viernes, 12 de enero de 2018

Respeto, compasión y delicadeza

Cuando hace pocos días regresé a Roma procedente de Lisboa me encontré en los periódicos italianos con la historia de dos jóvenes homosexuales de 21 años que habían muerto en una casa de montaña a causa de un escape de monóxido de carbono. Las familias y el párroco aceptaron celebrar un funeral conjunto, como si fueran una pareja. Anteayer leí en Religión Digital  que un obispo católico alemán cree oportuno dialogar sobre la posibilidad de bendecir a las parejas homosexuales. 25 países (todos europeos y americanos, a excepción de Sudáfrica) han legalizado ya el matrimonio entre personas del mismo sexo. Cada vez es más frecuente encontrar a personas famosas que declaran públicamente su condición homosexual. España es uno de los países con mayor aceptación de la homosexualidad. Crece la distancia entre la doctrina de la Iglesia (que para muchas personas defiende algo obsoleto) y la estimativa social (que considera normal las múltiples formas de diversidad sexual). O, al menos, eso es lo que parece a primera vista. ¿Cómo afrontar con clarividencia y serenidad este controvertido asunto? Lo más fácil sería ignorarlo, taparse los ojos, pero eso no cambia la realidad. Creo que los lectores de este Rincón conocen bien cuál es la postura de la Iglesia católica sobre la homosexualidad en general y sobre la atención pastoral a las personas homosexuales en particular. Es imposible abordar en este blog la complejidad genética, educativa, psicológica, social, política y moral de un asunto como este, pero, por lo menos, quisiera esbozar un acercamiento humano.

No es lo mismo debatir en un plano puramente teórico (en el que podemos esgrimir todo tipo de argumentos) que acercarse a las personas concretas y escuchar con empatía su experiencia, a veces su drama. Por esas casualidades de la vida, el pasado verano pude conversar con, al menos, cuatro personas que me contaron lo que ha significado en sus familias la presencia de un hermano (o hermana) homosexual. En un caso, la reacción de los padres había sido de una extrema rigidez. Les parecía inconcebible que “eso” pudiera suceder en su familia. Se preguntaban qué habían hecho mal para que un hijo “saliera” así y todos quedaran estigmatizados por su culpa. La mezcla de culpabilidad, desprestigio social y estereotipos culturales produce un cóctel de imposible digestión. En los otros tres casos predominó una actitud de comprensión y acogida, aun cuando los padres y el resto de la familia no acababan de aceptar que su hijo o hermano viviera en pareja con otra persona de su mismo sexo. Me hablaron también del drama que algunos habían arrastrado desde la adolescencia hasta poder comunicar a su familia su orientación sexual, del dolor sufrido, incluso de los intentos de suicidio. Si esto sucede todavía hoy en la liberal Europa, uno puede imaginar lo que sucederá en países como Rusia, Nigeria o India, donde la homosexualidad es ilegal y está castigada.  

Más allá de las cuestiones jurídicas debatidas, la pregunta que todo cristiano debe formularse es muy sencilla: ¿Cómo actuaría Jesús en estos casos?  ¿Cuál sería su actitud ante las personas homosexuales? No tenemos ninguna referencia explícita en el Evangelio, aunque algunos exégetas interpretan que el famoso “siervo” del centurión romano curado por Jesús era, en realidad, su amante (cf. Lc 7,1-10). Jesús lo habría curado sin condenar esta condición, movido por la gran fe del centurión. En este y otros casos corremos siempre el riesgo de manipular el Evangelio a nuestro antojo, pero, por otra parte, es verdad que en el Evangelio hay suficientes claves (no recetas) para iluminar nuestra forma de actuar ante las diversas y complejas situaciones humanas. Parece claro que Jesús entendía el matrimonio como la unión de un hombre y una mujer. En respuesta a los fariseos que le preguntan, para ponerlo a prueba, si puede un hombre repudiar a su mujer, Jesús enuncia el proyecto de Dios expresado en el Génesis: “Al principio de la creación Dios los hizo hombre y mujer, y por eso abandona un hombre a su padre y a su madre, [se une a su mujer] y los dos se hacen una sola carne. De suerte que ya no son dos, sino una sola carne. Así pues, lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre” (Mc 10,6-9). Es verdad que aquí Jesús está oponiéndose al divorcio, pero lo hace en el marco del proyecto de Dios sobre el matrimonio. Personalmente, en línea también con la doctrina de la Iglesia, no logro entender cómo se puede hablar de “matrimonio” en el caso de dos personas del mismo sexo. Sé que en los últimos años se ha puesto en marcha una combativa argumentación basada en los derechos humanos, he leído algo sobre las presiones del poderoso lobby LGTB, pero debo confesar que no acaba de convencerme. En el plano de la regulación social, preferiría hablar de “uniones civiles” para calificar la convivencia entre personas del mismo sexo y legislar sobre ella. Reconozco que un estado plural no puede dejar esta realidad (que tiene claras consecuencias personales y sociales) en un limbo jurídico.  

En cualquier caso, hay algo sobre lo que no tengo dudas: una persona homosexual es un ser humano y, como tal, debe ser tratada. Esto parece una obviedad casi insultante, pero muchas costumbres sociales (y algunas actitudes pastorales) parecen ignorarlo. Resulta inadmisible que todavía hoy una persona sea injuriada, discriminada, ridiculizada o perseguida por su orientación sexual. Cada poco tiempo saltan noticias de este tipo. Más allá de las controversias morales y jurídicas sobre el modo de regular las relaciones -asunto sobre el que se sigue debatiendo- hay algo incuestionable: el respeto, la escucha y el apoyo. El Catecismo de la Iglesia Católica habla de “respeto, compasión y delicadeza”. Creo que, siguiendo esta línea, que es la que Jesús adopta siempre con las personas necesitadas, nunca nos equivocamos. Por la línea de la condena y la marginación podemos desacreditar a Dios “en nombre de Dios”. En este caso, la religión se convertiría en un yugo opresivo y no en un camino de libertad. Por la línea del amor, siempre expresamos lo que Dios quiere para todos sus hijos.

Por aquí va lo que suelo aconsejar a algunos padres cuando comparten conmigo su perplejidad a la hora de afrontar la situación de un hijo o una hija homosexual. Esto no significa legitimar comportamientos que la Iglesia califica de “intrínsecamente desordenados”, sino fijar los ojos en la persona y amarla como ella es, incluidas sus contradicciones y fragilidades, reconocer su misterio personal. Solo en un clima de sincera aceptación y de aprecio, la persona se acepta a sí misma y da lo mejor de sí, hasta trascender incluso sus propias pulsiones en un camino de continua superación. El Catecismo de la Iglesia Católica propone un ideal al que nunca hay que renunciar, aunque pueda parecer heroico: “Las personas homosexuales están llamadas a la castidad. Mediante virtudes de dominio de sí mismo que eduquen la libertad interior, y a veces mediante el apoyo de una amistad desinteresada, de la oración y la gracia sacramental, pueden y deben acercarse gradual y resueltamente a la perfección cristiana” (n. 2359). Es muy probable que, en el contexto hipersexualizado en el que vivimos, muchos consideren que estos “consejos piadosos” no se hacen cargo de la realidad de las personas homosexuales, no toman en serio sus necesidades de gratificación afectiva y sexual y no ofrecen ninguna salida digna y humana, sino que condenan a la persona a una castidad impuesta. Me hago cargo de estas objeciones, que tienen un fuerte peso. Sin embargo, lo que la Iglesia propone es, con la ayuda de la gracia, el camino más liberador. Comprendo que no es fácil entenderlo y menos aceptarlo. También aquí se vive uno de esos extremos proféticos del cristianismo que parecen contradecir el espíritu de una época, pero que, en realidad, la salvan porque marcan el verdadero rumbo de un humanismo integral.


No hay comentarios:

Publicar un comentario

En este espacio puedes compartir tus opiniones, críticas o sugerencias con toda libertad. No olvides que no estamos en un aula o en un plató de televisión. Este espacio es una tertulia de amigos. Si no tienes ID propio, entra como usuario Anónimo, aunque siempre se agradece saber quién es quién. Si lo deseas, puedes escribir tu nombre al final. Muchas gracias.