domingo, 30 de abril de 2017

Soy compañero de Cleofás

Leo en el evangelio de Lucas que “dos de los discípulos de Jesús iban caminando a una aldea llamada Emaús” (24,13). Un poco más adelante, se dice que “uno de ellos se llamaba Cleofás”. ¿Y el otro? Mi nombre no aparece en el relato lucano, pero aquí, entre amigos, os puedo revelar el secreto: ese compañero anónimo soy yo. Comparto con Cleofás una gran  decepción, una tristeza pegajosa. Después de algunos años de idas y vueltas, esto de la fe comienza a cansarme. Hasta podría decir que me parece un timo. A uno le prometen el oro y el moro por creer en Jesús y luego resulta que las cosas siguen su curso normal como si él no existiera. Sí, estoy un poco quemado. Y no digamos cuando echo un vistazo a la Iglesia. Un día sí y otro también saltan casos de escándalos. No es que yo sea un mojigato, pero todo tiene un límite. Ya sé que todos somos humanos y limitados, pero una cosa es predicar y otra dar trigo. Y más que los escándalos me descorazona la mediocridad que observo en la mayoría de los creyentes: gente gris y sin fuerza, gente anestesiada y demasiado complaciente. No pienso apostatar como han hecho algunos radicales, que hasta han pedido que su nombre sea borrado del registro parroquial de bautismos. No, la mía es una apostasía silenciosa. Simplemente me retiro, me vuelvo a casa. Me he cansado de ser un creyente de bulto.

Conversando con Cleofás sobre estos asuntos, nos hemos preguntado por qué hemos llegado hasta aquí, por qué hemos vivido esta decepción cuando de jóvenes nos habíamos hecho tantas ilusiones. Incluso llegamos a participar en grupos de formación y de acción social. No se puede decir que no sepamos de qué va este rollo. Tampoco ha habido un acontecimiento negativo que nos haya marcado. Ha sido como una deserción progresiva, un desenganche, una falta de sintonía. Cleofás es más crítico que yo. Enseguida empieza a filosofar. Dice que la Iglesia tuvo su etapa, pero que ya ha pasado. Ahora la humanidad sigue otros derroteros de mayor autonomía. Él siempre quiere buscar tres pies al gato. Es muy leído. Yo me limito a certificar mi insatisfacción sin más explicaciones. No me dice nada. Basta. ¿Qué otro argumento necesito para justificar mi crisis o, si se quiere, mi deserción?

Lo que vino luego no sé cómo contarlo porque suena casi a novela de ficción. Nosotros, que habíamos abandonado las prácticas de la Iglesia por aburrimiento crónico, fuimos invitados a una eucaristía. Aceptamos a regañadientes, pero solo porque la invitación vino de un buen amigo. Es como si, a través de él, una presencia misteriosa se hubiera pegado a nosotros y nos acompañara por el camino. La verdad es que fuimos muy bien acogidos: sin críticas y sin empalagos de esos que tanto suelen usar algunos grupos cristianos para comerte el tarro. Y empezamos a hablar, a contar un poco la frustración que estábamos viviendo. Nadie nos sermoneó. Enseguida nos dimos cuenta de que otros participantes compartían parecidos sentimientos. No somos los únicos que se han sentido timados. ¿Quién se va a creer hoy que la existencia depende de la fe? Los muy inteligentes andan devanándose los sesos con el origen de la vida y del universo. Se inclinan por el lado de la ciencia. Los más activos dicen que eso les da igual. Concentran sus fuerzas en mejorar un poco este mundo conocido. Y la mayoría… la mayoría bastante tiene con buscar un trabajo e ir tirando, que no están las cosas para muchas florituras. Algunos se hicieron lenguas del papa Francisco, pero me dio la impresión de que era una admiración sin mayor compromiso. Resulta simpático este anciano lenguaraz. Por lo menos, transmite una imagen de la Iglesia menos fría y distante, aunque, al cabo de cuatro años, comienzan también a buscarle las sombras. No todo son halagos. 

A base de darle a la lengua se nos hicieron las tantas. Leímos algunos fragmentos de la Escritura que me gustaron. Todos fuimos diciendo lo que nos parecía. Ya entonces noté que algo empezaba a bullir dentro. Es como si de repente me ardiera el corazón. El cura que presidía fue desgranando los textos. Yo noté que hablaba de mí sin mencionarme. Es como si lo que estábamos leyendo fuera una carta personal dirigida a nosotros. No creo en los milagros, pero sí en las conmociones. Es evidente que yo empecé a conmoverme. La Eucaristía siguió su curso. El cura tomó el pan, lo bendijo y empezó a repartirlo. La verdad es que no sabía cómo comportarme. ¿Era lógico comulgar o necesitaba primero confesarme? ¿Qué sentido tenía recibir un trozo de pan si horas antes yo me había comportado como un perfecto ateo? Pero, por otra parte, ¿no había sido una verdadera confesión lo que conté al comienzo? Algo dentro de mí me decía sí, tómalo.


Me llevé el pan a la boca con profundo sentimiento de humildad y gratitud. Entonces no sé lo que pasó. Es como si de repente me hubieran quitado las escamas de los ojos. Empecé a llorar como un crío. Comprendí de golpe que no comprendía nada. Me sentí como un adolescente soberbio que se viene abajo cuando tiene que afrontar la primera dificultad en solitario. Nadie se rio de mí. Dejé que fluyeran las lágrimas. Me di cuenta de que Jesús nos sale al encuentro cuando y donde menos lo pensamos. Empecé a entender muchas cosas. Me abracé a Cleofás y a los que tenía al lado. Fueron unos minutos o quizás solo unos segundos. No sé. Es como si se hubiera encendido una lucecita en medio de la noche. No sabría expresar bien lo que sentí. Me di cuenta de que Él estaba en medio de nosotros, de que la fe no es absurda, de que todo tiene un sentido. ¿Sabéis lo que significa una alegría profunda y serena? ¡Pues eso!

Quise abrazarlo y retenerlo, pero no supe cómo. La impresión se esfumó pronto. Todo seguía como antes, pero por dentro sentía una paz que nunca había experimentado. No hace falta decir que pronto regresé a la comunidad de la que algo altaneramente me había separado. Antes de contar mi experiencia de reconvertido valoré mucho el testimonio callado de quienes siguen al pie del cañón, viviendo una fe sencilla, sin alardear de crisis ni de entusiasmos, fieles en las distancias cortas y perseverantes en las largas. Ahora estoy lidiando con muchos asuntos demasiado humanos, pero yo soy otro por dentro. Creo que Alguien me acompaña en este nuevo camino. ¡Y pensar que todo comenzó con una Eucaristía en medio de mi frustración!

A Cleofás lo veo de vez en cuando. Nos cuesta hablar de lo que experimentamos juntos, pero yo sé que los dos estamos marcados. De él se habla más porque ha escrito cosas y hasta aparece en televisión de vez en cuando. De mí nadie se acuerda. Eso me protege de las indiscreciones. Me siento un afortunado. 



sábado, 29 de abril de 2017

De Jerusalén a Antioquía

Estoy de nuevo en Roma. Los días pasados en Sevilla me han servido, entre otras cosas, para caer en la cuenta de que solo se crece cuando salimos de una situación conocida y nos adentramos en otra nueva. La vida es un continuo ejercicio de salidas y entradas. Salimos del vientre de nuestra madre y entramos en la vida autónoma. Algún día saldremos de esta vida terrena y entraremos en la vida plena. Entre el nacimiento y la muerte se producen otras muchas entradas y salidas. Es el dinamismo de la vida. Negarse a salir significa renunciar a crecer, una especie de muerte anticipada. Toda salida nos produce inseguridad y temor porque significa dejar lo que controlamos para asumir el riesgo de lo ignoto. Pero en ese riesgo se esconden muchas oportunidades de abrirnos a realidades que nos harán madurar. Esto mismo lo ha vivido la Iglesia desde sus comienzos. Las experiencias de la primera década (entre el año 30 y el 40 del siglo I) se convierten en una parábola que nos ayuda a entender cómo se madura.

La primitiva comunidad de Jerusalén estaba formada por seguidores de Jesús provenientes del judaísmo: algunos galileos y otros habitantes de Judea.  Por lo general se entendían en arameo y leían las Escrituras en hebreo. Había también un grupo de judíos griegos (es decir, judíos de la diáspora que se expresaban en esta lengua), lo cual creó algunos problemas entre los dos grupos que fueron afrontados con decisión y creatividad (cf. Hch 6). Seguían las costumbres judías. Frecuentaban el Templo como lugar de oración. Daban mucha importancia a las relaciones fraternas, incluso compartían sus bienes. Los Hechos de los Apóstoles hacen un resumen idealizado: “Perseveraban en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones. Todo el mundo estaba impresionado y los apóstoles hacían muchos prodigios y signos. Los creyentes vivían todos unidos y tenían todo en común; vendían posesiones y bienes y los repartían entre todos, según la necesidad de cada uno” (Hch 2,42-45). Las figuras sobresalientes son Pedro y el grupo de los apóstoles, pero sin olvidar al grupo de los siete diáconos que atienden a la comunidad de lengua griega. Todo empezó a cambiar cuando uno de ellos, el diácono Esteban, fue martirizado por confesar a Jesús. Entonces comenzó la gran dispersión. La iglesia primitiva salió de Jerusalén.

Algunos de los perseguidos fueron hasta Antioquía de Siria, una ciudad situada a unos 550 kilómetros al norte de Jerusalén. Era una metrópoli solo superada por Roma y Alejandría. Esta metrópoli de Siria dominaba el extremo nordeste de la cuenca mediterránea. Antioquía (la actual población turca de Antakya), se fundó en las riberas del Orontes, río navegable que la comunicaba con su puerto, Seleucia Pieria, a 32 kilómetros de distancia. Dominaba una de las más importantes rutas comerciales entre Roma y el valle del Tigris y del Éufrates. Como centro comercial, negociaba con todo el imperio y veía entrar y salir a toda clase de viajeros, quienes traían noticias de los movimientos religiosos en el mundo romano. En torno al 10% de la población estaba formada por judíos. Algunos se convierten a la fe en Jesús. También lo hacen otros no judíos. La lengua común era el griego. Los Hechos de los Apóstoles describen una comunidad multicultural que cree en Jesús sin necesidad de pasar a través del filtro judío: “Entre tanto, los que se habían dispersado en la persecución provocada por lo de Esteban llegaron hasta Fenicia, Chipre y Antioquía, sin predicar la palabra más que a los judíos. Pero algunos, naturales de Chipre y de Cirene, al llegar a Antioquía, se pusieron a hablar también a los griegos, anunciándoles la Buena Nueva del Señor Jesús. Como la mano del Señor estaba con ellos, gran número creyó y se convirtió al Señor” (Hch 11,19-21). Quienes más destacan son Bernabé y Pablo de Tarso. La comunidad de Antioquía es muy misionera: acentúa la importancia de la evangelización. Conviene recordar que “fue en Antioquía donde por primera vez los discípulos fueron llamados cristianos” (Hch 11,26).

Pronto surgirán algunas tensiones entre la comunidad de Jerusalén (que se considera guardiana del testamento de Jesús) y la de Antioquía (que expresa con claridad el encargo de anunciar el evangelio a todos). Las diferencias pudieron acabar en cisma, pero de nuevo se encontró una solución creativa en el llamado concilio de Jerusalén (cf. Hch 15) que se tuvo alrededor del año 50, unos 20 años después de la muerte y resurrección de Jesús. Lo que nos queda claro es que, ya desde el comienzo, hubo diversas maneras de entender el seguimiento de Jesús (no exentas de tensiones) y que, de no haber sido por el proceso de salida de Jerusalén, quizá la primitiva comunidad cristiana no hubiera pasado de ser un grupo más de los muchos que había en el judaísmo. La salida –que históricamente responde a algunas causas conocidas– expresa algo más profundo que el mero desplazamiento geográfico hacia nuevos lugares y culturas.  La salida es el dinamismo de la evangelización porque es el dinamismo del amor, el dinamismo de Dios. Quien no sale de sí mismo no ama. Por eso, el papa Francisco anima tanto a la Iglesia a ser una Iglesia “en salida”. Puede que a algunas personas les parezca un eslogan más de los muchos que vamos acuñando con el paso de los años, pero expresa muy claramente el dinamismo que le permitió a la Iglesia, ya desde los comienzos, ser casa abierta para todos los que quieren seguir a Jesús.

viernes, 28 de abril de 2017

El futuro se llama esperanza

No sé si todos habéis oído hablar de las famosas TED Talks. La sigla TED viene de las palabras inglesas Technology (Tecnología), Entertainment (Entreteni-miento) y Design (Diseño). Se trata de breves charlas (talks) en internet –con subtítulos en numerosas lenguas– sobre los asuntos más variados. Uno las puede ver en línea o descargar gratis. Según los creadores de esta iniciativa, se trata de ideas “que merece la pena difundir” en este mundo globalizado. Los conferenciantes suelen ser personajes famosos, desde el expresidente norteamericano Bill Clinton y el magnate tecnológico Bill Gates hasta el papa Francisco, uno de los últimos en sumarse a este proyecto. Os propongo escuchar su charla, difundida hace solo tres días. Lo hago precisamente hoy porque a las 10.45 (hora de Roma) el Papa emprende un arriesgado y breve viaje a Egipto, el país donde se ha quebrado la convivencia entre cristianos y musulmanes. En la charla de poco más de 17 minutos, Francisco confiesa que a menudo, ante los males que sufren muchas personas en nuestro mundo, se ha preguntado: ¿Por qué ellos y no yo? Imagino que todos nosotros nos hemos formulado muchas veces una pregunta semejante. ¿Por qué disfrutamos de salud, oportunidades educativas, bienestar económico y reconocimiento social mientras otros lo pasan mal? O, por el contrario, ¿por qué estamos enfermos, sin empleo, en los márgenes de la vida mientras otros parecen disfrutar? ¿Qué hemos hecho para merecer o desmerecer? ¿Hay una especie de predestinación o se trata de una ruleta rusa que reparte la suerte al azar?

Estas preguntas parecen dirigirse al pasado y al presente, pero, en realidad apuntan al futuro. Tal como están las cosas, ¿merece la pena confiar en que vendrán tiempos mejores? Muchos padres actuales temen que el futuro que aguarda a sus hijos sea peor que el presente que ellos disfrutan. Si hay algún continente donde se respira –casi se palpa– esta desconfianza hacia el porvenir es Europa. Quizás esto explique en parte el bajísimo índice de natalidad.  Muchas jóvenes parejas no quieren dejar en herencia a sus hijos un mundo que intuyen será peor que el actual. El papa Francisco es muy consciente de esta enfermedad moderna. Es como si tuviera un sexto sentido para percibirla. Por eso, en su charla TED, propone nombrar al futuro con el término esperanza. Como él mismo aclara, la esperanza no se basa en un talante optimista o en simples factores de crecimiento económico o bienestar social. La esperanza se da incluso cuando todos estos elementos parecen empujarnos en dirección contraria. La esperanza es una confianza radical en la bondad de la vida y, en definitiva, en el Dios que sostiene la existencia. No esperamos porque nos creamos capaces de resolver todos los problemas sino porque sabemos que “estamos en buenas manos”. 

Os dejo con la charla TED del papa Francisco. En el caso de no entender italiano, no olvidéis activar los subtítulos en español editando el vídeo en YouTube y buscando el idioma deseado en Configuración-Subtítulos.


jueves, 27 de abril de 2017

Todo cambia

Uno no gana para sustos. Cada día nos desayunamos con noticias que nos desconciertan. Parece que no hay nada seguro. Cambian las previsiones económicas. Cambian los gobiernos. Y cambian las ideas. Lo que hoy parece blanco mañana puede volverse negro. Zygmunt Bauman ha reflexionado con originalidad sobre esta modernidad líquida que vivimos. Pero antes que aparecieran sus obras más conocidas, el chileno Julio Numhauser compuso su famosa canción Todo cambia. La versión de Mercedes Sosa parece insuperable, pero al final pondré un vídeo que no le queda a la zaga. No sé cuáles fueron las fuentes de inspiración del compositor chileno, hoy exiliado en Suecia. Leyendo sus versos limpios, me acuerdo de las palabras del Eclesiastés, que tal vez pudieron influirle: “Todo tiene su momento y cada cosa su tiempo bajo el sol: tiempo de nacer y tiempo de morir; tiempo de plantar y tiempo de arrancar lo plantado; tiempo de matar y tiempo de sanar; tiempo de destruir y tiempo de construir; tiempo de llorar y tiempo de reír; tiempo de hacer duelo y tiempo de bailar; tiempo de arrojar piedras y tiempo de recogerlas; tiempo de abrazar y tiempo de separarse; tiempo de buscar y tiempo de perder; tiempo de guardar y tiempo de tirar; tiempo de rasgar y tiempo de coser; tiempo de callar y tiempo de hablar; tiempo de amar y tiempo de odiar; tiempo de guerra y tiempo de paz” (3,1-4).

La letra de la canción es tan clara que no necesita mucho comentario. Si todo cambia, “que yo cambie no es extraño”. A algunos católicos tradicionales, todo lo que implica cambio les suena a traición, casi como si fueran conceptos intercambiables. Identifican la fe con una realidad inmutable, porque la entienden, sobre todo, como una doctrina. Sin embargo, la fe, antes que doctrina, es vida. Y la vida, por esencia, es cambio continuo, desarrollo. Los cristianos creemos en el Espíritu Santo. En el Credo lo confesamos como Señor y Dador de vida. Él nos va llevando, casi sin darnos cuenta, a un conocimiento más profundo y pleno de la verdad. Hay cambios que pueden significar una alteración de la sustancia –una traición si se quiere–, pero hay otros que son expresión de vida, fidelidad a una verdad siempre abierta. Por paradójico que resulte, para ser fieles necesitamos cambiar, estar siempre en una actitud de escucha al Espíritu Santo que actúa en nosotros. 

Os dejo con el texto de la canción –cuyo verso final sorprende– y con la versión delicada del siempre sugerente Nahuel Pennisi.

Cambia lo superficial
Cambia también lo profundo
Cambia el modo de pensar
Cambia todo en este mundo

Cambia el clima con los años
Cambia el pastor su rebaño
Y así como todo cambia
Que yo cambie no es extraño

Cambia el más fino brillante
De mano en mano su brillo
Cambia el nido el pajarillo
Cambia el sentir un amante

Cambia el rumbo el caminante
Aunque esto le cause daño
Y así como todo cambia
Que yo cambie no es extraño

Cambia, todo cambia
Cambia, todo cambia
Cambia, todo cambia
Cambia, todo cambia

Cambia el sol en su carrera
Cuando la noche subsiste
Cambia la planta y se viste
De verde en la primavera

Cambia el pelaje la fiera
Cambia el cabello el anciano
Y así como todo cambia
Que yo cambie no es extraño

Pero no cambia mi amor
Por más lejos que me encuentre
Ni el recuerdo ni el dolor
De mi pueblo y de mi gente

Lo que cambió ayer
Tendrá que cambiar mañana
Así como cambio yo
En esta tierra lejana

Cambia, todo cambia
Cambia, todo cambia
Cambia, todo cambia
Cambia, todo cambia
Pero no cambia mi amor.


miércoles, 26 de abril de 2017

Despacito también se vive

En Sevilla la primavera es rutilante. La flor de azahar parece un ambientador natural que perfuma la ciudad entera. Yo, que no he vivido estas sensaciones de niño, me dejo subyugar de adulto por la magia de este lugar. Cuando llegue el verano, el calor implacable se encargará de marchitar el embrujo. Pero estamos todavía en abril. La estación templada está en su esplendor, aunque la temperatura ha bajado bruscamente en las últimas horas debido a la ola de aire frío que se desplaza –como les gusta decir a los meteorólogos– desde el norte de Europa. Hoy precisamente se celebra la fiesta de san Isidoro de Sevilla, uno de esos santos que han pasado a la historia como cumbres de sabiduría. Aunque nacido probablemente en Cartagena, este hispanogodo fue arzobispo de la ciudad hispalense durante más de 30 años. Y aquí murió en el 636. Posteriormente su cuerpo fue trasladado a León, donde reposa en la basílica que lleva su nombre.


Pero hoy no quiero hablar de él sino de la sensualidad de la primavera sevillana y del erotismo que envuelve el despertar de la vida. He dudado algo a la hora de escribir el post de hoy. Pero hay dos razones que me han impulsado. La primera tiene que ver con la sensualidad de esta ciudad, especialmente viva en primavera. La segunda, con una canción que se ha vuelto viral en todo el mundo desde que se editó en internet el pasado mes de enero. De hecho, el vídeo ya ha alcanzado más de mil millones (one billion, como dicen en inglés) de visualizaciones en YouTube. Se dice pronto. Eso significa que millones de personas en todo el mundo la están escuchando y bailando, aunque muchos no entiendan la letra en español. El ritmo pegadizo y las imágenes sensuales se encargan de suplir al texto. Nacho Lozano, un artista que suele aparecer por este blog, parodió la canción hace semanas. Poco a poco se van multiplicando las versiones. Las han hecho Keunam y Hermoti. Los Morancos aprovechan la melodía para su particular crítica social. Un violinista ha hecho su propia versión instrumental; también dos saxofonistas. Y, en este tiempo de Pascua, tres jóvenes cursillistas han improvisado una versión cristiana que se ha hecho viral en las redes. A mi juicio no pasa de simpática y voluntariosa, pero tiene sus admiradores.


Es claro que me estoy refiriendo a Despacito, el tema compuesto por la panameña Erika Ender y el puertorriqueño Luis Fonsi e interpretado por éste y el también puertorriqueño Daddy Yankee al más puro estilo caribeño. Sé que a algunos les puede escandalizar un tema tan sensual. En Europa no estamos acostumbrados a la sensualidad del Caribe. Incluso les puede parecer que está fuera de lugar en un blog como éste. Pero, ¿por qué no ver las cosas “desde otro punto de vista”? ¿Por qué no decir algo sobre una canción que están escuchando y bailando millones de personas? Siglos de tradición puritana nos han impedido contemplar el erotismo como una dimensión esencial de la vida. Sin embargo, la antropología y la espiritualidad hebreas, a diferencia de otras corrientes maniqueas (que separaban netamente el cuerpo del espíritu), lo entendieron muy bien. Basta leer el Cantar de los Cantares, un extraño libro que se coló en la Biblia y que merece la pena leer de vez en cuando. El comienzo mismo da la tónica de todo el libro:
“¡Béseme con besos de su boca! ¡Son tus amores mejores que el vino!, ¡Qué exquisito el olor de tus perfumes; aroma que se expande es tu nombre, por eso se enamoran de ti las doncellas! Llévame contigo, ¡corramos!, ¡introdúceme, oh rey, en la alcoba; disfrutemos y gocemos juntos, saboreemos tus amores embriagadores!”.
Este texto no tiene nada que envidiar al atrevimiento de la letra de Despacito: “Tú, tú eres el imán y yo soy el metal. / Me voy acercando y voy armando el plan. / Solo con pensarlo se acelera el pulso”. Dudo mucho de que hoy se hubiera aceptado un libro de este género erótico como canónico; es decir, como revelado por Dios y aceptado por la Iglesia. Y, sin embargo, aborda con poesía y desenfado una dimensión de la vida tal como Dios la ha creado. Es verdad que a lo largo de la historia al libro se le han buscado numerosos simbolismos, pero su significado primero es evidente: ¡se trata de una colección de poemas eróticos! No conviene tergiversarlo con interpretaciones espiritualistas. ¡El mismísimo san Juan de la Cruz se inspiró en este libro para componer su famoso Cántico espiritual! No hay nada más saludable que dejarnos curar de nuestras obsesiones o adicciones (según los casos) por la fuerza liberadora de la misma Palabra de Dios. 

Se ha reflexionado mucho sobre todo esto, pero no siempre se vive de manera equilibrada en la vida corriente. El eros es una fuerza humana que produce exaltación a todos los niveles; es decir, un gozo y deleite que tiene que ver con la satisfacción de los sentidos. Si solo dependemos de ella, la exaltación nos hace dependientes y hasta adictos. Hay otra fuerza –el agápe– que produce exultación; es decir, una alegría que nos libera del egoísmo y nos abre a la esfera de los valores que dan plenitud al ser humano. No es lo mismo una experiencia de vértigo (exaltación) que de éxtasis (exultación). Lo explica muy bien el profesor Alfonso López Quintás en su artículo Los procesos de vértigo (o fascinación) y los de éxtasis (o creatividad). La experiencia nos muestra que quien no sale de sí mismo a través del amor puede quedar prisionero del erotismo. Lo vemos en muchas personas. Pero quien no conecta el amor con la corporalidad, quien pretende negarla o reprimirla, acaba padeciendo diversas formas de neurosis y busca compensaciones insalubres. Eso no tiene nada de espiritual.

En fin, el tema es atractivo y de hondo calado. El post de hoy no es más que un primer y musical acercamiento, pero vale la pena que lo reflexionemos. De no hacerlo, crearemos un abismo insalvable entre lo que las personas viven y sienten (sobre todo, los jóvenes) y la propuesta del Evangelio. La mayoría de los jóvenes de hoy, inmersos en un mundo erotizado y con un supermercado de estímulos eróticos a golpe de click, no saben cómo compaginar esta fuerte atracción con la renuncia que parece estar asociada a la experiencia religiosa. ¿Y si tuviéramos que plantear las cosas de otro modo? ¿Y si tuviéramos que abordar de cara una espiritualidad del erotismo que ayudara a integrar esta esencial dimensión humana y la liberara de sus componentes adictivos y egocéntricos? Este es el enorme desafío que no podemos soslayar con meros sermones. Os dejo de momento con el famoso vídeo. Puede que otro día vuelva sobre el tema tratando de aterrizarlo un poco más.


martes, 25 de abril de 2017

Han pasado 25 años

Llegué a Sevilla ayer a primera hora. En compañía de un viejo amigo, pasé buena parte de la mañana visitando el Parque del Alamillo y el recinto de la isla de la Cartuja donde se celebró la famosa Expo de Sevilla hace 25 años. Entonces la visitaron más de 40 millones de personas, entre las que me cuento. Tuve la suerte de recorrerla un par de veces en aquel emblemático 1992 en compañía de varios amigos bajo el implacable sol sevillano. En contra de lo que había leído en algún periódico, casi todas las instalaciones de la Expo han sido reconvertidas en oficinas, centros tecnológicos, universitarios y clínicos, hoteles, teatros, etc. Paseando por sus calles, llenas de árboles reventones de primavera, no tuve la impresión de hallarme ante un espacio decadente. Al contrario, observé movimiento, vida, edificios audaces, armonía de volúmenes y colores. Es verdad que hay alguna zona que todavía tiene que reciclarse, pero representa la mínima parte del amplio recinto. Es probable que algo quede tal cual como testigo silente de lo que fue.

Puede resultar un poco forzado, pero me pareció un símbolo de la vida humana. En algunas etapas –quizás en la juventud– vivimos momentos de esplendor físico, intelectual y emocional. Nos parece que vamos a comernos el mundo. Todo es futuro. Las cosas nos van bien. Somos admirados. ¡Hasta ganamos dinero! Pero la vida no se detiene, sigue su curso inexorable. El esplendor pasa, el reconocimiento disminuye. Comienzan a aparecer los primeros achaques. Muchas personas viven con angustia la crisis de la mitad de la vida. Algunas mujeres se vienen abajo con la menopausia y el síndrome del nido vacío. Muchos varones se acomplejan, pierden la alegría de vivir y entran en una especie de pereza crónica. Lo más fácil es dejarse llevar, abandonarse a un deterioro que, casi sin darnos cuenta, nos sume en la depresión. Es como si alguien hubiera metido en nuestra mente este mensaje deletéreo: “Tu tiempo ha pasado. Es mejor que no intentes cambiar. Acepta las cosas como son. El final está cerca”. Este sonsonete actúa como una termita que devora cualquier sueño o proyecto. Ante las dificultades del presente y los temores del futuro, uno puede caer en la tentación de refugiarse en las añoranzas de un pasado glorioso, inventándose una juventud postiza y ridícula. Pero ese camino es de corto recorrido. Alimenta la nostalgia, desentierra vanas ilusiones y no crea futuro alguno.

Si algo aprendí ayer recorriendo los pabellones de la antigua Expo sevillana es que la vida es cambio, desarrollo, innovación. De poco hubiera servido haber conservado las instalaciones tal como se construyeron en 1992. El recinto, en el mejor de los casos, se hubiera convertido en un enorme museo difícil de mantener. El desafío consistió en aprovechar lo construido, reciclarlo y usarlo para nuevos fines de acuerdo a las necesidades actuales. Se han conservado muchos de los edificios originales construidos hace 25 años, pero se los ha adecuado para actividades de investigación, administrativas y culturales. Hay una continuidad en la discontinuidad. Este es el reto al que nos enfrentamos en la vida personal y social: aprovechar las experiencias vividas para construir nuevos itinerarios. Cada etapa de la vida tiene sus propias luces y sombras. No existe un período complemente luminoso u oscuro. Siempre es posible realizar nuevas combinaciones, utilizar de distintos modos las experiencias acumuladas. Lo único que no tiene sentido es querer repetir. Donde hay vida nunca hay mera repetición. La vida es creatividad constante.

Del recinto de la Expo también aprendí que es muy difícil reciclar el 100% de lo que construimos en una determinada etapa. Igual que en la isla de la Cartuja queda algún edificio abandonado y alguna zona baldía, también en nuestras vidas hay rincones que parecen sobrantes, que no sabemos cómo aprovechar. No hay que obsesionarse con ellos. Si algo se aprende con el paso de los años es el arte de integrar la parte en el todo, lo negativo en lo positivo, las sombras en la luz. En un conjunto armonioso no pasa nada porque una pequeña parte desentone un poco. Es más, esa capacidad de aceptar con serenidad y humor “lo que desentona”, es precisamente lo que nos conduce a la madurez. El perfeccionismo es una enfermedad de jóvenes y de inmaduros, que creen posible la perfección sobre esta tierra y no están preparados para convivir serenamente con la humana imperfección. No sé si es verdad, pero recuerdo que, visitando hace años la gran mezquita de Roma, el guía musulmán nos dijo que en el arte islámico siempre se deja alguna pequeña imperfección para mostrar que solo Alá es perfecto, para que los hombres aprendan a aceptar sus límites sin desesperarse. Se non è vero, è ben trovato.

lunes, 24 de abril de 2017

No, así no

Hoy tendría que estar muy contento. Ayer se clausuró con éxito en Madrid la 46 Semana Nacional de Vida Consagrada, organizada por el Instituto Teológico de Vida Religiosa de los Misioneros Claretianos. El sábado 22 se ordenaron en Sevilla dos presbíteros claretianos y tres diáconos. Y, para rematar, yo mismo viajo esta mañana a la capital hispalense, una ciudad en la que siempre me siento a gusto. Sin embargo, no todo es alegría pascual. Hoy escribo desde la rabia, que –lo reconozco– nunca es buena consejera. Las noticias son tozudas. Otra vez la corrupción ha saltado al primer plano. A algunos de mis amigos anglosajones se les escapa de vez en cuando una crítica que, en buena medida, comparto. Se refiere al alto grado de corrupción que –según ellos– caracteriza a los países de tradición católica y, de manera especial, a su clase política. 

Me duele admitirlo, pero los hechos no hacen más que confirmar una y otra vez la percepción de mis amigos. Me parece evidente que se verifica en países como Italia, España, México, Brasil, Argentina y en muchos otros países latinoamericanos. Los mismos políticos y empresarios que –amparándose en el anciano Benedicto XVI– denunciaban el relativismo moral que campa en el mundo moderno, no tienen el más mínimo reparo en desviar fondos públicos para sus partidos o directamente a sus bolsillos. Por la mañana van a misa y defienden a la Iglesia del acoso mediático y por la tarde realizan un par de operaciones de ingeniería financiera para que los dineros no se pierdan en absurdos proyectos sociales sino que vayan a engrosar sus cuentas en algún paraíso fiscal. Hay también una derecha católica atea que no se queda atrás a la hora de competir en la fétida carrera de la corrupción. Incluso en las instituciones de la Iglesia se dan algunos casos. ¿Qué nos está pasando? ¿Cuándo vamos a poner freno a este desprecio de la verdad y la justicia? ¿Quién se permite disponer a su antojo del dinero de los ciudadanos que debe destinarse a fines sociales? ¿Qué mundo estamos construyendo?

He escrito varias veces contra la corrupción en este blog porque es un asunto que me irrita. Me parece que la actitud ante ella es uno de los termómetros que mejor mide la salud de una persona y de una sociedad. He hablado de la pésima corrupción de los mejores, de la mediocridad general como caldo de cultivo y de la transparencia como actitud imprescindible para superarla. Vuelvo a la carga en este lunes de abril porque la semana pasada fue un rosario de noticias insufribles. Me importa poco el color de los implicados. Para mí no supone ningún consuelo afirmar que todos los partidos políticos y muchas empresas se mueven en este clima generalizado de corrupción o que muchos contratos públicos están amañados. No es una cuestión cuantitativa (el otro más que yo) sino cualitativa (ser honrado o no serlo). ¿Por qué se producen estos fenómenos? ¿En qué sentido la cultura católica los favorece? ¿Cómo se combaten? ¿Cómo se crea una cultura de la honradez y la transparencia? 

Es fácil argumentar diciendo que el ser humano es tendencialmente avaricioso y que la corrupción siempre ha existido, pero esto no resuelve nada. Tan avaricioso puede ser un danés o un sueco como un español o un italiano. Sin embargo, en los países nórdicos el índice de corrupción es muy inferior a los del sur. No es problema de tendencias humanas sino de educación y hábitos sociales. Todo comienza en la familia y en la escuela y se alimenta en los grupos de amigos, en las empresas y en las instituciones. Si el matón o el espabilado de turno son aplaudidos porque consiguen aprobar un examen copiando o sobornando a un profesor, estamos fabricando corruptos sin darnos cuenta. No podemos poner al mismo nivel el esfuerzo y la pereza, la honradez y la picardía, la verdad y la mentira. Mientras el pícaro y el aprovechado sigan siendo vistos como personajes atractivos y no como delincuentes, hay poco margen para el cambio de mentalidad. No debemos proponer como modelos imitables a quienes se han enriquecido a base de fraudes y extorsiones. Es verdad que el cristianismo defiende la igualdad, pero no el igualitarismo. Es verdad que subraya el perdón, pero como fuerza de cambio, no como justificación para seguir obrando mal. Eso de Me confieso y ya está es una perversión del sacramento. 

Una vez más estamos tocando un punto clave que tiene que ver con los intereses y los valores. Si solo nos movemos por lo que nos interesa (en el más egoísta sentido de la palabra), entonces todo está permitido. El fin justifica los medios. Si hemos sido educados en valores (realidades que hacen más noble la vida humana), entonces tomamos conciencia de ciertos límites. El fin no justifica cualquier medio. Los principios éticos tienen que ser nítidos y las leyes ejemplares. De lo contrario, una vez creada la subcultura de la corrupción, es muy difícil sustraerse a ella. Se practica a todos los niveles. El mismo que critica a los grandes corruptos no tiene empacho en practicar pequeñas corrupciones que acabarán convirtiéndose en grandes cuando tenga ocasión. No sirven los paños calientes. Hay que dar un fuerte golpe sobre la mesa y aplicar las medidas legales, políticas (incluyendo las electorales) que más contribuyan a enderezar el rumbo. De no hacerlo, perderemos el mínimo de confianza que todo sistema político necesita para funcionar y abonaremos el terreno para propuestas extremistas y dictatoriales. Un pueblo que no es virtuoso, que no busca con denuedo la verdad y la justicia, no aguanta mucho tiempo la democracia. No, así no. Con la corrupción como bandera no llegaremos muy lejos.  

domingo, 23 de abril de 2017

La "novena" bienaventuranza

Hoy, 23 de abril, es el Día Mundial del Libro. Algo tienen que ver en ello algunos de los grandes escritores: Miguel de Cervantes, William Shakespeare y Garcilaso de la Vega. En muchos lugares es también la fiesta de san Jorge.  Y, en perfecta síntesis, la del libro y la rosa. Es también el Día de Castilla y León, la región española en la que nací. En fin, que se acumulan las celebraciones. Yo me quedo, sobre todo, con la del Segundo Domingo de Pascua que, para añadir un motivo más a los muchos que este año concurren, es también el Domingo in albis y el Domingo de la Misericordia. Creo que lo más importante es acercarnos a las lecturas que la liturgia nos propone y tratar de comprender su trasfondo. Lo hacemos, como de costumbre, de la mano de Fernando Armellini. Aunque este Segundo Domingo de Pascua coincide este año con el Día del Libro, es bueno recordar que los cristianos no somos –como a los musulmanes les gusta denominar a los monoteístas– una “religión del libro”. Somos, en todo caso, el pueblo de la Palabra. Y esta Palabra no es un libro sino una persona: Jesucristo, el Resucitado. Tomás, uno de los apóstoles, no lo tenía muy claro, así que, sin pretenderlo, su experiencia moderna (en el sentido de un poco escéptica) nos sirve de plantilla para entender mejor la nuestra.

En realidad, según los evangelios sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas), todos los apóstoles –y no solo Tomás– dudaron de la resurrección de Jesús. A pesar de los anuncios previos, no era fácil para ellos aceptar a pie juntillas que el Crucificado estaba vivo. Pero, por alguna razón que ignoramos, el evangelio de Juan personifica la duda en Tomás, de modo que el llamado Mellizo se ha convertido en el icono de los que dudan o tienen dificultades para creer. Cuando se escribe el evangelio de Juan, a finales del siglo I o comienzos del II, han muerto ya todos los apóstoles y muchos de sus primeros seguidores. Estamos en la tercera generación cristiana. ¿Cómo explicar a estos hombres y mujeres, que no han conocido ni a Jesús ni a los testigos de primera hora, que pueden encontrarse con el Maestro porque él está vivo en medio de ellos? La pregunta es pertinente no solo para los destinatarios inmediatos del cuarto evangelio sino para todos nosotros, que –por la acción del Espíritu–somos contemporáneos de Jesús, aunque no hayamos vivido en la Palestina del primer tercio del siglo I. Si la pregunta es clara, la respuesta no lo es menos: sabemos que Jesús está vivo por la fe en su Palabra. De hecho, el texto del evangelio no dice que Tomás metiera su mano en el costado de Jesús, aunque él le invitó a hacerlo. Tomás no cree porque haya tocado el cuerpo con sus dedos sino porque se fía de la palabra del Maestro. Lo que queda claro es que, al escuchar la palabra de Jesús, prorrumpe en una confesión de fe: “¡Señor mío y Dios mío!”. No se trata solo de un mero reconocimiento forense sino de una adhesión confiada.

Jesús se encarga de alabar la fe de quienes en el futuro creeremos en él fiados de su Palabra, hasta el punto de que “inventa” una novena bienaventuranza, que se añade a los ocho del Evangelio de Mateo: “Bienaventurados los que crean sin haber visto” (Jn 20,29). No es una invitación a la irracionalidad sino a la confianza. Nosotros creemos que somos más racionales, más serios, si nos fiamos solo de lo que podemos comprobar con nuestros métodos científicos, siempre perfectibles. En algunos casos, admitimos también un ver emotivo, que no se puede medir empíricamente. Pero nos cuesta mucho el abandono de la fe. Nos parece absurdo cuando, en realidad, creer es la decisión más humana que un hombre o una mujer pueden tomar. Todos, en el fondo, vivimos de la fe. No hay ser humano que no crea. La fe forma parte de la dinámica de la vida. El desafío, pues, no es tanto creer-no creer (sin fe no se puede vivir) sino saber en qué o en quién creemos. Hay personas que creen en la naturaleza, en los beneficios de la atención plena, en la bondad, en la inteligencia vital, etc. Jesús Resucitado nos invita a creer en él mediante la acogida de su Palabra.

La escucha de la Palabra es precisamente uno de los cuatro pilares sobre los que –según el relato de los Hechos de los Apóstoles que se lee en la primera lectura de hoy– se asienta toda comunidad cristiana. Los otros son la comunicación de bienes, la fracción del pan (es decir, la Eucaristía) y la oración en común. Es bien sabido que este sumario no es tanto una descripción de la comunidad de Jerusalén cuanto una idealización de toda comunidad cristiana auténtica. Me pregunto por qué nos cuesta tanto poner en práctica estos cuatro dinamismos. La credibilidad de la Iglesia depende en buena medida de ellos. Una comunidad que se base en la escucha de la Palabra, la comunión fraterna, la Eucaristía y la oración es evangelizadora en sí misma, no por proselitismo sino por atracción. Experimenta lo mismo que vivieron los primeros, que “eran bien vistos de todo el pueblo; y día tras día el Señor iba agregando a los que se iban salvando” (Hch 2,47). 



sábado, 22 de abril de 2017

Hermana Madre Tierra

Es difícil encontrar a un joven que no sea sensible a la ecología. Es uno de los signos de nuestro tiempo. El papa Francisco recogió este anhelo y hace un par de años escribió una larga carta sobre el cuidado de la casa común. La encíclica Laudato Si’ analiza las causas que nos han conducido a la crisis que hoy vivimos y, sobre todo, sugiere pistas para crear una verdadera cultura de respeto y cuidado de la creación. Hoy, 22 de abril, es una buena oportunidad para seguir profundizando en este desafío porque, desde 1970, se celebra el Día de la Tierra. El Papa nos recuerda que “esta hermana clama por el daño que le provocamos a causa del uso irresponsable y del abuso de los bienes que Dios ha puesto en ella. Hemos crecido pensando que éramos sus propietarios y dominadores, autorizados a expoliarla. La violencia que hay en el corazón humano, herido por el pecado, también se manifiesta en los síntomas de enfermedad que advertimos en el suelo, en el agua, en el aire y en los seres vivientes” (n. 2).

Por todas partes se multiplican los consejos sobre lo que podemos hacer para proteger el ambiente. Nunca están de más, pero este recurso puede convertirse en un repetitivo sermón laico que acaba produciendo anticuerpos. Los valores no se transmiten –en contra de lo que suele suponerse– a base de repeticiones sino por contagio. Los valores son como el aire que respiramos. Si desde niños respiramos la convicción de que formamos parte de una “casa común” con todos los seres humanos, los animales y las plantas, con todo lo que existe, entonces nacerá en nosotros la responsabilidad de hacer habitable el ambiente y de cuidarlo al máximo para que todos puedan vivir. El hecho de que use transporte público, gaste poca agua o plante un árbol es solo una consecuencia menor de algo más profundo y más determinante: lo que el papa Francisco llama “una ecología integral” (capítulo IV de su encíclica). Lo dice muy claramente en el número 139:
Cuando se habla de «medio ambiente», se indica particularmente una relación, la que existe entre la naturaleza y la sociedad que la habita. Esto nos impide entender la naturaleza como algo separado de nosotros o como un mero marco de nuestra vida. Estamos incluidos en ella, somos parte de ella y estamos interpenetrados. Las razones por las cuales un lugar se contamina exigen un análisis del funcionamiento de la sociedad, de su economía, de su comportamiento, de sus maneras de entender la realidad. Dada la magnitud de los cambios, ya no es posible encontrar una respuesta específica e independiente para cada parte del problema. Es fundamental buscar soluciones integrales que consideren las interacciones de los sistemas naturales entre sí y con los sistemas sociales. No hay dos crisis separadas, una ambiental y otra social, sino una sola y compleja crisis socio-ambiental. Las líneas para la solución requieren una aproximación integral para combatir la pobreza, para devolver la dignidad a los excluidos y simultáneamente para cuidar la naturaleza”.
La consecuencia más deplorable del desequilibrio ecológico no es la desaparición de una especie vegetal o animal, sino el hecho de que millones de hombres, mujeres y niños viven en condiciones inhumanas. No hay verdadero “cuidado de la casa común” cuando no garantizamos una vida digna para todos. Esto nos exige caminar hacia una concepción de mundo como familia humana y no como un conglomerado de estados o naciones que pugnan entre sí por obtener mayores privilegios. El agua y el aire, la sequía y el hambre, el oxígeno y la contaminación no entienden de fronteras políticas. Es necesario ir creando nuevas formas de gobernanza mundial que aborden todos estos fenómenos integralmente. Quizá la solución mejor no resida en una especie de supragobierno global sino en núcleos locales y regionales que actúen en red y que coordinen sus análisis, decisiones y acciones. La Tierra es Madre y Hermana

Dios de amor,
muéstranos nuestro lugar en este mundo
como instrumentos de tu cariño
por todos los seres de esta tierra,
porque ninguno de ellos está olvidado ante ti.
Ilumina a los dueños del poder y del dinero
para que se guarden del pecado de la indiferencia,
amen el bien común, promuevan a los débiles,
y cuiden este mundo que habitamos.
Los pobres y la tierra están clamando:
Señor, tómanos a nosotros con tu poder y tu luz,
para proteger toda vida,
para preparar un futuro mejor,
para que venga tu Reino
de justicia, de paz, de amor y de hermosura.
Alabado seas. Amén.