viernes, 22 de junio de 2018

Las dos miradas

Pasar unas cuantas semanas en Oriente –en Sri Lanka y la India, para ser más precisos– ayuda a comprender algo de lo que nos está pasando en Occidente, aunque no conviene sacar conclusiones apresuradas. Se suele decir, con una pizca de ironía, que quien viaja una semana a la India acaba escribiendo un libro; quien pasa un año entero, publica un artículo; quien se queda a vivir aquí, apenas se atreve a pronunciar algunas frases. Las miradas rápidas perciben la superficie. Solo el paso del tiempo nos ayuda a hacernos cargo de la hondura y complejidad. Hay algo, sin embargo, que cada vez me parece más evidente: los distintos modos de mirar la realidad. En Occidente tendemos a ser racionales y analíticos. En Oriente se valora más el saber espiritual y la armonía de los contrarios. A nosotros, los occidentales, nos gusta separar y dividir para comprender mejor. Tendemos al dilema. En Oriente buscan unir lo que parece alejado. Tienden a la síntesis. Occidente es acción. Oriente es contemplación. Los resultados de cada mirada son también distintos. Occidente produce ciencia y técnica. Oriente produce sabiduría. Es posible que esta apretada síntesis resulte demasiado tópica, pero encuentro en ella algunas claves que me ayudan a interpretar muchas de las situaciones que veo a mi alrededor. 

Algunos de mis amigos de Occidente son personas con una gran capacidad crítica. Desde adolescentes se han acostumbrado a “sospechar” de todo, siguiendo el dicho kantiano: “Atrévete a pensar por ti mismo”. Si ven a una persona muy devota, lo primero que les viene a la cabeza es que seguramente está disfrazando con el ropaje religioso una frustración sexual o afectiva. Toda forma de obediencia les parece, de entrada, sumisión infantil. Tanta sospecha los vuelve desconfiados y un poco huidizos. ¡Hasta el amor les resulta sospechoso! En realidad, mis amigos no son más que un pálido reflejo de lo que Occidente vive como drama cultural desde hace siglos. Es como si la cultura, cansada de los dogmatismos filosóficos y religiosos, se hubiera empeñado en dejarse guiar por este solo principio: “Sospecha, que algo queda”. El arte figurativo se considera demasiado pegado a la realidad; por eso, los más creativos se adentran en las mil formas de lo abstracto. La música tonal es demasiado perfecta. Hay que explorar el mundo de la dodecafonía. ¡Hasta la comida tiene que ser de-construida para que parezca moderna y original! El psicoanálisis nos ha enseñado a buscar siempre tres pies al gato en cualquier acción o pasión. La sociología desmonta muchas de las supuestas convicciones sociales. En definitiva, nada es lo que parece. 

Algunas de las personas más inteligentes han explorado los límites de la ciencia, el arte, la literatura, la psicología, la política y hasta la religión. Se han asomado al abismo de la genética y de la astronomía. Todo les parece poco con tal de “desmontar” el constructo (sic) humano. Incluso la Biblia no se libra de esa tarea de desmonte, versículo a versículo, palabra por palabra. Ciertos exégetas parecen entomólogos tratando la Palabra de Dios. Al final –he aquí la tremenda paradoja– muchas de estas personas, expertas en “desmontar” la realidad, en ponerla patas arriba, ingenieros del análisis, expertos en autopsias, no experimentan la paz y la alegría que tendrían que acompañar una empresa de este tipo. Sucumben a un sentimiento de profunda tristeza y frustración, como si hubieran matado el encanto de la realidad por querer dominarla. Un mundo desencantado acaba produciendo desencanto. Algunos personajes famosos que se han acercado a estos abismos han acabado como juguetes rotos. Pienso, sobre todo, en literatos, artistas y científicos conocidos. Es la triste estampa del niño que, por querer desentrañar el regalo que ha recibido, acaba reduciéndolo a piezas esparcidas por el suelo. El suicidio se convierte entonces en la única salida. El hombre occidental no ha entendido que “comer del árbol de la vida”, querer ser como Dios, tiene un precio: la propia destrucción. Por no querer ser hijo de Dios acaba siendo esclavo de sí mismo. 

En Oriente proceden de otro modo. La realidad no está solo para ser comprendida sino, sobre todo, para ser aceptada e integrada. No es solo un enigma que se puede desentrañar a base de ciencia y algoritmos. La realidad es un misterio que necesita ser contemplado. La persona más sabia no es la que reduce a piezas el juguete de la realidad para dominarlo, sino la que sabe jugar con él, aunque no sepa bien cómo funciona. Aceptar que no podemos saberlo todo, integrar las heridas del pasado sin buscar obsesivamente una explicación para cada cosa, comprender que la realidad –empezando por nosotros mismos– es un misterio... supone una gran madurez personal. Se trata de un camino espiritual que no todos están dispuestos a recorrer. 

En Oriente observo una mayor predisposición a ponerse en camino. Y lo mismo me sucede con algunas personas que se mueven fuera del ámbito de los listos. Siempre me ha llamado la atención que, a menudo, un simple campesino afronte las pruebas de la vida (fracasos, enfermedades, crisis, muertes) con más serenidad que un artista famoso o un científico de renombre. Se suele decir que “solo los tontos son felices”. Jesús lo decía de otra manera mucho más profunda: “Te doy gracias, Padre, porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla” (Mt 11,25). Dios revela el secreto de la vida –y, por tanto, la clave de la felicidad– a quienes saben abandonarse en sus manos sin exigir continuas explicaciones. La fe no es un ejercicio irracional, sino un exceso de confianza. En una cultura que genera desconfianza es imposible creer. Algo de esto me da vueltas en la cabeza mientras converso con algunas personas en el norte de Kerala, observo su manera de rezar y escruto sus reacciones ante asuntos controvertidos. Es evidente que tienen “otra mirada”. No conviene despreciarla, a menos que queramos convertirnos en una especie de gran Polifemo que ve todo con un solo ojo. Las dos miradas –la oriental y la occidental– son necesarias para conducirnos por la vida. ¡Lástima que la cultura globalizada esté arruinando las diferencias!

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