lunes, 31 de julio de 2017

¿De qué aprovecha?

Julio se cierra con la memoria de san Ignacio de Loyola. De él no se conocen muchas anécdotas, al estilo de otros santos populares como san Antonio de Padua o san Francisco de Asís, pero hay pocas personas que no hayan oído hablar alguna vez del fundador de los jesuitas y del creador de los famosos Ejercicicios Espirituales. Hace poco más de un mes vi en Barcelona la última película que se ha hecho sobre él. Aunque tiene momentos logrados, el conjunto me decepcionó. Por eso escribí un post titulado Ignacio fallido. Quizás fui demasiado duro, pero me pareció que la película presenta a Ignacio como si fuera un héroe de Hollywood y no un ser humano que vivió una profunda transformación espiritual. Reconozco que no es nada fácil contar las aventuras del alma. 


Una de las frases de Jesús que más le impactaron y que luego él mismo transmitió a Francisco Javier en París fue ésta: “¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si pierde su vida?” (Mt 16,26). Es una frase que ha llegado al corazón de muchas personas, incluyendo san Antonio María Claret. Parece un dardo de esos que se te clavan y no hay forma de deshacerse de él. Me pregunto qué significa para nosotros hoy “ganar el mundo”. A veces, en el lenguaje coloquial, cuando alguien quiere hacerse famoso a toda costa, lograr su sueño, o cuando derrocha energía, solemos decir que “quiere comerse el mundo”. Hoy no es fácil tener grandes sueños. Estamos como de vuelta de todo. Hace tiempo que murieron las ideologías. Aparte del papa Francisco, ¿quién quiere cambiar hoy el mundo? A lo más que aspiramos es a encontrar un acomodo razonable en este planeta amenazado de muerte. Los adolescentes y jóvenes no quieren ser Francisco de Asís o Carlos Marx. Quieren parecerse a Amancio Ortega, ser empresarios o deportistas de éxito y ganar dinero como Bill Gates o Cristiano Ronaldo. De no llegar a esas cotas, se contentan con ser como sus padres, lo cual no está nada mal. Quizás “ganar el mundo” significa, más bien, dejarse guiar por esas tendencias tan humanas que parece que todos las llevamos puestas de fábrica: el ansia de dominar a otros, de tener más y de disfrutar a cualquier precio. Si dejándonos llevar por estas tendencias somos felices, ¡adelante! Pero Jesús, que ha explorado hasta el fondo la condición humana, sabe que esos caminos no conducen a la felicidad sino, más bien, a “perder la vida”. Por eso, como buen maestro sapiencial, nos invita a sopesar las cosas. La pregunta “¿De qué aprovecha?” pretende ayudarnos a caer en la cuenta de las consecuencias de un camino u otro.

En el momento de la ancianidad y de la muerte casi todos los seres caen en la cuenta de lo que vale y de lo que no vale. Pero a menudo es demasiado tarde para hacer opciones. Jesús propone adelantar ese momento para que no perdamos la vida por sendas equivocadas. El ¿de qué aprovecha? coloca en el presente lo que seguramente veremos con mucha claridad en el futuro. Los santos han sido personas que en un determinado momento de su vida han visto claro y han tomado decisiones que, con frecuencia, han modificado la dirección de sus vidas. El caso de Ignacio de Loyola es ejemplar. Creo que para no caminar solos por la vida necesitamos conocer historias de ayer y de hoy en las que se vea con claridad adónde conduce cada camino: el del mundo y el del Evangelio. Os dejo con un vídeo breve:


domingo, 30 de julio de 2017

Mi tesoro eres tú

Estamos ya en el XVII Domingo del Tiempo Ordinario; es decir, en la mitad de las 34 semanas que lo componen. El año litúrgico  terminará el 26 de noviembre. Faltan 118 días para la solemnidad de Cristo Rey. Queda todavía mucho camino. Está concluyendo el mes de julio. Me pesa ya el sopor del verano. Yo me encuentro más a mi aire en el resto de las estaciones. Ahora todo me exige un esfuerza extra, incluso mantener vivo este blog. Está claro que necesito tomarme unos días de vacaciones. Mientras llegan, me imagino una típica misa de verano en cualquier rincón de playa o de montaña. Acude la gente disfrazada de turista, con la piel bronceada y con ganas de que todo termine cuanto antes para disfrutar… de no hacer nada. ¿Es posible hacerse cargo del mensaje de la Palabra de Dios en un minuto? Un periodista cristiano español lo intenta todos los días. Podéis asomaros a sus vídeos en YouTube. Lo de los 60 segundos va rigurosamente en serio. Yo no llego a tanto. Mis homilías dominicales suelen durar entre cinco y diez minutos, pero mi post de hoy será breve. Así tenéis más tiempo... para no hacer nada.
  • De la primera lectura rescato una frase puesta en labios del rey Salomón. No estoy seguro de que nosotros respondiéramos como lo hizo el joven rey si Dios nos preguntara hoy qué deseamos. Las palabras de Salomón no tienen desperdicio: “Enséñame a escuchar para que sepa gobernar a tu pueblo y discernir entre el bien y el mal” (2 Re 3,9). ¡Con la cantidad de cosas que se pueden comprar con una buena cuenta en el banco!
  • De la segunda, elijo esta frase de Pablo: “Sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien” (Rm 8,28). Incluso una lesión de rodilla, como la que yo padezco estos días. No siempre es fácil hacer una lectura providencial de la película de nuestra vida, pero es la lectura propia del creyente. 
  • Del evangelio me quedo con la parábola del tesoro, una de las tres que Jesús propone hoy. Aquí en Italia se usa mucho la palabra tesoro (marcando bien la ese sonora) entre enamorados y también entre padres e hijos. ¿Es Dios el tesoro por el que vale la pena dejarlo todo y comenzar una vida nueva? ¿Es el tesoro que colma de alegría el corazón? ¿Es el tesoro que no se puede comparar con ningún otro?
Como me imagino que esto os sabe a poco, os dejo con la explicación detallada del amigo Fernando Armellini.


sábado, 29 de julio de 2017

Marta no solo sirve, también cree

¡Qué raro que el año pasado, tal día como hoy, no dijera ni una sola palabra sobre santa Marta, cuya memoria es tan popular! Quizá estaba pendiente de la JMJ de Cracovia o tal vez no quise repetir lo que ya había escrito el 8 de marzo cuando hablé de La trabajadora Marta de Betania. Ahora, en el día de su fiesta, quiero contemplarla desde otro ángulo: no solo como mujer servicial y atareada sino como la amiga de Jesús que aprende a creer en él, después de haberle reprochado que no hubiera acudido a tiempo a curar a su hermano Lázaro, reproche que, por otra parte, implicaba ya una gran fe en el poder taumatúrgico de Jesús. La frase que el evangelio de Juan pone en sus labios es una confesión de fe: “Sí, Señor: yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo” (Jn 11,27). Sería interesante hacer la exégesis de este pasaje, pero no es el momento. Partiendo del caso de Marta, me limitaré a hablar de una situación que me inquieta en los últimos años y que tiene que ver con la postura de la mujer ante la fe. Se suele decir, con trazo muy grueso, que en el siglo XVIII la Iglesia perdió a los intelectuales y artistas; en el XIX, a los obreros; en el XX, a los jóvenes; y en el XXI... puede perder a las mujeres, su auténtica reserva espiritual.

Desde niño he creído que la mujer es más religiosa que el varón, o, por lo menos, más practicante. Puede parecer un trasnochado prejuicio sexista, pero me parece que muchas personas piensan lo mismo, incluyendo algunas mujeres críticas. Basta asomarse a una iglesia para comprobar que las mujeres suelen ser más que los hombres a la hora de la práctica religiosa. Es como si su experiencia de “generadoras de la vida” las introdujera en la esfera de lo sagrado, como si fueran la expresión humana de la creatividad y misericordia de Dios. Pero las cosas no son ni tan obvias ni tan universales. Conozco mujeres de mi generación que exhiben un agnosticismo impúdico, cuando no un ateísmo combativo. Es como si, en su camino de liberación personal, hubieran necesitado desembarazarse del corsé religioso, último residuo del patriarcalismo cultural dominante. Basta echar un vistazo a las campañas agresivas de algunos movimientos feministas que reivindican el derecho al aborto o al uso libre del propio cuerpo. Creer en Dios significa para ellas alimentar un mito que no hace sino perpetuar el predominio del varón sobre la mujer. Según estas feministas, el relato del Génesis, en el que se describe con gruesos símbolos la creación de la mujer a partir de la costilla del varón, legitima teológicamente esta manera de ver las cosas. Podría poner algunos ejemplos un poco chocantes de teólogas feministas que se han cebado con este relato y que, en su afán desmitificador, le han dado la vuelta como a un calcetín.

Casi todas mis amigas son creyentes. Algunas son un constante punto de referencia para mí por su profundidad, sensibilidad, honradez y compromiso. Pero otras mujeres de mi entorno, pertenecientes al segundo círculo relacional, son abiertamente agnósticas, al igual que varias intelectuales, políticas, escritoras y artistas de moda. El agnosticismo es, hasta cierto punto, la postura más cómoda, aunque conlleva también una fuerte dosis de inseguridad y tristeza. Le sitúa a uno como en tierra de nadie. Aparentemente, no tienes que pagar impuestos racionales y emocionales, pero eso no significa que todo esté resuelto. Basta suspender el juicio sin dar muchas explicaciones. Es suficiente con decir −eso sí, con gesto circunspecto− que no hay argumentos para afirmar que Dios existe o que no existe. Denota, a primera vista, una clara superioridad intelectual; además, uno se libra de ser acusado de creyente pasado de moda o de profesar un ateísmo dogmático que canta mucho en tiempos de creencias líquidas. El agnóstico no tiene que defender los colores de ningún equipo. Puede ser respetuoso o cínico sin dar muchas explicaciones. Todo depende de su talante, del interlocutor y del momento. iHasta se puede permitir hacer una aproximación fingidamente académica a Despacito!

¿Qué tiene que ver todo esto con la buena de Marta de Betania? Nada y todo. Nada porque Marta es una mujer de una época en la que era inimaginable concebir la vida sin Dios; por tanto, su vida está muy alejada de la vida de las mujeres de hoy. Todo porque simboliza el tránsito de una fe, basada en la admiración, a una fe que confiesa el misterio de Jesús. Es, pues, una creyente que evoluciona. En el versículo de Juan, citado antes, se acumulan tres títulos cristológicos sobrecargados de significado: Señor, Mesías e Hijo de Dios. En Marta veo a todas las mujeres que fueron educadas de niñas en la fe cristiana, la abandonaron en su adolescencia y juventud y ahora, en plena madurez, se hacen preguntas que no acaban de encontrar respuesta. En Marta veo a mis amigas inquietas, inconformistas, hartas del machismo ibérico y del clericalismo eclesial y, al mismo tiempo, sensibles al Misterio que se cuela por las rendijas de la vida cotidiana. Mujeres fuertes, independientes, a veces un poco arrogantes, pero con una capacidad de ternura que necesita encontrar un destinatario a la altura de su anhelo. Ese destinatario no puede ser otro que Dios mismo. No es imposible que, de la mano de Jesús, encuentren lo que buscan. Nunca es demasiado tarde. Por cierto, Dios no es ningún enemigo de la realización femenina sino su más claro promotor.




viernes, 28 de julio de 2017

A veces viene bien recordar

Acaban de publicar en la página web del Centro de Espiritualidad Claretiana de Vic un artículo que escribí el pasado mes de marzo en el que cuento mi experiencia de relación con san Antonio María Claret. Se titula Todo empezó con un libro. En realidad, se trata de un testimonio. Cuento cómo descubrí al santo catalán y cómo fue evolucionando mi relación con él. Estas cosas pasan sin que uno sepa muy bien por qué. A veces, un hecho que parece accidental, puede cambiar el rumbo de la vida. Necesitamos que pase mucho tiempo para comprender su trascendencia. Alguna vez me han preguntado si volvería a ser misionero en caso de volver a nacer. Es la típica pregunta de una entrevista televisiva o radiofónica. Yo suelo decir que sí, pero sin saber muy bien lo que quiero decir. Contemplando la vida en su conjunto, no tengo la impresión de haber elegido muchas cosas. En cierto sentido, las cosas me han venido dadas. Se me han abierto puertas que yo jamás hubiera imaginado. No soy de esas personas que tienen un sueño en la vida y lo persiguen hasta el final, caiga quien caiga. Soy más de aquellos que se dejan llevar por el flujo de la vida, convencido de que Dios nos va conduciendo con su mano amigable sin que nosotros tengamos que rompernos la cabeza para tomar opciones radicales. Todo es más sencillo de lo que parece.

Cuando era adolescente se nos repetía mucho la necesidad de hacer una elección, de optar entre diversas posibilidades, de tomar las riendas de la vida. Era un lenguaje muy existencialista que nos hacía sentir importantes. Se nos decía, con una base filosófica sólida, que los seres humanos somos libres, que las cosas no nos vienen dadas, que debemos elegir. Todavía resuena la paradójica frase de Jean Paul Sartre: “El hombre está condenado a ser libre”. Hoy, al borde de los 60 años, me parece verdadera, pero no más que esta otra: “Él nos eligió en Cristo antes de la creación del mundo” (Ef 1,4). La historia de cada uno de nosotros es un misterioso diálogo entre la gracia de Dios y nuestra libertad. Cuando era profesor de teología, dediqué mucho tiempo a reflexionar sobre este tema que ha recorrido la historia. ¡Hasta me atrevía a usar La Vía Láctea (1969) de Luis Buñuel como una película que presenta el tema de manera muy provocativa!

No soy muy amigo de recuerdos, álbumes de fotos, memorias, etc. El presente es lo bastante rico y desafiante como para no vivir de la nostalgia. Pero, al mismo tiempo, reconozco que nunca sabemos quiénes somos si no conocemos nuestro pasado. Al fin y al cabo, no hay frutos sin raíces. El articulito en el que cuento mi experiencia de relación con Claret es, en el fondo, un acercamiento a mis raíces. Yo no sería quien soy sin haberme encontrado con este santo misionero. O, mejor dicho, sin que Dios lo hubiera puesto en mi camino en un momento en el que yo tenía otros intereses. ¿Es lo mejor que podría haber hecho en la vida? La pregunta no tiene mucho sentido. Toda elección significa renunciar a otras muchas cosas. Lo que importa es que, elijamos lo que elijamos, seamos capaces de abrirnos al todo desde una parte. Al todo de la experiencia de Dios se puede entrar por muchas puertas. La mía se llama Claret, pero existen infinitas. El punto de llegada es siempre el mismo. Es maravilloso comprobar lo diferentes que somos los seres humanos. No hay dos caminos iguales. Como decía León Felipe, para cada uno guarda un camino virgen... Dios.

Mientras tecleo estas notas, escucho de fondo algunas viejas canciones de Antonio Flores. Ahora mismo suena “Siete vidas”. Es una preciosa canción erótica. Me permito tomar su estribillo y aplicarlo a mi caso: “Tranquila mi vida / He roto con el pasado / Mil caricias pa’ decirte / Que siete vidas tiene un gato / Seis vidas ya he quemado / Y esta última la quiero vivir a tu lado”. Yo no sé si he vivido seis vidas o siete. Pero no he roto con el pasado. El pasado está rehaciéndose una y otra vez. Lo que sí es cierto es que “esta última la quiero vivir a tu lado”. Junto a Dios, no hay nada que temer. Las cosas no van a salir siempre bien. Él nunca ha prometido eso a sus hijos e hijas. Pero, pase lo que pase, nuestra historia no se le escapa de las manos. ¿Se necesita alguna otra razón más poderosa para vivir con serenidad? A Antonio Flores lo ha sustituido Bob Dylan en el recopilatorio de canciones nostálgicas que tengo en el ordenador. Suena ahora Blowing in the Wind, uno de mis himnos. Por si hubiera alguna duda, el cantante americano la aclara: “The answer, my friend, is blowing in the wind”. Pues eso.



miércoles, 26 de julio de 2017

Jesús también tuvo abuelos

Desde hace algunos años, coincidiendo con la memoria litúrgica de san Joaquín y santa Ana, en algunos países (España, Argentina, Brasil, Cuba, Nicaragua, Panamá, Portugal, etc.) se celebra tal día como hoy el Día de los Abuelos. Otros países han elegido fechas diferentes. En ningún lugar del Nuevo Testamento se habla de los abuelos de Jesús, pero es evidente que María de Nazaret tuvo un padre y una madre. La historia de Joaquín y Ana apareció por primera vez en el evangelio apócrifo de Santiago. A partir del siglo II, la Iglesia empezó a venerar a santa Ana como madre de la Virgen María. Más tarde, se inició también el culto de san Joaquín. Como en tantas otras ocasiones, las leyendas piadosas han rellenado los huecos dejados por la historia. Pero es interesante que estas dos figuras se hayan convertido en patronos de los abuelos. 

En feliz frase de Donald A. Norberg, “seguramente dos de las experiencias más satisfactorias de la vida son ser nieto o ser abuelo”. Yo lo he podido comprobar en mi condición de nieto e incluso de bisnieto. Guardo un recuerdo entrañable de mis abuelos. Algunos vivieron hasta que yo tenía casi 40 años. No sabría definir bien el tipo de relación que se establece con ellos. Quizá la palabra que más se aproxima es ternura. El hecho de que no tengan la responsabilidad de los padres, libera a los abuelos del deseo de control. Por otra parte, se establece una secreta alianza entre abuelos y nietos en contra del enemigo común: o sea, los padres. Ambos (abuelos y nietos) tiene razones suficientes para ajustar algunas cuentas con ellos. Naturalmente, se trata de una guerra pacífica, si es que la expresión no suena demasiado contradictoria.

Por razones obvias, no soy abuelo ni pienso serlo, así que no sé lo que se siente en carne propia, pero soy testigo del cambio que han experimentado algunos de mis amigos cuando lo han sido. Recuerdo uno en particular. Antes de tener el primer nieto (y ya van tres), estaba más bien frío, como si eso no fuera con él. Cuando nació, es como si de repente hubiera liberado toda la ternura que tenía guardada en el congelador de su corazón. El nietecito se convirtió en su maestro: le enseñó a ser mejor persona. Con su sonrisa pícara, sus manitas juguetonas y sus carantoñas, consiguió que el abuelo aprendiera a ser lo que, en el fondo, deseaba ser: una persona cariñosa, protectora y responsable. Es sorprendente cómo la vida juega sus cartas. A veces tardamos 50 o 60 años en descubrir las cosas esenciales. Lo que no hemos logrado aprender bien en las experiencias académicas y laborales nos lo enseña una criaturita de uno o dos años. ¿Puede sorprender, entonces, que Jesús dijera aquello de que “el que no se haga como un niño no puede entrar en el reino de los cielos” (Mt 8,3)?

Hoy en día muchos abuelos y abuelas, sobre todo si ya están jubilados, son los auténticos cuidadores de los niños pequeños, dado que en la mayoría de las familias jóvenes trabajan los dos cónyuges fuera del hogar. Los abuelos se encargan de llevar a los niños al colegio y de recogerlos, de darles de comer, de acompañarlos a actividades extraescolares… y hasta de jugar con ellos. En general, lo hacen de muy buena gana, aunque, sobre todo si ya son mayores, acusan el cansancio que supone estar siempre pendientes de los pequeños. Como se suele decir con ironía: “Están muy contentos cuando vienen los nietos y más, si cabe, cuando se van”. Los abuelos de mi edad, en buena medida pertenecientes a una generación muy secularizada, no suelen prestar atención a la formación religiosa de sus nietos, pero los que rondan los 70 años o más se convierten en los verdaderos catequistas de los más pequeños. Rezan con ellos, les enseñan lo más elemental sobre Jesús y María y comparten con sus nietos la alegría de ver a Dios en las menudencias de la vida. ¡Es curioso cómo niños y ancianos (los dos extremos del arco humano) son los más sensibles al misterio de Dios! Los jóvenes y adultos, en la suficiencia de nuestra edad media, creemos que su fe es producto de la debilidad, el temor o la impotencia, cuando, de hecho, somos nosotros quienes menos entendemos el misterio de la vida, por más que presumamos de racionales y maduros.

Creo que hoy es un día especial para felicitar a todos los abuelos y abuelas que leen este blog (conozco personalmente a varios), agradecer a Dios el don de nuestros abuelos y encomendar a todos en nuestras oraciones. 


martes, 25 de julio de 2017

Siempre en camino

He estado varias veces en Santiago de Compostela, pero nunca he hecho el Camino de Santiago. Hasta ahora no he dispuesto del tiempo necesario para hacerlo; sin embargo, no cejo en mi intención. Llegará el momento oportuno. Me temo que tendré que esperar al menos cuatro años. No sé si lo haré solo o en compañía. Desde luego, no pienso hacer una película como The Way de Martin Sheen ni voy a escribir una novela como hizo Paulo Coelho o un libro autobiográfico como el de Shirley MacLaine. Aunque nunca se sabe. Más vale no hacer promesas que luego no se cumplen. 

He hablado con bastantes personas que han hecho el Camino. Todas coinciden en que se trata de una experiencia única. Algunas me han dicho que les ha cambiado la vida. Es como si, poniéndose en marcha, hubieran dejado atrás una vida superficial y aburrida y hubieran barruntado que se puede vivir de otra manera, que hay una existencia nueva más allá del trabajo, la familia, la diversión y el aburrimiento. Camino físico y camino espiritual se dan la mano. 

¿Por qué en las últimas décadas el Camino de Santiago ha adquirido tanta fuerza? Hay razones coyunturales (desde la promoción turística de los lugares al interés económico), pero creo que la más profunda tiene que ver con la búsqueda de sentido que experimentamos hoy. Muchas personas no están satisfechas con su estilo de vida. Intuyen que estamos hechos para otra cosa. Siempre repito las palabras de Agustín de Hipona porque me parece que no hay forma mejor de describir el anhelo humano: Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón siempre estará inquieto hasta que descanse en ti . Podemos entretener la existencia de varias maneras, dar vueltas a muchas cosas interesantes, pero estamos programados para una sola: vivir en Dios. Hasta que no damos con ella, perdemos miserablemente el tiempo. 

Caminar durante días o semanas por tierras de Navarra, La Rioja, Castilla-León y Galicia (en el caso de que uno escoja el camino francésnos recuerda nuestra esencial condición inacabada. El ser humano, en bella expresión de Gabriel Marcel, es un homo viator. La vida humana es, pues, un itinerario hacia la plena realización de uno mismo. Somos seres que caminan: venimos de algún lugar y nos dirigimos a otro. También el cristianismo primitivo fue conocido como “el camino” (Hch 9,2). Sin embargo, hoy muchos creyentes, narcotizados por el exceso de estímulos, “infoxicados” por muchas y contradictorias informaciones, acabamos perdiéndonos. Nos identificamos con las palabras del apóstol Tomás: “Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?” (Jn 14,5). Quizá el Camino de Santiago nos ayuda a redescubrir el significado personal de las palabras de Jesús: “Yo soy el camino” (cf. Jn 14,6).

Escribo esto en la fiesta de Santiago el Mayor, originario de Betsaida, hermano de Juan y discípulo de Jesús. Fue asesinado en Jerusalén en tiempos del rey Herodes Agripa I, entre los años 41-44. Su nombre tiene muchas variantes según las lenguas. La discusión acerca de si sus restos se encuentran en la catedral que lleva su nombre en Santiago de Compostela sigue abierta. Lo que es evidente es que el lugar ha sido durante siglos meta de grandes peregrinaciones. Y lo sigue siendo en los primeros años del siglo XXI. El alemán Goethe llegó a afirmar que Europa tomó conciencia de su identidad peregrinando a Santiago de Compostela. Hoy volvemos a sentirnos peregrinos. Para la socióloga francesa Danièle Hervieu-Léger, el paradigma del “peregrino” –a diferencia de los paradigmas del “observante” y del “militante”, típicos de décadas pasadas– es el que mejor caracteriza a los creyentes europeos de hoy, e incluso a muchos hombres y mujeres que buscan un nuevo sentido a su vida en momentos de crisis y transición. Solo cuando salimos de nosotros mismos y nos ponemos a caminar con otros descubrimos quiénes somos y cuál es nuestra misión.

¿En que se diferencia un turista o un vagabundo de un peregrino? En la motivación que les pone en camino. Unos lo hacen con profundo sentido religioso y de penitencia para llegar a las raíces apostólicas de la fe, otros en búsqueda de un encuentro con la fe, tal vez por primera vez, o acaso para recuperar, después de un tiempo de abandono, la fe perdida.... Las diferentes actitudes pueden tener el mismo fondo en la intención. Y es la intención la que constituye a uno en peregrino. El peregrino suele recibir la bendición de Dios para hacer este difícil camino antes de partir. Así la expresa el Codex Calixtinus del siglo XII en las fórmulas de bendición del morral y del bastón:
“En nombre de nuestro Señor Jesucristo, recibe este morral, hábito de tu peregrinación, para que, castigado y enmendado, te apresures en llegar a los pies de Santiago, a donde ansías llegar, y para que después de haber hecho el viaje, vuelvas al lado nuestro con gozo, con la ayuda de Dios, que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.”
Recibe este báculo, que sea como sustento de la marcha y del trabajo, para el camino de tu peregrinación, para que puedas vencer las catervas del enemigo y llegar seguro a los pies de Santiago, y después de hecho el viaje, volver junto a nos con alegría, con la anuencia del mismo Dios, que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.”
Peregrinar, en definitiva, es como un taller que nos educa en algunas actitudes esenciales para la vida. Lo que necesitamos para sobrevivir en el Camino de Santiago lo necesitamos para el camino de la vida cotidiana:
Creer en nosotros mismos y en cuanto nos rodea.
Esperar que todos los comportamientos son susceptibles de cambio. 
Amarnos a nosotros mismos, amar a los demás, a la naturaleza y a Dios. 
Desmontar nuestros prejuicios y mecanismos de defensa y abrirnos a los demás. 
Entrar en nosotros mismos y reflexionar en silencio para saber quiénes somos y adónde vamos.




domingo, 23 de julio de 2017

Tres eran tres y las tres eran buenas

El evangelio de este XVI Domingo del Tiempo Ordinario parece haber sido escrito hoy por la mañana. Para que esta suposición suene un poco más realista, el autor del relato tendría que haber sustituido la parábola botánica (trigo y cizaña) por otra informática (aplicaciones y virus, por ejemplo). Pero la sustancia es sorprendentemente actual. Vamos a ver. ¿Cuántas veces nos hemos preguntado por qué demonios no cambia un poco más nuestro mundo después de veinte siglos de cristianismo? ¿No dijo Jesús que él era el camino, la verdad y la vida? Nos reconocemos con facilidad en las palabras del autor de la carta de la segunda carta de Pedro: “Desde que murieron nuestros padres, todo sigue igual que desde el principio del mundo” (2 Pe 3,4). Efectivamente, da la impresión de que, por muchos cambios que se produzcan, todo sigue igual. Más de una vez nos gustaría dar un puñetazo sobre la mesa y gritar: “¡Hasta aquí hemos llegado! Lo que hace falta es eliminar a toda esta gente corrupta que no hace más que retrasar el cambio de nuestro mundo”.

Nuestras preguntas y ansiedades se parecen mucho a las que experimentaron los cristianos del siglo primero a los que se dirige el evangelio de Mateo. También ellos ser preguntaban cómo era posible que el Reino de los cielos inaugurado por Jesús no lograse un éxito total e inmediato. El evangelista no rehuye el problema. Lo aborda de plano. Trata de responder a partir de tres parábolas de Jesús. La primera –la del trigo y la cizaña (vv. 24-30)– viene acompañada, como sucedió con la del sembrador del domingo pasado, de una explicación (vv. 36-43) en la que la parábola se transforma en alegoría para aplicarla a las necesidades las comunidades judeocristianas. Las otras dos parábolas –la del grano de mostaza y de la levadura (vv. 31-33)– ponen de relieve la fuerza irresistible del bien. Tenemos, pues, una triada muy interesante que nos ayuda a iluminar las perplejidades que hoy vivimos.

La que más espacio ocupa es la parábola del trigo y la cizaña. Creo que todos, aunque no seamos de tierra de cereales, sabemos qué es el trigo. Es muy probable que hayamos visto las espigas ondulando en los campos. En cualquier caso, hemos comido el pan que procede de él. En muchos lugares, el trigo es el alimento básico, así como en muchos otros es el arroz. Quizá no estamos tan familiarizados con la cizaña. Se trata de una gramínea muy semejante al trigo, que crece hasta alcanzar los sesenta centímetros y produce una espiga de granos negruzcos; sus raíces se mezclan con las del trigo y es muy difícil arrancarlas sin arrancar también el trigo. No hace falta ser un lince para ver en qué sentido esta parábola refleja bien la situación del mundo. Hay un sembrador (Dios) que ha sembrado el trigo bueno; es decir, todas las realidades buenas que encontramos en nuestro mundo: desde la naturaleza hermosa hasta nuestros parientes y amigos pasando por la ciencia, el arte y los sentimientos nobles. Ahora bien, hay un personaje siniestro que, de noche, siembra la cizaña; es decir, el mal. Hasta el final de los tiempos el trigo y la cizaña crecerán juntos en el mundo y en la Iglesia. Es bueno saberlo para evitar actitudes innecesariamente puristas, para no escandalizarnos de que en todas partes el bien y el mal convivan.

¿Cuál suele ser nuestra actitud? ¡La de los trabajadores contratados por el dueño del campo! Nosotros queremos arrancar cuanto antes las malas hierbas para que el trigo crezca lozano. Hoy se utilizan expresiones como “tolerancia cero”, transparencia total, etc. Reflejan una actitud noble, pero poco realista. No es tan fácil distinguir el trigo y la cizaña. Queriendo arrancar el mal, podemos exterminar el bien. Jesús nos invita a algo que parece insensato: a tener paciencia como Dios la tiene. En este mundo, el bien y el mal no se pueden separar nítidamente, están destinados a crecer juntos, y así hasta el fin de los tiempos. Tenemos que evitar dos errores: primero, no aceptar serenamente la realidad de este mundo en el que el bien y el mal conviven; segundo, confundir el tiempo del crecimiento con el tiempo de la cosecha. Solo las personas maduras y espirituales tienen este aguante, saben soportar la tensión que supone convivir día a día con el mal sin ceder a sus insinuaciones, manteniendo una actitud lúcida y comprometida, renunciando a juicios sumarísimos en los que caen cabezas por doquier. Cuando abrimos los ojos, nos damos cuenta de que hoy y siempre hay personas y grupos que, con la mejor intención, promueven campañas para eliminar cuanto antes a quienes consideran “hierbas malas”: abortistas, defensores de la ideología de género, corruptos, tradicionalistas, etc. Jesús no se comportaría así porque Dios no se comporta así. Él tiene una paciencia divina: “Tu poder es el principio de la justicia, y tu soberanía universal te hace perdonar a todos” (Sab 12,13).

Tras la parábola del trigo y la cizaña, que exhorta a la paciencia y a la confianza en que a Dios no se le escapa la historia de las manos, vienen las pequeñas parábolas del grano de mostaza y de la levadura. Ambas son una invitación a la esperanza que surge de la certeza de que en el Espíritu y en la palabra de Cristo –aunque insignificantes a los ojos del mundo– está presente la fuerza irresistible de Dios. No es necesario llegar a ser una realidad imponente. No es necesario convertir a todo el mundo, hacer de la Iglesia una institución poderosa, invadir todos los campos de la vida social. El Reino de Dios no procede por invasión sino  por transformación. Por si queréis profundizar más en este rico mensaje, os dejo con el vídeo de nuestro amigo Fernando Armellini, a quien ya echábamos de menos: 


sábado, 22 de julio de 2017

Apóstola de los apóstoles

El año pasado, tal día como hoy, le dediqué un post a mi amiga María Magdalena. Seamos precisos: a santa María Magdalena. No conviene quitarle su título de santa, aunque la novelística actual la quiera presentar solo como un personaje atractivo. La historia ha sentido fascinación por esta amiga y discípula de Jesús, por esta “apóstola de los apóstoles”. El interés no ha decaído. Pensando en ella y en su especial relación con Jesús, he recordado unas líneas que escribí hace algunos años. Son pura ficción literaria, pero construida a partir de muchos testimonios y experiencias reales. Imaginaba el encuentro entre dos célibes jóvenes (un religioso y una religiosa) en el incomparable marco de la Plaza Mayor de Salamanca. Ambos son amigos. Es probable que en algún momento hayan sentido una atracción mutua que ha puesto a prueba la verdad, solidez y belleza de su voto de castidad. No es necesario cerrar los ojos sino, más bien, abrirlos bien para aprender a interpretar esta gramática afectiva. Jesús no rehuyó la amistad de María Magdalena sino que la transformó en una preciosa historia de seguimiento. Cuando dos corazones se abren a un Amor mayor, todo se trasciende. Parece pura poesía, pero es la verdad de la vida. Os dejo con el relato.


Está atardeciendo. Las luces dan a la piedra de la Plaza Mayor su inconfundible toque dorado. Él tiene 24 años y viste así: zapatillas deportivas marca Reebok, vaqueros desgastados en el último campamento y una camiseta de algodón sin planchar en la que se lee: “Think globally, act locally”. Profesó hace algún año en una orden de solera. Cursa tercero de teología. Ella tiene 23 y viste exactamente igual, sólo que la camiseta sí está planchada y lleva el pelo recogido con un pañuelo malva. Profesó hace un par de años y está terminando Trabajo Social.
Han pedido dos cervezas y hablan sobre los proyectos que cada uno tiene para el nuevo curso. Ella fuma despacio. Él lo dejó la primavera pasada. Lo que se oye por fuera no es llamativo: comparten críticas respecto de la marcha de sus institutos, comentan algunas anécdotas del verano, intercalan pequeños silencios de comunión y bromean sobre amigos comunes. Lo que sucede por dentro es de otro cariz. Es un diálogo de pensamientos que se entrecruza con el diálogo de palabras. Él echa una ojeada a la plaza y piensa: “¿Qué hacemos aquí? ¿Por qué me siento bien con ella y no tengo ninguna gana de regresar a casa para las vísperas? ¿En qué nos distinguimos de esa pareja que está al lado? ¿En qué llevamos la cruz de la profesión debajo de la camiseta? ¿Pasaría algo si la besara (a la amiga, naturalmente, no a la cruz)? ¿Qué pensaría si me viera aquí el anciano P. Rodríguez?
Los pensamientos de ella no son muy diferentes: “Esto se parece mucho a lo que hacía antes. ¿En qué consiste el cambio? ¿Sólo en que lo considero un amigo y modero mis expresiones? ¿Por qué hay veces que me siento tan a gusto aquí, confundida con todos, y otras veces tengo la sensación de estar traicionando algo? ¿Quién ha introducido en mí está absurda división? ¿No seré víctima de un estilo de vida trasnochado? ¿Por qué habría de evitar esto si me siento yo misma, mucho más que en otros momentos de la vida comunitaria?
A punto han estado de poner palabras a los pensamientos, pero, al final, han preferido seguir con los temas de siempre. La cerveza se ha encargado de diluir la intimidad. Se ha hecho tarde y ya es hora de volver a casa. La piedra de la Plaza Mayor es ahora más bella y entrañable que nunca. La luna que ya se dibuja en el cielo oscurecido hace un guiño de complicidad”.
Bueno, no sé si esta historia resulta un poco pasada de moda. Quizá los jóvenes religiosos de hoy ya no llevan zapatillas Reebok (que entonces eran bastante caras) sino Adidas, Nike, Puma… o unas simples sandalias o chanclas. No sé si las jóvenes religiosas llevan el pelo recogido con un pañuelo malva o llevan un crucifijo colgado al cuello. Las circunstancias cambian, el desafío de fondo permanece. ¿Qué es lo que permite que un chico o una chica jóvenes renuncien a su amor de pareja para consagrar sus vidas a Dios y a los demás? ¿Cómo se canalizan de manera sana los impulsos afectivos y sexuales? ¿Qué significa un estilo de vida celibatario en una sociedad hipersexualizada como la nuestra? La sociología y la psicología pueden hacer sus aportes. Siempre son bienvenidos. Pero la razón última tiene que ver con una profunda experiencia espiritual. Solo el encuentro con Jesús y su causa (el Reino de Dios) pueden dar al corazón humano el sentido que busca. María Magdalena lo experimentó con una profundidad que recorre la historia.


viernes, 21 de julio de 2017

Sueños de una tarde de verano

Ha pasado un mes desde el comienzo del verano en el hemisferio norte. Es probable que muchos de los lectores de este Rincón estéis disfrutando de vuestras vacaciones en la playa, en la montaña o vaya usted a saber dónde. Yo permanezco todavía con las manos en el timón, a la espera de que soplen otros vientos. Roma se va quedando cada vez con menos gente, aunque los turistas que se atreven a desafiar el calor reemplazan en parte a los nativos. Esto se nota más en las zonas del centro histórico que en el barrio en el que vivo. Hay como un suave sopor que lo invade todo a partir de las 11 de la mañana. Por eso yo prefiero las horas del amanecer para ser persona; el resto del día lo sobrellevo como puedo, a veces reduciéndome a mi condición mineral y dosificando los esfuerzos. Como es lógico, la vida no se detiene porque estemos en verano. Por otra parte, un amigo mío que vive en San Carlos de Bariloche (Argentina) me dice a través de Facebook que en esa ciudad austral tienen “mucha nieve y frío, algunas dificultades, pero no murió nadie”. Está claro que nunca nieva o hace sol a gusto de todos.

Bueno, meteorología aparte, hoy hace 48 años que, a las 2:56 (hora internacional UTC), Neil Armstrong, comandante de la misión Apolo 11, pisó la superficie lunar; poco después lo hizo Edwin E. Aldrin. Yo me encontraba haciendo un campamento en las montañas del norte de León. No pude ver por televisión la retransmisión de ese acontecimiento histórico, pero recuerdo cómo esa mágica noche todos mirábamos a la luna sentados alrededor del fuego. Era una noche clara y fresca. Hay recuerdos que se quedan grabados para siempre. Tampoco pude ver ese día -¡vaya coincidencia!- el momento en el que Francisco Franco presentó ante el Consejo del Reino la designación de Juan Carlos I como sucesor al trono de España. Pero hay muchas más cosas que sucedieron un día como hoy. Diez años más tarde, en 1979, el español Severiano Ballesteros ganó el Open británico, el torneo de golf más prestigioso del mundo. Y, para añadir un toque arquitectónico, conviene recordar que el 21 de julio de 2007, el rascacielos Burj Khalifa superó al que entonces era el edificio más alto del mundo, el Taipei 101, que tuve la suerte de visitar en enero de 2012.

De todos estos acontecimientos, el que más impacto tuvo fue, sin duda, la llegada del ser humano a la luna. En palabras de Armstrong, se trató de one small step for a man; one giant leap for mankind (un pequeño paso para un hombre; un salto gigante para la humanidad). Todavía hay mucha gente que cuestiona la realidad de este hecho. Creen que fue un montaje propagandístico de los Estados Unidos en un momento en el que las derrotas en la guerra de Vietnam, que en conjunto le costó casi 60.000 muertos al país, estaba minando su autoestima. Aducen toda clase de pruebas. No seré yo quien las desmienta o ratifique. No tengo competencia para ello. Algunas suenan bastante convincentes, pero me cuesta creer que la comunidad científica internacional sea víctima de un espejismo de este calibre. Aunque ya se sabe que en verano… todo puede suceder.

Lo mejor es tomar distancia, prepararse una bebida refrescante, coger un libro y emprender otro tipo de vuelo menos tecnológico pero más apasionante. No hay nada mejor que un buen libro para poner en marcha “los sueños de verano”. Todavía no he elegido los que voy a devorar durante los días de vacaciones. Se admiten sugerencias. Aunque puede suceder que otros muchos acontecimientos me impidan dedicar tiempos prolongados a la lectura. Si hay que escoger entre un encuentro con alguien querido y la lectura de una novela, no tengo duda. La realidad prima sobre la ficción. Entre un buen paseo y un buen libro… tengo mis dudas. Me inclino por el primero. El libro siempre puede esperar; los paseos tienen su momento. Bueno, lo dejo aquí. Es evidente que hoy no tengo un tema caliente como ayer. Todo obedece al desvarío de una amodorrada tarde de verano.

jueves, 20 de julio de 2017

Dinero y poder, cóctel letal

Mi regreso a Roma ha estado marcado, una vez más, por noticias que tienen que ver con el virus de la corrupción. A la detención de Ángel María Villar -presidente de la Federación Española de Fútbol- siguió la noticia de la muerte de Miguel Blesa -expresidente de Caja Madrid- en una finca de Córdoba. Ambos están relacionados con diversos casos de corrupción. A ambos quiero aplicarles un criterio que las Constituciones de mi Congregación prescriben para cuando hay que afrontar un caso de infidelidad: “Excusen la intención aun cuando no puedan justificar la obra”. No me corresponde a mí juzgar la conciencia de estas dos personas. Pero parece que algunas de sus acciones estuvieron marcadas por la corrupción. Más allá de estos casos singulares, que se unen a los muchos otros que se van conociendo (y algunos juzgando), me importa reflexionar sobre la cuestión de fondo: ¿Por qué somos corruptos? ¿Por qué el dinero y el poder constituyen drogas tan poderosas? ¿Por qué muchas personas se sienten tentadas de beber este peligroso cóctel a sabiendas de que solo conduce a la autodestrucción, el descrédito social y en ocasiones a la muerte? No sé cuántas veces he abordado este tema en el blog. Reconozco que es casi una obsesión. Creo que la última fue el pasado 24 de abril. La actualidad me empuja a volver a la carga.

La lucha contra la corrupción tiene que ver, en primer lugar, con los valores y la conciencia. Si la verdad y la justicia son sustituidas por la mentira y el afán de dominio, no cabe esperar más que avidez y engaño. En tiempos de la maldita posverdad, todo es permisible con tal de lograr lo que uno se propone. Que se lo pregunten a Mr. Trump, el mentiroso. Pero tiene que ver también con el ambiente social y con las instituciones. La corrupción abunda porque el ambiente social es proclive a ella, porque se nos ha inoculado el virus de que para ser alguien hay que ser rico pronto y como sea. Muchas personas se guían por este falso principio. Aspiran a escalar puestos en la escala social porque intuyen que así tendrán más posibilidades de medrar. La dinámica es siempre la misma: aprovecharse de las oportunidades que otorga el cargo o la situación para enriquecerse o ganar cotas de poder, aunque esto suponga falsificar, engañar y practicar toda suerte de ingenierías financieras y fiscales con apariencia legal. La corrupción es una estafa a la sociedad y, sobre todo, a los más pobres, que son quienes más dependen de la solidaridad de todos. El dinero de los impuestos debería ir destinado. sobre todo, a cubrir las necesidades básicas de quienes no se bastan por sí mismos, no a llenar los bolsillos de quienes ya tienen más de lo necesario. Parece algo elemental, pero todavía no forma parte de nuestra mentalidad.

Por eso es tan necesario promover desde niños una cultura de la verdad, la transparencia, la justicia y la solidaridad, de modo que cualquier caso de corrupción represente una sombra inaceptable y repugne moralmente. ¡Basta de aplaudir a los sinvergüenzas! ¡Basta de proponer modelos de vida basados en la apariencia, el lujo y el derroche! Necesitamos aprender a ser transparentes y responsables de lo que hacemos, a dar cuenta de nuestra gestión, sobre todo cuando se trata de manejar dinero público. También necesitamos dotarnos de instituciones fuertes que impidan o dificulten mucho los comportamientos corruptos y que, en caso de que se produzcan, actúen con eficacia para castigarlos. Los países y organizaciones que poseen este tipo de instituciones no dependen tanto de los comportamientos individuales. Desarrollan leyes, normas y prácticas de higiene democrática que, poco a poco, crean una cultura de la honradez. No se comprende, por ejemplo, cómo en los estatutos de la Federación Española de Fútbol no haya un artículo que impida permanecer en el cargo de presidente más de dos o tres períodos.

¿Por qué solo las personas sencillas han descubierto que no hay nada más satisfactorio que una conciencia tranquila? ¿De qué sirve exhibirse con un coche de alta gama, veranear en Sotogrande o hacer un crucero por el Caribe si todo eso es producto de la injusticia? ¿Qué satisfacción puede sentir un ser humano en disfrutar de lo obtenido con engaño? No hace falta ser una persona muy espiritual para caer en la cuenta de que el cóctel dinero-poder (al que a menudo se añade el ingrediente del sexo), seductor como pocos, es también el más letal de todos. Basta vivir a ras de suelo, abrir los ojos, examinar la trayectoria de las personas felices y las desgraciadas, avivar la conciencia. Sueño con una generación de jóvenes que, hartos de esta cultura podrida, adobada a veces con ingredientes religiosos, reivindiquen las cosas más sencillas y más necesarias para el ser humano, las que lo hacen feliz en cualquier circunstancia: la verdad, la bondad y la belleza. Los trascendentales del ser siguen siendo la brújula que nos indica el camino correcto. Todo lo que vaya en la dirección de la mentira, la maldad y la fealdad solo puede acabar en el estercolero de la vida, aunque a veces produzca algunos beneficios efímeros que tanto tientan a muchas personas, aparentemente listas, pero, en el fondo, ridículamente ingenuas. 


lunes, 17 de julio de 2017

Emociones al rojo vivo

Tenía ganas de disponer de un tiempo tranquilo tras diez días sin pausa. Me viene a la memoria uno de esos dichos africanos que a los naturales de este continente les gusta recordar cuando un europeo se pone un poco nervioso ante su falta de puntualidad: “Vous avez la montre, nous avons le temps” (Vosotros tenéis el reloj, nosotros tenemos el tiempo). Bueno, pues ahora tengo las dos cosas: mi reloj con la hora de Centroeuropa y un tiempo disponible sin más preocupación que teclear estas líneas. Estoy sentado en la sala de espera del aeropuerto internacional de Libreville. Faltan dos horas para la salida de mi vuelo a París. Hasta que no llegue al enjambre de Charles de Gaulle no podré colgar este post. Lo escribo el domingo por la noche, pero no aparecerá hasta el lunes 17. Se me agolpan tantos temas que no sé cuál escoger. Dejaré que el teclado del ordenador siga su inspiración. El aire acondicionado del local ayuda a escribir sin el peso del calor exterior, aunque mucho me temo que cuando llegue a Roma me voy a encontrar con temperaturas que superan con mucho los 25 grados de Libreville. Parece que me he librado de una de esas olas que irrumpen con fuerza cada verano.

Esta mañana he presidido una eucaristía de dos horas y media en la parroquia de Notre Dame des Victoires. No ha faltado de nada: una coral espléndida, un ejército de monaguillos perfectamente organizados, el equipo de fútbol parroquial con la copa recién ganada, casi todos los claretianos que trabajan en Gabón y mucha gente que –como subrayé el domingo pasado a propósito de la celebración en Okondja– ha disfrutado con la misa. Hemos hecho un recuerdo especial del 168 cumpleaños de la congregación claretiana. No deja de resultar llamativo que lo que comenzó con seis personas jóvenes en un rincón de Cataluña haya llegado hasta aquí y otros 65 países en todo el mundo. La comida, preparada por los laicos de la parroquia, y la larga sobremesa amenizada con música y bailes, ha sido un colofón extraordinario. Los africanos son maestros en el arte de la fiesta compartida. A pesar del cansancio acumulado, he aprovechado para saludar a unos y otros y agradecerles su espléndida colaboración.

Y ahí, en medio de la música ruidosa, es donde se ha encendido una pequeña luz roja. ¿Cómo es posible que los mismos que comen, cantan y bailan vivan, en otros ambientes, experiencias de incomunicación, celos, tensiones, zancadillas…? Hay un gran décalage entre la vida pública y la privada. A veces pareciera que se trata de personas distintas. En público, los africanos son hospitalarios, comunicativos, generosos, grandilocuentes, amantes de los discursos melodramáticos, contadores de historias divertidas e instructivas. Pero luego, en la vida cotidiana, se dejan dominar demasiado por los intereses tribales o étnicos, la búsqueda obsesiva del dinero y el poder, la mentira como herramienta amoral y la pasión por la maledicencia y hasta la calumnia. He tenido ocasión de comprobarlo una vez más. He acumulado más problemas de los que uno puede digerir sin perder la confianza en la humanidad. Me cuesta mucho aceptar que la gente, en vez de expresar con franqueza su punto de vista, me diga obsequiosamente Oui, père, halague mis oídos, y luego haga lo contrario. A pesar de mis muchos viajes a África, no logro entender el flujo oscuro que determina muchas actitudes y conductas. Se me escapan los matices y las estrategias; por eso, a veces pierdo la paciencia, a pesar de que un amigo congoleño cada vez que vengo por aquí me recuerda siempre el mismo dicho: “Las grandes virtudes africanas son tres: la primera, la paciencia; la segunda, la paciencia; la tercera, la paciencia”. Sobran comentarios.

La distancia que me otorga este no-lugar que es la sala de espera de un aeropuerto me permite reposar un poco las vivencias para no ser víctima de las emociones de última hora. Mi amigo congoleño tiene razón. Solo la paciencia permite no quedar atrapado por las experiencias cotidianas, tener una mirada larga y no perder la esperanza. Se va haciendo camino, pero se requiere una actitud de mutua aceptación, de búsqueda sincera de la verdad, de humildad para aprender y enseñar, de clarificación de conceptos y vocablos, de exploración conjunta de estrategias, de recomenzar cada vez que los obstáculos bloquean el camino. África es un taller permanente de humanidad. Es como un viaje a las emociones primarias (tanto positivas como negativas) sin la sofisticación con que otras civilizaciones las han enmascarado. Por eso, a pesar del posible desconcierto, África siempre hace bien.