lunes, 31 de agosto de 2020

Una parábola un poco cruel

No me resisto a terminar el mes de agosto sin transcribir una parábola que corre por ahí y que ayer me llegó en su versión italiana. Es probable que la mayoría de los amigos del Rincón la conozcan. Traducida al español suena así: “Cuentan que Dios creó al burro y le dijo que trabajaría de sol a sol y cargaría sobre sus lomos lo que le pusieran, asignándole para vivir 35 años. El burro le dijo: ‘Señor, todo está bien, pero 35 años es mucho. ¿No podrías rebajármelos a 20?’. Y así hizo el Señor. Luego creó al perro diciéndole que cuidaría de la casa de los amos, comería lo que le dieran y viviría 25 años. Y el perro respondió que sí a todo, aunque le dijo al Señor que con 15 años de vida le bastaba. Y así se hizo. Luego Dios creó al mono, le dijo que haría payasadas para divertir a la gente y quiso que viviera 20 años, aunque el mono, que aceptó todo lo demás, le convenció para vivir tan solo 10. Por fin creó al hombre y, tras decirle que sería el ser más inteligente de la creación, le dijo que viviría 30 años, a lo que el hombre respondió: ‘Señor, me parecen pocos. ¿No me puedes dar los 15 que rechaza el burro, los 10 que no quiso el perro y los 5 que no aceptó el mono?’. Consintió Dios y así ocurre: el hombre vive 30 años como hombre, luego se casa y vive 15 como un burro, trabajando de sol a sol y cargando sobre sus espaldas el peso de la familia. Luego se jubila y vive 10 años como un perro, cuidando de la casa y comiendo lo que le den; y, por fin, acaba los 5 últimos años de su vida como un mono, saltando de casa en casa de sus hijos y haciendo payasadas para divertir a sus nietos”.

Toda parábola nos confronta con algún aspecto de la verdad. Me temo que también la parábola del asno, el perro y el mono, por cruel que pueda sonar. El ser humano aspira a vivir mucho, a menudo sin ser consciente de las fatigas de cada etapa de la existencia. Siguiendo la secuencia de la parábola, hasta los 30 años estudia, se divierte y disfruta de la vida porque posee la plenitud de las fuerzas físicas y mentales. Para muchos, lo ideal sería terminar ahí para cumplir el canon de James Dean: vivir rápido, morir joven y tener un cadáver bonito. Pero vienen luego los largos años de la vida laboral. Tiene que trabajar “como un burro” para sacar adelante su familia y hacer frente a las necesidades reales y creadas a las que nos somete la sociedad de consumo. Luego, casi sin darse cuenta, se convierte en un perro guardián que cuida su casa y vive de su pensión (si es que el sistema de la seguridad social sigue funcionando). A menudo, se termina como un mono, yendo de un sitio para otro y haciendo gracietas para mendigar un poco de atención y cariño por parte de los nietos y los parientes. Es verdad que los abuelos prestan hoy una gran ayuda a sus hijos “secuestrados” por el trabajo, pero también lo es que ese sacrificio les proporciona una compensación afectiva a la soledad de la tercera edad.


Es bueno ser conscientes de las promesas y miserias de cada edad para no llevarnos sorpresas. En las sociedades antiguas los ancianos eran considerados custodios de sabiduría. Hoy idolatramos la juventud. Hay adultos que renuncian a tener hijos, se despreocupan de sus padres ancianos y luego tratan de paliar la falta de compañía comprándose un perro. Un compañero indio me decía que veía en Madrid más perros que niños. Quizá exageraba, pero su percepción nos abre los ojos sobre los desequilibrios que vivimos a veces sin darnos cuenta. La parábola del asno, el perro y el mono nos ilustra sobre la necesidad de vivir intensamente cada edad, aprovechando sus posibilidades y combatiendo sus propios demonios. No existe una edad dorada. La naturaleza es lo suficientemente sabia como para no concentrar todos los dones en una sola edad. Cuando tenemos belleza y fuerza física, carecemos de equilibrio emocional y experiencia. Cuando acumulamos sabiduría, nuestro cuerpo experimenta achaques. Cuando tenemos muchos proyectos, no disponemos de recursos materiales. Cuando hemos ahorrado dinero, se nos pasan las ganas de emprender nuevas aventuras y nos volvemos previsores. En fin, que es mejor aceptar la edad que tenemos con humor sin necesidad de pedir prestados algunos años a nuestros amigos burros, perros y monos.



domingo, 30 de agosto de 2020

¿De qué aprovecha?

En el Evangelio del domingo pasado Pedro confesaba abiertamente su fe en Jesús: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Se mereció un elogio por parte del Maestro: “¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo”. En el Evangelio de este XXII Domingo del Tiempo ordinario cambian las cosas. Jesús ya no pregunta por su identidad, sino que la aclara para evitar equívocos: “Empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día”. Ese “tenía que” alude a la voluntad de Dios. Esta vez Pedro se comporta como lo que es, un hombre temeroso de un destino de sufrimiento y muerte: “¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte”. La reacción de Jesús ya no es un elogio, sino un fuerte reproche que recuerda los dirigidos al diablo en el episodio de las tentaciones: “Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios”. La confesión de Jesús como Mesías se presentaba como una revelación del Padre. La huida de la muerte es un pensamiento demasiado humano. Esta es la dinámica de la vida cristiana. A veces, movidos por Dios, somos capaces de creer en Jesús y de adherirnos a su Evangelio, pero, cuando intuimos que seguirlo significa entregar la propia vida, nos echamos para atrás.

¿Quién de nosotros no siente a menudo la tentación de compaginar la fe en Jesús con los criterios que hoy vigen en la sociedad? Nos identificamos como cristianos y, al mismo tiempo, buscamos nuestros intereses. Decimos que la Eucaristía es importante para nosotros, pero nos cuesta mucho compartir los bienes. Denunciamos las injusticias de este mundo, pero sacamos provecho de las oportunidades que se nos presentan, aunque sea engañando. Quizás porque -como le sucedió al profeta Jeremías- nos sentimos “engañados” por Dios. En algún momento de nuestro itinerario personal, fuimos “seducidos” por su Misterio fascinante, pero luego hemos experimentado en varias ocasiones que nos ha dejado tirados en la cuneta; en otras palabras, que la fe no sirve para resolver los problemas que nos acucian. Como el profeta judío, también nosotros podemos decir: “Yo era el hazmerreír todo el día, todos se burlaban de mí”. Jesús nos señala claramente el camino para superar este desconcierto: “El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”. Las tres condiciones con netas: negarnos a nosotros mismos (es decir, superar el egocentrismo que tanto caracteriza la cultura de hoy), cargar con la cruz (es decir, asumir las consecuencias de una vida planteada desde el amor y la entrega) y seguirlo (es decir, poner los pies donde los ha puesto él).

Para llegar a este cambio de perspectiva necesitamos una fuerte experiencia Quid prodest. Estas dos palabrejas latinas significan ¿de qué aprovecha? Jugaron un papel decisivo en el proceso de conversión de muchos santos como Antonio Abad, Francisco Javier o Antonio María Claret. En un momento de sus vidas comprendieron el alcance de la pregunta de Jesús: “¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida?”. Tuvieron que elegir entre el “mundo” o la “vida”. El “mundo” representa una existencia entendida de tejas abajo, movida por el dinero, el placer y el poder. Elegir la “vida” significa optar por los valores del Evangelio. O, por decirlo con una expresión de Pablo en la carta a los Romanos (segunda lectura)- “presentar vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios”, no ajustarnos a los dictámenes de este mundo, sino “discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto”. Los cristianos nos movemos siempre en esta tensión: estamos en el mundo, pero no somos del mundo. Estamos llamados a abrazar la realidad tal como es, pero sin dejarnos seducir (y engañar) por sus contradicciones. Quizás por eso nunca tenemos la impresión de haberlo conseguido. Estamos siempre en camino, cayendo y levantándonos, preguntándonos cada día de qué nos aprovecha (quid prodest) lo que vivimos. Pero no se trata de una pregunta obsesiva que conduce al desánimo, sino de un modo de tomar conciencia de la dirección de nuestra vida y de un recordatorio permanente de la primacía de Dios.




sábado, 29 de agosto de 2020

No todo va bien


En Roma hace demasiado calor (hoy se prevén 34 grados de máxima) y demasiada humedad (casi el 50%). La combinación de ambos factores produce el típico fenómeno de la afa (bochorno) que me hace añorar el clima fresco de mis montañas visontinas. La vida es así, una sucesión de momentos altos y bajos, agradables y desagradables, alegres y tristes. No es realista pensar que “todo irá siempre bien”, como rezan las pancartas de estos tiempos de coronavirus. A veces, las cosas van rematadamente mal. Eso no significa que se hunda el mundo, pero más vale llamar a las cosas por su nombre. Mi regreso a Roma ha coincidido con una serie de noticias sobre la muerte de algunas personas queridas. Por otra parte, crece la lista de necesidades que muchos amigos me hacen llegar para que las incluya en mi oración. He decidido hacerlo incluso físicamente. Voy a elaborar una lista escrita, de manera que pueda tener delante de los ojos los nombres y situaciones que tengo que presentar a Dios. En estos tiempos de pandemia, la plegaria de intercesión está cobrando una fuerza especial.

Ayer viví una situación extraña al llegar al aeropuerto romano de Fiumicino. Ríos de gentes formaban colas para pasar el control COVID-19. Pude esquivarlos un poco a la italiana para presentar mi certificado de PCR negativo. Con él, logré salir antes de lo previsto, pero, más allá de la anécdota, viví en carne propia las complicaciones que está creando la pandemia en los que tenemos que viajar. Algo parecido vivimos tras los atentados del 11-S en 2001. Durante un buen tiempo, tendremos que acostumbrarnos a convivir con el virus e ir adaptando nuestras costumbres a sus insólitas requisitorias. Estamos pagando un altísimo precio económico y social, pero no podemos dejarnos abatir. Aprenderemos a reaccionar y encontrar caminos. Nos veremos tentados por el “sálvese quien pueda” (como ya está ocurriendo en algunos países), pero no tendremos más remedio que pensar y trabajar como equipos que saben que la salvación individual está en la seguridad colectiva. Una y otra vez, tendremos que ir ajustando nuestras coordenadas. Aprenderemos más de lo que ahora mismo imaginamos si somos capaces de leer lo que está sucediendo y no nos limitamos a lamentarnos.

Por primera vez en casi 17 años de vida en Roma, cuando abrí la puerta de mi habitación me encontré una veintena de libros desparramados por el suelo. Uno había golpeado la lámpara que está encima de la mesita que tengo en mi rincón de lectura. Al principio, pensé que tal vez se había producido un pequeño temblor en las semanas que he estado ausente. Enseguida caí en la cuenta de que había cedido la tabla de uno de los estantes de mi librería. Mientras ponía todo en orden, pensé que algo parecido nos toca hacer en estos tiempos de pandemia. Nos enfrentamos a fragmentos de realidades rotas que debemos, poco a poco recomponer aplicando esa conocida técnica japonesa del kintsugui. No tenemos necesidad de esconder o maquillar nuestros sentimientos, ni de repetir machaconamente que “todo irá bien”. Es mejor llamar a las cosas por su nombre, aceptar la realidad tal como es e intentar aprender, reparar y continuar caminando. Cada generación tiene que enfrentarse a algún tipo de crisis que pone a prueba sus convicciones y valores. Si es capaz de sacar partido de la crisis, sale fortalecida; si no, se hunde más. A nosotros nos ha tocado esta pandemia. No añadamos más sufrimiento al que ya nos viene impuesto.

[Por cierto, así es como se están preparando en el Colegio Claret de Madrid para el inicio del nuevo curso académico en tiempo de pandemia. Siempre es posible reaccionar].



viernes, 28 de agosto de 2020

Lo antiguo y lo nuevo

Escribo la entrada de hoy desde la T-4 del aeropuerto de Madrid-Barajas. Faltan tres horas para que despegue mi vuelo a Roma, pero he preferido venir con tiempo para evitar problemas. En realidad, no hubiera sido necesario porque el aeropuerto está casi desierto y todas las operaciones se realizan con fluidez. Hay muchas tiendas y bares cerrados y pocos pasajeros en las salas de espera. La COVID-19 sigue manteniéndonos a raya. Por la megafonía se recuerda constantemente que debemos usar mascarilla y mantener la distancia de seguridad. A los pasajeros provenientes de España, las autoridades italianas nos exigen un certificado sanitario. Yo me hice la PCR el miércoles por la mañana, pero hasta un poco antes de salir de casa, no me ha llegado el resultado por correo electrónico. Por suerte, ha sido negativo, así que “ho tirato un sospiro di sollievo”, como se dice en italiano. Si hubiera sido positivo, se habrían alterado completamente mis planes y también los de las personas con las que me he encontrado en los últimos días.

Termina un hermoso período en España lleno de encuentros y de momentos singulares. No olvido que hoy, 28 de agosto, celebramos la memoria de san Agustín, un santo que siempre me ha atraído y sobre el que escribí mi tesina de licenciatura en Teología sistemática hace ya 37 años. Escogí un tema que, de una manera u otra, ha influido en mi pensamiento: “Dios como Padre en los discursos sobre el Padrenuestro de san Agustín de Hipona”. Mi director me decía que tiempo tendría de afrontar autores modernos, que todo aspirante a teólogo debe confrontarse al principio con alguna de las grandes figuras de la antigüedad cristiana y bucear en las fuentes griegas y latinas. San Agustín es, sin ninguna duda, una de las figuras más sobresalientes. Si tuviera que destacar un aspecto que me parece relevante para la situación de hoy, es su exploración de la interioridad como camino hacia el encuentro con Dios. Sus Confesiones no son sino un ejercicio práctico a partir de su propia vida. Creo que también hoy necesitamos esa capacidad de explorar lo que nos pasa por dentro, de poner nombre a nuestras búsquedas, frustraciones y anhelos.

El compañero que me ha traído al aeropuerto me ha hablado de que hace unas semanas pasó unos días en el monasterio de la Conversión, un hermoso lugar regentado por una comunidad de Hermanas Agustinas que han creado una nueva forma de vida religiosa basada en la Regla de san Agustín. El monasterio se encuentra en el pueblo abulense de Sotillo de la Adrada. Es un lugar ideal para las personas que están buscando un sentido a sus vidas o que quieren profundizar en su vocación cristiana. Entre sus ofertas, está el llamado “laboratorio de la fe”. No he tenido la oportunidad de visitar el lugar, pero me fío de la opinión de mi compañero. Resulta esperanzador que, en tiempos en los que muchos bautizados practican una especie de apostasía silenciosa por diversos motivos, surjan también experiencias nuevas que ayudan a vivir la fe en este tiempo de búsqueda. 

Abundan las comunidades laicales de todo tipo (hace tiempo hablé, por ejemplo, de la asociación Hakuna) y también nuevas formas de vida consagrada. Si hoy escribo sobre el monasterio de la Conversión es porque su espiritualidad tiene raíces agustinianas, lo cual demuestra que la figura de san Agustín puede seguir ayudándonos en la aventura de la fe. Precisamente ayer tuve una larga e interesante conversación con un amigo que ha pasado un año en el Reino Unido. Una de las cosas que más admiramos de la cultura británica (inglesa, escocesa, galesa e irlandesa) es la capacidad de unir tradición y modernidad, algo que nos cuesta mucho en los países latinos, siempre tendentes al dualismo: o más papistas que el Papa, o más anticlericales que Voltaire. Un británico puede emocionarse con una ceremonia presidida por la reina Isabel II, por ejemplo, y a renglón seguido escuchar a una de las muchas bandas de rock que han surgido en el Reino Unido, desde Los Beatles y los Rolling Stones hasta Queen o Supertramp. Tanto lo antiguo como lo nuevo pueden contener elementos de verdad, bondad y belleza. No hay que despreciar nada que nos ayude a crecer como seres humanos. 

El mismo san Agustín habla también de lo nuevo y de lo antiguo en su famosa oración: "¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva,tarde te amé! y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por de fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas que tú creaste". Cuando no hay tradición, no puede haber creatividad. Sin raíces, no hay frutos; a lo más, hojarasca. ¿No nos está pasando algo de esto en los países en los que no apreciamos la riqueza de nuestra tardicion? ¿No estamos confundiendo la innovación cultural con la mera hojarasca? La megafonía del aeropuerto sigue recordándome que estamos en tiempo de pandemia. ¡Qué le vamos a hacer!



jueves, 27 de agosto de 2020

Casi 29 años

Felipe en la residencia
Ayer falleció el claretiano Felipe Bravo Llorente. El hecho no sería noticia si no fuera porque aún era relativamente joven (57 años) y, sobre todo, porque llevaba casi 29 años en estado comatoso desde que sufriera un accidente de tráfico el 21 de diciembre de 1991 cuando se dirigía en coche desde Puertollano (Ciudad Real) a Colmenar Viejo (Madrid) para participar en la ordenación sacerdotal de un compañero. Ha sido un período muy largo de sufrimiento y misterio. A lo largo de estos años han muerto sus padres, que tanto se preocuparon por él en las primeras etapas. Él ha permanecido en una residencia de Aranjuez, bien cuidado por su personal y acompañado por familiares, claretianos y amigos. Una voluntaria local lo ha visitado a diario, casi como si fuera su segunda madre, una especie de ángel custodio que le prestaba a Dios corazón y manos. Es un testimonio impresionante de atención y fidelidad, una de esas historias escondidas que hacen más creíble la fe en Jesús. Escribo estas líneas minutos antes de ponerme en camino para participar en el funeral y entierro de Felipe. 

Me cuesta encontrar las palabras justas para expresar lo que siento. Podría hablar de alivio (porque su muerte pone fin a un sufrimiento que parecía interminable), esperanza (porque confiamos en la misericordia infinita de Dios) y perplejidad (porque no acabo de entender el misterio de una existencia “truncada” de un modo que se me antoja absurdo visto con ojos humanos). Felipe vivió la mitad de su vida postrado en cama, totalmente dependiente de sus cuidadores, incapaz de proferir palabra, aunque tenía algunas reacciones que a veces nos desconcertaban. La última vez que lo vi fue en diciembre de 2016. Faltaban pocos días para Navidad. Mientras le hablaba con cariño “como si me escuchase”, entoné algunos villancicos. Su rostro se iluminó. Sus ojillos se movían inquietos al ritmo de la música. No pude calibrar el verdadero alcance de su reacción, pero me emocionó.

Primera misa de Felipe
Sé que situaciones como estas suscitan un gran debate ético. Me hago cargo de las razones que esgrimen unos y otros. Yo doy gracias a Dios por habernos ayudado a cuidar “exageradamente” de la vida de un hermano cuando algunas (pocas) voces sugerían otros caminos. Es un canto de gratitud al Dios de la vida, una muestra de respeto a lo más sagrado del ser humano. Es cierto que hollamos el Misterio, pero es preferible quedarse perplejo ante él antes que intentar domeñarlo. La gran tentación de la cultura contemporánea es precisamente querer controlar la vida, bajo capa de investigación, búsqueda de soluciones y hasta actitudes compasivas. No somos los dueños de la vida, sino sus cuidadores. A veces, cuesta aceptar esta vocación diminutiva, pero en eso estriba nuestra grandeza como seres humanos, como hijos e hijas de un Dios que quiere que todos tengamos vida: Gloria Dei vivens homo.

Estamos acostumbrados a hacer siempre balances de costos y beneficios. Los criterios que manejamos con las cosas no sirven para el trato de las personas. Si algo puede aportar el cristianismo al debate ético contemporáneo en un contexto tan productivista y pragmático como el actual, es no doblegarse ante sus imperativos, defender la vida en todas sus etapas y expresiones. Todo forma parte del mismo don de Dios. No es fácil entender esta “exageración” cristiana (de la que rebosan los Evangelios como rebosaba el perfume de nardo que María de Betania vertió sobre Jesús) cuando el capitalismo nos ha acostumbrado a buscar siempre el máximo beneficio con el mínimo coste.

Residencia de Felipe en Aranjuez
Tendría otros muchos asuntos en los que fijarme hoy, a punto de regresar a Roma tras varias semanas en mi país, pero hay acontecimientos que se imponen por su densidad. La muerte de Felipe, tras casi 29 años de postración y de misterio, es uno de ellos. Frente a la tentación de multiplicar las reflexiones, prefiero permanecer en silencio, unirme a su familia y a sus amigos y “entregárselo” a Dios para que complete en él la obra grande a la que fue llamado. De los tres verbos que Claret adjudica al hijo del Corazón de María, (orar, trabajar y sufrir), Felipe ha conjugado de manera excelsa el tercero. Ha sido un misionero de cuerpo entero sin moverse del cuarto de una residencia asistida, asociando su sufrimiento al de Cristo que continúa su pasión entre nosotros. Demasiado sublime para nuestra mente raquítica.

Entre diciembre de 1991 y agosto de 2020 han sucedido muchas cosas. Si por hipótesis Felipe hubiera “despertado” ahora, tras tanto tiempo en estado vegetativo, se hubiera encontrado un mundo totalmente cambiado. Su cerebro se paró en las postrimerías del siglo XX. Estamos ya en pleno siglo XXI, en un año (2020), que pasará a la historia como el año de la pandemia. Ha sido mucho mejor “despertar” al mundo definitivo de Dios, en el que ya no habrá llanto ni dolor.


PARA FELIPE BRAVO 
QUE YA HA LLEGADO A DIOS

(Soneto de Angel Ferrero)

Ya te has ido, Felipe, ya has llegado
al fin, con luz de Dios, de tu andadura,
atrás queda tu cáliz de amargura
que el misterio de Dios te ha adjudicado.

Y ese misterio a mí me ha interpelado
y me ha sumido en una nube oscura
que constriñe mi fe y que me tortura
y no encuentro el salir por ningún lado.

Si Dios te hizo el regalo de la vida
¿No parece que fuera envenenado?
¿Hay respuesta a pregunta dolorida?

La cuestión es, Felipe, que has llegado
a disfrutar la gloria merecida
en el seno de un Dios resucitado.

miércoles, 26 de agosto de 2020

Messi, masa, misa

Ayer por la tarde corrió como la pólvora la noticia de que Leonel Messi quiere dejar el Barça. Confieso que a mí no me quita el sueño. Aunque mi admirado John Carlin sostenga que el fútbol es la “religión” más universal que existe en la actualidad (excepción hecha del dinero, se entiende), no acabo de comprender que, en medio de una pandemia como la que estamos padeciendo, la decisión de Messi, cuya valía como futbolista no discuto, levante tanta polvareda y suscite tantas pasiones. Es un ejemplo más de la inversión que vivimos en nuestra escala de valores. Ya sé que “no solo de pandemias vive el hombre”, pero también sé que “no solo con fútbol se afronta la existencia”. Como soy consciente de que en esta batalla llevo las de perder, no gasto más cartuchos. Me limito a hacer una última reflexión. Si pusiéramos una mínima parte del entusiasmo que ponemos en el fútbol en abordar el desafío ecológico o el desmoronamiento de nuestra civilización, quizá estaríamos  viviendo un momento histórico de creatividad. Pero, por otra parte, no es menos cierto que cuando se multiplican los indicadores de crisis (basta ver los informativos de cualquier cadena de televisión), los seres humanos buscamos -necesitamos- algunos aliviaderos que hagan más tolerable la amenaza de sinsentido y creen una ficticia fraternidad. El fútbol no es ciertamente de los peores.  

Hace ya mucho tiempo que Ortega y Gasset diagnosticó la “rebelión de las masas”. Espigo algunas frases que, al cabo de casi cien años desde la publicación del libro homónimo, siguen conservando su fuerza: “Este hombre-masa es el hombre previamente vaciado de su propia historia, sin entrañas de pasado y, por lo mismo, dócil a todas las disciplinas llamadas «internacionales». Más que un hombre, es sólo un caparazón de hombre constituido por meros idola fori; carece de un «dentro», de una intimidad suya, inexorable e inalienable, de un yo que no se pueda revocar. De aquí que esté siempre en disponibilidad para fingir ser cualquier cosa. Tiene sólo apetitos, cree que tiene sólo derechos y no cree que tiene obligaciones: es el hombre sin la nobleza que obliga -sine nobilitate-, snob”. En pocas palabras, el hombre-masa es un ser humano sin interioridad y, por lo tanto, sujeto a todo tipo de manipulaciones. Como no encuentra dentro de sí razones suficientes para vivir, se lanza a lo que le viene del exterior sin importarle hacerse miembro de un rebaño universal. Puede adherirse a un partido fascista o comunista (como en tiempos de Ortega), volverse un hincha fanático de un equipo de fútbol, venderse al consumo irracional o atarse a un teléfono móvil como un poseso. Siempre habrá alguien capaz de explotar esta tendencia a la masificación que nos caracteriza y de manipularnos según su conveniencia. Da igual que se llame Stalin, Hitler, Mussolini, Bill Gates, Jeff Bezos, Leonel Messi, Madonna o los creadores de Netflix. Es probable que, haciendo lo que todos hacen, suframos por un tiempo el espejismo de que no estamos solos, pero la realidad acaba imponiéndose. No hay persona más aislada que la que está rodeada de gente-masa sin saber por qué ni para qué.

Si algo me gusta de la misa cristiana es que, cuando se celebra con autenticidad, transforma a un grupo que ni siquiera se conoce en comunidad fraterna, combina interioridad y rito, persona y grupo, contemplación y acción, naturaleza e historia, belleza y lucha, hombre y Dios. La misa es la reconciliación de binomios que nosotros vivimos a menudo enfrentados. El Dios trascendente “se hace” pan y vino comestibles. La masa se hace cuerpo. La Palabra se hace carne. Quizá por eso creo tanto en la necesidad de celebrar la misa para encontrar el camino de vuelta a casa. O, si se prefiere, la vía del futuro. La escasa participación en la misa por parte de muchos bautizados es una consecuencia -o quizás un síntoma- de los desequilibrios que hemos producido en nuestro estilo de vida en las últimas décadas. Cuando un cristiano considera más importante ir al supermercado, lavar su coche, ver un partido de fútbol o quedarse en la cama que participar cada domingo en el encuentro fraterno que Jesús nos pidió que celebráramos “en memoria suya”, algo sustancial se ha desmoronado dentro. La diversión sustituye al sacrificio. No es una mera cuestión ritual. No se trata de ser esclavos de un obsoleto precepto eclesiástico, perfectamente sustituible por una “buena acción” que responda al reduccionismo ético con que pretendemos vivir la fe. La misa es una miniatura de la humanidad que Dios quiere, un laboratorio de transformación personal y social, una alternativa al mundo idolátrico, injusto y masificado que hemos creado. Todo podría cambiar si algún día comprendiéramos lo que nos perdemos cuando dejamos de partir el pan y beber el vino “en memoria suya”. 

martes, 25 de agosto de 2020

Estáte, Señor, conmigo

Siempre me ha gustado mucho un himno de la Liturgia de las Horas que se titula “Estáte, Señor, conmigo”. Parece que el autor fue fray Damián de Vegas, un fraile español de la segunda mitad del siglo XVI afincado en Toledo. Rescato las palabras antiguas de este himno en un momento en el que necesitamos suplicar al Señor que se quede con nosotros porque -como reza el poema- “el pensar que te irás / me causa un terrible miedo / de si yo sin ti me quedo, / de si tú sin mí te vas”. Es como un eco de la súplica que los discípulos de Emaús dirigen a su desconocido compañero de camino: “Quédate con nosotros porque atardece y el día ya va de caída” (Lc 24,29). Cuando se multiplican las malas noticias, cuando nos preparamos para un otoño incierto, cuando no podemos hacer planes a medio y largo plazo debido a la pandemia que sufrimos, cuando la fe parece debilitarse por los acosos de una realidad que se nos escapa, entonces necesitamos hacer nuestras las palabras del poeta castellano: “Estáte, Señor, conmigo / siempre, sin jamás partirte”. Sin el asidero de la fe, sin la conciencia de que Jesús -como él mismo nos ha prometido- estará siempre con nosotros “hasta el final del mundo” (Mt 28,20) resulta muy difícil vivir este tiempo con serenidad. Os invito a orar hoy con las palabras de este himno antiguo:


Estáte, Señor, conmigo
siempre, sin jamás partirte,
y, cuando decidas irte,
llévame, Señor, contigo;
porque el pensar que te irás
me causa un terrible miedo
de si yo sin ti me quedo,
de si tú sin mí te vas.

Llévame en tu compañía,
donde tú vayas, Jesús,
porque bien sé que eres tú
la vida del alma mía;
si tú vida no me das,
yo sé que vivir no puedo,
ni si yo sin ti me quedo,
ni si tú sin mí te vas.

Por eso, más que a la muerte,
temo, Señor, tu partida
y quiero perder la vida
mil veces más que perderte;
pues la inmortal que tú das
sé que alcanzarla no puedo
cuando yo sin ti me quedo,
cuando tú sin mí te vas.


El pasado domingo meditábamos sobre la pregunta de Jesús: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. El himno reconoce que Jesús es nuestra vida: “porque bien sé que eres tú / la vida del alma mía; / si tú vida no me das, / yo sé que vivir no puedo”. Reconocer que no podemos vivir sin la vida que Jesús nos da es un acto de lucidez y humildad que no es fácil en momentos en los que creemos que nosotros lo podemos todo. La tentación que nos ronda siempre es la de buscar otras vías que se nos antojan más al alcance la mano. El himno nos previene contra todos los espejismos antiguos y nuevos: “yo sé que vivir no puedo, / ni si yo sin ti me quedo, / ni si tú sin mí te vas”. 

Con Jesús hemos establecido una relación de amistad que no se puede romper por las vicisitudes de la vida. Él ha dado el paso: “Ya no os llamo siervos, pues el siervo no sabe qué hace su señor; yo os he llamado amigos porque os he dado a conocer todas las cosas que he oído a mi Padre” (Jn 15,15). Si Jesús nos llama “amigos” significa que está dispuesto a dar su vida por nosotros porque “nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13). No es fácil encontrar amigos que estén dispuestos a dar su vida por nosotros. El caso de Cristo es único. Pablo lo explica así: “Difícilmente habrá quien esté dispuesto a morir por un hombre justo, aunque por un hombre de bien tal vez alguien lo esté; pero Dios mostró su amor para con nosotros en que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rm 5,7-8). Necesitamos meditar estas palabras para comprender que no estamos solos en este trance, que Jesús nunca abandona a su comunidad, que, por muy duras que sean las pruebas a las que nos vemos sometidos, él está siempre a nuestro lado. Hoy se lo decimos con más fuerza que nunca: “Estáte, Señor, conmigo / siempre, sin jamás partirte”.

lunes, 24 de agosto de 2020

Tejer historias

Anoche antes de acostarme hice un ejercicio que suelo realizar a menudo: recordé (es decir, pasé por el corazón) las historias que me habían contado en los últimos días. Me sorprendí de su cantidad y variedad. Un amigo me comunica que ha fallecido de cáncer su hermano de 52 años. Un joven de 20 me presenta a su novia. Una prima comparte algunos encontronazos familiares. Un matrimonio me da detalles sobre la vida de la anciana de 97 años que falleció el pasado mes de marzo y cuya misa exequial celebramos el fin de semana pasado porque no fue posible hacerlo durante el estado de alarma. Un compañero me envía un artículo que ha escrito sobre “los falsificadores de Dios” para una revista de la India; otro me envía un Whatsapp para comunicarme el fallecimiento de una religiosa conocida. Un amigo me pasa el libro de poemas escrito por la hija de un amigo común. Lo leo de un tirón. Desayunando con otro amigo en un bar, me entero de las dificultades en su proceso de recuperación de la operación sufrida hace meses. Y así podría ir añadiendo historias. Creo que algo semejante vivimos todos. Uno podría pasar como gato sobre ascuas sobre estas historias, pero entonces estaría desperdiciando las oportunidades en las que Dios se hace el encontradizo con nosotros. A menudo nos preguntamos dónde está Dios. Soñamos con extrañas experiencias místicas en las que su presencia se nos haga palpable. En realidad, él se nos está revelando constantemente en las pequeñas historias de la vida cotidiana.

Hace tiempo descubrí que para vivir con sentido es preciso tomar en serio cada “historia” que los demás comparten con nosotros, por insignificante que parezca. Si Jesús nos reveló los secretos del Reino de Dios contando historias (las parábolas), hoy el Espíritu Santo sigue desvelándonos la gramática de Dios a través de las muchas historias que nos llegan. Creo que cuando las contemplamos desde esta perspectiva adquieren su verdadero significado. Hay un par de preguntas que pueden ayudarnos: ¿Cómo está presente Dios en esta historia? ¿Qué me está diciendo a través de ella? Siempre me ha parecido un contrasentido buscar claves para vivir en los libros y, al mismo tiempo, pasar por alto las claves que nos ofrece la vida misma en su rica complejidad. ¿De qué sirve leer libros sobre el sufrimiento humano, el amor, el odio, el perdón, etc. si luego no somos capaces de acercarnos a las personas que están viviendo estas realidades? La espiritualidad libresca no ayuda demasiado para vivir en Dios si no va acompañada de un acercamiento a las historias que suceden en nuestro entorno.

Cuando fallece una persona conocida, por ejemplo, estamos acostumbrados a dar el pésame a sus familiares. Los religiosos y sacerdotes solemos prometer también una oración por su eterno descanso. Son signos de cercanía, pero quizá no son suficientes. Es necesario tomar en serio la muerte de cada persona, hacernos cargo del sufrimiento de los suyos, orar con fe, activar nuestra esperanza en la vida eterna y preguntarnos por el modo como nosotros mismos nos preparamos para el arte de morir. Cuando un joven comparte con nosotros la alegría del enamoramiento o de su primer trabajo, tenemos que dar gracias a Dios por estos signos de vida y de futuro. Cuando somos testigos de problemas familiares, de encontronazos, de separaciones y divorcios, necesitamos acoger con respeto estas historias, convertirnos en paño de lágrimas y, si es oportuno, ayudar a interpretar su significado y las enseñanzas que se pueden extraer. Tejer historias es el modo más realista de vivir una espiritualidad encarnada como la que Jesús mismo nos propone en el Evangelio. Al mismo tiempo que somos testigos del paso de Dios por las vidas de los demás, aprendemos a reconocerlo en la trama de nuestra propia existencia.


domingo, 23 de agosto de 2020

Dos preguntas de cuidado

En este XXI Domingo del Tiempo Ordinario Jesús nos formula dos preguntas: ¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre? y ¿Quién decís vosotros que soy yo? Son preguntas que se unen a otras muchas que conocemos bien: ¿Qué buscáis? ¿Por qué lloras? ¿También vosotros queréis marcharos? ¿Quién es  mi madre y mis hermanos? ¿Qué quieres que haga por ti? Las preguntas de Jesús nos confrontan con la verdad de nosotros mismos, aunque no sé si en estos momentos estamos para muchas disquisiciones. Tengo la impresión de que las preguntas que hoy nos dan vueltas en la cabeza son de otro tipo: ¿Cuándo va a terminar la pandemia? ¿Tendremos pronto una vacuna eficaz contra la COVID-19? ¿Con qué garantías se puede empezar el nuevo curso académico y pastoral? ¿Qué va a pasar con los que han perdido sus trabajos? Estas y otras preguntas parecidas coinciden con lo que los expertos llaman “la segunda ola del virus”. La preocupación es evidente. Sin embargo, no podemos dejarnos atrapar solo por lo inmediato. El Evangelio de este domingo nos propone alargar la mirada.

A la primera pregunta de Jesús hubiera respondido con facilidad hace 40 o 50 años, cuando estaba en boga el llamado “movimiento de Jesús” y se prodigaban los musicales sobre su persona, desde Godspell hasta Jesus Christ Superstar. Jesús era un líder juvenil que hacía suya la estética hippy y reivindicaba la paz y el amor. Un poco más al sur de los Estados Unidos, empuñaba también una metralleta y se convertía en líder revolucionario. Después, los historiadores y teólogos fueron etiquetándolo de diversos modos: campesino judío (Crossan), judío marginal (Meier), gurú del Mediterráneo, etc. Ahora mismo, no sé bien lo que piensa “la gente”. Es probable que, para muchos, la imagen de Jesús siga siendo la que aprendieron en la catequesis de la primera comunión. No ha habido ningún desarrollo significativo. Para la actual generación de jóvenes puede resultar casi un perfecto desconocido. Su propuesta de vida resulta tan alternativa al estilo actual que la mejor manera de no complicarnos es ignorarlo.

Pero la pregunta que tiene más miga es la segunda: ¿Quién decís vosotros que soy yo? Podríamos hacer nuestra la respuesta de Pedro -“Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”- y quedarnos tan tranquilos. Suena tan “ortodoxa” que nos ahorra ulteriores problemas. Y, sin embargo, no es seguro que esa respuesta tenga que ver algo con nuestra vida personal. Si dijéramos: “Tú eres el fundamento de mi vida, su referencia última”, es probable que estas palabras reflejen mejor nuestra experiencia de fe. En cualquier caso, la confesión del hombre Jesús como Mesías e Hijo de Dios es la “piedra” sobre la que se asienta la Iglesia. Jesús mismo garantiza que ningún tipo de mal podrá nunca destruir esta fe. Lo han intentado muchos a lo largo de la historia, desde Nerón hasta Stalin, Hitler o Mao, pasando por ateísmos de diverso género. Pero nadie, ni siquiera los propios cristianos, podrá acabar con la fe que sostiene al mundo. Esta promesa es una bocanada de esperanza en momentos en los que podemos tener la impresión de que quedamos “cuatro gatos” mal contados. Confesar a Jesús como Mesías significa estar dispuestos a correr su misma suerte.

viernes, 21 de agosto de 2020

La oración marca la diferencia

Hay gente buena en todas partes, a veces donde menos imaginamos. Es verdad que no es necesario creer en Dios para darse a los demás. O, por lo menos, eso es lo que se repite por activa y por pasiva en esta Europa descreída. Es verdad que, al final, seremos examinados de amor y no tanto del tiempo que hemos dedicado a orar. Pero, partiendo de mi propia experiencia, me formulo una pregunta que me ronda desde hace mucho tiempo: “¿Es posible amar de manera auténtica y continuada sin estar conectados a la fuente del amor que es Dios?”. Comprendo que la pregunta admite respuestas muy variadas. Habrá algunos que digan que “donde hay amor, allí está Dios”, aunque no se lo nombre ni se lo adore. Otros se empeñarán en decir que el ser humano tiene la capacidad de entregarse a los demás sin necesidad de ninguna otra referencia trascendente. Personalmente, prefiero encontrar la respuesta en la praxis y las palabras de Jesús de Nazaret. Recordamos bien el mandamiento nuevo: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 13,34). La primera parte concita un acuerdo universal. Es difícil encontrar a alguien que no suscriba esta “regla de otro”, aun cuando no siempre la practique. El “amaos los unos a los otros” parece tan básico para regular la convivencia humana que no admite mucha discusión. El problema reside en la segunda parte: “como yo os he amado”.

¿Cómo nos ha amado Jesús? El capítulo 13 del Evangelio de Juan comienza así: “Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que llegaba la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1). Ese “los amó hasta el extremo” significa dar la vida. El amor que Jesús nos pide que practiquemos consiste, pues, en dar la vida “para que otros vivan”. Damos la vida cuando renunciamos a lo nuestro para que los demás puedan vivir mejor. De nuevo surge la pregunta: “¿Es posible para el ser humano, intrínsecamente egocéntrico, este ejercicio de donación sin la gracia de Dios?”. Por mucho que algunas reflexiones teóricas respondan afirmativamente, mi experiencia me dice que no. Tal vez podemos tener algunos gestos ocasionales de altruismo o algunas reacciones de indignación ante el mal del mundo, pero plantear toda la vida desde el amor solo es posible cuando nos conectamos con la fuente del amor que es Dios, porque “Dios es amor” (1 Jn 4,8). Y esto solo es posible -como en el caso del mismo Jesús- a través de una profunda y constante vida de oración. De hecho, todas las personas a las que admiramos por su entrega incondicional -desde Madre Teresa de Calcuta hasta Pedro Casaldáliga (por citar solo un par de ejemplos contemporáneos)- han sido hombres y mujeres que han cultivado a fondo la oración; es decir, el trato íntimo con Dios. Creo que la oración “marca la diferencia”.

El cristianismo del futuro solo será auténtico y creíble cuando los cristianos seamos hombres y mujeres orantes, cuando no huyamos del encuentro personal con el Padre, cuando dediquemos un tiempo diario a rehacer la alianza con la fuente del Amor. El fruto maduro será una vida entregada. Tengo la impresión de que esto no forma parte de la conciencia y los hábitos de la mayoría de nosotros. Distraídos con muchas cosas, nos comprometemos con actividades de solidaridad, nos acercamos saltuariamente a la Eucaristía, pero no acabamos de entrar en una dinámica de oración que nos vaya transformando por dentro hasta convertirnos en pan molido para los demás. 

Esta impresión general tiene que ser corregida de inmediato por el testimonio de algunas personas que sí han emprendido esta aventura. No me refiero solo a los monjes y monjas contemplativos, sino a muchos laicos que han sido alcanzados por el imán de la oración y todos los días entran en la “tienda del encuentro”. A veces, se trata de ancianos que se encuentran con Dios a través del rezo diario del Rosario; otras, de laicos que han incorporado a sus hábitos la recitación de la Liturgia de las Horas. En muchos casos, de personas de toda condición que reservan un tiempo diario para practicar el silencio en sus casas o en alguna iglesia y abrirse al Misterio de Dios. Las formas son muy diversas porque también lo son los contextos y las condiciones de vida. Lo que me parece claro es que “la oración marca la diferencia”. Se nota enseguida en la calidad de vida y en la fuerza y duración del compromiso.


jueves, 20 de agosto de 2020

La amabilidad es contagiosa

Cuenta Leonardo Boff, el conocido teólogo brasileño, que una vez preguntó con su inglés rudimentario al Dalai Lama cuál era la mejor religión. Boff imaginaba que la respuesta iba a ser “el budismo tibetano”. Sin embargo, el Dalai Lama le contestó: “La mejor religión es la que te aproxima más a Dios, al Infinito. Es aquella que te hace mejor”. Entonces, Leonardo Boff añadió otra pregunta: “¿Y qué es lo que me hace mejor?”. El Dalai Lama le contestó: “Lo que te hace más compasivo, más sensible, más despegado, más amoroso, más humanitario, más responsable, más ético. La religión que consiga hacer eso en ti es la mejor religión”. La anécdota sirve de examen de conciencia. Quienes nos consideramos cristianos podemos preguntarnos si nuestra fe en Jesús de Nazaret nos aproxima más a Dios y nos hace más compasivos, sensibles y amables con los demás. La amabilidad es la cara visible de un fe profunda y sólida. Quienes creemos que Dios nos ama, vemos en todos sus hijos e hijas a seres amables; es decir, dignos de amor. Puede que sea una impresión distorsionada, pero creo que la amabilidad no está en su mejor momento. Percibo mucha agresividad y malos modales en nuestras relaciones. Quizás entre la vieja urbanidad que proponía fórmulas de amabilidad exquisita como “Por favor, ¿puedes darme un poco de pan?” y el descaro con el que muchas personas señalan con el dedo una barra y dicen simplemente “pan”, hay un término medio.

Aunque, en general, me parece que los servidores públicos son más amables que hace, por ejemplo, treinta años, todavía abundan los casos de tosquedad y falta de tacto. La pregunta de un servidor público (desde un funcionario de hacienda hasta un médico de atención primaria) tendría que ser siempre: “¿En qué puedo ayudarle?”. Están ahí -y son pagados por ello- para ayudar a los ciudadanos a realizar del mejor modo los trámites ordinarios, no a complicarles la vida con procedimientos inútiles y malas maneras. Algo parecido cabría decir de párrocos, profesores, empleados de servicios, etc. La amabilidad abre puertas; la descortesía las cierra. En los últimos años he percibido en algunas mujeres que se declaran feministas actitudes muy agresivas en su relación con los varones. Distan mucho de la dulzura que uno esperaría. La mera palabra dulzura la interpretan enseguida como resquicio de una cultura patriarcal, machista, reaccionaria y todos los epítetos que suelen acompañar el discurso feminista radical. También he percibido a muchos chicos usando un lenguaje soez en relación con las mujeres, como si la sinceridad y la espontaneidad estuvieran en proporción directa con las groserías que profieren.

En un contexto que ha perdido el significado de la amabilidad y cortesía, llaman más la atención las conductas que expresan respeto, atención y benevolencia. Cuando nos sentimos tratados con amabilidad, solemos pagar con la misma moneda. La amabilidad contagia amabilidad. La compasión contagia compasión. No es necesario ser budista para reivindicar la importancia de las buenas formas, la sonrisa sincera, las palabras corteses, el respeto a todos y la disposición a prestar ayuda a quien a necesita. Necesitamos una “pandemia” de amabilidad que contrarreste la agresividad y la bronca que a menudo se observan en la vida social. Como en tantas otras esferas de la vida, aquí sirven de poco las palabras. Lo que contagia son los gestos a través de los cuales expresamos que los demás nos importan. Ser amable cuesta muy poco y produce mucho. Bastantes cosas podrían cambiar en la vida social y política si aprendiéramos a ser más amables. Pero para ello es necesario ser humildes. Solo quien se conoce a sí mismo, quien es consciente de sus límites, está en condiciones de no mirar a los demás por encima del hombro, de poner el bálsamo de la sonrisa para hacer más vivible una existencia que está sometida a demasiadas cargas como para añadirle las del desprecio y las malas formas.