Estoy a punto de partir para la India. Sobre la mesa de mi despacho hay un libro largamente
esperado. Llegó ayer a Roma por correo urgente desde China. Se llama Año
Claretiano. Tiene 800 páginas. Abundan las fotos y los colores; de
hecho, cada uno de los doce meses del año tiene un color propio, desde el verde esperanza de enero hasta el azul mar de diciembre. Es un libro preparado por un equipo
amplio de personas, en torno a doce. Completarlo nos ha llevado más tiempo del
previsto. Se ha elaborado en España y Roma e impreso en China. Será distribuido
a todo el mundo desde Filipinas. No es un libro para ser vendido. Está destinado
a los claretianos. Se trata de un itinerario espiritual que arranca el 1 de
enero y termina el 31 de diciembre. No se refiere a un año en particular (por
ejemplo, el próximo año 2020), sino que es un año tipo. Se puede repetir
cuantas veces se quiera. A lo largo de todo el año se va presentando nuestra
historia y nuestra espiritualidad, de modo que, siguiendo el método del gota a
gota (es decir, un poco cada día), podamos reavivar nuestros orígenes, nuestra identidad
y nuestro compromiso misionero. No me extiendo más porque tal vez no sea del
interés de muchos lectores de este Rincón, pero me parecía obligado hacer referencia a este hecho para escribir sobre un tema que considero relevante.
Lo que hoy quiero
destacar es que un libro de estas características no es fruto del trabajo de
una sola persona. Es una obra colectiva, pensada y realizada por un equipo
internacional. Quizás el hecho de que hayan contribuido muchas personas le
resta algo de unidad estilística, pero a cambio lo enriquece con perspectivas multiculturales.
Los que están en contra del trabajo en equipo encuentran todo tipo de justificaciones
irónicas para no emprenderlo nunca. Recuerdo que hace años un compañero mío repetía a
menudo aquello de que “un camello es un caballo dibujado por una comisión”. Si
no se tiene un objetivo claro y no se coordinan bien las diversas intervenciones,
el resultado puede ser caricaturesco. Pero si se aprovecha lo mejor de cada uno
al servicio de un plan discernido por todos se pueden alcanzar altas cotas de
calidad y eficacia. Un libro como el que acabamos de publicar no hubiera sido
posible sin la competencia histórica de algunos de nuestros colaboradores, sin
la profundidad espiritual y la agudeza pedagógica de otros y sin la creatividad y el empeño del diseñador,
que ha dedicado muchas horas a poner todo en orden de manera armónica y bella, con un delicado toque filipino.
En el mundo
empresarial es normal trabajar en equipo; en la política, no tanto. En la
Iglesia se dan los dos fenómenos contrapuestos: hermosas realizaciones que son fruto de muchas
personas bien coordinadas y bastantes obras que responden al genio de una sola
persona y que están marcadas desde el comienzo por una impronta muy individualista. Cuando
la persona se retira por diversas razones (la más radical es la muerte), la
obra se viene abajo porque el autor no fue capaz de involucrar a otras personas
y de compartir responsabilidades. Personalmente, soy un enamorado del trabajo
en equipo. Las mejores cosas se fraguan en ese laboratorio de creatividad que
es un equipo cuando se pone a soñar sin las trabas de los programas
prestablecidos. He sido testigo y protagonista de cosas hermosas que surgieron
a partir de una lluvia de ideas, sin más límites que los de la propia
imaginación. Luego –claro está– es preciso transformar la energía del sueño en
un proyecto viable. Y –lo más importante– se necesita crear una atmósfera de
entusiasmo en la que todos los participantes se sientan co-creadores. El trabajo en equipo se puede dar en el seno de las familias, de las comunidades religiosas y parroquiales, de las escuelas y colegios, en las empresas y fábricas... Funcionaríamos mucho mejor si aprendiéramos a sacar partido de todas las potencialidades que se ponen en juego cuando varias personas se deciden a perseguir un objetivo en común. Quizás en este terreno los buenos deportistas nos dan un ejemplo a todos los demás.