Reconozco que me gusta moverme en el campo de la complejidad. He dedicado algunas entradas del blog a abordar
esta forma de ver la vida. A propósito de la tensa situación política que estamos viviendo, escribí
que “ha
llegado la hora de sentarse” para pactar un planteamiento estratégico.
Acostumbrado a vivir con gente de Oriente y Occidente, cada vez me he hecho más
sensible a “las
dos miradas”. Ayer, como conclusión de nuestras sesiones intensivas de
consejo, hicimos una autoevaluación. Una vez más caí en la cuenta de que cada
uno somos hijos de nuestra cultura. Algunos ejemplos sencillos pueden ilustrar
las diferencias. Los españoles en general, y los castellanos en particular,
solemos ser muy directos a la hora de expresar nuestras opiniones. No siempre caemos
en la cuenta de que este modo de proceder puede resultar ofensivo para un
oriental y brusco para un latinoamericano. Cuando un filipino o un indio expresan
algo suelen hacerlo de manera suave y progresiva, lo que a los oídos de un
europeo suena a veces como una forma de irse por las ramas y no agarrar el toro
por los cuernos. Viví con un compañero al que cariñosamente llamábamos mister Forse, que en italiano significa “quizás”.
Cada vez que le preguntábamos algo que exigía responder con un sí o un no
netos, él se quedaba siempre en la indefinición. “Vas a venir con nosotros a la
playa?” “Forse”. Es muy difícil que un oriental responda con un no tajante. Se considera una falta de cortesía, sobre todo cuando va dirigido a una persona mayor o con autoridad.
Colecciono una buena
cantidad de anécdotas al respecto. Otro compañero me contó que una vez preguntó a un grupo
de jóvenes claretianos de Colombia si hacían oración. Uno de ellos respondió
con sencillez e ingenuidad: “Estamos en proceso, padre”. “O sea, que no hacéis oración”, interpretó
mi compañero en un afán desmedido por llamar a las cosas por su nombre y dejarse de medias tintas. Las diferencias saltan a la vista. Lo que a unos les
parece una forma de marear la perdiz, para otros es la forma educada de
expresarse. Lo que en algunas culturas se considera un exabrupto o una
imposición dogmática, en otras significa autenticidad y valentía. ¿Cómo caer en
la cuenta de que la realidad es compleja, de que no hay un solo punto de vista,
de que de todos podemos aprender algo de los demás, incluso de aquellos que nos parecen completamente equivocados? En otras palabras, ¿cómo abrazar la
complejidad como un campo de juego en el que aprendemos a ser creadores y
co-creadores? Las personas que se mueven en el terreno de la complicación
adoptan un paradigma “newtoniano”, por usar una expresión utilizada en la
física y en algunas reflexiones filosóficas. Parten de modo deductivo. Entienden
la realidad como una pirámide jerarquizada en la que las conclusiones se van
deduciendo de las premisas dentro de un único sistema de interpretación de la
realidad.
El paradigma “newtoniano”
entró en crisis con la irrupción de la física cuántica. Lo que parecía solo una
forma científica de ver la realidad ha acabado influyendo en la forma de
situarnos ante ella y de organizar la vida social. Cada vez nos hemos vuelto
más sensibles a la existencia de varios sistemas y a la interacción entre
ellos. Hemos aprendido a ver las diferencias como oportunidades para una
síntesis más rica, no como obstáculos a nuestra manera monolítica de ver las
cosas. Quien vive siempre en un contexto muy homogéneo (misma etnia, misma
lengua, mismo territorio, mismas claves culturales, mismas tradiciones) sufre cuando
tiene que afrontar la diversidad. Se siente amenazado y perdido. Cualquier
diferencia pone en jaque su cosmovisión. Hoy vivimos en un mundo cada vez más
plural e interconectado. Un niño europeo (blanco y cristiano) puede sentarse en
clase con un niño musulmán de origen africano y con otro aceitunado, hijo de padres
hindúes. Desde pequeño aprende a “abrazar la complejidad”, lo cual significa respetar
al otro en su identidad, abrirse a su revelación y aprender a crear juntos. La complejidad no es complicación, sino sencillez.
Para
un cristiano, la complejidad es el territorio en el que – si se me permite la
expresión – más a gusto se siente el Espíritu
Santo, porque es el territorio de la sorpresa, la novedad y la continua
recreación. Los cristianos “sin Espíritu”
aborrecen cualquier viaje a las fronteras y las periferias. Sienten pavor cuando se habla de diálogo ecuménico o interreligioso. Les parece que se trata de una concesión a la moda o de una rendición ante las presiones de los otros. Los cristianos “con
Espíritu” se sienten impulsados a ser peregrinos y exploradores. Se sienten llamados a ir más lejos, a dejarse empujar. No se trata de
meras etiquetas lingüísticas à la page. Son
palabras que definen un estilo de vida: condensan convicciones e impulsan
conductas. El Espíritu Santo es el Señor de la complejidad porque es el Señor y Dador de vida. La vida solo brota en terrenos complejos.