miércoles, 31 de octubre de 2018

Abrazar la complejidad

Reconozco que me gusta moverme en el campo de la complejidad. He dedicado algunas entradas del blog a abordar esta forma de ver la vida. A propósito de la tensa situación política que estamos viviendo, escribí que “ha llegado la hora de sentarse” para pactar un planteamiento estratégico. Acostumbrado a vivir con gente de Oriente y Occidente, cada vez me he hecho más sensible a “las dos miradas”. Ayer, como conclusión de nuestras sesiones intensivas de consejo, hicimos una autoevaluación. Una vez más caí en la cuenta de que cada uno somos hijos de nuestra cultura. Algunos ejemplos sencillos pueden ilustrar las diferencias. Los españoles en general, y los castellanos en particular, solemos ser muy directos a la hora de expresar nuestras opiniones. No siempre caemos en la cuenta de que este modo de proceder puede resultar ofensivo para un oriental y brusco para un latinoamericano. Cuando un filipino o un indio expresan algo suelen hacerlo de manera suave y progresiva, lo que a los oídos de un europeo suena a veces como una forma de irse por las ramas y no agarrar el toro por los cuernos. Viví con un compañero al que cariñosamente llamábamos mister Forse, que en italiano significa “quizás”. Cada vez que le preguntábamos algo que exigía responder con un o un no netos, él se quedaba siempre en la indefinición. “Vas a venir con nosotros a la playa?” “Forse”. Es muy difícil que un oriental responda con un no tajante. Se considera una falta de cortesía, sobre todo cuando va dirigido a una persona mayor o con autoridad. 

Colecciono una buena cantidad de anécdotas al respecto. Otro compañero me contó que una vez preguntó a un grupo de jóvenes claretianos de Colombia si hacían oración. Uno de ellos respondió con sencillez e ingenuidad: “Estamos en proceso, padre”. “O sea, que no hacéis oración”, interpretó mi compañero en un afán desmedido por llamar a las cosas por su nombre y dejarse de medias tintas. Las diferencias saltan a la vista. Lo que a unos les parece una forma de marear la perdiz, para otros es la forma educada de expresarse. Lo que en algunas culturas se considera un exabrupto o una imposición dogmática, en otras significa autenticidad y valentía. ¿Cómo caer en la cuenta de que la realidad es compleja, de que no hay un solo punto de vista, de que de todos podemos aprender algo de los demás, incluso de aquellos que nos parecen completamente equivocados? En otras palabras, ¿cómo abrazar la complejidad como un campo de juego en el que aprendemos a ser creadores y co-creadores? Las personas que se mueven en el terreno de la complicación adoptan un paradigma “newtoniano”, por usar una expresión utilizada en la física y en algunas reflexiones filosóficas. Parten de modo deductivo. Entienden la realidad como una pirámide jerarquizada en la que las conclusiones se van deduciendo de las premisas dentro de un único sistema de interpretación de la realidad.

El paradigma “newtoniano” entró en crisis con la irrupción de la física cuántica. Lo que parecía solo una forma científica de ver la realidad ha acabado influyendo en la forma de situarnos ante ella y de organizar la vida social. Cada vez nos hemos vuelto más sensibles a la existencia de varios sistemas y a la interacción entre ellos. Hemos aprendido a ver las diferencias como oportunidades para una síntesis más rica, no como obstáculos a nuestra manera monolítica de ver las cosas. Quien vive siempre en un contexto muy homogéneo (misma etnia, misma lengua, mismo territorio, mismas claves culturales, mismas tradiciones) sufre cuando tiene que afrontar la diversidad. Se siente amenazado y perdido. Cualquier diferencia pone en jaque su cosmovisión. Hoy vivimos en un mundo cada vez más plural e interconectado. Un niño europeo (blanco y cristiano) puede sentarse en clase con un niño musulmán de origen africano y con otro aceitunado, hijo de padres hindúes. Desde pequeño aprende a “abrazar la complejidad”, lo cual significa respetar al otro en su identidad, abrirse a su revelación y aprender a crear juntos. La complejidad no es complicación, sino sencillez

Para un cristiano, la complejidad es el territorio en el que – si se me permite la expresión más a gusto se siente el Espíritu Santo, porque es el territorio de la sorpresa, la novedad y la continua recreación.  Los cristianos “sin Espíritu” aborrecen cualquier viaje a las fronteras y las periferias. Sienten pavor cuando se habla de diálogo ecuménico o interreligioso. Les parece que se trata de una concesión a la moda o de una rendición ante las presiones de los otros. Los cristianos “con Espíritu” se sienten impulsados a ser peregrinos y exploradores. Se sienten llamados a ir más lejos,  a dejarse empujar. No se trata de meras etiquetas lingüísticas à la page. Son palabras que definen un estilo de vida: condensan convicciones e impulsan conductas. El Espíritu Santo es el Señor de la complejidad porque es el Señor y Dador de vida. La vida solo brota en terrenos complejos.


martes, 30 de octubre de 2018

¿Babel o Pentecostés?

Ayer el viento azotó Roma y otras regiones de Italia. Era un viento huracanado, acompañado por rachas de lluvia intensa. En los quince años que llevo viviendo en la ciudad nunca había visto algo semejante. Una de las mimosas del jardín se desplomó sobre el coche de nuestro abogado y golpeó el de la cocinera. Hubo que serrar el tronco, limpiar la zona y arreglar los desperfectos. En realidad, apenas fue nada en comparación con lo que sucedió en otros lugares. Yo estuve todo el día dando vueltas al significado de esta inusual perturbación meteorológica. Me pareció un símbolo de la confusión que estamos viviendo hoy. Soplan vientos recios en varias direcciones, caen certezas, se desploman convicciones y se crea un clima de inseguridad y temor. Muchas personas no saben en qué dirección caminar, a quién creer, con qué carta quedarse en esta inmensa partida que se juega todos los días y a todas horas. 

No me gusta hablar de conspiraciones anónimas, pero cada vez estoy más convencido de que somos víctimas de una estrategia de confusión, aunque no sabría precisar quiénes son sus agentes principales. Ni siquiera creo que haya una coordinación perfecta entre ellos. Pero a veces veo sorprendentes coincidencias entre un editorial de The New York Times, una resolución de las Naciones Unidas y las propuestas de algunos partidos políticos. Desde varios frentes, incluido el científico, se está imponiendo un craso relativismo. No hay nada verdadero ni estable, todo es cambiante y fluido; por tanto, no tenemos por qué atenernos a ningún código ni dar cuentas a nadie de lo que hacemos. Podemos producir fake news sin que se nos caiga la cara de vergüenza. La únicad verdad son los propios intereses, lo que conviene en cada momento. Verdad y mentira han dejado de ser conceptos comprensibles y universalizables. En este caldo de cultivo, los más fuertes imponen sus objetivos con total impunidad. La confusión favorece siempre a quienes pretenden dominar a los demás y hacerse con el control de todo. 

En la Biblia hay un símbolo poderoso para explicar la confusión. Es la torre de Babel. Así la presenta el libro del Génesis: “El mundo entero hablaba la misma lengua con las mismas palabras. Al emigrar de oriente, encontraron una llanura en el país de Senaar, y se establecieron allí. Y se dijeron unos a otros: —Vamos a preparar ladrillos y a cocerlos –empleando ladrillos en vez de piedras y alquitrán en vez de cemento–. Y dijeron: —Vamos a construir una ciudad y una torre que alcance al cielo, para hacernos famosos y para no dispersarnos por la superficie de la tierra. El Señor bajó a ver la ciudad y la torre que estaban construyendo los hombres; y se dijo: —Son un solo pueblo con una sola lengua. Si esto no es más que el comienzo de su actividad, nada de lo que decidan hacer les resultará imposible. Vamos a bajar y a confundir su lengua, de modo que uno no entienda la lengua del prójimo. El Señor los dispersó por la superficie de la tierra y dejaron de construir la ciudad. Por eso se llama Babel, porque allí confundió el Señor la lengua de toda la tierra, y desde allí los dispersó por la superficie de la tierra” (Gn 11,1-9). En este conocido texto, lleno de simbolismo oriental, es Dios quien confunde la lengua, de modo que “uno no entienda la lengua del prójimo”. La confusión es, en cierto modo, un castigo que Dios impone a los seres humanos que querían “hacerse famosos” y no dispersarse por la superficie de la tierra, no cumplir su mandato creacional.

Frente a la confusión que se crea en torno a la torre de Babel, emerge la comprensión que se produce en Pentecostés. En los Hechos de los Apóstoles leemos que, tras la irrupción del Espíritu de Dios en forma de lenguas de fuego, “se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, según el Espíritu les permitía expresarse. Residían entonces en Jerusalén judíos piadosos, venidos de todos los países del mundo. Al oírse el ruido, se reunió una multitud, y estaban asombrados porque cada uno oía a los apóstoles hablando en su propio idioma” (Hch 2,4-6). Aquí no se vuelve a una sola lengua común. Cada no habla la suya, pero se logra un pleno entendimiento. 

Estos dos grandes símbolos bíblicos (Babel y Pentecostés) nos ofrecen algunas claves para iluminar lo que estamos viviendo hoy en nuestro mundo. El hecho de querer una cultura sin ninguna referencia a Dios como fundamento último de la existencia produce una enorme confusión. Aunque todos hablemos el Globish, no nos entendemos, porque ya no tenemos códigos comunes que nos remitan a una verdad que nos vincula a todos. Cada uno tenemos “nuestra” verdad. Quienes disponen de medios económicos y coercitivos para imponer la “suya” acaban dominando el mundo. No tienen que rendir cuentas ante nadie ni ante nada porque no hay ninguna realidad que esté más allá de nuestro afán de dominio. Como siempre, los más pobres y sencillos, las personas buenas, acaban perdiendo. Se convierten en víctimas de una burda manipulación que no teme recurrir a la violencia para lograr sus fines.

El sueño de Dios no es Babel sino Pentecostés; es decir, un mundo en el que cada uno hable su propia lengua, conserve su diversidad, pero todos podamos entendernos. La condición para esta “unidad en la diversidad” es que todos nos abramos al Espíritu de Dios, “Señor y Dador de vida”, como lo confiesa el Credo cristiano. Donde hay hombres y mujeres que se abren con humildad y gratitud a la verdad que el Espíritu revela en sus corazones, siempre hay espacio para la reconciliación y el entendimiento. Tenemos aquí un criterio para juzgar lo que nos está pasando. Donde hay división, enfrentamientos, afán de poder y manipulación (a menudo revestido como “búsqueda del bien común”), no hay Espíritu; por lo tanto, no puede haber serenidad y futuro. Solo donde los seres humanos buscamos la unidad sin anular las diferencias cabe esperar una vida mejor.


lunes, 29 de octubre de 2018

Tres palabras esenciales



La semana comienza con tantos frentes abiertos que no es fácil fijarse en uno solo. Como se temía (o se esperaba, según los casos), Bolsonaro ha ganado las elecciones presidenciales en Brasil. Entiende la victoria como una misión que Dios le ha asignado. La caravana de Honduras sigue su marcha hacia los Estados Unidos. Me llegan noticias directas de personas que conocen de cerca la situación. Ayer, con una Eucaristía en san Pedro y una carta de los padres sinodales, se clausuró el Sínodo de los Obispos sobre los Jóvenes, que se ha tenido en Roma desde el pasado 3 de octubre. Quiero detenerme en la carta final. En ella, los padres sinodales dicen que, después de haber escuchado a los jóvenes, quieren ofrecerles “una palabra de esperanza, de confianza, de consuelo”. Supongo que estas tres categorías han sido bien pensadas teniendo en cuenta la situación que los jóvenes viven hoy. Si he de ser sincero, el texto me parece demasiado genérico. Se podría haber escrito algo semejante sin necesidad de un Sínodo. ¡Menos mal que el documento final es mucho más explícito! De todos modos, es mejor hacer siempre una interpretación positiva.

Una palabra de esperanza es necesaria porque se dibuja un futuro poco halagüeño para las nuevas generaciones: desastres ecológicos, trabajos precarios, hipercontrol informático, migraciones masivas, proliferación de extremismos políticos, etc. En este contexto, ser joven parece casi un pasaporte hacia un mundo peor que el actual. Es necesario creer en las capacidades del ser humano para revertir la situación. Y, sobre todo, es necesario descubrir la fe cristiana como una fuente inagotable de esperanza porque el futuro no depende solo de nuestros aciertos y errores. Estamos siempre en manos de Dios. A veces, cuando menos lo pensamos, surgen personas y movimientos que cambian el rumbo de las cosas, que lo orientan hacia ideales más humanos. Sin esta esperanza sería imposible afrontar el futuro. Las predicciones apocalípticas frenarían cualquier intento de cambio y progreso.

Una palabra de confianza en la Iglesia como madre, a pesar de los muchos motivos que hay para perderla. Los numerosos escándalos, cada vez más conocidos a través de los medios de comunicación, hacen que muchos jóvenes identifiquen la Iglesia con una institución corrompida, indigna de todo crédito. Si yo me metiera en la piel de un muchacho de 18 o 20 años, es probable que pensara lo mismo. Comprendo muy bien la decepción que muchos sienten. Por eso, cobran más fuerza estas palabras de la carta: “Que nuestras debilidades no os desanimen, que la fragilidad y los pecados no sean la causa de perder vuestra confianza. La Iglesia es vuestra madre, no os abandona y está dispuesta a acompañaros por caminos nuevos, por las alturas donde el viento del Espíritu sopla con más fuerza, haciendo desaparecer las nieblas de la indiferencia, de la superficialidad, del desánimo”.

Por último, una palabra de consuelo dirigida, sobre todo, a los jóvenes que, por diversos motivos, experimentan un sufrimiento al que no le ven ningún sentido. Hay jóvenes que se juegan la vida atravesando el Mediterráneo en una patera o caminando desde Centroamérica a Estados Unidos en busca de un futuro mejor; jóvenes que son víctimas de la explotación laboral y sexual, la droga y las pandillas juveniles; jóvenes ludópatas o enganchados a internet o a la pornografía; jóvenes que no encuentran en sus hogares el cariño que necesitan; jóvenes sin alma por el vacío que les produce el ambiente consumista y despersonalizado en el que viven. ¿Cómo ayudarles a ver que Jesús es siempre y en todas partes lugar de consuelo? El mismo que dijo “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados” o “Bienaventurados los que lloran porque ellos serán consolados” sale hoy al encuentro de los jóvenes que viven desconsolados para decirles que no están solos, que hay una comunidad dispuesta a acogerlos, escucharlos y acompañarlos.

Pueden parecer solo palabras bonitas, pero hay miles de personas dedicadas a hacerlas realidad en las muchas encrucijadas de la vida. No aparecen en los medios de comunicación. Quizás es mejor que así sea para librarse del deterioro que produce toda sobreexposición.


domingo, 28 de octubre de 2018

Del borde al centro del camino

La mente se me escapa a Ciudad de México. Hoy, en la iglesia de san Hipólito, regentada por los misioneros claretianos, se celebra la fiesta de san Judas Tadeo. Miles de personas desfilarán a lo largo de esta jornada por la antigua iglesia colonial. En pocos lugares he visto una explosión semejante de devoción popular. Pero para nosotros hoy es el XXX Domingo del Tiempo Ordinario. El Evangelio describe el encuentro del ciego Bartimeo con Jesús. Me parece el guión perfecto para un cortometraje que podría titularse “Un cristiano en busca de luz”. La escenografía es simple y contundente. Todo sucede en el camino que sale de Jericó. Jesús se dirige a Jerusalén. Al principio, aparece un mendigo ciego “al borde” del camino. Al final, con la vista recobrada, aparece de nuevo siguiendo a Jesús por “el centro” del camino. De ciego marginal pasa a ser seguidor del Maestro. ¿Qué ha sucedido en el medio? Muy simple: un encuentro sanador. El mendigo es consciente de su ceguera, de su marginalidad y de su incapacidad para salir de ambas. Cuando siente que Jesús está cerca, grita. No le importa lo que piensen los demás. Entona su propio “Kyrie, eléison”. Su petición llega a Jesús, que lo manda llamar. El resto se resuelve en tres frases esenciales. Primera: “¿Qué quieres que haga por ti?”. Segunda: “Maestro, que recobre la vista”. Tercera: “Vete, tu fe te ha salvado”. Antes, el ciego había arrojado su manto raído (había abandonado su vida marginal), se había puesto en pie (como un hombre digno) y se había acercado a Jesús (como alguien que confía plenamente en él).

Esta podría ser la historia de cualquiera de nosotros. Lo que pasa es que no resulta fácil meterse en la piel de un ciego marginal. Y, mucho menos, reconocer que uno lo es de verdad y pedir ayuda a gritos. ¿Qué tipo de ceguera y de marginalidad puede estar afectándonos? Me da miedo generalizar. Cada uno tenemos bastante con nuestros propios demonios. Pero hay algo que parece ser común en esta sociedad fragmentada: la dificultad de trenzar nuestras historias, de vivir juntos lo que nos está pasando, de compartir las dudas y los gritos. Somos grupos humanos formados por gente extraordinaria. Pero no acertamos a desarrollar el don de formar verdaderas comunidades familiares, parroquiales o religiosas. Este domingo es una invitación a una súplica colectiva en medio de nuestra ceguera: “Señor, ten misericordia de nosotros”. Siento que Jesús nos dirige la misma pregunta que a Bartimeo, pero en plural: “¿Qué queréis que haga por vosotros?”.

Tendríamos que atrevernos a formular claramente nuestras necesidades sin perdernos en el hechizo de las etiquetas vacías: “Señor, que recuperemos la alegría de vivir la fe, que estemos más cerca de quienes necesitan ayuda, que sonriamos más, que disfrutemos celebrando la eucaristía, que no nos dejemos dominar por la tristeza y el pesimismo…”. ¿Es posible que el cortometraje acabe con un silencio por parte de Jesús? No, lo que el guion dice es que él responde: “¡Ánimo, vuestra fe os ha salvado!”. La fe: esta es la clave de toda verdadera transformación. Por tanto, la cuestión básica que se desprende de esta historia es muy simple: ¿Creo o no creo? El cortometraje admite varios finales según sean las respuestas. Si la respuesta es “sí”, entonces es posible tirar los mantos viejos y seguirlo por el centro del camino, como hombres dignos y curados. Si es “no” o “depende”, es posible que continuemos al borde del camino a la espera de otra oportunidad.


viernes, 26 de octubre de 2018

¿Qué harías si no tuvieses miedo?

Tomo la pregunta prestada. Hay varios libros, como el de Borja Vilasecacon el mismo título. La pregunta figura también en el famoso libro ¿Quién se ha llevado mi queso? Transcribo el párrafo completo en el que aparece: “Kof se sentía cada vez más angustiado, y se preguntó si realmente quería volver al laberinto. Escribió una frase en la pared que tenía delante y se quedó un rato mirándola. ¿Qué harías si no tuvieses miedo? Pensó en ello. Sabía que, a veces, un poco de miedo es bueno. Cuando tienes miedo de que las cosas empeoren si no haces algo, el miedo puede incitarte a la acción. Pero, cuando te impide hacer algo, el miedo no es bueno”. Hay muchos miedos que nos impiden hacer algo, que nos paralizan. Algunos consideran que la sociedad del siglo XXI es “la sociedad del miedo”, quizás porque el famoso 11-S marcó a fuego el comienzo de un siglo que se prometía dorado. En este contexto cobran más fuerza las palabras de Jesús repetidas varias veces a lo largo de los evangelios: “No tengáis miedo”. Me he referido a este tema varias veces en este blog porque creo que es uno de los rasgos del tiempo que vivimos. Pero hoy lo quiero abordar desde su vertiente positiva. Sabemos que los miedos nos bloquean, pero ¿qué pasaría si no tuviésemos miedo? ¿Qué podríamos hacer? ¿Cómo podríamos ser?

En su famoso libro sobre el queso, Spencer Johnson escribe que “un poco de miedo es bueno”. Es verdad. Hay “miedos buenos” que nos impiden hacer tonterías, que nos protegen de riesgos innecesarios y que nos incitan a la acción. Constituyen como una barrera protectora. Pero hay “miedos malos” que no nos permiten vivir con serenidad y alegría, que recortan nuestras alas, que no nos dejan crecer como personas. Sin estos miedos, podríamos despegar el vuelo, vivir de otra manera, sacar partido a los dones que Dios nos ha regalado. Me parece que hacernos la pregunta puede ayudarnos a caer en la cuenta de los muchos miedos, a veces sutiles, que nos paralizan: ¿Qué harías si no tuvieses miedo? Las respuestas no acuden de inmediato. Conviene ser paciente. Sugiero una lista de posibles respuestas. Si no tuviese miedo, podría:

  • Pedir perdón a algunas personas a quienes he retirado la palabra hace tiempo o con quienes tengo alguna deuda afectiva pendiente.
  • Presentarme en público sin tener que pedir permiso, seguro de mi mismo(a) y con deseos de ofrecer mi aportación.
  • Acercarme al sacramento de la Reconciliación y experimentar, después de muchos años, la misericordia de Dios que me rehace y me abre un nuevo futuro.
  • Ofrecerme como voluntario(a) para acompañar a algunas personas mayores o realizar servicios que no son de relumbrón.
  • Empezar a practicar deporte sin sentirme ridículo(a) y ponerme en forma para afrontar de otra manera la vida.
  • Estudiar una lengua extranjera para ensanchar mi pequeño mundo y ampliar mi capacidad comunicativa con nuevas personas.
  • Decir te quiero a las personas que están cerca y a las que nunca les expreso con claridad mis sentimientos.
  • Manifestar mi fe en las conversaciones con los amigos sin sentirme ridículo(a) y sin pretender imponer nada a nadie.
  • Participar con más frecuencia en la Eucaristía sin preocuparme de lo que puedan pensar algunas personas que me tienen puesto el ojo encima.
  • Aclarar algunas situaciones confusas en las que he recurrido a la mentira para salvar mi prestigio personal y mi imagen.
  • Arriesgarme a buscar otro trabajo más en línea con mis capacidades o aspiraciones, o incluso a crear mi propia empresa con otras personas.
  • Viajar más, conocer nuevos lugares, salir de mi rutina habitual. 
  • Expresar con claridad y respeto mis opiniones con respecto a la religión, la política, la economía, la sexualidad y cualquier otra dimensión de la vida humana.
  • Comprometerme mucho más en mi vida cristiana, dejando la mediocridad en la que vivo y asumiendo empeños más radicales y duraderos.
  • Denunciar algunas situaciones de injusticia y engaño que veo en mi entorno y que hasta ahora tolero para no complicarme la vida.
  • Disfrutar mucho más de las cosas sencillas sin desear las que la publicidad me presenta como imprescindibles para ser feliz.
  • Sentirme mucho más libre, generoso(a) y dispuesto(a) a asumir riesgos.
La lista es interminable. No hay dos listas coincidentes. Cada uno de nosotros debe hacer la suya. Lo que importa es exorcizar estos demonios, los miedos, que lo único que pretenden es presentarnos el lado oscuro de la vida para tenernos atrapados en sus garras e impedirnos vivir con libertad y alegría.



jueves, 25 de octubre de 2018

Templo grande, comunidad pequeña

Ayer celebramos con alegría la fiesta de san Antonio María Claret. A las seis y media de la tarde, nos dimos cita en la basílica del Corazón de María de Roma unos cincuenta claretianos (obispo, presbíteros y hermanos) y un nutrido grupo de religiosas de la familia claretiana para celebrar la eucaristía solemne que presidió nuestro Superior General, el indio Mathew Vattamattam. Había también unos cuantos amigos nuestros y algunos laicos de la parroquia. Es verdad que no resulta fácil congregar a mucha gente un miércoles por la tarde, pero el contraste era muy llamativo. En el enorme presbiterio se alineaban a ambos lados del altar los numerosos presbíteros con albas y estolas blancas; en los bancos de la inmensa nave central, las religiosas y los pocos laicos. Si tenemos en cuenta que la planta de la basílica mide casi una hectárea, podemos imaginarnos la sensación de vacío, lo cual no fue óbice para tener una celebración fraterna.

Mientras contemplaba el panorama, pensaba en lo que nos está sucediendo en muchas partes de Europa. La mayoría de nuestros pueblos y ciudades, como fruto de siglos de cristianismo, tienen espaciosas y a menudo espléndidas iglesias. Uno se sorprende viajando por Castilla, por ejemplo. En medio de los trigales se yergue el campanario de un templo soberbio para un pueblo de cien o doscientos habitantes, la mayoría de los cuales son ancianos. No es difícil desalentarse viendo lo que nos depararán los próximos años. En Asia y África sucede el fenómeno contrario. Con mucha frecuencia, los espacios destinados al culto no pueden albergar a los numerosos cristianos que se congregan cada domingo. Muchos se arraciman en la calle; la mayoría son jóvenes y niños. Se respira un ambiente de alegría y esperanza.

Hablando ayer con un obispo claretiano de Puerto Rico que está participando en el Sínodo sobre los jóvenes, me confesó que cuando hablan los representantes europeos lo hacen, por lo general, con un tono mortecino, como si hubieran perdido la esperanza de que las cosas puedan cambiar, como si ya no creyeran que Jesús está llegando también al corazón de los jóvenes del viejo continente. Puede ser solo una impresión superficial, pero conviene prestar atención a cómo nos ven quienes vienen de otros contextos. Las preguntas se multiplican: ¿Qué nos está pasando? ¿Qué significa la realidad de nuestros grandes templos usados por comunidades pequeñas? ¿Qué podemos aprender? ¿Qué debemos hacer? El ejemplo de los templos grandes casi vacíos es solo una muestra -quizá no la más importante- que nos obliga a abrir los ojos, a ir un poco más lejos. No sé si el Sínodo nos ofrecerá orientaciones claras y alentadoras -espero que sí-, pero, más allá de lo que diga, necesitamos cambiar de paradigma y de actitud. La desesperanza, además de indicar una falta de fe, no nos lleva a ninguna parte. 

Creo que tenemos que preguntarnos, en primer lugar, si somos un residuo o un resto. En el primer caso, estaríamos viviendo los estertores de una época que está a punto de acabar; en el segundo, nos acostumbraríamos a ser fermento en la masa, pequeña minoría esperanzada que se relaciona de otra manera con las mayorías sociales. Si uno se siente residuo, pierde la autoestima y no encuentra motivo para compartir su experiencia con otros. Se ve dominado por sentimientos de impotencia, frustración y tristeza. Si uno se sabe resto, acepta con serenidad que no todos piensan y se comportan igual,  vive con gratitud y alegría su propia fe y, llegado el momento oportuno, la comparte con quienes muestran interés. Creo que los creyentes no estamos llamados a ser residuos sino un resto humilde, alegreabierto y siempre esperanzado.

miércoles, 24 de octubre de 2018

Claret en Roma

Un año más celebramos la fiesta de un hombre pequeño de estatura, gigante de espíritu. No solo es un día especial para los hijos e hijas de Claret dispersos por todo el mundo, sino para la Iglesia entera. Los santos son patrimonio común, modelos e intercesores sin copyright. Donde hay un santo, todos nos sentimos sus amigos. Faltan solo dos años para conmemorar el 150 aniversario de aquel 24 de octubre de 1870. Eran las 8,45 de la mañana. Un hombre, un arzobispo extranjero que musita algunas palabras en italiano, un exiliado, muere en una pequeña celda de la abadía cisterciense de Fontfroide, en el sur de Francia. Tiene 62 años y diez meses. Se lo ve mayor. El trabajo, el sufrimiento y la enfermedad lo han ido consumiendo poco a poco. Había nacido en un pequeño pueblo de Cataluña, Sallent, pero nadie lo conoce en relación con él. Hablamos de Francisco de Asís o de Teresa de Ávila, pero no hablamos de Antonio de Sallent. La patria de los misioneros es el mundo entero. Vivió en Cataluña, Canarias, Cuba, Madrid, París y Roma. Siempre se movió impulsado por una pasión escrita como lema en su escudo episcopal: “El amor de Cristo me empuja” (Caritas Christi urget me).

¿Por qué hoy, 148 años después, los misioneros claretianos y todos los miembros de la gran familia claretiana recordamos la vida y la muerte de este hombre? Porque queremos entender mejor quiénes somos, por qué estamos aquí, cuál es nuestra misión en la vida. Claret escribió un hermoso retrato del verdadero hijo del Inmaculado Corazón de María, que es un resumen de las tres lecturas bíblicas que se proclaman en este día de su fiesta. 

De hecho, se sabía “consagrado por el Espíritu del Señor para llevar las buenas nuevas a los pobres” (Isaías), “fuertemente impulsado por el amor de Cristo” (2 Corintios) para “ir por todo el mundo para predicar el evangelio a toda criatura (Marcos). 

Claret no pensó sino cómo “seguir e imitar a Jesucristo [en orar], trabajar, sufrir y procurar siempre y únicamente la mayor gloria de Dios y la salvación de las almas” (Autobiografía, 494). Estos verbos (orar, trabajar y sufrir) los conjugó de manera excepcional las tres veces que vino a Roma.  Me gustaría hoy acercarme a estas tres visitas desde la luz que cada uno de ellos arroja. En realidad, aunque los tres lo acompañaron a lo largo de toda su vida, es cierto que los acentos fueron diversos según las distintas etapas. Acompáñenoslo hoy en estos tres viajes espaciados en el tiempo.

Primer viaje (1839): TRABAJAR

Claret llegó a Roma por primera vez el 6 de octubre de 1839. Después de recorrer el camino a pie desde Sallent a Marsella, se embarcó en el puerto francés y llegó en barco a Civitavecchia. Entonces era un joven sacerdote catalán. Tenía casi 32 años. Permaneció aquí durante seis meses. Su sueño era ofrecerse a Propaganda Fide para ser enviado como misionero a cualquier parte del mundo. El sueño fracasó por varias razones, pero el joven Claret amplió su visión del mundo y de la Iglesia. Los meses que pasó en el noviciado jesuita fueron de gran ayuda.

El verbo dominante de esta etapa es el verbo trabajar. Se sentía fuerte. Poseía un temperamento muy activo. Quería dedicarse por entero a la proclamación del evangelio. Al regresar a su Cataluña natal, se dedicará a lo largo de diez años (1840-1850) a las misiones populares, los ejercicios espirituales, la publicación de libros y folletos y la creación de instituciones apostólicas, como la Congregación de los Hijos del Inmaculado Corazón de María (1849), a la que yo pertenezco.

Segundo viaje (1865): SUFRIR

Tardó 25 años en regresar a la Ciudad Eterna. Era el 4 de noviembre de 1865. Esta segunda vez solo se quedó tres semanas. Claret llevaba siendo arzobispo más de quince años. Había ejercido su ministerio en Santiago de Cuba y en Madrid. Junto con la madre María Antonia París, había fundado en Santiago de Cuba (1855) las Religiosas de María Inmaculada (Misioneras Claretianas). El propósito del viaje fue muy preciso: discernir con el papa Pío IX si tenía que permanecer al lado de la reina Isabel II de España, después del reconocimiento del Reino de Italia, o, por el contrario, debía renunciar a su cargo de confesor real. No era fácil tomar una decisión. 

Esta segunda visita está marcada por un profundo sufrimiento. El año 1864 había sido uno de los más amargos de su vida. Se multiplicaron las calumnias y las campañas persecutorias. El verbo sufrir salta al primer plano. ¿Cómo se puede pensar en seguir a Jesucristo sin compartir sus sufrimientos?

Tercer viaje (1869): ORAR

La tercera y última vez que Claret llegó a Roma fue el 2 de abril de 1869. Esta vez permaneció mucho tiempo: casi dieciséis meses, hasta julio de 1870. Él, un exiliado, un perseguido, tuvo el privilegio de predicar el Evangelio en París, entonces capital de la cultura. También lo hará finalmente en Roma, capital de la fe. De esta manera cerrará el ciclo de su vida misionera. Participa en el Concilio Vaticano I. Defiende con insistencia la infalibilidad pontificia. Su participación en el Concilio se recuerda en el hermoso mosaico ovalado que podemos admirar hoy en el brazo derecho de la basílica de San Pedro. Visita a los presos en algunas cárceles romanas, escribe y se prepara para el final inminente.

Siente que la muerte ya está cerca. El verbo más conjugado de estos años postreros es el verbo orar. Después de una vida intensa de trabajo y sufrimiento, desea ardientemente entregar su alma a Dios como la vela que se consume al iluminar. Su experiencia mística de unión con Dios lo lleva a una vida continua de oración.


Desde hace quince años vivo en Roma. Cuando pienso en Claret, no lo imagino como un extraño que no tiene nada que ver con esta ciudad tan especial. Los testigos de su muerte recuerdan que una de las expresiones que más repetía en los últimos días era benissimo, un término italiano que expresaba su conformidad con las atenciones que recibía. El italiano fue una de las cinco lenguas (junto con el catalán, el castellano, el latín y el francés) en las que podía expresarse con desigual soltura.

Sus tres estancias en Roma (la última muy larga) resumen un exigente programa de vida para cada uno de nosotros, sea cual sea nuestra edad y vocación.
  • En un contexto de cierta fatiga y pasividad pasadas, estamos invitados a trabajar, a buscar respuestas creativas a las muchas situaciones que nos desafían en nuestra sociedad secularizada y, al mismo tiempo, a la necesidad de esperanza.
  • En un contexto que realza hasta el paroxismo el placer, la diversión, Claret nos enseña que aquellos que quieren entregar sus vidas a Dios y a sus hermanos también deben aceptar el sufrimiento que siempre implica el amor genuino.
  • Finalmente, en un contexto de autosuficiencia, Claret nos invita a orar, a poner toda nuestra confianza en el Dios que nunca nos abandona.
Desde esta Roma claretiana, en un día como hoy recuerdo cómo fue mi encuentro con Claret y le doy gracias a Dios por la vocación misionera y por formar parte de la familia carismática fundada por este santo universal.

Feliz fiesta de san Antonio María Claret 
a todos los miembros de la Familia Claretiana
y a los amigos de El Rincón de Gundisalvus


martes, 23 de octubre de 2018

Ser y, además, estar

Es la tortura de quienes quieren aprender bien la lengua de Cervantes. No es fácil saber cuándo se debe usar el verbo ser y cuándo el verbo estar. Por ejemplo, no es lo mismo decir “soy joven” que “estoy joven”. Es verdad que hay orientaciones, pero, al final, lo que cuenta es el uso. Hay que pegar el oído para escuchar cómo hablan quienes tienen el castellano como lengua materna. Se puede ser sin estar y estar sin ser. Por eso, cuando nos referimos a ciertas situaciones ambiguas, solemos decir que “no están todos los que son ni son todos los que están”. Estas disquisiciones lingüísticas vienen a cuento de una situación que hoy vivimos en diversos ámbitos: la falta de presencia, las dificultades para practicar el verbo estar. Hay hombres y mujeres que son padres y madres de sus hijos, pero apenas están con ellos. Hay personas que son amigas, pero nunca sacan tiempo para estar con las personas a las que dicen querer. Hay sacerdotes que son párrocos o responsables de comunidades y casi nunca están con su gente. En tiempos tan eficacistas como los nuestros, el simple estar se considera a menudo una pérdida de tiempo. ¡Siempre hay muchas cosas más importantes que hacer! Antes, en las casas, había una sala de estar en la que la familia se reunía para convivir. La expresión ha caído en desuso. Cada vez se está menos tiempo juntos. Hoy se suele llamar salón o -en casos muy cursis- living o algún otro anglicismo.

El ámbito familiar se presta a una reflexión más profunda. Hay padres que dedican mucho tiempo al trabajo porque quieren asegurar un buen futuro para sus hijos, pero apenas están con ellos. Incluso los fines de semana no se prodigan demasiado. En el caso de los matrimonios separados o divorciados esta situación se complica todavía más. Los hijos, sobre todo cuando son pequeños, demandan cosas, pero lo que realmente necesitan es presencia. Lo mismo se podría decir en sentido contrario: los padres, sobre todo cuando son mayores, necesitan que alguien esté con ellos. ¿Cómo creer en el poder transformador de la presencia? ¿Cómo caer en la cuenta de que a veces lo mejor que podemos hacer por las personas a las que queremos es estar con ellas, en un ejercicio gratuito de amor, sin ninguna necesidad de hacer cosas productivas? (No está de más añadir que en algunos casos la presencia puede ser tan invasiva y tóxica que lo que se necesita es ausencia, pero no suele ser lo corriente). He conocido historias de sacerdotes y de misioneros que se quejan de que en una determinada comunidad o parroquia tienen muy pocas cosas que hacer y que por eso buscan actividades alternativas y a veces ciertas compensaciones. Es muy probable que no hayan descubierto el sentido profundo de la pastoral de la presencia. A veces, el solo hecho de saber que el sacerdote está en la iglesia o en su casa, o visitando las familias, es ya un signo elocuente. Estar cuando todos se van, quedarse para escuchar a las personas, perder el tiempo esperando, se ha convertido en algo contracultural. María es el modelo perfecto de las personas que saben estar siempre al pie de la cruz y al pie de la alegría.

Es verdad que, ante todo, tenemos que ser lo que somos. Pero este ser puede vaciarse sin aprender a estar. ¿Qué significa ser padre o madre si nunca estoy con mis hijos? ¿Qué significa ser pastor de una comunidad cristiana si apenas dedico tiempo a estar con mis hermanos? La respuesta que solemos dar a estas preguntas parece razonable, pero a veces suena a pura excusa: “No puedo perder el tiempo en naderías cuando tengo muchas cosas que hacer. El estar es propio de personas sin ocupación”. Hemos llegado a tal reduccionismo que hemos vaciado de sentido y de belleza el sacramento de la presencia. Cuando no encontramos las palabras adecuadas; cuando, ante una situación compleja no sabemos qué hacer, la presencia discreta y amorosa, el estar junto a otra persona, se convierte en la mejor expresión de amor. Jesús supo ser (sus famosos “yo soy” salpican el Evangelio) y supo estar: más aún, supo quedarse. Hasta tal punto dio importancia a su presencia que el Evangelio de Mateo se cierra con estas prometedoras palabras: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos” (Mt 28,20). Si Él está, ¿por qué a nosotros nos cuesta tanto? Quizá porque para poder estar sin tener la impresión de perder el tiempo, es preciso ser Solo una identidad clara permite una presencia serena.

lunes, 22 de octubre de 2018

El Evangelio trastiberino

Aunque sea lunes, tengo que volver sentimentalmente al sábado por la tarde. Después de una semana muy cargada, tuve la oportunidad de pasar varias horas con un matrimonio amigo mío que vino de Madrid para disfrutar del fin de semana en Roma. En seis horas nos hicimos 15 kilómetros a pie callejeando por el corazón de la ciudad, desde la Piazza del Popolo hasta el Trastévere, pasando por los lugares emblemáticos del centro histórico. Como en otras ocasiones he hablado ya de mis paseos romanos, no quiero repetirme ahora. Prefiero destacar algunos momentos que hicieron del recorrido del sábado una experiencia diferente. La temperatura y la luz eran impropias de estas alturas de octubre. Hacía calor.  Nos iluminaba una suave luz “velazqueña”, como la calificó mi amigo, arquitecto de profesión y muy sensible al arte. Pudimos caminar con calma en medio de la riada de turistas que se concentraban en los lugares favoritos: escalinata de la Plaza de España, Fontana de Trevi, etc. Antes de encaminarnos al famoso barrio trastiberino, paseamos por la plaza de san Pedro durante ese momento mágico en el que el día se despide por detrás de la cúpula de la basílica con una luz entre rosácea y anaranjada. No es fácil describir lo que se experimenta en medio de la plaza, abrazados por las cuatro filas de columnas berninianas y transportados a otro tiempo y quizás también a otro espacio que no se mide en metros cuadrados. Los atardeceres en la plaza de san Pedro tienen algo muy especial.

Para quienes nunca han visitado el barrio del Trastévere, les diré que es un típico barrio romano que se encuentra en la ribera occidental del río Tíber. De ahí el nombre. Sus calles adoquinadas y sus casas medievales, mezcladas con infinidad de trattorie, pizzerías, restaurantes y tiendas de artesanía, le confieren un particular atractivo. Los fines de semana se llena de italianos y turistas. El sábado apenas se podía dar un paso. Había colas para comer una pizza o tomar un aperitivo, pero sin el agobio y la tensión que se observan en otros lugares turísticos. Muchos se arremolinaban en torno a artistas callejeros o se sentaban en algunas escalinatas para escuchar temas de Pink Floyd interpretados por músicos entraditos en años. Mi amigo se sabía la letra de alguna de las canciones. En el Trastévere todo transcurre con calma y buenos modos, con esa belleza popular que parece un elixir contras las prisas y el aislamiento que hoy nos matan.

Nosotros, después de tomar nuestra consabida pizza y regarla con cerveza o naranjada, nos acercamos a la basílica de Santa Maria in Trastevere. Yo no les di muchas explicaciones a mis amigos, pero les aseguré que les iba a encantar. Me gustaría que ellos mismos dijeran lo que sintieron. La belleza deslumbrante del espacio inundado de luz, la majestuosidad de los mosaicos, la presencia de numerosas personas de todas las edades que llenaban la iglesia para la Eucaristía vespertina y la música suave de los cantos creaban una atmósfera tan sugestiva que nos costó arrancarnos de allí. A mi amiga la veía como embelesada. Creo que ni ella ni su marido imaginaban algo semejante en el corazón del Trastévere. Tuve que explicarles que todo era fruto de las sorpresas del Espíritu Santo y del trabajo de la comunidad laical de Sant’Egidio, que este año celebra las bodas de oro de su fundación. Pudimos ver de cerca al fundador, el historiador italiano Andrea Riccardi. Acostumbrado a verlo en televisión, de traje y corbata, en su etapa como ministro de Cooperación Internacional e Integración (2011-2013), me sorprendió verlo como uno más, mezclado con toda la gente, vestido con sencillez.

A la salida, nos hicimos varias preguntas: ¿Por qué en muchas partes de Europa (incluyendo nuestra querida España) parece que el cristianismo está languideciendo y aquí, en medio del barrio más típico de Roma, surge una comunidad tan floreciente, tan abierta? ¿Por qué esta comunidad laical ha encontrado la fórmula para combinar una liturgia sencilla y bella con un compromiso solidario con los pobres del barrio? ¿Por qué es tan sensible a los conflictos contemporáneos y realiza tantas tareas de intermediación en favor de la paz y la justicia? Cuando uno examina las estadísticas de la Iglesia Católica 2018, cae en la cuenta de que decrece en Europa el número de sacerdotes y de religiosas y, en general, el número de bautizados. Al mismo tiempo, surgen nuevas realidades (la de Sant’Egidio no es tan nueva porque ya ha cumplido 50 años) que presentan una cara fresca de la Iglesia en un ambiente muy secularizado.  Lo que sucede cada tarde en la basílica de Santa María in Trastevere es todo un símbolo. El Evangelio sigue diciendo mucho a los hombres y mujeres de hoy cuando se vive con autenticidad, sencillez y belleza. Todos los años, el día de Navidad, la basílica se convierte en un espacioso y bellísimo comedor social. Los pobres se sienten en su casa. ¿No nos están indicando hechos como estos la dirección en la que tenemos que caminar? Cansados de tantas explicaciones teóricas, necesitamos la fuerza de los “milagros” prácticos. Nosotros, entre paseo y pizza, fuimos testigos de uno de ellos. La cosa no quedará solo en eso. Gracias, Iván y Pilar.