lunes, 16 de enero de 2017

Como todos los días

Se ve que el fin de semana no he tenido suerte con los aviones. El sábado tuve que esperar seis horas en el aeropuerto de El Alto, en Bolivia, por culpa del mal tiempo que afectaba al aeropuerto peruano de Cusco. Ayer domingo mi vuelo de regreso a Europa estaba programado para las 11:30 de la mañana. Por “motivos operacionales” fue retrasado hasta las 00:30 de hoy lunes, con lo cual perderé mi conexión Madrid-Roma y otro vuelo vespertino que tenía previsto a Londres. Mientras escribo este post, no sé todavía a qué hora saldremos de Lima. He logrado enterarme de que los “motivos operacionales” tienen que ver con el aterrizaje que el avión que venía de Madrid tuvo que hacer en Barbados por razones que la compañía no nos ha explicado todavía. En fin, una buena ocasión para ejercitarse en la paciencia y experimentar en carne propia lo que a veces vemos en los informativos de televisión: personas tumbadas en las terminales de los aeropuertos, colas de pasajeros reclamando sus derechos, etc. Siempre se establece una fácil solidaridad entre “perdedores”. Yo he podido regresar a mi comunidad de Lima para hacer más soportable la espera. Desde aquí tecleo estas notas apresuradas.

Hace menos de una semana recibí un mensaje de una querida amiga mía que está atravesando una etapa difícil. Entre otras cosas, me decía: “Cuando me siento cansada y agobiada por la rutina… me acuerdo de tu canción: como todos los días, las mismas caras, las mismas palabras….y sonrío y no me dejo llevar… Recupera alguna de tus canciones en el blog”. Le prometí que le haría caso, así que hoy lunes cumplo mi palabra. Creo que compuse la canción a la que alude cuando tenía 20 años. Entonces yo era estudiante de teología junto con un buen grupo de compañeros. Vivíamos en comunidad. Solíamos celebrar la Eucaristía por la tarde, como cierre de una jornada llena de clases, estudio, deporte, reuniones, etc. La canción surgió como una forma de no sucumbir a la rutina, como el deseo de dar sentido a las repeticiones de la vida cotidiana. Por eso en el estribillo hablo de mismas caras, mismas palabras, misma fiesta. En medio de esa pertinaz secuencia, cada día, cuando llegaba la tarde, teníamos una cita: “Aquí estamos para la cena”. Todavía me acuerdo de la letra completa, aunque hace tiempo que no la canto. No es un prodigio poético, pero expresa una experiencia honda y compartida, de la que guardo un grato recuerdo.

Como todos los días, cuando llega la tarde,
unimos caminos junto a tu mesa.
Como todos los días, las mismas caras,
las mismas palabras, la misma fiesta.
Como todos los días, como una familia,
aquí estamos para la cena.

Que no falte el pan, que no falte el vino,
que nadie se sienta fuera de la mesa,
que hagamos un sitio para los amigos,
un sitio tan grande que abarque la tierra.

El día que acaba ha sido un sendero,
un trozo de suelo quizás mal andado,
pero ahora sentimos cercano al Amigo,
sabemos con gozo quién nos ha invitado.

Había en la primera estrofa (“Que no falte el pan, que no falte el vino”) un deseo de universalidad. Aunque nosotros fuéramos un puñado de jóvenes misioneros, la Eucaristía nos ponía en comunión con el mundo entero. Queríamos que fuera expresión de fraternidad abierta. La Evangelii nuntiandi nos había animado a ser evangelizadores: “Que nadie se sienta fuera de la mesa, / que hagamos un sitio para los amigos, / un sitio tan grande que abarque la tierra”. De la pequeñez de aquella capilla han salido misioneros que hoy están en Panamá, El Salvador, Rusia, Japón, Bolivia, España, Italia, etc.  Estoy seguro de que si alguno de ellos lee este post recordará con gratitud aquellas Eucaristías setenteras un poco largas y verborreicas, todo sea dicho, pero hermosas y familiares en las que fuimos fraguando nuestra vocación misionera al calor de la Palabra y del pan y el vino.

La segunda estrofa es una especie de rito penitencial. Al final del día uno siempre tenía conciencia de que las cosas no habían discurrido bien, pero esto no nos llevaba al desánimo porque “ahora sentimos cercano al Amigo, / sabemos con gozo quién nos ha invitado”. La convicción de que Jesús nos aceptaba como éramos –jóvenes entusiastas y un poco inconscientes– era motivo de serenidad y de alegría. Y así un día y otro, sin ninguna excepción. Por eso el estribillo comienza con ese “Como todos los días”, que acabó dando título a la canción. ¡Lástima que no disponga de ningún archivo de audio para escuchar su ritmo pegadizo y el contraste entre el compás ternario de las estrofas y el cuaternario del estribillo!

De no haber sido por el recuerdo y la invitación de mi amiga, tal vez no se me habría ocurrido desempolvar estas viejas canciones. Pero así son las cosas. Aprovecharé para tararearla mientras me pongo de nuevo en la cola para facturar mi equipaje. A lo mejor me ayuda a sobrellevar el retraso con más humor y serenidad.

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