Termina el primer
mes del año. Apenas empezado el invierno, viajé a Perú y Bolivia, así que hasta
ahora no había tenido la oportunidad de disfrutar de esta estación que siempre me
ha gustado. Aquí en Weissenhorn no estamos en Siberia, pero el invierno tiene
más consistencia que en la templada Roma. El cielo está cubierto y hace frío.
La poca nieve que había en los campos, calles y tejados está desapareciendo a
causa de la suave lluvia que cayó ayer por la tarde, pero es probable que vuelva
a nevar pronto. Si a este paisaje externo le añadimos el calor de la calefacción,
las velas en las mesas del comedor, el pastel de frutas y el edredón en la cama, podemos completar el cuadro de un invierno
“a la alemana”. Todos estos detalles me retrotraen a mi infancia y me ayudan a
entrar un poco en el alma de este pueblo centroeuropeo. Todo invita a la introspección
e incluso a la ensoñación. No me extraña que éste sea un país de filósofos,
teólogos, literatos y músicos. Pero
tampoco me extraña que muchos alemanes –comenzando por Goethe y Mozart– estén
enamorados de la luz de Italia o echen de menos el calor de España. Cada clima
influye en los estados de ánimo y quizá también en la manera de situarse en el
mundo y de responder a sus estímulos.
Habiendo nacido
en el Norte del Sur, no me cuesta mucho sintonizar con el modo de ser alemán.
Comparto la pasión por el orden, el trabajo bien hecho, la responsabilidad y la
constancia. Me pesa el exceso organizativo y el poco espacio que se deja a la
improvisación. Echo de menos un trato menos formal y más espontáneo, aunque
descubro que tras la introversión de muchos se esconden personas sensibles a las
relaciones y al afecto, pero poco acostumbradas a expresarlo abiertamente.
Estando aquí, se me hace más clara la necesidad de vivir en sociedades multiculturales
en las que sea posible el mutuo enriquecimiento. Quizá una de las razones del
éxito de los Estados Unidos de América haya sido su facilidad –por lo menos hasta
ahora– para integrar al extraño y, sobre todo, para acoger y estimular la
excelencia, venga de donde venga. Cuando se favorece un verdadero melting pot,
se abren cauces a la creatividad, a la innovación y a la tolerancia. No se
trata de yuxtaponer ghettos sino de
mezclar a las personas en síntesis cada vez más ricas y equilibradas. Mientras
escribo esto, caigo en la cuenta de las dificultades que entraña un proceso similar y
de la mística y ascética que suponen. Se requiere la capacidad de salir de lo
propio (éxodo) y soñar con una patria diferente, de imaginar una tierra prometida.
Quien se aferra demasiado a su identidad (étnica, lingüística, cultural...),
creyendo asegurar lo propio, termina encerrándose en una prisión. Naturalmente, la
salida implica una fuerte ascética, incluso la muerte –o, por lo menos, la superación– de muchos
elementos legítimos de la propia identidad, pero es el único modo de dar a luz
algo nuevo.
Ayer escribí
sobre el futuro de la Unión Europea. Es incierto. Y más ahora, en tiempos de rancios nacionalismos, xenofobia rampante y miedo a la diferencia. Solo se despejará cuando
Europa se convierta en un verdadero melting pot, no
solo en un mercado común, cuando las generaciones futuras sean capaces de moverse
libremente por esta “pequeña península asiática”, establezcan vínculos fuertes
con personas de otras lenguas y culturas y se empeñen en proyectos comunes.
Dicho de otra manera, cuando un organizado teutónico sepa formar equipo con un
creativo italiano o un pragmático inglés. O con un trabajador español, un
nostálgico portugués y un feliz danés. Y también con un avispado colombiano, un trabajador turco y un artista senegalés. Ya se hace, pero es necesario que se convierta en cultura común. Los buenos líderes son capaces de sacar lo mejor de cada uno y ponerlo al
servicio de objetivos comunes. ¿Por qué renunciar, víctimas de una
ridícula superioridad, a la creatividad de un español o un italiano, al “saber
hacer” de un francés o a la capacidad organizativa de un alemán? Lo que se aplica
al continente en su conjunto lo aplico yo al proyecto de los claretianos en
Europa. Ahora estamos divididos en varias unidades que llamamos provincias y
delegaciones y que, en buena medida, coinciden con países o naciones. Pero dentro de 15 o 20 años es muy probable que acabemos siendo una sola Provincia
europea. ¿Cómo prepararnos para ese momento sin poner demasiados palos en la
rueda, incentivando la mística común y cultivando la ascética de la
multiculturalidad? Todo esto me ronda en la cabeza mientras afronto una nueva
jornada con mente germánica y corazón latino. Que no cunda el pánico. Los Simpson nos echan una mano. Y Brotes de Olivo ponen la esperanza: Juntos cambiaremos el mundo.