miércoles, 31 de enero de 2018

Girados hacia el sol

Su nombre científico es Helianthus annuus, aunque acumula otros muchos nombres más fáciles de recordar, como calom, jáquima, maravilla, mirasol, tlapololote, maíz de teja, acahual o flor de escudo. Confieso que ninguno de estos me resulta familiar. Para mí, esta planta herbácea de la familia de las asteráceas, originaria de Centro y Norteamérica, se llama sencillamente girasol. Interminables plantaciones de girasoles se extienden por tierras castellanas o manchegas. Es un espectáculo para la vista; sobre todo, a primera hora de la mañana o al atardecer. A mí no me interesan mucho sus propiedades (hace años me gustaban las pipas que produce), pero sí su particular “danza del sol”. Como se sabe, cada día los girasoles se despiertan y se giran de este a oeste siguiendo el recorrido del astro rey. Por la noche lo hacen en sentido contrario, de manera que están listos para comenzar un nuevo recorrido a la mañana siguiente. Y así un día y otro, con puntualidad astronómica… hasta que un día, cuando alcanzan la madurez, dejan de hacerlo. Detienen su “danza solar” y se quedan mirando indefinidamente hacia el oriente hasta que mueren, lo que sucede a los cinco o seis meses de su nacimiento, aunque la flor apenas dura unas cuatro semanas.


Después de haber hablado ayer de Mahatma Gandhi y de Stefan Zweig, dos grandes, no parece muy oportuno hablar hoy de girasoles, que apenas viven medio año. Y, sin embargo, hay algo que siempre me ha atraído al observar esta hermosa planta: su tendencia a girarse siguiendo la luz del sol, mientras todavía es joven. Han tenido que pasar muchos años para que, en el ámbito de la Indagación Apreciativa, empezara a oír hablar del “principio heliotrópico”, que es, ni más ni menos, la capacidad que los seres humanos tenemos de girarnos hacia todo aquello que produce luz y vida. O sea, nuestra capacidad de ser girasoles andantes. A menudo, en la vida corriente se habla de personas tóxicas (que contaminan cuanto tocan) y de personas solares (cuya presencia transmite vida y alegría). Todos tenemos experiencia de habernos encontrado con ambos tipos de personas por los caminos de la vida. Se recomienda huir de las primeras y de aproximarnos a las segundas, aunque no creo que Jesús se comportara de esta forma. También las personas tóxicas (es decir, negativas, venenosas, insultantes) necesitan una presencia que las ayude a desintoxicarse.


¿Cómo se convierte uno en persona solar, luminosa? La respuesta la brindan los girasoles: orientándose hacia la fuente primordial de luz, hacia el sol. Para un cristiano el verdadero sol es Jesús. En el cántico del Benedictus, que recito con mi comunidad todos los días en la oración de la mañana, la última estrofa reza así: “Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, / nos visitará el sol que nace de lo alto, / para iluminar a los que viven en tinieblas / y en sombra de muerte, / para guiar nuestros pasos por el camino de la paz”. Jesús es “el sol que nace de lo alto”, una expresión luminosa de la misericordia de nuestro Dios. Me imagino a mí mismo cada mañana girándome hacia esa luz para recibir toda su energía. El Benedictus describe la actividad de ese sol con dos verbos: iluminar y guiar. A aquellos que a veces vivimos “en tinieblas y en sombras de muerte”, que nos dejamos derrotar por la oscuridad del rencor, la tristeza o el sinsentido, el sol de Jesús nos ilumina, pone luz y vida en medio de nuestra penumbra, hace que toda noche se convierta en día. Y cuando nuestros caminos se desvían hacia sendas de injusticia o de violencia, el sol de Jesús “guía nuestros pasos por el camino de la paz”. ¡Como cambia la vida cuando uno aprende a girarse de la mañana a la tarde siguiendo el sol de Jesús! Todas las horas están iluminadas por sus rayos de vida. Uno quisiera convertirse en un girasol viviente hasta que, como los auténticos girasoles, alcanzada la madurez, pudiera quedarse fijo contemplándole a él para fundirse con su luz: “Oculi nostri ad Dominum Jesum”.

martes, 30 de enero de 2018

¿Vive todavía Gandhi?

Recuerdo muy bien la impresión que me produjo ver la película Gandhi cuando se estrenó en el ya lejano 1982, el mismo año de mi ordenación sacerdotal. La soberbia interpretación del actor británico Ben Kingsley ha entrado en la historia del cine. Han pasado ya 36 años desde que aquella película de tres horas dirigida por Richard Attenborough me hiciera redescubrir la extraordinaria figura de Mahatma Gandhi (1869-1948), un hombre que parece que no haya podido existir en el convulso siglo XX. Es como si perteneciera a épocas remotas, antes de que se inventaran la radio y los aviones. A los 70 años de su muerte por asesinato, su figura parece haberse atenuado bastante, como si sus cenizas, arrojadas en el río Ganges, se hubieran diluido en el agua putrefacta de ese río sagrado. Se hablaba mucho más de él en los años 70, cuando yo estudiaba el bachillerato, que ahora. No creo que muchos jóvenes de hoy tengan su póster colgado en su habitación. Sus ideales de sobriedad y tolerancia parecen estar muy alejados del tipo de vida consumista que llevamos en estos primeros años del siglo XXI. Muchas de sus opiniones sobre la política, la religión, la alimentación o el sexo siguen siendo muy controvertidas. No es un hombre que genere una aceptación universal y, sin embargo, tiene el aura de quienes, saliéndose de los cauces trillados, nos muestran caminos ignotos, posibilidades nuevas. Se mantuvo siempre fiel al hinduismo, pero abierto a otras muchas perspectivas. A pesar de sus recelos iniciales con respecto al cristianismo, la influencia de Cristo en Gandhi fue también honda, aunque no siempre conocida.

Lo que más me interesa de Gandhi es su actitud ante la violencia, aunque son tantos los matices de su postura no-violenta que me siento un poco perdido. ¿Cómo hacer frente a la injusticia sin dejarse llevar por el señuelo de la guerra? ¿Cómo evitar que las diferencias humanas acaben en conductas violentas? ¿Cómo salvaguardar la unidad respetando las diferencias? Estas y otras preguntas me están rondando en la cabeza mientras contemplo el panorama actual del mundo y, al mismo tiempo, devoro -no encuentro otro verbo más expresivo- El mundo de ayer, de mi admirado Stefan Zweig. Él nació en una época (1881) en la que Europa -y, sobre todo, su patria austriaca- gozaba de paz. Todo parecía invitar al progreso, a disfrutar de la vida, a mirar el futuro con optimismo. La culta Austria valoraba la música y la literatura. Se daban también pasos en la integración social. ¿Como es posible que, de la noche a la mañana, todo se viniera todo abajo? Más aún, ¿cómo es posible que la humanista Europa organizara dos guerras mundiales en el breve arco de un cuarto de siglo? Cuando, poco antes de suicidarse junto con su esposa en Petrópolis (Brasil) en 1942, Zweig rememora el tiempo anterior al estallido de la “gran guerra” de 1914, escribe lo siguiente:
“De la fecunda voluntad de consolidación interior surgió, a la vez y por doquier, un afán de expansión que se propagó como una infección vírica. Los industriales franceses, que hacían su agosto, estaban en contra de los alemanes, que también se hacían de oro, porque unos y otros querían más suministros de cañones: Krupp y Schneider-Creusot. La navegación hamburguesa, con sus colosales dividendos, trabajaba contra la de Southampton, los agricultores húngaros contra los serbios, unos consorcios contra otros: la coyuntura los había vuelto locos a todos, aquí y allá, llenos de un afán desenfrenado de poseer siempre más. Si hoy, reflexionando con calma, nos preguntamos por qué Europa fue a la guerra en 1914, no hallaremos ni un solo fundamento razonable, ni un solo motivo. No era una cuestión de ideas, y menos aún se trataba de los pequeños distritos fronterizos; no sabría explicarlo de otro modo sino por el exceso de fuerza, por las trágicas consecuencias de ese dinamismo interior que durante cuarenta años había ido acumulando paz y quería descargarla violentamente. De repente todos los Estados se sintieron fuertes, olvidando que los demás se sentían de igual manera; todos querían más y todos querían algo de los demás”.
La conclusión es clara: todos querían más y todos querían algo de los demás. Bajo la capa amable de la belle époque se escondía un fuerte afán de poder. Ha pasado un siglo desde entonces. Tras la primera, vino la segunda guerra mundial. Europa lleva ahora más 70 años sin guerras (exceptuando esa guerra traidora del terrorismo durante algunos períodos), pero la paz no hay que darla por descontada. En cualquier momento, por motivos que pueden parecer fútiles a simple vista, se puede encender la mecha de la violencia. Por eso, porque la paz es una actitud que hay que cultivar a diario, la figura de Gandhi cobra actualidad. Necesitamos profundizar en su actitud de no-violencia a la hora de afrontar los muchos conflictos que están surgiendo en diversos puntos del continente. De no hacerlo, la historia puede sorprendernos con nuevos enfrentamientos. Pareciera que llevamos la guerra en nuestros genes y que no resistimos mucho tiempo viviendo en paz.  Solo las generaciones que han padecido las consecuencias de la guerra saben bien el precio caro que tuvieron que pagar para llegar hasta aquí. Los irresponsables que han nacido en época de tranquilidad y prosperidad se permiten el capricho de jugar con fuego y de elaborar estúpidas teorías xenófobas y supremacistas que no hacen sino emponzoñar cuanto tocan y proyectar un hosco futuro.

lunes, 29 de enero de 2018

Nómada, con perdón

Mientras preparo mi equipaje de mano para regresar a Roma dentro de tres horas, leo a toda prisa la entrevista que hoy publica La Contra de La Vanguardia, una sección que no suelo perderme porque por ella desfilan personajes interesantes que rompen un poco los moldes. Hoy le ha tocado el turno a una barcelonesa que ha vivido en media docena de ciudades europeas. Cuenta su experiencia. Anima a los jóvenes a salir de su ambiente, a no tener miedo. Leyendo sus declaraciones, pensaba en mi propia experiencia de nomadismo, de andar de un sitio para otro, aunque se trate de un nomadismo sui generis. No es que no disponga de una casa estable, sino que tengo a mi disposición más de 500 comunidades claretianas esparcidas por todo el mundo. Soy, pues, un nómada privilegiado. No puedo compararme con los millones de personas que se ven obligadas a ir de un sitio a otro porque no tienen dónde vivir o porque son perseguidas. En los últimos veinte años habré visitado unos 60 países. Es verdad que vivo en Roma, que allí está mi casa y mi comunidad, pero a veces paso más de seis meses al año fuera de la sede. Como es lógico, este nomadismo misionero tiene sus etapas. Al principio, uno experimenta el gozo de conocer personas y lugares nuevos. Todo resulta emocionante. Se minimizan los inconvenientes y se exaltan los logros. Luego viene una etapa en la que el viajar comienza a hacerse cuesta arriba. El continuo cambio de lugar, lengua, comida y costumbres resulta un poco estresante. ¡Y no digamos los engorrosos controles de seguridad en algunos aeropuertos! Se echa de menos volver a casa y dejarse llevar durante un tiempo por la rutina doméstica. Creo que hay una tercera etapa en la que, simplificados los procedimientos (equipaje ligero, estancias no muy largas, etc.), se disfruta del contacto con las personas y de las sorpresas que todo viaje depara. Acostumbrado a los desplazamientos, familiarizado con los cambios, uno se concentra en lo esencial.

Mi madre se extraña de que prepare mi maleta momentos antes de salir hacia el aeropuerto. Ella, cuando viajaba, lo hacía siempre la víspera, e incluso antes. Repasaba meticulosamente todo para no olvidar ningún detalle. Yo coloco mis cosas en pocos minutos. Compruebo que llevo el pasaporte y el billete y me lanzo. Es como si hubiera desarrollado una confianza extrema en que alguien me cuida, en que no puedo obsesionarme con tantas menudencias. La vida nómada es un aprendizaje continuo. La primera lección es que vale más viajar por la vida ligero de equipaje que sobrecargado. (Por cierto, siempre me ha llamado la atención el término sobrecargo aplicado a algunos asistentes de vuelo). Los excesos se convierten en lastre y casi siempre son fuente de preocupaciones. Por otra parte, esta actitud me ayuda a no llevar la casa a cuestas, a sentirme en casa en cualquier lugar porque, a fin de cuentas, sin que suene a eslogan hippy, todo el mundo es nuestra casa. Somos habitantes del único planeta. Siempre encontraremos a alguien dispuesto a echarnos una mano en caso de necesidad. La segunda lección tiene que ver con la relativización del mundo personal. Lo nuestro (nuestro país, nuestra cultura, nuestra lengua, nuestra comida, nuestra casa) puede ser maravilloso, pero tiene también sus límites y, en cualquier caso, el aprecio de lo propio debería ayudarnos a apreciar también lo ajeno. En realidad, pensadas las cosas con más profundidad, nada humano nos es ajeno. Las fronteras son demasiado artificiales. ¿Por qué el puente Rialto de Venecia va a ser más de los venecianos que mío? ¿O la basílica de la Sagrada Familia más de los barceloneses que mía? No es una cuestión jurídica o económica sino cultural. Cualquier producción humana es, a fin de cuentas, “patrimonio de la humanidad”. Los nómadas nos damos cuenta de esto y lo valoramos. Por último, la vida nómada, hecha de saludos y despedidas, de sorpresas y rutinas, de encuentros y a veces de desencuentros, no es sino una dramática y hermosa parábola de la vida humana. Estamos aquí de paso. Somos peregrinos. Ningún lugar es nuestra patria definitiva y todos son metas volantes que nos llevan a la meta final.

Alguna vez pensé escribir un librito titulado “Las mil camas en la vida de un cura”. No exagero nada si digo que he dormido en más de mil camas diferentes a lo largo de mi vida nómada, pero confieso que el título tiene la suficiente ambigüedad como para ser malinterpretado. Así que es mejor desechar este proyecto y sustituirlo por una narración sencilla de las cosas hermosas que uno va descubriendo por esos mundos de Dios. Me he propuesto tomar nota de encuentros, situaciones y anécdotas que me ayuden a explorar más la condición humana. Los nómadas somos como exploradores. Cuando menos lo pensamos nos encontramos con realidades que llaman nuestra atención. Por eso debemos viajar con un cuaderno de bitácora. Por otra parte, aunque a menudo nos perdamos muchas cosas interesantes que suceden en nuestra casa (podría hacer una lista larguísima de las muchas cosas que me he perdido por estar siempre viajando), experimentamos también el placer de vivir las relaciones con una frescura y profundidad que a veces desaparecen en el trato cotidiano. La distancia hace que los encuentros ganen en calidad. Uno se da cuenta de que no es necesario estar físicamente presente para estar cerca con el corazón. En fin, debo cortar aquí porque, aunque sea pequeña, tengo que preparar la maleta antes de salir zumbando para el aeropuerto. Mañana será otro día.

domingo, 28 de enero de 2018

Una enseñanza nueva

Creo que nunca había escrito una entrada en este blog mientras estaba dando un curso. Hoy es la primera vez. No dispongo de otro tiempo. Mientras los cinco grupos de trabajo están dialogando, yo aprovecho para teclear y colgar estas notas, que, por fuerza, serán breves. Celebramos hoy el IV Domingo del Tiempo Ordinario. Imagino a Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm. He tenido la oportunidad de visitar en varias ocasiones los restos arqueológicos de ese lugar en el que Jesús enseñó. ¿Qué vieron sus contemporáneos en el profeta de Nazaret? ¿Qué les atrajo y qué les perturbó? El relato de Marcos dice que “la gente se asombraba de su enseñanza, porque les enseñaba con autoridad, no como los letrados” (Mc 1,22). Y, más adelante, tras la curación del endemoniado, añade: “Es una enseñanza nueva, con autoridad” (Mc 1,27). 

Hoy hay más enseñantes que nunca. El supermercado comunicativo no tienes límites. Tenemos ofertas de todo tipo. Internet se ha convertido en la gran plaza pública en la que uno encuentra de todo. Y, sin embargo, ¡qué difícil es encontrar a alguien que nos asombre, que nos seduzca “por su autoridad”; es decir, por la coherencia interna entre lo que piensa, siente, dice y hace! Cuando escuchamos hablar a muchos políticos, profesores, empresarios, artistas y eclesiásticos, tenemos la impresión de que a la cadena comunicativa le faltan eslabones imprescindibles. A veces dicen lo que no sienten. A menudo, no hacen lo que dicen. No hay nada más frustrante que conocer a una “persona grande” (es decir, famosa) que no es una “gran persona” (es decir, virtuosa).

El encuentro con Jesús no se parece nada al encuentro con cualquier otro líder. Su verdad, bondad y belleza nos atrapan y transforman. Por eso, ayer como hoy, es admirado y odiado a un tiempo. Quienes buscan autenticidad se encuentran ante un hombre sin doblez, pura transparencia de Dios. Quienes han fundamentado su vida sobre la mentira, se sienten descubiertos y denunciados. 

sábado, 27 de enero de 2018

Me emociono, luego existo

No sé cuántas versiones se habrán hecho del famoso Cogito, ergo sum (Pienso, luego existo) de Descartes. Desde Creo, luego existo hasta Dudo, luego existo, pasando por una amplia gama de verbos serios y divertidos. Hoy sábado, en medio de un curso de fin de semana que estoy dirigiendo en Madrid bajo el título “Conectados, abiertos y transformados”, he decidido vincular emoción y existencia. Nos sentimos más vivos cuando observamos que algunas personas y determinados acontecimientos nos emocionan, mueven dentro de nosotros sentimientos que parecían aletargados. Cuando la vida es demasiado plana, cuando nada nos sorprende ni nos sobrecoge, cuando nos levantamos cada mañana diciendo “más de lo mismo”, entonces es como si fuéramos muertos en vida. Es probable que nos libremos de algunos sobresaltos y que disfrutemos de la comodidad de una vida rutinaria, pero eso mismo se convierte en nuestra tumba. No es lo mismo durar que vivir. ¿De qué sirve durar 90 o 100 años si uno renuncia a dejarse impresionar por los vaivenes de la vida? Así que, convencido de que vivir es cambiar y exponerse a los meteoros de la existencia, he decidido pedirle permiso a Descartes para modificar ligeramente su axioma. Algunos pueden considerarlo una recaída en el emotivismo que caracteriza nuestra época, pero yo prefiero verlo como un canto a la “otra cara de la vida” o, si se prefiere, al hemisferio derecho del cerebro.

Me emociono cuando:
  • Veo que una persona que considero fría y calculadora tiene un inesperado gesto de cariño sin esperar nada a cambio.
  • Me comunican que una mujer joven ha sido derrotada por un cáncer de mama y ha dejado un marido desorientado y tres hijos huérfanos.
  • Veo una película en la que los sentimientos buenos triunfan sobre las estrategias de los malos.
  • Vuelvo a escuchar una melodía que asocio a algunas experiencias singulares de mis años jóvenes.
  • Recibo una carta por correo ordinario en tiempos en los que casi todo el mundo se comunica a través del correo electrónico o de las redes sociales.
  • Me llama un amigo que hace años que no se comunicaba conmigo y me dice que ha encontrado mi perfil en Facebook y que tiene ganas de verme.
  • Una viejecita que malvive con una pensión no contributiva me da diez euros “para las misiones”.
  • Iker, mi sobrino pequeño, con una voz que me desarma, me pregunta si estoy contento.
  • Veo a mi anciana madre tejiendo un gorro de lana para gente amiga y pone toda su alma en hacerlo con cariño.
  • Un joven me dice que está dando vueltas a la posibilidad de hacerse misionero porque siente dentro un runrún que no sabe explicarse.
  • Estoy sentado en una mesa de un bar tomando una cerveza con una pareja amiga y comienzan a surgir confidencias a borbotones.
  • Tras una larga caminata, consigo divisar mi pueblo desde lo alto del monte de Vailengua.
  • Entro en una iglesia vacía de Roma y veo al fondo la diminuta lámpara del sagrario que me recuerda la presencia escondida –y a menudo ignorada– de Jesús.
  • Escucho algunas piezas de Bach para cuerda y siento que son los ángeles quienes están tocando los violines.
  • Canto en la soledad de mi cuarto, acompañado de mi vieja guitarra, el You’ve got a friend de Carole King que tantos recuerdos me trae.
  • Veo cómo cae la nieve a través de los cristales y se va acumulando sobre el paisaje que me vio nacer.
  • Algunos viejos amigos de la infancia expresan una sensibilidad religiosa que consideraba perdida.
  • Toco el rostro de una joven infectada con el virus del SIDA y a punto de morir.



La lista podría prolongarse ad infinitum. Estoy seguro de que los amigos de este Rincón podríais componer listas semejantes. Os invito a hacerlo aprovechando la tranquilidad del fin de semana. Comprobaréis que brota dentro de vosotros un nuevo gusto de vivir y un profundo sentimiento de gratitud a Aquel que nos habla con el lenguaje suave y seductor de las emociones.


viernes, 26 de enero de 2018

La ciudad no es para mí

Vengo de un pueblo muy pequeño, aunque a finales de los años 50, cuando yo nací, registraba la cota más alta de población de todo el siglo XX. Superaba los 1.400 habitantes. Hoy no llega a los 900. Todo apunta a que el número irá descendiendo lentamente. No es el único pueblo en una situación semejante. La despoblación y el riesgo de desaparecer en poco tiempo afectan a más de mil pequeños municipios españoles. La preocupación es evidente. Es comprensible que la gente se agrupe donde hay más posibilidades educativas y laborales. Por otra parte, resulta difícil y muy caro proporcionar buenos servicios sociales y pastorales a tantas pequeñas poblaciones desperdigadas por toda la geografía, sobre todo en la mitad norte del país. Los movimientos migratorios se han dado siempre a lo largo de la historia. Los núcleos de población nacen, crecen, se debilitan y a veces mueren. No está dicho que un pueblo tenga que ser eterno. La vida es dinámica. El fenómeno actual de la despoblación es la consecuencia de un largo proceso histórico en el que han intervenido varios factores. Uno de ellos es que, desde hace muchas décadas, el modelo de crecimiento económico español ha privilegiado el centro (el área de Madrid) y las zonas costeras. Las dos Castillas se han visto marginadas. Ahora, cuando ya es demasiado tarde, solo queda levantar acta y tal vez extraer algunas lecciones para el futuro, aunque ya sabemos que los intereses suelen primar casi siempre sobre los valores y las lecciones sirven para poco.

Aunque nací en un pueblo de montaña, he vivido casi toda mi vida en ciudades, algunas muy grandes como Madrid o Roma. Puedo, pues, comparar ambos estilos de vida. Después de tantos años viviendo en ciudades, podría haberme convertido en un perfecto urbanita, seducido por las luces de neón y la proliferación de ofertas de todo tipo, fascinado por el impagable anonimato que garantiza libertad de movimientos sin sentirse vigilado por el vecindario, pero no, sigo siendo, en el fondo, un tipo rural, poco amigo de la vida urbana, aunque reconozca algunas de sus ventajas y me esfuerce por minimizar sus cargas. Comprendo los argumentos de quienes se sienten seducidos por la gran ciudad, pero no son los míos. Entre la contaminación de las calles de una gran urbe y el olor a vaca de un pequeño pueblo, me quedo con el segundo, sin lugar a dudas. Prefiero la luz de la luna al brillo postizo de los carteles de Broadway. Me siento más libre en el monte Robledo de Vinuesa que en el parque del Retiro de Madrid. No, no soy Paco Martínez Soria redivivo ni tengo vocación de ermitaño, pero suscribo aquello de que la ciudad no es para mí. Para muchas personas, el mundo rural significa falta de horizontes y oportunidades, excesivo control social, cainismo, caciquismo, etc. Es verdad que a menudo se dan estos fenómenos, pero no son inevitables. Hay un cierto margen de maniobra. Lo que de verdad me produce pavor y tristeza es la concentración de la población en las grandes megalópolis modernas. Y, sobre todo, la marginación de los más pobres, de quienes constituyen la masa sobrante. Recuerdo los cinturones de miseria que he visto en Manila, Calcuta, Lima, Ciudad de México, Caracas, Buenos Aires, Lagos, Kinshasa, Dar-Es-Salaam… La tendencia es clara y parece imparable, pero los problemas que se crean son formidables. Para mí, el mayor de todos es la progresiva y casi inadvertida deshumanización que se produce. La sustitución del mundo natural por el artificial, la reducción de los seres humanos a átomos sin nombre y la falta de relaciones significativas acaba produciendo una pérdida del sentido de la vida que lleva al estrés, la depresión, la soledad , la increencia y, en muchos casos, la violencia.

No tengo la menor duda de que dentro de unas décadas (¿cuántas?) habrá un retorno al campo, al medio rural, pero esto exigirá un “cambio de paradigma”, una apuesta por un desarrollo sostenible que reconcilie a los seres humanos entre sí y con la naturaleza, que no sacrifique todo al dios de la producción y el consumo y que no prive a los hombres y mujeres de aquellas coordenadas fundamentales que les permiten orientarse en la compleja travesía de la vida. Entonces se alzarán voces diciendo que nos habíamos equivocado, que es necesario cambiar de rumbo. ¿Por qué no se alzan ahora, cuando todavía podemos hacer algo? ¿Por qué hay que esperar a que las situaciones se deterioren para tomar decisiones? ¿Qué implacables intereses imponen esta manera absurda de vivir? No defiendo una romántica e imposible vuelta a las cavernas o a las aldeas, sino la creación de unidades de población que combinen lo mejor de la ciudad (sobre todo, la oferta de servicios educativos, sanitarios y culturales) con las ventajas del campo (cercanía a la naturaleza, ritmos más tranquilos, interacción entre los ciudadanos, etc.). Hay países –como Alemania, por ejemplo, o algunos de los nórdicos– donde este modelo está más desarrollado. En otros (sobre todo, asiáticos, africanos y americanos) las grandes urbes atraen a la mayor parte de la población condenándola a una vida miserable bajo el señuelo de un consumismo engañoso. En fin, se ve que me he levantado un poco anti-urbanita. ¡Y eso que he amanecido en una ciudad que supera los tres millones de habitantes!


jueves, 25 de enero de 2018

La corrupción y la gripe

Hoy es un día cargado de recuerdos. Litúrgicamente celebramos la fiesta de la conversión de san Pablo. También hoy se termina la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, inspirada en este texto bíblico: “Fue tu diestra quien lo hizo, Señor, resplandeciente de poder” (Ex 15,6). Confieso que este año, por diversas razones, no he prestado mucha atención a este acontecimiento ecuménico. Por si no fuera suficiente con las anteriores celebraciones, hoy se conmemora el 59 aniversario de aquel sorprendente anuncio que el papa Juan XXIII hizo en la basílica de san Pablo Extramuros de Roma el 25 de enero de 1959. ¡Al anciano Papa se le había ocurrido la peregrina idea de convocar un Concilio ecuménico, que acabaría siendo el Concilio Vaticano II (1962-1965)! Lo que vino después ha marcado nuestra forma de vivir la fe y de entender la misión de la Iglesia en las últimas décadas. 

En estos días de enero me las voy apañando para terminar de leer a ratos perdidos Las legiones malditas y comenzar con El mundo de ayer, la interesantísima autobiografía de Stefan Zweig a la que me referí en la entrada del miércoles pasado. Ambos libros me sumergen en otros tiempos, me alejan un poco del tráfago diario y me ayudan a comprender mejor las pasiones constantes del ser humano. No somos lo mismo que hace uno o veintitrés siglos, pero, al fin y al cabo, seguimos siendo los mismos. A Xabier Zubiri le gustaba jugar con esta distinción. Es verdad. Muchas cosas han cambiado a lo largo del tiempo, pero el amor y el odio, la ambición de poder y dinero, los deseos de libertad y de justicia, se siguen declinando igual que hace siglos.

Esta misma tarde me pongo de nuevo en camino, pero antes quiero repasar lo vivido ayer. En Roma la mañana era luminosa y fría. No se veía una nube en el cielo azulísimo. Decidí ir a la audiencia general de los miércoles con el papa Francisco. Lo suelo hacer una vez al año. Disponía de un billete para el sagrato de la plaza de san Pedro. Eso me aseguraba una buena panorámica de la plaza y, sobre todo, una relativa proximidad al Papa. Llegué, junto con otros compañeros, en torno a las 8,30 de la mañana. La audiencia no comenzó hasta las 10. Me dejé acariciar por el sol matutino para compensar el frío ambiental. Los peregrinos fueron llenando la parte delantera de la plaza. Cuando faltaba menos de media hora para el comienzo, el Papa empezó a recorrer las calles en el papamóvil. Se escucharon algunos gritos de Viva el Papa, pero, en general, el tono fue comedido. Un coro brasileño se encargaba de ambientar musicalmente la espera. Me sorprendió escuchar la conocida melodía de Garota de Ipanema con letra cristiana. Si se hizo hace años con canciones de Bob Dylan (Saber que vendrás toma la música de Blowing in the wind) y de Los Beatles (hay un famoso Santo con la melodía de Help), no hay que extrañarse de que la cristianización llegue también al tema de Vinícius de Moraes y de Antônio Carlos Jobim. Lo más pesado de la audiencia es tener que escuchar casi todo en francés, inglés, alemán, polaco, árabe, portugués (en boca de lectores nativos), además de las palabras del Papa en italiano y español. Quizás es inevitable, a menos que los peregrinos pudieran sintonizar en sus teléfonos móviles (hoy todo el mundo los lleva) una frecuencia para escuchar la traducción simultánea en su lengua respectiva. Todo se andará.

El papa Francisco nos hizo un resumen de su reciente viaje a Chile y Perú. Cuando estaba leyendo el texto más extenso en italiano, no el resumen en las otras lenguas, se permitió improvisar algunas palabras sobre un tema que le trae de cabeza. Literalmente dijo esto: “Non so se voi avete sentito qui parlare di corruzione … non so ... Non solo da quelle parti c’è: anche qua ed è più pericolosa dell’influenza! Si mischia e rovina i cuori. La corruzione rovina i cuori. Per favore, no alla corruzione. E ho rimarcato che nessuno è esente da responsabilità di fronte a queste due piaghe e che l’impegno per contrastarle riguarda tutti”. Traduzco sobre la marcha: “No sé si habéis oído aquí hablar de corrupción… no sé… No solo se da por allí [se refiere a Perú y Chile, y a Latinoamérica en general], también por aquí, y es más peligrosa que la gripe. Se cuela y destruye el corazón. La corrupción echa a perder los corazones. Por favor, no a la corrupción. He acentuado que nadie está exento de responsabilidad ante estas dos plagas y que el compromiso por luchar contra ellas es cosa de todos”. De regreso a casa, leo algo sobre un conocido partido político, que se añade a lo leído hace una semana sobre otro, y hace poco más de un mes sobre un tercero. Tampoco en la Iglesia es oro todo lo que reluce.  En fin, no sé si el Papa estaba delirando o hablaba de algo conocido. ¿A ustedes les suena este tema? Que en pleno invierno compare la corrupción con la gripe e insista en que la primera es más peligrosa que la segunda, además de brindar un buen titular a los medios de comunicación, ha hecho que pensemos en la corrupción en términos de epidemia. ¿Será verdad esto?  ¿No estará exagerando un poco este anciano Papa? En fin, que uno no gana para sustos. ¿Qué opinan ustedes?

No viene mucho a cuento, pero es bueno dejar que la belleza nos cure un poco de tanta podredumbre



miércoles, 24 de enero de 2018

Nos queda la poesía

Stefan Zweig, el escritor austríaco, se suicidó, junto con su segunda esposa, el 22 de febrero de 1942 en Petrópolis, Brasil. Su curiosidad intelectual, su solvencia económica y sus ansias de libertad hicieron de él un viajero impenitente por tierras de Europa, Asia y América. Enamorado de la rica y compleja cultura europea, fue también uno de los primeros que intuyó su ocaso. Me he topado, una vez más, con él por pura casualidad, hojeando un libro reciente de poesía, cuyo título es, en sí mismo, un retrato nuestro tiempo consumista: Poemas para ser leídos en un centro comercial. Está escrito por Joaquín Pérez Azaústre, un joven escritor andaluz que ha publicado novelas, libros de poemas y ensayos. El primer poema se titula precisamente Petrópolis. Está encabezado por una cita de Stefan Zweig, tomada de su autobiografía El mundo de ayer: “La tolerancia no era vista, como hoy, con malos ojos, como una debilidad y una flaqueza, sino que era ponderada como una virtud ética”. Recrea poéticamente el instante que precede al suicidio del escritor austriaco. ¿Cómo se puede detener el tiempo y expresar con palabras lo que uno siente ante su muerte próxima o quizás ya producida en el corazón antes de que el cerebro se pare? Solo la poesía nos permite este tipo de excursiones emocionales. Los últimos tres versos son lapidarios: “No tengo identidad. No tengo rostro / ni nadie que me diga que soy Stefan Zweig / y que una vez amé la ceniza de Europa”. Constituyen el colofón a su testamento existencial y literario.

Tomo prestados estos versos de Pérez Azaústre para expresar la experiencia de muchos hombres y mujeres que vagan por la vida sin saber quiénes son. Se levantan cada mañana, colocan sus cuerpos bajo el agua tibia de la ducha, ingieren un zumo de naranja y unas tostadas untadas con mantequilla y mermelada, se precipitan sobre el metro con una cartera en la mano o una mochila a la espalda, se calan los auriculares para escuchar la misma música de siempre, dicen hola a sus compañeros de trabajo, se acomodan frente a su mesa atiborrada de papeles, encienden el ordenador, intercambian bromas inocuas, matan el tiempo como pueden, dicen algunas palabrotas para exorcizar el tedio, ejecutan acciones sin  saber bien por qué ni para qué, calculan su rédito monetario, hacen una pausa para tomar un café solo, comentan la última jornada de la Liga, regresan de nuevo a casa abriéndose paso en un océano humano de transeúntes con caras desgastadas, se desploman sobre un sofá que, tras muchas horas de sedentarismo buscado, ha adquirido ya la forma de sus cuerpos, engullen una ensalada o una tortilla de patatas frente al televisor mientras escuchan las últimas noticias sobre Donald Trump y las riegan con agua o con vino y  cerveza, y luego, rendidos por la rutina cotidiana, regresan a la placenta materna del lecho y se abandonan sumisos a un olvido programado. Y así un día y otro, con algunos momentos de exaltación (un poco de sexo, un poco de alcohol, un poco de fútbol, un poco de cariño, un poco de todo) y frecuentes simas depresivas. No están solos. Se cruzan con mucha gente cada día, a veces demasiada, pero no hay nadie que traspase la puerta de su intimidad, que pronuncie en voz alta su nombre y les devuelva el perímetro de su nada. 

Quizás todos llevemos dentro un Stefan Zweig sin saberlo. Solo la poesía se atreve a poner palabras a esta experiencia de sinsentido, a ese momento en el que, mirándonos en el espejo, ya no vemos un rostro, sino solo un mapa lleno de preguntas, heridas y lamentaciones, un mapa turbio que no sabe conducirnos de vuelta a casa. 

Os dejo con el descarnado poema de Pérez Azaústre. No sé si Stefan Zweig lo haría suyo, pero pone música a la muerte anticipada de muchos zombies que recorren nuestras calles con un teléfono pegado a la oreja y una insuperable tristeza en el alma.

En esta habitación de hotel no soy un hombre,
ni soy un hombre más, ni un único hombre,
ni mucho más que un hombre a punto de morir.

El espejo del baño me muestra un hombre muerto,
que ya sabe que ha muerto,
que planeó la liturgia de las horas contadas
y las pocas palabras que aún podrá escribir.

No serán más que éstas:
Yo transcribí del sol
al lenguaje más vivo de todos los idiomas
y crucé el continente en la calima
del fuego incandescente, su griterío en domingo,
la música de orquesta resonando
al volver de la tarde por el campo de Viena.

Yo acaricié en silencio la voz de Cicerón
y salvé su cabeza de los pies del senado,
y vi resucitar a Händel en Irlanda
con robustez titánica al Mesías,
y pude leer a tientas, en esa oscuridad
mecida para un canto benévolo y tardío
la Elegía de Marienbad de Goethe.

Era el mundo de ayer, ése era el mundo
que pudo ver nacer La Marsellesa
tras tres horas geniales de una vida invisible,
en la estela fulgente del viejo Dostoievski
vivo como un león tras vencer al cadalso,
suave como el viento en la tumba de Tolstói.

La flor del balneario, las noches espectrales
de una mansión nodriza con todos mis amigos,
pabellón de reposo del palacio de invierno.

Ahora estoy aquí solo, en esta habitación
y no tengo ni rumbo, ni unas señas,
ni tampoco una carta de alguien que me espere.

Los campos de exterminio no son ningún secreto,
ni la estrella amarilla cosida a la chaqueta
ni el expolio terrible de la casa de todos.

Ya no me queda tierra, ni barrio, ni ciudad.

No soy un hombre joven, y en esta habitación
morir al menos es un acto de conciencia.

He desaparecido. Ya no tengo ni nombre
y mis libros se queman, son el carbón del cielo.

No tengo identidad. No tengo rostro
ni nadie que me diga que soy Stefan Zweig
y que una vez amé la ceniza de Europa.


Escrita la entrada de hoy, me entero de la muerte del anti-poeta chileno, Nicanor ParraPremio Cervantes en 2011, a la más que poética edad de 103 años. Vale la pena acercarse a los versos juguetones y provocativos de este ateo genial.

martes, 23 de enero de 2018

Con la lengua fuera

Las nuevas tecnologías de la comunicación están trastocando los viejos esquemas de derecha-izquierda y de conservadores-progresistas. Incluso está alterando las clases sociales. Teniendo en cuenta el acceso a estas tecnologías, la socióloga Belén Barreiro, antigua directora del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), opina que se están configurando cuatro grupos sociales en España: los analógicos empobrecidos (que suelen votar al PSOE); los analógicos acomodados (que optan por el PP); los digitales empobrecidos (que son más bien de Podemos), y los digitales acomodados (que se identifican con Ciudadanos). Según estas investigaciones, el factor digital, unido al económico, es el verdadero elemento discriminador en el actual mapa social. La opinión de una socióloga no es una palabra definitiva, pero introduce un punto de vista interesante para saber lo que nos está pasando. Quienes no se desenvuelven bien en el mundo digital son los nuevos parias sociales, aunque su nivel adquisitivo siga siendo alto. Esto ya es perceptible, pero lo será mucho más en el futuro. Los cambios tecnológicos van a transformar muchas cosas en la próxima década. Es tal la velocidad con la que se están produciendo que vamos con la lengua fuera, como si alguien nos estuviera empujando a un ritmo que no podemos seguir. De hecho, los trastornos por estrés y ansiedad, ya muy generalizados entre la población de las sociedades occidentales, aumentarán por la presión y las nuevas preocupaciones que conlleva la automatización y el miedo al desempleo tecnológico. Por otra parte, la carrera por la eficiencia y la productividad en las empresas y las dificultades para conciliar las responsabilidades laborales con las familiares están produciendo conductas domésticas y laborales insalubres. Hay una nueva marginación digital-económica que se une a las tradicionales y crea una nueva clase periférica. Este es un terreno abonado para todo tipo de promesas mesiánicas, tanto de sesgo político como religioso.

De hecho, una de las tentaciones recurrentes en épocas de cambio y de crisis como la que estamos viviendo es el populismo, término polisémico donde los haya,  pero que tiene algunos rasgos identificadores como la simplificación dicotómica (o blanco o negro, no hay matices), el igualitarismo social (recelo de la excelencia), el predominio de los planteamientos emocionales sobre los racionales (con la invención de “relatos” que alimentan la pasión), la movilización social (la calle habla, el pueblo tiene la palabra), el hiperliderazgo carismático (o conmigo o contra mí), el oportunismo, etc. No es difícil encontrar algunos de estos rasgos en movimientos nacionalistas y xenófobos actuales. Las modernas tecnologías de la comunicación favorecen mucho las propuestas populistas porque permiten un acceso casi universal a la información y facilitan la difusión instantánea de mensajes y proclamas. Basta ver el uso que de ellas están haciendo todos estos movimientos (desde el famoso blog de Beppe Grillo, el fundador del movimiento italiano 5 Stelle, hasta las conferencias y mítines telemáticos de otros líderes políticos o el recurso continuo a Twitter del presidente Donald Trump).

La “receta” que Belén Barreiro recomienda para evitar los populismos de cualquier signo se compone de tres o cuatro ingredientes conocidos. Todos ellos pasan por una regeneración moral y un crecimiento económico: subir los sueldos de los trabajadores, no evadir sino pagar más impuestos para proporcionar a los ciudadanos mejores pensiones y servicios y, ante todo, evitar la corrupción. Todo lo demás (incluidas las apelaciones sentimentales a la defensa de la propia identidad cultural o las imposiciones legales) pueden sonar bien, pero resultan poco eficaces. Los partidos que acierten a encontrar fórmulas con estos ingredientes lograrán el apoyo de la mayor parte del electorado. ¿Será esto así? El tiempo nos dirá si las predicciones de esta socióloga se basan en un análisis objetivo de lo que está pasando. A mí me parecen interesantes, pero no suficientes. El ser humano necesita mucho más que bienestar económico, aunque este amortigüe otras muchas reivindicaciones. No olvido las palabras de Jesús: “No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra salida de la boca de Dios” (Mt 4,4). Es sabido que las mejoras económicas (sobre todo, la construcción de una gran clase media que reduzca al mínimo los grupos de ricos y pobres) contribuyen a la estabilidad social, pero los seres humanos necesitamos también libertad, espiritualidad, salud, solidaridad, belleza, cultura... ¡Hasta el gran estratega Publio Cornelio Escipión organizaba en Siracusa representaciones teatrales de obras de Plauto para sus soldados antes de emprender la campaña de África! Y el papa Francisco, además de proporcionarles a los mendicantes de Roma servicios higiénicos, duchas y comida, los invita a contemplar la Capilla Sixtina, a ir al circo, o a un concierto de música en la sala Pablo VI del Vaticano. En cualquier caso, son tantos los cambios y las estrategias, que a veces tenemos la impresión de no poder más, de ir con la lengua fuera.

lunes, 22 de enero de 2018

Más confianza, menos Photoshop

Ayer, aprovechando un tiempo libre, escuché en directo la alocución que el papa Francisco dirigió a los jóvenes peruanos en la hermosa Plaza Mayor de Lima. Como siempre, el Papa se las arregló para acuñar nuevos vocablos que no existen en español. Es su peculiar manera de llamar la atención y conseguir que su mensaje cale en los oyentes. Hubo, al menos, dos vocablos que me sorprendieron: el adjetivo “ensantada” y el verbo “photoshopear”. El primero lo utilizó al hablar de Perú como una tierra que ha producido grandes santos: santa Rosa de Lima, san Martín de Porres, santo Toribio de Mogrovejo, san Juan Macías, san Francisco Solano… En ese contexto, el Papa dijo: “Esos santos de ayer pero también de hoy: esta tierra tiene muchos, porque es una tierra ensantada. Perú es una tierra ensantada. Busquen la ayuda y el consejo de personas que ustedes saben que son buenas para aconsejar porque sus rostros muestran alegría y paz. Déjense acompañar por ellas y así andar el camino de la vida”. El consejo vale para todos. Cuando, en medio de las dificultades de la vida, nos dejamos guiar por las personas que han vivido a fondo la experiencia de Dios, podemos estar seguros de no errar. Hoy, por desgracia, creo que no se leen muchas “vidas de santos”. Se considera un ejercicio piadoso pasado de moda. Tal vez viejas hagiografías poco críticas contribuyeron a crear este clima de desapego. Pero ahora contamos con excelentes biografías de muchos santos que podrían iluminarnos más que cualquier tratado. Merece la pena tenerlo en cuenta.

El segundo término es un neologismo, que, a su vez, es un anglicismo: el verbo photoshopear. Así es como lo propuso: “Es muy lindo ver las fotos arregladas digitalmente, pero eso sólo sirve para las fotos, no podemos hacerle Photoshop a los demás, a la realidad, ni a nosotros. Los filtros de colores y la alta definición sólo andan bien en los vídeos, pero nunca podemos aplicárselos a los amigos. Hay fotos que son muy lindas, pero están todas trucadas, y déjenme decirles que el corazón no se puede photoshopear, porque ahí es donde se juega el amor verdadero, ahí se juega la felicidad y ahí mostrás lo que sos: ¿cómo es tu corazón?”. Me detengo en una frase: “el corazón no se puede photoshopear”. Hoy, en este reino de la imagen, podemos maquillar casi todo: desde una foto hasta un balance económico, pasando por una declaración fiscal o un rostro. Nos cuesta aceptar la realidad como es. Siempre queremos ofrecer el lado bonito porque no hemos sido educados para llamar a cada cosa por su nombre. Abundan los eufemismos, lo políticamente correcto, la posverdad; en definitiva, el engaño. Pero hay algo que, por mucho que lo intentemos, no se puede arreglar con Photoshop: el corazón. De nada valen los retoques o las reducciones. El corazón simboliza nuestro centro personal. Dios no mira nuestra foto en Facebook, sino nuestro corazón. Nos quiere como somos, sin adornos ni maquillajes. Cuando uno experimenta en carne propia este amor incondicional, ya no tiene ninguna necesidad de aparentar nada, se reconcilia con su verdadera realidad: “Jesús no quiere que te «maquillen» el corazón; Él te ama así como eres y tiene un sueño para realizar con cada uno de ustedes. No se olviden: Él no se desanima de nosotros”.

Por si no fuera suficiente, el papa Francisco hizo un repaso rápido de algunas personas elegidas por Dios para hacer ver que la elección no se basaba en sus cualidades personales, sino que era fruto de la gracia: “Moisés era tartamudo; Abrahán, un anciano; Jeremías, era muy joven; Zaqueo, un petizo; los discípulos, cuando Jesús les decía que tenían que rezar, se dormían; la Magdalena, una pecadora pública; Pablo, un perseguidor de cristianos; y Pedro, lo negó, después lo hizo Papa, pero lo negó… y así podríamos seguir esa lista”. En esa lista estamos tú y yo. Ninguno de nosotros hemos sido elegidos después de haber ganado un concurso o unas oposiciones. El Señor no suele fijarse en los números uno de cada promoción. Elige a quien quiere para mostrar que, en medio de la fragilidad, su gracia es soberana. Menos Photoshop y más confianza. Ese parece ser el mensaje que el papa Francisco transmitió ayer a los jóvenes limeños y, en definitiva, a todos nosotros.

Terminó su breve alocución con una referencia que a mí me llena de pena porque me siento muy ligado a este país centroafricano: “Y hoy me llegan noticias muy preocupantes desde la República Democrática del Congo. Pensemos en el Congo. En estos momentos, desde esta plaza y con todos estos jóvenes, pido a las autoridades, a los responsables y a todos en ese amado país que pongan su máximo empeño y esfuerzo a fin de evitar toda forma de violencia y buscar soluciones en favor del bien común”. Las noticias que leo en los periódicos de hoy es que en la manifestación de ayer hubo, al menos, cinco muertos y más de treinta heridos. ¿Es que va a ser imposible vivir en justicia y paz en ese país martirizado? Por lejos que esté físicamente, me siento muy unido a la población de ese país que reclama libertad y, de manera especial, a mis hermanos claretianos que viven y trabajan en ese inmenso país.


domingo, 21 de enero de 2018

No hay tiempo que perder

Este III Domingo del Tiempo Ordinario viene un poco acelerado. Tanto la historia de Jonás (primera lectura), como la invitación de Pablo (segunda lectura) o el anuncio de Jesús (evangelio) están marcados por la urgencia. Pablo dice que “el momento es apremiante” (1 Cor 7,29). Las primeras palabras que Jesús pronuncia en el evangelio de Marcos son para afirmar que “se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1,15). No hay tiempo que perder. Hace ya bastantes años imaginé a Jonás como si fuera un personaje de finales el siglo XX. Hoy tendría que recrearlo de otra manera, pero dejemos las cosas como están. En cualquier caso, siempre me ha atraído este personaje legendario. Su peripecia nos ayuda a entender que las imágenes que solemos hacernos de Dios (todos tenemos las nuestras) no coinciden con lo que Dios es. Ni el Dios-juez ni el Dios-abuelo bonachón consiguen expresar el misterio de un Padre que nos ama y que quiere lo mejor para todos sus hijos e hijas. Cada vez entiendo más a quienes rechazan la existencia de Dios. Muchos son prisioneros de falsas imágenes que los mantienen acogotados. ¿Quién puede creer en un Dios castrador, o misógino, o arbitrario, o soberano absoluto, o computadora implacable? Porque tendemos a crearnos un Dios a la medida de nuestros miedos, ansiedades o prejuicios, es bueno que hagamos nuestro el salmo que se proclama en la liturgia de este domingo: “Señor, enséñame tus caminos, / instrúyeme en tus sendas: / haz que camine con lealtad; /enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador”. Si no nos dejamos enseñar por la Palabra de Dios, siempre acabaremos naufragando en el mar de nuestra insolencia.

La rapidez cinematográfica impregna también el relato de las primeras llamadas que Jesús hace. Es increíble cómo en apenas cinco versículos se pueden decir tantas cosas. El relato de Marcos es parco en palabras, pero exuberante en contenido. Lo que nos cuenta no es solo el relato de lo que pasó con los primeros, sino el guion básico de lo que sucede con cada uno de nosotros. Nos dice que Jesús llama mientras camina junto al lago. No está detenido, sino en marcha. No busca una ocasión solemne, sino que sorprende a las dos parejas de hermanos (Simón y Andrés; Juan y Santiago) en la normalidad de la vida cotidiana, realizando su trabajo de pescadores. La llamada no se anda con rodeos. Es escueta y clara. Los llama para que estén con él (venid) y para hacerlos pescadores de hombres (id). Los verbos venir e ir marcan la dinámica de todo seguidor de Jesús. Los cuatro llamados tampoco prolongan su respuesta. Marcos tienen mucho interés en subrayar que se dan prisa. Dejan inmediatamente (el adverbio es importante) sus vínculos afectivos (sus familias) y laborales (su profesión de pescadores) y se marchan con él. El camino no se detiene. Jesús llega a la orilla del lago caminando y se va de él del mismo modo. Las llamadas se producen, pues, en “el camino de la vida” y expresan la urgencia del mensaje de Jesús. 

Si es verdad que esta historia es el guion de nuestra propia vida, convendría hacerse algunas preguntas básicas para ver cómo se está rodando la película. ¿Noto que Jesús se acerca a mí en la normalidad de mi vida cotidiana (en medio del trabajo, la vida familiar o el descanso), o todavía añoro experiencias anormales, llamativas, rompedoras? ¿Percibo su invitación a estar con él y anunciar el Evangelio, o anhelo otro tipo de invitación más concreta que despeje todas mis dudas con respecto al sentido de mi vida y a mi futuro? ¿Creo que todo tiene que darse en la soledad de mi conciencia, o siento que el Señor me llama junto con otras personas, que, en el fondo, aun siendo personal, la mía es también una llamada colectiva? ¿Me cuesta desconectarme de mis vínculos afectivos y laborales, o estoy dispuesto a hacerlo sin prolongar ad nauseam el discernimiento? ¿Estoy dispuesto a ponerme en camino o, después de todo, prefiero la comodidad de mi situación actual? Las respuestas no están escritas. En este punto el guion de la película permanece abierto. Pero es importante que, de vez en cuando, las preguntas nos ayuden a caer en la cuenta de que el tiempo apremia, de que no podemos repetir, una y otra vez, “mañana le abriremos, para lo mismo responder mañana”. Hay días en que nos damos cuenta de que no hay tiempo que perder.