miércoles, 30 de junio de 2021

Palabras y silencios

Escribo la entrada de hoy cuando faltan menos de dos horas para que termine el último día de junio. No he podido hacerlo antes porque se han acumulado los trabajos y compromisos. Tengo la ventana de mi despacho abierta de par en par. No hace tanto calor como ayer. El termómetro exterior marca 24 grados. Antes de que se eche encima la medianoche y entremos en el mes de julio, voy a resumir lo que tenía pensado escribir hoy. Parto de una imagen. Cuando uno contempla una partitura musical, enseguida cae en la cuenta de que en los pentagramas hay notas que indican sonidos y otros signos que indican silencios. Puede haber silencios largos de redonda o blanca u otros más cortos: de negra, corchea, semicorchea, etc. Administrar bien los sonidos y los silencios es el arte de un verdadero músico. El embrujo de una melodía reside en la acertada combinación de ambos.

Algo semejante sucede en la partitura de la vida. Tan importante es lo que decimos como lo que callamos. Si solo sabemos proferir palabras, acabamos víctimas de la verborrea. Necesitamos el descanso del silencio. Pero si no emitiéramos palabra alguna, acabaríamos víctimas del mutismo. Creo que las personas más atractivas son aquellas que saben hablar y callar en los omentos oportunos, que encuentran la palabra justa y el silencio prudente. No es fácil hallarlas. A veces, un silencio es más elocuente que muchas palabras. En otras ocasiones, una palabra puede ser portadora de vida y de consuelo. Podríamos parafrasear un conocido refrán diciendo: “Dime lo que hablas y te diré quién eres”. Pero acaso sea más revelador su opuesto: “Dime lo que callas y te diré quién eres”. Dicen que a veces los amigos son más amigos por lo que callan que por lo que dicen.

Cuando examino las 1.783 entradas acumuladas en este blog, caigo en la cuenta de que he hablado de muchas cosas. Con el buscador interno, puedo encontrar referencias a multitud de temas: desde la oración hasta la amistad, pasando por la soledad, la política (cada vez menos), el arte o el miedo. Me he preguntado, por simple curiosidad intelectual, cuáles son mis silencios, de qué cosas no he hablado a propósito.  No me resulta fácil este segundo ejercicio, pero también he encontrado algunos temas que todavía no he abordado. No es necesario decirlo todo. Con frecuencia, el arte de la comunicación (incluida la escrita) consiste en sugerir más que en explicar. Recuerdo de memoria un verso de Pedro Casaldáliga que decía: “No te expliques demasiado / no te deshojes”. Creo que uno de los defectos de la predicación contemporánea es que resulta demasiado didáctica. Quiere “explicar” el misterio de la fe con pelos y señales, cuando sería suficiente con “sugerir” por dónde se va a él. Las palabras están bien, pero cada vez echo más de menos los silencios en la partitura de la vida y en la liturgia.


martes, 29 de junio de 2021

Tal para cual

Aunque uno era de Betsaida (Pedro) y otro de Tarso (Pablo), ambos vivieron y murieron en Roma. Por eso, hoy 29 de junio, la Ciudad Eterna los celebra como sus patronos. La solemnidad de san Pedro y san Pablo nos ayuda a agradecer y comprender mejor los orígenes de nuestra fe. 

Ayer por la tarde, paseando por la plaza de san Pedro, me hice una pregunta que varias veces ha estado en mi cabeza: ¿Cómo es posible que un pescador del siglo I, oriundo de un pueblo que ya no existe, haya llegado a Roma la “caput mundi” (cabeza del mundo) – y se haya convertido en una referencia fundamental para millones de cristianos a lo largo de los siglos? ¿Por qué san Ambrosio pudo decir aquello de “ubi Petrus, ibi Ecclesia” (donde está Pedro, está la Iglesia)? Quizá la respuesta se encuentra resumida en las palabras escritas con letras de dos metros de altura en el mosaico que rodea la base de la cúpula de la basílica: “Tu es Petrus et super hanc petram aedificabo ecclesiam meam” (Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia). 

Las palabras están tomadas del diálogo que mantienen Jesús y Pedro (cf. Mt 16,13-19). Después de que Pedro confiesa a Jesús como el Mesías, el Hijo del Dios vivo, el Maestro le confía una misión dándole un nombre que es señal de identidad: “Tú eres Pedro”. Desenganchados de Pedro, no somos la comunidad de Jesús, sino satélites que orbitamos alrededor de nuestros propios intereses. Ya sé que este pensamiento es contracultural. Choca frontalmente con el cristianismo subjetivo al que hoy estamos acostumbrados, pero la historia de la Iglesia es demasiado larga como para no aprender de ella. Cada vez que que algunos cristianos puros se han querido separar de la impura comunidad de la Iglesia (con Pedro a la cabeza), el resultado ha sido una ruptura de la unidad querida por Jesús y un debilitamiento de la misión. 

Pablo siguió otro itinerario. No fue discípulo de primera hora. Ni siquiera conoció a Jesús físicamente. No recibió la misión de ser “piedra” (fundamento), sino de abrir la Iglesia a los gentiles, de ser un explorador de fronteras y periferias. Mientras Pedro representa la fuerza centrípeta (que siempre nos devuelve al origen), Pablo simboliza la fuerza centrífuga (que nos invita a ir más allá). Pedro y Pablo no fueron compañeros de viaje, pero se encontraron en algunas ocasiones. Tuvieron ocasión de confrontar sus puntos de vista e incluso de discutir estrategias. Al final, se impuso lo esencial: ambos eran apóstoles al servicio del mismo Señor, pero con distintas sensibilidades y responsabilidades. 

Pedro y Pablo nos enseñan cómo afrontar hoy las diferencias que sacuden a la Iglesia y, en particular, al papa Francisco. Pongamos un ejemplo. Entre el episcopado alemán − que pide la bendición de las parejas homosexuales, la admisión de los divorciados y los protestantes a la comunión (al menos en ciertas situaciones) – y el episcopado estadounidense – que se ha planteado negar la comunión al presidente Biden por su postura proaborto – es evidente que hay notables diferencias. Ambos episcopados desearían que el papa Francisco (sucesor de Pedro) aprobara sus orientaciones porque las consideran evangélicas. 

Estas tensiones son solo un botón de muestra de las muchas diferencias que existen en el seno de la Iglesia. También hoy actúan con mucha intensidad las fuerzas centrípetas y centrífugas. No hay por qué asustarse. Forman parte de una Iglesia dinámica que camina en el tiempo. Lo que importa es sentarse a la misma mesa, invocar al mismo Espíritu, discernir sus mociones y tomar juntos las resoluciones que nos ayuden a seguir siendo la Iglesia de Jesús en el siglo XXI. Para ello, se necesitan personas como Pedro y Pablo: apasionadas y humildes. En palabras vulgares, podríamos decir que necesitamos reaprender el Evangelio “de pe (Pedro) a pa (Pablo)”.

Me preparé para la fiesta de hoy participando en la oración vespertina de la comunidad de sant’Egidio en la maravillosa basílica de santa María in Trastevere. Por razones sanitarias, habían retirado los bancos. En su lugar, había sillas bastante distanciadas. A las ocho de la tarde comenzó el canto de los salmos. Después subió al ambón Andrea Riccardi, fundador de la comunidad en 1968. Es un laico de 71 años que llegó a ser ministro para la cooperación internacional en el gobierno de Mario Monti (2011-2013). Leyó el evangelio de las tentaciones de Jesús según Marcos. Después, con voz bien timbrada, hizo un comentario muy jugoso sobre lo que hoy significa vivir el “desierto” de la pandemia como una prueba de la que podemos salir “convirtiéndonos y creyendo en el Evangelio”. 

A la salida de la basílica caía la tarde sobre el barrio del Trastévere. Las terrazas de los bares y trattorie estaban llenas, pero sin agobio de gente. Soplaba una brisa suave. Muchos ya no llevaban la mascarilla. Ayer fue el primer día en que fue posible hacerlo en Italia. Junto con otro claretiano amigo, degustamos una pizza, saboreamos una cerveza fría y rematamos la velada con un helado mientras contemplábamos la exhibición de un acróbata africano sentados en las escalinatas que dan al Lungotevere. A mitad de la cena, miro el móvil. Nos enteramos de que la selección española de fútbol ha derrotado a la croata por 5 a 3 en un partido agónico. Pasa a cuartos de la Eurocopa. Es una alegría añadida. Hay veces que el tiempo se detiene. Todo resulta más luminoso. Son momentos que dan vida. Se agradecen más tras los largos meses de encierro. 


lunes, 28 de junio de 2021

Gloria, vida y visión


Cuando era estudiante en la Universidad Gregoriana de Roma tuve la suerte de hacer un curso con el profesor Antonio Orbe, uno de los grandes expertos mundiales en los padres de la Iglesia y, más en particular, en san Ireneo de Lyon, cuya memoria celebramos hoy. Ireneo no es un santo popular. Puede que incluso sea desconocido para muchos de los lectores del Rincón. Creo, sin embargo, que su pensamiento puede iluminar algunas de las coyunturas que vivimos hoy. La frase más citada de sus obras apologéticas es esta: “Gloria Dei vivens homo” (O sea: “La gloria de Dios es el hombre viviente”). Se la utiliza para justificar una espiritualidad en la que dar gloria a Dios significa trabajar para que los seres humanos vivamos con plenitud, tengamos vida abundante. En este sentido la frase de san Ireneo es un eco de un dicho de Jesús: “He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10). 

Se produce así una humanización de la fe cristiana que es, al fin y al cabo, el quicio de nuestra experiencia creyente. Nosotros creemos en un Dios que no nos salva “desde fuera”, sino que ha querido hacerse uno de nosotros. La condición humana se convierte así en el gran sacramento del encuentro con Dios. Todo ser humano es un santuario donde habita Dios. Esta es la fuente de nuestra dignidad radical y el fundamento de los derechos humanos. Debemos respetar a todas las personas porque son reflejo de la divinidad. O, dicho en términos bíblicos: son “imagen y semejanza de Dios”. Hasta aquí hay un gran consenso eclesial e incluso social.

Lo que casi nunca se dice es que san Ireneo completó su pensamiento con una frase que está pegada a la anterior: “et vita hominis visio Dei” (o sea: “Y la vida del hombre es la visión de Dios”). ¿En qué consiste vivir? Desde hace años se habla mucho de “calidad de vida”. Con esta expresión se alude a una forma de vivir que a menudo se mide por el Índice de Desarrollo Humano (IDH) cuyas variables principales son: esperanza de vida, educación y renta per cápita. Siguiendo estos criterios, los países con un mayor IDH son Noruega, Nueva Zelanda, Australia, Suecia, Canadá y Japón. Hacia ellos se orientan muchos emigrantes que buscan una vida mejor.

Entre los indicadores de calidad de vida no figura el señalado por san Ireneo. Para él, la vida del hombre, su fin último, consiste en la “visión de Dios”. No se trata de un fenómeno oftálmico (como quien “ve” un ovni), sino de entrar en comunión profunda con él. Así como Dios se ha hecho hombre (humanización), los seres humanos estamos llamados a vivir en Dios (divinización).  Las Naciones Unidas no hablan en estos términos. Se limitan a decir que “vivir bien” consiste en vivir muchos años con buena salud, alcanzar un alto nivel de educación y disponer de una economía saneada. 

Muchos cristianos hemos caído también en este espejismo. Nos parece que lo fundamental es vivir lo mejor posible en esta tierra y ayudar a que el mayor número de personas suba algunos grados en el IDH. El objetivo es loable y responde plenamente a la esencia de nuestra fe. Todo lo que hagamos por humanizar la vida de las personas, por disfrutar de este gran don de Dios, significa darle gloria. Pero ¿es suficiente con esto? El problema no es lo que acentuamos sino lo que silenciamos.

Aquí es donde san Ireneo, un santo teólogo del siglo II, viene en ayuda de los cristianos del siglo XXI. Parece casi increíble, pero así es. A veces, no hay nada más revolucionario y progresista que el recuerdo del pasado. San Ireneo nos recuerda que no podemos separar lo que Dios ha unido. En otras palabras: que debemos esforzarnos por traducir la gloria de Dios en preocupación por la vida de los seres humanos… y que nunca debemos olvidar que la vida auténtica consiste en la comunión con Dios, origen y meta de todo. De lo contrario, se reduce a un fenómeno biológico o social. Hay personas que viven con gran armonía los dos movimientos como partes esenciales de una espiritualidad integral. Y hay personas “heréticas”; es decir, que toman solo una parte y la absolutizan. Por eso hablamos de personas “secularistas” (las que reducen la vida a los indicadores de IDH) y personas “espiritualistas” (las que desconectan la comunión con Dios de la mejora de las condiciones humanas de vida). 

Hoy, 28 de junio, es también el Día Internacional del Orgullo LGBTI (y alguna otra mayúscula adicional). Más allá de exageraciones, ideologizaciones y manipulaciones, es una oportunidad para recordar a nuestros hermanos y hermanas con orientaciones sexuales diversas, superar nuestros prejuicios, respetar la sacralidad de toda persona (con independencia de su condición sexual), garantizar los derechos esenciales de todos e integrarlos plenamente en la comunidad eclesial. Hay muchos aspectos discutibles desde el punto de vista filosófico, ético y legal, pero eso nunca debería ser óbice para una actitud de respeto, acogida e integración.

domingo, 27 de junio de 2021

Tocarlo y dejarse tocar

El mensaje de este XIII Domingo del Tiempo Ordinario rezuma vida por los cuatro costados. Necesitamos acogerlo para no hundirnos en la fosa del escepticismo. A diferencia de otros pueblos, Israel tardó mucho tiempo en creer que hay vida después de la muerte. Esta lentitud de Israel en llegar a la afirmación explícita de una vida eterna resulta iluminadora para nosotros, creyentes de hoy. Nos ayuda a comprender que, antes de creer en la resurrección y en un mundo futuro, es necesario valorar y amar apasionadamente la vida en este mundo, tal como la aprecia y ama Dios. Este es el mensaje de la primera lectura tomada del libro de la Sabiduría: “Dios no hizo la muerte ni goza destruyendo los vivientes. Todo lo creó para que subsistiera; las criaturas del mundo son saludables: no hay en ellas veneno de muerte, ni el abismo impera en la tierra”. 

Cada vez que viajo a América Latina, un continente que ha sufrido desgarros de todo tipo, me sorprende positivamente que muchos cristianos se dirijan a Dios como “Dios de la vida”. Cuando la muerte nos pisa los talones en forma de guerra, narcotráfico, opresión… entonces se valora más el don de la vida. Jesús lo dijo de manera inequívoca: “Dios no es Dios de muertos, sino de vivos” (Mt 22,32).

En el Evangelio de hoy se entrecruzan dos historias: la de la hija de Jairo y la de la mujer que padecía flujo de sangre. Cada una tiene sus rasgos propios. Hay, sin embargo, un hilo que las une: la experiencia de pasar de la enfermedad-muerte a la curación-vida. En ambas historias se juega con el número 12: la niña tiene 12 años y la mujer lleva 12 años padeciendo la enfermedad. En ambas adquiere una gran importancia el tacto. La mujer “acercándose por detrás, entre la gente, le tocó el manto, pensando que, con sólo tocarle el vestido, curaría. Inmediatamente”. Es ella quien toca a Jesús porque siente que de él emana la salud y la vida. 

En el caso de la niña muerta es Jesús quien la toca para trasmitirle un nuevo aliento: “Entró donde estaba la niña, la cogió de la mano y le dijo: «Talitha qumi (que significa: contigo hablo, niña, levántate).»”. Ambas mujeres (la adulta y la niña), que habían sido excluidas de la comunidad, son reintegradas en ella. Cuando Jesús salva, no solo cura las enfermedades físicas y espirituales, sino que derriba las barreras de la exclusión. Jesús es un reintegrador, alguien que devuelve la vida plena: física, psíquica, espiritual y social.

¿Cómo podemos acoger este mensaje en el contexto de pandemia que todavía seguimos viviendo? ¿Por qué no experimentamos hoy con fuerza que Jesús sigue siendo fuente de vida para nosotros y para el mundo? Encuentro una explicación sencilla: porque no nos acercamos a él para tocarlo (como hizo la mujer hemorroísa) y porque no nos dejamos tocar por él (como sucedió con la niña muerta). Es verdad que muchos de nosotros celebramos los sacramentos, leemos la Biblia y hasta hacemos alguna obra de caridad, pero ¿significa eso que “tocamos” a Jesús o nos quedamos, más bien, en sus alrededores? No es lo mismo ser admiradores que amigos. 

Tocar a Jesús implica un gran atrevimiento. De la mujer se dice que “oyó hablar de Jesús y, acercándose por detrás, entre la gente, le tocó el manto”. También nosotros hemos oído hablar de Jesús desde nuestra infancia, pero no siempre nos atrevemos a cruzar la barrera del gentío para acercarnos a Jesús y tocarlo. Somos víctimas de muchos prejuicios, nos da vergüenza ir contracorriente, nos dejamos llevar por lo que piensa la mayoría. En definitiva, no nos acercamos lo suficiente a Jesús como para experimentar su poder sanador. 

Pero también puede suceder que estemos prácticamente muertos, como la hija de Jairo, y que nosotros y quienes nos rodean hayamos ya tirado la toalla pensando que es imposible volver a creer y vivir. Como los familiares de la niña, podemos decir: “¿Para qué molestar más al maestro?”. Es él entonces el que toma la iniciativa: “Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga: «No temas; basta que tengas fe.»”. Es lo único que Jesús nos pide para sacarnos de la fosa de la tristeza, la depresión y el sinsentido: un poco de fe. Ni siquiera nos pide que tengamos la valentía de tocarlo. Es suficiente con que nos dejemos tocar por él.



sábado, 26 de junio de 2021

¡Adiós, mascarilla, adiós!

Después de 401 días, hoy en España se permite no llevar mascarilla en espacios abiertos. En Italia será el lunes 28. Algo tan simple como retirar un adminículo de la nariz y la boca se ha convertido en un símbolo de libertad. Casi podríamos decir que es la fiesta de la identidad recobrada. Un rostro cubierto significa una identidad a medias. Toda mascarilla tiene algo de máscara; por lo tanto, de encubrimiento, de falsa o impostada identidad. Durante más de 400 días hemos vivido, en cierto sentido, siendo lo que no somos. 

Todo esto puede sonar un poco hiperbólico, pero cuando se trata de un fenómeno que no se circunscribe a uno o pocos individuos, sino que abarca a países enteros, entonces es mucho más que una anécdota. Se convierte casi en un signo de nuestro tiempo. Durante más de un año hemos vivido a medio gas. Que ahora, de la noche a la mañana, nos desprendamos de la mascarilla no significa que hayamos derrotado al virus y que todo esté resuelto, pero hay acciones que tienen una fuerte carga simbólica. Si la mascarilla fue el signo por antonomasia de la ritualidad pandémica, su retirada se convierte en signo de “nueva normalidad”, aunque este año no se utiliza ya esta expresión que hizo fortuna el verano pasado.

Para mí este día coincide con el 39 aniversario de mi ordenación sacerdotal en la encantadora Segovia. Aquel día nadie me obligó a llevar mascarilla, pero me impusieron la estola al modo sacerdotal y la casulla, que simbolizan la ministerialidad presbiteral en la Iglesia. Ya sé que la identidad presbiteral no consiste en vestirse de una manera u otra. Jamás se me ha ocurrido pensar que la verdad de la Eucaristía, por ejemplo, dependa de la casulla que lleve el sacerdote que la preside. Y, sin embargo, a medida que pasa el tiempo, descubro la importancia de la ritualidad como expresión y factor de identidad. Es este un tema sobre el que se ha investigado mucho. A menudo lo banalizamos. Sin embargo, las personas y pueblos con baja y pobre ritualidad suelen ser personas y pueblos con una identidad diluida. 

No me gusta que se ridiculicen símbolos colectivos como la bandera, el himno, las fiestas, etc. Detrás de una aparente iconoclastia liberadora, se suele esconder un desprecio de la identidad colectiva, de los vínculos que nos conectan. Lo dia-bólico consiste precisamente en romper las conexiones; lo sim-bólico, en restaurarlas. Cuando la Iglesia o el Estado pierden su ritualidad, los seres humanos nos inventamos “nuevas” ritualidades que nos conecten o, por lo menos, que nos agreguen. Se podrían multiplicar los ejemplos. Se diría que en tiempos de feroz individualismo no necesitamos muchos ritos colectivos, pero es quizás en este tiempo donde una nueva ritualidad puede liberarnos del suicidio cultural. La Iglesia siempre ha sido creadora o recreadora de ritos. En los últimos tiempos también ella padece una suerte de anorexia ritual que le está pasando factura. Basta mirar a las nuevas generaciones. Lo que no encuentran en las iglesias lo buscan en los megaconciertos o en los estadios. 

Todo esto me viene a la mente a propósito de la familiar mascarilla. Lo que hace 400 días parecía casi un artículo de lujo, con el paso del tiempo se ha convertido en un producto de primera necesidad. A las mascarillas quirúrgicas del principio, sobrias y escuálidas, les han seguido miles de mascarillas de texturas y diseños variopintos. Por arte y magia de la pandemia, la mascarilla ha devenido un objeto de moda hasta el punto de hacer verdad en algunos casos aquel viejo dicho de que “todo lo que nos tapa nos favorece”, como si la identidad velada fuera más atractiva que la patencia de lo que somos. 

En fin, que empezamos la estación estival con un fardo menos y un deseo más: el de superar la pesadilla de este tiempo para centrar nuestras energías que proyectos constructivos. He leído que algunas personas tienen miedo a desprenderse de la mascarilla porque se ha convertido para ellas como en una segunda piel. No es mi caso. Estoy deseando salir a la calle a rostro descubierto, aunque soy consciente de que la prudencia seguirá dictando en qué ocasiones es necesario seguir usando el viejo tapabocas (o barbijo, como lo denominan en algunos países de Cono sur).

La entrada de ayer, dedicada a la película sobre Claret, registró el doble de visitas que una entrada ordinaria. Se ve que la vida del arzobispo misionero sigue interesando. ¡Ojalá llegue pronto a los cines en varios países! Os iré informando en este blog de cómo están las cosas. Feliz fin de semana.



viernes, 25 de junio de 2021

Claret en el cine

Hacia las 4 empezó a llover. Nos temíamos una tarde pasada por agua, pero todo se quedó en un chaparrón breve que refrescó el tórrido ambiente romano. A las 5 estábamos ya en el Lungotevere. Aparcamos la furgoneta en zona azul. Recorriendo a pie una parte de la Via Giulia la calle más larga y recta del mundo, en expresión de Cervantes llegamos a la céntrica plaza Farnese. Los andamios cubrían una parte de la imponente fachada del palacio que hoy es sede de la embajada francesa. En la plaza contigua de Campo de’ Fiori había gente en las terrazas, puestos de flores y una paloma sobre la estatua de Giordano Bruno que parecía reírse de todos y de todo. 

Los invitados nos fuimos concentrando en corrillos frente al cine Farnese. El cardenal claretiano Aquilino Bocos llegó a pie desde la cercana comunidad de Banchi Vecchi. Un poco antes habían llegado en sus respectivos coches oficiales el arzobispo José Rodríguez Carballo, Secretario de la CIVCSVA, y doña María del Carmen de la Peña Corcuera, embajadora de España ante la Santa Sede. Estaban también el embajador de Cuba y otras personalidades. Nos juntamos alrededor de cien personas entre autoridades, miembros de las diversas ramas de la Familia Claretiana, colaboradores y amigos. A partir de las 6 de la tarde comenzó la proyección de la película Claret, una producción de Contracorriente Producciones con guion y dirección de Pablo Moreno.

Las dos horas de la película trascurrieron veloces. Eso es, al menos, lo que me comentaron algunos de los espectadores al final de la proyección. Hubo todavía tiempo para media hora de diálogo con el director, el protagonista el actor cordobés Antonio Reyes y varios miembros del equipo de producción, incluyendo el autor de la brillante banda sonora, Oscar M. Leanizbarrutia. Entre otras cosas, explicaron el significado de los dos personajes simbólicos que aparecen en la cinta: Carme, la mujer viuda catalana (remedo de la Virgen del Carmen) y Lucas, el esclavo cubano que es ahorcado por su patrón. Nos descubrieron diversos “guiños” usados para contar la vida de un personaje al que Pablo Moreno calificó de “poliédrico”. 

La película no es un documental, sino una recreación artística. Se podría decir que más que contarnos con pelos y señales la vida del Claret histórico (como tal vez algunos esperaban), nos sugiere un Claret contemporáneo. Ni el aspecto físico del actor que encarna al arzobispo misionero ni la ambientación de muchos de los lugares en los que vivió (empezando por su Cataluña natal) son una reproducción exacta del original. En este sentido, la película es una obra que sugiere, que invita al espectador a confrontarse con el personaje, a llevárselo a casa para dialogar con él y aclarar muchas de las incógnitas que aparecen en el filme. Creo que la muerte en brazos de Carme/la Virgen constituye un momento simbólico muy poderoso. La Pietà que resulta de ese encuentro evoca la célebre obra escultórica de Miguel Ángel, solo que en esta ocasión el Cristo joven ha sido sustituido por el Claret maduro. La Virgen en ambos casos sostiene y ofrece a los muertos.

Mi impresión fue que al variopinto grupo de espectadores una especie de laboratorio de prueba le gustó la película. Uno de ellos, nuestro joven técnico informático, me asedió a preguntas cuando salimos de la sala. Quería saber más sobre un personaje del que apenas conocía algunos trazos fundamentales. Le interesaba saber si, de verdad, había sido estudiante y obrero en Barcelona, las motivaciones que tuvo para abandonar su brillante porvenir, las razones por las que fue tan perseguido (tanto en Cuba como en Madrid), etc. 

No sé la recepción que la película tendrá en España, donde algunos todavía asocian a Claret al ambiente tóxico de la corte madrileña y lo alinean en las filas de los prelados más conservadores. Si la película sirve para provocar la curiosidad, aclarar malentendidos e iluminar algo el presente, creo que habrá conseguido con creces su objetivo. El hecho de que sea un Claret “contemporáneo” tiene sus riesgos evidentes, pero también convierte a la figura en un poderoso símbolo que puede ayudarnos a vivir el presente.

jueves, 24 de junio de 2021

Se llamará Juan

No celebré la noche de san Juan con una hoguera en medio de la plaza Euclide (donde vivo) y mucho menos en la playa de Ostia (no lejana de Roma), pero disfruté de una pizza romana al aire libre con cuatro compañeros con los cuales llevo varios días de trabajo. En Roma hace un calor asfixiante. La humedad lo convierte casi en insoportable. El verano ha entrado con fuerza. Esperemos que pronto nos dé una tregua. 

Esta tarde se estrena en el cine Farnese de Roma la película Claret. Tenemos hospedado en casa al equipo que ha venido a presentarla. Resulta simpático ver al P. Claret (Antonio Reyes) paseando en pantalón corto por los pasillos. Espero que la película ayude a conocer una figura sobre la que se ha cernido una injusta leyenda negra. No es fácil ser santo en medio de intrigas palaciegas y campañas difamatorias. Veremos si el público italiano, tan sensible al cine y a la historia, logra captar la hondura y autenticidad del personaje. Pocos van a leer el libro del historiador Alberto Guasco sobre Claret, pero muchos pueden ver la película. En otoño se estrenará en España y otros países.

Ayer viví dos acontecimientos de índole muy diversa. Por una parte, me sorprendió la foto del papa Francisco saludando a Spiderman en la tradicional audiencia de los miércoles. El contraste entre la sotana blanca papal y el disfraz rojo del hombre-araña me parecía un símbolo del contraste entre dos mundos, dos cosmovisiones, dos estilos de vida. El papa Francisco simboliza una tradición milenaria inspirada en el Evangelio de Jesús, siempre rejuvenecida por el Espíritu en medio de contradicciones y luchas. El hombre-araña es un símbolo de la civilización moderna, a caballo entre el afán de poder y los deseos de ayudar. 

Lo mejor de la foto es que ambas figuras se encuentran y se saludan. En la foto no se ve la cara del Papa, aunque está descubierta. Tampoco se ve la cara de Spiderman porque la tapa su disfraz. Se podría decir que es un encuentro sin rostro. ¿Indicará este hecho que la fe cristiana y la civilización moderna, aunque llevan siglos saludándose, todavía no se han reconocido mutuamente? ¿Existe una fe plenamente moderna? ¿Existe una modernidad abierta al fenómeno religioso? Durante mucho tiempo ha dominado la distancia y el recelo. No han faltado las persecuciones mutuas. ¿Será el siglo XXI el siglo del encuentro fecundo?

El segundo acontecimiento es más familiar. Ayer falleció a la edad de 69 años un misionero claretiano que durante casi 40 años atendió la portería del Colegio Claret de Segovia en donde yo hice parte de mi bachillerato. Se llamaba Ángel Colado. La noticia no ha pasado desapercibida en la ciudad del Acueducto. Tampoco para mí. Ángel era un misionero hermano. No era sacerdote. ¿Se puede ser misionero desde la portería de un colegio? El hermano Ángel demostró que lo importante en la vida no es tanto el trabajo que uno hace, cuanto el alma que pone en él. Cualquier lugar es bueno cuando uno sabe por qué hace las cosas, a quién sirve y por quién vive. Ángel era una persona de fuertes convicciones religiosas. No solo eso. Era una persona piadosa. Y además cercana y disponible. Tenía un punto de ingenuidad y de inseguridad que lo hacía un niño encerrado en un cuerpo grande que superaba con holgura los 100 kilos. 

Solía repetir una frase que en italiano suena más expresiva que en español: “Ci penso io”. Cuando alguien le pedía un encargo o le solicitaba algún servicio, él respondía: “No te preocupes, me encargo yo”. Hacer fácil la vida a los demás es una maravillosa traducción del Evangelio. Desde la “torre de control” (o pecera) de la portería entró en contacto con miles de alumnos, cientos de profesores y numerosas familias. Tenía la capacidad de recordar con precisión rostros y nombres. En otras palabras, humanizó un trabajo que podría haber sido anodino, burocrático e impersonal hasta convertirlo en la “misión de la acogida”. Para san Benito de Nursia, cada huésped que llegaba a un monasterio era Cristo mismo. Estoy seguro de que el hermano Ángel, aficionado a leer vidas de santos, tenía algo de esta espiritualidad benedictina. Él, que acogió a tantos con amabilidad y sencillez, habrá sido acogido también con los brazos abiertos en la portería celestial.



miércoles, 23 de junio de 2021

Súbeme al cielo

Un amigo con quien compartí muchas horas durante mi estancia en Fátima me habló de un grupo musical que no conocía, aunque llevan ya cinco años en cartel. En realidad, son solo dos chicos de Valladolid que hacen música indie pop. Su nombre artístico es Siloé. El alma del grupo es el cantante castellano Fito Robles. Ha sido uno de los pocos españoles becados por la prestigiosa escuela de composición Berklee College of Music de Boston. Es uno de esos músicos católicos que pueden parecer una rara avis en el panorama musical. 

Él no esconde su fe. La confiesa sin tapujos, pero también sin ostentación: “Mi fe nace en mi familia, son mis padres los que me la transmitieron desde pequeño con una libertad tremenda. La vivo en mi casa cada día, cuando me levanto, con mi mujer y con mi hija. En mi parroquia de Valladolid comparto mi fe también e intento ser fiel en todo lo que puedo, pero no te engaño, soy como cualquiera que no acude a misa, cometo las mismas faltas o incluso más. Es algo muy profundo lo que siento, Dios me ha rescatado de mucho y me ha dado también la vida, por eso hay que cuidarla y respetarnos. Sin Dios no tendría sentido mi vida, es algo que necesito”. No se necesitan muchos comentarios. El testimonio es fresco, directo, elocuente.


Es un hombre de hoy. Sabe que la fe puede ser orillada por los indiferentes, pero también manipulada por los mismos creyentes. Es muy sincero a la hora de decir cómo se sitúa él: No me gusta decir que soy creyente para utilizarlo como venta porque si no estaría instrumentalizando a Dios, pero sí que es verdad que en mis textos hago alguna referencia a ello, algo que por otro lado es normal pues es parte muy importante en mi vida. He sentido un respeto enorme en este aspecto en el mundo de la música, nadie me ha juzgado por ello, al menos no me ha llegado eso. Creo que cuando hay un artista que hace algo profundo (esté inspirado en lo que sea), eso cala. Si con mi experiencia necia y pobre de Dios alguien que nunca se acerca a la Iglesia experimenta algo, pues bienvenido sea, pero no hay mucho más trasfondo”.

Creo que hay mucha gente como Fito. Hombres y mujeres que viven su fe con profunda convicción, pero sin airearla por ahí. Personas que prefieren que los hechos de la vida cotidiana sean sus verdaderas credenciales. Abusamos tanto de las palabras que, a veces, se agradece esta discreción confesante.

Entre las muchas canciones de Siloé, hay una que me ha llamado la atención. Se titula “Súbeme al cielo”. En ella colabora también Dani Fernández. Al final de la entrada encontraréis el vídeo. No me resisto a transcribir parte de la letra:

Enciende el fuego y dime cómo llegar
Dime el camino para estar junto a ti
Las sombras no me asustan, no detendrán
Mis ganas de alcanzarte y verte reír
Súbeme, súbeme al cielo
Pero déjame ahí
Súbeme, súbeme al cielo
Pero déjame ahí
¿No ves?
Que aquí las cosas ya no van tan bien
Que aquí las cosas ya no van…

Creo que muchos de nosotros podríamos suscribir eso de que “aquí las cosas ya no van tan bien”. Cada día nos despertamos con nuevos sobresaltos. Otro joven amigo mío, Pablo Melero, licenciado en Ciencias Políticas, acaba de abrir un blog titulado Prospective Politics. Se atreve a hacerlo en inglés para que tenga una difusión mayor. En la primera entrada escribe sobre “The power of big tech and big data”. Las perspectivas que nos aguardan no son muy alentadoras. Vamos hacia una sociedad controlada por la inteligencia artificial. Los seres humanos seremos datos manipulables. Quizás porque no estamos convencidos de que “no todo lo técnicamente posible es éticamente realizable”, como nos recordaba hace muchos años mi viejo profesor de Moral Fundamental. 

No parece extraño que, en este contexto de la sociedad de la información, Fito Robles cante: “Dime el camino para estar junto a ti”. Se atreve incluso a ir más lejos. En su oración secular, le pide a Alguien (un Dios innombrado): “Súbeme, súbeme al cielo / Pero déjame ahí”. Es como si pusiera voz a cuantos se sienten como exiliados en un mundo demasiado caótico. Puede sonar a escapatoria fácil, pero, de hecho, expresa un anhelo de eternidad. No es más que una forma contemporánea de decir lo mismo que decía Agustín de Hipona en el siglo V: “Nos has hecho, Señor, para ti, y nuestro corazón siempre estará inquieto hasta que no repose en ti”. Espero que la música os llegue al alma como me ha llegado a mí. 

Gracias, Mario, por haberme hecho este regalo. Es un punto de luz más de nuestro paso por Fátima. 



martes, 22 de junio de 2021

De la cumbre al valle

Mis días en Fátima han tenido algo de experiencia Tabor; es decir, de encuentro con la dimensión profunda y hermosa de la vida. Un blog púbico no es el mejor lugar para contar con pelos y señales una experiencia personal. De vuelta a Roma, es como si hubiera pasado de la cumbre al valle, de un momento extraordinario y luminoso a la normalidad de la vida cotidiana. Me parece que esto nos sucede a todos de vez en cuando. ¿Cómo gestionar este paso? ¿Cómo no hacer del día a día una fábrica de mediocridad, sino un territorio de luz? Las experiencias “cumbre” constituyen un regalo que aparece cuando menos lo esperamos. Creo que, en este enésimo viaje a Fátima, por razones diversas, he vivido una de esas experiencias. Las sorpresas han sido más frecuentes y bellas que las cosas programadas. Me siento profundamente agradecido a Dios y a María por ello. 

Pero no siempre es posible vivir en la cumbre. El desafío consiste en bajar al valle de la vida ordinaria con un rostro iluminado. Hoy mismo comienzo un intenso trabajo con una pequeña comisión internacional que prepara el próximo Capítulo General de los misioneros claretianos que, Dios mediante, celebraremos en agosto-septiembre. Y pasado mañana tendremos en Roma el estreno de la película “Claret”, que se ha retrasado año y medio debido a la pandemia.

Si algo he ido aprendiendo a lo largo de los años es que hay que trabar bien pasado, presente y futuro. No podemos vivir al día, por más que hoy se haya puesto de moda un presentismo que nos seca por dentro. Para disfrutar del hoy, necesito engarzarlo con el ayer, porque no somos nada sin todo lo vivido. Y necesito también abrir este hoy al mañana, nutrirlo con la fuerza de la esperanza. En la espiritualidad judía hay un fuerte reclamo a la memoria. La Biblia repite con frecuencia: “Acuérdate, Israel”. 

Si olvidamos los momentos en los cuales la presencia y el amor de Dios se nos han hecho patentes, tendremos dificultades para vivir con alegría la fe en el valle de la vida cotidiana. Sin caer en nostalgias paralizantes, nos hace bien “recordar” (es decir, pasar por el corazón) las cosas buenas que hemos vivido, los momentos en los cuales la vida ha alcanzado gran densidad, los encuentros que nos han marcado, las conversaciones que han dilatado nuestro horizonte. Yo he vivido todo esto durante la “experiencia cumbre” de Fátima y no quisiera pasar página como si nada hubiera sucedido para enfrascarme en los asuntos presentes. Sin memoria, el presente pierde consistencia, se convierte en una mera sucesión de momentos aislados, placenteros o dolorosos, pero no enriquecedores.

La vida en el valle de la cotidianidad tiene también su encanto. Iluminados por la luz recibida en la cumbre, somos capaces de dar un nuevo sentido a las pequeñas cosas. Valoramos los saludos a las personas, el poder de la sonrisa, la terapia de la escucha, los pequeños servicios que damos y recibimos, el trabajo bien hecho, el sentido de la responsabilidad, los momentos de contemplación y de descanso, una palabra amable… 

Quizá uno de los mayores peligros que nos impide vivir hoy con gozo la cotidianidad es la fragmentación y ansiedad a las que nos someten los medios de comunicación. Enganchados a nuestro teléfono móvil, solemos estar muy pendientes de mensajes y estímulos que continuamente reclaman nuestra atención. Con frecuencia nos impiden concentrarnos en lo que estamos haciendo. Cada vez me resulta más molesto que alguien, mientras habla conmigo, se dedique a revisar su teléfono móvil. Es como si estuviera más pendiente de lo que le llega que de la persona que tiene enfrente. Reconozco que soy un usuario habitual del móvil. Por eso mismo, soy consciente de su tiranía y de la dispersión a la que puede conducir. Liberarse físicamente de él durante ciertos momentos de la jornada me parece una buena manera de empezar a disfrutar del valle de la vida cotidiana sin interferencias.

Roma me ha recibido con un verano lleno de luz y calor. Se respira un entusiasmo que hacía tiempo que no había visto. Esperemos que sea el presagio de una nueva etapa de reconstrucción social. 



lunes, 21 de junio de 2021

Empieza el verano

Acaba de comenzar el verano en el hemisferio norte. Yo estoy en Lisboa. Dentro de unas horas regresaré a Roma tras haber pasado tres días en Fátima. Ha sido una hermosa manera de romper el aislamiento romano. La conferencia de ayer en el Simposio Teológico-Pastoral discurrió con normalidad. A los asistentes les sorprendió la iconografía cordimariana del claretiano Maximino Cerezo Barredo sobre la que basé mi exposición. No estaban acostumbrados a ver al Corazón de María como una mujer joven, descalza, abriéndose camino entre el grupo de los discípulos. Se parecía muy poco a las estampas del Corazón de María que corren por ahí. Me sentí muy a gusto en el Centro de Pastoral Pablo VI. Abundaron las atenciones. La organización fue excelente. No es normal encontrar algo parecido en otras partes del mundo.

Una de las conclusiones que me llevo del Simposio es que necesitamos creernos que por el Bautismo hemos sido hechos “santos”, que es más importante el don de gracia que recibimos que nuestra respuesta libre, por esencial que sea. En otras palabras: que la santidad es la obra de arte que el Espíritu de Dios hace en cada uno de nosotros con tal de que no le pongamos demasiados obstáculos. Siglos de moralismo y ascetismo voluntarista han ido desdibujando esta vocación universal hasta convertirla en algo privativo de unos pocos elegidos y a veces excéntricos personajes. 

Otra conclusión es que, sin caer en elitismos, necesitamos crear hábitos de formación cristiana que nos permitan iluminar desde el Evangelio las complejas situaciones que hoy nos toca vivir. Si no, fácilmente caemos en posturas fanáticas (unos pocos) o nos desdibujamos en la masa (la mayoría). Las parroquias y las diócesis van alumbrando iniciativas de muy diverso género, pero tengo la impresión de que no forman parte de nuestros “hábitos” cristianos. Se trata, más bien, de actividades ocasionales en las que participa un pequeño porcentaje de bautizados.

Cada cinco minutos oigo el rugido de algún avión que se dirige al cercano aeropuerto de Lisboa. La comunidad claretiana en la que me hospedo, enclavada en el edificio del Colegio Universitario Pio XII, sirve de punto de referencia. No es algo agradable, pero uno acaba acostumbrándose. Volver a esta rutina de aviones y aeropuertos tiene su punto atractivo. Tras casi un año en el dique seco, me había acostumbrado a la tranquilidad doméstica. Todo tiene sus pros y contras. En la vida estamos siempre lidiando con tensiones que apuntan en direcciones opuestas. Quizás el arte de vivir consiste en saber manejarlas. A veces hay que pisar a fondo el acelerador y otras tocar el freno. Las personas prudentes saben el momento preciso para ejecutar cada operación. Las imprudentes se dejan llevar de sus primeros impulsos. 

En fin, vamos aprendiendo a medida que caminamos. Quizás ayuda más a crecer la capacidad de leer en profundidad y lo que vamos viviendo (y extraer las correspondientes lecciones) que caminar siempre sin caerse, pero también sin arriesgar nada.  ¡Feliz verano a quienes vivimos en el hemisferio norte!

domingo, 20 de junio de 2021

Al final triunfa el amor

El último día de nuestro Simposio Teológico-Pastoral amanece con el cielo cubierto y una constante lluvia fina que cae sobre este inmenso recinto de Fátima. Oigo las campanas de la torre de la basílica del Rosario. Repaso el texto de la conferencia que pronunciaré a las 12,40 (hora de España e Italia) [En el enlace anterior se puede seguir la retransmisión en directo]. Todo invita a la serenidad y a la alegría.

Hemos llegado al XII Domingo del Tiempo Ordinario. Jesús nos invita a creer en él y en su fuerza lberadora. Ninguna tormenta podrá hacer que naufrague la frágil barca de su comunidad. La Iglesia surca los mares de la historia y con mucha frecuencia tiene miedo porque cree que hay vientos huracanados que pueden acabar con ella. No es tanto un problema de coherencia moral cuanto de fe. No acabamos de fiarnos del Señor de la barca. Creemos que todo depende de nuestras fuerzas. 

Precisamente ayer el cardenal Luis Antonio Tagle comenzó su conferencia poniendo el dedo en esta llaga. Cuando cada domingo confesamos en el Credo que creemos “en la Iglesia una, santa, católica y apostólica” nos sentimos con frecuencia incómodos porque ¿cómo llamar “santa” a una comunidad que está asediada por escándalos de abusos sexuales, financieros y de autoridad? ¿Cómo decir que la Iglesia es “santa” si está formada por millones de hombres y mujeres que somos conscientes de nuestra condición pecadora? El mismo Tagle ofreció una respuesta concisa. La Iglesia es “santa” porque su Señor es santo, porque estamos sostenidos por la gracia del Espíritu Santo, incluso cuando nosotros no respondemos con coherencia.

La jornada de ayer fue muy intensa. Terminó con el Rosario nocturno y la procesión de las velas. A pesar de las restricciones impuestas por la pandemia, había un buen número de peregrinos. El frío no me permitió gozar mucho de la oración, pero, en cualquier caso, era impresionante ver cómo en medio de la noche aparecían, aquí y allá, pequeños puntos de luz que eran como réplicas en miniatura del gran cirio pascual que representa la luz del Cristo Resucitado. Quizá los cristianos estamos llamado a esto. A nadie se nos pide iluminar el mundo como si fuéramos soles, sino, más bien, a aportar la pequeña luz de nuestra candela personal. Cuando muchas pequeñas luces se juntan, entonces la noche se vuelve día. Por eso necesitamos tomar conciencia de la dimensión comunitaria de nuestra fe. No podemos caminar solos, como vagabundos errantes. Formamos un pueblo de redimidos.

Las autoridades portuguesas no permiten que nadie entre ni salga del área metropolitana de Lisboa porque han aumentado bastante los casos de Covid en la capital. Yo tengo mi vuelo de regreso a Roma mañana a primera hora de la tarde. Espero que mi billete aéreo sea una especie de salvoconducto que me permita entrar. Durante los tres días pasados en Fátima he vivido como en un oasis, pero la pandemia sigue afectando a muchas personas. La batalla contra el Covid no ha concluido, pero tampoco contra el mal en general. Tendremos que convivir siempre con el anti-Evangelio. Forma parte del combate de la vida. El trigo y la cizaña crecen siempre juntos. 

De Fátima me llevo un mensaje esperanzador que va en la misma línea del Evangelio de este domingo. Cuando la Virgen María les dice a los pastorcillos que, al final, su Corazón Inmaculado triunfará, nos está asegurando que el amor de Dios es siempre más fuerte que el mal del mundo. Esto me llena de esperanza. Me da fuerzas para regresar a casa agradecido y confiado. Espero que también con vosotros suceda lo mismo. Un abrazo muy fuerte desde este lugar único. En la casa de la Madre nos sentimos todos hermanos y hermanas.


sábado, 19 de junio de 2021

Todos somos santos

Ayer fue un día sin lluvia, con temperatura fresca, pocos peregrinos y mucha paz. Arrancó el simposio con los saludos del organizador, del rector del santuario y del obispo de Leiria-Fátima, el cardenal Antonio Marto. Todo transcurrió con orden en el enorme auditorio del Centro Pastoral Pablo VI. Aunque hay más de tres mil puestos disponibles, los participantes son alrededor de 200. Todos los demás pueden seguir la retransmisión en directo por el canal de YouTube del santuario.  La primera conferencia (en italiano) corrió a cargo del profesor Crispino Valenziano. La dictó desde el Anselmianum de Roma vía Zoom. La segunda la pronunció el claretiano portugués Jerónimo Trigo, profesor de Teología Moral en la Universidad Católica de Lisboa.  Versó sobre “La santidad cristiana”. Después de un breve recorrido bíblico e histórico, se centró en la llamada universal a la santidad y en las consecuencias que esto tiene para la vida cristiana. Insistió mucho en que la santidad es más un indicativo que un imperativo. En efecto, por el Bautismo somos “ya” santos. Se trata de vivir y desarrollar con responsabilidad lo que “ya” somos por gracia, no de una lucha voluntarista por conquistar un ideal imposible. 

Por la tarde siguieron las conferencias y paneles. A las 18,30 celebramos la Eucaristía en la impresionante basílica de la Santísima Trinidad. La jornada terminó con un entrañable concierto de música mariana con raíces portuguesas a cargo de tres mujeres que tocaban la viola de gamba, la guitarra y diversos tipos de flauta mientras contaban una polifonía afinadísima. Antes de irme a la cama paseé un buen rato por la inmensa explanada del santuario disfrutando de una noche serena y fresca. Me acerqué a la “capelinha” para poner en manos de la Virgen una jornada repleta de encuentros y emociones.

Hoy nos espera también un programa intenso. Tendremos como ponentes al cardenal Tagle (desde Roma) al obispo de Setúbal y al profesor Fabien Revol, un laico francés de la Universidad Católica de Lyon. Entre los participantes hay laicos, personas consagradas y sacerdotes y obispos, una pequeña representación de las diversas vocaciones en la Iglesia. El mensaje de fondo es nítido. Todos estamos llamados a vivir lo que somos de una manera original. La santidad no consiste en una imposible vida heroica reservada a una élite, sino que es una vocación de todos los bautizados, que reviste tantos perfiles distintos cuantos cristianos hay. No tiene sentido “copiar” los modos de otros. El objetivo es descubrir nuestro propio camino. 

La ascesis es un entrenamiento para ser con más autenticidad lo que somos por gracia. ¿Qué es más “ascético”: hacer grandes ayunos y disciplinarse el cuerpo (como hacían en el pasado algunos santos) o desvivirse por cuida a tres o cuatro hijos? Cada vez me parece más evidente que no hay mejor ascética que vivir la vida cotidiana con amor en la situación en la que cada uno se encuentre. Esto exige una desapropiación mayor que cualquier otro ejercicio extraño.

Mientras nosotros reflexionamos, dialogamos y celebramos, el mundo sigue su curso. Aquí, en medio del silencio de la sierra del Aire, menos atado a Internet que en despacho romano, caigo en la cuenta de que todo es más relativo de lo que parece cuando estamos enfrascados en asuntos que nos parecen vitales. La perspectiva nos ayuda a ver las cosas con más realismo. Me alegro de haber venido a este lugar. Reconozco que para mi es como un imán que me atrae. Estando lejos de muchos, me siento en comunión con todos. La Madre común se encarga de mantener el espíritu de familia.  

viernes, 18 de junio de 2021

La Madre siempre espera

Lisboa me recibió ayer con 18 grados de temperatura y una fina lluvia. Nada que ver con el sol y el calor de Roma. Sentí la fraternidad portuguesa desde el primer momento. A media tarde viajé a Fátima, desde donde escribo la entrada de hoy. De este lugar único he escrito muchas veces en este Rincón porque para mí tiene especiales resonancias. Un poco antes de ponerme en camino desde Lisboa aquí recibí la triste noticia del fallecimiento de un primo mío que, durante más de 30 años, vivió una enfermedad degenerativa. Mi recuerdo emocionado y mi oración van para él. Tras un calvario tan prolongado, estoy seguro de que goza ya de la Pascua eterna. Llegado a Fátima, recibo también la noticia de la muerte del padre Gustavo Alonso, un argentino de 89 años que durante doce años (1979-1991) fue superior general de los claretianos. A él le debemos mucho. No me gusta extenderme cuando recuerdo a las personas queridas que mueren. Prefiero conservar un recuerdo discreto en el fondo de mi corazón. Las demasiadas palabras suelen alterar la verdad de los sentimientos.

En Fátima hace casi frío. No me esperaba un clima como este a las puertas del verano. Se ven todavía pocos peregrinos. La pandemia sigue siendo una amenaza. Muchos no se atreven a venir. Después de la cena, participé en el tradicional Rosario nocturno y en la procesión de candelas con el Santísimo Sacramento bajo palio. Pensé en mi primo fallecido y también en todos los que os acercáis a este Rincón. Ayer prometí orar por vosotros. A muchos os conozco personalmente, pero todos estuvisteis en mi oración ante la Madre de Fátima. Es verdad que desgranamos un Rosario de cincuenta Avemarías, pero sé que nuestras necesidades desbordan este número. Sin conocerlas, se las presenté a María con el espíritu de la más antigua oración mariana que conocemos. Se remonta al siglo III. Es probable que muchos la sepamos de memoria: “Bajo tu protección nos acogemos, santa Madre de Dios. No desoigas las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades; antes bien, libranos siempre de todo peligro, oh Virgen gloriosa y bendita”.

Dentro de unas horas comenzará el simposio Teológico-Pastoral en el que voy a participar. Se titula: “Fátima, hoje: pensar a Santidade” (o sea, “Fátima, hoy: pensar la Santidad”). A partir del ejemplo de los dos primeros santos de Fátima, en particular de Jacinta Marto, el Santuario pretende llevar a cabo tres días de reflexión sobre la identidad y el anhelo de una comunidad cristiana -la santidad- y que constituye su principal marca a lo largo de más de dos mil años. El contexto pandémico por el que atraviesan Portugal y el mundo dicta un “hoy” un tiempo favorable en el léxico cristiano que es una oportunidad para reflexionar sobre las circunstancias de la propia humanidad. Mi ponencia será el domingo 20, así que tengo tiempo para irme situando. No sé si participarán muchas personas o pocas. De hecho, estaba programado para el año pasado, pero tuvo que ser cancelado a causa de la pandemia.

jueves, 17 de junio de 2021

Con la maleta en la mano

A las 4,30 de la mañana el aeropuerto de Fiumicino está casi desierto. Todo transcurre con rapidez. No hay colas en el mostrador de la TAP ni en el control de seguridad. El aire acondicionado del interior mitiga el calor húmedo que se siente fuera. Después de ocho meses de retención obligada, reanudo mis viajes fuera de Italia. Salir es un ejercicio físico y mental. Necesito abrirme al mundo exterior, saber que todavía hay vida más allá de los muros de mi casa. Uno de los aprendizajes de este tiempo de pandemia ha sido la acertada combinación entre cercanía y distancia, dentro y fuera, soledad y comunicación. Los seres humanos necesitamos todos estos ingredientes en su justa y oportuna medida. Cuando prevalece uno de ellos en detrimento de otros se produce un desequilibrio. Es obvio que en los meses duros de la pandemia, la balanza se ha inclinado hacia el repliegue y la distancia. Es bueno que ahora intentemos compensar ese desequilibrio con una fuerte dosis de salida y comunicación.

Leo que el encuentro entre Biden y Putin en Ginebra ha sido, más bien, frío, aunque, desde luego, infinitamente más largo, que la cumbre de 50 segundos que Pedro Sánchez mantuvo el otro día con el presidente norteamericano en Bruselas. Todavía vivimos en un mundo en el que hay superpotencias, potencias y países dominados. Mientras haya seres humanos, la lógica del poder seguirá activa. Cambiarán las formas, pero los fuertes se impondrán a los débiles. Jesús lo comprendió perfectamente: "Los grandes de las naciones las tiranizan". Sabía muy bien que eso nunca va a cambiar porque va ínsito en la naturaleza humana. Su sueño era que en la pequeña comunidad de los discípulos vigiese otra lógica: "No sea así entre vosotros. El que quiera ser el primero, que se haga servidor de todos". El mundo de la política no entiende este lenguaje, aunque de vez en cuando lo usa. La comunidad cristiana lo entiende, pero no siempre lo practica.

A medida que pasan los minutos, aumenta el número de pasajeros que llegan para tomar los primeros vuelos de la mañana, pero sigue reinando un clima de tranquilidad. Tardaremos tiempo en volver a las aglomeraciones de tiempos pasados, si es que alguna vez volvemos a ellas. Quizá incluso estemos cambiando nuestra forma de viajar. Yo estoy deseando realizar el embarque y echarme un sueñecillo durante las tres horas que dura el vuelo a Lisboa. Me atrae empezar mis viajes por Portugal. Tengo muchas cosas que contarle a la Virgen de Fátima. Desde luego, le pediré por todos los amigos que visitáis a diario este Rincón. 


miércoles, 16 de junio de 2021

Preguntas callejeras

Ayer por la tarde tuve que hacerme una PCR para poder viajar a Portugal. Todo discurrió con orden y profesionalidad. El hecho de haber concertado una cita por Internet agilizó el proceso. Mientras esperaba mi turno, veía a otras muchas personas (en algunos casos familias enteras) que aguardaban con buen humor soñando con sus próximas vacaciones. La imaginación se me fue hasta 2025 o 2030. ¿Qué nos parecerán dentro de unos años las imágenes de estos meses de pandemia? ¿Nos reiremos cuando veamos fotos de personas con mascarilla o, más bien, sentiremos una profunda tristeza? ¿Superaremos esta sensación colectiva de estar viviendo una pesadilla? ¿Cómo afrontaremos de nuevo los saludos y tantos ritos cotidianos que hemos ido perdiendo? 

Cuando el enfermero me introdujo un hisopo de algodón en la fosa nasal derecha tuve la sensación de estar haciendo algo ridículo y, sin embargo, necesario en las circunstancias actuales. No se me pasó por alto el ingente negocio que están haciendo los centros privados que se han especializado en este tipo de pruebas diagnósticas. Mientras millones de ciudadanos han perdido su trabajo, otros han encontrado en la pandemia una mina de oro. Nunca llueve a gusto de todos.


Volví a casa a pie. Los treinta minutos del paseo me parecieron una meditación itinerante que me preparó para el rezo comunitario de vísperas. Había bastante gente en las terrazas de los bares y restaurantes de Viale Parioli. Se notaba que tenían ganas de salir, conversar y disfrutar de los pequeños ritos prepandémicos. Todos – eso sí – exhibían sus mascarillas, aunque cada vez más abundan quienes se cubren solo la boca para poder respirar mejor. Se habla de que, a partir del 1 de julio, ya no serán obligatorias en espacios abiertos. 

Me gusta hacerme preguntas mientras paseo. A veces intento adivinar el pensamiento de algunas personas a partir de la mueca de su rostro o de su manera de andar. ¡Cuántas historias desconocidas! Es muy probable que el señor maduro que va vestido como un pincel y que exhibe un pañuelo blanco en el bolsillo izquierdo de su americana azul sea un perfecto sinvergüenza que engaña a su esposa y juega a ser un donjuán. Quizás la chica filipina que sale del portal de una casa lujosa para tirar una bolsa de basura en el contenedor que hay en la acera esté atravesando una crisis económica porque ha tenido que enviar todos sus ahorros a su familia que malvive en Zamboanga. El mendigo apostado en una esquina de la plaza de Hungría parece cansado después de una jornada poco productiva. Hay chicos y chicas que me esquivan con sus patinetes eléctricos mientras sueñan que este verano puede ser el verano de sus vidas antes de entrar en la universidad.

Puede parecer un poco macabro, pero, mientras recomponía películas imposibles, me venían a la mente las imágenes de una extraña exposición que se acaba de inaugurar en Barcelona. Se titula Human Bodies. Exhibe cadáveres humanos para realizar un viaje por los distintos sistemas y partes del cuerpo. ¿Es posible que los mismos que caminan por Viale Parioli llenos de sueños y preocupaciones acaben así, como materia inerte que se corrompe bajo la tierra, se incinera en un horno crematorio o se disecciona en una mesa forense? ¿Qué significa ser hombre o mujer? ¿En qué consiste el misterio de la vida? ¿Nos aguarda una nueva realidad cuando se detenga nuestro corazón y nuestro encefalograma sea plano? ¿Qué sentido tienen todas nuestras fatigas, trabajos, aspiraciones y proyectos? ¿Nos dirigimos al final absoluto o somos peregrinos hacia una patria nueva? 

Parece que la cerveza fría que una señora madurita se lleva a los labios refresca un poco estos pensamientos alborotados. Un hombre de mediana edad con cara de paquistaní pasea dos cachorrillos de alguna anciana rica que ya no puede sacarlos a la calle. Empieza a soplar una brisilla que atempera el bochorno del día. Las preguntas retornan con fuerza. ¿Por qué me hice misionero? ¿De qué sirve creer en Jesús y su Evangelio cuando la vida parece transcurrir por sendas muy trilladas? Me gustaría tomarme un helado, pero voy con prisa. Otro día será. 

¿Nos habrá servido este largo retiro de la pandemia para ahondar un poco en el misterio de la condición humana o tenemos ganas de salir cuanto antes y ahogarlo en sol, playa y cerveza bien fría? Esa chica lleva un bronceado que parece fuera del tiempo. Estamos a mitad de junio y su piel tiene ya el tono de final del verano. Han puesto sillas de colores en la terraza de la pizzería. Se ve que quieren dar un toque juvenil para atraer clientela. ¿Es posible todavía ser feliz? El reloj está a punto de dar las 8.

martes, 15 de junio de 2021

Gestor de momentos

Me gustan las mañanas de junio. Abro de par en par la ventana de mi despacho para que entre el aire fresco. Como da al oeste, me libro del implacable sol matutino, aunque tengo que combatir el vespertino bajando la persiana y, en casos extremos, conectando el aire acondicionado. A esta hora me llegan amortiguados los ruidos de los coches y el gorjeo de algunos pajarillos que buscan refugio entre los árboles y arbustos del jardín. El hecho de ser una persona diurna me ayuda a encontrarme en plenitud de facultades al comienzo de la mañana. Me parece que todo es nuevo. Disfruto con la oración silenciosa, la Eucaristía comunitaria y el desayuno vegetariano. 

Un poco antes de las 8 estoy ya en mi despacho dispuesto a comenzar el trabajo de la jornada. Repaso la agenda, escribo la entrada del blog y organizo el resto de las tareas. Como muchos de mis compañeros, me he especializado en “gestor de momentos”. A lo largo del día irán pasando por mi despacho algunas personas que me dirán: “¿Tienes un momento?”. Yo les diré que sí, que ¡faltaría más! Esos “momentos” que algunos me demandan no son tiempo robado a mi trabajo, sino parte esencial del mismo. El curso sobre liderazgo me ha ayudado a comprenderlo mejor. Cuando ponemos el acento en llevar a cabo tareas, las conversaciones con otras personas nos parecen interrupciones o estorbos. Cuando, por el contrario, comprendemos que lo esencial del liderazgo es acompañar a las personas, cada encuentro es una oportunidad única, un regalo inmerecido.

A veces ese “momento” consiste en resolver una duda informática a alguien que sabe un poco menos que yo; otras, en dialogar sobre algún proyecto conjunto, repasar un texto o fijar algo en la agenda. Con frecuencia, ese “momento” no programado implica saludar a una persona que viene a casa, a una visita que cruza el pasillo de las oficinas. Es normal que quien entre sea un compañero que quiere intercambiar unas cuantas frases para descansar del trabajo que está haciendo o simplemente para contar un chiste. De la sabia gestión de estos “momentos” no incluidos en la agenda depende que la jornada tenga un sentido pleno. 

Para esto se requiere un cambio de mentalidad: pasar del trabajo entendido como realización imperiosa de tareas a descubrir que el arma fundamental de todo trabajo directivo es la conversación. Escuchar y hablar no constituyen una pérdida de tiempo, sino la mejor manera de acompañar a las personas, conocer sus necesidades, estimular sus capacidades y vincularlas lo más posible a un proyecto común. Hay personas que tienen un perfil psicológico que facilita las relaciones personales. Otras pueden desarrollar actitudes y destrezas. Lo importante es colocar a la persona en el centro y no concebirla solo como fuerza de trabajo, sino, ante todo, como un sujeto que necesita ser tratado con respeto.

Una buena parte de mi trabajo matutino se me va en responder correos y atender a diversas peticiones que llegan desde varios lugares del mundo. Tampoco esto es tiempo robado a mi misión, sino una parte esencial de ella. Estas prácticas que pueden parecer burocráticas me conectan con la vida real, con las necesidades de las personas. Si no, se corre el riesgo de naufragar en el mar del pensamiento. Cuando me parece oportuno, pongo un poco de música. Solo si necesito terminar algo que exige concentración abandono el despacho y me encierro en el estudio de mi habitación personal. A primera hora de la tarde son frecuentes las videoconferencias. Coincide con la mañana americana y con la tarde-noche asiática. Esto permite mantener conversaciones con personas de diversas latitudes. Los meses de la pandemia han multiplicado por diez esta herramienta comunicativa. Procuro que nunca superemos los 90 minutos. Estamos ahorrando tiempo y dinero.

De vez en cuando, entre una actividad y otra, entre un “momento” y otro, me detengo unos segundos para preguntarme qué estoy haciendo, cómo lo estoy haciendo, por qué lo hago y, sobre todo, por quién lo hago. Es un mini examen que me ayuda a no ser víctima de mí mismo, de mis ansiedades e intereses, de mis prisas y de mis automatismos. Todo puede ser “misión” si responde a una llamada. Lo que importa no es lo que nosotros hacemos por nuestra cuenta, sino la respuesta que damos a las llamadas que Dios nos hace a través de múltiples mediaciones. Esto da una gran unidad de fondo en medio de una tremenda dispersión de actividades.

El ruido de los coches ahora más fuerte y continuo que el gorjeo de los pájaros. Roma ha entrado ya en su ritmo normal. Mañana será otro día.

lunes, 14 de junio de 2021

Cosas que no entiendo

Aunque la semana pasada estuve enfrascado en el curso sobre liderazgo, tuve ocasión de leer por encima algunos periódicos digitales. Me impresionó la noticia del trágico desenlace de las dos niñas desaparecidas en Santa Cruz de Tenerife (Islas Canarias) a finales de abril. Olivia tenía seis años y Anna uno. Eran hijas de la pareja formada por Tomás Gimeno (el presunto autor de los hechos) y su exesposa Beatriz Zimmermann. Los servicios de rescate han encontrado el cadáver de Olivia dentro de una bolsa en el fondo del mar. Ahora siguen buscando el de su hermana pequeña. La noticia ha conmocionado a España. 

¿Cómo es posible que un padre sea capaz de hacer algo así para vengarse de su exesposa y hacer que viva amargada el resto de su vida? Se multiplican los análisis, pero resulta casi imposible comprender un comportamiento como este. El caso de Olivia y Anna se une al de miles de niños desaparecidos, al de mujeres maltratadas, al de menores abusados sexualmente, al de chicos y chicas ridiculizados por sus compañeros de escuela, al de adolescentes que se suicidan porque no se sienten aceptados y comprendidos, al de ancianos que son abandonados a su suerte… Cada vez que nos acercamos a la otra cara de los seres humanos, caemos en la cuenta de que, por muy positivos que seamos, tenemos que convivir con el mal. No podemos vivir como si no existiera.

¿Por qué los seres humanos llegamos a estos extremos? ¿Por qué la violencia echa a veces raíces en nosotros? ¿Por qué somos capaces de herir a quien decimos querer? ¿Por qué jugamos con la vida? No tengo una respuesta nítida. Hay muchas cosas que no entiendo. Pero hay algo que podemos hacer: defender la “cultura de la vida”. Jesús nos recuerda que ha venido para que tengamos vida y la tengamos en abundancia (cf. Jn 10,10). Cuando nosotros dejamos de considerar la vida un valor sagrado (aunque no absoluto), entonces todo es posible. Podemos practicar abortos por motivos varios, podemos ridiculizar a quien creemos inferior, podemos vengarnos de otras personas usando todo tipo de medios, podemos explotar a otros para conseguir dinero o placer, podemos eliminar las vidas de quienes nos estorban (incluyendo enfermos terminales y ancianos en situación de dependencia), podemos, en definitiva, convertirnos en dueños de la vida y de la muerte. Cada vez me parece más urgente propiciar una educación que muestre un exquisito respeto por la vida humana, por toda vida y en toda circunstancia.

En este lunes de junio, lleno de luz y calor, todo invita a disfrutar de la vida. Me asomo por la ventana de mi despacho y veo el jardín recién segado. Miro hacia arriba y veo un cielo azulísimo. Leo el periódico y me entero que hoy mi región, el Lazio, entra en “zona bianca” (o sea, que se elimina el toque de queda nocturno)… La proximidad del verano dispara las expectativas. El máximo de luz solar crea una especie de euforia colectiva. A medida que vemos el final de la pandemia, vamos recuperando las ganas de disfrutar de los pequeños placeres de la vida que durante meses han estado secuestrados. ¿Cómo vivir esta fiesta personal y colectiva sin herir los sentimientos de quienes se ven sometidos a pruebas tan duras como la madre de las pequeñas Olivia y Anna? ¿Cómo hacernos cargo de quienes, cerca o lejos de nosotros, viven dramas que no siempre pueden compartir con otras personas? 

El fin de la pandemia parece cercano, pero eso no significa que todos los que han perdido el trabajo puedan recuperarlo con facilidad. O que quienes han vivido de cerca la enfermedad y la muerte se olviden de todo y empiecen una segunda vida. El mal siempre deja cicatrices. Solo en la experiencia del amor de Dios podemos encontrar sentido y consuelo ante las muchas cosas que no entendemos.  Me pregunto cómo afrontan estas crisis quienes no viven el don de la fe, cuáles son sus agarraderos, dónde encuentran fuerza para seguir adelante cuando experimentan los zarpazos del mal. Reconozco que la noticia sobre el asesinato de las niñas canarias me ha removido por dentro. No puedo entender una espiritualidad que pase como gato sobre ascuas sobre las experiencias de dolor que nos rodean. Es verdad que el dolor y la muerte no son la última palabra, pero sí la penúltima; por eso, debemos también aprender a pronunciarla.