viernes, 31 de agosto de 2018

Una figura excesiva

Esta mañana había mucho movimiento en el aeropuerto de Madrid. Se notaba que era el último día de agosto. Muchos prefieren regresar a casa este viernes, un par de días antes de reanudar el trabajo el próximo lunes. Roma sigue llena de turistas. Se sigue hablando de las acusaciones del arzobispo Viganó al papa Francisco y del silencio de éste. Hay personas que disfrutan con estas polémicas. No es mi caso. Creo en la necesidad de promover una sana opinión pública en la Iglesia, pero no en el cruce constante de acusaciones y difamaciones. Tras más de un mes ausente de Roma, me parece que todo sigue igual. Se nota menos tráfico de vehículos y más de viandantes. El papa Francisco permanece al pie del cañón. Desde el comienzo de su pontificado, decidió no irse de vacaciones fuera de Roma. Los hosteleros de Castel Gandolfo han acusado el descenso de visitantes. La presencia estival del Papa animaba la vida y la economía de la pequeña población situada a unos 18 kilómetros de Roma.

Durante la última semana varias personas me han preguntado qué pensaba acerca de la polvareda mediática que se ha levantado en torno a la figura del Papa. Creían que el hecho de vivir en Roma me da una cercanía especial a él, como si todos los días tuviéramos la oportunidad de tomarnos un cappuccino juntos. Nada más lejos de la realidad. Estoy seguro de que algunos lectores del Rincón siguen con mucha más atención que yo las noticias relacionadas con el Vaticano. Yo me limito a aquellos asuntos que considero más relevantes. No sigo los muchos blogs antibergoglianos que circulan por Internet porque, aunque en ocasiones pueda guiarlos una recta intención, no hacen más que contaminar el ambiente y dificultar el discernimiento sereno. Se agudizan las filias y las fobias y se pierde capacidad de análisis objetivo. Ante las muchas críticas que está recibiendo el papa Francisco en los últimos días, se están multiplicando también las adhesiones. No me gusta nada esta dinámica belicista, pero se ve que a algunos les apasiona.

Lo que cada vez me parece más claro es que no es sensato pensar y articular teológica y canónicamente la figura del Papa como si fuera el líder de cien millones de personas y no de más de mil millones. La Iglesia de hoy no es como la de hace doscientos años. Es mucho menos europea y homogénea y mucho más numerosa, multicultural y compleja. ¿De verdad es necesario que tantos asuntos pasen por la mano del Papa para asegurar la unidad? ¿Pertenece a la entraña del ministerio petrino tener que firmar todas y cada de las secularizaciones de sacerdotes, por ejemplo, y decir la última palabra sobre los nombramientos de obispos? Los asuntos que tiene que abordar son tantos y tan diversos que, de solo pensarlos, da pavor. ¿Quién puede cargar con una responsabilidad tan aplastante? Benedicto XVI tuvo que renunciar y retirarse. No sé si Francisco está pensando lo mismo. Se puede argüir que el Papa cuenta con la asistencia especial del Espíritu Santo para realizar su ministerio y con muchos colaboradores, pero ésta no me parece una respuesta al problema de fondo. 

Por paradójico que resulte, es probable que uno de los frutos inesperados de esta crisis que asola al ministerio petrino en las últimas décadas sea un planteamiento más sinodal y menos monárquico, una nueva figura del Obispo de Roma con más significado espiritual que canónico y político. En una Iglesia tan numerosa y plural como la de estos primeros años del siglo XXI resulta poco práctico -y quizás poco evangélico- mantener un sistema de gobierno tan piramidal como el que todavía tenemos. Muchas cosas tienen que cambiar para que la Iglesia siga siendo una comunidad viva y participativa. También esta crisis puede ser una oportunidad para superar el clericalismo y fomentar las diversas formas de vida cristiana (incluyendo, como es lógico, las formas laicales) en un espíritu de comunión y corresponsabilidad.


jueves, 30 de agosto de 2018

¡Qué mañana de luz!

Suenan los aspersores del jardín. El murmullo del agua, mezclado con el canto de los jilgueros, acaricia mis oídos. La temperatura no supera los 16 grados. Despunta el sol por el este recortándose por encima de los abetos y cipreses. Tengo la ventana abierta de par en par. Se anuncia un día caluroso, lleno de luz y vida. Desde este oasis verde en medio de la ciudad de Colmenar Viejo, comprendo mejor que a toda noche le sigue su día; a todo atardecer, un alba nueva. Ayer escribí sobre “la casa de los líos” para poner palabras a la impresión que muchos cristianos tienen con respecto al presente y futuro de la Iglesia. Hoy siento que debo poner el acento en la luz que entra por las ventanas de esta casa de todos. Es la luz de las personas que no aparecen en los periódicos, pero se levantan cada mañana con la intención de hacer la vida más humana porque ellas mismas sienten que la fe en Dios las hace más humanas. Es la luz de los trabajadores del campo y de las fábricas, los científicos, los artistas y los escritores que, aunque resulte menos llamativo que vender la zona oscura, se empeñan en presentar la cara luminosa de la vida. Es la luz que se desprende del rostro de muchos testigos del Cristo resucitado: solteros, casados, y consagrados que saben por qué viven y, sobre todo, para quién viven.

Hay una canción de Pascua que me parece el himno adecuado para una mañana como esta. La razón para la esperanza no es que las cosas vayan bien o que nosotros tengamos un natural optimista La verdadera razón por la que merece la pena que nos levantemos de la cama y afrontemos la jornada con esperanza es que Cristo ha resucitado y nos llama a la vida. Cada día “es hora de vivir la vida nueva, / la gracia del Señor”. En cada corazón debemos reservar “un puesto para el gozo y la esperanza”. Si esta convicción naciera de una experiencia profunda del paso del Resucitado por nuestra vida, afrontaríamos de otro modo las pruebas de la vida. Sabríamos que todo lo que nos sucede está sometido a la lógica del misterio pascual. Continuamente estamos muriendo y resucitando. Probamos en nuestras carnes la muerte de Cristo (en forma de fracasos, humillaciones, enfermedades, conflictos, etc.) y también su resurrección (acompañada por los frutos de la paz, la alegría, la esperanza y las ganas de seguir luchando). Os invito a hacer de este himno vuestra “hoja de ruta” para esta jornada. 


¡Qué mañana de luz recién amanecida! 
Resucitó Jesús y nos llama a la vida. 

Despertad, es hora de nacer, 
es hora de vivir la vida nueva, 
la gracia del Señor. 
No lloréis, en la boca un cantar 
y un puesto para el gozo y la esperanza 
en cada corazón. 

Caminad al viento de la fe, 
sembrando de ilusión vuestro sendero, 
viviendo del Amor. 
No temáis, que Cristo nos salvó, 
la muerte ya no hiere a sus amigos:

¡Jesús resucitó!




miércoles, 29 de agosto de 2018

La "casa de los líos"

Uno no gana para sustos. Estamos todavía en verano y ya ha comenzado el pim-pam-pum eclesiástico. Parece que los escándalos están sabiamente dosificados para que produzcan un efecto deletéreo. En este clima enrarecido, que parece recordar episodios del Renacimiento, muchos católicos se preguntan por qué seguir en esta Iglesia que parece “la casa de los líos”. Cuando no es un caso de abuso sexual a menores es un desfalco económico o una lucha por el poder. ¿Es ésta la comunidad que Jesús quería? ¿Merece la pena continuar a bordo de una barca que puede hundirse en cualquier momento? ¿Cómo se puede confiar en los pilotos si algunos de ellos han demostrado que son indignos de toda confianza? No hay una receta mágica para solucionar todo de un plumazo. Cada problema requiere una solución específica. Pero, más allá de las medidas de gobierno que haya que tomar y de los cambios estructurales que haya que implementar, lo más urgente es restaurar la confianza. Cuando uno percibe que su comunidad no es creíble, pierde la motivación para seguir caminando con alegría. ¿Por qué seguir es esta Iglesia que, a veces, parece “la casa de los líos”? Más allá de cuestiones sentimentales, quiero acentuar tres poderosas razones.

Primera: Porque la Iglesia es la madre que nos ha engendrado a la fe. Si la Iglesia fuera un club o una asociación, uno podría “romper el carné” y largarse cuando no estuviera de acuerdo con alguna de sus actuaciones. De hecho, hay personas irritadas que amenazan con fórmulas como estas: “Si la cosa sigue así, conmigo que no cuenten para marcar la casilla de la Iglesia en la declaración de la renta”. Pero no pertenecemos a la Iglesia como se pertenece a una institución. La Iglesia es nuestra madre. Uno puede abandonar un club de fútbol o un partido político con los que no concuerda, pero nunca abandona a su madre, a pesar de sus demencias. No hay ningún carné que devolver, porque el Bautismo no nos da ningún carné, sino que nos injerta en Cristo y en su comunidad y nos otorga la gracia de la filiación divina. Se trata de una relación vital, no meramente contractual.

Segunda: Porque no hay Iglesia sin Cristo y Cristo sin Iglesia. La tentación de decir “Cristo sí – Iglesia no” es recurrente. Se agudiza en ciertos momentos críticos como los que estamos viviendo ahora. Pero ésta es una comprensión historicista de la fe que, bajo la apariencia de adhesión pura a Cristo, esconde una sutil traición. La cabeza no se separa del cuerpo ni el cuerpo de la cabeza. La Iglesia sin Cristo queda reducida a una mera institución humana que se rige solo por la lógica del poder. Con Cristo, la Iglesia es la comunidad que prolonga en la historia su presencia misteriosa por la fuerza del Espíritu Santo. Sin Iglesia, Cristo queda reducido a un personaje histórico que uno puede admirar, pero no el Hijo de Dios con quien se entra en relación vital a través de las mediaciones que él mismo ha querido. Argumentar que Jesús predicó el Reino de Dios y lo que apareció fue la Iglesia es una simplificación que ha hecho fortuna en las últimas décadas. Lejos de animar la vida de fe, ha alejado a muchos creyentes de una vida cristiana auténtica. De hecho, quienes se apartan de la comunidad acaban reduciendo a Jesús a un personaje a la medida de sus gustos y disgustos, no al Jesús que ha querido quedarse en medio de nosotros.

Tercera: Porque “las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mt 16,8). Desde el comienzo mismo de la Iglesia, las infidelidades internas y las persecuciones externas han hecho que esta frágil barca esté siempre como a punto de zozobrar. Lo que estamos viviendo ahora es un episodio más de las múltiples tormentas que ha tenido que sufrir la barca de Pedro a lo largo de su multisecular historia. Jesús ha prometido que nada ni nadie (ni siquiera los propios líderes ineptos e infieles) conseguirán hundir la barca porque, en definitiva, el piloto que la maneja es Él mismo y su Espíritu Santo. Sin esta profunda convicción de fe, la vida de la Iglesia queda reducida a los juegos de poder que se dan en otras instituciones humanas. Cuando esto sucede, es normal perder la confianza cada vez que la barca se tambalea por las olas de los escándalos.

Cada una de estas razones tendría que ser fundamentada más en profundidad y matizada en el contexto actual, pero prefiero expresarlas con trazo grueso para que la selva de matices no impida percibir lo esencial. Sí, es cierto que la primera impresión que produce la Iglesia actual es que se trata de “la casa de los líos”. Es urgente barrer la inmundicia y poner orden. Pero es mucho más importante profundizar en las verdaderas razones por las cuales formamos parte de esta comunidad para no abandonarnos a sentimientos infantiles (me gusta – no me gusta) o a consideraciones puramente coyunturales (es plausible – no es plausible). Es la lección que nos han dado a lo largo de la historia los grandes hombres y mujeres que, en situaciones parecidas, han permanecido fieles a su Madre y no se han dejado llevar por la tentación del abandono.

martes, 28 de agosto de 2018

Un almuerzo "jubiloso"

Ayer viví una de esas experiencias que solo suceden de vez en cuando. Disfruté de un suculento almuerzo (en el sentido español del término; o sea, un refrigerio entre el desayuno y la comida de mediodía) con un grupo de ocho “jóvenes jubilados” entre los que había un funcionario, un abogado, un arquitecto, un fresador, un ganadero, un médico, un empleado y un leñador. Todos ellos tenían más de 65 años. Yo era, con diferencia, el benjamín del grupo. ¿Qué pintaba un cura en compañía de un grupo tan heterogéneo degustando un par de huevos fritos con lonchas de jamón y un delicioso arroz con leche en el hostal Las Nieves de Salduero, un precioso pueblo a cuatro kilómetros del mío? Fueron dos horas en las que las conversaciones iban ganando decibelios mientras yo observaba curioso cómo se entrelazaban los temas más diversos, casi todos ellos relacionados con las personas/personajes de estos lugares serranos. A la mayoría de ellos les encanta caminar por el bosque, darse largos paseos a pie o en bici… y hasta navegar por el embalse de la Cuerda del Pozo

El almuerzo fue “jubiloso”, no solo por las excelentes viandas y por el clima de amistad, sino también porque estaba formado por un grupo de “jubilados”, entre los que todavía no me cuento. Sentados en torno a una mesa de madera, bajo la vieja chimenea cónica que recuerda épocas pretéritas, viendo su camaradería, su buen tono y sus ganas de compartir, pensé que la etapa de la jubilación tiene un cierto parecido con la adolescencia. Es como si las personas, acabada la larga etapa laboral y las exigencias que la caracterizan, recuperaran otra vez la espontaneidad de sus años juveniles. Ya no tienen compromisos laborales, los familiares se han relajado (aunque muchos abuelos ejercen de canguros de sus nietos), así que disponen de tiempo y ganas para disfrutar de muchas cosas que antes estaban limitadas por los compromisos. Una de ellas es precisamente el encuentro sosegado, la conversación, el intercambio. Todo se puede desarrollar sin prisas y sin la esclavitud que imponen los roles sociales. En la misma mesa comparten el almuerzo un abogado, un leñador… y un cura. Nadie es más ni menos que nadie. La amistad crea una solidaridad que supera los esquemas verticales y se recrea en una horizontalidad liberadora. 

La etapa de la jubilación debería ser la etapa del júbilo. En condiciones normales, una persona de 65-75 años suele gozar de buena salud. Puede hacer un uso del tiempo que tiene más que ver con el ocio que con el neg-ocio, puede volver a dar importancia a muchos valores (como la serenidad, la conversación, la escucha…) que probablemente pasaron a un segundo plano durante los años en los que tuvo que dedicar toda su energía a construir una familia y a sacar adelante un trabajo. En esa larga etapa cobraron importancia valores como responsabilidad, sacrificio, orden, preparación, renuncia, esfuerzo, etc. Con la llegada de la jubilación esos valores no se pierden, pero se relativizan. Emergen con suavidad otros valores que están ligados a la infancia, la adolescencia y la juventud, pero sin la impronta autocéntrica que caracteriza a estas edades, con un mayor toque de altruismo y generosidad, con una alegría menos ruidosa, pero más constante y profunda. No sé si un almuerzo da para tanto, pero a mí me hizo disfrutar… y pensar. Gracias, amigos.

lunes, 27 de agosto de 2018

Las lágrimas de una madre

Siempre me ha resultado muy atractiva la figura de santa Mónica, la mujer norteafricana cuya memoria celebramos hoy. Fue la madre de san Agustín de Hipona, cuya memoria celebraremos mañana. La liturgia ha unido a madre e hijo para expresar la profunda e íntima relación que los unió en vida. Se dice que la conversión de Agustín al cristianismo fue fruto de las lágrimas de su madre Mónica. Fue fruto obviamente de la gracia de Dios. Las lágrimas son la expresión suprema de su oración incesante a Dios para que atrajera el corazón del joven Agustín a la verdad. Años después, el obispo y teólogo Agustín desarrollará el concepto de delectatio (atracción) en relación con la experiencia de la fe. Jesús mismo había dicho: “Nadie viene a mí si mi Padre no lo atrae” (Jn 6,44). Me gusta entender la fe como una atracción, casi como una seducción. El profeta Jeremías escribió: “Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir” (Jer 20,7). Las lágrimas de la madre Mónica prepararon el camino para que el hijo Agustín se sintiera más atraído por Dios que por las otras realidades que habían robado su corazón de joven inquieto. 

Las lágrimas de santa Mónica me hacen pensar en las lágrimas de las madres del mundo. Hay madres jovencísimas que lloran porque han quedado embarazadas y sus compañeros les piden que aborten porque consideran que ese hijo que late en sus entrañas ha sido un error o un accidente. Hay madres que lloran de dolor y alegría, en una mezcla inescindible, cuando viven la experiencia única del parto. Jesús mismo aludió a este momento cumbre en la vida de una mujer (cf. Jn 16,21). Hay madres que lloran cuando sus esposos las maltratan con toda clase de vejaciones verbales, psíquicas y físicas. Las lágrimas de una mujer maltratada claman al cielo. Hay madres que lloran de alegría cuando escuchan a sus bebés pronunciar la primera palabra o dar los primeros pasos. Hay madres que lloran cuando sus hijos adolescentes, en un ejercicio de autonomía desbordada, las insultan y ningunean. Hay madres que lloran cuando comprueban que la educación cristiana que han dado a sus hijos pequeños parece no producir ningún fruto cuando éstos alcanzan la adolescencia o la juventud. Sus lágrimas son la expresión de un aparente fracaso. 

Hay madres que lloran cuando sus hijos son víctimas de la droga, el alcohol, o cualquier otro vicio, y ellas no pueden hace nada para evitarlo. Hay madres que lloran cuando sus hijos mueren jóvenes en un accidente de tráfico o víctimas de un cáncer. Hay madres que lloran cuando ven que sus hijos, tras una larga espera, no encuentran trabajo y se sumen en la desesperación. Hay madres que lloran cada vez que tienen que despedir a sus hijos que viajan, como si todo viaje fuera, en el fondo, una anticipación del viaje definitivo. Hay madres que lloran cuando sus hijos rompen su matrimonio por no haberlo cuidado con esmero o por un capricho impropio de personas adultas. Hay madres que lloran cuando sus hijos no se ponen de acuerdo para atenderlas llegado el momento de la ancianidad o la enfermedad. Hay madres que lloran cuando tienen que encajar expresiones vejatorias como “No te hagas la mártir” o “Déjate ya de pamplinas”. Hay madres que lloran cuando sus hijos litigan por la herencia que no llega y son capaces de romper sus relaciones por unos míseros bienes materiales. Hay madres que lloran cuando se sienten abandonadas por sus hijos después de haber dedicado su vida entera a cuidarlos, protegerlos y animarlos. Hay madres que lloran cuando sienten que Dios las ha dejado solas en la dura batalla de la vida. Hay madres que lloran, en fin, cuando tienen que afrontar la muerte en total desamparo, sin el amor que ellas han donado a lo largo de la vida.

He visto llorar a muchas madres por diversos motivos. También a la mía. Quien menosprecia las lágrimas de una madre cierra el camino de encuentro con Dios.

domingo, 26 de agosto de 2018

La última decisión

El lenguaje de Jesús les resultó “duro” a muchos de sus contemporáneos. Nos lo recuerda el Evangelio de este XXI Domingo del Tiempo Ordinario. No sé si hoy lo calificaríamos también de “duro” o, más bien de ingenuo. Muchas de las palabras de Jesús –comenzando por las Bienaventuranzas– resultan de una ingenuidad inaceptable a los oídos de las personas críticas. Pueden sonar bellas, pero parecen ineficaces para transformar el mundo, demasiado bonitas para ser verdad. Después del largo “discurso del pan” que nos ha acompañado en los últimos domingos, muchos seguidores de Jesús comenzaron a abandonarlo. Ellos buscaban otras cosas más tangibles, más en conexión con sus expectativas y necesidades materiales. No parecían muy interesados en “palabras de vida eterna”. Jesús debió de beber el cáliz de la incomprensión. La pregunta que dirige al círculo restringido de los Doce es intemporal: “¿También vosotros queréis marcharos?”. No sé cuántas veces me he detenido en esta pregunta en momentos cruciales de mi vida. Me impresiona que Jesús no se refugie en sus incondicionales frente a la deserción de la mayoría, sino que apele a su libertad. No quiere que nadie lo siga a la fuerza, por puro compromiso o rutina, sino como resultado de una opción libre. 

En nuestra sociedad hay algunos apóstatas que hacen exhibición de su postura. Incluso exigen a las parroquias en las que fueron bautizados un certificado que atestigüe su abandono de la fe. Estadísticamente es un fenómeno minoritario, pero, junto a él, se da también una enorme “apostasía silenciosa”. Muchos bautizados, sin romper formalmente con Jesús y con la Iglesia, se van alejando poco a poco. Comienzan espaciando la participación en la Eucaristía, abandonan el sacramento de la Reconciliación, relativizan las orientaciones morales y pastorales de la Iglesia, se construyen una fe a la medida de sus necesidades… Llega un momento en el que, aunque se sigan considerando cristianos, esta opción está casi vacía de contenido. Ha sido una marcha pacífica que no ha provocado ninguna alteración traumática en sus vidas. Por dejar de participar en la Eucaristía o separarse de la comunidad, no han padecido cáncer o han perdido su puesto de trabajo. La vida parece continuar con normalidad. La fe queda reducida a un rescoldo cubierto de cenizas que, en un momento dado, puede morir o avivarse. 

A la pregunta de Jesús, Pedro responde con otra pregunta que podemos hacer nuestra como si los siglos no la hubieran desgastado: “Señor, ¿a quién acudiremos? Solo tú tienes palabras de vida eterna”. Pedro no dice “adónde iremos” sino “a quién acudiremos”. No se trata de encontrar un lugar de refugio alternativo sino una persona de referencia. El sarcástico Chesterton decía que cuando desaparece la fe religiosa lo que viene no suele ser la increencia sino la idolatría o la superstición. Basta abrir los ojos para comprobarlo. Cada época histórica tiene sus ídolos. Los nuestros son la patria (para los nacionalistas extremos en varios lugares del mundo), el fútbol (para los fanáticos del deporte rey), el dinero (para quienes creen que el euro o el dólar los puede hacer felices), el sexo (para los ávidos de placer), las relaciones (para quienes consideran que otra persona puede rellenar el vacío infinito del ser humano)… Pero no creo que lo más importante sea denunciar la idolatría moderna y los dioses que pueblan el panteón neopagano. Muchos de estos diosecillos van y vienen.

Lo importante es experimentar que Jesús tiene palabras de vida eterna y que, por eso, no necesitamos ir en busca de ningún otro. Lo que cambia la vida es sentir que el salmo 15/16 expresa nuestra experiencia personal: “Los dioses y señores de la tierra no me satisfacen. Tú eres mi heredad”. Hay que elegir a quién queremos servir. Josué puso al pueblo de Israel ante esta disyuntiva: o servir a los dioses de los pueblos circunvecinos o servir al Dios de Israel. Josué compartió su decisión con todo el pueblo: “Yo y mi casa serviremos al Señor”. También hoy debemos tomar una decisión definitiva: o seguimos a Jesús (porque encontramos en él palabras de vida eterna) o seguimos a los dioses que nos prometen placeres efímeros, pero que no pueden darnos el “pan de la vida”. No hay medias tintas.



sábado, 25 de agosto de 2018

Educar en la diversidad

Cuando yo era niño, el contexto social era (aparentemente) homogéneo en países como España. El niño recibía en casa unos valores, que luego profundizaba en la escuela y eran ratificados en la parroquia. Todo respondía a una idéntica visión de la vida. Parecía fácil saber quién estaba “en regla” y quién estaba “fuera”. Esto proporcionaba una gran seguridad y, al mismo tiempo, era causa de fuertes discriminaciones. En cualquier caso, todo el mundo sabía lo que tenía que creer (el credo católico), lo que tenía que hacer (la moral católica) y lo que tenía que celebrar (la liturgia católica). Es evidente que algunos no se ajustaban a estos cánones, pero era “el orden establecido”. Pocos se atrevían a desafiarlo. Era una sociedad bastante monolítica.

Los niños de hoy viven en un contexto completamente distinto. En clase pueden tener compañeros que son de otra raza o religión. Es probable que varios de ellos no estén bautizados. Puede que bastantes provengan de familias en las que los padres no están casados ni civil ni canónicamente. En algunos casos,  los progenitores pueden ser incluso del mismo sexo. Y no faltan niños cuyos padres están separados o divorciados, una o varias veces. Algunos compañeros hacen la primera comunión y otros no. Unos pocos van regularmente a la iglesia y la mayoría no la pisa. La diversidad salta a la vista. En general, los niños son siempre muy tolerantes y comprensivos, pero la confusión puede saltar en cualquier momento. No hay que esconderla. Es la oportunidad para plantear a fondo un tema tan importante como éste.

Algunos padres jóvenes se preguntan: ¿Cómo podemos educar a nuestros hijos pequeños en los valores que para nosotros son decisivos y, al mismo tiempo, prepararlos para la diversidad con la que se encuentran a diario en la calle o en la televisión? Los niños no toleran las mentiras o las medias verdades. Su lógica implacable nos deja a veces sin argumentos convincentes a los adultos: “¿Por qué me has dicho que los cristianos se casan para formar una familia y el primo X se ha ido a vivir con su novia sin celebrar ningún matrimonio? ¿Por qué esos dos chicos van cogidos de la mano y se besan en los labios? ¿Por qué? ¿Por qué?”. Las preguntas tienen que ver con muchos aspectos de la vida en los que los niños notan un contraste entre lo que han aprendido en su casa y lo que ven en la escuela, en la calle o en internet. 

Quizás es este hecho el primero que los padres tendrían que subrayar sin ningún miedo. Vivimos en un mundo donde hay una gran diversidad de visiones y opiniones. No todos creen y hacen lo mismo. Igual que en la naturaleza hay flores de diversos colores, también los seres humanos somos muy diferentes. Cada uno tenemos una experiencia distinta, hemos recibido una educación particular, tenemos nuestra propia conciencia. Hay personas que saben celebrar a diversidad. Hay otras que la viven como una amenaza. Ser diversos no significa que tengamos que renunciar a nuestras convicciones o diluirlas. Al contrario, el contraste con otras personas que tienen distintas visiones de las nuestras nos obliga a profundizar en las verdaderas razones que las sustentan, nos impide dejarnos llevar por la rutina o la simple tradición. La diversidad, al mismo tiempo que nos hace tolerantes y comprensivos, agudiza el sentido crítico y, en definitiva, nos madura. 

Aunque la sociedad en la que vivió Jesús no era tan heterogénea como la nuestra, también él abordó el asunto de la diversidad y de la tentación que tenemos de acabar con ella “demasiado” rápido. La parábola del trigo y la cizaña (Mt 13,24-30) o la de la red barredera (Mt 13,47-50) nos hablan de la necesidad de respetar el crecimiento de todas las plantas y de recoger todos los peces que caen en la red antes de proceder al discernimiento; o sea, a la separación de los buenos y los malos. En realidad, solo Dios tiene este poder de juicio; a nosotros nos toca ser muy respetuosos. A Jesús no le gusta que vayamos de soberbios por la vida. Critica al fariseo vanidoso de sus obras buenas y ensalza al pecador que reconoce sus limitaciones y se humilla (cf. Lc 18,9-14). Hay un dicho en el evangelio de Lucas en el que Jesús rechaza el excesivo celo de sus discípulos Juan y Santiago cuando le preguntan si quiere que hagan descender fuego del cielo contra los samaritanos que no los habían recibido (cf Lc 9,54-55). En pocas palabras, Jesús nos invita a rechazar el mal, pero a ser muy comprensivos con las personas. Más aún, nos invita a ver que no toda diversidad es negativa. En la mayoría de los casos, es un hermoso reflejo del Dios que, siendo uno, es también diverso.

viernes, 24 de agosto de 2018

La vieja foto

Hoy hacemos muchas fotos con los teléfonos móviles, pero la mayoría está condenada a la desaparición. Testigos fugaces de nuestra efímera vida. Disparamos el objetivo con el secreto deseo de capturar la esencia de personas y objetos para luego llevárnosla a casa enlatada. Salvo excepciones, el resultado no está a la altura de la realidad. Sin embargo, volvemos a las andadas. Hay personas que no disfrutan de las cosas. Se limitan a fotografiarlas para tener un testimonio gráfico de que “yo estuve allí”. Antes de la proliferación de las cámaras digitales y los teléfonos inteligentes, hacíamos menos fotos; algunas se pasaban a papel. Hoy permanecen almacenadas en viejos álbumes que desempolvamos de ciento al viento. Parecían frágiles. Sin embargo, son más resistentes que nuestros formatos jpg, gif o png. Nos sorprendemos viendo cómo eran nuestros bisabuelos, nuestros abuelos, nuestros padres y esa vieja tía que siempre estaba en medio. Nos reímos con las fotos de cuando éramos niños y exhibíamos nuestro cuerpo desnudo sin el más mínimo pudor. Nos asustamos de ciertas vestimentas que el paso del tiempo ha vuelto ridículas. Descubrimos detalles de pueblos y ciudades que “el progreso” ha arrumbado. Caemos en la cuenta de rasgos que nos asemejan a alguno de nuestros antepasados. Rescatamos a viejos conocidos que creíamos ya olvidados. 

En este viaje sentimental por los viejos álbumes he encontrado una foto amarillenta, con los bordes dentados, en la que aparezco con unos tres años sostenido por mi bisabuelo, nonagenario y fumador empedernido. Su longevidad no es un buen testimonio para disuadir del consumo de tabaco. Recuerdo su rostro y sus manos grandes, pero todo está como desvaído. No recuerdo, por ejemplo, el timbre de su voz, ni ninguna palabra suya. Por eso, puedo fantasear cuanto quiera. Él vivió a caballo entre el siglo XIX y el siglo XX. Trato de imaginar cómo fue su vida, cómo fue la vida de su padre (mi tatarabuelo) y la vida del padre de su padre. Hay familias que disponen de un amplio árbol genealógico. Pueden remontarse varios siglos atrás. No es mi caso. Tal vez podría recomponerlo buceando en algunos archivos parroquiales, pero llevaría un tiempo del que no dispongo. Este tipo de investigaciones solo las emprenden quienes quieren exhibir algún título nobiliario o pretenden justificar su descendencia del Cid Campeador o del Gran Capitán. No es mi caso, a pesar de llevar el mismo nombre y apellido que el famoso militar que luchó en Italia por la corona de Castilla. 

Más allá de árboles genealógicos y escudos nobiliarios, es importante saber que todos somos fruto de innumerables uniones, que en nuestro río personal vierten sus aguas muchos afluentes que desconocemos. Somos lo que somos –al menos, en parte– gracias al acervo genético que se ha ido transmitiendo y modificando de generación en generación. Antes de que podamos tomar nuestra primera decisión libre, estamos ya condicionados por factores que afectan al color de los ojos y a nuestro cociente intelectual, a nuestra tendencia a la extroversión o a la melancolía, al movimiento o a la quietud. Viéndome en la foto con mi bisabuelo, me siento impulsado a dar gracias a Dios por todos los hombres y mujeres de los cuales procedo. No creo que entre ellos haya ningún personaje famoso. Puede incluso que alguno fuera un delincuente o un aventurero. No puedo cambiar la historia. Solo me queda –hasta donde sea posible– conocerla, aceptarla, agradecerla y proseguirla. En este intento, las viejas fotos de papel me echan una mano. Dudo que las digitales me sean de alguna utilidad dentro de unos años.

jueves, 23 de agosto de 2018

Pensamientos por el camino

No me esperaba que la entrada sobre el encuentro con Cristo tuviera tantas visitas. Es larga, densa… y, además, estamos en verano, un tiempo poco propicio para enfrascarse en meditaciones de cierto calado. Pero quizás significa que hay muchas personas que desean reflexionar sobre su fe y que no se contentan con cuatro tópicos. Lo pensaba ayer mientras ascendía por una pista forestal que se interna en el pinar de mi pueblo. Fueron casi tres horas de camino y contemplación. No me resulta fácil explicar lo que siento cuando me encuentro solo en medio del bosque. He tenido la fortuna de visitar lugares maravillosos en diversas regiones del mundo, pero –como ya he dicho en alguna otra ocasión– en ninguno he sentido lo que siento cuando camino por los bosques que he conocido desde niño. Es como si el paisaje formara parte de mí o yo fuera un elemento más del paisaje. Explorando este territorio, me conozco más a mí mismo. Lo hago de día, pero me gustaría hacerlo de noche. Un amigo mío me ha enviado las fotos nocturnas que ilustran la entrada de hoy. Él, además de excelente fotógrafo, es también un enamorado de este paisaje. 

Todo camino reproduce el camino de Jerusalén a Emaús. En todo camino, Jesús se nos acerca, acompasa su paso con el nuestro y nos pregunta qué pensamos, de qué hablamos, qué nos preocupa. Esta presencia velada nos pasa desapercibida. A menudo creemos que vamos solos, pero, en realidad, siempre vamos acompañados por este misterioso viandante. Su pregunta nos ayuda a sacar de nuestra bodega interior preocupaciones, temores, sueños, frustraciones y expectativas. ¿En qué piensa uno cuando asciende monte arriba sin más compañía que sol matutino, algunos jilgueros y un mar infinito de pinos, hayas y robles? Uno piensa que la naturaleza es la primerísima palabra de Dios, llena de códigos secretos. Los hombres y mujeres de la ciudad ya no saben descifrarlos. Se acercan a ella como quien va a un museo, pero no vibran con sus movimientos, no saben leer los mensajes de este libro maravilloso. Dejarse acariciar por el sol y el viento, abrazar los árboles, beber el agua de un regato, ensuciarse con el polvo del camino, olisquear las florecillas de manzanilla, lanzar con fuerza una piña contra una roca… son caminos terapéuticos que, sin alardes, nos curan del estrés al que nos somete la vida moderna. 

Pero uno piensa también que los seres humanos somos un manojo de contradicciones. Somos capaces de las mejores cosas (sobre todo, de amar) y también de las peores (sobre todo, de odiar). Producimos la Capilla Sixtina y el campo de concentración de Auschwitz, componemos la Novena Sinfonía y traficamos con droga, damos nuestra vida por los más necesitados y abusamos de los niños. Somos criaturas de Dios dañadas por el virus del pecado. Al hombre moderno no le gusta usar esta categoría –pecado–, pero es la que mejor describe el mysterium iniquitatis que emponzoña nuestra hermosa condición humana. Cree que la contradicción se resolverá a base de ciencia y técnica (todavía hay muchos que lo piensan así con una ingenuidad digna de mejores causas), pero no se dan cuenta de que el pecado anida en un nivel más profundo, que escapa a toda investigación. El pecado es la fuerza que nos seduce con la idea de ser diosecillos, antes que abrirnos al amor incondicional del único Dios. Nos parece que creer en Dios es humillante, cuando, en realidad, es la condición de posibilidad de que sigamos existiendo. 

Cercano a la cumbre, uno piensa que nada está perdido. Si todo camino reproduce el de Jerusalén a Emaús, toda cumbre reproduce el Calvario. Por eso, desde arriba, uno toma conciencia de todo el mal que ha llevado al Hijo del hombre a morir en la cruz. Por optimistas que seamos, nuestra vida está llena de cruces, experiencias que nos mortifican, que no sabemos cómo abordar, que nos hacen probar en nuestras carnes una experiencia anticipada de la muerte. Toda cumbre es un recordatorio del dolor que aflige a nuestro mundo, de las injusticias, traiciones, chantajes, mentiras, opresiones y sufrimientos. Pero hay algo en la cumbre que nos revela que toda cruz es, al mismo tiempo, patíbulo y trono, condensación del dolor y triunfo sobre la muerte, fracaso y resurrección. Por eso, sin perder un ápice de lucidez sobre el mal de nuestro mundo, la bajada tiene el aire sereno de la esperanza. Nada está definitivamente perdido para quienes creen que el Crucificado es el Resucitado.

miércoles, 22 de agosto de 2018

Queda mucho por hacer

Me he leído la Carta del Santo Padre Francisco al Pueblo de Dios del pasado lunes 20 de agosto. El Papa pretende solidarizarse con “el sufrimiento vivido por muchos menores a causa de abusos sexuales, de poder y de conciencia cometidos por un notable número de clérigos y personas consagradas”. El detonante ha sido “un informe [de las autoridades del estado norteamericano de Pensilvania] donde se detalla lo vivido por al menos mil sobrevivientes, víctimas del abuso sexual, de poder y de conciencia en manos de sacerdotes durante aproximadamente setenta años”. Los medios de comunicación social se han hecho un amplio eco. He visto repetida la noticia en diversos periódicos y televisiones y en Internet. El papa Francisco ha querido salir al paso de cualquier ambigüedad: “Mirando hacia el pasado nunca será suficiente lo que se haga para pedir perdón y buscar reparar el daño causado. Mirando hacia el futuro nunca será poco todo lo que se haga para generar una cultura capaz de evitar que estas situaciones no solo no se repitan, sino que no encuentren espacios para ser encubiertas y perpetuarse. El dolor de las víctimas y sus familias es también nuestro dolor, por eso urge reafirmar una vez más nuestro compromiso para garantizar la protección de los menores y de los adultos en situación de vulnerabilidad”

Si tuviera que poner nombre a mis sentimientos ante estos hechos execrables, necesitaría un nuevo diccionario. Siento una mezcla explosiva de emociones que debo administrar con serenidad para no dejarme arrastrar por ella: compasión, ternura, rabia, vergüenza, impotencia, asco y dolor, mucho dolor. La verdad es que casi no sé cómo reaccionar ante hechos que se van sucediendo en los últimos años como si fueran jalones de un interminable viacrucis y que nunca hubiera imaginado que se daban en tal proporción. Cualquier discurso –incluido el último del papa Francisco en su carta– me suena casi siempre a hueco frente a la magnitud del fenómeno, por más que sea estadísticamente minoritario. No es cuestión de multiplicar las palabras y de entonar un mea culpa colectivo. Se requiere un cambio drástico de actitudes y estrategias. Abuso sexual, abuso de poder y abuso económico van casi siempre de la mano. Sin una nueva manera de entender y vivir el ministerio sacerdotal fuera de la órbita del clericalismo, sin un mejor discernimiento de los candidatos, sin una formación exigente y abierta, y sin unos procedimientos jurídicos y pedagógicos claros y rigurosos, no se sanará a fondo el terreno pantanoso que favorece el crecimiento de estos crímenes aborrecibles. 

Sé que los seres humanos somos capaces de las peores perversiones, pero me cuesta mucho imaginar a un adulto abusando sexualmente de un menor. Si este adulto es un clérigo o una persona consagrada, no encuentro palabras para expresar mi repugnancia. Dejar a un niño herido –quizás para siempre– en su autoestima, identidad sexual, apertura a los adultos, fe en Dios y confianza en la Iglesia es un crimen que no puede ser reparado con unos años de cárcel y unos miles de dólares o de euros. Los culpables deben ser juzgados según la ley, pero, ¿quién restaura la dignidad del menor violado? ¿Cómo se devuelve la confianza a quien la ha perdido? ¿Cómo se garantiza un futuro sereno a quien ha vivido un pasado de sufrimiento sordo? ¿Cómo recupera su voz libre quien se ha visto obligado a callar o quien no ha sido creído cuando ha compartido su dolor con quien tenía el deber de haberle ayudado? En el circuito de la misericordia hay que prestar también atención a la persona del verdugo, pero sin que esto suponga dañar la dignidad de las víctimas, que son las primeras damnificadas. 

Parece probado que los abusos a menores que se producen en el ámbito familiar o educativo son mucho más numerosos que los denunciados en ámbitos eclesiásticos. Es igualmente cierto que, en algunos casos, hay una campaña de descrédito contra la Iglesia católica por parte de algunos poderosos medios de comunicación y otros grupos de poder, pero, ¿qué importancia tiene esto frente al drama de los miles de niños abusados? El prestigio de la Iglesia no es el valor supremo; sobre todo, cuando la comunidad que debería haber protegido a los más débiles no lo ha hecho como debiera e incluso en muchos casos ha encubierto a los criminales para no dañar ese falso prestigio. En su carta, el papa Francisco nos invita a la solidaridad con las víctimas, a la denuncia de todo aquello que ponga en peligro la integridad de las personas, a la lucha contra la corrupción espiritual (que es la peor de todas) y a la oración y la penitencia: “Invito a todo el santo Pueblo fiel de Dios al ejercicio penitencial de la oración y el ayuno siguiendo el mandato del Señor, que despierte nuestra conciencia, nuestra solidaridad y compromiso con una cultura del cuidado y el “nunca más” a todo tipo y forma de abuso”. Algo se está moviendo desde hace años, pero queda mucho por hacer.

martes, 21 de agosto de 2018

No me lo creo

Mientras estaba tecleando la entrada de ayer, mi sobrina de ocho años leyó la frase referida al encuentro con Jesús. Con el atrevimiento de los niños, me preguntó: “¿Tú te has encontrado con Jesús?”. Antes de que yo pudiera responder en un sentido u otro, ella me disparó cuatro palabras: “No me lo creo”. Una niña de ocho años no puede creer que yo me haya encontrado con un varón de unos 30 años, larga túnica y abundante cabellera por una de las calles de nuestro pueblo. Como es natural, ella no concibe otro tipo de “encuentro” que el que solemos establecer cuando nos encontramos físicamente con alguien. No es el momento de sutilezas filosóficas o teológicas. Si yo no me he encontrado con Jesús de Nazaret por la calle o en mi casa, ¿qué quiero decir cuando digo que “me he encontrado” con él? Esta pregunta me acompaña desde hace muchos años. Damos por supuesto que sabemos la respuesta, pero no es tan fácil articularla. 

Hoy recupero mi viejo oficio de profesor de teología. Comparto con los lectores del Rincón una reflexión, excesivamente larga para este blog, pero espero que útil para afrontar la cuestión del “encuentro con Jesucristo”. 


“Jesucristo es el mismo, ayer, hoy y siempre” (Hb 13,8) Esta frase de la carta a los Hebreos resuena con fuerza siempre que abordamos el asunto de Jesucristo. El mundo cambia. Tú cambias. El Señor del tiempo es siempre el Señor de cada tiempo. Es siempre el mismo y, a la vez, distinto, aprende todos los dialectos del mundo, ofrece un rostro reconocible. Somos cristianos por él y en él. La existencia cristiana es Jesucristo. No puede decirse algo análogo de ninguna otra religión respecto de su personaje clave. Esto significa que ser cristiano no es, en primer término, aceptar un credo compuesto por dogmas; o atenerse estrictamente a un código moral basado en el evangelio y actualizado por el magisterio de la Iglesia; u observar con escrúpulo los ritos establecidos; ni siquiera pertenecer jurídicamente a la comunidad eclesial. Todo esto forma parte de una fe madura, pero no constituye su núcleo. Ser cristiano es, ante todo, la adhesión personal a Jesucristo mediante la fe en el seno de su comunidad que es la Iglesia. Benedicto XVI lo resumió así al comienzo de su encíclica Deus Caritas Est: “Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (n. 1). 

Esta centralidad de Jesucristo es lo que hace particularmente atractivo y a la vez problemático al cristianismo. Si ser cristiano significa adherirse personalmente a Jesucristo, encontrarse con Él, ¿cómo entender de manera significativa un encuentro con alguien que ya no existe o, por lo menos, a la manera de las personas con las cuales nos encontramos en la vida diaria? 

Que el encuentro no es meramente físico parece evidente. Nadie ha visto a Jesús en su casa, vestido con una túnica inconsútil y con sandalias, tal como aparece en las representaciones iconográficas. Es imposible encontrarse físicamente con alguien que dejó físicamente de existir hace veinte siglos. Si siguiéramos este camino, podríamos toparnos con dos hombres con vestidos deslumbrantes que nos dirían: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo?” (Lc 24,5). 

Tampoco se trata –según la fe de la Iglesia– de un mero encuentro sentimental o simbólico como el que se produce cuando alguien se encuentra con Beethoven escuchando La Novena Sinfonía o con Cervantes leyendo El Quijote

Y mucho menos de una especie de encuentro transpersonal. Jesús no es un espectro o un fantasma. Si lo viéramos así, él mismo podría decirnos como a los discípulos después de su resurrección: “¿De qué os asustáis? ¿Por qué surgen dudas en vuestro interior? Ved mis manos y mis pies; soy yo en persona (egó eimi autós). Tocadme y convenceos de que un fantasma no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo” (Lc 24,38). 

Y, sin embargo, cualquier creyente maduro suele utilizar este término para referirse a su experiencia de fe: “Me he encontrado con Jesús”. Que hubo “encuentros” en el comienzo y que los sigue habiendo hoy parece claro. De lo contrario, no existiría el cristianismo. En el mejor de los casos, el recuerdo de Jesús se reduciría a una simple y minúscula reseña histórica. El Nuevo Testamento está lleno de relatos en los que se narran los encuentros transformadores de muchas personas con Jesús: desde los pastores (cf. Lc 2,16), hasta María Magdalena (cf. Jn 20,10-18) pasando por los primeros discípulos (cf. Jn 1,31-51), Mateo (cf. Mt 9,9-13), el joven rico (cf. Mc 10,17-31), la mujer samaritana (cf. Jn 4,1-42), Zaqueo (cf. Lc 19,1-10), la mujer pagana (cf. Mc 15,21-28), el ciego Bartimeo (cf. Mc 10,46-52), el centurión romano (cf. Lc 7,1-10), el anciano fariseo Nicodemo (cf. Jn 3,1-21), y tantos otros enfermos, pobres y necesitados. 

El encuentro con Jesucristo es un proceso complejo –pero, a la vez, sencillo para los que tienen un corazón humilde (cf. Lc 10,21)– en el que intervienen varios factores que están íntimamente relacionados entre sí. Voy a sintetizarlos en cinco:

1) La acción del Espíritu Santo y de la Virgen María. No es posible que una persona de cualquier edad, espacio, tiempo o condición se “encuentre” con el Resucitado –con alguien, por tanto, que no existe ya bajo condiciones espacio-temporales– si no es mediante la acción del Espíritu Santo. Solo el Espíritu puede trascender las coordenadas espacio-tiempo y hacernos presente al Resucitado. Este es el mensaje del cuarto evangelio, escrito a finales del siglo I para creyentes “a distancia”; es decir, personas que no conocieron físicamente a Jesús. En él aparece el Espíritu Santo como aquel que irá recordando a lo largo de la historia lo que Jesús ha dicho (cf. Jn 14,26) y conducirá al creyente hacia la verdad plena (cf. Jn 16,12-13). El Espíritu Santo no es una persona al margen de Jesús, porque “toma de lo suyo y lo interpreta” (Jn 16,15). Pablo se sitúa en una perspectiva semejante: “Nadie puede decir Jesús es Señor si no es movido por el Espíritu Santo” (1 Cor 12,3b). La primera carta de Pedro transmite un mensaje que parece escrito para quienes hoy nos debatimos entre la fe y la duda, el compromiso y el cansancio: “Todavía no lo habéis visto, pero lo amáis; sin verlo creéis en él y os alegráis con un gozo inefable y radiante; así alcanzaréis la salvación, que es el objetivo de vuestra fe” (1 Pe 1,8-9). 

Cuando examinas tu experiencia de relación con Jesús, ¿eres consciente de que tu fe en él es fruto del Espíritu Santo y no simplemente el resultado de la educación recibida o de tu búsqueda personal? Que el encuentro haya de ser necesariamente espiritual no significa que sea inconsistente o irreal. Espiritual no se opone a material, no es sinónimo de psíquico. Significa que “viene del Espíritu” y, por tanto, que no nace del esfuerzo humano o de cualquier otra instancia inmanente. Sin esta referencia fontal a la acción del Espíritu Santo, el cristianismo pierde su alma y Jesucristo deja de ser el Viviente, el “contemporáneo de todo hombre” (Karl Barth), para engrosar la galería de personajes ilustres de la humanidad. Sin el Espíritu Santo, el “encuentro” transformador con Jesús se reduce a inspiración sapiencial, motivación ética o disfrute estético. 

El encuentro con Cristo se produce también a través de María. El principio ascético Ad Jesum per Mariam (a Jesús por María), acuñado por san Luis María Grignion de Monfort, no es solo una frase devocional: expresa una verdad de fe, corroborada por la experiencia de muchos creyentes que han llegado a creer en Jesús de la mano de María. En el Credo confesamos que el Hijo “por obra del Espíritu Santo se encarnó en María la virgen, y se hizo hombre”. La Iglesia confiesa que María sigue engendrando a Cristo, como madre de la fe, en el corazón de los creyentes. 

Pídele al Espíritu Santo y a María que te revelen el rostro “escondido” de Jesús en cualquiera de sus múltiples presencias (cf. Sacrosanctum Concilium, 7): 
  • La Palabra: “Si alguno me ama, guardará mi Palabra. Y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14, 22). 
  • Los sacramentos: “Haced esto en memoria mía” (1 Cor 11,24). 
  • La comunidad: “Donde dos o tres estén reunidos en mi nombre, allí estaré yo en medio de ellos” (Mt 18,20). 
  • Los pastores de la comunidad: “El que a vosotros escucha, a mí me escucha” (Lc 10,16). 
  • Los pequeños y necesitados: “Quien acoge a uno de estos pequeños en mi nombre, me acoge a mí” (Mc 9,37). 
  • La historia: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos” (Mt 28,20). 

2) El acercamiento histórico-crítico. ¿Cómo distinguir una verdadera experiencia del Espíritu y de encuentro con María de los posibles sucedáneos? Para evitar confundir la experiencia espiritual o mariana con un simple fenómeno psíquico y para no incurrir en reduccionismos de tipo iluminista o fideísta, es necesario un acercamiento crítico al Jesús de la historia. El Cristo de la fe es el Jesús de la historia. Por mucho que cierta crítica contemporánea quiera seccionar ambas dimensiones no puede ir contra la fe de la iglesia, la experiencia de los místicos y seguramente tu propia experiencia personal. Como sabemos, la historiografía actual ha renunciado a escribir una biografía (en el sentido técnico) de Jesús de Nazaret, pero puede enunciar conclusiones valiosas sobre sus hechos y dichos hasta dibujar una silueta históricamente acreditada y humanamente extraordinaria, capaz de fundar y dar solidez a un auténtico encuentro interpersonal. En este sentido, la teología kerigmática superó los reduccionismos de la teología liberal y de la teología dialéctica. No hay que olvidar que, desde el punto de vista teológico, la fe cristiana es una fe que acoge la revelación de Dios en la historia. A través de hechos históricos (y no por introspecciones psíquicas o prácticas mágicas), el hombre, esencialmente histórico, puede comprender la palabra que Dios le dirige. La producción bibliográfica actual sobre estas cuestiones es tan ingente que resulta imposible resumirla en pocas líneas. 

Nosotros confesamos que “la Palabra se ha hecho carne” (Jn 1,18), que Dios se ha hecho hombre, que ha entrado en nuestra historia (Cur Deus homo). Cualquier gnosticismo, antiguo o moderno, burdo o sutil, cualquier intento de disolver el misterio de la “encarnación de Dios” en mito, se estrella frente al hecho desnudo de “un niño acostado en un pesebre” (Lc 2,16). 

En medio de la sombra y de la herida
me preguntan si creo en ti. Y digo
que tengo todo cuando estoy contigo:
el sol, la luz, la paz, el bien, la vida.

Sin ti, el sol es luz descolorida.
Sin ti, la paz es cruel castigo.
Sin ti, no hay bien ni corazón amigo.

Sin ti, la vida es muerte repetida.

Contigo el sol es luz enamorada
y contigo la paz es paz florida.
Contigo el bien es casa reposada



y contigo la vida es sangre ardida.
Pues si me faltas Tú, no tengo nada:
ni sol, ni luz, ni paz, ni bien, ni vida
.

(José Luis Martín Descalzo) 

En las últimas décadas, la llamada “tercera búsqueda” (third quest), cultivada, sobre todo, en ámbitos anglosajones, ha ensanchado el campo de la investigación. Además de los manuscritos, se sirve de los datos provenientes de la arqueología, la sociología del cristianismo primitivo, etc. Todo puede contribuir a dar solidez a nuestro conocimiento del Jesús de la historia. Ahora bien, para un creyente el acercamiento crítico al Nuevo Testamento y a las disciplinas que investigan sobre Jesús no se puede desvincular del acercamiento a la comunidad que mantiene viva su presencia en la historia y que ha “producido” los escritos sobre él. No podemos separar el cuerpo de la cabeza y viceversa. Pretender llegar a Jesús prescindiendo de su comunidad o reduciendo ésta solo a su estadio primitivo –como sucede en quienes reivindican un cristianismo sin iglesia o consideran que “todo lo auténtico terminó en el siglo IV”– es una empresa insostenible. Entre Escritura e Iglesia se da una relación de mutua dependencia. Ambas son “creaciones del Espíritu”, realidades vivas, no fósiles. Sin iglesia no hay Escritura (¡El Nuevo Testamento no cae llovido del cielo ni surge por generación espontánea o producido por “sabios” extra-comunitarios!). Pero, al mismo tiempo, la Escritura es siempre fuente e instancia crítica para la misma comunidad que la ha producido asistida por el Espíritu de Jesús (¡La iglesia es siempre “comunidad que surge de la Palabra y vive de ella”!). 

3) La necesidad de buscar y esperar. La historia nos ayuda a ver a Jesús como un hombre de carne y hueso, no como un mito sobre el que proyectar nuestras cambiantes interpretaciones de la realidad. La fe nos permite reconocer en él al Hijo de Dios, al Señor, al Mesías. Pero, aunque tengamos una experiencia espiritual contrastada históricamente, siempre podemos escandalizarnos de Jesús, no llegar a entender qué tiene que ver este hombre (y su propuesta de salvación) con las preocupaciones más hondas de la existencia. En otras palabras, siempre podemos vivir la relación con Jesús como un “añadido” que, de no existir, no cambiaría significativamente nuestra vida. De hecho, hay personas que “han creído” en Jesús, luego han dejado de creer en él y han seguido viviendo... con aparente normalidad. No se ha hundido el mundo debajo de sus pies. Por eso, para calibrar la hondura de nuestro encuentro con Jesús, para que él pueda ser respuesta a nuestras preguntas, se requiere por nuestra parte una actitud de búsqueda, de expectativa. 

Jesús se presenta a sí mismo como “el camino, la verdad y la vida” (cf. Jn 14,6). Pero, ¿qué sentido tiene hablar de Jesús como “camino” a aquellos que están satisfechos con su situación y no están dispuestos a ponerse en marcha? ¿Qué valor tiene Jesús como “verdad” en tiempos de relativismo en los que para muchas personas no hay ninguna referencia estable? ¿Cómo puede descubrir a Jesús como “vida”quien se aferra a lo que tiene? Quien no busca no encuentra. Quien no cuestiona su modo de vivir no crece. 

Por eso, la primera intervención de Jesús en el evangelio de Juan es una pregunta: “¿Qué buscáis?” (Jn 1,37). A los discípulos que bajan entristecidos de Jerusalén a Emaús les dice: “¿Qué conversación lleváis por el camino?” (Lc 24,17). En otras palabras: ¿Qué os preocupa? ¿Qué significa para vosotros vivir? ¿Cómo buscáis la felicidad? Son estas las preguntas que dan consistencia al encuentro con Jesús. Solo cuando vivimos a este nivel de profundidad, el encuentro con él resulta significativo. Al hablar en estos términos pudiera dar la impresión de que se elimina la gratuidad del encuentro, de que la fe en Jesús fuera la coronación de nuestra propia búsqueda.

En realidad, todo encuentro es siempre una experiencia de gracia, un acontecimiento inaudito, una semilla que Alguien siembra en nuestro campo y que crece sin que sepamos cómo. Pero Jesús mismo se encargó de explicar, en relación con la eficacia de la palabra, que, aunque ésta sea poderosa, el fruto no solo depende de ella sino también de la diversa calidad del terreno (cf. Mc 4,3-20). No es lo mismo ser “borde del camino” (cf. Mc 4,15), “terreno pedregoso” (cf. Mc 4,16-17), “cardo” (cf. Mc 4,18-19) o “tierra buena” (cf. Mc 4,20). 

A veces, tenemos la misma experiencia de María Magdalena: “Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto” (Jn 20,13). Esta sensación se acrecienta en aquellos lugares en los que se vive una cultura del “día después”, como si el asunto de Jesús fuera una página ya leída del libro de la historia y no mereciera más atención. 

4) Los signos reveladores. En el proceso de encuentro con Jesús, en íntima conexión con la búsqueda y la expectativa, hay que hablar de la necesidad de los “signos” (miracula); es decir, de algunos hechos significativos y comprobatorios que indiquen, a quien busca, la dirección del camino. Los signos no demuestran la verdad de la fe, pero sí pueden mostrar su coherencia y, sobre todo, ayudan a distinguir la fe de sus posibles deformaciones. Los milagros (que son signos en función de la fe y no manifestaciones exhibicionistas o lucrativas de Jesús), la extraordinaria coherencia de su vida (manifestada en acciones y palabras), la experiencia sorprendente de su resurrección (significativa solo desde la fe) y la potencia humanizadora que la aceptación de su persona produce en el creyente son algunos de los signos principales. 

Nosotros podemos reconocernos en la pregunta de Juan el Bautista: “¿Eres tú el que tenía que venir o hemos de esperar a otro?” (Lc 7,19). Para que te resulte cercana, puedes acomodarla a la situación que estás viviendo: ¿Eres tú el que ha de venir o, más bien, todo depende de los avances científicos? ¿Eres tú el que ha de venir o lo que necesitamos es una terapia psicológica? ¿Eres tú el que ha de venir o lo que hace falta es un profundo cambio del sistema económico mundial? La respuesta de Jesús no es ni “sí” ni “no”. No ofrece conceptos ni un plan de acción global. Invita a abrir los ojos y ver algunos signos que transforman las vidas de las personas más necesitadas: “Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la buena noticia; y dichoso el que no encuentre en mí motivo de tropiezo” (Lc 7,22-23). 

También hoy hay muchas personas que están entregando su vida para aliviar el dolor de los que sufren: inmigrantes indocumentados, desocupados de larga duración, toxicómanos, familias desestructuradas, refugiados, niños explotados, adolescentes enrolados en bandas, ancianos sin pensión, etc. ¿Las reconoces? 

Es verdad que hoy estamos viviendo en algunas regiones del mundo una “noche” en la que no se percibe la luz de Cristo, un verdadero eclipse. Pero es igualmente cierto que siguen anunciando buenas noticias y estrellas que nos conducen a Jesús. No importa que seamos rudos como los pastores o sabios como los magos. Lo importante es ser humildes buscadores, reconocer los pequeños signos en los que Jesús se hace visible hoy, y ponernos en camino. 

5) La actitud comprometida. Aunque pueda parecer algo extraño, el verdadero encuentro con Jesús exige, además de las condiciones señaladas antes, una actitud vital y operativa en la línea de su mensaje. O, dicho de otra manera, es imposible encontrarse con Jesús si transitamos por los caminos que él no recorre, si nos contentamos con una búsqueda meramente intelectual. El evangelio está repleto de indicaciones en este sentido. La parábola del buen samaritano (cf. Lc 10,25-37) muestra que Jesús es, al mismo tiempo, el hombre herido al borde del camino y el samaritano que se acerca, cura las heridas con aceite y vino, las venda, monta al herido en su cabalgadura, lo lleva al mesón, cuida de él y paga al mesonero para que lo siga haciendo. Siete verbos repletos de fuerza y compromiso. 

Pero quizá sea el texto de Mt 25,31-46 el que con más claridad responde a la pregunta acerca de dónde podemos encontrar hoy a Jesús: “Os aseguro que cuando lo hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mt 25,40). ¿Qué es lo que podemos hacer? También la respuesta es concreta, comprensible, humana: “Tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era forastero, y me alojasteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y fuisteis a verme” (Mt 25,35- 36). 

¿No crees que tu búsqueda podría ser más más auténtica y luminosa, si estas palabras de Jesús se convirtieran en tu programa? Mirando el contexto en el que vives, ¿a quién puedes dar de comer o de beber, vestir o visitar? Los pequeños signos, cuando surgen de un corazón renovado, cambian el mundo. No te preguntes demasiado dónde encontrar a Jesús hoy. Él te lo ha dicho con claridad. Ponte en camino.