sábado, 31 de agosto de 2019

Un trabajo en equipo

Estoy a punto de partir para la India. Sobre la mesa de mi despacho hay un libro largamente esperado. Llegó ayer a Roma por correo urgente desde China. Se llama Año Claretiano. Tiene  800 páginas. Abundan las fotos y los colores; de hecho, cada uno de los doce meses del año tiene un color propio, desde el verde esperanza de enero hasta el azul mar de diciembre. Es un libro preparado por un equipo amplio de personas, en torno a doce. Completarlo nos ha llevado más tiempo del previsto. Se ha elaborado en España y Roma e impreso en China. Será distribuido a todo el mundo desde Filipinas. No es un libro para ser vendido. Está destinado a los claretianos. Se trata de un itinerario espiritual que arranca el 1 de enero y termina el 31 de diciembre. No se refiere a un año en particular (por ejemplo, el próximo año 2020), sino que es un año tipo. Se puede repetir cuantas veces se quiera. A lo largo de todo el año se va presentando nuestra historia y nuestra espiritualidad, de modo que, siguiendo el método del gota a gota (es decir, un poco cada día), podamos reavivar nuestros orígenes, nuestra identidad y nuestro compromiso misionero. No me extiendo más porque tal vez no sea del interés de muchos lectores de este Rincón, pero me parecía obligado hacer referencia a este hecho para escribir sobre un tema que considero relevante.

Lo que hoy quiero destacar es que un libro de estas características no es fruto del trabajo de una sola persona. Es una obra colectiva, pensada y realizada por un equipo internacional. Quizás el hecho de que hayan contribuido muchas personas le resta algo de unidad estilística, pero a cambio lo enriquece con perspectivas multiculturales. Los que están en contra del trabajo en equipo encuentran todo tipo de justificaciones irónicas para no emprenderlo nunca. Recuerdo que hace años un compañero mío repetía a menudo aquello de que “un camello es un caballo dibujado por una comisión”. Si no se tiene un objetivo claro y no se coordinan bien las diversas intervenciones, el resultado puede ser caricaturesco. Pero si se aprovecha lo mejor de cada uno al servicio de un plan discernido por todos se pueden alcanzar altas cotas de calidad y eficacia. Un libro como el que acabamos de publicar no hubiera sido posible sin la competencia histórica de algunos de nuestros colaboradores, sin la profundidad espiritual y la agudeza pedagógica de otros y sin la creatividad y el empeño del diseñador, que ha dedicado muchas horas a poner todo en orden de manera armónica y bella, con un delicado toque filipino.

En el mundo empresarial es normal trabajar en equipo; en la política, no tanto. En la Iglesia se dan los dos fenómenos contrapuestos: hermosas realizaciones que son fruto de muchas personas bien coordinadas y bastantes obras que responden al genio de una sola persona y que están marcadas desde el comienzo por una impronta muy individualista. Cuando la persona se retira por diversas razones (la más radical es la muerte), la obra se viene abajo porque el autor no fue capaz de involucrar a otras personas y de compartir responsabilidades. Personalmente, soy un enamorado del trabajo en equipo. Las mejores cosas se fraguan en ese laboratorio de creatividad que es un equipo cuando se pone a soñar sin las trabas de los programas prestablecidos. He sido testigo y protagonista de cosas hermosas que surgieron a partir de una lluvia de ideas, sin más límites que los de la propia imaginación. Luego –claro está– es preciso transformar la energía del sueño en un proyecto viable. Y –lo más importante– se necesita crear una atmósfera de entusiasmo en la que todos los participantes se sientan co-creadores. El trabajo en equipo se puede dar en el seno de las familias, de las comunidades religiosas y parroquiales, de las escuelas y colegios, en las empresas y fábricas... Funcionaríamos mucho mejor si aprendiéramos a sacar partido de todas las potencialidades que se ponen en juego cuando varias personas se deciden a perseguir un objetivo en común. Quizás en este terreno los buenos deportistas nos dan un ejemplo a todos los demás.


viernes, 30 de agosto de 2019

Hay que correr más

A cuatro pasos de mi casa romana está el parque Villa Glori. Es un recinto de 25 hectáreas, también conocido como Parque del Recuerdo (Parco della Rimembranza), construido para homenajear a los caídos en la Primera Guerra Mundial. Desde 1988, la Caritas romana tiene en su cima una estructura de acogida para enfermos de SIDA. Aunque el mantenimiento de este pulmón verde en la zona norte de Roma deja mucho que desear, su cercanía a mi residencia y sus caminos en pendiente me facilitan la práctica del “senderismo urbano”, por llamar de alguna manera al hecho de caminar deprisa durante una hora por entre árboles, arbustos y muchas hojas secas. Ayer por la tarde, el parque era un muestrario variopinto de personas. Había familias con niños, personas de mediana edad paseando a sus perros, grupos de atletas corriendo juntos, adolescentes sentados en un banco fumando porros, y tipos solitarios como yo que corrían o caminaban y, de vez en cuando, aliviaban el calor con el agua de las fuentes, que en este punto Roma es una ciudad pródiga. Prefiero cien veces los pinares, hayedos y robledales de mi tierra, pero, a falta de algo mejor, Villa Glori me proporciona un espacio amplio y verde para desconectar del trabajo, respirar y correr sin salir de Roma.

Mientras contemplaba a tantas personas haciendo ejercicio, según su edad y condición, me vino a la mente un texto de san Pablo en su carta a los filipenses: “Hermanos, yo no pienso tenerlo ya conseguido. Únicamente, olvidando lo que queda atrás, me esfuerzo por lo que hay por delante y corro hacia la meta, hacia el premio al cual me llamó Dios desde arriba por medio del Mesías Jesús” (Flp 3,13-14). Pablo no se consideraba un triunfador sino un atleta que se esfuerza por llegar hasta el final de la carrera. La conciencia de que todavía no hemos conseguido “el premio” nos estimula a seguir corriendo hacia la meta. A veces tengo la impresión de que en la vida espiritual nos invade una cierta pereza, como si diera igual comportarnos de una manera o de otra, abandonarnos a lo más fácil o esforzarnos por crecer cada día un poco más. Quizá una falsa concepción de la gracia de Dios ha hecho de nuestra vida algo plano y rutinario, sin el mordiente de quien sabe que tenemos que esforzarnos más para ser a cabalidad lo que somos por gracia. Nos falta la ilusión del atleta que quiere batir su propio récord y se entrena cada día con método y entusiasmo. Para un cristiano, la gracia no es un regalo barato, sino una energía que nos da alas para desarrollar al máximo nuestra humanidad. A mayor experiencia de gracia, mayor compromiso en la vida cotidiana.

El premio al que aspiramos no es una realidad perecedera, sino la vocación a la que Dios nos llama por medio de Jesús. Pablo lo tenía muy claro. En su primera carta a los corintios lo expresa así: “¿No sabéis que en el estadio corren todos los corredores, pero uno solo recibe el premio? Pues corred vosotros para conseguirlo. Los que compiten se controlan en todo; y ellos lo hacen para ganar una corona corruptible, nosotros una incorruptible. Por mi parte, yo corro, no a la ventura; lucho, no dando golpes al aire; sino que entreno mi cuerpo y lo someto, no sea que, después de proclamar para otros, quede yo descalificado” (1 Cor 9,24-27). No se puede competir de cualquier manera. Necesitamos cuidarnos. Igual que la gente de mi barrio de Parioli va a Villa Glori para mantenerse en forma, necesitamos también una mínima ascética en nuestra vida cristiana para mantenernos siempre disponibles. Ya sé que hoy no se usa mucho la palabra “ascética” (ejercicio). Lo que los cristianos hemos arrinconado por considerarlo pasado de moda, lo están reciclando los deportistas. Ellos no tienen inconveniente en entrenar horas interminables, controlar su alimentación, vigilar sus constantes vitales, privarse de muchas cosas, regular el sueño… ¡Y eso “para ganar una corona corruptible”! ¿Qué tipo de entrenamiento necesitamos nosotros para mantener la forma del amor, para estar siempre disponibles, para no dejarnos llevar por el egoísmo y la pereza? ¡Esta es la ascética que hace del cristianismo algo atrayente!

jueves, 29 de agosto de 2019

Bajo el sol de Roma

Roma me ha recibido con una temperatura de 30 grados y una humedad cercana al 60%, cuando en Madrid no pasaba del 26%, así que la sensación de agobio es evidente. Es una buena preparación para el 80% de humedad que me aguarda en Bengaluru (India) dentro de un par de días. Los cambios meteorológicos influyen en el estado de ánimo, aunque no creo que me deje influir demasiado. Antes de tomar el avión de regreso a Roma, una persona amiga me decía que hoy es casi imposible vivir con serenidad porque tenemos demasiados frentes abiertos. Lo que quería decir es que, además de atender a las situaciones personales (afectivas, laborales, sanitarias, etc.) y familiares, nos convencen de que si queremos ser personas informadas y comprometidas tenemos que prestar atención a las muchas cosas que suceden en el mundo. Es como si nos sintiéramos obligados a pronunciarnos sobre los incendios en la Amazonia brasileña, la crisis provocada por la listeriosis en Andalucía, la matanza de las ballenas, los problemas de Pedro Sánchez para formar gobierno en España, el cambio de gabinete en Italia, la grave situación económica y social de Argentina, la polémica decisión de Boris Johnson de cerrar el parlamento británico, los problemas de los migrantes en el Mediterráneo y -por si fuera poco- las ocurrencias de Donald Trump. ¿Hay algún ser humano que pueda prestar seriamente atención a tantos frentes sin sentirse abrumado y como fuera de sitio?

Seamos sensatos. El que cuelga en las redes sociales manifiestos contra los incendios en la Amazonia (o últimamente en Angola y la República Democrática del Congo) es a menudo el mismo que no riega las plantas de su casa y que, cuando sale al campo, no tiene empacho en tirar basura. Muchos de los que critican (o criticamos) la corrupción de los políticos son los que piden facturas sin IVA, hacen algunas operaciones en negro y enchufan cuando pueden a sus amigos y conocidos. Quienes sienten compasión de los migrantes en el Mediterráneo (o en la frontera entre México y los Estados Unidos) son a veces quienes protestan por la invasión de extranjeros o contratan a algunos subsaharianos por cuatro perras, saltándose todas las normas legales. No es fácil mantener una línea coherente entre las proclamas públicas (algunas muy ingeniosas y provocativas) y las conductas individuales. No es siempre cuestión de mala voluntad. Hemos querido ensanchar tanto el mundo, hacernos responsables de tantas cosas al mismo tiempo, que no hay psicología humana que aguante tal grado de implicación y compromiso, a menos que todo se quede en palabras. Las redes sociales aguantan todo tipo de mensajes, sin que esto suponga una actitud consecuente. Colgar una foto y multiplicar los likes está al alcance de cualquiera. 

No propongo que encojamos nuestro mundo, que reduzcamos drásticamente los frentes abiertos, pero sí que nos concentremos en los campos en los que nuestra actuación puede ser determinante. De poco sirve querer salvar la selva amazónica y al mismo tiempo descuidar los deberes familiares. Está bien romperse las vestiduras por la trata de esclavos en Libia, pero quizá es más urgente -y posible- tratar con dignidad y respeto a las personas a nuestro cargo. Es necesario denunciar las consecuencias del cambio climático, pero vale más adoptar un estilo de vida sobrio, renunciando a viajes innecesarios en coche, al consumo excesivo de agua y luz, etc. Estoy convencido de que contribuiríamos más a cambiar nuestro mundo -y de paso a llevar una vida más serena y solidaria- si en vez de estar siempre hablando de lo que sucede “lejos” (aunque hoy este concepto ha cambiado radicalmente de significado) nos concentráramos en abordar lo que tenemos “cerca”, casi como si viviéramos en una aldea y no en un mundo globalizado. La vida cotidiana (nuestros hábitos, relaciones, horarios, gastos, etc.) son el verdadero banco de prueba de nuestro compromiso real. Lo demás, aun siendo importante, puede ser un perfecto brindis al sol y una forma de lavar nuestra conciencia sin que en la práctica modifiquemos lo más mínimo nuestro estilo de vida.

miércoles, 28 de agosto de 2019

Busquemos mientras es de día

Ya sé que san Agustín, como todo bicho viviente, tiene sus flancos débiles, tanto desde el punto de vista intelectual como moral, pero reconozco que a mí me cae bien. Por encima de todo me parece un buscador, alguien que no se detiene a las primeras de cambio, sino que continúa explorando, atraído por ese imán que se llama verdad. En tiempos de posverdades, no está el horno cultural actual para muchos bollos de este tipo, pero eso no quiere decir que la búsqueda de la verdad no sea una pasión humana que atrae a científicos, filósofos, artistas y místicos. El solo hecho de buscar ya está mostrando que no nos damos por satisfechos con lo que somos y tenemos. Aspiramos a más. Queremos claridad y orden, aunque de vez en cuando juguemos a ser oscuros y desordenados como los niños que encuentran placer chapoteando en el barro. Mientras lo hacen, sienten que las normas de corrección de los adultos no van con ellos. Cuanto más insisten sus padres en que no se ensucien, mayor placer encuentran en teñir sus ropas del color de la tierra.

Lo más fácil es siempre resignarse, contentarse con vivir a base de tópicos y restringir al máximo el campo vital. Uno se ahorra muchos problemas. Lo que sucede es que, aunque dure mucho, vive poco. Vivir implica siempre buscar, cambiar, hacerse preguntas, superar límites, abrirse a lo que nos desborda. En un día como hoy no me resisto a no citar la conocida oración de san Agustín en sus Confesiones. Además de ser hermosa, constituye una brújula que guía nuestra búsqueda en este proceloso mar en el que vivimos. Es fruto de una experiencia personal, no de una mera especulación. Es antigua, pero describe bien un itinerario que no tiene edad. Merece la pena destacarla:

¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva,
tarde te amé! y tú estabas dentro de mí y yo afuera,
y así por de fuera te buscaba; y, deforme como era,
me lanzaba sobre estas cosas que tú creaste.

Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo.
Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que,
si no estuviesen en ti, no existirían.

Me llamaste y clamaste, y quebraste mi sordera;
brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera;
exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y ahora te anhelo;
gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti;
me tocaste, y deseo con ansia la paz que procede de ti.

Para mí, la clave de esta oración está en las palabras: “Tú estabas dentro de mí y yo afuera”. Agustín reconoce que buscaba “por de fuera”, que se lanzaba “sobre estas cosas que tú creaste”. No encuentro modo mejor de describir lo que nos pasa hoy. Vivimos extrovertidos. Tenemos miedo a explorar nuestra interioridad porque nos parece que está habitada por monstruos (odios, resentimientos, heridas, miedos y sombras) cuando, en realidad, es el santuario en el que habita ese Dios que “es más íntimo a nosotros que nosotros mismos” (san Agustín dixit). La ciencia –de la que tan orgullosos nos sentimos hoy– centra su atención en las cosas que están fuera, creando un dualismo difícil de entender entre el sujeto pensante y el objeto investigado. Quizá por eso los científicos deberían practicar meditación. Cualquiera de nosotros, hombres y mujeres de la calle, sentimos una gran propensión a lo que está afuera. Creemos que si buscamos un buen empleo, si conseguimos una buena casa y si aseguramos una buena cuenta corriente, nuestra vida se va a encarrilar, vamos a apagar esa sed que hace del ser humano un ente insatisfecho. Agustín también recorrió esa senda. Probó todo lo que un hombre culto y adinerado podía probar en su tiempo, incluido el sexo. Su insatisfacción no disminuía porque –como él mismo reconoce– “Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían”. Las cosas pueden retenernos; de hecho, constituyen a menudo obstáculos en nuestro camino de búsqueda.

¿Cómo puede cambiar uno el rumbo de su vida? ¿Cómo puede orientar su búsqueda en la dirección correcta? La respuesta es sencilla: abriéndonos al Misterio que nos habita, aunque a menudo no seamos conscientes de su presencia y hasta huyamos de ella. San Agustín utiliza una secuencia de verbos para describir la acción de este Dios en nosotros: “Me llamaste y clamaste, y quebraste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseo con ansia la paz que procede de ti”. Dios nos llama, rompe nuestra sordera, brilla y resplandece, cura la ceguera, exhala su perfume, nos toca. Son verbos que hablan de una experiencia envolvente, atractiva, casi irresistible. Quien la ha tenido, no sabe ya vivir de otra manera.


martes, 27 de agosto de 2019

Saludos y despedidas

No sé cuántos miles de despedidas he acumulado a lo largo de mi vida misionera. En realidad, me paso la vida saludando y despidiéndome, llegando y yéndome. 

Todo saludo tiene algo de anunciación (misterio gozoso). Cada vez que nos encontramos con alguien reproducimos el encuentro del arcángel Gabriel con María. Con palabras o sin ellas, todo saludo auténtico debería parecerse a ese: “Alégrate, quienquiera que seas, el Señor está contigo”.  La alegría de Dios que María recibe a través del saludo de Gabriel, la joven de Nazaret la exporta por donde pasa. Su pariente Isabel experimenta este don: “Cuando tu saludo llego a mis oídos, la criatura que estaba en mi vientre saltó de gozo”. Durante las semanas que he pasado con mi familia he tenido la oportunidad de saludar a muchas personas. A algunas las he encontrado por primera vez, pero la mayoría son viejos amigos y conocidos a los que veo una o dos veces al año. Es hermoso verse de nuevo, reconocerse y dirigirse la palabra porque cada vez que alguien nos saluda “con corazón” nos está recreando. Hay personas que han desarrollado el arte de saludar. Saben hacer que la otra persona se sienta aceptada y querida. También es verdad que hay otras que reducen el saludo a una mueca inexpresiva. De todo hay en la viña del Señor.

Si todo saludo tiene algo de anunciación, toda despedida tiene algo de muerte y de resurrección. Entre saludos y despedidas conjugamos los misteriosos gozosos, dolorosos y gloriosos de la vida humana. Sí, toda despedida es un anticipo de la muerte (misterio doloroso) porque consiste en un desgarro, en una separación no siempre querida. Me veo a mí mismo arrastrando una maleta y evitando volver la vista atrás para que no se note la tristeza del rostro. Por más veces que nos hayamos despedido de las personas queridas, nunca nos acostumbramos a este anticipado rito mortuorio. A veces, va acompañado de algunas lágrimas; otras –la mayoría– se trata de un dolor sordo, parco en palabras y rico en gestos. Reconozco que cada vez me cuesta más separarme de mis familiares y amigos. Tendría que suceder lo contrario, teniendo en cuenta las muchas veces que he practicado este rito en mi vida itinerante, pero se ve que con el paso de los años el rito de la despedida transitoria se va acercando cada vez más al rito de la despedida definitiva. Tal vez por eso duele un poco más. No somos nosotros mismos sin las personas a las que queremos. Hay en todos una tendencia natural a la cercanía, al intercambio gozoso, a la conversación pausada. Cuando los imperativos laborales o de otro tipo imponen la separación, todos nos sentimos un poco más solos.

Sin embargo, toda despedida es también un signo de resurrección (misterio glorioso) porque celebra el otro polo del amor: la distancia. No hay verdadero amor sin cercanía, pero tampoco hay verdadero amor sin distancia. Cuando nos distanciamos de las personas a las que queremos las “perdemos” temporalmente, pero, en realidad, las “recuperamos” en un ejercicio de memoria que ayuda a valorar lo que significan para nosotros y a vivir el deseo del reencuentro. La cercanía permanente puede degenerar en rutina, dependencia y fusión. Por paradójico que resulte, la cercanía asfixiante puede matar el amor. La distancia, por el contrario, lo purifica y lo robustece. Pasado el momento inicial de tristeza que toda despedida supone, enseguida soñamos con un nuevo encuentro. Es como si se pusiera en marcha un mecanismo de anhelo que nos mantiene en vela, en un estado de permanente esperanza. Por eso, toda despedida es también signo de resurrección. Aleccionados por la experiencia del pasado, soñamos que los nuevos encuentros serán mejores, más profundos, más auténticos, más cariñosos, más comprometidos. Sin la distancia que supone toda despedida, correríamos el riesgo de apagar la esperanza. Y, sin ella, la vida humana se hace insufrible. Así que, para una buena salud mental y espiritual, tan buenos son los saludos como las despedidas. Es cuestión de dosis y de ritmos.

lunes, 26 de agosto de 2019

Quiero hacer algo

No es raro que al final de una misa alguien se acerque al sacerdote y le diga algo parecido a esto: “Me ha gustado mucho su homilía”. Es probable que en muchos casos la persona no recuerde exactamente qué le ha gustado y por qué. El “me ha gustado” no se refiere tanto al contenido cuanto a la impresión subjetiva. No seré yo quien desdeñe el valor emotivo de las palabras. No siempre es necesario que una homilía (o cualquier otro tipo de alocución) ponga el acento en un contenido (como si fuera una clase) y ni siquiera en un compromiso. A veces, el efecto transformador tiene que ver con una experiencia de paz y alegría o con un estremecimiento estético. La belleza (y no solo la acción) es una forma de fe. En otras palabras: no siempre hay que esperar una decisión práctica como fruto de una buena homilía. El crecimiento en la fe, la esperanza y la caridad es lo menos visible y lo más práctico. Sin embargo, no es menos cierto que una buena homilía –si es un fiel eco de la Palabra de Dios– tiene que impulsar a “poner en práctica” esa Palabra. Jesús lo dijo con claridad: “Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica” (Lc 11,28).

Muchas veces me he preguntado por el efecto de nuestras celebraciones dominicales y, en particular, de las homilías. ¿Para qué sirven? Puede resultar algo tópico, pero se sigue escuchando eso de: “Mira fulano de tal, mucha misa, mucha comunión, y luego es un capullo [perdón por esta expresión barriobajera]”. Todos somos frágiles y no estamos nunca a la altura de la Palabra que escuchamos y del Cuerpo y la Sangre que compartimos. La Eucaristía no es el banquete de los puros, sino la mesa de los pecadores. Pero ser frágiles no significa que tengamos que ser hipócritas. El frágil es aquel que sabe hacia dónde debe caminar, pero tropieza, cae, se levanta y sigue caminando. El hipócrita es el que muestra una conducta pública (por ejemplo, participar en la Eucaristía dominical) que no se corresponde con sus verdaderas motivaciones en la vida privada (por ejemplo, extorsionar, ser deshonesto, mirar a los demás por encima del hombro, etc.). Es normal que algunos agnósticos y bautizados que no participan en los sacramentos se escandalicen de las conductas hipócritas. Pero, más allá de estos casos extremos (quizás más frecuentes de lo que uno tiende a imaginar), la preocupación por los frutos de las celebraciones sigue en pie. ¿Hasta qué punto nos tomamos en serio la fuerza transformadora de lo que celebramos? Creo que fue Paul Claudel quien dijo aquello de: “Miradlos, bajan del Calvario [es decir de la misa] y van hablando del tiempo”. Es una forma irónica de decir que entre lo que celebramos y lo que vivimos se da con frecuencia una brecha que impide un mínimo de coherencia.

Sin caer en una versión puramente ética de la fe, sería bueno que al final de cada celebración pudiéramos preguntarnos: “¿Qué puedo hacer para poner en práctica lo que la Palabra de Dios me ha inspirado, en algunas ocasiones con la ayuda de la homilía del presidente de la celebración?”. No todos los días podemos formular grandes compromisos, pero sí pequeñas decisiones que nos van ayudando a crecer como discípulos. Puede que algunas tengan que ver con nuestra vida de oración. Siempre es posible mejorar su calidad, escoger un lugar y tiempo oportunos, enriquecerla con algunos libros espirituales. Es muy probable que las decisiones tengan que ver con nuestra relación con los demás. Siempre podemos pedir perdón a las personas a quienes hemos ofendido o ignorado. O dedicar un tiempo a quienes viven o se sienten solos. O, si nuestras condiciones lo permiten, ofrecernos como voluntarios para algún servicio social. O ayudar económicamente a quien lo precise. ¡Hay tantas pequeñas cosas que están al alcance de la mano y que sin darnos cuenta, nos van cambiando por dentro y cambian un poco el entorno en el que vivimos! Si una homilía, además de gustarnos e iluminarnos, nos anima a “hacer algo” estará en la dirección correcta.

domingo, 25 de agosto de 2019

Los pequeños sí caben

Sorprende que Lucas, el evangelista de la misericordia y la alegría, ponga en labios de Jesús palabras tan duras como las que leemos en el Evangelio de este XXI Domingo del Tiempo Ordinario. Hace tres años escribí ya sobre el significado de este fragmento. Hoy quiero hacerlo desde otra perspectiva. Todo comienza con una pregunta que le hace a Jesús un personaje anónimo (es decir, cualquiera de nosotros): “Señor, ¿son pocos los que se salvan?”. Esta es una pregunta que los seres humanos nos hemos hecho de diversas maneras a lo largo de la historia, a veces con tintes angustiosos. No percibo que hoy sea una gran preocupación. Se han invertido los términos. Da la impresión de que no es Dios quien tiene que salvarnos, sino que somos nosotros los que tenemos que “salvar” a Dios de un arrinconamiento imparable. ¡Tremenda paradoja! Muchos contemporáneos hacen suyas las palabras del cantante español Víctor Manuel: “Déjame en paz, que no me quiero salvar, que en el infierno no estoy tan mal”. Entiendo la rabia de estas palabras. Vivimos en un mundo en el que muchos (políticos, científicos, sociólogos, médicos, adivinos, etc.) quieren salvarnos del cáncer, de la depresión, del desempleo, del aburrimiento y hasta de la obesidad y la calvicie. Frente a tantos salvadores de medio pelo, es comprensible una reacción de hastío: “Déjame en paz”.

Jesús no se deja atrapar por la cuestión del “número” de salvados, tan del gusto actual de los Testigos de Jehová y de otras denominaciones cristianas. Su enfoque no es cuantitativo sino cualitativo. Se trata de entrar por la “puerta estrecha”. Los obesos espirituales, los engreídos, los “agrandados”, los que se consideran “peces gordos” no caben por ella. Por el contrario, no tienen ningún problema los niños. La cruzan como Pedro por su casa. El mensaje es claro y coincide con otras palabras de Jesús: “Si no os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos” (Mt 28,3). Esto es lo que cuenta de verdad: una actitud de sencillez, humildad y apertura a la gracia. Todo lo demás, incluso lo que consideramos “religioso”, no tiene ninguna importancia si no es expresión de un espíritu de niños. Resulta duro escuchar de labios de Jesús unas palabras que pueden estar dirigidas a cuantos nos consideramos de “los suyos” por el hecho de frecuentar la iglesia: “No sé quiénes sois” y “No sé de dónde sois”. Jesús no reconoce ni la identidad ni la procedencia de quienes vivan con una actitud orgullosa y autosuficiente, mirando por encima del hombro a los demás.

La conclusión del Evangelio resulta también provocativa: “Y vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la mesa en el reino de Dios. Mirad: hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos”. Estas palabras resultan ofensivas para los judíos, que se creían depositarios de las promesas de Dios. Pero hoy pueden ser aplicadas también a algunos países que se creen “el ombligo del mundo” y miran con superioridad al resto. Tampoco se libra la Iglesia cuando cae en la tentación de considerarse pura y no tiene la humildad suficiente para reconocer las muchas semillas de bondad que hay dispersas por todas partes. No hay nada más contrario a la verdadera salvación de Jesús que creerse salvados por méritos propios y despreciar a quienes consideramos pecadores empedernidos. El verdadero criterio que dirime la salvación no es tanto el de “fe/no fe” cuanto el de “amor/autosuficiencia”. Por eso, ni están todos los que son ni son todos los que están. La conclusión no es una suerte de pavor ante un Dios arbitrario que puede hacer de nosotros lo que le plazca, sino una fuerte –incluso apremiante– llamada a hacernos como niños para que quepamos sin problemas por la puerta que conduce a la vida plena. No sé si la mentalidad contemporánea –tan orgullosa de haberse conocido– está por la labor. Las palabras de Jesús son claras.

sábado, 24 de agosto de 2019

Un tipo de verdad

Esta mañana cortarán los “mayos” que se alzan desde el pasado día 14 en la Plaza Mayor y en la Plaza de la Soledad de Vinuesa. Durante diez días han presidido el deambular de miles de personas y los principales actos de las fiestas patronales. Como manda la tradición, hoy, fiesta de san Bartolomé, deben ser abatidos. Han cumplido su misión. Llega la hora del sacrificio. Podría escribir algo sobre la efímera vida urbana de estos enhiestos pinos que eran señores en el monte y que, trasplantados al pueblo, han vivido solo diez días. La gente los ha contemplado, se han convertido en estrellas de las fiestas, pero, en realidad, han pagado un alto precio por su fama: han muerto antes de lo que hubiera sido lo corriente si hubieran seguido su ciclo natural. ¡Qué poco duran los aplausos! Quizás el ejemplo de los “mayos” ayuda a entender algo de lo que les pasa a muchas personas (sobre todo, jóvenes) en la sociedad actual: sacrifican todo por una fama efímera cuando podrían crecer con más vigor y estabilidad en el pequeño círculo de sus parientes y amigos. ¡Que se lo pregunten a algunos youtubers o influencers tempraneros que han sido víctimas prematuras de su propio éxito!

Frente a la cultura de la apariencia y de la fama efímera, el apóstol Bartolomé (llamado también Natanael) representa un ejemplo de autenticidad. Es un tipo sin doblez, de una pieza. Cuando Felipe quiere presentarle a Jesús de Nazaret, no se corta un pelo en preguntarse si de Nazaret –una aldeucha galilea– puede salir algo bueno. Jesús podría haberse enojado por ese comentario despectivo. Sin embargo, reacciona con un elogio que ya quisiéramos para nosotros: “Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño”. Con nuestro lenguaje de hoy, diríamos que Jesús ve en Nataniel a una persona auténtica. No pretende disimular lo que piensa. No es políticamente correcto. Representa las antípodas de muchos fariseos, preocupados por guardar las apariencias, pero emponzoñados por dentro. El mismo que se había reído de la procedencia aldeana de Jesús, cuando intuye quién es, prorrumpe en una confesión de fe: “Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel”. Naturalmente, no es muy verosímil que las cosas sucedieran tal como las cuenta Juan en su Evangelio, pero el mensaje de fondo es nítido. Donde hay autenticidad, puede haber fe. Donde hay doblez o mera apariencia, el corazón no se abre al misterio de Dios.

En tiempos de posverdad, la autenticidad no tiene buena prensa. Teóricamente admiramos a las personas de una pieza, cabales, que dicen siempre lo que piensan aun a riesgo de ser impopulares. En la práctica, sin embargo, adulamos a quienes triunfan (aunque haya sido a base de falsedades y traiciones), mentimos cuando queremos conseguir algo (aunque califiquemos nuestras mentiras de “piadosas”), nos preocupa más la imagen ante los demás que la verdad de lo que somos (aunque a veces tengamos la impresión de estar vendiendo nuestra alma al diablo). De Bartolomé/Natanael no sabemos apenas nada; desde luego, mucho menos de lo que podemos saber de cualquier famosillo que aparece en los programas televisivos de cotilleo. Y, sin embargo, la radiografía que le hace Jesús es más que suficiente para saber que se trata de “un tipo de verdad”. Recordando su figura, uno se siente llamado a evitar todo postureo y a ser lo que de verdad es. La autenticidad no sale gratis, pero es fuente de verdad y libertad. Me parece que hoy voy a sustituir mi paseo matinal por la contemplación del derribo de los “mayos”. Entre ese espectáculo y el Evangelio de hoy, tengo más que suficiente para una buena meditación sobre la vida.

viernes, 23 de agosto de 2019

Separados y divorciados

Me llegan noticias de separaciones y divorcios. Hace años parecía que la ruptura de relaciones y los nuevos matrimonios era algo privativo de los ricos y los famosos. Hoy está a la orden del día. Pocos, claro está, llegan al extremo del famoso periodista norteamericano Larry King, que acaba de divorciarse de su octava esposa. Resulta muy chocante que muchas celebrities (como se denomina hoy con cursilería a los famosos) pregonen a bombo y platillo su matrimonio, a veces con ceremonias insultantemente suntuosas, y al poco tiempo (a veces, solo unos meses) reconozcan que “se nos rompió el amor”. No sé si es “de tanto usarlo” –como cantaba hace años Rocío Jurado– o, más bien, de no usarlo en absoluto. Por la enorme fragilidad que hoy se vive en el terreno de los compromisos, no me gusta que se eche la casa por la ventana en bodas, primeras profesiones religiosas, ordenaciones sacerdotales, etc. porque, por lo general, se da una inflación innecesaria, un gasto excesivo y una pizca de exhibicionismo. Disfruto más celebrando los 25 o los 50 años. El tiempo pone a prueba la verdad de nuestras promesas. Hay que celebrar el comienzo -¡faltaría más!– pero, sobre todo, la madurez. Cuando, pasada la etapa sentimental, el amor se convierte en una decisión cotidiana, entonces –solo entonces– puede fundamentar una existencia en común o un proyecto de vida religiosa o sacerdotal. Como nos recordaba hace décadas Erich Fromm, no se trata de dejarnos seducir por el espejismo del enamoramiento, sino de aprender y cultivar “el arte de amar” día a día.

De todos modos, hoy quería hablar de las separaciones y divorcios cercanos, de esas experiencias de ruptura que afectan a nuestros familiares, amigos y conocidos. Las que nos duelen de verdad. Las de los famosos me parecen casi siempre un elemento más de sus campañas publicitarias. Creo que se trata de una indecente falta de pudor el estar exhibiendo amoríos, bodas, rupturas, reconciliaciones, divorcios, etc. Y encima, cobrar por ello. Más allá del planeta del famoseo, en España siguen aumentando las separaciones y divorcios. Soy testigo del sufrimiento que suelen provocar estas experiencias. He tenido que acompañar de cerca algunos procesos. Sufren los cónyuges que se separan o divorcian y sufren –a menudo de una manera callada– los hijos, tanto pequeños como mayores. Por mucho que se normalice este fenómeno, creo que nadie lo desea. No soy quien para juzgar a las personas que toman estas decisiones dolorosas. A veces, son la consecuencia de la infidelidad de uno o de ambos cónyuges, pero casi siempre se acumulan muchos otros factores: falta de comunicación y “complicidad”, trabajos absorbentes o desempleo crónico, incomprensiones y malentendidos, problemas afectivos y sexuales, dependencias y presiones externas, dificultades económicas, etc. 


En algunos casos, la separación es obligada dado el infierno en el que se ha convertido el hogar por culpa de la incomunicación, los abusos y malos tratos, etc. Por eso, mi actitud es siempre de escucha, acogida y comprensión. No hay dos casos iguales. Es necesario acercarse a cada historia con empatía y respeto. No es justo aplicar a todos los mismos baremos y juzgar solo a base de principios abstractos. La exhortación apostólica Amoris Laetitia del papa Francisco nos ofrece criterios pastorales muy oportunos. Por otra parte, estoy convencido de que la Iglesia puede hacer mucho más para promover una pastoral familiar que ayude a las personas a vivir su vocación matrimonial. Muchas de las dificultades normales, si se afrontan a tiempo y en compañía, dejan de ser amenaza y se convierten en oportunidad de crecimiento.

Me parece que, más allá de los muchos casos de separaciones y divorcios que hoy se registran, el desafío mayor lo constituye la idea de que es humanamente imposible un proyecto duradero de vida en común. Percibo en algunos adolescentes y jóvenes una especie de predisposición a tener varios compañeros o compañeras (el término “pareja” tiene para mí connotaciones demasiado zoológicas) a lo largo de la vida. Es como si de entrada dieran por supuesto que ningún proyecto “matrimonial” (¿se puede usar todavía este término o es solo cuestión de papeles como denuncian algunos?) es de larga duración. Todos nacen con fecha de caducidad como cualquier producto con obsolescencia programada. Uno puede cambiar de compañera o compañero como cambia de trabajo, casa o traje. No es necesario dramatizar si desde el comienzo crece con esta visión realista y no estúpidamente romántica del amor. ¿No es esta una expresión de la libertad a la que tanto aspiramos? ¿Por qué atarse a otra persona cuando ya no se siente nada, cuando “se nos rompió el amor”? ¿No es más honrado –más guay, podríamos matizar– separarse que mantener la ficción de un compromiso inexistente? La libertad individual –dogma contemporáneo donde los haya– está por encima de cualquier atadura.

En este contexto, el ideal cristiano de un matrimonio personal, fiel y duradero suena a épocas pretéritas. ¡Hasta casi parece un yugo indeseable! Uno puede alegrarse de que sus abuelos celebren las bodas de oro matrimoniales al mismo tiempo que considera que todo eso no va con él o con ella. Cada vez me convenzo más de que si el matrimonio es un “signo” de la relación de Dios con los seres humanos, no es posible aventurarse en él sin una profunda experiencia de fe. Por eso, me da rabia y tristeza que se sigan celebrando matrimonios sacramentales cuando no se da un mínimo de fe. En estricto derecho, se trata de matrimonios nulos. La contradicción es palmaria: por una parte, se le pide a la Iglesia mano ancha para comprender las situaciones problemáticas de muchos matrimonios y, por otra, se exige que la puerta de entrada sea anchísima para que pueda casarse “por la Iglesia” todo el que quiera. Aunque el verbo no es el más correcto, me alegro de que muchos jóvenes bautizados que no viven su fe opten por el matrimonio civil o por otras formas de convivencia. Por lo menos, el signo sacramental no se devalúa hasta hacer de él una caricatura o un jeroglífico. Yo estoy convencido de que este contexto social tan cambiante es una oportunidad de oro para que los jóvenes cristianos que se sienten llamados al matrimonio lo vivan como una verdadera vocación y como una decisión personal, no como fruto de la costumbre o de la presión familiar o social. Siempre es necesario fijarse en lo que nace más que en lo que muere.


jueves, 22 de agosto de 2019

Un día sin tema

Después de 1.143 entradas, hay días en que me cuesta encontrar un tema para el blog. Hoy es uno de ellos. Si me pongo en plan intelectual, sé que algunos lectores desconectan. Si me limito a describir acontecimientos o a contar historias, a otros les puede parecer algo superficial. Seguiré el consejo de Charles Péguy. No estoy seguro, pero creo que fue este escritor francés quien dijo que para que una revista tenga un cierto éxito es preciso que cada número deje insatisfecho a un cuarto de los lectores, con tal de que no sea siempre el mismo cuarto, claro. Hay algún lector que me ha dicho con sinceridad que él suele pasar de los artículos de tipo “religioso”. Quizá a otros lectores les suceda lo mismo con las entradas que tienen un color más político, histórico o sociológico. Es normal. Cada uno tenemos nuestros gustos e intereses. La verdad es que yo voy escribiendo según me sale, sin ningún programa establecido, al hilo de lo que va sucediendo. Soy consciente de que un blog no es ni una cátedra ni un púlpito ni un estudio de televisión, sino más bien un cuaderno de bitácora muy personal. Esto me da una gran libertad. Cada lector es también muy libre de quedarse con lo que juzgue oportuno y de tener su propia opinión. Lo bueno de un blog es que uno puede compartir algunos pensamientos sin estar sometido a la línea de un periódico o a los intereses de una editorial. Hay un contacto directo entre autor y lectores sin más mediaciones que un teléfono móvil o cualquier otro dispositivo electrónico.

Después de 19 días de travesía por el Mediterráneo, el Open Arms ha atracado en el puerto de Lampedusa por orden de un fiscal italiano. Por lo menos, los inmigrantes podrán descansar seguros. Esto es lo sustancial, pero la aventura tiene más perfiles de los que algunos medios de comunicación han presentado. Por eso, no conviene lanzarse a interpretaciones unilaterales. Se aprende de la experiencia. No soy partidario de esas campañas que enseguida, sin conocer todos los datos, se lanzan por las redes sociales. Apelan a los sentimientos sin tener en cuenta otras variables imprescindibles para conocer bien la situación. En Italia se ha roto –como era de esperar o de temer, depende de quien lo interprete– el gobierno Conte por presiones de Salvini y algo más. El país transalpino regresa a la incertidumbre. También aquí hay oscuros intereses que el tiempo pondrá al descubierto. Todas estas noticias y otras muchas me hacen ver lo difícil que resulta hoy hacer una interpretación objetiva de lo que pasa. Parece una paradoja. Nunca como hoy hemos tenido acceso a tanta información y quizá nunca como hoy tenemos más dificultades para interpretar lo que está sucediendo de verdad sin dejarnos llevar por juicios apresurados o interesados. El caso del barco Open Arms es paradigmático. Pero lo mismo pasa con muchos temas controvertidos. Un amigo mío me ha pasado un enlace donde se desmontan, con conocimiento de causa, cinco grandes mentiras sobre las inmatriculaciones de la Iglesia. Quien no conoce bien un asunto se guía solo por lo que se dice. Es muy difícil librarse de la intoxicación mediática. En los temas que dominamos o conocemos de primera mano podemos estar a salvo, pero ¿qué sucede con la infinidad de temas en los que dependemos de lo que nos cuentan? Una práctica recomendable es no fiarse solo de una fuente, sino contrastar varias (a poder ser de signo opuesto) para aproximarse a la verdad de las cosas.

¿Nos está haciendo más libres el acceso a tanta información? Tengo mis dudas. Mucha información sin criterios interpretativos conduce solo a una confusión mayor y a un estado permanente de ansiedad. Incluso para las personas que son críticas y cuestionan lo que reciben (venga de donde venga), es siempre recomendable periodos de ayuno informativo. Confieso que a mí me cuesta observarlos porque me gusta estar al día, pero cuando lo he hecho he experimentado una gran serenidad. Ahora entiendo un poco mejor a algunas personas mayores que han renunciado a ver la televisión y leer los periódicos. Puede parecer una decisión drástica, pero, en el fondo, es muy saludable. Eso les permite conservar una serenidad que fácilmente perderían si se metieran en el torbellino de las noticias y se dejaran llevar por las pasiones de las tertulias. Confieso que, aunque me siento misionero de la cabeza a los pies, a veces siento nostalgia de la vida monástica; es decir, de esa forma en la que uno entra en comunión con todo y con todos sin estar pendiente del último suceso o de la noticia de última hora.

miércoles, 21 de agosto de 2019

El cristianismo masculino

Se suele decir que son las madres (y las abuelas) quienes transmiten la fe cristiana a los más pequeños de la familia. Se suele decir que en las celebraciones dominicales hay más mujeres que hombres. Se suele decir que la Iglesia no sería nada sin las mujeres. Todo esto es lo que se suele decir, aunque el actual clima feminista está mutando mucho estos indicadores tradicionales. De todos modos, ¡hasta el papa Francisco ha insistido en llamar a una mujer, María Magdalena, la “apóstola de los apóstoles” para poner de relieve su papel de testigo de la muerte y resurrección de Jesús! Fue ella, en efecto, quien estuvo, junto a María de Nazaret, al pie de la cruz y quien comunicó la buena noticia de que Jesús estaba vivo a los huidizos apóstoles varones. Sin negar nada de todo esto, parece que, a la hora de la verdad, las actitudes y conductas religiosas de los varones (sobre todo, del padre de familia) ejercen en los hijos un influjo muy superior a las de la madre. En otras palabras, que cuando un padre de familia es creyente y se comporta como tal, los hijos (sobre todo, los varones) suelen vivir con más naturalidad e intensidad la fe. No sé la dinámica psicológica que hay detrás de este fenómeno, pero la intuyo. Si la fe se asocia solo a la figura de la madre (de la mujer, en general), parece lógico que cuando los niños, al llegar a la edad de la adolescencia, aspiran a desembarazarse de todo lo que les recuerda su dependencia materna infantil, la religiosidad se resienta. La fe y la práctica religiosa suelen entrar en ese paquete de consejos maternos superados.

Lo compruebo en muchos adolescentes y jóvenes de mi entorno, incluso en muchachos que durante su infancia han sido sensibles al hecho religioso. Llegados a los 13 o 14 años, se sienten obligados a pasar un “rito de iniciación” del que pocos se sustraen. Este rito, no compilado por escrito en ninguna parte, consiste en comenzar a beber alcohol y fumar tabaco, acercarse al mundo de las drogas, decir palabras malsonantes, ver pornografía en internet, juguetear con el sexo, exhibir músculo, participar en fiestas nocturnas y, por supuesto, abandonar las “niñerías” religiosas. La mayoría de los padres varones no participan regularmente en la vida eclesial. ¿Cómo va a participar un adolescente de 15 años que quiere hacerse adulto cuanto antes si ve que su padre adulto ha abandonado la práctica de la fe que dice profesar? Aunque nadie se lo diga explícitamente, el mensaje que él percibe es, más o menos, este: “La religión es cosa de niños y de mujeres. Yo, como adulto, estoy ya libre de estas tonterías. Si fuera una cosa importante, mi padre estaría ahí. Dado que casi nunca está, es obvio que se trata de una cosa de poca monta”. En este contexto, se comprende mejor por qué la fe del padre es tan decisiva. Que una madre (o una abuela) le insistan mucho al adolescente en que tiene que ir a misa el domingo o en otros asuntos religiosos se interpreta como “lo normal”. Es la cantinela esperada. Por eso, no es necesario prestarle mucha atención. Pero que un padre (o un abuelo), sin decir nada, muestren una actitud religiosa y una práctica consecuente es un poderosísimo mensaje que el adolescente entiende sin muchas explicaciones añadidas, aunque no siempre lo secunde.

Creo que necesitamos estudiar mucho más el “cristianismo masculino”. Los cristianos varones (padres o no) deberíamos superar los viejos complejos y mostrar una vivencia de la fe serena, moderna, alegre y consecuente. Ya es hora de dejar de asociar la fe y la participación en la vida de la Iglesia casi exclusivamente a las mujeres. Por desgracia, sobre todo en los contextos rurales, veo a muy pocos varones jóvenes que tengan esta templanza de ánimo como para no dejarse llevar por los tópicos tradicionales. Se requiere madurez intelectual y afectiva, una fe sólida y mucha hombría. Pocos van contracorriente sin una experiencia religiosa fuerte. Estoy convencido de que muchos adolescentes y jóvenes vivirían su proceso de fe (incluyendo las normales dudas y crisis) si vieran que sus padres –y los hombres, en general– vivieran su vocación cristiana sin miedo, sin complejos, con una actitud abierta, respetuosa y coherente. Profundizar en el “cristianismo masculino” va a exigir desinflar tópicos, cuidar la formación y encontrar expresiones litúrgicas que vayan más en la línea de la psicología masculina. Me sorprende mucho en mi pueblo natal –pero supongo que lo mismo sucede en otros– que en las celebraciones dominicales abunden las mujeres mientras que las cofradías estén formadas mayoritaria o exclusivamente por varones. Son las paradojas de la vida.