martes, 31 de enero de 2017

Bajar al Norte y subir al Sur

Termina el primer mes del año. Apenas empezado el invierno, viajé a Perú y Bolivia, así que hasta ahora no había tenido la oportunidad de disfrutar de esta estación que siempre me ha gustado. Aquí en Weissenhorn no estamos en Siberia, pero el invierno tiene más consistencia que en la templada Roma. El cielo está cubierto y hace frío. La poca nieve que había en los campos, calles y tejados está desapareciendo a causa de la suave lluvia que cayó ayer por la tarde, pero es probable que vuelva a nevar pronto. Si a este paisaje externo le añadimos el calor de la calefacción, las velas en las mesas del comedor, el pastel de frutas y el edredón en la cama, podemos completar el cuadro de un invierno “a la alemana”. Todos estos detalles me retrotraen a mi infancia y me ayudan a entrar un poco en el alma de este pueblo centroeuropeo. Todo invita a la introspección e incluso a la ensoñación. No me extraña que éste sea un país de filósofos, teólogos, literatos y músicos.  Pero tampoco me extraña que muchos alemanes –comenzando por Goethe y Mozart– estén enamorados de la luz de Italia o echen de menos el calor de España. Cada clima influye en los estados de ánimo y quizá también en la manera de situarse en el mundo y de responder a sus estímulos.

Habiendo nacido en el Norte del Sur, no me cuesta mucho sintonizar con el modo de ser alemán. Comparto la pasión por el orden, el trabajo bien hecho, la responsabilidad y la constancia. Me pesa el exceso organizativo y el poco espacio que se deja a la improvisación. Echo de menos un trato menos formal y más espontáneo, aunque descubro que tras la introversión de muchos se esconden personas sensibles a las relaciones y al afecto, pero poco acostumbradas a expresarlo abiertamente. Estando aquí, se me hace más clara la necesidad de vivir en sociedades multiculturales en las que sea posible el mutuo enriquecimiento. Quizá una de las razones del éxito de los Estados Unidos de América haya sido su facilidad –por lo menos hasta ahora– para integrar al extraño y, sobre todo, para acoger y estimular la excelencia, venga de donde venga. Cuando se favorece un verdadero melting pot, se abren cauces a la creatividad, a la innovación y a la tolerancia. No se trata de yuxtaponer ghettos sino de mezclar a las personas en síntesis cada vez más ricas y equilibradas. Mientras escribo esto, caigo en la cuenta de las dificultades que entraña un proceso similar y de la mística y ascética que suponen. Se requiere la capacidad de salir de lo propio (éxodo) y soñar con una patria diferente, de imaginar una tierra prometida. Quien se aferra demasiado a su identidad (étnica, lingüística, cultural...), creyendo asegurar lo propio, termina encerrándose en una prisión. Naturalmente, la salida implica una fuerte ascética, incluso la muerte –o, por lo menos, la superación– de muchos elementos legítimos de la propia identidad, pero es el único modo de dar a luz algo nuevo.

Ayer escribí sobre el futuro de la Unión Europea. Es incierto. Y más ahora, en tiempos de rancios nacionalismos, xenofobia rampante y miedo a la diferencia. Solo se despejará cuando Europa se convierta en un verdadero melting pot, no solo en un mercado común, cuando las generaciones futuras sean capaces de moverse libremente por esta “pequeña península asiática”, establezcan vínculos fuertes con personas de otras lenguas y culturas y se empeñen en proyectos comunes. Dicho de otra manera, cuando un organizado teutónico sepa formar equipo con un creativo italiano o un pragmático inglés. O con un trabajador español, un nostálgico portugués y un feliz danés. Y también con un avispado colombiano, un trabajador turco y un artista senegalés. Ya se hace, pero es necesario que se convierta en cultura común. Los buenos líderes son capaces de sacar lo mejor de cada uno y ponerlo al servicio de objetivos comunes. ¿Por qué renunciar, víctimas de una ridícula superioridad, a la creatividad de un español o un italiano, al “saber hacer” de un francés o a la capacidad organizativa de un alemán? Lo que se aplica al continente en su conjunto lo aplico yo al proyecto de los claretianos en Europa. Ahora estamos divididos en varias unidades que llamamos provincias y delegaciones y que, en buena medida,  coinciden con países o naciones. Pero dentro de 15 o 20 años es muy probable que acabemos siendo una sola Provincia europea. ¿Cómo prepararnos para ese momento sin poner demasiados palos en la rueda, incentivando la mística común y cultivando la ascética de la multiculturalidad? Todo esto me ronda en la cabeza mientras afronto una nueva jornada con mente germánica y corazón latino. Que no cunda el pánico. Los Simpson nos echan una mano. Y Brotes de Olivo ponen la esperanza: Juntos cambiaremos el mundo.






lunes, 30 de enero de 2017

¿Disolución o refundación?

Ayer domingo fue para mí un día de viaje. A las 9 de la mañana llegué al aeropuerto de Frankfurt, la capital financiera de Alemania y sede del Banco Central Europeo. Desayuné en la comunidad claretiana de esa ciudad, almorcé luego en la comunidad de Würzburg (a unos 120 kilómetros de Frankfurt) y cené en la de Weissenhorn, una pequeña población bávara de unos 14.000 habitantes, a más de 200 kilómetros de Würzburg. Aquí pasaré un par de días con el gobierno de la Provincia Claretiana de Alemania animando un taller sobre trabajo en equipo y espiritualidad claretiana. Como estamos en invierno, la temperatura exterior mínima es de varios grados bajo cero, pero dentro las casas están bien acondicionadas. Disfruté contemplando el paisaje nevado bajo un cielo cubierto.

Hacía más de dos años que no venía a Alemania, un país admirable en muchos aspectos y un poco temible también. Es claro que, junto con Francia, ha contribuido mucho a la creación de la Europa unida. Pero ahora se habla de que el eje franco-alemán, hace años la locomotora de la Unión Europea, ha entrado también en crisis. ¿Qué futuro le aguarda a la Unión Europea tras la salida del Reino Unido (Brexit), la mala integración de la Europa del Este, las graves consecuencias de la crisis financiera del 2008 (sobre todo para los países del Sur) y la llegada masiva de refugiados e inmigrantes? ¿Qué papel juega Alemania en esta coyuntura?

Se suele decir que los pioneros de la Unión Europea (sobre todo, Robert Schuman, Konrad Adenauer Alcide De Gasperi), además de buenos católicos, fueron unos grandes soñadores, supieron insuflar un espíritu nuevo a una Europa postrada después de la Segunda Guerra Mundial. Los líderes actuales (Angela Merkel, François Hollande, Mariano Rajoy, Paolo Gentiloni, etc.) son, en el mejor de los casos, unos buenos gestores, pero sin carisma para liderar el nuevo momento del continente. Los planes y la burocracia se han ido comiendo el sueño original. La mayoría de los ciudadanos y funcionarios actuales de la Unión Europea han vivido en tiempos de paz y prosperidad. No han tenido que luchar por un sueño sino administrar un logro. Han sustituido los sueños originales por programas burocratizados. 

Si la situación no se revierte, Europa entrará en una nueva etapa crítica. Aunque no dudo del europeísmo de muchos líderes alemanes (comenzando por la canciller Angela Merkel), hay siempre en el espíritu alemán un deseo inconfesable de dominio que me produce preocupación. En el pasado reciente se manifestó de manera bélica, con las consecuencias ya sabidas: quizás las más terribles vividas por el género humano. En el presente reviste las formas del control financiero y comercial. Algunos llegaron a decir que el euro no es más que un marco disfrazado para facilitar las transacciones alemanas en el resto de Europa y de esta manera asegurar su dominio de los mercados y, en definitiva, su poder.

Escribo estas cosas en un tranquilo rincón de la Baviera alemana, el mayor y más próspero estado de esta república federal. Baviera –de la que procede el papa emérito Benedicto XVI– es también una región de mayoría católica. Esto no me impide recordar que en este año 2017 celebramos el quinto centenario del inicio de la Reforma protestante. Si hay un país donde la división entre confesiones es manifiesta, éste es Alemania. La verdad es que todas las confesiones –al igual que la Unión Europea– se encuentran en horas bajas, aunque hace pocos años el papa Benedicto XVI, que conoce bien su país, expresó su confianza en el futuro de la fe en Alemania. Como este continente nos ha deparado ya muchas sorpresas a lo largo de su multisecular historia, ¿quién nos impide creer que se producirá una nueva reacción?


No es improbable que las generaciones Erasmus –los miles de estudiantes que han participado desde hace 30 años en este programa europeo de movilidad estudiantil– contribuyan de una manera creativa a rehacer el sueño continental. Como es lógico, hoy se dan una serie de factores que lo diferencian del sueño de los años 50. Europa vive una fuerte crisis demográfica, el envejecimiento es colosal, los refugiados llaman a las puertas, las instituciones padecen un déficit democrático, las diversas almas europeas han entrado en juego, etc. ¿Habrá llegado el momento de que las nuevas generaciones escuchen aquella potente llamada que Juan Pablo II hizo en 1982 en Santiago de Compostela y se pongan en camino?
Por esto, yo, Juan Pablo, hijo de la nación polaca que se ha considerado siempre europea, por sus orígenes, tradiciones, cultura y relaciones vitales; eslava entre los latinos y latina entre los eslavos; Yo, Sucesor de Pedro en la Sede de Roma, una Sede que Cristo quiso colocar en Europa y que ama por su esfuerzo en la difusión del cristianismo en todo el mundo. Yo, Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal, desde Santiago, te lanzo, vieja Europa, un grito lleno de amor: Vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes. Reconstruye tu unidad espiritual, en un clima de pleno respeto a las otras religiones y a las genuinas libertades. Da al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. No te enorgullezcas por tus conquistas hasta olvidar sus posibles consecuencias negativas. No te deprimas por la pérdida cuantitativa de tu grandeza en el mundo o por las crisis sociales y culturales que te afectan ahora. Tú puedes ser todavía faro de civilización y estímulo de progreso para el mundo. Los demás continentes te miran y esperan también de ti la misma respuesta que Santiago dio a Cristo: «lo puedo».
El tiempo nos dirá si Europa caminará en esta dirección propuesta por Juan Pablo II (que algunos tildan de retrógrada y fundamentalista) o enfilará otro camino inédito. Pero –miradas las cosas desde este rincón alemán– me parece urgente dotar de alma el proyecto europeo y no reducir nuestro continente a un mercado, un club de ancianos o una fortaleza. Tiene recursos humanos y materiales suficientes, historia y futuro, como para soñar otra cosa, como para contribuir con más decisión y creatividad al bien de una humanidad globalizada e interconectada.



domingo, 29 de enero de 2017

La felicidad "según Dios"

Pocos pasajes bíblicos habrán recibido tantas interpretaciones como el que nos propone el evangelio de este IV Domingo del Tiempo Ordinario. No me cuesta imaginar a Jesús recostado en la colina cercana al lago de Tiberíades en la que la tradición sitúa la predicación de las bienaventuranzas. Hoy es un lugar sugerente, recogido y encantador, visitado por miles de peregrinos. Estuve allí hace menos de tres meses. Pero quizá cuando el evangelista Mateo habla de un monte se está refiriendo –siguiendo la tradición bíblica– al lugar desde el que Dios nos habla, por oposición a la llanura, que es el lugar donde los seres humanos nos movemos. Desde ese monte físico o simbólico, Jesús nos propone “cómo ser felices según Dios”. Pero, ¡ojo!, no nos está sugiriendo algunos trucos como quienes nos prometen “ser felices en 10 días” o nos ofrecen “siete claves científicamente probadas para ser felices”. Jesús nos revela cómo ve Dios las cosas. Es como si nos quitase una venda de los ojos para que nos demos cuenta de qué caminos conducen a la felicidad y de cuáles, aunque sean muy atrayentes, nos alejan de ella. En la versión de Mateo que leemos hoy, los caminos que conducen a la felicidad son ocho, aunque bien pudieran ser nueve.

Cuando yo era niño, mi catequista de primera comunión me enseñó una fórmula nemotécnica para recordar las ocho bienaventuranzas clásicas. Aunque han pasado muchos años, no la he olvidado: po-man-llo-ham-mi-lim-pa-pa. Es fácil descifrarla: po (los pobres), man (los mansos), llo (los que lloran), ham (los hambrientos), mi (los misericordiosos), lim (los limpios de corazón), pa (los pacificadores), pa (los que padecen persecución por la justicia). ¿Quién de nosotros no se encuentra –o puede encontrarse– en alguna de estas situaciones vitales?  La primera es quizás la más llamativa porque –junto con la octava– comparte el verbo de la segunda parte en indicativo (es) y hace una referencia explícita al reino de los cielos (que es un semitismo para referirse al reinado de Dios): “Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos” (primera); “Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos” (octava). De la segunda a la séptima, todos los verbos están en futuro: “heredarán la tierra… serán consolados… quedarán saciados… alcanzarán misericordia… verán a Dios… serán llamados hijos de Dios”. Las interpretaciones son varias, pero cada vez me oriento más hacia una comprensión escatológica (¡y perdón por el término!).

Un pobre es feliz porque, en ausencia de alguien que se preocupe de él, Dios se pone siempre de su parte, se convierte en su abogado defensor. Pero Mateo, a diferencia de Lucas, añade la expresión pobre de espíritu”, que ha hecho correr ríos de tinta y no acaba de encontrar una interpretación consensuada entre los estudiosos. Me parece que Jesús no desea que haya pobres de solemnidad ni está defendiendo ningún ideal pauperista como los que cada cierto tiempo reaparecen en la historia. De hecho, en la iglesia primitiva se reconoce que, cuando se comparten los bienes, “no hay ya ningún pobre” (Hch 4,34). Jesús nos está diciendo que el Reino de Dios –y, por tanto, la felicidad que conlleva– comienza en esta vida, cuando uno no retiene nada para sí, cuando es capaz de compartir lo que es y lo que tiene. Creo que esto significa ser pobre “de espíritu”. Como este ideal se realiza muy fragmentariamente en esta vida terrena (basta que abramos los ojos), solo seremos felices cuando, a través de la muerte, no retengamos ya nada para nosotros mismos, nos entreguemos plenamente a Dios, nos convirtamos en eucaristía para la vida del mundo. La felicidad, pues, aunque comienza aquí en la medida en que nos damos, es un don que solo será pleno al final del camino. Cualquier otra promesa –incluidas las que hacen ciertas teologías y algunos sistemas políticos– me parece una impostura porque en esta vida nadie puede darse plenamente. El egoísmo nos acompañará hasta el final.

Os recomiendo leer el comentario de Fernando Armellini al evangelio porque comenta con detalle cada una de las bienaventuranzas. Sus palabras nos ayudan a conectar el pregón de Jesús con lo que estamos viviendo hoy. Y, si no tenéis muchas ganas de leer, siempre podéis ver y escuchar el correspondiente vídeo.


Os puede gustar también el himno Bienaventurados los misericordiosos de la JMJ 2016:


sábado, 28 de enero de 2017

Temo al hombre de un solo libro

La frase Timeo hominem unius libri se le atribuye a santo Tomás de Aquino, cuya memoria litúrgica celebramos hoy, si bien antes de la reforma se celebraba el 7 de marzo, aniversario de su muerte. El filósofo y teólogo dominico es sobradamente conocido, aunque también bastante orillado en la actualidad. Resulta demasiado medieval para el pensamiento contemporáneo, demasiado católico para la visión secularizada del mundo. He escogido la frase que figura en el título porque nos previene contra una forma demasiado estrecha de entender las cosas. La podríamos parafrasear de múltiples maneras: “Temo al hombre de una sola patria, de un solo partido, de un solo periódico, de una sola televisión…”. Hoy vivimos tiempos de nuevos fundamentalismos, de visiones del mundo que ignoran la complejidad y quieren reducir todo a un único camino (one way). Tomás de Aquino, tan amante de la verdad, no está defendiendo el relativismo, ni siquiera el perspectivismo, sino la necesidad de no cerrarnos a un solo punto de vista sin haber considerado otros posibles. En la reciente entrevista que el periódico español El País hizo al papa Francisco, a la pregunta sobre lo que recomendaría en el debate entre religiosidad y laicidad, el Papa respondió así:
“Diálogo. Es el consejo que doy a cualquier país. Por favor, diálogo. Como hermanos, si se animan, o al menos como civilizados. No se insulten. No se condenen antes de dialogar. Si después del diálogo quieren insultarse, bueno, pero por lo menos dialogar. Si después del diálogo se quieren condenar, bueno… Pero primero diálogo. Hoy día, con el desarrollo humano que hay, no se puede concebir una política sin diálogo. Y eso vale para España y para todos. Así que si usted me pide un consejo para los españoles, dialoguen. Si hay problemas, dialoguen primero”.
Soy consciente de que la palabra diálogo se ha convertido en un talismán que prestigia todo cuanto toca, pero que puede quedar vacía de contenido. Sin embargo, en su sentido más auténtico significa un pensamiento (logos) que se abre camino a través (dia) de la relación. Es otra manera de decir lo que Tomás de Aquino sugiere con su frase. Dialogar significa salir del propio espacio mental y afectivo para abrirse al del interlocutor. ¿Por qué muchos defienden hoy la laicidad del estado? ¿Qué quieren decir? ¿Se refieren a que en las sociedades abiertas ningún estado puede ser confesional o, más bien, a que la religión tiene que circunscribirse al ámbito de lo privado? ¿A qué se refieren los que acentúan la importancia de la religiosidad? ¿Pretenden que las leyes reflejen la visión de la vida de la confesión religiosa mayoritaria? ¿Reivindican algunos privilegios obsoletos y antidemocráticos? ¿O están demandando, más bien, que la dimensión religiosa sea valorada como una dimensión humana (al mismo nivel, al menos, que la política, la económica y la artística) y que, en consecuencia, sea tutelada como un bien social y no solo tolerada en el ámbito privado? Como en este terreno los prejuicios sustituyen a las razones, es preciso emprender un arduo y paciente camino de escucha y clarificación. De entrada, no se puede comenzar descalificando la postura del interlocutor por lejana que parezca de la propia.

Si algo admiro de la cultura anglosajona es la capacidad de argumentar a base de hechos comprobados y no de simples conjeturas. “Baje el volumen y refuerce los argumentos”. Este podría ser el aviso de un frío anglosajón a un apasionado latino en medio de una discusión sobre cualquier tema candente. Tomás de Aquino fue latino (nació en Roccasecca, en la región italiana del Lacio), lo cual no fue óbice para que desarrollara un pensamiento racional en el contexto de su tiempo. Supo abrirse críticamente al pensamiento aristotélico y siempre buscó una síntesis entre razón y fe. En nuestro contexto, necesitamos personas así. Un ejemplo elocuente es el del científico Francisco. J. Ayala, profesor de la Universidad de California. Hay muchos más, pero la presión ambiental los mantiene como aletargados. Hay que atreverse a pensar en público y a debatir con fundamento. Es la base de una cultura democrática y abierta.

viernes, 27 de enero de 2017

Las carambolas de la historia

Hoy se cumplen 50 años de una carambola. Una de las acepciones de la palabra carambola recogidas por el diccionario de la RAE es: “doble resultado que se alcanza mediante una sola acción”. La acción de la que hoy se cumple medio siglo fue el traslado de mi familia a Aranda de Duero, una población de unos 30.000 habitantes en la provincia castellana de Burgos. Enseguida fui matriculado en el Colegio Claret, que entonces se llamaba Corazón de María, regentado por los Misioneros Claretianos. Esa fue la primera vez que yo oí hablar de esta congregación religiosa. De no haber frecuentado las aulas de aquel colegio, probablemente no hubiera descubierto la vocación misionera y hoy no sería claretiano sino arquitecto –mi vocación frustrada– o vaya usted a saber qué. Así que un traslado familiar por motivos laborales tuvo como consecuencia indirecta el descubrimiento de mi vocación. Eso fue una auténtica carambola.

Recuerdo bien aquel 27 de enero de 1967. A pesar de ser un día soleado, hacía frío. Aranda no me llamó la atención. Bueno, hubo un detalle que sí despertó mi curiosidad infantil. Hasta ese día nunca había visto un mendigo pidiendo en la calle. El primero –una anciana mujer, por más señas– lo vi aquel día de enero. Y, como es natural, se me quedó grabado en mi memoria infantil. No me gustó nada el cambio de la montaña de mi pueblo a la llanura arandina, que, a pesar de su riqueza agrícola, se me antojaba –era el mes de enero– árida y sin gracia. El único punto en común entre ambos lugares era el río Duero, apenas nacido en mi Vinuesa natal, y ya con un caudal importante a su paso por Aranda, que incorpora el nombre del río al suyo propio. Recuerdo también el impacto que me produjo al día siguiente la iglesia gótica de Santa María y en especial su hermosa portada gótico-isabelina. No tardé en hacer amigos y en acomodarme al nuevo destino, aunque sin hacerlo mío del todo. El paso de los años y los sucesivos traslados de un sitio a otro han ido desdibujando aquella fugaz huella arandina que, sin embargo, fue determinante en la orientación de mi vida.

Creo que la vida está llena de carambolas. Uno planea una acción y luego –sin saber cómo ni por qué– se obtienen diversos resultados imprevistos. Varios amigos me han contado el modo “carambolesco” como conocieron a sus esposas o esposos. Hay veces que el comienzo de un trabajo, por ejemplo, desata otros procesos afectivos o culturales no calculados. No es fácil establecer una concatenación precisa y líneal de causas y efectos. Buscando un objetivo, podemos acabar realizando otro con el que no contábamos y que puede resultar más enriquecedor que el primero. Las carambolas son, en el fondo, sorpresas de la vida. El creyente puede hacer una lectura providencial; es decir, puede descubrir en estos acontecimientos imprevistos la suave mano de Dios que va guiando nuestra historia, dándole una dirección y un sentido. Sé que estoy tocando un asunto delicado que ha hecho correr muchos ríos de tinta a lo largo de los siglos: ¿Interviene Dios en nuestra historia? Si lo hace, ¿en qué queda nuestra libertad de opción? Si no lo hace, ¿en qué sentido debe entenderse su amor por nosotros? El Catecismo de la Iglesia Católica aborda sucintamente esta compleja cuestión (cf. nn. 302-214). Concluye así:
“Creemos firmemente que Dios es el Señor del mundo y de la historia. Pero los caminos de su providencia nos son con frecuencia desconocidos. Sólo al final, cuando tenga fin nuestro conocimiento parcial, cuando veamos a Dios "cara a cara" (1 Co 13, 12), nos serán plenamente conocidos los caminos por los cuales, incluso a través de los dramas del mal y del pecado, Dios habrá conducido su creación hasta el reposo de ese Sabbat (cf Gn 2, 2) definitivo, en vista del cual creó el cielo y la tierra”.
A mí me gusta usar la metáfora del tapiz para explicar las cosas. Por el reverso, uno solo ve hilos de colores entremezclados que no parecen tener ningún sentido. Solo cuando le damos la vuelta y contemplamos el anverso observamos la hermosa figura multicolor querida por el diseñador y ejecutada por los artesanos. Así es también nuestra vida. Cuando nos asomamos a su reverso no vemos más que hilos sueltos de múltiples colores: trabajos, diversiones, encuentros, conversaciones, viajes, tiempos aburridos, dolores, enfermedades, discusiones… Solo al final tendremos la posibilidad de contemplar el anverso. Descubriremos que, a través de las múltiples combinaciones de colores que nosotros libremente hemos ido formando, Dios, el verdadero artista, ha ido creando una hermosa historia de amor que da sentido a cada paso del camino. Entonces comprenderemos el porqué de muchas de esas carambolas que en su momento nos pasaron desapercibidas o que incluso nos parecieron absurdas. Le diremos a Dios, como Migueli, que ya no puedo vivir sin Ti.


jueves, 26 de enero de 2017

El tiempo como escape

Ya se sabe que hablar del tiempo es una costumbre muy inglesa. Una de las primeras preguntas que uno aprende cuando estudia la lengua de Shakespeare es How’s the weather? o cualquiera de sus múltiples variantes. Se suele decir que en Inglaterra puede hacer las cuatro estaciones en un mismo día. Como en todos los países, también en Italia los informativos de las televisiones hablan del tiempo, pero, en general, de manera muy breve y concisa. En España, sin embargo, la información meteorológica ocupa un tiempo desproporcionado. Y no solo en su correspondiente sección sino que con frecuencia salta como noticia de portada. En los últimos días se ha hablado hasta la saciedad de la ola de frío siberiano, de las nevadas en lugares insólitos, de los atascos en las autopistas, etc. Como no parece suficiente una información escueta, las televisiones añaden entrevistas con las gentes del lugar para escuchar confidencias tan reveladoras como que “Hace un frío que pela”, “Hemos tenido una temperatura de 10 grados bajo cero”, “Hay que salir a la calle con gorro y guantes”Minutos y minutos dedicados a algo tan obvio como que ha nevado en enero o las temperaturas han descendido mucho. En verano volverá a suceder lo mismo con los golpes de calor, la necesidad de protegernos del sol y beber líquidos… y obviedades por el estilo.

Me pregunto a qué responde esta obesidad informativa. Es como si hablando del tiempo meteorológico se quisiera escapar del tiempo social.  Es más fácil gastar minutos en poner bellas imágenes de nieve que en informar sobre el drama de los refugiados que se calientan en la calle con una hoguera o de otros problemas que estamos teniendo. Cuando no sabemos o no queremos hablar de otra cosa... hablamos del tiempo. Es una salida fácil, neutra, socialmente aceptable. Me vienen a la mente las duras palabras de Jesús dirigidas a la gente de su tiempo: «Cuando veis subir una nube por el poniente, decís en seguida: “Va a caer un aguacero”, y así sucede. Cuando sopla el sur, decís: “Va a hacer bochorno”, y sucede. Hipócritas: sabéis interpretar el aspecto de la tierra y del cielo, pues ¿cómo no sabéis interpretar el tiempo presente? ¿Cómo no sabéis juzgar vosotros mismos lo que es justo?» (Lc 12, 54-56). Hoy podría decirnos algo semejante: “Desplegáis todos los medios habidos y por haber para hablar de borrascas, anticiclones, isobaras, etc. y no os dais cuenta de lo que está pasando en vuestra familia. Os preocupáis de si va a llover mañana o de si va a salir el sol y os da igual lo que sucede con las personas sobrantes. Dejad ya la obsesión meteorológica y abrid los ojos a lo que realmente importa”.

Es verdad que a muchas personas el tiempo les cambia el estado de ánimo. Si sale un día nublado y gris entran en estado depresivo. Si aparece un sol radiante se ponen más contentas que unas pascuas. No es cuestión de despachar estos asuntos con frivolidad. Pero en ningún caso el interés por el tiempo meteorológico debería impedirnos medir la temperatura del tiempo social, preocuparnos de adivinar las tendencias y adoptar las actitudes necesarias. Algunas son invisibles. Solo con el paso del tiempo se hacen patentes, pero otras saltan a la vista. Hoy quiero subrayar una que aparece con claridad en el vídeo que acompaña este post: la tendencia al inmediatismo, a considerar que –como sucede en el mundo informático–  todas las metas tienen que estar siempre al alcance de la mano. Cuando esto no sucede, uno se desanima o se deprime. Como si lograr la excelencia profesional o escalar la cumbre de la virtud estuviera al alcance de un click. Os dejo con un vídeo que nos ayuda a entender mejor esto a partir de experiencias de la vida diaria. 



miércoles, 25 de enero de 2017

Pablo no se cayó del caballo

El título de este post tiene su malicia. Lo he escrito pensando en mis amigos argentinos y uruguayos. ¡Lástima que no disponga ahora de un archivo de sonido para reproducir su particular pronunciación! No quiero pasar por alto la fiesta de hoy, aunque tengamos que olvidarnos del caballo que tanto ha inspirado a muchos pintores a lo largo de los siglos. En ninguno de los tres relatos que aparecen en los Hechos de los Apóstoles sobre la conversión de Saulo de Tarso (cf. Hch 9, 1-19; 22, 3-21; 26, 4-23) se habla de caballo alguno. Tampoco en las distintas referencias que se encuentran en las cartas de Pablo (cf. Rm 1,5; 1 Cor 15,8; 1 Cor 9,1; Gal 1,15-17). Así que lo que de la “caída del caballo” es más un ejercicio de imaginación que un hecho histórico documentado. Las expresiones usadas –“cayó a tierra” (Hch 9,4); “caí al suelo” (Hch 22,7); “caímos todos por tierra” (Hch 26,14)– no implican que hubiera caballos de por medio, aunque tampoco se excluye. Litúrgicamente celebramos la conversión de san Pablo, si bien el nombre de la fiesta no es quizá el más adecuado. Saulo de Tarso no se convirtió, en el sentido que solemos dar a esta palabra: ¡volvió a nacer! Benedicto XVI, en una audiencia general, dio una clara y convincente explicación:
“Como se ve, en todos estos pasajes san Pablo no interpreta nunca este momento como un hecho de conversión. ¿Por qué? Hay muchas hipótesis, pero en mi opinión el motivo es muy evidente. Este viraje de su vida, esta transformación de todo su ser no fue fruto de un proceso psicológico, de una maduración o evolución intelectual y moral, sino que llegó desde fuera: no fue fruto de su pensamiento, sino del encuentro con Jesucristo. En este sentido no fue sólo una conversión, una maduración de su "yo"; fue muerte y resurrección para él mismo: murió una existencia suya y nació otra nueva con Cristo resucitado. De ninguna otra forma se puede explicar esta renovación de san Pablo”.
Lo que le sucedió a Pablo no fue, pues, el resultado de un proceso de maduración. ¡Fue –como se dice en italiano– un completo capovolgimento!  Su vida dio un giro. Volvió a nacer a una nueva existencia. De perseguidor pasó a ser apóstol con un celo desconcertante. Fue tal su influjo en la iglesia primitiva que algunos hablan de él como el verdadero fundador del cristianismo. La tesis es sugestiva y recurrente, pero olvida que, aunque Pablo no conociera históricamente a Jesús, su vida entera estuvo centrada en él: “Pues nunca entre vosotros me he preciado de conocer otra cosa sino a Jesucristo, y éste crucificado” (1 Cor 2,2).  La muerte y la resurrección de Jesucristo constituyen el núcleo de su predicación. No es fácil para nosotros comprender lo que pudo significar esta experiencia transformadora para un judío superortodoxo como era Saulo de Tarso. De una vida centrada en el cumplimiento de las buenas obras pasó a otra basada en la gracia: “Por la gracia de Dios soy lo que soy” (1 Cor 15,10). Fue una verdadera pascua.

Vivimos tiempos antropocéntricos, pero con personas de mentalidades diversas. Para los premodernos (algunas personas mayores u otras con esta especial mentalidad) la experiencia de lo gratuito se halla referida siempre a Dios, al cielo, a lo que viene “de arriba”. Poseen un fuerte sentido teocéntrico que les hace interpretar todo (los fenómenos cósmicos, el número de hijos, la fortuna económica, los avatares políticos) como designios divinos que hay que acatar respetuosamente. Toda la vida, hasta sus más ínfimos detalles, depende de Dios. Los modernos, marcadamente antropocéntricos, son, por cosmovisión y por talante, prometeicos; es decir, creen que nada se consigue de bobilis, todo tiene un precio. No se puede hacer depender la vida de los designios divinos sino del propio esfuerzo guiado por la racionalidad crítica. La ciencia y la técnica sustituyen a las invocaciones y a los ritos. Lo que no se trabaja o no se paga no se valora. El interés es el motor principal del conocimiento y de las relaciones. No hay apenas lugar para lo gratuito. Los posmodernos, por el contrario, reivindican –como reacción frente a los excesos prometeicos de los modernos– lo no rígido, lo encantador, lo bello, pero siempre en clave hedonista, como experiencia de lo vertiginoso.

Unos y otros necesitan –necesitamos– cambiar nuestro chip para creer que la gracia de Dios es soberana, que no es reductible a nada de lo que nosotros imaginamos, que siempre trasciende todo. Esta fue, a mi juicio, la experiencia transformadora que tuvo Saulo de Tarso. Y que siguen teniendo muchas personas a las que les cambia la vida cuando se encuentran con Jesucristo. No importa que no haya ningún caballo de por medio. No obstante, los políticos y los comunicadores seguirán hablando de la “caída del caballo” para referirse a los cambios de rumbo que ciertas personas experimentan. Los pintores estarán muy satisfechos, pero no sé si tanto el judío de Tarso.


martes, 24 de enero de 2017

Los dos mundos

El pasado fin de semana me releí casi de un tirón el librito Demian de Herman Hesse (1877-1962). No había vuelto sobre él desde los años de mi juventud. Como cabía imaginar, la novela no tuvo el mismo impacto que la primera vez que la leí. Me pareció innecesariamente rebuscada, como la mente de su autor, Premio Nobel de Literatura en 1946. Pero hay algo en ella que refleja bien la dualidad con la que solemos vivir. El joven protagonista, Emil Sinclair, se debate siempre entre dos mundos: el luminoso (simbolizado por su familia, su casa, la religión, las fiestas de Navidad, el orden, la paz) y el oscuro (representado por algunos de sus conocidos, la bebida, el sexo, la exploración de los suburbios). Durante su infancia domina claramente el primero, pero un incidente lo va introduciendo gradualmente en el segundo, hasta el punto de que llega un momento en el que se siente atrapado, sin posibilidad de escapar. Más aún: se siente chantajeado. Todo esto lo irá empujando a la búsqueda de una visión del mundo que englobe las dos caras de la realidad: la luminosa y la oscura, la divina y la demoníaca. El Dios cristiano se le antoja demasiado luminoso. Por eso, se abre al dios Abraxas, deidad gnóstica que representaba el bien y el mal.

La novela de Hesse me ha hecho pensar en la nostalgia o anhelo de un mundo luminoso en medio de este mundo claroscuro en el que vivimos. Cuando uno es joven y empieza a experimentar las contradicciones de la vida, tiende a refugiarse en el “mundo feliz” de la infancia, suponiendo que ésta haya sido un período sereno. La casa familiar, los cuentos y sueños infantiles representan una suerte de paraíso que parece mitigar los sinsabores de la vida adulta. No es extraño que muchos adolescentes y jóvenes se abandonen a este tipo de ensoñaciones. Es la nostalgia del nido perdido. Nostalgia significa etimológicamente “dolor de nido”. Los ancianos, por el contrario, no miran tanto al pasado feliz, que les resulta en ocasiones muy lejano, sino al futuro. Anhelan la tranquilidad que puede suponerles la muerte. El humorista José Mota ha popularizado una frase que muchos ancianos tradicionales suelen repetir en momentos de dificultad: “Ay, Señor, llévame pronto”. Cansados de la vida, sin esperanza de que ésta pueda depararles algo valioso, desplazan su atención al futuro. Si no son creyentes, interpretan la muerte como el final de una vida ardua, como el descanso definitivo. Si creen en Dios, esperan que el Padre bueno los introduzca definitivamente en un mundo luminoso, libre de contrariedades.

¿Qué sucede con quienes hace tiempo que dejamos de ser jóvenes y todavía no hemos entrado en la ancianidad? ¿Nos contentamos con vivir a caballo entre el mundo luminoso y el mundo oscuro? ¿Aceptamos con gallardía que la oscuridad prima sobre la luz en este mundo lleno de fraudes, engaños y vilezas? ¿Nos sentimos perdidos, caminando siempre a tientas? Quizá en ocasiones experimentamos algunas nostalgias infantiles. Echamos de menos el mundo “puro” de la infancia. En otros momentos podemos desear que la vida termine pronto y que la muerte ponga fin a tantas contradicciones. Pero lo más liberador es escuchar la palabra de Jesús que nos invita a reconocer que la luz no es algo del pasado o del futuro sino del presente: “El Reino de Dios está dentro de vosotros” (Lc 17,21). En medio de los problemas de cada día, de los permanentes claroscuros, podemos descubrir en nosotros la presencia misteriosa del Cristo Resucitado. Eso exige entrar en nuestro interior, superar la superficialidad que nos desgasta, visitar el santuario de nuestro corazón. Las personas que viven siempre extrovertidas están expuestas a los vaivenes de la realidad. Quienes aprenden a bucear dentro descubren que hay una luz –diminuta, si se quiere– que nos ayuda a reconocer la cara luminosa de todo cuanto existe. Podríamos decir con el salmista: “En ti está la fuente viva y tu luz nos hace ver la luz” (Sal 35,10).

lunes, 23 de enero de 2017

Una Iglesia cercana y concreta

Me sorprende la proliferación de páginas web que se ensañan con el papa Francisco. Consideran que está conduciendo a la Iglesia por un camino equivocado. Según su particular visión, llevaríamos ya casi cuatro años de brújula desnortada, con las perniciosas consecuencias que cabe imaginar. Reconozco que me producen tristeza los “supercatólicos” (los denomino así en línea con los superapóstoles de los que habla san Pablo en la segunda carta a los Corintios) que se sienten llamados a defender a la Iglesia de sus propios pastores a los que consideran en muchos casos mundanizados, heréticos y vendidos al enemigo. Creo que todo nace de una excelente voluntad, pero de un horizonte doctrinal y cultural muy estrecho, cuando no superficial y fosilizado. Acabo de leer un artículo sobre la unidad de los cristianos en el que el autor –seguramente un buen sacerdote– se pregunta consternado: “¿Podría alguien señalarme algún don espiritual y teológico que, en relación a la Iglesia Católica, hay -tiene- la Reforma en sí misma, y que atesora en su seno? A mí no se me alcanza”. La respuesta podría ser minuciosa, pero baste citar un párrafo del decreto conciliar Unitatis redintegratio sobre el ecumenismo: “Aunque creamos que las Iglesias y comunidades separadas tienen sus defectos, no están desprovistas de sentido y de valor en el misterio de la salvación, porque el Espíritu de Cristo no ha rehusado servirse de ellas como medios de salvación, cuya virtud deriva de la misma plenitud de la gracia y de la verdad que se confió a la Iglesia” (n. 3). Da la impresión de que todo lo que no se ajusta al pensamiento de estos “supercatólicos” viene siempre del diablo. 

Imagino lo que habrán pensado de la entrevista al papa Francisco publicada ayer por El País, un periódico de “extrema izquierda” como lo califica exageradamente la web Infovaticana. En los próximos días irán apareciendo más comentarios. Es bueno que haya libertad de expresión. Al fin y al cabo, una entrevista no es una declaración dogmática. El Papa no habla ex cathedra sino que se sirve de un periódico para dar su opinión sobre diversos asuntos. Yo, por mi parte, de entre las muchas cosas que el papa Francisco dice en la famosa entrevista, destaco una frase: “Una Iglesia que no es cercana no es Iglesia”. Quizá no es un titular llamativo ni polémico (como suele ser del gusto de periodistas y críticos), pero responde a una concepción de la Iglesia como sacramento de la cercanía de Jesús a la gente de hoy. El Papa lo expresa así:
“Pero lo que a la Iglesia la identifica es la cercanía: ser hermanos cercanos. Porque Iglesia somos todos. Entonces, el problema que siempre hay que evitar en la Iglesia es que no haya cercanía. Ser cercanos todos. Cercanía es tocar, tocar en el prójimo la carne de Cristo. Es curioso, cuando Cristo nos dice el protocolo con el cual vamos a ser juzgados, que es el capítulo 25 de Mateo, es siempre tocar al prójimo: ‘Tuve hambre, estuve preso, estuve enfermo…’. Siempre la cercanía a la necesidad del prójimo. Que no es solo la beneficencia. Es mucho más”.
Cristo es la cercanía de Dios al ser humano. Es el Emmanuel (Dios-con-nosotros). La Iglesia hace visible esta cercanía en las diversas circunstancias de la vida. Eso significa que cuando los creyentes nos alejamos, tomamos distancia de las personas, nos refugiamos en nuestros cuarteles de invierno, estamos siendo infieles a nuestra misión. Es quizá uno de los riesgos del mundo digital: sustituir la cercanía por la conectividad. Parece lo mismo, pero no lo es. Estar conectado a través de internet no significa estar cerca de las personas. Jesús toca a hombres y mujeres, se deja tocar por ellos, los ve y los escucha. Todos los sentidos intervienen en el encuentro. Hoy corremos el riesgo de hacernos invulnerables protegidos por una pantalla de ordenador o unos auriculares de última generación. O –como en el caso de los “supercatólicos”– por una dogmática impoluta pero fría como un cadáver, que no promueve la comunión sino que se convierte en arma arrojadiza.

La cercanía implica gestos concretos. El Papa lo expresa también con claridad:
“El cristianismo, o es concreto o no es cristianismo. Es curioso: la primera herejía de la Iglesia fue apenas muerto Cristo. La herejía de los gnósticos, que el apóstol Juan la condena. Y era la religiosidad de spray, de lo no concreto. Sí, yo, sí, la espiritualidad, la ley… pero todo spray. No, no. Cosas concretas. Y de lo concreto sacamos las consecuencias. Nosotros perdemos mucho el sentido de lo concreto”.
Los santos han sido los especialistas de lo concreto, los encargado de traducir el Evangelio en los gestos que lo hacen comprensible:
“Es curioso: la historia de la Iglesia no la llevaron adelante los teólogos, ni los curas, las monjas, los obispos… sí, en parte sí, pero los verdaderos protagonistas de la historia de la Iglesia son los santos. O sea, aquellos hombres y mujeres que se quemaron la vida para que el Evangelio fuera concreto. Y esos son los que nos han salvado: los santos. A veces pensamos en los santos como una monjita que mira para arriba y le dan vuelta los ojos. ¡Los santos son los concretos del Evangelio en la vida diaria! Y la teología que uno saca de la vida de un santo es muy grande. Evidentemente que los teólogos, los pastores, son necesarios. Y es parte de la Iglesia. Pero ir a eso: el Evangelio. ¿Y quiénes son los mejores portadores del Evangelio? Los santos”.
Cercanía y concreción son dos rasgos imprescindibles para que la Iglesia resulte creíble.  Las tentaciones de distancia y abstracción siguen rondándonos de formas sutiles. Habrá que estar alerta.

domingo, 22 de enero de 2017

Nunca es tarde para seguirlo

Es domingo. Aquí en Roma ha amanecido un día nublado. La temperatura es suave para esta época del año. Tendría que comentar la entrevista en exclusiva que el periódico español El País ha realizado al papa Francisco, pero tal vez diga algo mañana. Hoy prefiero respetar el carácter del domingo. El evangelio de este III Domingo del Tiempo Ordinario nos ofrece una catequesis sobre la llamada de los cuatro primeros discípulos de Jesús. Se trata de dos parejas de hermanos: Simón y Andrés; y Santiago y Juan. Los cuatro se dedican a la pesca con red en el lago de Galilea. El contexto de la llamada es dinámico. Jesús está caminando. Los llamados deben dejar todo (familia y trabajo) para ponerse también en camino. Se les ofrece una nueva tarea: ser “pescadores de hombres”; es decir, sacar a las personas de ese mar misterioso que es el mal del mundo, simbolizado por las aguas profundas del lago. El evangelista nos ahorra el proceso de discernimiento. Le interesa subrayar que la respuesta fue rápida: “Inmediatamente abandonan las redes, la barca y al padre, lo siguieron” (vv. 20.22). Historias como ésta se han repetido muchas veces a lo largo de los siglos. En los últimos días he sabido de Alberto Núñez, un alto ejecutivo que, dejando un sueldo de más de 150.000 euros anuales, se ha hecho jesuita. Y también he conocido la historia de Rocío Ruiz, que ha ingresado en la vida religiosa superados los 40 años. Pero como ellos hay más hombres y mujeres.

Es evidente que en Europa y América la vida religiosa está experimentando una drástica disminución de sus efectivos. No así en África y Asia, donde las vocaciones siguen aumentando. Dentro de una semana volveré sobre el tema. Los mayores están muriendo. Son muy pocos los jóvenes que optan por este singular estilo de vida. Y los pocos que lo hacen dan el paso más tarde que antes. Rocío tiene una explicación para este fenómeno: “Estamos en un momento de vocaciones tardías, pero es así para todo. Es tarde para la vida religiosa, pero también para ser madre, para el matrimonio, para emprender proyectos...”. Quizás el alargamiento de la vida, el retraso de los procesos de maduración y las condiciones sociales están condicionando el perfil de los nuevos llamados. Por eso, tal vez tengamos que desechar ya la expresión vocaciones “tardías” para hablar simplemente de vocaciones “adultas”. En cualquier caso, nunca es tarde para escuchar la llamada y seguirla, aunque el proceso formativo se complique un poco cuando uno tiene ya su vida hecha. ¿Tenemos la vida completamente hecha alguna vez?  En realidad, siempre estamos en camino. Se trata de hombres y mujeres que, tras años de una vida afectiva y laboral autónoma, sienten el cosquilleo de Jesús y su Evangelio y deciden seguirlo.

Esto suena extraño y culturalmente herético. Si algo se valora hoy es precisamente una vida afectiva y sexual intensa, una fuerte capacidad adquisitiva (siempre que el trabajo lo permita) y el máximo de autonomía personal. La vida religiosa se articula en torno a valores como la castidad, la pobreza y la obediencia, que son rasgos esenciales del estilo de vida de Jesús. A primera vista, parece que camina en dirección contraria a lo que el mundo considera imprescindible. Uno puede imaginar la enorme tensión psicológica a que están sometidos quienes deciden seguir esta senda. Por una parte, se sienten impelidos por tres necesidades humanas básicas (excepcionalmente subrayadas en nuestra sociedad): sexo, dinero y libertad; por otra, optan por tres ideales que parecen negarlas: castidad, pobreza y obediencia. ¿Qué se puede derivar de aquí? Es fácil adivinarlo: personas divididas y desquiciadas (en unos pocos casos, cuando el discernimiento se ha hecho mal) o personas con una humanidad dilatada (cuando obedecen a una vocación recibida y se ejercitan en sublimar sus pulsiones de acuerdo con sus ideales).

Estoy convencido de que la vida religiosa será minoritaria en los próximos años. Muchas de las funciones que ha realizado en el pasado han sido asumidas por los cristianos laicos o por la sociedad (sobre todo, en el campo educativo, sanitario y asistencial). Pero los pocos religiosos y religiosas que existan mostrarán que Dios es suficiente para llenar la vida de un ser humano. Serán como centinelas del Absoluto en medio de la noche. Nos recordarán a todos que la vida humana (el cuerpo, el afecto, el sexo, el trabajo, la política, el arte…) es hermosísima pero relativa. Serán como levadura en la masa, como una lámpara que se coloca encima de la mesa para que alumbre a toda la casa. Estoy convencido de que Jesús seguirá llamando a algunos hombres y mujeres a seguirlo. Y de que éstos dejarán “a su padre” (es decir, sus vínculos afectivos) y “sus redes” (es decir, sus estudios o trabajos) y lo seguirán con prontitud y alegría. Tendrán que aprender a amar no a una sola persona en singular sino a todas las que se crucen en su camino. Tendrán que dejar un trabajo profesional atractivo para dedicarse a hacer lo que hacía Jesús: enseñar, predicar y curar enfermos (es decir, dedicarse al anuncio del Reinado de Dios). Tendrán que renunciar a su proyecto para realizar la voluntad de Dios. Entonces sentirán en carne propia la verdad del salmo 15: El Señor es el lote de mi heredad y mi copa; mi suerte está en tu mano: me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad”.

Para los seguidores de Fernando Armellini, os dejo con el vídeo en el que explica con detalle el evangelio de este domingo.