducido a un pequeño círculo de iniciados).

No me olvido de que hoy es domingo y de que algunos esperáis el comentario de Fernando Armellini para comprender mejor el evangellio de este XVIII Domingo del Tiempo ordinario. El vídeo no tiene nada que ver con el evangelio de hoy, pero sí con la JMJ. ¿No os apetece bailar un poco?

sábado, 30 de julio de 2016

Humanidad sobrante

Viendo a tanta gente “vestida de turista” (es decir, de manera horrible) en el aeropuerto de Fiumicino tendría que escribir sobre el encanto/desencanto de las vacaciones, pero hay otro tema que pide paso. La entrada de hoy la escribo rodeado de gentes que van y vienen. Aguardo mi vuelo a Madrid y luego la conexión para Lima. He acabado acostumbrándome a la soledad de los aeropuertos. A veces, el ruido de la gente me inspira más que el silencio de mi cuarto. Hoy quiero abordar una cuestión que nos afecta a todos. O que nos afectará en su momento. Creo que me va a salir un artículo a borbotones, sin mucha lógica, pero desde el corazón. No voy a usar estadísticas ni estudios sesudos. Voy a dejarme llevar por lo que siento después de haber compartido con otras personas experiencias y reflexiones.

Algunos encuentros de los últimos días me han hecho pensar sobre el problema (¡ojo a la palabra!) de cuidar a los niños y a los ancianos en nuestra sociedad. Son los dos grupos de población más vulnerables. Como en esta sociedad basada en el consumo hemos decidido que “no tenemos tiempo” para ellos, hemos creado las guarderías (para los más pequeños) y las residencias (para los más ancianos). Ahí los dejamos (a veces los aparcamos) para que otros se ocupen de ellos. En general, se trata de buenas soluciones. Personal competente se encarga de hacer lo que nosotros no podemos… o no queremos hacer. Muchas veces es la única solución, sobre todo cuando se trata de ancianos que requieren cuidados especiales. Hoy pocas personas cuestionan estas instituciones. Se consideran imprescindibles. Sin ellas sería imposible nuestro estilo de vida actual.

Quizá no hay que hacer un drama de esto. La historia va evolucionando. Cambian las formas de ocuparnos de quienes lo necesitan. Pero no deja de representar un desafío. ¿Qué tipo de sociedad hemos creado que casi nos imposibilita ocuparnos de los más débiles? ¿Qué valores ocupan la cumbre de la pirámide? ¿A qué damos más importancia? No deja de ser llamativo que cuando éramos más pobres (al menos en renta per cápita), las familias encontraban soluciones para hacerse cargo de los niños y los ancianos sin tener que recurrir a ayudas externas. Unos y otros se sentían en casa, junto a los suyos. Ahora que hemos incrementado nuestro nivel de renta (incluso durante la crisis) nos consideramos incapaces de hacer frente a nuestras obligaciones. Aducimos todo tipo de argumentos: las viviendas son pequeñas, los dos cónyuges tienen que trabajar fuera de casa para hacer frente a los numerosos gastos, no podemos estar esclavizados todo el día cuidando de los niños o los abuelos, tenemos derecho a nuestra autonomía, éste es un asunto del estado, etc. Muchas familias atraviesan momentos de gran tensión cuando tienen que afrontar estas situaciones. No saben qué hacer. Se sienten culpables. Carecen de criterios claros.

Una sociedad que no sabe qué hacer con sus miembros más débiles es una sociedad que ha perdido el rumbo. Si algo caracteriza al cristianismo en relación con otras religiones y estilos de vida es su preocupación por los que no cuentan, por los excluidos, por los que están al margen. Para Jesús no hay “humanidad sobrante”. Él se dedicó de manera especial a aquellos que “sobraban” en su tiempo, incluidos los niños. Era una manera concreta de decir que para Dios nadie sobra. Más aún: que los preferidos de Dios son aquellos que no se valen por sí mismos, que necesitan el concurso de los demás para sobrevivir. Dedicarles nuestro tiempo y nuestro amor no es una pérdida sino una ganancia. No robamos nada a otras ocupaciones porque no hay ocupación más noble que prestarle a Dios nuestro tiempo, nuestro corazón y nuestras manos para hacernos cargo de quienes nos necesitan. Quizá la cuestión no es "guardería sí-guardería no", "residencia sí-residencia no" sino el amor que ponemos en las decisiones que tomamos, las formas que encontramos para hacer sentir a los nuestros que los queremos (tanto si están en casa como si están fuera), que contamos con ellos, que no sobran.

Es evidente que los niños y los ancianos, por diversas razones, nos necesitan. Ellos no tendrían que engrosar nunca la categoría de "humanidad sobrante" a la que se refiere el papa Francisco con mucha claridad: “Se considera al ser humano en sí mismo como un bien de consumo, que se puede usar y luego tirar. Hemos dado inicio a la cultura del «descarte» que, además, se promueve. Ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y de la opresión, sino de algo nuevo: con la exclusión queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella abajo, en la periferia, o sin poder, sino que se está fuera. Los excluidos no son «explotados» sino desechos, «sobrantes».”. Ya sé que el verano exigiría otros temas más ligeros, pero hay algunos asuntos que llaman a la puerta con insistencia. No se los puede dejar fuera.

viernes, 29 de julio de 2016

Busco semillas, no árboles

En la cultura del todo rápido no hay tiempo ni paciencia para los procesos lentos. Hace años, si uno quería crear un jardín buscaba las semillas más adecuadas, las plantaba, las regaba y seguía con calma y atención el proceso de crecimiento. Lograr un buen jardín era el fruto de toda una vida. Hoy los viveros venden las plantas y árboles ya formados. Basta trasplantarlos con profesionalidad. De la noche a la mañana un erial se puede convertir en un vergel. Es un modo rápido y eficaz de cumplir la profecía bíblica: “El desierto se convertirá en vergel y el vergel parecerá un bosque” (Is 32,15). Pero un jardín así creado parece más un decorado teatral que un conjunto vivo. Lo artificial no sustituye a lo natural aunque lo imite y, en ocasiones, parezca mejorarlo.

Acostumbrados a las acciones rápidas, casi instantáneas con ayuda de la informática, se nos hace cuesta arriba pensar en procesos de larga duración. Queremos obtener resultados rápidos y precisos. El tiempo de la artesanía ha pasado. Vivimos en la era de las creaciones digitales. Con una impresora 3D puedes convertir un diseño digital (desde un hueso humano hasta una casa) en un producto material. Las ventajas son enormes cuando se trata de fabricar objetos, pero ¿qué pasa cuando buscamos formar sujetos? El crecimiento humano no es instantáneo. No basta pensar en acciones concretas. Necesitamos imaginar procesos, itinerarios largos. Tenemos que entrenarnos en las virtudes que nos ayudan a recorrerlos: constancia, paciencia, cuidado, vigilancia, confianza, etc.

En las procesos de crecimiento humano y espiritual no tienen cabida los productos prefabricados. No hay farmacias que expendan una caja de virtudes o unas pastillas de oración. Lo que importa es que alguien nos ayude a plantar semillas de buena calidad. Ellas, por sí solas –como nos recuerda Jesús (cf. Mc 4,26-29)–,  irán creciendo. No tenemos que obsesionarnos instalando cámaras de vigilancia las 24 horas del día y de la noche. Basta que apliquemos la necesaria dosis de sol y agua. Las semillas contienen dentro la energía para su propio desarrollo. Al cabo del tiempo se convertirán en arbustos o en árboles, según su especie.

La misión de los padres y educadores consiste en seleccionar las semillas mejores y plantarlas, no en trasplantar árboles para decorar una tierra yerta. Quizá no alcancemos a ver los frutos, pero en el momento oportuno se producirán: “Uno es el que siembra y otro el que siega” (Jn 4,37).

jueves, 28 de julio de 2016

Meditación breve de una noche de verano

Escribo con la ventana abierta. Son casi las 11 de la noche. Me entra una brisa suave que atempera un poco el bochorno del día. Acabo de ver al papa Francisco por televisión. Se despedía de los jóvenes desde la ventana del Arzobispado de Cracovia. Les ha hablado del diseñador de los materiales de la JMJ, muerto de cáncer el pasado 2 de julio a la edad de 22 años. Se me ha puesto la carne de gallina. Recuerdo algunas de las palabras de Francisco: “Porque la vida es así: hoy estamos aquí, mañana estaremos allá. El problema es escoger el camino justo, como él lo escogió”. Nuestro futuro es siempre incierto. Contamos con la fuerza de la esperanza. Pero la noche sigue siendo noche.

La entrada de ayer, dedicada al sacerdote asesinado en Francia, ha sido una de las más leídas de las últimas semanas. Se ve que el problema del terrorismo nos toca de cerca. No solo por sus consecuencias trágicas sino porque levanta acta de un fracaso colectivo: la incapacidad de construir sociedades abiertas en las que podamos vivir juntos personas de distintas religiones, culturas, lenguas, razas, etc. Vuelve el temor a la conquista musulmana de Europa y, en definitiva, a la islamización forzosa del mundo. El papa Francisco intenta con todas sus fuerzas separar la violencia de la religión islámica, pero algunos hechos son tozudos. El tiempo –que es superior al espacio– nos hará ver la dirección que toman los acontecimientos. La actitud amorosa no se opone a la vigilancia y la astucia.

Desde mi cuarto oigo el ruido de algunos coches que siguen circulando a esta hora. Roma se va acallando poco a poco. A pesar del cansancio acumulado en los últimos días, no tengo sueño. Aprovecho estas horas nocturnas para remansar los recuerdos. Cuando las aguas están muy agitadas no se puede ver el fondo. Y yo necesito ver. La ceguera nos vuelve esclavos. Recuerdo el Ensayo sobre la ceguera de José Saramago, leído hace un par de décadas. Yo necesito ver. El ruido de la vida no deja ver. A simple vista, parece que no hay correlación entre un efecto acústico y otro visual, pero así lo percibo. Sin silencio no veo. Quizá por eso me gusta la quietud de la noche: porque veo sin luz. Y lo que veo es lo que he escuchado en el evangelio de esta mañana: que “el Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en el campo; el que lo encuentra, lo vuelve a esconder, y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo” (Mt 13,45-46). El tesoro de la vida está escondido, no se percibe a simple vista. Quien lo encuentra se llena de alegría. Viendo los rostros mustios de muchas personas uno tiene la impresión de que son pocos los que lo han encontrado. Son también pocos los que venden todo lo que tienen. Son muchos los que quieren comprar para tener más. Algo no funciona.

Me da vueltas en la cabeza la expresión de Jesús: tesoro escondido. ¿Es mi fe un tesoro? ¿Me llena de alegría? Me hago estas preguntas porque mi alegría no es diáfana. Quizá estoy un poco ciego. Busco pero no encuentro. El problema es “escoger el camino justo”. Lo acaba de decir el papa Francisco en la noche de Cracovia. Tesoro escondido… camino justo… Me voy a la cama rumiando estas palabras. Mañana será otro día. 

miércoles, 27 de julio de 2016

Donde haya odio, ponga yo amor

Ayer,  minutos después de que mi avión de regreso a Roma despegara del aeropuerto Charles de Gaulle de París, en Saint Etienne du Rouvray, a pocos kilómetros de la capital francesa, dos terroristas, autoproclamados miembros del ISIS, degollaron al anciano sacerdote Jacques Hamel mientras celebraba la misa con unas pocas personas. Que Dios acoja a este buen hombre y a todas las víctimas del terrorismo de las últimas semanas en Francia, Alemania y varios países de Oriente Medio. El martirio del sacerdote francés recuerda al sufrido por otros muchos cristianos desde hace años en Siria, Iraq, Nigeria, Pakistán, Bangladesh y varios países africanos y asiáticos. En algunos casos, se trata de mártires olvidados, casi como de segunda categoría, pero su vida y su testimonio son inapreciables. En Europa ha llamado mucho la atención el asesinato de Jacques Hamel porque es la primera vez que se produce un asesinato de un sacerdote en una iglesia a manos de un terrorista islámico. Yo me he acordado enseguida del asesinato del beato Oscar Romero en 1980 cuando estaba también celebrando la misa en una pequeña capilla de San Salvador.

¿Qué nos está pasando? ¿Por qué el extremismo islámico está golpeando a muchos musulmanes y a bastantes cristianos? ¿Se trata de lobos solitarios con graves problemas psíquicos –como afirman algunos expertos– o, más bien, estos casos inhumanos y absurdos –aparentemente aislados– forman parte de una estrategia de venganza, intimidación y terror, de una "racionalidad invertida"? Es difícil saberlo. Ayer por la noche, en un informativo de la RAI italiana, escuché a un imán pedir perdón por estos crímenes que él calificó de “crímenes contra la humanidad”, más allá de la religión de los asesinos o las víctimas. Por parte cristiana, me gustaron las declaraciones del obispo católico Vincenzo Paglia, que animaba a responder a estos ataques llenando las iglesias, mezquitas y sinagogas, para hacer ver que la religión, cuando se vive con autenticidad, es siempre fuente de paz y reconciliación, nunca de intolerancia o de muerte.

Yo he hablado con algunos amigos que se inclinan por una respuesta contundente por parte de las autoridades europeas: restricciones de entrada en la Unión Europea a los sospechosos de colaboración con el ISIS, mayores controles policiales, bombardeos de las posiciones del Estado Islámico, etc. Creo que algunas medidas represivas son imprescindibles cuando la sinrazón se abre camino. Pero de ninguna manera hay que dejarse llevar por la venganza y el odio. Una respuesta de este tipo, además de no ser cristiana, no haría sino incrementar la violencia en una imparable cadena acción-reacción de consecuencias imprevisibles. 


Por otra parte, tampoco podemos dejarnos intimidar. La gran victoria del terrorismo consiste precisamente en hacer que una sociedad viva con miedo, que renuncie a moverse con libertad, a expresar sus ideas, a practicar sus cultos, a divertirse, etc. Inocular el miedo y la venganza en el alma de un pueblo significa robarle la identidad y el futuro. Nunca tendríamos que caer en esta trampa. En situaciones como ésta, siempre recuerdo unas palabras de la oración atribuida a san Francisco de Asís: “Que donde haya odio, ponga yo amor”. La fuerza del amor es más poderosa que cualquier reacción policial o militar. Nos ayuda a mirar a las personas a los ojos, a desarmar sus mecanismos de agresividad, a interrogarnos sobre lo que hemos hecho mal, a buscar las verdaderas causas de estos fenómenos, a purificar las religiones de sus contenidos violentos, a pedirnos perdón, a buscar juntos nuevos caminos de integración sociocultural, a mejorar las condiciones de las sociedades pluralistas, a controlar y tratar a los psicópatas, a practicar el diálogo interreligioso y la colaboración... Si éste no es el camino, ¿cuál?

martes, 26 de julio de 2016

Viajar nos ayuda a conocernos

Son las 7 de la mañana. Estoy en la sala F54 del aeropuerto Charles de Gaulle de París. Acabo de llegar de Kinshasa, después de un viaje tranquilo de más de siete horas. Mi vuelo para Roma está previsto para las 9,45. Dispongo de tiempo para escribir la entrada de hoy. El aeropuerto es un hormiguero de gente. Estamos a finales de julio, tiempo de vacaciones en Europa, así que muchas personas aprovechan para viajar. Si algo he aprendido en los muchísimos viajes que he hecho a lo largo de mi vida es que cuando uno afronta situaciones nuevas conoce aspectos de sí mismo que a menudo ignora. Cuando nos movemos siempre en los mismos espacios, con los mismos horarios y con la misma gente, tendemos a repetir patrones de conducta. Nos sentimos cómodos porque, más o menos, sabemos cómo vamos a reaccionar. En la vida cotidiana suele haber pocas sorpresas. Todo es demasiado previsible. La gente que vive a nuestro lado ya sabe qué palabra vamos a pronunciar cuando se habla de algunos temas, qué rutinas vamos a poner en marcha, etc. Todo esto nos proporciona una confortable placidez, pero no nos ayuda mucho a crecer. 

Cuando viajamos nos sentimos un poco descolocados. Salimos de nuestra “zona de confort” y ensanchamos nuestra “zona de aprendizaje”, pero eso implica casi siempre atravesar la “zona de pánico”. Si nunca hemos tenido problemas con la autoridad no sabemos cómo vamos a reaccionar cuando un policía nos detiene en el aeropuerto y pone a prueba nuestra paciencia. No nos sentimos igual hablando siempre la propia lengua que cuando tenemos que expresarnos en otra. Uno tiene que asumir sus limitaciones expresivas. Dormir siempre en la misma cama no es lo mismo que cambiar de cama cada dos o tres días, descubrir dónde demonios está el interruptor de la luz (casi siempre en lugares inverosímiles), cómo funciona la ducha (en el caso de que funcione) o averiguar qué reacciones va a producir al estómago una ingesta de mañoca o de pescado refrito. Las nuevas situaciones nos ayudan a explorar nuestra agresividad latente, nuestros miedos e inseguridades, nuestras manías, nuestras actitudes racistas o xenófobas, nuestros prejuicios culturales, etc. Muchas veces nos consideramos abiertos y maduros, pero en realidad no lo sabemos porque no hemos puesto a prueba en circunstancias adversas nuestras verdaderas convicciones y actitudes.

Las nuevas situaciones constituyen también una oportunidad para sacar de nuestra bodega los mejores vinos. Aprendemos a relacionarnos con las personas de tú a tú, comprobamos nuestra resistencia ante las situaciones adversas, encontramos soluciones creativas a problemas inesperados, nos abrimos a la colaboración con otros, ensanchamos nuestro sentido del humor y, en general, nos hacemos más tolerantes y abiertos. Algo de todo esto he podido practicar en las semanas transcurridas en Gabón y Congo. Veremos si cuando llegue a casa me ha servido de algo.

lunes, 25 de julio de 2016

Te he hecho a ti

He estado sin conexión todo el fin de semana. Me corrijo. He estado desconectado de internet (por eso no pude colgar la entrada de ayer domingo), pero conectado –¡y cómo!– a la realidad sufriente del Congo.  El sábado 23 y el domingo 24 estuvieron repletos de visitas, encuentros y conversaciones. Me acosté agotado física y espiritualmente. De todo lo vivido destaco las visitas a la Pédiatrie de Kimbondo y al orfanato Don de Marie de las Misioneras de la Caridad de Madre Teresa de Calcuta. La Pediatría está dirigida por el claretiano chileno Hugo Ríos, acompañado por el claretiano congoleño Víctor Misangamani. El centro funciona con el trabajo de un buen número de empleados y voluntarios de diversas partes del mundo. Su objetivo es atender a los niños con problemas de salud, malnutrición y exclusión. Pero donde el centro muestra su alma es en la recogida de los niños abandonados por la calle o los bosques. Uno de ellos, recién nacido, sobrevivió casi una semana abandonado. Ahora se recupera en el centro. Lo llaman el “niño milagro”. Otro –llamado Francesco– tiene poco más de un año. Padece una grave hidrocefalia. Su cabeza tiene el tamaño de un balón de fútbol. Jamás había visto algo semejante. No hay operación posible. Morirá dentro de poco.  El sábado estaba siendo alimentado en su camita por una voluntaria chilena que no perdía la sonrisa. Las historias son interminables.

En el orfanato Don de Marie vi también ejemplos que me llegaron al alma. Hay niños infectados de SIDA, recogidos en las calles de Kinshasa, con problemas psíquicos, etc. En medio de todo, la religiosa de Bangladesh que nos acompañaba, no dejó de sonreír en ningún momento. Ella y sus siete compañeras de comunidad tocan y huelen a diario el sufrimiento humano. Tendrían que estar destrozadas, destilar amargura y, sin embargo, sonríen, se mueven con delicadeza, representan la ternura de Dios hacia sus hijos más débiles.

Tanto el sábado como el domingo me fui a la cama derrotado por sentimientos de rabia, tristeza, ternura y compasión. Adopté el papel de Abrahán y me puse a regatear con Dios, tal como se nos describe en la primera lectura de ayer domingo. Abrahán se comportó como un verdadero beduino: quería conseguir de Dios un precio rebajado. Yo me comporté, más bien, como un creyente confundido. Se me hace muy duro entender cómo una madre puede abandonar a su hijo recién nacido en la calle, por qué un niño nace con graves malformaciones o por qué hay desaprensivos que dejan embarazadas a niñas de doce o trece años y luego desaparecen. No tenía ganas ni de rezar. 

Me acordé de la historia de aquel monje que salió un día de su monasterio y vio por la calle a una niña mendigando. Cuando regresó a su retiro monástico increpó a Dios: “¿Qué haces tú para remediar esto?”. Silencio absoluto. Dios no sabe/no contesta. Al día siguiente se repite la misma escena. Y así varios días seguidos. Al final de la semana, el monje, en la cumbre de su irritación, se dirige a Dios: “Tú, que te presentas como el Todopoderoso, ¿qué haces tú para responder a las necesidades de esta pobre niña?”. Unos instantes de silencio y luego una voz serena pero contundente: “Te he hecho a ti”. No comment.

Las religiosas de Madre Teresa, mis hermanos claretianos Hugo y Víctor, tantos trabajadores y voluntarios de la Pediatría de Kimbondo y del orfanato Don de Marie han entendido perfectamente la respuesta. No pierden el tiempo en disquisiciones inútiles, no se abandonan a sentimientos de rabia o derrota, no culpan a Dios. Simplemente se ponen manos a la obra. Saben que la única respuesta al mal –a todo mal– es el amor. Procuran traducir este amor en las obras que mejor lo expresan: alimentar a los niños malnutridos, curar a los enfermos, operar a los que lo necesitan, escolarizar a los que pueden aprender algo, enterrar con dignidad a los que mueren y, sobre todo, regalar una infinita ternura. 

Los niños abandonados necesitan tocar y ser tocados. Me impresionó cómo se acercaban a mí y me agarraban con fuerza como si quisieran retenerme con ellos. Hablé brevemente con un grupo de jóvenes voluntarios italianos. Estaban pasando un mes aquí. Todos me dijeron que estaban contentísimos, que esto no tiene precio. Hay algunos voluntarios que se entregan por un fuerte sentido de humanidad. Los admiro. La mayoría tiene fuertes motivaciones religiosas. Las Misioneras de la Caridad de Madre Teresa dedican dos horas diarias (una por la mañana y otra por la tarde) a la adoración silenciosa. Es su secreto. Por eso resisten. Por eso se dan. No tengo más que añadir.

domingo, 24 de julio de 2016

Señor, enséñanos a orar

La entrada de hoy es visual. El evangelio de este XVII Domingo del Tiempo Ordinario nos presenta a Jesús en oración. Contemplándolo, entendemos algunas cosas.


Para aquellos que seguís habitualmente los comentarios dominicales de Fernando Armellini, he aquí el vídeo de hoy.


sábado, 23 de julio de 2016

Iglesias cerradas, museos abiertos

La iglesia de mi pueblo está abierta todos los días del año desde primera hora de la mañana hasta el anochecer. Cualquiera puede entrar, orar en silencio o contemplar la belleza que atesora. Yo mismo lo hago cuando tengo ocasión. Es un lugar vivo, una casa de puertas abiertas en la que uno no necesita llamar al timbre o pagar una entrada. Con regularidad suenan las campanas, como signo de que es un edificio vivo. De niño se me hacía imposible entender que hubiera iglesias cerradas. Pero, por desgracia, esta es la realidad de muchas iglesias rurales en la vieja Europa y de un buen número de iglesias urbanas. 

A menudo abren unos minutos antes de la misa y enseguida vuelven a cerrar. La imagen que transmiten es deplorable. La iglesia ya no se ve como la casa de todos sino como una expendeduría de servicios religiosos que se atiene a un horario preciso. Las razones que se aducen para tal práctica son comprensibles, pero no justifican la situación. Se habla de problemas de seguridad (sobre todo, en las ciudades), de gastos de mantenimiento (¿por qué gastar luz inútilmente?), de inutilidad (¡total, nadie viene!), etc. El papa Francisco ha hablado repetidamente contra esta práctica que se ha convertido en costumbre, pero tengo la impresión de que no ha sido muy escuchado (como en tantas otras cosas).

Algunas están abiertas, pero parece que han cambiado su finalidad. Si hay algo que me produce una infinita tristeza es comprobar cómo muchas iglesias que durante siglos han sido el espacio donde los hombres y mujeres se encontraban para celebrar la fe, para orar en silencio, para buscar consuelo, para respirar… se han transformado en museos que albergan piezas valiosas del pasado. Cuando esto sucede, la maldición está servida porque, en el fondo, se está transmitiendo un mensaje subliminal: igual que este edifico se ha convertido en museo, la fe es algo que pertenece también al pasado. Fin de ciclo. Pasemos página. No sé qué significa esa lamparita que arde al fondo, pero alguien –con dotes de entendido– dice la obviedad de que la iglesia parece románica, o gótica, o Dios sabe qué.  De repente, los turistas, armados de pantalón corto y calzado deportivo, se convierten en improvisados expertos en arte. No importa si confunden a san Juan Bautista con san Juan Evangelista o si dan por hecho que una talla es románica cuando ha sido esculpida hace un par de siglos. La gente entra, da una vuelta por las naves, hace comentarios, dispara la cámara de sus teléfonos móviles… y sale sin más. Cualquier detalle artístico parece más importante que la presencia misteriosa de Jesús en el sagrario.


Hay una nueva evangelización que comienza por algo tan sencillo como recuperar el espacio simbólico de las iglesias. Hay que abrirlas de par en par todo el tiempo posible, hacer que sean un “lugar de encuentro”, convertirlas en espacios verdes y silenciosos en medio de la contaminación y del ruido urbano. Hay muchas personas jubiladas que podrían prestar un hermoso servicio de voluntariado dedicando algún tiempo a cuidar las iglesias y, sobre todo, a ofrecer un servicio de acogida. Lo que se hemos perdido por desidia o falta de colaboración se puede ganar por la creatividad y la entrega. Nunca es demasiado tarde. Jesús no es una pieza de museo sino una presencia viva: "El Maestro está aquí y te llama".

viernes, 22 de julio de 2016

Yo no sé cómo amarle

Hoy celebramos la fiesta de santa María Magdalena, uno de los personajes más atractivos del Nuevo Testamento. La liturgia romana, siguiendo la tradición de los Padres Latinos (incluyendo a Gregorio Magno), presenta tres pasajes del Evangelio (Lc 8,37-50: la pecadora que unge los pies de Jesús; Lc 8,2-3: la mujer, curada por Jesús, que forma parte del grupo de seguidores; Lc 10,38-42: María, la hermana de Marta y Lázaro) como referidos a la misma mujer: María Magdalena. La liturgia griega, siguiendo a los Padres Griegos, sin embargo, las reconoce como tres mujeres distintas.  La historiografía actual apoya la línea de los Padres Griegos. Se trata de tres mujeres diferentes. 

En las últimas décadas la figura de María Magdalena ha sido objeto de explotación literaria. Algunos aprovechados, sin el más mínimo fundamento histórico, la han presentado como amante de Jesús. El famoso musical Jesus Christ Superstar insinuaba también una relación de este tipo. Se ha llegado a elaborar un documental sobre Los secretos de María Magdalena. Últimamente, el jesuita gaditano Pedro Miguel Lamet, inspirado quizá en una de las canciones de Jesus Christ Superstar, ha escrito una novela titulada No sé cómo amarte: Cartas de María Magdalena a Jesús de Nazaret. No he tenido el gusto de leerla, pero –como se indica en su presentación– “esta novela de Lamet recrea la vida de María Magdalena en 23 cartas escritas por ella misma a Jesús y una más a María, su madre, que introduce dicha correspondencia. La obra literaria, desarrollada en cada uno de estos papiros autobiográficos, se inspira en los evangelios, en datos históricos y geográficos de la época, guardando un equilibrio entre la ficción literaria y las referencias históricas”.

Lo que realmente interesa es valorar el papel relevante que María Magdalena tuvo en la primitiva comunidad cristiana, más allá de las falsedades históricas, las creencias populares y las recientes explotaciones comerciales. María Magdalena siempre aparece en la lista de mujeres que nos presentan los cuatro evangelios. Hay cuatro datos históricos que parecen incuestionables: Jesús la curó de una enfermedad psíquica grave (cf. Lc 8,2), acompañó al Maestro en sus andanzas sirviéndole con sus bienes (cf. Lc 8,3); aparece en la escena de la cruz (cf. Mt 27,55; Mc 15,40; Jn 19,25) y, sobre todo, es testigo de la Resurrección del Señor (cf. Jn 20, 1ss). Es muy poco para satisfacer nuestro deseo de conocer mejor a la mujer de Magdala, pero más que suficiente para trazar una silueta de la discípula del Señor. En realidad, la vida de María Magdalena es un curso acelerado sobre cómo llegar a ser misionero.

María de Magdala sigue a Jesús porque ha experimentado en carne propia su poder sanador. Lo sigue de cerca; es decir, caminando con él y compartiendo sus bienes. Lo sigue hasta el final: siendo testigo de su muerte y de su resurrección. Lo anuncia con entusiasmo después de su resurrección. ¿Es necesario añadir mucho más para comprender por qué María Magdalena es un espejo en el que podemos mirarnos? 

Os dejo con la interpretación que Ángela Carrasco hace del famoso tema “Yo no sé cómo amarle”.


jueves, 21 de julio de 2016

Yo estoy siempre con vosotros

Durante la estación seca los amaneceres son frescos en Kinshasa. En los últimos días no estoy en el centro de la ciudad sino en una casa que las Carmelitas de la Caridad tienen en una loma en la zona de Kimwanza. Aquí el frescor matutino es todavía mayor. Se agradece. A eso de las 5,45, entre dos luces, paso un tiempo tranquilo en la capilla mientras el día se pone en marcha. Es una capilla sobria, con un hermoso Cristo negro crucificado hecho en madera de ébano. Alrededor del sagrario, con letras recortadas de papel blanco, las religiosas han puesto una frase de Jesús: “Je suis toujours avec vous” (Yo estoy siempre con vosotros). Son cinco palabras que he meditado muchas veces. En estos días se han cargado de sentido. La proliferación de noticias sobre atentados terroristas en diversas partes del mundo, las predicciones apocalípticas de algunos que hablan de una tercera guerra mundial en curso y, en general, la inestabilidad política y económica en muchos países producen la sensación de que “estamos dejados de la mano de Dios”. Muchas personas tienen la impresión de que todo escapa a nuestro control, de que nuestra capacidad de respuesta es mínima, por no decir nula.

A esto se añaden las noticias que hablan de los avances en genética, nanotecnología, inteligencia artificial, etc. Ayer mismo leí las declaraciones de un científico que afirmaba que en 2045 la muerte será opcional; es decir, que cada uno podrá decidir si quiere vivir indefinidamente (incluso rejuvenecer) o prefiere poner fin a la existencia. Las conexiones entre el cerebro humano y los ordenadores serán algo común. Habrá un transvase mutuo de información. Es como si estuviéramos aproximándonos al final de un mundo en el que el ser humano ha sido el centro e introduciéndonos en otro en el que las máquinas nos van a reemplazar. Cuando contemplo que también en África muchas personas se pasan el día pendientes de sus móviles, intuyo que, efectivamente, estamos entrando en un mundo nuevo. Es solo el comienzo de una profunda revolución. Me viene a la cabeza una frase del final del libro del Apocalipsis: “El primer mundo ha pasado”. Siguen siendo frescas las palabras que san Juan XXIII pronunció el 11 de octubre de 1962, al alba del Concilio Vaticano II: 
«Llegan, a veces, a nuestros oídos, hiriéndolos, ciertas insinuaciones de algunas personas que, aun en su celo ardiente, carecen del sentido de la discreción y de la medida. Ellas no ven en los tiempos modernos sino prevaricación y ruina […] Nos parece justo disentir de tales profetas de calamidades, avezados a anunciar siempre infaustos acontecimientos, como si el fin de los tiempos estuviese inminente. En el presente momento histórico, la Providencia nos está llevando a un nuevo orden de relaciones humanas que, por obra misma de los hombres pero más aún por encima de sus mismas intenciones, se encaminan al cumplimiento de planes superiores e inesperados; pues todo, aun las humanas adversidades, aquélla lo dispone para mayor bien de la Iglesia»
En este contexto las palabras de Jesús cobran un significado nuevo: “Yo estoy siempre con vosotros” (cf. Mt 28,20). Todo cambia, pero Jesús permanece. La carta a los Hebreos dice que “Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre” (Hb 13,8). Esta es la base de nuestra confianza. Sin este punto firme uno acaba engullido por el remolino de los acontecimientos. 
Quizá necesitamos un cambio de perspectiva. Quien contempla el futuro como una amenaza vive siempre a la defensiva. Todo cambio le parece negativo. Quien cree que la historia está conducida, en último término, por el Espíritu de Dios, vive con una inquebrantable confianza. El Señor está siempre con nosotros. Su Espíritu empuja todo el cosmos hacia la consumación final en Cristo. No estamos abandonadas a un destino ciego. 
Necesitamos también una actitud mariana. En medio de las encrucijadas, podemos decir: "Aquí esta la sierva del Señor, que se haga en mí según tu palabra" (Lc 1,38).



miércoles, 20 de julio de 2016

La verdad es un camino de vida

Hace tiempo que quería escribir sobre los cristianos que tiran la toalla porque no se sienten respaldados por la jerarquía de la Iglesia en su valiente defensa de la fe. La ocasión me la ha brindado la publicación de una interesante entrevista a monseñor Georg Gänswein, prefecto de la Casa Pontifica y secretario personal del papa emérito Benedicto XVI. No hace falta ser un lince para comprender que al George Clooney vaticano –como lo califican algunas revistas de moda– el papa Francisco le desconcierta a veces por sus imprecisiones y salidas de tono. No olvidemos que monseñor Gänswein es alemán, con un sentido del humor en las antípodas del sentido del humor argentino del papa Bergoglio. Naturalmente, el prefecto profesa respeto y obediencia al Papa, pero eso no le impide –en un ejercicio admirable de libertad personal– expresar con mesura sus opiniones y perplejidades. 

En el caso del literato español Juan Manuel de Prada, sus palabras tienen un sabor amargo, de profunda decepción, de noche oscura. Y ése parece ser también el tono de las palabras de Luis Fernando Pérez Bustamente, director de InfoCatólica, en relación con la situación de la Iglesia actual. Desconozco los detalles de la trayectoria personal de ambos y los verdaderos motivos que los han conducido a sentirse ninguneados por la Conferencia Episcopal Española. No juzgo sus decisiones. Admiro su valentía. Los tomo solo como ejemplo de la frustración que hoy viven algunos cristianos apologetas que, dotados en ocasiones de fina inteligencia y buena voluntad, han querido poner sus cualidades al servicio de la Iglesia y, en vez de verse recompensados por ella, se sienten arrinconados o criticados. Solo cabe una actitud de respeto y comprensión.

Pero, más allá de estos casos particulares, me preocupa la proliferación de "supercatólicos" –algunos bien asentados en el mundo digital– que se han convertido en inquisidores de un Santo Oficio redivivo, en expendedores de certificados de catolicismo pata negra. Para ellos, la comprensión de “lo católico” ha quedado fijada –casi petrificada– en lo que en alguna etapa de su vida entendieron como tal. Les cuesta caminar con la Iglesia porque consideran que, tras el Concilio Vaticano II, ha perdido el rumbo. Ya no es lo que era. Los hombres y mujeres inteligentes y santos vivieron antes de 1965. Después, todo ha sido mediocridad y secularización, salvo contadas excepciones. Internet les permite dar caña con absoluta impunidad. Si de ellos dependiera, harían caer fuego sobre quienes no comparten su punto de vista. Su afán no es solo anunciar el trigo bueno del Evangelio sino extirpar cualquier rastro de lo que a ellos les parece cizaña. Por todas partes ven signos de descreimiento, apostasía y mundanidad. Y, sobre todo, en algunos obispos de la Iglesia y hasta en el papa Francisco, todos ellos abonados al relativismo doctrinal y al buenismo moral. Frente a tanta decadencia, ellos representan la “reserva espiritual” de Occidente. Asentados en la verdad absoluta, hay poco margen para la autocrítica.  L’Eglise c’est moi.

Me duele escribir con este tono irónico porque intuyo que, en general, se trata de personas buenas, de fuertes convicciones morales, pero con un serio problema de fondo, tan serio que marca la diferencia entre la fe y sus sucedáneos: han reducido la vida cristiana a doctrina eclesiástica. Su preocupación no es tanto vivir cuanto conservar. Por eso, cualquier cambio les parece una amenaza. Su preocupación es mantener íntegro el “depósito de la fe”. Pero la fe es vida y la vida, por esencia, es cambio, desarrollo. No se trata de cambiar por cambiar, sino de crecer en la verdad de Jesús guiados por el Espíritu Santo, a quien confesamos en el Credo como “Señor y Dador de Vida”. Jesús mismo se ha presentado como el camino, la verdad y la vida (cf. Jn 14,6). Se trata de tres dimensiones que se explican mutuamente. La verdad es una realidad dinámica (camino) que consiste esencialmente en tener vida y vida en abundancia (cf. Jn 10,10). El problema es tan viejo como el cristianismo. Jesús mismo tuvo que corregir en varias ocasiones el celo desmedido de algunos de sus discípulos que no habían entendido la novedad del Reino y la supremacía del amor sobre cualquier ley (cf. Lc 9,54). A lo largo de la historia se han multiplicado los casos de creyentes rígidos que, en virtud de una fidelidad mal entendida, se convirtieron en talibanes de la fe, en verdaderos terroristas del espíritu. Tanto la teología como la psicología han estudiado a fondo este fenómeno que consiste en confundir la radicalidad de la fe con la rigidez del pensamiento. El mismo Pablo de Tarso lo vivió en carne propia en relación con el judaísmo.

La única terapia eficaz es la experiencia de un encuentro personal con Jesús que libera el corazón y la mente y ayuda a reconocer su rostro en la comunidad histórica de la Iglesia, semper reformanda. Se trata de una segunda conversión a la experiencia de la gracia. Por lo general, las simples discusiones teológicas no hacen sino reforzar los propios argumentos, aunque pueden ser útiles para aclarar la experiencia vivida y orientar el camino. A quienes se sienten abandonados por una Iglesia a la que critican sin misericordia siempre les recomiendo el testimonio Iglesia, ¡cuánto te quiero! escrito por Carlo Carretto, un hombre curtido en las mil pruebas de la aventura de la fe. Sus palabras se parecen muy poco a las de quienes han tirado la toalla. Transmiten realismo, pero también una profunda esperanza. Necesitamos testimonios como estos porque no es fácil combatir la batalla de la fe en estos tiempos revueltos.

martes, 19 de julio de 2016

Cuando se quiere se puede cambiar

La última vez que estuve en la República Democrática del Congo fue en julio de 2012. Sobrevivir entonces en el aeropuerto de Kinshasa representaba una gran victoria. Las instalaciones eran elementales y se encontraban en un estado de conservación lastimoso. Recoger la maleta implicaba toda una aventura. De los funcionarios es mejor no hablar. Cuando el pasado viernes volví a aterrizar en el aeropuerto de esta inmensa ciudad, casi no me creía lo que estaba viendo. La terminal internacional era completamente nueva. Los procedimientos de control de pasaportes y sanitarios fueron rápidos. Los funcionarios me parecieron amables y eficientes. Es decir, viví todo lo contrario de lo que había padecido hace cuatro años. Para rematar las buenas noticias, estaba también concluida la autopista que conecta el aeropuerto con la ciudad. La última vez habíamos tardado unas dos horas en hacer el recorrido que el viernes realizamos en unos veinte minutos. ¡Restrégate los ojos para darte cuenta de que no es un sueño! ¡Bienvenido a un mundo nuevo!

En realidad, el nuevo aeropuerto y la nueva autopista son solo la expresión de un proceso más profundo de transformación: cuando se quiere, se puede cambiar. No es que sea un entusiasta acérrimo del Yes, We Can de Barack Obama, pero creo en el poder de la voluntad gobernada por la inteligencia y movida por los sentimientos. Congo es un país que posee un gran capital humano y enormes reservas naturales; es decir, es un país rico. No tiene nada que ver con Somalia o Sudán del Sur. ¿Por qué, entonces, la mayoría de la población vive en la pobreza y el país parece (parecía) los restos de una ciudad bombardeada? De entre las varias razones, hay dos que destacan: la corrupción e incompetencia de su clase dirigente y los intereses saqueadores de algunas potencias extranjeras. Cuando ambos factores se modifican, aunque sea ligeramente, el cambio se nota. Es verdad que nada es duradero sin una educación de toda la población y sin corregir la injusticia estructural, pero el hecho de que se perciban cambios transmite un mensaje esperanzador: ¡Es posible! Sin esta convicción nadie se compromete y todo sigue como siempre.

Hace años, una religiosa amiga mía –médico por más señas– se fue decepcionada de este país porque le parecía que la mentira, la pereza y el robo eran la gramática de sus gentes. Quizá tenía razón observando muchos comportamientos en el pequeño hospital donde trabajaba. Ella no hablaba de memoria: los sufría en su trabajo al servicio de los más pobres en una zona rural cercana a Kikwit. Un poco antes, otro claretiano, húngaro de nacimiento y con varios años de experiencia en este país, repetía con frecuencia: “Para estar en el Congo se necesitan tres virtudes: la primera, la paciencia; la segunda, la paciencia; la tercera, la paciencia”. Creo que tanto la religiosa doctora como el religioso misionero tenían razón. La combinación de una sana paciencia histórica (que cree que el tiempo es superior al espacio) y de un esfuerzo emprendedor (que cree que la realidad es superior a la idea) permiten ir transformando un país. Se produce entonces un efecto en cadena. Igual que el mal es contagioso, también el bien llama al bien. Si uno se ve rodeado de funcionarios corruptos y de gente vaga y mentirosa, acaba acostumbrándose a este modo de vida hasta el punto de considerarlo normal y de no sentir ganas de cambiar. Pero si uno ve que hay personas honradas, competentes y con una gran conciencia cívica, acaba por unirse a ellas. En el fondo, todo el mundo se siente mejor cuando observa que su país derrota la pobreza endémica y progresa en varios campos. Y todavía se siente mejor cuando ha contribuido a ese cambio según sus capacidades y posibilidades. Me gustaría que la próxima vez que vuelva se hayan multiplicado los signos de un cambio real y duradero.

lunes, 18 de julio de 2016

Ochenta años y un día

Hoy se cumplen 80 años del comienzo de la guerra civil española (1936-1939). No tengo ninguna víctima entre mis familiares directos –tanto por parte paterna como materna– aunque sí –y muchas– entre los claretianos mártires, pero toda guerra fratricida es siempre un asunto de familia. Tampoco tengo competencia histórica para juzgar un acontecimiento que ha condicionado la evolución posterior de mi país, pero no puedo evitar el dolor, la tristeza y las infinitas preguntas. Ya ha pasado mucho tiempo desde el final bélico, pero quizá no ha llegado del todo el final histórico y afectivo. 80 años equivalen al curso normal de la vida de un ser humano. Tendría que ser un período suficiente para restañar las heridas, superar las ideologías y dejar que hable la historia. Con independencia de las interpretaciones que cada uno pueda hacer, hay un hecho irrefutable: toda guerra –incluso las necesarias y justas– es siempre la prueba de un fracaso. Los seres humanos recurrimos a la confrontación extrema cuando no sabemos, no queremos o no podemos abordar las diferencias y conflictos de manera razonable. Si todo niño que viene al mundo es la prueba de que la vida humana merece la pena, toda guerra es demostración del sinsentido y de la muerte. Tal vez por eso los que participaron en ella, de uno u otro bando, no querían hablar nunca de su experiencia. Así lo confirman los descendientes de generales republicanos (rojos) y nacionales (azules) en un interesante reportaje titulado Los hijos de la reconciliación. Quizá un psicólogo se apresuraría a decir que no hablar de algo significa no asumir las responsabilidades y cargar siempre con su negatividad. Puede ser. Pero hay también silencios terapéuticos que solo buscan que las heridas cicatricen antes de proceder a una operación a fondo.

La historia no se debe olvidar. Yo, que he vivido con testigos directos de la contienda, nunca he tenido mucho interés en saber lo que sucedió (aunque ha habido profusión de publicaciones y documentales) pero sí  en saber por qué sucedió y, sobre todo, cómo se pudo haber evitado. Sin afinar las respuestas, las causas que la produjeron pueden seguir latentes y provocar explosiones incontroladas en cualquier momento. Basta que se produzcan algunos acontecimientos graves o que alguien tenga interés en avivar las llamas. Es necesario estudiar lo que condujo a aquel fatídico trienio 1936-1939 y también la evolución en los 80 años posteriores, conscientes de que toda guerra civil tiene algo de diabólico que escapa a meras interpretaciones humanas. La verdad siempre libera y sana. Pero, sobre todo, es necesario preparar el día después. Ese día añadido significa la esperanza en que un pueblo que ha sufrido, que ha descendido al infierno del horror, si es capaz de comprender y perdonar, puede construir también un futuro prometedor. Las experiencias negativas cuando se asumen en su raíz nos dan una dosis de humanidad que a menudo no se produce cuando todo discurre en la rutina de una vida plana y confortable.

Escribo estas notas rápidas a miles de kilómetros de mi tierra, en un país (Congo) que sufre también el azote de la guerra civil y que no termina de cerrarla. Las escribo en pleno Jubileo de la Misericordia, un año en que la Iglesia nos invita a vivir la experiencia de la reconciliación en todas las esferas de nuestra vida personal y social. Todo me invita a perdonar, aprender y construir, tres verbos necesarios para el día después.

domingo, 17 de julio de 2016

Adivina quién viene esta noche

Las lecturas de este XVI Domingo del Tiempo Ordinario me han hecho recordar la memorable película de Stanley Kramer Guess Who's Coming to Dinner ("Adivina quién viene esta noche") estrenada en 1967. Las interpretaciones de Spencer Tracy, Katharine Hepburn, Sidney Poitier y Katharine Houghton son magistrales. Quizá no todos habéis visto la película. El argumento resultó muy controvertido en la década de los años 60 en los Estados Unidos.  La película cuenta la historia de Joanna Drayton (Katharine Houghton), hija de Christina (Katharine Hepburn) y Matt Drayton (Spencer Tracy), un matrimonio acomodado de San Francisco. Un día llega a casa acompañada por un médico afroamericano llamado John Prentice (Sidney Poitier). La sorpresa de los padres –que no esperaban algo semejante– es mayúscula. Joanna se lo presenta y, sin muchas explicaciones, les comunica que van a contraer matrimonio. Aunque los padres son liberales y no tienen prejuicios raciales, creen que un matrimonio como éste fracasará inexorablemente debido a la presión social.

Dios es también el huésped  que se presenta en nuestra casa cuando menos lo pensamos y del modo más sorprendente. Esta es la historia que sucede junto a la encina de Mambré y que nos propone la primera lectura de hoy. Me gusta contemplar así a Dios y a Jesús: como peregrinos (en cierto sentido, autoinvitados) que entran en nuestras vidas pidiendo hospitalidad. No son invasores sino huéspedes indefensos que dan más de lo que reciben. Su presencia en nosotros resulta siempre transformadora: vuelve fecundo lo estéril y da un giro completo a la orientación de la existencia. El encuentro de Jesús con Marta y María es también un ejemplo de hospitalidad transformadora. La tradición de la Iglesia ha convertido a ambas hermanas en iconos de dos maneras complementarias de entender la vida. No voy a entrar en esto para no seguir perpetuando el binomio "vida activa-vida contemplativa" que tantos problemas nos causa cuando lo malinterpretamos. Me fijo solo en un detalle que la traducción francesa del relato -escuchada esta mañana en la misa- permite subrayar y que ha constituido para mí una pequeña novedad. Jesús no reprocha a Marta que trabaje (agit) sino que se inquiete demasiado (agite). Este juego de palabras da mucho de sí. El servicio no se opone a la escucha de la Palabra de Dios; más aún, es un modo de ponerla en práctica: “Bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica”. 

El problema es esa inquietud/agitación que a menudo nos acompaña y que impide tanto escuchar como servir. El invitado Jesús, cuando entra en nuestra vida, nos invita a su vez a no estar inquietos y obsesionados: “No os preocupéis por lo que habéis de comer o beber”. María de Betania ha escogido la mejor parte porque ha aprendido a confiar, a no creer que todo depende de ella. En el mundo hipertenso que nos ha tocado vivir necesitamos una espiritualidad de la confianza. Si no, acabaremos por no reconocer al Invitado que viene a cenar con nosotros, aunque llevemos todo el día preparando la mesa.

Fernando Armellini nos ayuda a desentrañar otros aspectos del Evangelio de este domingo de julio.


Os puede gustar también esta antigua recreación musical del encuentro de Abrahán con los tres misteriosos peregrinos: