jueves, 30 de noviembre de 2017

En los bosques de Siberia

Noviembre se cierra con la fiesta de san Andrés, apóstol. Representa un punto de encuentro entre la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa. Creo que este año se va a cumplir en algunas partes del norte de España el dicho: Por san Andrés, la nieve en los pies. Estoy de nuevo en Roma. Casi ocho horas de vuelo desde Nairobi a Amsterdam dan para mucho. Tuve tiempo de leer, dibujar, dormir y también de ver una película que me encantó, quizás porque me recordaba mucho a Into the wild (2007) de Sean Penn. Se trata de la película francesa Dans les forêts de Sibérie (2016), protagonizada por el francés Raphaël Personnaz y el ruso Evgueni Sidikhine. No voy a destripar la historia por si algún lector del Rincón se anima a verla. Más allá del guion y de su puesta en escena, la película me ha hecho pensar sobre asuntos que tienen que ver con nuestro estilo de vida contemporáneo. El joven protagonista deja su brillante trabajo en el campo audiovisual y decide pasar un año en solitario, viviendo en una cabaña junto al lago Baikal. La tentación de hacer una crítica feroz de una vida basada en el trabajo y en el dinero era demasiado fácil. El director Safy Nebbou la ha evitado. Pone el acento en el tremendo vacío que siente Teddy, el protagonista. Lo paradójico es que para superarlo decide internarse en los bosques siberianos que rodean al lago Baikal. Mientras en el tráfago de la gente de París se siente solo y vacío, en el silencio infinito de Siberia se encuentra a sí mismo.

Una vez más, el silencio se muestra como la gran terapia para una enfermedad que afecta a muchos contemporáneos: el vacío existencial y la falta de sentido. Hacemos cosas, nos relacionamos, incluso reímos, pero sin acabar de encontrar un porqué, vagabundos que van a tientas, títeres cubiertos con la máscara de la apariencia, la rutina y, a veces, el cinismo. El joven Teddy no va de moralista por la vida, no lanza dardos contra la sociedad que le ha infligido la herida del sinsentido. Se limita a buscar dentro de sí mismo. No hay un guion previo. En la cabaña siberiana puede ocurrir de todo. El año que Teddy transcurre en aquellos parajes es una metáfora de las etapas de la vida. Hay primavera, verano, otoño e invierno. En esa sucesión implacable se van produciendo experiencias que lo ponen en contacto con el misterio de la existencia. Descubre por sí mismo las cosas más elementales y humanas: la soledad, el silencio, el llanto, el dolor, la belleza, la amistad, el coraje, la esperanza y la muerte. Es como un curso de vida real, no uno de esos “talleres” que hoy se ofrecen para aprender a ser feliz, practicar mindfulness o mejorar la autoestima.

En este Rincón he hablado varias veces del poder del silencio. Lo hice a propósito de la canción de Simon & Garfunkel El sonido del silencio. Con este mismo título escribí el año pasado otra entrada desde la contemplación de la noche africana en Mombasa, Kenia. En otra ocasión me referí a El arte de escuchar el silencio. Algún lector puede pensar que soy un monje contemplativo que no sale de su monasterio. Sin embargo, soy un misionero que casi no paro en casa. Confieso –quizás esta es una confesión demasiado íntima– que no podría resistir este estilo de vida sin la fuerza del silencio, que es, en el fondo, la fuerza del centro personal, la fuerza del misterio de Dios. Soy consciente de que estas cosas no se pueden enseñar como se enseñan las matemáticas o la geografía. A Teddy, ningún maestro lo condujo por las sendas de los bosques siberianos, a no ser –y, de manera, no buscada– el ruso fugitivo que llevaba años huyendo de la justicia. Nadie nos puede enseñar el arte del silencio, aunque algunos maestros compartan con nosotros su experiencia personal. Se trata de una decisión que uno toma cuando se ve contra las cuerdas, cuando no acaba de encontrar fuera el manantial de vida que mana dentro. Los bosques de Siberia pueden estar a la vuelta de la esquina. No es necesario ir demasiado lejos.



miércoles, 29 de noviembre de 2017

Una historia "poco edificante"

Son las 6,30 de la mañana. El aeropuerto de Nairobi registra un movimiento intenso, pero no agobiante. Aprovecho la espera de mi vuelo a Amsterdam para escribir la entrada de hoy. Me sorprende el número grande de extranjeros que pasan por este aeropuerto. Algunos tienen el aspecto de turistas, pero adivino que hay también muchos hombres y mujeres de negocios. Kenia es un país atractivo, a pesar de sus tensiones políticas. Ayer, hablando con un claretiano keniata, que prepara su doctorado en ciencias sociales, comprendí mejor que lo que a menudo se presentan como problemas étnicos y tribales, son, en realidad, conflictos de poder que tienen un trasfondo económico. Los grupos más influyentes están aliados con las grandes corporaciones internacionales que tienen intereses en Kenia. No es una historia nueva. Dinero y poder suelen ir de la mano. En este campo parece que no hay esperanza posible de que las cosas cambien. Quizás lo más eficaz es es crear fuertes instituciones que ayuden a equilibrar los poderes.

Los africanos son story-tellers, contadores de historias. Una homilía que no cuente una historia no llega al corazón de la gente. El pasado domingo, uno de nuestros compañeros marfileños nos contó una historia “poco edificante” que quiero compartir con los amigos del Rincón. Hay varias versiones. Me quedo con la que, en un francés perfecto, nos contó nuestro hermano de Costa de Marfil. Las partes del cuerpo decidieron elegir a una que ejerciera la función de rey. Los ojos fueron los primeros en presentar su candidatura. Alegaron motivos evidentes: “Sin nosotros, no podéis ver; por tanto, no podéis orientaros en la vida, tropezaréis a cada paso y acabaréis teniendo accidentes. Por favor, votad a los ojos”. La nariz no se quedó atrás: “¿De qué sirve ver si no podéis respirar? La respiración es la vida. No lo dudéis, votad a la nariz”. El desfile de candidatos continuó. Le llegó el turno a la boca: “Mi función es imprescindible. Podéis ver y respirar, pero sin alimento, pronto moriréis. Yo soy imprescindible para mantener el cuerpo vivo. Votad a la boca”. 

Llegados a este punto, los votantes estaban un poco perplejos porque todos los candidatos aducían razones de mucho peso para ser elegidos rey. En medio del barullo, las manos reclamaron su puesto: “Comprendemos la importancia de los ojos, de la nariz y de la boca, pero todos ellos servirían de muy poco sin nuestra cooperación. Nosotras somos imprescindibles para coger las cosas, abrazar, y realizar todas las funciones más elementales de la vida cotidiana. Votad a las manos”. Los pies no se echaron atrás: “Sin nosotros, permaneceréis estables en un lugar, todas las funciones se atrofiarán y no podréis visitar los hermosos lugares del mundo o huir cuando os ataque un peligro. Votad a los pies”. Cuando ya parecía que el desfile de candidatos había acabado y todos estaban en plena reflexión, he aquí que se adelantó un nuevo e inesperado candidato con el nombre más corto: el ano. Sus argumentos fueron tumbativos: “Me hago cargo de la importancia de los ojos, la nariz, la boca, las manos y los pies. No quiero desprestigiar a ninguno de mis adversarios políticos. Pero, reconozcámoslo con humildad, sin mi contribución al cuerpo, todos moriríamos. Yo soy, por así decir, el elemento liberador. Yo expulso todo lo acumulado durante la digestión. Sin mi tarea, en poco tiempo los seres humanos morirían al no poder desprenderse de los residuos de la alimentación”. Tras una deliberación muy intensa, eligieron como rey a la boca, pero nombraron al ano “consejero espiritual” por su indudable tarea liberadora y estabilizadora.

Las mejores historias no necesitan muchos comentarios. Cada uno somos miembros del cuerpo social y eclesial. Nadie sobra y nadie puede arrogarse una función exclusiva. Todos nos necesitamos. Incluso los que parecen menos nobles son, a menudo, los más necesarios. Cuando tenemos esta idea global de una familia, una comunidad o un país, aprendemos a valorar a cada persona, a no introducir discriminaciones absurdas, a sacar partido de las cualidades de cada uno, a integrar las diferencias en un todo armónico. Es ridículo que uno reivindique para sí mismo todo el poder o toda la competencia. En este cuerpo que formamos los seres humanos, nadie es material sobrante, objeto de descarte. Lo importante es aprender a descubrir el valor de cada uno. Quien tenga oídos, que oiga.

martes, 28 de noviembre de 2017

Memorias de África

Aunque el título de esta entrada da pie para ello, no voy a hablar de la oscarizada película del mismo nombre (Out of Africa, en la versión original), protagonizada en 1985 por Robert Redford y Meryl Streep. En su día disfruté mucho con esa película, ambientada en Kenia, cuando este país era todavía colonia británica. La acción se desarrolla en los años previos a la Primera Guerra Mundial. Yo he pasado en Kenia diez días. Mañana a primera hora regreso a Roma. Guardo gratos recuerdos (memories) de los días vividos en este país. Mientras escribo estas líneas, el presidente de Kenia, Uhuru Kenyatta, tras una reelección muy polémica, está tomando posesión de su cargo. Según leo a última hora, parece que se han producido dos muertos durante las manifestaciones de protesta. Pero me he propuesto no hablar ahora sobre este fascinante país africano, sino sobre varias experiencias vividas durante los días que he pasado en él. Alguna de ellas casi podría calificarse de “experiencia cumbre” (peak experience), aunque en este terreno conviene ser muy precavido. Nos hemos reunido 37 misioneros claretianos provenientes de varios países y tradiciones culturales. Hemos examinado la situación de nuestras misiones en África (presentes en 17 países) y hemos concordado lo que tenemos que hacer en los próximos cuatro años. Hemos vivido un fuerte sentido de unidad y corresponsabilidad siguiendo simbólicamente “el camino de Emaús” (cf. Lc 24,13-35).

En algún momento –sobre todo, en la celebración de la Eucaristía– he tenido la impresión de que nuestras diferencias se esfumaban y de que vivíamos una profunda e inexplicable comunión. No es fácil expresar con palabras algo semejante teniendo en cuenta los prejuicios que todos acumulamos con respecto a las personas de otras etnias y culturas. Es como si, por unos instantes, desaparecieran las divisiones y todos nos sintiéramos parte de la misma familia, responsables de llevar adelante solidariamente la misión encomendada. En la vida corriente se dan también, a veces, experiencias que se le podrían asemejar, pero casi siempre vienen mediadas por otras realidades (consumo de alcohol o psicotrópicos, ritmo trepidante, victoria deportiva, etc.). ¿Cuál es la diferencia? La que existe entre el vértigo y el éxtasis, o entre una experiencia de exaltación y otra de exultación. Las palabras parecen semejantes (cambia solo una vocal), pero su significado es muy diverso. En el primer caso (experiencias de vértigo o exaltación), sentimos una euforia intensa, nos parece que desaparecen los límites de la realidad, pero se trata de experiencias muy efímeras. Una vez acabadas, nos dejan una sensación de resaca y frustración porque no logran darnos el objeto de nuestro deseo. Todo se reduce a una impresión producida por la alteración del sistema nervioso. En el segundo caso (experiencias de éxtasis o exultación) experimentamos una alegría intensa y sostenida, que no nos “saca” de la realidad sino que nos reconcilia con ella. Es duradera en el tiempo y nos proporciona motivos y energías para vivir con más sentido y esperanza la vida cotidiana.

Creo que lo vivido estos días no ha sido una experiencia vertiginosa sino extática. Hemos aprendido un poco más a salir de nosotros mismos, a “caminar con los zapatos del otro” y, en definitiva, a recrear lo que nos une por encima de nuestras diferencias: la común condición de seres humanos, la fe en Jesús y la vocación misionera. Esta recreación nos permite volver a nuestras comunidades -como los discípulos de Emaús volvieron a la comunidad madre de Jerusalén- con una alegría suave y con un compromiso más intenso de vivir lo que hemos experimentado. Si no fuera por momentos así, sería muy difícil llevar a cabo una misión conjunta. Enseguida se dispararían los demonios de la autoafirmación, la búsqueda de privilegios, la pereza, etc. Estas experiencias de profunda comunión y compromiso misionero son mis verdaderas “memorias de África”, lo que me llevo dentro. Esta mañana he visitado el Parque Nacional de Nairobi y el domingo asistí a un espectáculo de danzas tradicionales y números acrobáticos. Conservo algunas fotos. Todo está bien, pero no es comparable a la experiencia de exultación que se ha producido en la Retreat House de Subiaco. Los seres humanos necesitamos momentos así para no sucumbir a la rutina de la vida cotidiana.

lunes, 27 de noviembre de 2017

Las dos (o tres) Europas

A lo largo de todo este año 2017 hemos celebrado los 500 años de la reforma protestante. Martín Lutero, personaje que -dicho sea de paso- no me cae demasiado bien, acaudilló una división de la Iglesia católica que ha configurado dos mundos dentro del continente: el católico (sobre todo, en el Sur, aunque con las excepciones de Irlanda, Austria, Polonia y otros países centroeuropeos) y el protestante (ubicado, sobre todo, en el Norte). Alemania sería el perfecto ejemplo de la división por la mitad. Estas son las dos almas religiosas de Europa. La radiografía no es perfecta porque varios países del Sur y de Este están marcados por la tradición de la Iglesia ortodoxa (desde Grecia a Rumanía y Rusia). La presencia judía, aunque minoritaria, siempre ha sido muy influyente. Los musulmanes cada vez son más. Dentro de unas décadas, quizás se pueda hablar también del alma musulmana de Europa. Hace meses que quería escribir algo sobre la Reforma protestante, pero otros temas han ido ocupando el espacio. Hoy quiero compartir algunas ideas sueltas, no reflexiones bien articuladas. No dispongo ni del tiempo ni de la tranquilidad para hacerlo ahora.

Confieso que hace tiempo que no sigo en detalle la evolución de las diversas iglesias surgidas a raíz de la Reforma. En mis tiempos de estudiante y de profesor fue uno de los temas que más me atrajeron, sobre todo porque en mis clases de Antropología Teológica debía abordar el espinoso asunto de la justificación, sobre el que se llegó a una declaración conjunta entre la Iglesia católica y las confesiones luteranas. El pasado 31 de octubre, coincidiendo con el final del 500 aniversario de la Reforma, hubo también otra importante declaración conjunta de la Federación Luterana Mundial y el Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos. Se abre con unas palabras solemnes: “Estamos muy agradecidos por los dones espirituales y teológicos recibidos a través de la Reforma, conmemoración que compartimos juntos y con nuestros asociados ecuménicos del mundo entero. Asimismo, pedimos perdón por nuestros fracasos, las formas en que los cristianos han herido el Cuerpo del Señor y se han ofendido unos a otros durante los 500 años transcurridos desde el inicio de la Reforma hasta hoy”.    

En los países en los que he vivido más tiempo (España e Italia), la tradición católica es tan abrumadora que apenas hay posibilidades de trato cotidiano con protestantes. No sucede lo mismo en otros países como Alemania e Inglaterra, en los que, desde la escuela primaria hasta el lugar de trabajo, es fácil convivir con personas pertenecientes a diversas iglesias cristianas. Reconozco que apenas tengo contacto con personas de otras confesiones, pero he leído mucho a los teólogos ortodoxos y, sobre todo, protestantes. Soy deudor de teólogos como O. Cullmann, Karl Barth, W. Pannenberg, Jürgen Moltmann, Robinson, Ch. Dodd… y, sobre todo, Dietrich Bonhoeffer y Paul Tillich. Recuerdo el impacto que me produjeron en su día obras como Sincero para con Dios (John A. T. Robinson), El Dios Crucificado (J. Moltmann) o Resistencia y sumisión (D. Bonhoeffer). La teología protestante me ha ayudado mucho a redescubrir el significado de la Palabra de Dios y de la cruz en la vida de la Iglesia. Admiro la capacidad crítica de la mayoría de sus representantes, su sensibilidad para unir la Palabra de Dios y las cambiantes situaciones humanas, su lenguaje existencial. He aprendido mucho más de lo que, a primera vista, parece. Esto no tiene precio.

Y, sin embargo, sigo considerando que la Reforma es una herida abierta en la comunidad de seguidores de Jesús. Cuando entro en alguna iglesia protestante (procuro hacerlo cada vez que viajo a un país de mayoría luterana o anglicana) experimento una tristeza inexplicable. A menudo me resultan espacios vacíos, a los que les falta “algo”. Las construcciones modernas, sobre todo, me parecen auditorios, ideales para un sermón, pero sin ningún símbolo que me lleve “más allá” o que signifique la presencia misteriosa de Jesús entre nosotros, salvo una cruz y, en algunos casos, un espacio dedicado a la Palabra, como en la catedral de Ulm. Creo que algunos protestantes lúcidos piensan lo mismo. Estoy recordando ahora al Hermano Roger Schutz, fundador de la comunidad monástica de Taizé. El protestantismo, que tanto nos ha ayudado a ser críticos, a ir a la raíz de la fe y a despojar al cristianismo de mucha ganga histórica, me parece ahora un movimiento un poco triste, origen en buena medida del fuerte individualismo y subjetivismo que nos está matando en Europa. No se puede entender la identidad europea y muchas de las cosas que nos están pasando sin la profunda huella que la Reforma protestante ha dejado en el continente en el último medio milenio. Aunque admito muchas cosas de la Reforma, no tengo una imagen idealizada ni me siento un criptoprotestante.

Quizás Europa solo pueda superar su crisis endémica cuando reconcilie sus dos (o tres almas) y, desde una renovada fe en Jesús, sea capaz de acoger e integrar otras confesiones y tradiciones, en un ecumenismo cada vez más abierto, en una apuesta clara por la dignidad y fraternidad humanas.

domingo, 26 de noviembre de 2017

Un rey venido a menos

Hemos llegado al último domingo del año litúrgico con la solemnidad de Jesucristo Rey del Universo. Ayer me referí a la naturaleza como una gran pedagoga que nos introduce en el Misterio. En el caso de África es evidente. Pero el evangelio de hoy da un paso más. El verdadero lugar de “encuentro” con Dios es el ser humano necesitado. Esta es la verdadera frontera que separa a los hombres espirituales de los que no lo son. No es un asunto de creencias sino de amor. Jesús no dice que debemos dar de comer al hambriento o vestir al desnudo para obedecer a Dios sino que, cada vez que lo hacemos, nos encontramos con él: “¿Cuándo te vimos hambriento, o sediento, o desnudo?”. Si uno se estremece ante una puesta de sol o ante la contemplación del mar encrespado o de una montaña nevada, más tendría que estremecerse ante el misterio de Jesús encarnado en la persona que padece hambre o sed o experimenta cualquier otra situación de precariedad y desvalimiento.

La jornada de hoy ha sido tan intensa que no he tenido tiempo para escribir con calma la entrada de hoy. Antes de acostarme, con la cabeza llena de asuntos, dejo este apunte rápido. El verdadero señorío de Jesús, su reinado, se expresa en el amor hacia quienes no tienen otros asideros en la vida. No es el rey de los satisfechos sino de los necesitados. No cuentan con él a quienes la vida les sonríe, sino quienes la experimentan como una condena. Jesús es “prescindible” para quien se basta a sí mismo y solo necesita a Dios como barniz para dar un poco de lustre a las propias obras. Sin embargo, para quienes vagan por la vida como ovejas perdidas, Jesús es el buen pastor que las reúne, las cuida y no descansa hasta encontrar a la última. Tener un rey así significa que Dios solo es comprensible para quienes aman y se dejan amar, para quienes se sitúan en la misma órbita de servicio escogida por Jesús.

sábado, 25 de noviembre de 2017

Yo soy espiritual

Esta afirmación se la oigo cada vez más a personas con un nivel de instrucción alto. La repiten, con variaciones, muchos de los personajes interesantes que el periódico catalán La Vanguardia presenta cada día en la sección La Contra. No me extraña mucho porque responde al clima cultural que estamos viviendo. Hace cuarenta o cincuenta años, muchos intelectuales exhibían su ateísmo como una prueba de rebeldía frente al poder despótico de las religiones institucionalizadas y como prueba de una gran libertad de pensamiento. Hoy son pocas las personas que se declaran abiertamente ateas. Domina un suave agnosticismo y, en la mayoría de los casos, una sincera búsqueda espiritual. La vida es demasiado compleja como para ser reducida a un proceso bioquímico. Los espirituales de hoy no lo son por déficit de racionalidad, sino por exceso. Es decir, se han dado cuenta de que la razón es solo una de las vías –no la única y quizás no la más profunda– que los seres humanos tenemos de interactuar con la realidad global. Son sensibles a otras dimensiones. No desdeñan nada que pueda abrir puertas o ventanas. Se sienten atraídos por el budismo, por la mística sufí, por la neurociencia, por rituales tradicionales e incluso por la new age. Llegado el caso, pueden encontrar luz en algunos elementos del cristianismo, aunque muchos de ellos sienten como una necesidad compulsiva de desembarazarse de él porque consideran que ha mantenido a muchas personas en una permanente minoría de edad. Es curioso que muchos de los que piensan así se hayan educado en instituciones cristianas. Es como si el paso por ellas los hubiera vacunado de por vida, como si no hubieran aprendido a buscar por sí mismos sino solo a acatar directrices y cumplir prácticas.

Ir de espiritual por la vida tiene mucho de búsqueda sincera y también de moda sobrevenida. En este caso, más que en otros, toda generalización resulta injusta e insignificante. Cada uno de nosotros tiene su propia trayectoria. Hace décadas, el poeta León Felipe lo expresó con maestría: “Para cada uno guarda un camino virgen… Dios”. Como misionero, soy muy respetuoso del camino individual. Siento un rechazo instintivo ante toda imposición autoritaria. A Dios no se llega por la vía del “ordeno y mando”, sino por la via pulchritudinis (el camino de la belleza) y, sobre todo, por la via amoris (el camino del amor). Se trata de una atracción interior, no de una imposición externa. Cada vez que vengo a África redescubro la importancia de dejarnos redimir y conducir por la belleza. Para quienes abren los ojos del corazón, la naturaleza se convierte en la primera pedagoga que nos lleva al Misterio, antes incluso que la Biblia u otras mediaciones. No me resisto a transcribir un hermoso texto del libro de la Sabiduría: “Sí, eran vanos por naturaleza todos los hombres que ignoraban a Dios, y fueron incapaces de conocer al que es por las cosas buenas que se ven, y no reconocieron al artífice fijándose en sus obras, sino que tuvieron por dioses al fuego, al viento, al aire leve, a las órbitas astrales, al agua impetuosa, a las lumbreras celestes, regidoras del mundo. Si fascinados por su hermosura los creyeron dioses, sepan cuánto los aventaja su Dueño, pues los creó el autor de la belleza; y si los asombró su poder y actividad, calculen cuánto más poderoso es quien los hizo; pues, partiendo de la grandeza y belleza de las criaturas, se puede reflexionar y llegar a conocer al que les dio el ser” (13,1-5). No costaría mucho aplicar este texto a quienes hoy se sienten atraídos por la estructura del ADN, por los progresos de la neurociencia, por las investigaciones macro y microscópicas, pero son incapaces de ir más allá de la descripción de fenómenos. No han aprendido a remontarse hasta el Origen de todo.

Uno puede encontrarse muy cómodo con la etiqueta de espiritual. Te permite ir por la vida como un buscador, te mantiene despierto, apela a la conciencia, mantienes una sana equidistancia entre el ateísmo dogmático y las religiones institucionales, pero… Este pero es el que me deja más inquieto. Pero nada es comparable a la experiencia de encuentro personal con Jesús de Nazaret. A los amigos del Rincón os recomiendo leer desde esta perspectiva el capítulo 3 del evangelio de Juan en el que se narra el encuentro de un buscador ilustrado (Nicodemo) con Jesús. Ese diálogo, retocado teológicamente, describe muy bien en qué consiste el paso de la búsqueda al encuentro, de la espiritualidad impersonal a la espiritualidad movida por el Espíritu de Dios, de la sensibilidad al compromiso, de la idea de un Dios impostor a la experiencia de un Dios que salva. Estas cosas no se pueden describir fácilmente a base de palabras, por más que estemos inundados de reflexiones. Constituyen el corazón de la verdadera experiencia espiritual: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que quien crea en él no perezca, sino tenga vida eterna. Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por medio de él” (Jn 3,16-18). Se requiere tiempo y humildad para captar el profundo significado de esta verdad.


viernes, 24 de noviembre de 2017

Ponerse en los zapatos del otro

Es una metáfora muy socorrida para hablar de la empatía. Yo mismo la he empleado muchas veces para explicar lo que significa ponerse en el lugar de otra persona para ver las cosas como ella las ve. La metáfora es sugestiva, pero hasta ayer no la había llevado a la práctica con un realismo casi asqueroso. Ayer abordamos durante todo el día el tema de la inculturalidad. Sí, ya sé que es un tema de moda. Corremos el riesgo de taparnos los oídos para no sucumbir a los tópicos. Yo soy muy reacio a dejarme arrastrar por lo que se lleva en cada tiempo. Basta que una palabra se repita mucho para que evite emplearla. Pero eso no me exime de reconocer que, en el marco de la globalización, la relación entre personas de distintas culturas se hace cada vez más frecuente. Para que esa relación sea enriquecedora es necesario adiestrarnos en el diálogo intercultural. Esto supone ensanchar la mente y el corazón, cultivar actitudes de apertura y respeto y entrenarnos en algunas destrezas. La mayoría de nuestras comunidades misioneras son interculturales; es decir, están formadas por claretianos provenientes de diversas culturas que entra en relación y crean un nuevo espacio de convivencia.

Ayer nos introdujimos en este apasionante tema con una dinámica. El animador nos invitó a descalzarnos para sentir en nuestros pies el suelo que pisamos. Descalzarse es ya un símbolo de desapropiación y de respeto, aunque en las culturas europeas puede significar también una falta de urbanidad y de higiene. Ya desde el punto de partida el gesto admite varias interpretaciones. Durante algunos segundos experimentamos la dureza del contacto de nuestra piel con la base que nos sustenta. Después, se nos invitó a pasar nuestros zapatos (o sandalias o chanclas) al compañero que teníamos a nuestra derecha. Primera sorpresa. ¿Qué pinto yo sosteniendo con la mano un par de zapatos que no son míos? La verdad es que me sentí un poco ridículo. No me gusta tocar las cosas de los demás, y menos el calzado. Desde niño fui educado en no manosear algo que está en contacto con el suelo. Superado el rechazo inicial, comenzó la etapa de exploración. ¿Qué podemos saber de una persona examinando con detalle su calzado? A partir del número, podemos intuir la altura y quizás el peso. Si está muy desgastado, podemos intuir el tipo de hábitos que lleva, etc. Las personas más agudas pueden deducir otras muchas cosas partiendo de la forma, el olor, el grado de conservación, la textura, etc.

Cuando ya creía que la dinámica había terminado, el animador se atrevió a sugerirnos que introdujéramos nuestros pies en los zapatos que nos había pasado nuestro compañero sentado a la izquierda. El grupo estalló en una carcajada. ¡Eso era ya demasiado! A pesar de que en mi vida misionera he tenido que pasar por muchas experiencias chocantes, reconozco que, de entrada, calzar zapatos de otro me produce repugnancia. Pero era una prueba que había que superar. Tuve la suerte de que  los zapatos que recibía eran, más o menos, de mi número y de una textura muy suave, lo cual permitía que se ajustaran sin violencia a la forma del pie. Dentro de los zapatos de mi compañero empecé a pensar lo que supone colocarse en el lugar del otro, sobre todo cuando proviene de una cultura muy distinta a la mía. Significa adentrarse en el misterio de otra lengua, hacer un esfuerzo por captar los matices de las palabras, las inflexiones de la voz, los conceptos clave, los gustos y disgustos… en fin, un universo de significaciones. ¡Qué importante es colocarse en el lugar de la otra persona para comprender por qué sufre o goza, por qué tiene miedo o se irrita, por qué pregunta o se calla, por qué está triste o alegre! Creo que no voy a olvidar fácilmente la lección de ayer. Tendré muchas ocasiones de aplicarla en mi vida diaria.

jueves, 23 de noviembre de 2017

La tumba mediterránea

Que estemos en un recinto sereno y bello no significa que cerremos los ojos a la realidad. Ayer dedicamos la mañana a reflexionar sobre la situación actual de África acompañados por un experto en sociología y ciencias políticas. Compartió con nosotros muchas cosas interesantes sobre el pasado, presente y futuro de este continente. Rescato la que más me impresionó: la desesperanza de muchos jóvenes, tanto del norte del continente como de la ancha franja subsahariana. Entre ellos hay cristianos y musulmanes. Escapan de la pobreza, de los conflictos bélicos y de la falta de oportunidades. Muchos sueñan con el paraíso europeo, aunque no se les ocultan los riesgos que tienen que correr para alcanzarlo. Sus ansias de libertad y, sobre todo, sus ganas de abrirse un futuro son explotadas por las mafias que comercian con ellos y que les exigen 5.000 euros por tener un puesto en una barcaza que con mucha probabilidad puede naufragar en el Mediterráneo. Esto es inhumano e indignante. Esclavitud moderna, pura y dura. ¿Por qué los jóvenes musulmanes no se dirigen a los países ricos de Medio Oriente? ¿Por qué no son acogidos por sus “hermanos” musulmanes? ¿Por qué prefieren dirigirse a Europa? Me llamó la atención la respuesta del sociólogo: porque saben que en Europa se respetan los derechos humanos, cosa que no sucede en los otros países. No buscan solo la prosperidad económica, sino, ante todo, un espacio en el que puedan vivir con dignidad.

En el largo trayecto desde Congo, Somalia, Mali, Senegal o Libia hasta las costas españolas o italianas puede suceder de todo. Algunos mueren. Los más fuertes, tras muchas penalidades, logran embarcarse esclavizados por las mafias que controlan este miserable tráfico humano. Las imágenes saltan a los informativos de las televisiones. Para muchos, el Mediterráneo se convierte en su tumba. Es uno de los cementerios más grandes del mundo. Cuando el mar está en calma se multiplican las expediciones. Uno nunca se acostumbra a ver a jóvenes hacinados en barcazas de goma a merced de las olas. Arrellanados en nuestro sofá, tal vez hacemos una mueca de disgusto mientras dentro se remueve algo, pero sabemos que ellos están en “su” mundo y nosotros seguimos en el “nuestro”. Solo quienes tocan esta carne llena de sol y salitre, perciben de cerca el drama de este éxodo moderno. Hay miles de militares, policías, miembros de ONGs, personal de emergencias, voluntarios, religiosos y religiosas, médicos y enfermeras… que saben de cerca lo que esto significa y que multiplican sus esfuerzos por aliviar tanto sufrimiento. Mientras, los estados no encuentran una solución digna y eficaz. No es fácil gestionar tanto dolor desde un despacho.

Los jóvenes africanos emigrantes padecen la enfermedad de más difícil cura: la desesperación. Así lo expresó el conferenciante de ayer. Cuando este virus ataca a una persona, entonces la vida pierde su razón de ser. Uno es capaz de cualquier cosa con tal de entrever un futuro. Muchos quieren venir a Europa porque sienten que, aunque no vayan a encontrar el soñado trabajo, van a ser respetados. Saben que Europa, a pesar de sus contradicciones y fragilidades, tiene instituciones fuertes que garantizan el respeto a los derechos humanos, que no se someten a las veleidades del gobernante de turno. Esto les da seguridad. Pero esto mismo se convierte en un reto para nuestro trabajo misionero en África: lograr a través de la educación y la evangelización que se consoliden instituciones democráticas sólidas al servicio de los ciudadanos y no de los dictadores de turno. Los mismos jóvenes que se ven obligados a emigrar pueden ser protagonistas de esta “revolución de la confianza” si encuentran un mínimo de posibilidades y de apoyo. Hay mucho trabajo por hacer. Me siento orgulloso de pertenecer a un grupo humano que quiere empeñarse en esta dirección. 

miércoles, 22 de noviembre de 2017

El poder de la armonía

África es un continente convulso. En muchos lugares hay tensiones y conflictos. La situación en Kenia tampoco es tranquila. Sin embargo, estamos en un recinto que simboliza la armonía. Soy consciente del privilegio que supone. Cuando comparo la belleza, serenidad, orden y limpieza de este lugar con muchos otros sitios que he visitado, me hago cargo de la diferencia. Se podría decir que estamos en una burbuja, en un oasis, en un espacio que se parece muy poco a los cinturones urbanos donde se hacinan millones de personas. Pienso en Lagos, Kinshasa o aquí mismo, en Nairobi. ¿Cómo se le puede pedir a una persona que sea madura, solidaria, pacífica y optimista cuando vive rodeada de basura, en un espacio de pocos metros cuadrados, sin apenas comida y expuesta a las inclemencias del clima? Somos, en buena medida, lo que el contexto en el que vivimos nos empuja a ser. Por eso es tan importante contribuir no solo a la educación de las personas sino también a la humanización de los contextos. El papa Francisco lo ha presentado con mucha claridad en la encíclica Laudato si’ sobre “el cuidado de la casa común”.

Acabamos de tener nuestra oración de la mañana al aire libre, rodeados de vegetación, escuchando el canto matutino de los pájaros. Ha sido una oración “a la africana”, llena de símbolos. Sobre unas telas de colores colocadas sobre el tupido césped del jardín, estaba el cirio pascual encendido y un recipiente lleno de sal. Somos, en verdad, “luz del mundo” y “sal de la tierra”. Jesús no dice lo que debemos ser, sino lo que somos. De una olla de barro salía el humo blanquecino del incienso, mientras uno de nuestros hermanos cameruneses libaba una jarra de agua sobre la madre Tierra. El canto de los salmos, la procesión danzada con la Biblia y las plegarias espontáneas han sido otros momentos hermosos de esta oración que alaba a Dios por las dos grandes palabras que él nos ha regalado: la naturaleza y la Biblia. Es probable que alguien, desde fuera, se sintiera un poco extraño ante una oración de este tipo. No es ningún rito sincretista y tampoco una concesión al folclorismo que a veces acompaña nuestras liturgias. Es llanamente una oración cristiana africana, hecha “en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu”.

Comparto con los amigos del Rincón algunos espacios de esta Subiaco Retreat House, de Karen, una zona de la gran Nairobi. Son sencillos y hermosos; por eso, ayudan tanto a la armonía de las personas y de los grupos que por aquí desfilan. Se nota el toque benedictino. Ayer le pregunté a uno de los jardineros que cuánto tiempo empleaba para mantener en tan buen estado las masas de arbustos que conforman palabras. Me dijo que en la estación de las lluvias, las recorta un par de veces por semana. Son detalles que hablan de los esfuerzos que hay que hacer para lograr un mantenimiento tan perfecto. Pero ese esfuerzo no es en balde. Quienes acudimos a lugares como estos nos contagiamos de la armonía que se respira. El propio lugar se convierte en pedagogo: nos ayuda a vivir la armonía con nosotros mismos, con la naturaleza, con los demás y con Dios. Creo que para las personas que se deshumanizan en contextos de pobreza, fealdad y violencia, no hay mejor terapia que vivir en un contexto tan armónico como éste. ¡Cómo me gustaría que quienes se consumen en los barrios pobres de las grandes ciudades pudieran experimentar alguna vez el poder terapéutico de la naturaleza y de la comunidad!


martes, 21 de noviembre de 2017

Paso a paso

Cuando era adolescente, uno de nuestros profesores nos recomendó algo que nunca he olvidado. Nos dijo que para avanzar por el camino de la vida era preciso practicar (al menos) un deporte, aprender a tocar (al menos) un instrumento musical y dominar (al menos) una lengua extranjera. No lo decía solo por incrementar nuestras destrezas y habilidades sino porque los tres son aprendizajes arduos que exigen método y esfuerzo sostenido. En otras palabras, los tres nos educan en la consecución de objetivos paso a paso, no de manera instantánea. Nos obligan a dosificar los esfuerzos, a diferir las satisfacciones, a entrenarnos con regularidad, a disciplinar nuestros impulsos, a rabajar en equipo… En definitiva, nos estimulan a cultivar valores como la constancia, la capacidad de sacrificio, el apoyo mutuo, la priorización de intereses, etc. Todos estos valores son muy útiles para la vida en general, no solo para esas tres destrezas concretas. Como se trata de aprendizajes arduos, estos valores no se improvisan de un día para otro. Cuando los necesitamos para afrontar una relación, un trabajo o un nuevo proyecto, no podemos acudir a ellos si previamente no los hemos cultivado. Y, por desgracia, no figuran hoy en la escala de valores de muchas personas.

Ayer me acordé de las recomendaciones de mi viejo profesor de bachillerato al escuchar los informes de los diversos representantes de nuestras misiones africanas. Si comparo la situación actual con la de hace doce años, compruebo que se ha dado un significativo progreso. Hoy hay más vida comunitaria, más identidad claretiana, un apostolado más diversificado y más fuentes para ir logrando la auto-sostenibilidad económica. Hay que celebrar lo conseguido y seguir dando pasos porque quedan todavía muchas cosas por mejorar. A la luz de esta experiencia, me convenzo aún más de que los verdaderos cambios (tanto personales como institucionales) no se suelen producir de la noche a la mañana, por vía rupturista, sino paso a paso, con visión, esfuerzo, constancia, colaboración, acompañamiento, apoyo, evaluación… y buen humor. Por eso, desconfío mucho de los políticos que nos prometen el cielo en la tierra para conseguir nuestro voto, pero no se preocupan más que de ganar las elecciones, no de proponer caminos arduos y articulados para conseguir metas futuras. Es evidente que uno de estos caminos arduos es la educación. Sin generaciones de jóvenes provistos de valores como el respeto, la tolerancia, la generosidad, el esfuerzo, el sacrificio, la búsqueda, etc. es inútil pretender sociedades libres, democráticas y solidarias. Sin medios adecuados, nunca se consiguen los fines soñados. ¡Cuántas frustraciones se podrían evitar si nos preocupáramos más de sembrar semillas y no tanto de recolectar frutos!

lunes, 20 de noviembre de 2017

Aprender a retirarse

Anoche hablé un rato con el coordinador de la misión claretiana en Zimbabue. Como es natural, abordamos la situación que se está viviendo en el país tras el reciente golpe de estado. Me dijo que hay tranquilidad en las calles y que la gente tenía ganas de librarse del eterno Robert Mugabe, que lleva ejerciendo tareas de gobierno desde la independencia del país en 1980. No sabemos cómo evolucionará la situación en los próximos días, pero hay una primera lección que se extrae ante acontecimientos de este tipo: hay que saber retirarse a tiempo. No es normal que un anciano de 93 años siga gobernando un país después de 37 años en el poder. El papa Benedicto XVI pasará a la historia, entre otras cosas, porque supo retirarse cuando ya no tenía fuerzas para gobernar la Iglesia. Lo mismo han hecho otros líderes sabios. Comprendo que no es fácil saber cuándo es el momento oportuno, pero uno de los mejores servicios que todos podemos prestar, tras haber desempeñado una responsabilidad, es saber retirarnos con sencillez y dignidad, saber dejar paso a otros, no ocupar demasiado espacio.

Esta capacidad de retirarnos se da en todos los ámbitos. Un padre y una madre tienen que aprender a retirarse cuando sus hijos pasan de la niñez a la adolescencia y necesitan explorar un espacio propio. Sobreproteger a las personas, invadir su intimidad, no es una expresión de amor sino de dominio. Lo mismo cabe decir de los profesores respecto de sus alumnos, de los formadores de cualquier tipo en relación con las personas que acompañan. Y, de una manera especial, de los pastores de la Iglesia en relación con los laicos. Cuando un pastor ocupa demasiado espacio, cuando absorbe muchas responsabilidades, está impidiendo que los demás desarrollen sus dones y carismas. Tan importante es asumir una carga como saber compartirla y, en su momento, desprenderse de ella. Siempre me ha resultado un poco desconcertante la actitud de quienes están dispuestos a morir “con las botas puestas”; es decir, a continuar hasta el final de la vida haciendo lo que siempre han hecho, defendiendo que no sabrían vivir de otra manera. Puede indicar, en el mejor de los casos, una entrega generosa a una causa, pero también una actitud posesiva y acaparadora que no deja crecer a quienes están en torno, una incapacidad de no identificar la vida (lo que uno es) con el trabajo (lo que uno hace). El amor es entrega y es renuncia; es actividad y pasividad; es protagonismo y ocultamiento.

Estoy muy agradecido a todas las personas (empezando por mis padres) que en determinado momento han sabido “echarse atrás” para que yo encontrara mi lugar. Si nunca nos retiramos de los cargos y responsabilidades, no permitimos que otras personas puedan asumir su puesto. No es fácil saber cuándo es el momento justo. Se puede pecar por exceso o por defecto. Pero hay algo que la vida me ha ido enseñando: retirarse a tiempo no significa desentenderse por completo. Hay personas que, cuando dejan un puesto, ya no quieren saber nada, como si lo dejaran a regañadientes, como si quisieran borrar su pasado o complicar la vida del que viene después en una especie de chantaje afectivo o de revancha. La persona madura se retira con discreción, pero siempre está abierta a seguir colaborando cuando es requerida, facilita los procesos de transición. Los padres se retiran un poco para que los hijos maduren, pero eso no significa que los abandonen. Están siempre cerca para echar una mano cuando sea necesario. Esta capacidad de combinar cercanía y distancia, respeto y ayuda, es lo que caracteriza al amor maduro. Aprender a retirarse sí, pero también a acercarse cuando la presencia es oportuna o incluso necesaria.

Todo esto me ha surgido a propósito de la figura de Robert Mugabe. ¡Menos mal que él no va a leer este post! Sonrío un poco, contemplo a través de la ventana la hermosa vegetación del jardín, y me preparo para la primera jornada de nuestro encuentro en Nairobi. Nos hemos juntado 40 misioneros provenientes de casi una veintena de países africanos. Esperemos que todo vaya bien y que, llegado el momento, sepamos retirarnos también nosotros con discreción y dignidad.

domingo, 19 de noviembre de 2017

Buenos y fieles

Este XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario me sorprende en la Subiaco Retreat House de Nairobi, la capital de Kenia. Es un lugar tranquilo, hermoso y fresco. La temperatura oscila entre los 17 y los 22 grados. Llegué anoche después de un largo viaje dividido en dos etapas: Roma-Amsterdam (dos horas) y Amsterdam-Nairobi (siete horas). Para colmo, el enorme Boeing 747 de KLM tenía estropeado el sistema informático que regula las pantallas, así que nos quedamos sin películas. Me dediqué a leer. Es la tercera vez que visito este atractivo país africano. Estaré aquí reunido durante diez días con mis compañeros del gobierno general de los claretianos y con todos los superiores mayores de los organismos de África. 2017 ha sido el año dedicado a este continente en el que viven y trabajan unos 580 misioneros. Necesitamos preguntarnos juntos qué está pasando en los países e iglesias de África, qué nos pide Dios y hacia dónde debemos encaminar nuestros pasos. Y debemos hacerlo de manera conjunta para que la respuesta sea más significativa y eficaz. Comenzaremos el trabajo el lunes, así que hoy domingo será un día de descanso y de saludos. Coincide con la celebración de la primera Jornada Mundial de los Pobres, sobre la que escribí el viernes pasado. Estoy seguro de que tendrá una resonancia muy especial en la Eucaristía de este domingo, que presidiré a mediodía, y tal vez en algún encuentro inesperado.

El Evangelio de hoy es una historia que habla de audacia e inversiones. Creo que les gustará mucho a quienes se mueven en el campo económico y empresarial. Jesús nos propone una espera “emprendedora”. Mientras esperamos el final de la historia, no podemos quedarnos con los brazos cruzados, víctimas de una prudencia mal entendida. Tenemos que hacer fructificar los dones recibidos porque son un capital que Dios nos ha concedido para hacer más digna la vida del mundo. No podemos refugiarnos en las dificultades del momento histórico, en la búsqueda de seguridad o en nuestra falta de recursos. Todos hemos recibido algo, “cada uno según su capacidad”. No sé si esta última coletilla, copiada literalmente de la parábola de Jesús, gustará mucho a quienes confunden la igualdad con el igualitarismo. Todos hemos sido creados con igual dignidad, pero no con las mismas capacidades. Hemos sido enriquecidos con dones muy diferentes para responder a necesidades igualmente diferentes. Y esto es hermoso. No atenta contra nada ni contra nadie. Refleja la inconmensurable diversidad de Dios. Sacar partido de estos dones, ponerlos a “trabajar” es lo que convierte la espera en un testimonio de esperanza. Dios no nos quiere pasajeros aburridos que dormitan mientras esperan que llegue el tren o salga el avión de la historia, sino peregrinos que hacen de la espera una preparación, una batalla.

En el ejercicio de lectio divina que tuvimos en mi comunidad el viernes por la noche, uno de mis hermanos nigerianos hizo un apunte que me resultó iluminador. Jesús califica a quienes han hecho rendir los talentos con dos palabras. Son administradores buenos y fieles. La bondad y la fidelidad son, pues, las expresiones más claras de quienes son creativos y audaces, no para satisfacer su ego, para brillar y ganar más, sino para rendir gloria a Dios sacando partido de sus dones. Estas cualidades son premiadas con algo que puede sorprender: el gobierno de diez y cinco ciudades respectivamente; es decir, la bondad se premia con la responsabilidad. Cuanto mejor eres, cuanto más has hecho fructificar los dones de Dios, mayor responsabilidad contraes con respecto a los demás. Los premios de Dios no son medallas olímpicas o cheques al portador, sino una mayor capacidad de servir, de ponerse a disposición de los demás. Es interesante esta conexión entre gracia y responsabilidad, entre dones y servicios. Quien no valora lo que ha recibido tampoco tiene motivación para servir. Se dedicará solo a aprovecharse de los otros, a plantear la vida como una “condena a muerte en masa” o a matar el tiempo de espera divirtiéndose y alienándose. En fin, que las historias de Jesús siempre llevan dinamita dentro. Feliz domingo.

sábado, 18 de noviembre de 2017

Amanece, que no es poco

Son las cuatro y media de la mañana. Dentro de dos horas salgo para Amsterdam. Es sola una escala en mi viaje a Nairobi. Esta vez no voy solo. Viajamos juntos cinco claretianos. El día va a ser muy largo. Aprovecho la espera en la terminal 1 del aeropuerto de Fiumicino para escribir mi entrada de hoy. A esta hora hay muy poca gente rondando por aquí. Es demasiado temprano. A mí me gusta la mañana, así que me encuentro como pez en el agua. El amanecer es como un certificado de lealtad entre la naturaleza y el ser humano. Todo funciona. Un día más, tras el letargo nocturno, sale el sol, las calles están puestas, hay oxígeno para respirar, la vida recobra su ritmo diurno. Somos –como canta el himno litúrgico –“hijos de la luz e hijos del día”. Damos, por supuesto, que el comienzo de una nueva jornada es algo normal, pero no deja de ser un milagro cotidiano. Las cosas podrían ser de otra manera. Amanecer es siempre una declaración de victoria sobre la oscuridad, la muerte y el caos.

Kenia es un país que me atrae. Es como entrar en contacto directo con el origen de la humanidad. Me gusta que la primera Jornada Mundial de los Pobres me coincida en este país africano. No porque no haya pobres en todos los continentes sino porque África ha sido –y es– un continente explotado, con muchísimos pobres. O quizá sería más excato denominarlos empobrecidos porque son el resultado de mecanismos de expolio e injusticia. Durante décadas fueron las potencias europeas quienes hicieron del continente su mercado de abastos, incluidos los seres humanos. Hoy se disputan el control de las materias primas las nuevas potencias como China o India. Pero también África vivirá su amanecer. El paso de la noche al día no es suave sino turbulento. En diversas partes del continente hay guerras abiertas o conflictos políticos. La gran esperanza son las nuevas generaciones de jóvenes. Si son capaces de tender un puente entre la sabiduría africana ancestral y los conocimientos de la cultura planetaria, podrán liderar el futuro de un continente que representa una alternativa a los excesos de las culturas occidentales. Africa es como una mujer embarazada dispuesta a dar a luz, una vez más, a la humanidad entera. Amanece, que no es poco.

Poco a poco, va llegando más gente, pero todavía el ambiente es tranquilo. Huele a café espresso, que es como decir que huele a Italia porque este es el aroma que impregna el país entero. La mayoría de los pasajeros está pendiente de sus teléfonos móviles. Hoy llevamos el mundo a cuestas en un adminículo del tamaño de una cajetilla de tabaco.  Para internet no hay día y noche. Las 24 horas de la jornada están saturadas de información. Los más jóvenes escuchan su música favorita. Los mayores envían guasaps (sic) a sus familiares para decirles vaya usted a saber qué cosas: que todo ha ido bien, que el avión saldrá en hora y que no se preocupen, que la vida sigue su curso. Yo me veo como un tipo raro tecleando estas notas. Alguien debe de pensar que soy un periodista cubriendo un parte de guerra. En cierto sentido, tiene razón. Cada día escribo un pequeño reporte sobre esta hermosa batalla que es la vida cotidiana. Y esto, aunque a veces me cueste, me mantiene despierto, pone mis antenas en danza para captar el pálpito de la vida. Escribir es como adelantar un poco el amanecer. Gracias. Espero seguir cubriendo la información desde Nairobi, adonde llegaremos entrada la noche. Buen fin de semana.


viernes, 17 de noviembre de 2017

No es una moda

El próximo domingo 19 de noviembre se celebrará por primera vez la Jornada Mundial de los Pobres. Se trata de una iniciativa querida expresamente por el papa Francisco, que, con este motivo, nos ha enviado un mensaje titulado No amemos de palabra sino con obras. Es probable que a algunos amigos de este Rincón os parezca una jornada más de las muchas que se celebran a lo largo del año. Estamos saturados de días mundiales. ¿Quién puede hacerse eco del Día Mundial del Copyright (1 de enero) o del Día Mundial de los Huevos Asados (2 de noviembre)? 

No sé el desarrollo que tendrá en el futuro, pero la Jornada Mundial de los Pobres no se puede poner a la misma altura que otras muchas conmemoraciones.  Estamos hablando de unos mil millones de pobres de los más de 7.350 millones de seres humanos que poblamos el planeta Tierra. Y eso sin contar las innumerables “pobrezas invisibles” que escapan a toda estadística y que son las típicas de las sociedades ricas. Al comienzo mismo de su mensaje, el Papa nos reta: “El amor no admite excusas: el que quiere amar como Jesús amó, ha de hacer suyo su ejemplo; especialmente cuando se trata de amar a los pobres”. No es, por tanto, un optional (como se dice ahora), sino una consecuencia de la fe y del amor. No es una moda alentada por un Papa izquierdoso que quisiera aplicar a la Iglesia universal su querencia peronista. Estas y otras lindezas corren por la red, pero no son más que excusas para no abordar la cuestión de fondo. ¿Cómo es posible que seamos capaces de realizar enormes proezas técnicas y no hayamos conseguido todavía derrotar la pobreza que mantiene excluidas y marginadas a millones de personas? ¿Qué aporta la fe para resolver este problema de lesa humanidad?

Cuando escuchan estas cosas, muchas personas de buena voluntad enseguida piensan en hacer algo, en prodigar acciones de socorro o dar algún donativo. Todo es bienvenido para combatir un monstruo demasiado grande, pero el papa Francisco nos pone en guardia frente a una concepción meramente asistencialista y unilateral de la ayuda: “No pensemos sólo en los pobres como los destinatarios de una buena obra de voluntariado para hacer una vez a la semana, y menos aún de gestos improvisados de buena voluntad para tranquilizar la conciencia. Estas experiencias, aunque son válidas y útiles para sensibilizarnos acerca de las necesidades de muchos hermanos y de las injusticias que a menudo las provocan, deberían introducirnos a un verdadero encuentro con los pobres y dar lugar a un compartir que se convierta en un estilo de vida”. Más que de ayuda, se trata de encuentro. No hay nada más indignante que deslizar unas monedas en la mano de un mendigo sin ni siquiera dirigirle la palabra o mirarlo a los ojos. Es como quien se desembaraza de un obstáculo en la calle pagando un peaje simbólico.

La crisis económica mundial que se desató en el 2008 ha agrandado todavía más la brecha entre los muy ricos y los pobres. Una crisis de estas características beneficia siempre a los que tienen mucho (porque pueden hacerse con más bienes a menos costo) y perjudica a quienes viven de un salario miserable y siempre recortado en nombre de los “inevitables” ajustes: “Hoy en día, desafortunadamente, mientras emerge cada vez más la riqueza descarada que se acumula en las manos de unos pocos privilegiados, con frecuencia acompañada de la ilegalidad y la explotación ofensiva de la dignidad humana, escandaliza la propagación de la pobreza en grandes sectores de la sociedad entera”. Cuando uno vive bien, con las necesidades cubiertas y un cierto margen de bienestar, apenas percibe este drama de cerca. Los pobres viven en “otro” mundo. Aunque nos separen de ellos unos pocos metros, la distancia emocional equivale a cientos de kilómetros. No nos dejamos tocar. Son dos mundos paralelos, como se observa en ciertas megalópolis latinoamericanas o asiáticas en las que las casas miserables de los pobres están separadas de los barrios ricos por una simple carretera o un muro de hormigón.

No se trata de echar sobre nuestra conciencia una de esas culpas que nos mortifican, pero que apenas alteran nuestro estilo de vida. No hay nada más inútil y perjudicial que un remordimiento mal administrado. Se trata de algo más profundo y quizás más sencillo, liberador y eficaz. Se trata de atravesar el muro físico y emocional que nos separa de alguna persona pobre y experimentar el milagro del encuentro. Todo lo demás (conversación, ayuda, intercambio, promoción, lucha, etc.) vendrá por añadidura. Sin encuentro interpersonal todo puede reducirse a un donativo anónimo, a una estrategia burocrática o a una campaña mediática. Vale más una conversación amigable con una persona necesitada que un cheque de mil euros. El cheque descarga el bolsillo y la conciencia. La conversación nos cambia por dentro. Por eso, el papa Francisco el próximo domingo va a compartir el almuerzo con 1.500 personas necesitadas en el Vaticano. La comida es un sacramento del encuentro interpersonal. Es la estrategia usada por Jesús. ¿Podríamos tal vez nosotros hacer algún gesto parecido? El papa Francisco termina su mensaje formulando un deseo: “Que esta nueva Jornada Mundial se convierta para nuestra conciencia creyente en un fuerte llamamiento, de modo que estemos cada vez más convencidos de que compartir con los pobres nos permite entender el Evangelio en su verdad más profunda. Los pobres no son un problema, sino un recurso al cual acudir para acoger y vivir la esencia del Evangelio”. Ahí queda eso. Santa Isabel de Hungría, cuya memoria litúrgica celebramos hoy, vivió con increíble autenticidad esta verdad evangélica.