lunes, 23 de junio de 2025

Meditaciones crepusculares


El paso por el monasterio de la Conversión me ha hecho disfrutar de la belleza de la liturgia de la Iglesia. Frente a un modo de celebrar que acentúa la exhortación moral, la explicación constante, el entretenimiento y la participación entendida como actuación, la liturgia monástica privilegia la belleza, el silencio, el canto y la adoración. Son dos modos complementarios. En esta etapa de mi vida prefiero claramente el segundo. Me agotan las liturgias demasiado didácticas, demasiado centradas en quien preside, demasiado verborreicas, demasiado preocupadas por no aburrir a la gente, demasiado -digámoslo con una palabra de moda- “autorreferenciales”. 

En el monasterio de la Conversión se da mucha importancia a la música, al silencio y a los símbolos elementales. También hay tiempo para la intercesión por las necesidades concretas de nuestro mundo y de la Iglesia. Comprendo muy bien que muchas personas -sobre todo, jóvenes- se sientan atraídas por esta liturgia que abre un boquete de cielo en el mundo, que nos transfigura, y que luego nos empuja a bajar al valle de la vida cotidiana resplandecientes y comprometidos. Algo parecido sucede en otras comunidades monásticas de Europa.


El paraje en el que está enclavado el monasterio es hermoso, pero en este comienzo de verano parecía una batería recargada de sol. El calor excesivo no es un buen aliado para la meditación. Solo a primera hora o a última hora del día se puede uno sentir despejado. Menos mal que la hermosa capilla se refrigera en verano y se calienta en invierno con un sistema geotérmico que funciona muy bien. Era el lugar perfecto para una oración contemplativa a la hora en que caía el sol en el día más largo del año. 

Mientras oraba sentado en uno de los bancos de madera, no podía imaginar que Estados Unidos estaba a punto de bombardear las instalaciones nucleares de Irán. El verano empezó más tórrido y más peligroso de lo imaginado. No sabemos qué consecuencias puede traer esta acción bélica. Israel la ha aplaudido y la ha rematado. ¿Es esta la tercera guerra mundial “a trozos” de la que hablaba con frecuencia el papa Francisco? Llevamos meses hablando de rearme, de la necesidad de incrementar el presupuesto en defensa… ¿Qué se está tramado? ¿Qué podemos hacer los ciudadanos de a pie para no vernos abocados a un desastre que ni lo queremos ni lo podemos controlar?


Caminando por los senderos del monasterio de la Conversación, cuando al filo de las 22,30 se hacía por fin de noche, pensaba que somos víctimas de mecanismos que se nos escapan de las manos, niños que juegan con fuego sin saber que pueden quemarse, seres infatuados que creen que pueden reescribir la historia a su antojo. Entonces, con el corazón en vilo, me venía a los labios el versículo de un salmo: “Señor, tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus manos” (Sal 137,8). Solo Dios puede hacer que nuestra libertad no se enrede en los vericuetos del orgullo. 

¿Qué ganamos con tanta violencia, con tantas amenazas, con tanta bravuconería? ¿Qué tipo de mundo puede surgir del enfrentamiento entre los seres humanos? ¿Por qué somos capaces de construir ingenios tecnológicos impresionantes y carísimos (como el indetectable avión B-2 Spirit con el que Estados Unidos ha bombardeado a Irán) y no conseguimos llegar a acuerdos justos y duraderos que garanticen la paz? Es evidente que, mientras dure la historia, el trigo y la cizaña crecerán juntos. Ya nos lo advirtió Jesús. Solo Dios puede hacer la criba final.



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