miércoles, 31 de mayo de 2023

Celebrar los dones de Dios


El mes de mayo termina con la fiesta de la Visitación de la Virgen María. El episodio se narra en el evangelio de Lucas (1,39-56). María se pone en camino desde Nazaret y se dirige a un lugar de la montaña de Judea donde vive su pariente Isabel con su marido, el sacerdote Zacarías. Los 130 kilómetros que separan Nazaret de Ain Karim (el lugar que la tradición ha fijado como domicilio del matrimonio) se suelen presentar como un itinerario de servicio y solidaridad. Se pone el acento en que la joven María, despreocupándose de su propio embarazo, emprende “con presteza” un viaje para echar una mano a su anciana pariente Isabel que también espera un hijo. 

Creo que esta interpretación “servicial” es una proyección de nuestra moderna sensibilidad por la ayuda a los demás, pero no acabo de encontrar apoyos suficientes en el texto. Isabel estaba casada con un sacerdote. Es de suponer que disponían de medios suficientes para atender a sus necesidades sin tener que echar mano de una pariente jovencita venida desde la lejana Nazaret. Por otra parte, María regresa a su casa tres meses después; es decir, en el tiempo en el que Isabel tendría que dar a luz. Resulta extraño que se se ausente precisamente cuando su presencia hubiera sido más necesaria para ayudar a su pariente con los cuidados del recién nacido. No, el viaje de María no es tanto un viaje de servicio cuanto un itinerario de fe y, sobre todo, una celebración de liberación, alegría y acción de gracias.


Lucas quiere poner de relieve que el encuentro de María e Isabel (y, de paso, de Jesús y Juan en el seno de sus respetivas madres) es un canto al poder liberador de Dios. Ha sido él quien ha convertido en fecunda a la anciana Isabel y ha fecundado con su Espíritu a la joven María. Por eso, Lucas coloca en sus labios un canto de alabanza que todos los días recitamos en el rezo de vísperas: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación”. 

Lo importante es la obra de Dios. Lo que él ha hecho en las vidas de Isabel y de María y, en definitiva, en el pueblo de Israel (“Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia, como lo había prometido a nuestros padres en favor de Abrahán y su descendencia por siempre”) merece ser cantado y festejado. Su obra es la fuente del verdadero gozo. Porque María ha creído en este Dios grande y salvador, Isabel le dirige una bienaventuranza que debería figurar también en la lista de las bienaventuranzas de Jesús: “Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”.


Me pregunto si, a la luz de este hermoso relato, no deberíamos ajustar nuestras prioridades. Es importante que expresemos nuestra fe a través de un servicio desinteresado y oportuno, pero es más importante que aprendamos a celebrar con gratitud y alegría los dones que Dios nos da: la vida, la fe, la propia vocación. Solo quien toma conciencia de que todo lo que ha recibido puede servir sin buscar en ello compensación alguna, sin convertir el servicio en una prolongación del propio yo insatisfecho. No servimos por indignación o por mera filantropía, sino como una forma de compartir con quien lo necesita la alegría que recibimos de Dios. 

Sin Magnificat, el servicio se convierte en moneda de cambio y puede acabar agotándonos. Cuando cantamos -como María- las “obras grandes” que el Señor ha hecho en nosotros, el servicio prolonga la acción de gracias, es una forma de fe encarnada. Toda auténtica “visitación” está precedida por una “anunciación”. Me alegro de que precisamente en esta fiesta de la Madre, podamos celebrar la pascua de nuestro hermano Manuel Jesús (a quien yo siempre he llamado Manolo). Que la Virgen lo acompañe en su viaje definitivo a la casa del Padre para que allí pueda cantar eternamente las maravillas del Señor.

martes, 30 de mayo de 2023

Descansa en la paz de Cristo


Fuimos compañeros de comunidad en el Claretianum hace 40 años cuando ambos hacíamos nuestros estudios de especialización en Roma: él en Derecho Canónico en la Universidad Lateranense y yo en Teología Dogmática en la Gregoriana. Luego nuestros caminos misioneros siguieron trayectorias distintas. Hemos vuelto a ser compañeros de comunidad en Madrid en el último año y medio. 

Esta mañana ha fallecido en el hospital Gregorio Marañón, a la edad de 65 años, el claretiano Manuel Jesús Arroba Conde después de haber batallado contra el cáncer en los últimos meses. Estuve con él por última vez ayer por la tarde. Junto con algunos de sus familiares y amigos, le hicimos la recomendación del alma. Su situación crítica hacía temer un desenlace inmediato. Los médicos ya nos lo habían advertido con toda claridad. Se ha apagado a las 8,59 de esta mañana. El pasado domingo, solemnidad de Pentecostés, me había dicho con un hilo de voz: “Estamos [sic] terminando”, que a mí me sonó como un eco de las palabras de Jesús: “Todo está cumplido” (Jn 19,30). 

Es probable que muchos de los lectores de este Rincón no sepan quién fue Manuel Jesús Arroba Conde, pero quienes se mueven en el mundo del Derecho Canónico saben que fue una autoridad mundial en su campo. Pasó la mayor parte de su vida en Roma como profesor en la Universidad Lateranense, consultor de varios dicasterios del Vaticano, consultor de la Rota, decano del Instituto Juan Pablo II, y otros muchos encargos que combinaba con su tarea como juez, escritor de libros y artículos, conferenciante, pastoralista, etc. Pero, por encima de todo, era misionero, con una clara sensibilidad hacia la familia y una fuerte conciencia del sentido pastoral del Derecho, “teniendo en cuenta la salvación de las almas, que debe ser siempre la ley suprema en la Iglesia” (canon 1752). 


No es fácil escribir sobre alguien que tiene la misma edad que uno y que ya ha dado el paso definitivo. No quisiera hacer de la entrada de hoy ni una nota necrológica, ni un panegírico ni tampoco un relato acerca de mi relación fraterna con él. La muerte de un hermano es siempre una confrontación abierta con la realidad de la vida y su destino final. Todos morimos un poco. Durante los 77 días que ha estado hospitalizado, él, su familia, sus amigos y su comunidad hemos vivido una montaña rusa de sentimientos, aunque, tras las pruebas iniciales, sabíamos que humanamente había poco que hacer. Cuando él conoció el diagnóstico lo aceptó con una serenidad y una entereza que a todos nos sorprendieron. Es como si hiciera de nuevo la profesión perpetua: “Señor, si es tu voluntad, aquí me tienes”. ¿No es este un hermoso eco de la rendición de María -“Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38)- puesta en labios de un hijo de su Inmaculado Corazón?

Es verdad que en algunos momentos soñaba con recuperarse pronto y disfrutar de las vacaciones de verano con su familia, pero nunca perdió su confianza en el Señor y su completa entrega a su voluntad. Él, que venía del mundo del Derecho, que estaba acostumbrado a juzgar a otros, se abría al Juez definitivo sin temor, como “un niño en brazos de su madre” (Sal 130,2). Estaba muy agradecido al personal sanitario del hospital y a las muchas personas que han desfilado por su habitación o han orado por él durante el tiempo que ha estado internado. A medida que su cuerpo se desmoronaba, se hacía más evidente su consagración a Dios como hostia tomada, bendecida, partida y repartida.


Ha conservado una gran lucidez casi hasta el final. Incluso ha sido capaz de completar desde la cama algunas sentencias con ayuda de sus colaboradores. Es como si hubiera deseado dar el paso definitivo dejando todo arreglado. Si Dios quiere, celebraremos su funeral mañana por la tarde en el santuario del Inmaculado Corazón de María. Será como una prolongación del tiempo pascual apenas concluido. La resurrección de Cristo llega a todos los que creemos en él: “En la vida y en la muerte somos del Señor” (Rm 14,8). Tras la preocupación y el dolor experimentado en las semanas anteriores, confieso que ahora vivo su partida con una gran serenidad, convencido de que existe la “comunión de los santos” en el Señor, una profunda unidad entre los que aún peregrinamos por este mundo y quienes han atravesado la puerta de la vida eterna. 

Sé que es difícil justificar esta fe, sé que no forma parte de las convicciones de muchas personas, pero me fío más de las palabras de Jesús que de las estadísticas y de mis propios sentimientos. Él lo ha dicho con toda claridad: “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre” (Jn 11,25-26). Cada vez que muere una persona querida, Jesús nos pregunta lo mismo que a Marta: “¿Crees esto?”. Y nosotros, movidos por el Espíritu, podemos responder como ella: “Sí, Señor: yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo” (Jn 11,27). 

Hermano Manuel Jesús, descansa en la paz de Cristo. Tu nombre completo es tu mejor carta de identidad y el salvoconducto para tu destino definitivo: Dios está contigo (Manuel) y Dios te salva (Jesús). 

lunes, 29 de mayo de 2023

Vuelta al tiempo ordinario


Tras la intensa y jubilosa cincuentena pascual, volvemos hoy lunes al tiempo ordinario. Lo hacemos con la memoria de la Bienaventurada Virgen María, Madre de la Iglesia, instituida hace cinco años. Tras la fiesta de Pentecostés, es hermoso contemplar a María reunida en el cenáculo con la Iglesia naciente. En estos tiempos de tensiones eclesiales y de trabajoso camino hacia la sinodalidad, también María sigue aglutinándonos a todos para que nos dejemos guiar por el Espíritu y no por nuestros deseos. La Iglesia no va adelante sin que todos los “principios” (el petrino, el paulino, el joánico y, sobre todo, el mariano) se articulen armoniosamente. 

La Madre de la Iglesia pertenece a la casa del “discípulo amado”. Jesús la ha dejado a su comunidad como parte de su testamento. Sin María, la Iglesia no sabe bien quién es y cómo se encarna a Cristo en su misión evangelizadora. Por eso, es útil reanudar el tiempo ordinario celebrando la presencia de la Madre en la espiritualidad cotidiana, en la tarea de ir haciendo Iglesia sobre los cuatro pilares que señalan los Hechos de los Apóstoles: la escucha de la Palabra (kerygma), la comunión (koinonía), la liturgia (leitourgia) y la misión entendida como servicio (diakonía) y testimonio (martyría).


Los periódicos hablan también de la muerte de Antonio Gala (1930-2023), a la edad de 92 años. Como Francisco Umbral o Camilo José Cela, también Gala supo construir su propio personaje para celar el misterio de su persona. No entro a glosar su vida o a juzgar su obra. Me limito a evocar un texto suyo que me lleva acompañando desde hace décadas. Lo propuse hace algo más de dos años en una de las entradas de este blog. Para mí no tiene desperdicio. Quizá no sea recordado como El Manuscrito carmesí, La Pasión turca o Testamento andaluz. Pero contiene gotas de espiritualidad que pueden regar la aridez que hoy padecemos. 

Las palabras puestas en labios del antipapa Luna no han pasado de moda. Creo que incluso hoy suenan más verdaderas que hace tres décadas, cuando Gala las escribió para uno de los guiones de la serie Paisajes con figura. No me resisto a transcribir un párrafo: “Entre nosotros no ha habido tiempo para el amor. Teníamos demasiadas cosas que hacer, demasiados entuertos que enmendar, demasiadas tareas que cumplir. No el amor, el deber me ha conducido a Ti. Y ahora, a deshora, caigo en la cuenta de que perdí la vida, salvo que Tú le des, después de terminada, algún sentido”. El deber sin amor es solo un ejercicio de funcionariado cristiano, una espiritualidad burocrática y sin alma. 


Con todo, la gran noticia de hoy es el triunfo del Partido Popular en las elecciones de ayer y el fracaso de Ciudadanos, Unidas Podemos y el PSOE (llevado al precipicio por Pedro Sánchez). No voy a adentrarme en los vericuetos del análisis político. Los medios de comunicación social nos están ofreciendo opiniones de todos los colores. Por otra parte, cada vez que escribo sobre cuestiones políticas, el blog experimenta una caída significativa en el número de lectores. A mis amigos latinoamericanos les interés poco lo que sucede en esta parte del mundo. 

Más allá de los aciertos y errores de unos y de otros, hay algo que para mí resulta evidente. No se puede jugar con la confianza de los ciudadanos durante mucho tiempo. Engañar sistemáticamente a los electores y pensar que eso no va a tener consecuencias es uno de esos errores que solo cometen quienes están muy contentos de haberse conocido y no escuchan de verdad a las personas. 

Me duele que algunos líderes valiosos del PSOE hayan sido arrastrados por un tsunami del que no eran responsables. Creo que han pagado las consecuencias de la contradictoria política de su jefe de filas. Es solo el preludio de lo que previsiblemente sucederá en las elecciones generales que han sido adelantadas sorpresivamente al 23 de julio. Todavía nos queda el mecanismo de las elecciones libres para defendernos de quienes, ignorando a la sociedad, pretenden controlarlo todo.

domingo, 28 de mayo de 2023

Ya sí, todavía más


Los periódicos dedican hoy mucho espacio a recordarnos que en España se celebran las elecciones municipales y algunas autonómicas. Pero, para un cristiano, lo esencial es que hoy es la solemnidad de Pentecostés con la que se cierra la cincuentena pascual. Escribo la entrada de hoy antes de acercarme a mi colegio electoral, que está a cinco minutos de mi casa. Algunos partidos me enviaron hace días las papeletas por correo. Han estado encima de mi mesa como un recordatorio de la cita que tenemos hoy los más de 35 millones de electores. Puede haber dudas a la hora de elegir a qué partido votar, pero, en el caso de la vida cristiana, no hay duda posible: o vivimos según el Espíritu o vivimos según la “carne”. No hay término medio. 

Leyendo o escuchando las noticias que pretenden informarnos de lo que sucede en el mundo, uno tendería a pensar que la “carne” gana por goleada al Espíritu de Dios. Abundan las informaciones sobre guerras, asesinatos, violaciones, robos, tramas de corrupción, hambrunas, desastres naturales, amenazas nucleares, peligros de la Inteligencia Artificial, emergencia climática, etc. A juzgar por la realidad que los medios nos presentan, estamos todos los días al borde del precipicio. Lo raro es que todavía sigamos viviendo. Los seres humanos tenemos una incurable propensión a la desesperanza.


Vistas las cosas desde Dios, la realidad es muy diferente. En medio de esta Babel contemporánea, el Espíritu derramado en Pentecostés sigue activo. Por la fe sabemos que “todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu” (1 Cor 12,12-13). Donde el diablo siembra división (al fin y al cabo, eso es lo que significa la palabra griega dya-bolos), el Espíritu tiende puentes y crea una unidad, nos articula como miembros de un solo cuerpo sin anular la gran diversidad de los miembros. Creo profundamente en esta secreta actividad del Espíritu en las personas, en los grupos y comunidades, en el mundo entero. 

Mientras nosotros pretendemos construir una torre babélica para escalar el cielo y confiamos en los éxitos de nuestro progreso científico y técnico, mientras nosotros apostamos por la Inteligencia Artificial, el Espíritu de Dios hace nuevas todas las cosas, prosigue una creación nunca terminada, lleva a los seres humanos a su perfección mediante la unión con Dios. A menudo, no somos conscientes de este misterioso proceso que pasa, pero no coincide, con nuestras realizaciones. La fiesta de hoy nos ayuda a ponerlo en el primer plano. Desde esta convicción transmitida por la Palabra de Dios, podemos vivir el presente y el futuro sin la angustia de quien cree que todo depende de nuestro ingenio (en el caso de los más optimistas) o de nuestra maldad incorregible (en el caso de los pesimistas).


Pentecostés es también la fiesta de una Iglesia universal que no tiene miedo de la diversidad, que se arriesga a tomar decisiones audaces porque se sabe conducida por el Espíritu de Jesús. El exceso de prudencia y de miedo es siempre un producto de la “carne”. Donde hay Espíritu siempre hay libertad y santo atrevimiento. La Iglesia ha atravesado numerosas crisis a lo largo de la historia. En cada una de ellas muchos creían ver el final. Sin embargo, el Espíritu siempre es capaz de levantarla y empujarla hacia una nueva tierra prometida. Lo mismo sucede en la crisis actual. Estoy convencido de que en la fuerte desafección eclesial que hoy se vive en Europa se está gestando una nueva manera de ser cristianos y de ser Iglesia. 

Cada vez me encuentro con más jóvenes que se enamoran de Jesucristo y que superan el aire vergonzante o timorato de quienes no se atreven a proponer el Evangelio. Como sucedió en los comienzos de la evangelización, también hoy “se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía manifestarse”. Hay cristianos que hablan muy bien la lengua de las redes sociales, del cine, de la ciencia, de la economía, de la política y del arte. El Espíritu sigue colocando “lenguas de fuego” sobre todos aquellos que reciben el sacramento de la Confirmación y que están llamados a ser testigos y mensajeros del Evangelio de Jesús. Pentecostés es la fiesta del “ya sí, todavía más”, de la esperanza con los pies en la tierra, de la Iglesia plural, de la evangelización creativa, de la alegría compartida, de una cultura que se preocupa por cultivar las muchas semillas de vida que el Espíritu ha plantado en el suelo del mundo.



sábado, 27 de mayo de 2023

Riega la tierra en sequía


El suelo está mojado. En las últimas horas llueve intermitentemente sobre Madrid. Hacía meses que añorábamos el agua. Cuando las gotas golpean la claraboya que corona la escalera de mi casa me parece estar escuchando música de ángeles. Me gusta también ver los alcorques de los árboles de mi calle cubiertos de agua. Nuestro inconsciente asocia el agua a la vida. Es verdad que en algunos lugares del levante y del sur esta inoportuna DANA está provocando inundaciones, pero esos desastres quedan minimizados ante su poder fecundante. 

Hoy, vísperas de Pentecostés, no puedo por menos que recordar que también el Espíritu Santo es agua fresca que riega la tierra en sequía y los corazones áridos. Pero no solo eso. Podemos evocar la célebre secuencia al Espíritu Santo que llevamos cantando a lo largo de esta última semana del tiempo pascual. En la hermosa versión litúrgica castellana fluye así:

Ven Espíritu divino,
manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre,
don en tus dones espléndido.
Luz que penetras las almas,
fuente del mayor consuelo.

Ven, dulce huésped del alma,
descanso de nuestro esfuerzo.
Tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de fuego.
Gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta en los duelos.

Entra hasta el fondo del alma
divina luz y enriquécenos.
Mira el vacío del alma
si tú le faltas por dentro.
Mira el poder del pecado
cuando no envías tu aliento.

Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo.
Lava las manchas.
Infunde calor de vida en el hielo.
Doma el espíritu indómito.
Guía al que tuerce el sendero.

Reparte tus siete dones
según la fe de tus siervos.
Por tu bondad y tu gracia,
dale al esfuerzo su mérito.
Salva al que busca salvarse
y danos tu gozo eterno.


¿Hay forma más expresiva y bella de describir quién es el Espíritu Santo y qué hace en la vida de los seres humanos? Primero, la secuencia lo presenta como padre amoroso, como don, luz, consuelo, huésped del alma, descanso, tregua, brisa y gozo. Todas las palabras están cargadas de resonancias afectivas. Todas transmiten la idea de que donde está el Espíritu de Dios hay vida, amor y libertad. Luego la secuencia describe sus efectos transformadores en forma de súplica. El Espíritu riega lo árido, sana lo enfermo, lava lo sucio, calienta lo frío, doblega lo rígido y endereza lo torcido. Por eso, no podemos vivir como hombres y mujeres libres sin la fuerza del Espíritu Santo. 

Mañana, solemnidad de Pentecostés, tendremos oportunidad de celebrar este misterio. Podremos comprender un poco mejor cómo actúa el Espíritu en cada ser humano, en la Iglesia, en la humanidad, en el universo. Hoy sábado tomamos conciencia de la aridez que nos vuelve infecundos, de las enfermedades que nos roban la salud, de la suciedad que nos impide ser limpios de corazón, de la frialdad de nuestras relaciones, de la rigidez de nuestras convicciones y actitudes, de las curvas sinuosas de nuestras conductas. Quien no cae en la cuenta de su pobreza, no siente la necesidad de implorar al Espíritu. Cree que se basta a sí mismo. Se encierra en su autosuficiencia sin percibir que está cavando su propia tumba. Quizá sea este el gran engaño de la cultura contemporánea.


No es fácil vivir con serenidad, transparencia y alegría. El mundo es con frecuencia demasiado hostil. Todos tendemos a protegernos y defendernos. Vemos a los demás como potenciales enemigos o competidores. Sin la fuerza del Espíritu no tenemos la valentía de salir de nuestro caparazón. Nos parecemos a esos ricos que viven en urbanizaciones hiperprotegidas a las que solo unos pocos pueden acceder después de haber franqueado varios controles. Construyen altos muros, los cubren con concertinas metálicas, contratan a guardias de seguridad, instalan cámaras de vigilancia y viajan en coches con los cristales tintados. Su riqueza no es fuente de tranquilidad, sino de continua preocupación. Temen perder lo que tienen. Sienten que los pueden secuestrar o atracar si bajan la guardia. Necesitan asegurarlo todo a base de muchas medidas protectoras.

Quien tiene al Espíritu no necesita ninguna barrera de seguridad, ningún paraguas. Se deja mojar con generosidad. Quizá tiene pocas cosas materiales, pero ha recibido lo más importante: el don de Jesús que clama en nuestro interior “Abbá, Padre”. Por eso, puede vivir la existencia confiado, alegre y lleno de esperanza.

viernes, 26 de mayo de 2023

No hay libertad sin gratitud


Invitado por un amigo común, ayer estuve almorzando y conversando con Santos Blanco, el joven director de la película Libres, que, a pesar de ser un documental y exhibirse en pocos cines, está teniendo un gran éxito. Éramos cuatro en la mesa. Dos (mi amigo Fernando y yo) superamos los 60 años. Los otros dos (Santos y Santiago, un sacerdote argentino amigo suyo) no han llegado todavía a los 40. Nos separan más de dos décadas. Es de suponer que cada pareja tiene las señas de identidad de su respectiva generación y hasta sus preferencias culinarias. Los más jóvenes optaron por la carne. Los sesentones nos apuntamos al pescado. Es solo una forma gastronómica de marcar las diferencias. Lo sorprendente es que, además de que los cuatro disfrutamos de la variedad y calidad de la comida, entre nosotros (dos laicos y dos sacerdotes) hubo una gran sintonía con respecto a los pilares de la vida. 

Santos me confesó que desde hace muchos años se siente atraído por la frase de Jesús: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6). De hecho, ha estructurado su película en torno a estas tres palabras miliarias, escribiéndolas incluso en griego: hodòs, alétheia y zoé. Para que sepamos bien de dónde venimos nosotros, hijos de Grecia y de Roma, el subtítulo figura en latín: Duc in altum, que podríamos traducir como Rema mar adentro. No está mal como invitación arriesgada a no quedarnos encerrados en nuestra zona de seguridad y como apelación a las lenguas clásicas que han vertebrado la nuestra; es decir, nuestra manera de pensar y de hablar. 

Santos no pretendía contar los entresijos de la vida monástica. Buscaba testigos (hombres y mujeres, jóvenes y ancianos) que, desde la experiencia de un encuentro y desde la autenticidad de una vida esencial, pudiesen contarle al descreído hombre contemporáneo, pero también al buscador insaciable, que Jesús nos señala una dirección en nuestro laberinto personal y social; que nos devuelve a la verdad de las cosas en el imperio de la apariencia y de las fake news; que nos inyecta la vida de Dios en la cultura de las muchas muertes que dinamitan hoy la existencia humana.


Santos no tiene pose de director de cine, ni creo que la tenga nunca porque, a la altura de sus 38 años, me dio la impresión de que sabe distinguir entre la espuma y la cerveza, entre la fama efímera y los valores permanentes. Creo que sintonizamos desde el primer momento. Con una amabilidad que me dejó un poco desarmado, al acabar la comida y la sobremesa, me trajo a casa en el Mini de su mujer. Por el camino pudimos completar la conversación iniciada en el restaurante. Me habló de un documental que hizo hace algunos años en Benín y de su nuevo proyecto cinematográfico que promete ser original y sugestivo. Descendiente de militares y marinos, parece genéticamente adiestrado para navegar en el mar proceloso de nuestra sociedad actual. No lo veo ni timorato ni combativo sin causa. No quiere convencer a nadie, pero sí aspira a irradiar lo que para él constituye el secreto de todo: Jesús, camino, verdad y vida.

Es muy consciente de que el objetivo del cine no es adoctrinar, ni siquiera instruir. Hay otros medios para eso. El cine entretiene, sugiere, provoca, despeja horizontes, suscita preguntas, crea emociones. Por eso, para hacer buen cine no es suficiente tener acceso a buenas historias. Hay que saber contarlas con los códigos específicos del séptimo arte. Creo que lo ha logrado con la película Libres y espero que lo consiga con las siguientes. Santos pertenece a un grupo de creadores que han crecido desde niños en sociedades abiertas en las que hay que aprender a decir las cosas sin ceder a la moda del momento y sin pretender sustituir un dogmatismo cultural por otro. 

Solo la verdad nos hace libres. La frase de Jesús es replicada por uno de los monjes de la película y es también el cantus firmus que la recorre desde los primeros fotogramas junto al mar hasta la vela que se apaga al final. Y no hay libertad sin gratitud. Amor con amor se paga. La continua acción de gracias (eucaristía) es el mejor modo de comprender y saborear la libertad. Todo nos ha sido dado, incluso la posibilidad de rechazar a Dios. Lo recuerda al final de la película un monje anciano (creo que camaldulense en el Yermo de Nuestra Señora de Herrera, en la provincia de Burgos) con su peculiar acento italiano.


Solo una hora después de que Santos me dejara en mi casa, me encaminé hacia el cercano cine Renoir para ver de nuevo la película en compañía de Carlos, un amigo mío periodista, que además es vecino. Tenía ganas de saborearla a fondo y, sobre todo, deseaba escuchar el eco crítico de alguien avezado en estos territorios del arte. Procuramos no hacer muchos comentarios durante la proyección, aunque no pudimos evitar algunos discretos. 

A mí me sorprendió ver que Carlos cada cierto tiempo encendía su móvil. Imaginé que estaba leyendo varios mensajes urgentes que le entraban en su cuenta de periodista. Me equivoqué. Lo que Carlos hacía era teclear a toda prisa algunas de las frases de la película que más le impresionaban. Lo supe cuando caminábamos por la calle Martín de los Heros de regreso a casa y él sacó en varias ocasiones el móvil para leer sus apuntes y, de esta manera, poner carne en nuestra conversación. 

Me hizo un par de comentarios críticos acerca de algunos planos que le parecieron innecesarios o un poco artificiosos, pero -como ha escrito esta misma mañana en su cuenta de Twitter- Libres “es una película que habla de vida en un sentido pleno, cargada de amor, felicidad y muchísima paz. Una experiencia emocionante”. También él se sintió inundado por la paz que la película transmite y por la forma natural, profunda y hermosa con que se abordan las cuestiones centrales de la vida sin pretensiones académicas y sin exceso de explicaciones, dejando que fluya el arroyo de la experiencia personal. 


¿No estaremos necesitando “zonas verdes” -como sugiere una de las monjas ancianas- en medio del gris compacto de nuestra autosuficiencia contemporánea? Donde nosotros ponemos ruido, los monjes disfrutan del silencio; donde nosotros ponemos aceleración y frenesí, los monjes reivindican la tranquilidad antes de que el movimiento slow la haya puesto de moda; donde nosotros nos sentimos estresados por la acumulación de ocupaciones, ellos articulan una vida armoniosa en torno a la oración y el trabajo (ora et labora); donde nosotros nos dejamos seducir por el consumismo imparable, los monjes disfrutan con la sobriedad (viven con pocas cosas y estas cosas las necesitan poco); donde nosotros nos volvemos ecologistas de salón, ellos viven desde hace siglos en armonía con la naturaleza que los rodea; donde nosotros nos las damos de exigentes y reivindicativos, ellos exudan gratitud por los cuatro costados; donde nosotros vivimos 
“como si Dios no existiera (etsi Deus non daretur), ellos hacen de Dios su tesoro y la fuente de su libertad y alegría. 

Naturalmente, todos estos ingredientes pasan por el crisol del misterio pascual. Nada es hermoso sin la purificación de la cruz. Las potentes y sugestivas imágenes de personas, abadías y paisajes no camuflan la verdad de una vida sacrificada y expuesta a pruebas, crisis y tentaciones como todas. La vida es bella, pero es también dura. Lo afirma sin titubeos uno de los religiosos. La alegría es fruto de una tristeza superada; el amor es un egoísmo vencido; la paz es una turbación aquietada; la vida, en fin, es una muerte derrotada. Los monjes son combatientes, no hippies ociosos o parásitos sociales, aunque una de las monjas utiliza esta última expresión para subrayar la inutilidad de la vida monástica en la sociedad productivista en la que hoy vivimos. 


¿Se comprende ahora por qué muchos de nosotros vamos por la vida con el corazón encogido y el ceño fruncido mientras ellos viven alegres y serenos? La clave la recuerda el carmelita holandés de barba poblada y voz profunda que habla a la cámara desde el monasterio carmelitano de las Batuecas: “Jesús nos dijo que nos amáramos unos a otros como él nos ha amado, pero nadie le hace caso”. Más claro, agua. 

Gracias, Santos, por tu obra y por tu amigable conversación. Gracias, Fernando, por haber propiciado el encuentro a través de la política de los manteles. No hay nada mejor que una buena comida para recrear la amistad. ¡No creo que nuestra vivaz conversación fuera la causa del torrente de agua que inundó el restaurante minutos después de nuestra partida! Gracias, Santiago, por tu presencia discreta y atenta. Y gracias, Carlos, por haberme ayudado a ver la película con otros ojos. Seguimos caminando.




jueves, 25 de mayo de 2023

Hacer un libro


Ayer visité la imprenta con la que suele trabajar nuestra editorial. Creo que es la primera vez que visito detalladamente una empresa de este tipo, acompañado por su propietario y director. La imprenta se llama Estugraf. Está en un polígono industrial del sur de Madrid. Una veintena de operarios se afanan por que todo el proceso funcione a la perfección. Algunos libros se siguen imprimiendo a offset, pero cada vez gana más terreno la impresión digital. Pude seguir todas las etapas del proceso desde que llega el PDF con el original del libro hasta que es empaquetado para su distribución. 

Acompañado por el jefe, fui recorriendo todas las secciones del inmenso taller, incluidas las oficinas y el archivo donde se almacenan los libros impresos. Es sorprendente la calidad y velocidad con la que se imprimen las planchas de papel, se cortan, se doblan, se cosen, se encuadernan, se guillotinan y se embalan. Todo el proceso está mecanizado. Los expertos calculan el gramaje del papel, su textura y color y otros pormenores que hacen de cada libro una pequeña obra de arte. Y todo de acuerdo a la demanda (hoy ya no es necesario hacer grandes tiradas que luego no se sabe dónde almacenar) y en un tiempo récord.


Es verdad que hoy disponemos de innumerables obras en formato digital que podemos leer desde nuestro E-reader, desde el ordenador o la tablet, o desde el mismo teléfono móvil. Esto nos permite tener siempre a mano nuestros libros favoritos sin cargar físicamente con ellos. Nos permite igualmente hacer búsquedas, copiar párrafos y otras operaciones que agilizan la composición de textos. Reconozco que yo utilizo con mucha frecuencia los formatos digitales de obras como la Biblia, el Código de Derecho Canónico, los documentos del magisterio de la Iglesia u otras fuentes. 

Pero este uso digital no es comparable al placer que supone coger un libro en las manos, contemplar su portada, adivinar el contenido a partir del título, abrirlo con delicadeza, acariciar el papel, ponderar el tipo de letra y la separación interlineal, admirar la reproducción de las fotos o grabados, olerlo… y, sobre todo, sentarse cómodamente y comenzar a leer con un campo visual amplio, sin estar sometido a la tiranía de la pantalla. Por todas estas razones, no creo que los formatos digitales desplacen a corto y medio plazo a los libros impresos. Convivirán pacíficamente durante mucho tiempo porque responden a necesidades diferentes.


Ayer comprobé que un impresor es también un artista. Es verdad que el principal responsable de un libro es la persona que lo escribe, pero el manuscrito original no sería casi nada si no se encarnase en un cuerpo tangible, equilibrado y bello. Aquí es donde cobra protagonismo el impresor y todo su equipo. Hoy se cuida mucho la edición de libros. La moderna tecnología permite hacer maravillas. Continuamente están apareciendo nuevas máquinas que dejan obsoletas a las anteriores. 

Yo siempre había creído que hoy se escribe mucho y se lee poco, pero ayer, en diálogo con las personas que se mueven en este mundo de los libros, escuché opiniones contrarias. Según ellos, cada vez se lee más. Acepto el parecer de los entendidos, pero sigo teniendo mis dudas. No me parece que las nuevas generaciones de niños y adolescentes, pegados todo el día a las pantallas de los móviles, sean ávidos lectores. Quizás estoy equivocado. El tiempo lo irá diciendo. 

Para mí, aprendiz de editor, fue un placer conocer de cerca el lugar donde los archivos digitales que nosotros elaboramos en la editorial se transforman en libros que llegan a las manos de muchos lectores. Para que cada uno sea un verdadero regalo, es preciso que todas las fases de proceso de producción estén bien articuladas. Autores, editores, diseñadores, correctores, impresores, distribuidores y libreros estamos al servicio de una obra que puede afectar mucho a la vida de las personas. Hay libros que divierten, entretienen, instruyen, consuelan, despiertan, provocan, acompañan… ¿No es este un servicio público digno de respeto? Es verdad que también hay libros que aburren, envenenan, enredan o dañan, pero siempre podemos prescindir de ellos para buscar refugio en los que proporcionan vitaminas espirituales. Las imprentas y librerías son como farmacias para el alma; o sea, servicios esenciales, por usar la expresión oficial que se puso de moda durante la pandemia.


miércoles, 24 de mayo de 2023

Fidelidades excesivas


El próximo domingo se celebrarán en España las elecciones municipales y en algunas comunidades también las autonómicas. Las encuestas van dibujando el posible escenario final, pero, a la postre, seremos nosotros quienes decidamos. Los electores somos muy libres de votar al partido que más nos convenza o, por lo menos, al que consideremos menos dañino, digan lo que digan los sondeos de opinión y más allá de la propaganda de los mismos partidos. 

Al tratarse de listas cerradas, se vota en bloque. Eso hace que, salvo en las poblaciones pequeñas donde todos se conocen, se vote más pensando en los partidos que en las personas que forman parte de esa lista, la mayoría de las cuales son perfectamente desconocidas. Y aquí viene la primera y perturbadora sorpresa. Según revelan algunas encuestas que he leído estos días, la mayoría de los electores vota siempre al mismo partido, independientemente de cuál haya sido su trayectoria y su nivel de actuación en las legislaturas precedentes. O sea, que, si uno ha votado al PSOE en elecciones anteriores, lo normal es que siga haciéndolo en estas. Y si uno ha votado al PP, al PNV, a ERC o a Unidas Podemos, lo más probable es que vaya a hacer lo mismo en esta ocasión. No es que seamos tontos o irresponsables, sino que hay ciertas fidelidades que son más decisivas que cualquier argumento. 

Hoy podemos abandonar la religión que profesamos desde niños, podemos cambiar de empresa, de coche, de vivienda, de compañía telefónica o de seguros y hasta de pareja sentimental. No se hunde el mundo. De lo que casi nunca cambiamos es de equipo de fútbol y de partido político. Es como si el espacio que antes ocupaba la religión, ahora lo ocupasen dos ídolos modernos que exigen fidelidad hasta la muerte: el deporte y la política. En estos dos campos, es casi inútil un ejercicio de discernimiento racional, un desapego crítico. Las vísceras toman la iniciativa y acaban imponiéndose.


Los partidos lo saben. Han comprobado que funcionamos, sobre todo, desde la emotividad. Por eso, no se preocupan demasiado de la coherencia de su discurso, sino del impacto emocional en los futuros votantes, de los golpes de efecto, de la apelación a los sentimientos más primarios. Y también del desarme y la ridiculización del adversario. Da casi igual que los políticos sean honrados o corruptos, competentes o incompetentes, equilibrados o sectarios. Al final, uno acaba votando a “los nuestros” en contra de “los otros”. ¿Cómo voy a votar al PP o a Vox si provengo de una familia de izquierdas? ¿Cómo voy a votar al PSOE, a Unidas Podemos o a Sumar si los míos siempre han sido de derechas? 

Naturalmente, siempre hay una franja de “indecisos”, curioso nombre reservado por las empresas demoscópicas para quienes no profesan fidelidades exageradas. O sea, que si uno no vota siempre al mismo partido porque se siente defraudado por él o porque le atrae más la propuesta de otro, es un indeciso. Pero esto no es siempre verdad. En muchos casos se trata de un votante que sopesa los argumentos (y, sobre todo, las realizaciones) de unos y de otros y toma una decisión libre sin dejarse llevar por fidelidades excesivas que no solemos aplicar a casi ninguna otra dimensión de la vida. 

Mientras la política esté dominada por los partidos, habrá un número muy alto de ciudadanos (sobre todo, entre los jóvenes) que se sientan excluidos y hasta timados. Meter cada cuatro años una papeleta en una urna no asegura que estemos viviendo una verdadera cultura democrática, de participación y corresponsabilidad, por más que enfáticamente se hable de  “fiesta de la democracia”. Por lo general, una vez que les hemos otorgado nuestro voto, los partidos se sienten autorizados a seguir su estrategia sin escuchar más a los ciudadanos. En campaña, todo son consultas, buenas palabras y promesas. Luego, salvo honrosas excepciones, si te he visto no me acuerdo, aunque, por extraño que parezca,  parece estar demostrado que los políticos cumplen la mayoría de sus promesas.  El sistema, desde luego, no favorece la participación permanente de los ciudadanos, sino la omnipotencia de los partidos. 


Se dice con frecuencia que “todo es política”. Aunque la frase es muy seductora y comprendo lo que con ella se quiere indicar, cada vez me inclino más a decir lo contrario; o sea, que, gracias a Dios, no todo es política. La construcción del bien común se hace de muchas maneras, no solo a través de los partidos políticos y de lo que normalmente se entiende por política en la lengua corriente. Los profesores que enseñan en los colegios y universidades, los trabajadores en sus empresas, los comunicadores, el personal sanitario… todos contribuimos a hacer más habitable la convivencia sin tener necesariamente que pasarlo todo por el filtro legislativo y ejecutivo. En otras palabras, la sociedad es más amplia, rica y plural que el aparato del estado. Me alegro de que sea así. 

Temo el advenimiento de sociedades hiperreguladas en las que, so capa de garantizar los derechos de todos, se controle hasta el más mínimo movimiento y se nos tutele como si fuéramos niños pequeños. Pero esto nos llevaría por otros derroteros. Hoy me limito a invitarme a mí mismo y a invitar a los lectores de este Rincón a practicar una sana autocrítica, a no dejarnos llevar por fidelidades excesivas, a no votar por mera rutina y a escoger a quien en cada momento nos parezca que puede gestionar mejor la cosa pública. 

A un político le pido, sobre todo, que sea un buen gestor de la confianza que los ciudadanos le otorgan para manejar los asuntos públicos y administrar los dineros que se recaudan. Para otros aspectos esenciales de la vida, ya hay muchas ofertas (religiosas, filosóficas, científicas, económicas, artísticas, etc.) que no pasan (ni deben pasar, a mi juicio) por el embudo de la política. No hipertrofiemos las cosas. A cada uno lo suyo.

martes, 23 de mayo de 2023

Él ha vencido, podemos vencer


Ya ha comenzado la recta final que nos conduce a la solemnidad de Pentecostés. Yo vivo todavía los ecos del día de la Ascensión y la primera comunión de uno de mis sobrinos. Tanto el párroco como las catequistas prepararon con mimo la celebración. Creo que los comulgantes, junto con sus padres y familiares, vivieron un momento entrañable en el que percibieron el paso de Jesús. En una asamblea numerosa y plural no es difícil imaginar actitudes y posturas muy distintas. No todos los padres que piden la primera comunión para sus hijos viven internamente lo que se celebra, pero Dios tiene sus caminos para llegar al corazón de las personas. A veces, una palabra o un gesto que parecen secundarios dan en la diana, remueven algunas fibras internas. 

No es raro que, a través de los niños, de su fe ingenua y saltarina, Dios se haga el encontradizo con los adultos que hace tiempo que no descuelgan el teléfono. Por otra parte, una liturgia bien celebrada, no deja a nadie indiferente. Los cristianos creemos que la liturgia no es un mero recuerdo nostálgico de algo que sucedió en el pasado, sino que actualiza en el presente el misterio que celebramos. Creo que la banalización de la liturgia conduce irremediablemente al debilitamiento de la fe. Algo de esto hemos vivido en las últimas décadas.


Mientras el tiempo pascual termina, se me hacen muy consoladoras las palabras que Jesús dirige a los suyos en forma de despedida: “Os he hablado de esto, para que encontréis la paz en mí. En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo” (Jn 16,33). Jesús nos advierte de que nuestra vida cristiana será una lucha constante. Lo compruebo a cada paso. Desde que nos levantamos cada día tenemos que enfrentarnos a desafíos externos e internos. Nos llegan noticias de conocidos nuestros que enferman, agonizan o mueren. Muchas familias se las ven y se las desean para salir adelante. No solo se trata de problemas económicos, sino de dificultades para la convivencia. Hay matrimonios que viven el hielo de la incomunicación, sacerdotes que se sienten desfondados, jóvenes que no ven futuro. 

Nosotros mismos, en medio de la rutina diaria, podemos descubrir dentro de nosotros tristezas inexploradas, cansancios que no remiten, temores pegajosos que nos impiden vivir con serenidad. A estas luchas internas se unen a menudo los escollos provenientes del contexto en el que vivimos, que no siempre es favorable a la vida de fe, que a veces nos hace sentir como extraños, como habitantes de otro planeta.


Cuando vivamos situaciones semejantes, nos hará bien acordarnos de las palabras de Jesús. Él ya nos ha advertido de que todo esto sucedería, de que seguirlo a él no sería un camino de rosas, de que, tarde o temprano, el cansancio haría mella en nosotros. Nos reconforta saber que, en medio de todas estas pruebas, podemos encontrar la paz en él porque con su resurrección él ha vencido al mundo. No hay ninguna lucha, por ardua que parezca, que pueda destruirnos si ponemos nuestra confianza en Jesús. Él no nos ha prometido ahorrarnos problemas y combates, sino que nos ha asegurado su presencia con nosotros y su energía vencedora. 

El cristiano es un combatiente. Por eso, cuando concebimos la vida como un retiro dorado no vivimos con plenitud. Mientras peregrinemos por este mundo tendremos luchas hasta el último segundo. No tendríamos que extrañarnos. Más bien tendríamos que sospechar del exceso de calma. Pero lo que nos mantiene en pie es la convicción de que Jesús nunca nos deja solos y de que, en su triunfo, todos triunfamos. Su Espíritu es quien nos va guiando y fortaleciendo en el camino de la vida.

domingo, 21 de mayo de 2023

Jesús se llama Emmanuel


Tras el frío de los últimos días, hoy, solemnidad de la Ascensión, ha amanecido un día radiante y caluroso. Parece que este año se cumple el dicho popular: “Tres días hay en el año que relucen más que el sol: Jueves Santo, Corpus Christi y el día de la Ascensión”. Jesús se ha ido, pero se queda. Este juego de ausencia-presencia caracteriza la vida cristiana. Ya no está físicamente en un rincón de Palestina para estar espiritualmente en todo el mundo. Su ausencia física inaugura un nuevo tipo de presencia que nunca vendrá menos. Su promesa cierra el evangelio de san Mateo que leemos hoy: “Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos” (Mt 28). Jesús será el Emmanuel por los siglos de los siglos. 

Es verdad que podemos vivir “como si Dios no existiera”, pero no podemos decir que Dios se haya alejado del mundo. El universo entero está preñado de la presencia del Jesús resucitado. Por eso, no hay que temer que algún día descubramos regiones “sin Dios”. Para anunciar esta buena noticia, Jesús ha comisionado a los primeros discípulos y a todos nosotros: “Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado”. La misión es un ejercicio de irradiación. A eso estamos llamados.


Desde hace 57 años se celebra en la solemnidad de la Ascensión la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales. El mensaje del papa Francisco para esta edición es: “Hablar con el corazón, «en la verdad y en el amor» (Ef 4,15)”. La misión pasa hoy, en buena medida, a través de los medios de comunicación social. Ayer se celebró el tercer encuentro online de influencers católicos. Poco a poco, se va articulando mejor esta inmensa red de cristianos que trabajan en internet. Lo que importa, más allá de estilos y medios, es que el mensaje de Jesús resuene y llegue al corazón de las personas. 

Nunca como ahora hemos dispuestos de tantos medios para el anuncio del Evangelio y quizá nunca nos está costando tanto. Soy consciente de que yo estoy muy condicionado por el ambiente que se respira en Europa. En otras partes del mundo se percibe una actitud más abierta, como si el Evangelio conectara de verdad con las búsquedas más profundas de los seres humanos. Para ello, como nos pide el Papa en su mensaje, es necesario escuchar muy atentamente.

sábado, 20 de mayo de 2023

El placer de conducir


Salí de casa a eso de las 14,45. Había dejado todo listo antes de la comida. ¿Todo? Todo no. Cometí un error de principiante. En vez de enfilar el coche hacia la M-30 y luego a la M-40 para acabar recalando en la A-2, como he hecho con éxito en otras muchas ocasiones, me aventuré a cruzar Madrid de oeste a este por el eje Cea Bermúdez-Jose Abascal hasta embocar el túnel que conduce directamente a la A-2 evitando varios cruces en superficie. Olvidé que era viernes, así que no tuve más remedio que sufrir el atasco que inaugura cada fin de semana. Durante demasiado tiempo avanzaba como a empujones, de treinta en treinta metros. Y a veces menos. Cuando salí a la A-2 a la altura de la sede de IBM había pasado casi una hora. 

Me sorprendí de mi serenidad. Hace años hubiera estado encendido. Todavía tuve alguna retención menor hasta casi llegar a Guadalajara. Luego la autovía se volvió fluida. Dominaban los camiones. Antes de haber completado los 100 primeros kilómetros, me detuve en un área de servicio para repostar y limpiar el coche, que parecía un matadero de mosquitos. El resto del viaje lo hice con tranquilidad, aunque soplaba un fuerte viento que hacía girar con fuerza los aerogeneradores que hay entre Medinaceli y Almazán.


Me gusta conducir sin pensar en nada, dejándome llevar por el paisaje, imaginando algunas historias de las personas que me adelantan con prisa. Pocas veces superé los 130 kilómetros por hora. Procuré mantenerme en el umbral de los 120. Comprobé que, tras semanas sin lluvia, el terreno estaba seco y los trigos menguados, con un verde pálido de enfermo crónico. Había nubes panzudas, algunas de un gris intenso, pero ninguna era portadora de la esperada lluvia. El protagonista era el viento. Era evidente que -como dice el refrán- “cuando marzo mayea (y este año mayeó mucho), mayo marcea”. En fin, tirando de refranes, “cuando no hace el tiempo que quieres, tienes que querer el tiempo que hace”. 

De todos los meteoros, el viento es quizás el que menos me gusta. Me consolaba saber que estaba siendo fuente de energía eléctrica, aunque no creo que eso acabe notándose en el recibo de la luz. Escuché las noticias por la radio. Me enteré de la cumbre del G-7 en Japón. Escuché con atención una tertulia en la que se analizaba el bajo nivel de asociacionismo entre los jóvenes españoles. Parece que no llega al 10% de la población entre 18 y 34 años. Son alérgicos, sobre todo, a la política. No me extraña porque la estructura de los partidos sigue siendo muy piramidal y “dedocrática”, pero de esto me gustaría escribir la próxima semana.


Un poco antes de las seis de la tarde llegué a Soria. Estacioné como pude cerca del aula Tirso de Molina, a cuatro pasos de la hermosa iglesia románica de Santo Domingo. A mi sobrino Iker, lo mismo que a otros 53 niños y adolescentes, le entregaban un trofeo por sus excelentes resultados en los juegos deportivos provinciales que patrocina la diputación. Recibido el premio y hechas las fotos de rigor, enfilé la carretera de Vinuesa sin ningún apuro. Seguía soplando el viento, pero era tolerable. Las músicas de Radio Clásica me ayudaban a disfrutar de una ruta llena de robles primero y de pinos después. Cuando empecé a divisar el embalse de la Cuerda del Pozo (al 70% de su capacidad) sentí que ya estaba en casa. Los robles empiezan a tener hojas nuevas. 

El verde oscuro de las masas de pinos da una sensación de frescor que mitiga la pertinaz (como se decía ya en tiempos de Franco) sequía. Hasta el coche parecía un poco más saltarín, como si adivinara que estábamos llegando a casa. Fueron alrededor de 270 kilómetros entre puerta y puerta. A las siete y media estaba ya metiendo la llave en la cerradura de la puerta. La tarde seguía plomiza y ventosa, pero una íntima satisfacción me recorrió por dentro. Primer acto del hermoso programa que me aguarda este fin de semana.

viernes, 19 de mayo de 2023

Primeras ¿y últimas? comuniones


Mayo y junio son meses de primeras comuniones en España. Se suelen hacer coincidir con la primavera, los últimos compases del tiempo pascual y casi con el final del curso académico. No sé cómo viven los niños de ahora este momento. La mayoría tienen entre ocho y diez años; o sea, que ya han alcanzado “el uso de razón”, como decía el viejo catecismo. Imagino que todos se han preparado mediante las llamadas catequesis de primera comunión. Los catequistas no lo tienen fácil. En el imaginario social las primeras comuniones son como minibodas en las que los niños y niñas, vestidos como mininovios y mininovias, disfrutan de una especie de fiesta infantil en la que hay banquetes, profusión de regalos y otras lindezas que nuestra sociedad consumista sabe vender casi como imprescindibles para hacer lo que todos hacen y no desentonar

En medio de este despliegue, es probable, pero no seguro, que algunos niños sepan que van a recibir por primera vez la Eucaristía. No sé cómo se las apañan los catequistas actuales para explicarles a los niños, expertos en informática y saturados de estímulos visuales y auditivos, que en esa hostia redonda se hace presente Jesús. Los niños tienen que hacer dos actos de fe. El primero consiste en creer que eso que parece papel es pan; el segundo en creer que ese pan “es” Cristo. Los niños son capaces de eso y de mucho más, porque están dotados para creer, pero no hay que darlo por supuesto. Admiro a quienes asumen la hermosa y difícil tarea de ayudarles a vivir todo esto con sentido, gratitud y alegría. Ya decía Henri De Lubac que no hay en la Iglesia otro oficio más hermoso que el de catequista, transmisor de la fe. 


Hace tiempo que las primeras comuniones y las bodas me producen pocas alegrías. No porque me considere un aguafiestas o porque no disfrute con los encuentros familiares y con las celebraciones, sino porque en la mayoría de los casos me parecen fiestas inflacionistas; es decir, el exceso de euforia no se corresponde con el déficit de fe. No puedo juzgar el interior de cada persona y la verdad de sus intenciones, pero, a tenor de lo que se ve, en muchos casos estas celebraciones no se insertan en un itinerario de fe, sino que son acontecimientos sociales aislados en los que las familias saldan deudas afectivas y protocolarias. La mayoría de los sacerdotes y catequistas, a pesar de su insistencia y de su buena voluntad, no pueden hacer casi nada para evitar este derroche innecesario. 

Añoro las primeras comuniones en las que no era necesario disfrazar a los niños y niñas con trajes costosos que nunca más se van a poner y que poco o nada tienen que ver con el misterio que se celebra. Prefiero la costumbre de algunas parroquias en las que hay un conjunto digno de túnicas blancas de diversas tallas que los niños utilizan para la celebración del sacramento. Más allá de su condición social, todos son revestidos del mismo modo, en línea con los usos litúrgicos del tiempo pascual, no con las modas del momento. Y echo de menos alguna forma de celebración festiva en la que los niños y sus familias puedan compartir un día de encuentro en el marco de las parroquias de forma solidaria. 


Para muchos niños me temo que la primera comunión no es la última, pero sí un acto aislado que apenas tiene continuidad en su vida posterior por la sencilla razón de que en sus familias no se practica la fe. Aunque llevamos décadas denunciando este reduccionismo, no acabamos de encontrar buenas soluciones pastorales. La más radical es interrumpir durante algún tiempo esta práctica, hacer una especie de prolongado “ayuno eucarístico” a modo de terapia de choque. La reacción de la mayoría sería de disgusto y aun de violencia. La más fatigosa -pero quizá la más eficaz a largo plazo- consiste en ir trabajando esta nueva perspectiva con los jóvenes matrimonios y familias para que, llegado el momento, puedan vivir las primeras comuniones de sus hijos con otras actitudes y prácticas.

Como sucede siempre, si no hay criterios discernidos y aceptados por todos, el cambio será casi imposible. Las rutinas sociales suelen tener más fuerza que las orientaciones pastorales. Mientras tanto, me parece necesario creer en la política de los pequeños pasos. Que no sea posible un cambio radical no significa que no se puedan ir cambiando algunas cosas. Para eso es necesario hablar, reflexionar juntos, compartir ideas y experiencias, evitar las posturas tajantes y unilaterales y tomar pequeñas decisiones que vayan en la dirección correcta. Se requiere una nueva creatividad pastoral que, sin renunciar al significado hermoso y disruptivo de la fiesta, no la reduzca a los modelos consumistas (y caros) de la actualidad, sino que ponga de relieve su valor como lugar de encuentro, alegría, solidaridad y acción de gracias.

Mientras damos nuevos pasos, celebremos con alegría todos los momentos en los que los niños reciben a Jesús. Suceden más milagros de los que podemos medir con nuestros criterios humanos.