sábado, 30 de junio de 2018

La promesa solemne

Termina el mes de junio. Lo he pasado entero en la India. Durante este tiempo he tenido la oportunidad de visitar un buen número de escuelas y colegios. En todos, los alumnos comienzan la jornada recitando a voz en grito el National Pledge; o sea, la promesa nacional. Se trata de una especie de declaración solemne que expresa el amor al país y el compromiso de trabajar por él. Fue compuesto originariamente en télugu y luego traducido a otras lenguas de la India. Los niños y jóvenes repiten este Indian Pledge con verdadera pasión. Según me han dicho, no está mandado recitarlo, pero, desde 1963, se ha convertido en una práctica común en la mayoría de las instituciones educativas de todo este inmenso país. Si alguien piensa que esto favorece el uniformismo es que no conoce la India. No existe en el mundo ningún país más diverso que éste en razas, lenguas, religiones, culturas, geografía, tradiciones… Y, sin embargo, hay un fuerte sentido de identidad nacional, un sano patriotismo. Esto no significa que no haya tensiones y hasta algún conflicto aislado. Ayer mismo leí en la prensa que India es el país más peligroso para las mujeres. Puede ser. Abundan las noticias sobre violaciones, bodas forzadas y otros agravios. Pero, en medio de los muchos problemas pendientes, este inmenso país cultiva con gusto la unidad en la diversidad. A otros mucho más pequeños les cuesta encontrar la fórmula.

La famosa promesa suena así en inglés (con una versión al español realizada por mí):


ENGLISH


ESPAÑOL

India is my country
and all Indians
are my brothers and sisters.
I love my country and I am proud 
of its rich and varied heritage.

I shall always strive to be worthy of it.
I shall give my parents, teachers 
and all elders respect 
and treat everyone with courtesy.

To my country and my people,
I pledge my devotion.
In their well-being and prosperity alone,
lies my happiness.


India es mi país
y todos los indios
son mis hermanos y hermanas.
Quiero a mi país y estoy orgulloso
de su rica y variada herencia.

Me esforzaré siempre por ser digno de ella.
Respetaré a mis padres, profesores
y ancianos
y trataré a todos con cortesía.

Prometo mi entrega
a mi país y a mi pueblo.
Mi felicidad reside solo
en su bienestar y prosperidad.

¿Alguno de mis amigos españoles cree que en España se podría proponer algo semejante? Antes de terminar de exponer la propuesta sería tachado de rancio, centralista, patriotero y –por seguir la moda de los últimos años– franquista. No importa que Franco lleve enterrado más de 40 años. Parece que no estamos para himnos, promesas y banderas. Suenan a residuos del pasado. Una persona moderna está por encima de trapos, gorgoritos y emociones colectivas. Y, sin embargo, todo país necesita expresar su unión y su diversidad a través de algunos símbolos que lo identifiquen y que expresen los sentimientos comunes. Por lo general, en todos los países se tiene un gran respeto a la bandera y al himno. He podido comprobarlo de cerca en los Estados Unidos y en muchos países latinoamericanos, africanos y asiáticos. La gente se emociona. Europa –bueno, una parte de este continente– es otro cantar. Vamos de listillos por la vida –de sobrados, dicen los más castizos–, pero luego nos hundimos en miserables luchas intestinas y no sacamos partido de la fuerza de la unidad en la diversidad. Sentimos querencia por el terruño. Podemos ridiculizar a quienes cantan el himno de un país, podemos incluso silbarlo, pero luego se nos caen las lágrimas con el himno de nuestro equipo de fútbol. Un continente que no vibra con algunos símbolos comunes, que los ridiculiza o desprecia, es que hace tiempo que ha perdido los valores y busca solo en los intereses.

La reflexión sobre los símbolos está emparentada con la reflexión sobre los sacramentos. Estoy convencido de que, en buena medida, los sacramentos de la Iglesia han perdido su fuerza en Europa porque hace tiempo que padecemos una gran pobreza simbólica en este continente. Las celebraciones cristianas hunden sus raíces en grandes símbolos cósmicos y humanos (desde el agua, el pan, el vino y el aceite, hasta el perdón, el amor, la vida y la muerte). Por eso, cada vez que vengo a la India, experimento un subidón simbólico. La gente con más formación –precisamente porque la tiene– suele ser también la gente con mayor capacidad simbólica, exactamente lo contrario de lo que sucede en Europa. ¿Sería una peligrosa señal de adoctrinamiento ayudar a los niños a nutrir sentimientos de amor y respeto a su país y a valorar su riqueza y diversidad? Para algunos, sí, sin duda. Para mí sería un camino concreto de reconciliación y de futuro. Todo es discutible. Como repetía con frecuencia mi abuelo, “cada uno habla de la feria según le va en ella”. Lo que importa es examinar los frutos de civilización que produce cada actitud.


viernes, 29 de junio de 2018

Dos amigos al habla

A pesar de las lluvias recientes, hace mucho calor en esta misión de Kaghaznagar. Hoy será un día intenso. Además de entrevistarme con los siete misioneros que componen esta comunidad, tendré que reunirme con los alumnos y profesores del colegio, visitar dos conventos de religiosas, celebrar la misa en la parroquia y recibir a la gente. Mientras tecleo estas notas, recuerdo que ayer en Roma, en el consistorio convocado por el papa Francisco, el arzobispo claretiano Aquilino Bocos recibió los símbolos de su nueva condición de cardenal. Y hoy, solemnidad de san Pedro y san Pablo, concelebrará la Eucaristía con el papa Francisco en la plaza de san Pedro. Con motivo de esta fiesta, especialmente significativa en Roma por conservar la tumba de ambos apóstoles, imagino un diálogo entre estas dos figuras capitales de la iglesia primitiva. No hablan del pasado sino del presente. ¡Hasta puede que hablen de cosas que nos interesan a los amigos de este Rincón

Pablo: No imaginaba que haría tanto calor en Roma. Echo de menos el fresquito de Jerusalén al atardecer. 

Pedro: No olvides que Roma está a unos 20 metros sobre el nivel del mar y Jerusalén casi a 800. Eso marca la diferencia. 

Pablo: Quizá haya otras diferencias más acusadas. Para mí Jerusalén representa las raíces y Roma los frutos. En Jerusalén crucificaron al Maestro. A Roma ha llegado su mensaje. Las dos ciudades significan mucho para mí. Es como si el pasado y el presente se dieran la mano. Llegará también el turno de Nueva York, Bogotá, Buenos Aires, Lagos, Kinshasa, Manila, Tokio...

Pedro: Te confieso que no acabo de creerme lo que nos ha sucedido. No me extraña que tú hayas llegado hasta aquí. Al fin al cabo, eras un ciudadano romano originario de Tarso, un hombre culto. Pero yo, fíjate en mis manos, yo era un simple pescador en el lago de Galilea. 

Pablo: No importa quiénes éramos en el pasado, sino quiénes somos ahora, después de haber conocido a Jesús. Él nos ha cambiado. Si te soy sincero, creo que a mí me ha bajado de categoría para hacerme un servidor. Era demasiado engreído, confiaba mucho en mis fuerzas. A ti, en cambio, te ha subido hasta convertirte en la piedra de nuestra comunidad. 

Pedro: ¿Piedra yo? No sabes lo blando y débil que soy. Tú te convertiste de perseguidor en apóstol, pero yo pasé de apóstol a traidor. 

Pablo: Los dos vivimos de pura misericordia. No tenemos por qué dar vueltas a cómo éramos o cómo somos. Nos basta su gracia. 

Pedro: Si no fuera por ella, ¿cómo podríamos explicarnos haber llegado hasta aquí? Estamos en la capital del mundo a causa de su nombre. Y no me extrañaría mucho que, más pronto que tarde, tuviéramos que derramar nuestra sangre por él como él la derramó por nosotros. 

Pablo: A estas alturas de mi vida no me importa lo que pueda suceder. Es verdad que sigo viviendo, pero tengo la impresión de que es él quien vive en mí. No deseo otra cosa que conocerle él, compartir sus padecimientos y experimentar el poder de su resurrección. 

Pedro: ¡Menos mal que a Jesús se le ocurrió elegir también a un teólogo! No creo que con un grupo de pescadores hubiera ido muy lejos. 

Pablo: No sabes hasta qué punto me humilla mi elocuencia. Estoy convencido de que él ha elegido lo débil del mundo para confundir a los fuertes. Yo antes me creía uno de los fuertes. Estaba tan convencido de la fuerza de la Ley que me volví un fanático. Ahora me siento más débil que nunca. 

Pedro: Débil tal vez, pero has tenido el valor de anunciar su nombre a los gentiles, yendo más allá de las fronteras de nuestro pueblo Israel. Te has atrevido a predicar el Evangelio en muchos lugares del imperio. Has corrido peligros de todo tipo. Te han detenido. Has sido encarcelado. Nada te ha apartado de ese amor de Dios que parece que arde en ti como fuego abrasador.

Pablo: Lo tuve claro desde que él me alcanzó en el camino de Damasco. Él ha derramado su sangre por todos los seres humanos. No he hecho otra cosa que predicar este evangelio por donde el Espíritu me ha llevado. Tú, Pedro, nos recuerdas el centro. Yo soy un hombre de periferia. 

Pedro: Tal vez tengas razón. Me parece que las dos fuerzas son necesarias en nuestra Iglesia. 

Pablo: Alguna vez fui duro contigo porque creía que estabas jugando a dos bandas, pero el paso del tiempo me ha hecho comprender mejor la misión que Jesús te confió. 

Pedro: No podemos jugar con sus palabras.

Pablo: No podemos malinterpretar su espíritu.

Cae la noche sobre Roma. El cielo se ha vuelto rojizo. Muchas palabras se las lleva el viento, pero las que se quedan en el corazón permanecen para siempre. Pedro y Pablo se abrazan. Corren algunas lágrimas por sus mejillas. Se dan cuenta de que son los primeros cardenales de la iglesia de Jesús, verdaderos goznes de una puerta que cada vez se abre más. Mañana será otro día.

¡Enhorabuena a los 14 nuevos cardenales 
de la Iglesia y, de manera especial, 
al cardenal claretiano 
Aquilino Bocos Merino!

jueves, 28 de junio de 2018

Quizá pedimos demasiado

Ayer por la tarde dejé la misión de Marthidi y, salpicado por una lluvia constante, llegué a la de Penchikalpet, que dista solo 15 kilómetros de la anterior. Aquí se repite el mismo modelo que en casi todas nuestras misiones en estas tierras: escuela para niños y niñas, internado para los que vienen de aldeas remotas, residencia para la comunidad e iglesia en el centro de la misión. Las gentes del lugar son muy pobres. La mayoría son hindúes. De hecho, solo hay 18 familias cristianas en las aldeas que rodean la misión. Algunos catecúmenos se están preparando para el bautismo. Es un proceso lento. Mis compañeros me dicen que algunos bautizados regresan a sus tradiciones religiosas hindúes porque desde niños han vivido la fe como cultura. Por la mañana colocan flores en las estatuas de los diosecillos que adornan sus pobres casas. Se adornan la frente con pinturas y hacen sus oraciones impetrando la ayuda de los dioses para tener una mejor cosecha o para que las lluvias no inunden sus campos. La Eucaristía de los domingos les resulta demasiado complicada. Echan de menos las fiestas hindúes en las que todo el mundo danza y come. Los ritos cristianos parecen muy pasivos y formales. ¿No les sucedía algo parecido a algunos judíos convertidos al cristianismo cuando añoraban las grandes liturgias del Templo de Jerusalén? La Carta a los Hebreos se dirige a ellos para hacerles ver que el sacerdocio de Jesús no es ritual sino existencial. Pero esto suena demasiado solemne en un contexto como en el que me encuentro.

Me he preguntado muchas veces, ante la simplicidad de la fe musulmana e hindú, si tal vez el cristianismo está pidiendo demasiado a los seres humanos. La moral cristiana es muy exigente. La liturgia parece no tener la majestuosidad que a veces se añora. El derecho canónico regula hasta los mínimos detalles muchas de nuestras actividades: desde la recepción del bautismo hasta la forma de celebrar el matrimonio o de designar el responsable de una comunidad parroquial. Para el que no ha crecido en la tradición cristiana, el cristianismo se presenta como una mole demasiado pesada. Parece más una religión de héroes que una “buena noticia” (Evangelio) para la gente sencilla, que es como sonaba en labios de Jesús. ¿Habremos complicado demasiado las cosas? ¿Hemos llegado a tal grado de institucionalización que la única salida es hacer borrón y cuenta nueva? ¿Necesitamos empezar de nuevo? Son preguntas que me acompañan cuando estoy en Europa, pero confieso que aquí, en la India, resuenan de una manera especial. 

La paradoja del cristianismo es que pide todo (incluso dar la propia vida) y, al mismo tiempo, no exige más que una fe sincera en Jesús, como el enviado de Dios al mundo. Es un estilo de vida muy exigente (incluye amar a los enemigos) y está dirigido a la gente sencilla. Nos pide la pequeña moneda de la fe y nos da el tesoro del amor de Dios. ¿Cómo presentar con claridad la entraña del Evangelio sin quedar atrapados en las innumerables capas de tradiciones que se han ido adhiriendo a lo largo de la historia? Las personas que han madurado espiritualmente lo logran. Son de una sencillez apabullante. Pero reconozco que, a lo largo del camino, hay que sortear numerosos obstáculos hasta llegar a esa madurez. Muchas personas se van desenganchando, cansadas y decepcionadas. 

Para algunos es anacrónica y hasta inhumana la doctrina de la Iglesia sobre el aborto, la maternidad subrogada, las relaciones homosexuales, el no acceso de la mujer al ministerio ordenado y la existencia del cielo y el infierno. Para otros, esta misma doctrina constituye la fuerza profética de una comunidad que se abre a los signos de los tiempos, pero que no se deja doblegar por presiones mediáticas o culturales. Y, de nuevo, me viene a la mente la provocativa frase de Chesterton: “Cada época es salvada por el santo que más la contradice”. ¿Tendremos que llevar la contraria al mundo para asegurar que no pierde el rumbo de lo verdaderamente humano? ¿Cómo distinguir entre una doctrina profética (aunque impopular) y una tradición obsoleta (aunque arraigada)? Estamos llamados a un ejercicio constante de discernimiento, pero me temo que la iniciación cristiana tradicional no nos educa para discernir, sino solo para obedecer. Nos es más fácil atenernos a unos mandamientos precisos que discernir qué es lo mejor en cada circunstancia según el mandamiento máximo del amor a Dios y a los seres humanos.

miércoles, 27 de junio de 2018

Un viaje diferente

Escribo a bordo del tren que me transporta desde Bangalore a Kaghaznagar. Si todo va bien, llegaremos a nuestro destino alrededor de las 17,45. Teniendo en cuenta que salimos ayer a las 11 de la noche, habremos necesitado casi 19 horas para cubrir un trayecto de 960 kilómetros. ¡Nuestro tren viaja a la vertiginosa velocidad de 52 kilómetros por hora de media! No me resisto a compartir con los lectores del Rincón la aventura de este pesadísimo pero instructivo viaje. Ya dije ayer que quien no ha viajado en un tren indio no puede decir que ha visitado este fascinante país. Una de las cosas buenas que hicieron los británicos durante su ocupación fue construir una extensa red ferroviaria que sirve para articular este inmenso territorito. También los ingleses hacen de vez en cuando algunas cosas buenas, además de convertir su lengua en la lingua franca del mundo globalizado. 

Mi compañero claretiano y yo llegamos a la estación Yestvanpur de Bangalore a las 22,15 de la noche. Aunque nuestro tren tendría que haber salido a las 17,20, un SMS recibido a mediodía nos avisó de que se retrasaba hasta las 22,40. Como suele ser habitual en la India, la estación bullía de gente. Algunos dormían ya tumbados en el suelo. En honor a la verdad, encontré más limpieza y orden que hace cuatro años. El larguísimo tren (no me dio tiempo a contar los vagones) hizo su aparición en el andén 6 hacia las 22,30. No es fácil describir la operación de abordaje. Los más jóvenes se lanzaron literalmente hacia los vagones sin reserva para conseguir un miserable asiento. Llevaban bolsas, maletas, cubos de pintura y toda suerte de paquetes. Con su proverbial delgadez y agilidad, muchos consiguieron encaramarse a los vagones antes de que el tren se detuviera. Yo estaba un poco nervioso. Mi compañero me insistió en que teníamos tiempo de sobra. Anduvimos un buen rato por el andén hasta que llegamos al vagón B1, que era el nuestro. Con dificultad identificamos los asientos 57 y 58, porque el vagón estaba saturado de personas. Cuando el tren echó a andar en torno a las 11, comprendí que la mayor parte de esas personas no eran pasajeros (de hecho, muchos se bajaron del tren) sino acompañantes que echaban una mano a sus parientes o amigos en el traslado del abultado equipaje. 

Instalados en nuestros asientos, observé con discreción a nuestros nuevos compañeros: dos matrimonios jóvenes, una señora anciana vestida con un hermoso sari color mostaza y un hombre con aires de ausente. En torno a la medianoche, después de haber convertido nuestro pequeño compartimento en un maloliente restaurante, abrimos las literas y nos fuimos acurrucando como pudimos en nuestros respectivos niveles. A mí me tocó el inferior, así que no tuve que hacer malabarismos para acomodarme. Me propuse dormir todo el tiempo posible. Tumbado sobre el duro catre, completamente vestido y cubierto con una vieja sábana, conseguí llegar incólume a las cinco y media de la mañana, aunque di varias vueltas en busca de una postura cómoda. A esa hora, mientras el sol asomaba por la ventana de oriente, la anciana y yo nos levantamos con discreción, mientras el resto de nuestros compañeros prolongaron su sueño hasta pasadas las ocho. Está claro a qué generación pertenezco. 

El día está transcurriendo con tranquilidad. La anciana dormita a ratos, una de las parejas hace arrumacos (cosa bastante insólita en la India), la otra se pasa casi todo el tiempo pendiente del móvil, el hombre joven prefiere viajar de pie en el descansillo del vagón y mi compañero y yo matamos las horas a base de pequeñas conversaciones, bastantes lecturas, alguna cabezadita y unos discretos refrigerios que llevamos en una bolsa preparada al efecto. Por la ventanilla contemplo las inmensas llanuras de Andra Pradesh salpicadas por colinas coronadas por enormes piedras de granito que me recuerdan a La Pedriza madrileña en miniatura. Este paisaje austero, así como los poblados que aparecen de vez en cuando, no tienen nada que ver con la vegetación exuberante de Kerala y con sus majestuosas casas. La lluvia constante ha sido sustituida por un sol enérgico atemperado por nubes altas. Es como si estuviéramos en otro país y en otro tiempo. Las horas pasan con una lentitud exasperante, pero no me quejo. Me dedico a observar y pensar. Tras varias semanas sin pausa, este largo viaje de tren es como mi retiro mensual. Me permite cribar lo esencial de lo accesorio y dar gracias a Dios por los 36 años de mi sacerdocio. Creo que nunca había celebrado el aniversario de mi ordenación sacerdotal a bordo de un tren. Siempre hay una primera vez. 

Nota: Aunque esta entrada la escribí ayer mientras viajaba en el tren, no puedo cerrarla sin contar hoy lo que pasó después. Al llegar a la estación a Kaghaznagar, rompió a llover con tal violencia que entramos en nuestro jeep completamente empapados. En la misión me dio tiempo a celebrar la Eucaristía, darme un baño rápido, saborear el pastel que me habían preparado con motivo del 36 aniversario de mi ordenación y subirme a un nuevo jeep para ir a la misión “Claret Home” en Marthidi, que era mi destino. El viaje de 60 kilómetros duró dos horas. Por si no hubieran sido suficientes las casi veinte horas de tren, este pequeño viaje tuvo los ingredientes de una novela de aventuras. Era noche cerrada, llovía a mares, no funcionaba el limpiaparabrisas del vehículo y uno de los faros delanteros estaba fundido. Para complicar más la cosa (para más inri, que diría un amigo mío mexciano), la carreterita estaba en obras, así que tuvimos que ir sorteando montones de grava, tramos de tierra, etc. Al filo de las diez de la noche, derrotados por la tensión y el cansancio, conseguimos llegar a la misión. No pude menos de felicitar con toda mi alma al driver, un cristiano joven que parecía tener cuatro ojos en vez de dos y que consiguió lo imposible.

martes, 26 de junio de 2018

Más cerca de los pobres

Me voy a pasar casi veinte horas viajando en tren desde Bangalore hasta nuestra misión en una zona rural cercana a Kaghaznagar, una población situada al norte del joven estado indio de Telangana. Hasta su separación en 2014, este territorio formaba parte del extenso estado de Andra Pradesh. Aquí se habla télugu, una lengua que por su musicalidad es conocida como “el italiano de Oriente”. A los lectores españoles de este Rincón les puede resultar familiar este ambiente por la persona de Vicente Ferrer, el cooperante español interpretado por Imanol Arias en una película que lleva por título el nombre del personaje. En efecto, Vicente Ferrer, aunque empezó trabajando en el estado de Maharastra, al regreso a la India, tras su expulsión por el gobierno del país, desarrolló parte de su tarea en algunos poblados del estado indio de Andra Pradesh. Era conocido como “el padre de los intocables”. 

Yo, después de haber pasado el fin de semana en la gran ciudad de Bangalore, me preparo para compartir varios días con los misioneros que se encuentran en esta zona, viviendo y trabajando con los pobres. Se trata de pequeños grupos cristianos en medio de la gran masa hindú. Aunque, en general, la relación es buena, de vez en cuando surgen fricciones, debido a la política de instigación alentada por el actual gobierno central. 

Escribo esta entrada antes de iniciar el viaje porque no sé si dispondré de conexión a Internet en esas remotas misiones rurales. Un viaje en un tren indio es toda una aventura que merece la pena experimentar alguna vez. Para empezar, nos han comunicado por teléfono que nuestro tren saldrá con casi seis horas de retraso sobre el horario habitual. Todo un detalle. Después, es necesario prever el modo de organizar las veinte horas a bordo. No es fácil para un extranjero. Hay que prever la comida y otras necesidades. Por eso, viajo acompañado por un claretiano indio que sabe moverse como Pedro por su casa en estos ambientes.

Este mundo del tren me acerca más a la realidad de la gente común de la India que un paseo por el centro de Bangalore o una tarde en uno de los innumerables conventos que se asientan en el barrio de Carmelaram, en la parte norte de la ciudad. Me dicen que, poco a poco, los trenes indios se van modernizando. Tengo curiosidad por comprobarlo. Hace unos cuatro años que no viajo en uno de ellos. La última vez que lo hice fue en un viaje nocturno de Calcuta a Ranchi, la capital del estado de Jarkhand. Si uno se hace a la idea de que va a pasar mucho tiempo encerrado en un vagón algo destartalado, todo se puede sobrellevar con paciencia y buen humor. 

Esta nueva etapa de mi gira por la India me estimula a reflexionar sobre el sentido de la misión cristiana en un país coloreado por el hinduismo. La primera razón de ser es cuidar a las pequeñas comunidades cristianas que se asientan en estos territorios. Normalmente, los sacerdotes diocesanos se resisten a asumir esta tarea por las dificultades que implica: soledad, falta de recursos económicos, riesgos, etc. Por eso, suelen asumirla las comunidades religiosas. Vivir y trabajar en comunidad permite correr riesgos de otra manera. La mía es una congregación misionera que tiene una particular querencia por las periferias geográficas, culturales y existenciales. No estamos interesados –ni quizás siempre preparados– para gestionar grandes instituciones, pero sí para ser una especie de avanzadilla de la misión. 

Admiro mucho a los profesores que enseñan en las universidades y que han hecho de la misión intelectual su opción de vida. Hoy por hoy se trata de un gran desafío. Admiro tanmbién a quienes trabajan en grandes parroquias urbanas, en colegios de enseñanza secundaria o en los medios de comunicación social. Pero admiro más, si cabe, a aquellos que con generosidad y buen humor desgastan su vida en estas pobres y remotas misiones. No disponen de comodidades. Se desplazan en moto o en vehículos precarios. Tienen que aprender nuevas lenguas sin asistir a cursos caros en academias de idiomas. No pueden participar en acontecimientos familiares ni salir con sus amigos a tomar un café o ir al cine. Es el alto precio que se paga por estar aquí. Han decidido ser el rostro compasivo de la Iglesia para las personas olvidadas, aquellas que no cuentan mucho porque no tienen ni poder ni dinero. Esta es la segunda y más decisiva razón de la presencia de nuestros misioneros en estas periferias. Dios necesita que alguien le preste manos y pies para que su amor se haga concreto. Veinte horas de tren no son nada frente al testimonio de su entrega y al precio de su cansancio.

lunes, 25 de junio de 2018

La explosión de la diversidad

Llegué el sábado por la mañana a Bangalore, la capital el estado de Karnataka. He notado muchos cambios desde que estuve por aquí hace unos doce años. La ciudad se ha llenado de rascacielos, tiene un Metro en superficie y se ha hecho famosa por ser sede de muchas compañías de inteligencia artificial. Todo esto ha atraído a numerosas personas de otros lugares en busca de trabajo. Los contrastes siguen siendo llamativos. Junto a un edificio de última generación, se puede ver a una mujer ordeñando una vaca en la calle. Las vacas siguen siendo seres privilegiados. Gozan de muchos derechos y apenas tienen deberes. Pueden pasearse por el centro de una calle sin que nadie las moleste. Husmean en las basuras y se acomodan a sus anchas en la primera pradera que encuentran. Es un símbolo de este increíble país en el que todo es posible. Recuerdo que hace años, la publicidad institucional decía: “For tourism, incredible India; for business, credible India” (Para el turismo, la India es increíble; para los negocios, la India es creíble). No estoy seguro de que la segunda parte sea muy cierta, pero no tengo dudas respecto de la primera. No conozco un solo país en el mundo con los contrastes más llamativos. 

A pesar de los intentos del primer ministro Narendra Modi por hacer de la India un país exclusivamente hindú (Indostán), la diversidad salta a la vista. En una misma calle puede haber un colorido templo hindú, una mezquita musulmana pintada de verde y blanco, una iglesia católica de rito latino o siro-malabar y una capilla de alguna denominación protestante. A la gente le trae sin cuidado. Pasea, hace malabarismos entre los vehículos, camina descalza, se tumba en el primer sitio que puede y los varones orinan en cualquier rincón, a pesar de los múltiples carteles que lo prohíben. El ejecutivo vestido a la occidental se cruza con un mendigo de solemnidad sin que ninguno parezca extrañarse de la existencia del otro. Junto a la tienda de lujo se amontonan escombros y basuras. Es como si pasado, presente y futuro convivieran en abigarrada armonía. Oriente y Occidente se dan la mano en cualquier calle del centro mientras el tráfico se hace insoportable. Desfilan varones con el típico dhoti y muchos –sobre todo, los jóvenes– con pantalones vaqueros. Los hermosos saris de seis metros conviven con vestidos de corte europeo en las mujeres, aunque el vestido tradicional triunfa sobre el occidental. Todo es una desordenada algarabía que, a veces, agota, pero que casi siempre tiene un efecto revitalizador. 

Solo donde hay diversidad salta la chispa de la creatividad. Donde todos hablan la misma lengua, visten del mismo modo, practican la misma religión, comen los mismos alimentos y frecuentan los mismos espectáculos, se produce un fenómeno de repliegue narcisista y, por lo general, se empobrece la capacidad de encontrar respuestas nuevas. Todo suena a conocido. Es como una noria que da vueltas siguiendo siempre el mismo círculo. El desafío consiste en aprender a sacar partido de la diversidad, no simplemente a amontonarla, tolerarla o yuxtaponerla. La globalización nos está conduciendo a sociedades cada vez más plurales. Muchas personas viven esta pluralidad como una amenaza, pero puede ser la oportunidad para dar saltos cualitativos en la evolución humana si somos capaces de “jugar” con ella, de entrar en una danza creativa, de aprender a respetarnos y encontrarnos, de poner en juego nuestras diversas capacidades, de fijar unos mínimos éticos que sostengan la convivencia, de apuntar a algunos objetivos comunes. En fin, algo de esto me suscita esta emergente ciudad india mientras me preparo para la oración de la mañana a la hora en la que el sol empieza a despuntar.

domingo, 24 de junio de 2018

El arte de retirarse

Tengo un buen número de amigos que se llaman Juan. Hoy es su fiesta. A través de estas líneas, quisiera darles las gracias por lo que significan para mí. Y, junto con ellos, reflexionar sobre la extraña y atractiva figura de san Juan Bautista, cuyo nacimiento celebramos hoy. Jesús llegó a decir de él que “no ha nacido de mujer nadie más grande que Juan”. Y fue grande por un motivo que resulta paradójico: porque supo retirarse en el momento oportuno. Él intuyó que las cosas tenían que cambiar, que no era posible seguir viviendo en un mundo en el que muchos no cumplían la ley de Dios. Reaccionó con ardor. No se contentó con aceptar las cosas como estaban. Se fue al desierto. Condujo una vida ascética. Reunió a algunos discípulos y comenzó un camino de penitencia y conversión. Poseía madera de líder. No tenía miedo a cantar las cuarenta a quien fuera necesario, incluso al rey Herodes. Sentía pasión por la verdad. Odiaba las medias tintas. Se sentía heredero de una vigorosa tradición profética. Su voz era clara y enérgica. Provocaba adhesiones y rechazos a partes iguales. Aunque era hijo de un sacerdote del templo de Jerusalén, es probable que muchos sacerdotes no lo vieran con buenos ojos. 

Pues este Juan no duda en retirarse cuando siente que tiene ante Él a la Verdad, a la Luz, a la Vida. Juan, ten celoso, sabe reconocer en Jesús al enviado de Dios y dejarle todo el espacio. No quiere ocupar el centro. Se convierte en un eco de la Voz, en un susurro de la Palabra, en un indicador del Camino. Se retira tanto que hasta desaparece físicamente, víctima de las malas artes de Herodes y su entorno. La grandeza de un ser humano se mide por lo que es capaz de hacer, pero –de una manera más profunda– por su capacidad para dejar hacer. En un día como hoy no me pierdo en muchas reflexiones teológicas. Pienso en Juan como modelo para nuestra vida cotidiana. Hay personas que, por su temperamento o cualidades, tienden a ocupar siempre todo el espacio. Necesitan estar en el centro y que los demás reconozcan esa centralidad. Se hacen notar. Hay otras, por el contrario, que se vuelven casi invisibles para que los demás puedan ocupar su propio espacio. Solo aparecen cuando son llamadas o cuando su presencia es necesaria. 

No es fácil retirarse en el momento oportuno. Es un arte. A los padres les cuesta retirarse para que sus hijos puedan crecer con autonomía. A los jefes de cualquier tipo les cuesta retirarse en el momento justo para que otros ocupen sus puestos. Solemos aducir todo tipo de argumentos para mantenernos siempre en nuestro puesto. El más socorrido es el de que “a mí trabajar me da vida”. Nos cuesta entender que, a veces, damos más vida a los demás cuando dejamos de ocupar un espacio que les corresponde. Admiro a algunas personas con un liderazgo empático y positivo, pero admiro más, si cabe, a las que saben echarse atrás para que otras puedan dar un paso delante, a aquellas que no están siempre hablando de sus cualidades y de lo maravillosas que son, sino que tienen la capacidad de descubrir y promocionar las cualidades de los demás. Estamos necesitados de muchos Juanes que sepan retirarse a tiempo. Ellos no son la Luz, sino solo testigos de la Luz, amigos del Novio.

Muchas felicidades a todos mis amigos que llevan este precioso nombre.

sábado, 23 de junio de 2018

Centros de terapia popular

Hasta que no leí el otro día el artículo El bar de la esquina de Rosa Montero no sabía que en España hay 260.000 bares, uno por cada 175 habitantes, la cifra más alta del planeta. Parece que los españoles somos la primera potencia mundial “del codo en barra”, como dice la escritora. Ya sé que este dato admite muchas lecturas –y no todas positivas–, pero yo prefiero resaltar la importancia de los bares como “centros de terapia popular”. Tengo varios amigos y amigas que regentan bares. Ellos saben mejor que yo hasta qué punto un bar –sobre todo en las zonas rurales– es una mezcla de consultorio médico, centro de información local, distribuidor de cotilleos, lugar de amena tertulia, farmacia de guardia, oficina de ventas, estacionamiento de ociosos, refugio de solitarios, centro de celebraciones, mesa de juego, tienda familiar, consulta psicológica y hasta confesionario ocasional. Si no existieran los bares, el nivel de aislamiento individual y de tristeza colectiva subiría varios grados en la escala social. Habría que multiplicar los consultorios médicos y hasta la economía acabaría resintiéndose. Algunos dicen que los bares representan el fracaso de la convivencia familiar, un lugar compensatorio de la soledad doméstica. No lo sé. Salvo en algunos casos, no creo que sea así. Hay bares que incluso congregan a toda la familia. No son lugares de huida, sino de un encuentro abierto a los demás. 

El bar tradicional español es muy distinto del que se encuentra en otros países. En Italia, por ejemplo, uno tiene que pagar antes de recibir la consumición. En España se paga antes de salir. Por lo general, en Italia y otros países los clientes no se detienen mucho. Se entra para tomar algo y enseguida se sale. En España no se va al bar solo para beber sino, sobre todo, para estar. Un bar es, si se me permite la hipérbole, una “sala de estar” colectiva en la que todo el mundo se siente como en su casa: los clientes habituales, los ocasionales y los primerizos. Se va a estar por si, estando, se puede ser un poco más. El clima de bien-estar depende, en buena medida, de las habilidades técnicas y sociales de los dueños y camareros (o meseros, como se dice en buena parte de Latinoamérica). Es verdad que algunos son negados para el oficio, pero la mayoría da la talla. Saben atender a cada cliente de manera personalizada. Conocen gustos, horarios y manías. Aguantan bromas, encajan exigencias absurdas y torean con humor algunas impertinencias extemporáneas.

Confieso que, aunque no dispongo de tiempo para frecuentarlos, los bares siempre me han parecido un lugar de encuentro. Hay gente que “queda” siempre en un bar. El tomar algo juntos es solo la excusa –o la oportunidad– para verse y conversar. Algunas de las mejores conversaciones que recuerdo han tenido lugar en los bares. No excluyo que el alcohol haya provocado en más de una ocasión una apertura de la intimidad que no se hubiera producido en condiciones perfectamente sobrias. Esto entra en la dinámica, siempre que sea en proporciones moderadas. Si algo me gusta de las vacaciones del verano es que brindan la oportunidad de multiplicar estos encuentros en torno a un café, un té, una cerveza o cualquier otro ingrediente. Frente a los establecimientos de comida rápida –tan publicitados en los últimos años– los bares tradicionales lentifican el tiempo, detienen el reloj, introducen a las personas en un ritmo relajado. Personalmente, agradezco que ya no se fume en ellos- Sé que para algunas personas constituye una mortificación añadida, pero me parece una conquista en pro de la salud de todos. 

Aunque hay muchas categorías (desde el bareto popular hasta los establecimientos de lujo), un bar es, en principio, un lugar interclasista, intergeneracional e intercultural. Nadie está excluido. Todo el mundo puede encontrar su espacio y su tiempo. No me extraña que Gabinete Caligari cantara hace ya unos años aquello de Bares, qué lugares, gratos para conversar. Un bar sin conversación se convierte en una gasolinera. Si el bar humaniza –aunque también puede volverse adictivo– es porque saca a las personas de su ensimismamiento y las pone a conversar alrededor de una bebida. La barra o la mesa se convierten en improvisada plaza pública. Se puede comenzar hablando del Mundial de fútbol y terminar abriendo las puertas del propio corazón. Por cierto, tras la derrota de Argentina contra Croacia (0-3), me dicen que muchos argentinos están pidiendo al papa Francisco que bautice a Messi para que se convierta en Cristiano. No comment. (Supongo que no ha sido un culé el que ha empezado esta cadena de peticiones). En fin, una reflexión ligera al comienzo de mi visita a la ciudad de Bangalore, capital del estado de Karnataka. Mañana será otro día.

viernes, 22 de junio de 2018

Las dos miradas

Pasar unas cuantas semanas en Oriente –en Sri Lanka y la India, para ser más precisos– ayuda a comprender algo de lo que nos está pasando en Occidente, aunque no conviene sacar conclusiones apresuradas. Se suele decir, con una pizca de ironía, que quien viaja una semana a la India acaba escribiendo un libro; quien pasa un año entero, publica un artículo; quien se queda a vivir aquí, apenas se atreve a pronunciar algunas frases. Las miradas rápidas perciben la superficie. Solo el paso del tiempo nos ayuda a hacernos cargo de la hondura y complejidad. Hay algo, sin embargo, que cada vez me parece más evidente: los distintos modos de mirar la realidad. En Occidente tendemos a ser racionales y analíticos. En Oriente se valora más el saber espiritual y la armonía de los contrarios. A nosotros, los occidentales, nos gusta separar y dividir para comprender mejor. Tendemos al dilema. En Oriente buscan unir lo que parece alejado. Tienden a la síntesis. Occidente es acción. Oriente es contemplación. Los resultados de cada mirada son también distintos. Occidente produce ciencia y técnica. Oriente produce sabiduría. Es posible que esta apretada síntesis resulte demasiado tópica, pero encuentro en ella algunas claves que me ayudan a interpretar muchas de las situaciones que veo a mi alrededor. 

Algunos de mis amigos de Occidente son personas con una gran capacidad crítica. Desde adolescentes se han acostumbrado a “sospechar” de todo, siguiendo el dicho kantiano: “Atrévete a pensar por ti mismo”. Si ven a una persona muy devota, lo primero que les viene a la cabeza es que seguramente está disfrazando con el ropaje religioso una frustración sexual o afectiva. Toda forma de obediencia les parece, de entrada, sumisión infantil. Tanta sospecha los vuelve desconfiados y un poco huidizos. ¡Hasta el amor les resulta sospechoso! En realidad, mis amigos no son más que un pálido reflejo de lo que Occidente vive como drama cultural desde hace siglos. Es como si la cultura, cansada de los dogmatismos filosóficos y religiosos, se hubiera empeñado en dejarse guiar por este solo principio: “Sospecha, que algo queda”. El arte figurativo se considera demasiado pegado a la realidad; por eso, los más creativos se adentran en las mil formas de lo abstracto. La música tonal es demasiado perfecta. Hay que explorar el mundo de la dodecafonía. ¡Hasta la comida tiene que ser de-construida para que parezca moderna y original! El psicoanálisis nos ha enseñado a buscar siempre tres pies al gato en cualquier acción o pasión. La sociología desmonta muchas de las supuestas convicciones sociales. En definitiva, nada es lo que parece. 

Algunas de las personas más inteligentes han explorado los límites de la ciencia, el arte, la literatura, la psicología, la política y hasta la religión. Se han asomado al abismo de la genética y de la astronomía. Todo les parece poco con tal de “desmontar” el constructo (sic) humano. Incluso la Biblia no se libra de esa tarea de desmonte, versículo a versículo, palabra por palabra. Ciertos exégetas parecen entomólogos tratando la Palabra de Dios. Al final –he aquí la tremenda paradoja– muchas de estas personas, expertas en “desmontar” la realidad, en ponerla patas arriba, ingenieros del análisis, expertos en autopsias, no experimentan la paz y la alegría que tendrían que acompañar una empresa de este tipo. Sucumben a un sentimiento de profunda tristeza y frustración, como si hubieran matado el encanto de la realidad por querer dominarla. Un mundo desencantado acaba produciendo desencanto. Algunos personajes famosos que se han acercado a estos abismos han acabado como juguetes rotos. Pienso, sobre todo, en literatos, artistas y científicos conocidos. Es la triste estampa del niño que, por querer desentrañar el regalo que ha recibido, acaba reduciéndolo a piezas esparcidas por el suelo. El suicidio se convierte entonces en la única salida. El hombre occidental no ha entendido que “comer del árbol de la vida”, querer ser como Dios, tiene un precio: la propia destrucción. Por no querer ser hijo de Dios acaba siendo esclavo de sí mismo. 

En Oriente proceden de otro modo. La realidad no está solo para ser comprendida sino, sobre todo, para ser aceptada e integrada. No es solo un enigma que se puede desentrañar a base de ciencia y algoritmos. La realidad es un misterio que necesita ser contemplado. La persona más sabia no es la que reduce a piezas el juguete de la realidad para dominarlo, sino la que sabe jugar con él, aunque no sepa bien cómo funciona. Aceptar que no podemos saberlo todo, integrar las heridas del pasado sin buscar obsesivamente una explicación para cada cosa, comprender que la realidad –empezando por nosotros mismos– es un misterio... supone una gran madurez personal. Se trata de un camino espiritual que no todos están dispuestos a recorrer. 

En Oriente observo una mayor predisposición a ponerse en camino. Y lo mismo me sucede con algunas personas que se mueven fuera del ámbito de los listos. Siempre me ha llamado la atención que, a menudo, un simple campesino afronte las pruebas de la vida (fracasos, enfermedades, crisis, muertes) con más serenidad que un artista famoso o un científico de renombre. Se suele decir que “solo los tontos son felices”. Jesús lo decía de otra manera mucho más profunda: “Te doy gracias, Padre, porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla” (Mt 11,25). Dios revela el secreto de la vida –y, por tanto, la clave de la felicidad– a quienes saben abandonarse en sus manos sin exigir continuas explicaciones. La fe no es un ejercicio irracional, sino un exceso de confianza. En una cultura que genera desconfianza es imposible creer. Algo de esto me da vueltas en la cabeza mientras converso con algunas personas en el norte de Kerala, observo su manera de rezar y escruto sus reacciones ante asuntos controvertidos. Es evidente que tienen “otra mirada”. No conviene despreciarla, a menos que queramos convertirnos en una especie de gran Polifemo que ve todo con un solo ojo. Las dos miradas –la oriental y la occidental– son necesarias para conducirnos por la vida. ¡Lástima que la cultura globalizada esté arruinando las diferencias!

jueves, 21 de junio de 2018

De arena y de roca

Ya he dicho en varias ocasiones que, desde primeros de junio, no para de llover. Son las lluvias monzónicas que van subiendo de sur a norte. Ayer llegué a Kunnoth, una población cercana a Iritti. Aquí tenemos nuestra casa de formación para los quince estudiantes de teología. La casa está rodeada de verde por todas partes. Uno tiene la sensación de encontrarse en un invernadero. El clima es suave y –para más deleite– no hay mosquitos. El único inconveniente serio es que se requiere Dios y ayuda para que la ropa se seque. En realidad, este es un problema menor. El verdadero problema son los derrumbes de algunas laderas a causa de las intensas lluvias. Afectan a las carreteras y, a menudo, ponen en riesgo algunas casas. Viendo las consecuencias de estas lluvias monzónicas, se entienden mejor algunas palabras de Jesús cuando usa dos símbolos: la roca y la arena. Quien construye sobre arena gasta menos y avanza más, pero se expone a que su casa se venga abajo cuando soplen los vientos y vengan las riadas. Quien construye sobre roca tiene que invertir más tiempo y dinero en la construcción de unos buenos cimientos. A cambio, su casa resistirá bien los embates de los elementos. 

La parábola está dirigida a la gente. Todos podemos entenderla. No se necesita un doctorado para aplicarla a la propia vida. Construir sobre arena se ha convertido en el deporte de moda. Abundan las historias de personas que han querido hacerse ricas a toda velocidad a base de corrupción y malas prácticas. Durante un tiempo parecen gozar del aplauso generalizado.Da la impresión de que la vida les sonríe. Pueden mirar por encima del hombro a los pobres desgraciados que tienen que vivir de su salario y no pueden permitirse muchas alegrías. Ellos presumen de una buena casa, un buen coche, vacaciones paradisíacas y muchos contactos sociales. No son conscientes de que la vida da muchas vueltas. Y, tarde o temprano, la verdad sale a la luz. Una vida construida sobre la arena de la mentira y la apariencia no se sostiene durante mucho tiempo. No hace falta recordar que en las últimas semanas varios de los imputados por corrupción en España han dado con sus huesos en la cárcel. Algunos parecían intocables, pero la justicia es igual para todos. No se trata de alegrarse en el mal ajeno, sino de extraer algunas lecciones que nos permitan afrontar la vida de otro modo. 

Hay personas que nunca escalan puestos en la vida social. Parecen estar satisfechas con lo que tienen. A algunas les oído decir esto: “No tengo muchas cosas, pero me acuesto todas las noches con la conciencia tranquila”. Son personas responsables en su trabajo, incapaces de venderse por dinero, leales a sus compañeros, dispuestas a hacer un favor, humildes en su porte y en sus actitudes. No tienen una gran apariencia porque no viven de cara a la galería. Han decidido construir su vida sobre la roca de la verdad y la justicia. No están exentas de los reveses de la vida, pero no se vienen abajo por ello. No necesitan aparentar nada ante nadie porque su mayor aspiración es ser fieles a su propia conciencia que es, en el fondo, lo mismo que ser fieles a Dios. De hecho, muchas de estas personas han construido su vida sobre la roca firme de la fe en Dios, no sobre las arenas movedizas del dinero, la fama o el poder. No maldicen el pasado. Disfrutan del presente. Aguardan con serenidad el futuro. Hacen suyas las palabras de Pablo: “Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?”  (Rm 8,31).

Viendo algunas majestuosas casas de Kerala inundadas por el lodo que se desprende de las laderas, comprendo mucho mejor hasta qué punto la belleza es efímera cuando no está construida sobre los cimientos de la verdad y la bondad. Lejos de ser una vía de acceso a Dios, se convierte en simple postureo, como se dice hoy. No necesitamos hombres y mujeres arena, sino personas asentadas sobre la roca fuerte que es Cristo. Este es el mensaje de la palabra de Dios, pero es, ante todo, una experiencia de vida que cada vez se me hace más evidente.

miércoles, 20 de junio de 2018

Mirar y dejarse mirar

La jornada comienza a las cinco de la mañana. Bañarse al estilo indio lleva su tiempo. En todas las misiones visitadas, a las seis se suele tener media hora de adoración con el pueblo. Después, sigue la misa en rito siro-malabar. Los días feriales dura 45 minutos; los domingos, en torno a hora y media. Durante el tiempo de la adoración se hace de día, aunque en esta estación de las lluvias no se divisa el sol, sino espesos nubarrones cargados de agua. A mí me gusta comenzar el día en silencio. Esperaba que el tiempo de adoración fuera también un tiempo de silencio, pero no suele ser así. Durante la media hora se suceden los cantos, letanías y oraciones de diverso tipo. Como no entiendo una palabra de la lengua malabar, yo me abstraigo y me centro en la adoración de Jesús Eucaristía. Los cantos y oraciones de la asamblea se convierten en un suave murmullo de fondo que no me molesta demasiado. Hoy, mientras trascurrían los minutos, he pensado en la fuerza que está adquiriendo la adoración en muchas iglesias y comunidades el mundo. Es una de las sorpresas que el Espíritu Santo nos regala en estos tiempos de cambios acelerados, como si quisiera proporcionarnos un punto de anclaje fijo paa no extraviarnos.

La adoración eucarística fue una práctica religiosa muy cultivada durante siglos, aunque no formaba parte de las prácticas de la iglesia primitiva. En los años 40 y 50 del siglo pasado adquirió mucha fuerza. Decayó tras el Concilio Vaticano II. La reforma litúrgica no la eliminó, pero daba la impresión de que no la veía con muy buenos ojos. Este “culto a la Eucaristía” fuera de la celebración parecía un residuo devocional que no casaba con los criterios litúrgicos imperantes. Lo importante era celebrar. La reserva eucarística tenía sentido en vistas a la atención a los enfermos. Yo mismo viví este ambiente. Comprendo que tiene su fundamento teológico, pero –por alguna razón que ignoro– el pueblo cristiano ha ido recuperando y actualizando una práctica tradicional. En cierto sentido, se ha producido un divorcio –otro más– entre la teología y la práctica. 

Los estudiosos (no sin fuertes razones) van por un lado y el pueblo (no sin fuertes sentimientos) va por otro. Solo los pastores inteligentes saben aprovechar lo mejor de ambos lados sin sucumbir a los dilemas que nos empobrecen. Es necesario dar protagonismo a la celebración eucarística (en esto tienen razón los teólogos), pero sin descuidar esa prolongación adorante que tantos santos han practicado (en esto tiene razón el pueblo). Me sorprende encontrar en Kerala a muchos jóvenes que se sienten atraídos por la práctica de la adoración eucarística. Es como si el Jesús “expuesto” bajo forma de pan fuera un poderoso imán que los arrastra. El Cuerpo de Cristo se expone, no se esconde. Los jóvenes del movimiento Jesus Youth me hablaron de esto mismo hace unos días. Y no son sospechosos de espiritualismo. Se trata de excelentes profesionales con un fuerte compromiso social.

Quizás en tiempos tan productivistas como los nuestros necesitamos practicar un tipo de oración que sea pura gratuidad. Quien adora no pide, no alaba, ni siquiera da gracias. Simplemente está con los ojos fijos en el Señor Jesús. Mira y se deja mirar. Se expone ante el Expuesto. La adoración es un puro ejercicio de amor gratuito, una especie de ósmosis espiritual mediante la cual nosotros le traspasamos a Jesús nuestras inquietudes y temores y él nos traspasa su amor. Y en ese trasvase se produce un verdadero proceso de transformación. No es necesario explicar nada ni rellenar el tiempo a base de cantos y plegarias, como si tuviéramos pánico al vacío del amor. Es suficiente con estar, como estaba María al piez de la cruz (stabat Mater iuxta crucem). Las Misioneras de la Caridad de Madre Teresa practican la adoración mañana y tarde.  Han aprendido a estar con Jesús Eucaristía para estar con Jesús necesitado. No hay contradicción entre las dos presencias. Quizás esto explica su enorme capacidad de servicio a los últimos de los últimos y su fecundidad.

Quien se deja enamorar por el Jesús Eucaristía acaba siendo una Eucaristía viviente. No se trata de un proceso ascético mediante el cual nos entrenamos en aquellas virtudes que son necesarias para una vida de entrega, sino que nos dejamos transformar por el magnetismo del amor. Este “dejarse hacer” supone una decisión más profunda que la de practicar algunas virtudes porque deja voluntariamente que Jesús se convierta en el centro de nuestra vida hasta que llegue un momento en el que podamos decir: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20). ¿Se puede hablar de una mera devoción? Altroché!, que dirían mis amigos italianos.