lunes, 30 de abril de 2018

Todo es un juego

Desde la ventana de mi cuarto sevillano veo el estadio del Betis. Para sus seguidores más fanáticos, este lugar es un santuario, sus jugadores unos ídolos y el fútbol que practican casi una religión, compatible, por supuesto, con la pertenencia a una cofradía de las que desfilan por las calles durante la Semana Santa, que lo deportivo no quita lo devocional. Me gusta el deporte, pero me dan miedo los clubes que “son más que un club” (aunque hayan ganado la Liga) y los deportes que se convierten en “algo más que un deporte” (aunque generen pingües beneficios). Cuando el deporte se transforma en altavoz político o en máquina de hacer dinero acaba pervirtiéndose, si es que no se ha pervertido antes en sucias operaciones de contratos inmorales y de formas modernas de esclavitud laboral. 

Quizás me entran estos temores pueriles porque no acabo de entender lo que algunos antropólogos dicen con rotundidad: que el deporte –y, de manera especial, el fútbol– sirve para canalizar la violencia que todos llevamos dentro. Constituye el sustitutivo más lúdico y civilizado de las viejas guerras. Es preferible mover con los pies una pelota y encajarla en la red contraria que clavarle a un soldado enemigo una espada en el bajo vientre. Es preferible hacer dinero traspasando jugadores y cobrando derechos de imagen que asaltando galeones en el Atlántico o matando por controlar el mercado del petróleo. Reconozcamos que la humanidad ha evolucionado algo en materia bélica.

Pero también hay antropólogos, sociólogos y psicoanalistas que consideran que el fútbol a quien de verdad sustituye es a las viejas religiones hasta el punto de constituir –junto con el nacionalismo y otros fenómenos populares– uno de los nuevos cultos más florecientes y en franca expansión. Incluso en la India, otrora imperio del aburrido cricket, está ganando adeptos. No digamos nada en China y los países del Golfo, retiros dorados de las viejas glorias futboleras. En vez de adorar a ídolos invisibles, el ser humano moderno prefiere desgañitarse gritando el nombre de su jugador favorito, se llame éste CR7, Messi, Griezman, Buffon o Perico de los Palotes. A estos los puede ver y tocar; a los dioses antiguos había que imaginárselos. No es lo mismo lucir una camiseta con los nombres de los jugadores estampados en la espalda que encender una vela que se consume sin producir ninguna emoción. Reconozcamos que en este punto, hemos ganado concreción, pero hemos descendido algún peldaño en la escalera del misterio.

Bromas aparte, es evidente que de alguna manera tenemos que canalizar la agresividad que nos produce el hecho de vivir apiñados. No es extraño que el hombre urbano, sometido a tanto estrés, necesite de vez en cuando gritar a pleno pulmón en las gradas de un estadio o, por lo menos, en el bar de la esquina. Y, si no hay oportunidad para compartir el griterío con otros hinchas, por lo menos uno puede disfrutar solo frente al televisor en la intimidad del propio hogar. Lo que importa es poner la adrenalina en danza durante 90 minutos, convertirse en entrenador alternativo, sugerir estrategias imposibles a Zidane o Guardiola, hacer cambios imaginarios, insultar al árbitro, despotricar contra el equipo contrario, empalmar una cerveza con otra, lucir una camiseta sudada, exhibir una bufanda con los colores del equipo, sentirse hermano universal de los hinchas amigos, decir mil veces que tal jugada no fue penalti y, en caso de duda, volver a abrir una nueva lata de cerveza. Después, tras el calentón deportivo, uno regresa a la vida normal con el ánimo que corresponda en cada ocasión: eufórico si ha ganado el propio equipo y deprimido si ha vencido el contrario. Los 90 minutos se convierten en un manual de instrucciones para afrontar el verdadero partido de la vida cotidiana.

Bien miradas las cosas, es preferible este ejercicio de confrontación abierta (con todos los excesos que uno quiera) que los malabarismos hipócritas de quienes practican el juego sucio de la vida maquillado con exquisitas formas de urbanidad. El ejemplo más claro es la política. Llevo meses sin escribir una línea sobre política (y menos sobre algunas situaciones particularmente esperpénticas) porque he llegado a tal hartazgo que ya no se me ocurre ningún pensamiento medianamente sensato. ¿Es posible que tengamos que ser gobernados por personas tan ineptas y corruptas? ¿Es posible que, apenas superado un escándalo, surja otro como para que no decaiga el grado de indignación popular? ¿Es posible que un gobernante lo haga peor que su predecesor?

¡Todo es posible! No es extraño, pues, que el personal se indigne o desconecte. Cuando el interés por la cosa pública decae por aburrimiento, el deporte ocupa enseguida el espacio vacío. La lucha social continúa, pero atenuada por un reglamento estricto y por la conciencia de que, en el fondo, por más intereses que se muevan, todo es un juego. Uno puede irse a la cama tranquilo. Siempre quedará el partido de vuelta.

domingo, 29 de abril de 2018

Unidos a la vid

Me sorprendió pasar de una Roma con 25 grados a una Sevilla con 15. En la ciudad hispalense soplaba un fuerte viento fresco que hizo caer las temperaturas más de diez grados de viernes a sábado. Cuando sonó la típica fanfarria con la que Ryanair castiga a sus pasajeros cada vez que aterriza uno de sus aviones, el pasaje –en su mayoría italiano– rompió en un aplauso cerrado. La verdad es que el aterrizaje se pareció más a una caída brusca que a un posado suave sobre la pista. Todo quedó compensado por la visita posterior a Carmona en compañía de dos amigos muy queridos. No me imaginaba yo tanta belleza encaramada sobre el altozano desde el que se divisa la fértil depresión del Guadalquivir. Si a eso se une una cena delicada y una conversación entrañable, hay que reconocer que no hubo forma mejor de comenzar el último domingo de este variable mes de abril. De no haber sido hoy domingo, se hubiera celebrado la memoria de una santa italianísima, santa Catalina de Siena, la mujer que supo cantarle las cuarenta al papa Gregorio XI para que pusiera un poco de orden en aquella caótica Iglesia del siglo XIV. 

Hoy, además, cumple 100 años el más anciano de mi Congregación. No bate ningún récord, porque cada vez abundan más los centenarios, pero es un día muy significativo para él, su familia, su comunidad y todos nosotros. Se llama Pedro Fuentes. Hace menos de dos semanas que tuve la oportunidad de saludarlo. Lo encontré sentado en su silla de ruedas, algo apagado, pero siempre lúcido y sonriente. No puedo pasar por alto el día de su “cumplesiglo”. Toda su vida ha practicado la pastoral de la sonrisa. Si algún día tuviera que poner un epitafio sobre su lápida, me inclinaría por uno de estos dos: “Artífice de paz” o “Testigo de alegría”. Es verdad que algunas de estas cualidades tienen una base genética, cultivada luego a través de una educación acorde, pero esto no es suficiente para explicar su constancia y, sobre todo, su poder contagioso. Personas luminosas como el P. Pedro sólo existen si están “unidas a la vid”. Del tronco que es Jesús reciben la savia que las mantiene vivas y vivificantes. Este es precisamente el mensaje central del V Domingo de Pascua. Jesús lo dice con claridad meridiana: “Sin mí no podéis hacer nada”. No dice que sin él podemos hacer algo, un poco o bastante. El término nada no se presta a medias tintas. Por contra, “el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante”. 

En cualquier orden de la vida admiramos a las personas que “hacen cosas”. Para distinguirlas de los meros charlatanes, utilizamos un refrán discernidor: “Obras son amores y no buenas razones”. Pero Jesús no solo nos invita a “hacer cosas” para sentirnos eficaces, para creer que cambiamos el mundo y que somos importantes. Nos invita a algo mucho más profundo y transformador: a dar fruto. No es lo mismo fabricar productos que producir frutos. En el primer caso, se requiere destreza y medios materiales; en el segundo, se necesita algo más: calidad de vida personal. Según Jesús, esta calidad solo se alcanza si los sarmientos (es decir, nosotros) estamos unidos a la vid (es decir, a él). No se trata de una unión artificial sino vital. El evangelista Juan coloca varias veces en labios de Jesús el verbo permanecer, que equivale a estar en comunión de vida. Quizás esto explique por qué algunas personas que hacen muchas cosas apenas dan fruto y otras, con menos acciones, con menos nerviosismo, consiguen llegar al corazón de las personas y transformarlas. 

Naturalmente, esta unión con Jesús no es algo automático. Se trata de un proceso de crecimiento. Solo se crece cuando se cortan los sarmientos secos y se podan los vivos para que crezcan con más fuerza. A primera vista, parece algo doloroso, pero el objetivo no es “castigar” a la vid, sino ayudarla a crecer sana y vigorosa. Feliz domingo desde la ciudad del Guadalquivir.

sábado, 28 de abril de 2018

Todo es gracia

No tengo más remedio que escribir esta entrada en el aeropuerto de Roma-Fiumicino. Las últimas horas han sido frenéticas para dejar todo listo antes de ponerme de nuevo en camino. Voy a estar fuera de Roma más de dos meses, así que necesito prever algunas cosas. Veo que hoy el aeropuerto tiene más movimiento que de costumbre. Se ve que el “puente de mayo” anima a mucha gente a viajar, a pesar de las malas predicciones meteorológicas. Unos salen de la ciudad buscando el descanso y otros llegan atraídos por la magia de Roma. Mientras venía de casa al aeropuerto he pensado que no sería nada sin las personas que forman parte de mi vida, sin todo lo que he recibido incluso “desde antes de nacer”. Sé que en la cultura americana se ha difundido mucho el ideal del “self-made man” (hombre hecho a sí mismo). A muchas personas que han logrado cierta fama les he oído decir algo parecido a esto: “A mí nadie me ha regalado nada en la vida, todo lo he logrado con mi esfuerzo”. Siempre me ha sonado a fanfarronada, a una visión muy roma de la vida.

Entiendo lo que se quiere decir con estos conceptos, pero yo siento necesidad de acentuar el otro polo porque, en realidad, me parece el más importante. Si yo tuviera que acuñar mi propia frase diría esto: “A mí se me ha regalado casi todo; lo que he vivido es fruto de la gracia”. No me considero una persona indolente o pasiva, pero sé que el río de mi vida se ha nutrido de numerosos afluentes que han vertido sus aguas en él hasta ensanchar su cauce y enriquecer su flujo.

Hace unos treinta años, un amigo mío me regaló un librito de poesías escritas por él mismo. En la primera página escribió esta dedicatoria: “Bebe de mi copa / que en ella hay vertido algo / de tu misma copa”. Era una forma de agradecerme el posible influjo positivo que había tenido sobre él. Pero esto mismo se podría aplicar a multitud de personas. Pienso en mis padres, abuelos y en todos los que soñaron mi nacimiento, en las personas que rodearon los años de mi infancia y me acunaron, besaron, jugaron conmigo, me hicieron regalos… ¿Cómo podría tener una visión positiva de la vida, cómo podría confiar en que el bien es más poderoso que el mal, si desde niño no hubiera recibido una sobredosis de cariño por parte de tantas personas (algunas conocidas y otras desconocidas)?

Pienso en los primeros maestros de mi infancia. Algunos fueron duros y un poco displicentes, según se estilaba entonces, pero me transmitieron un mensaje que me ayudó a seguir caminando: “Tú vales”. Guardo un recuerdo entrañable de mis profesores de bachillerato, mis formadores y mis amigos de adolescencia y juventud. Algunos episodios negativos no empañan la ingente cantidad de estímulos recibidos en esas etapas en las que configuramos nuestro mundo interior. Me gustaría citar nombres, contar historias concretas, pero comprendo que un blog no es el lugar adecuado. Soy muy respetuoso de la intimidad de otras personas.

Si tuviera que hacer la lista de las personas que he conocido a partir de los veinte años, necesitaría muchas páginas y, aún así, bastantes quedarían fuera. ¿Cómo no reconocer que parte de mi curiosidad intelectual se debe a algunos profesores que me ayudaron a ir más allá de lo que yo pensaba? Los autores de los libros que he leído han configurado también mi forma de ver el mundo. Por citar solo un ejemplo, yo no sería quien soy sin la sensibilidad moderna de Paul Tillich, sin la hondura de Karl Rahner o la poesía de Gerard Manley Hopkins y Antonio Machado. Escuchar las obras de Bach me ha ayudado a entender el poder terapéutico de la música. Su armonía introduce el cielo en la cacofonía de la tierra.

La lectura de Gustavo Gutiérrez y Jon Sobrino me abrió los ojos a la voz de Dios en la realidad de tantos empobrecidos de nuestro mundo. Leonardo Boff me hizo ver que un sacramento es cualquier realidad que transparente a Dios en la inmanencia de nuestra vida. La lista sería interminable… En ella no pueden faltar los pequeños; es decir, personas no famosas que me han revelado rasgos del amor de Dios: desde José (un enfermo paralítico al que lavaba todos los miércoles en el hospital de Castro Urdiales durante mi año de noviciado) hasta hermanos claretianos de muchos lugares del mundo, formadores, compañeros de comunidad, jóvenes… Recuerdo una anciana de Colmenar Viejo que siempre asistía a las charlas que solía dar en la parroquia del pueblo. No se perdía ninguna. Su formación teológica era mínima, pero la alegría que brillaba en sus ojos, la manera como me trataba y las palabras de ánimo que siempre me regalaba constituyen para mí una fuente de confianza.

En suma, no soy un “hombre hecho a mí mismo”. Jamás defenderé esta frase. Me han ido haciendo infinidad de personas que Dios ha puesto en el camino de la vida. Es verdad que algunas me han criticado y han hablado mal de mí, pero incluso estas personas me han ayudado a conocer aspectos ocultos de mi personalidad y a desarrollar la capacidad de afrontar las adversidades sin hundirme. Cuando el apóstol Pablo dice que “todo es gracia” resume de manera insuperable esta forma de entender la vida. Estoy seguro de que la mayoría de los amigos del Rincón tenéis una experiencia parecida. Conviene activarla de vez en cuando para que los demonios cotidianos no nos hagan perder de vista el horizonte.


viernes, 27 de abril de 2018

Aquella vieja palangana

Durante el tiempo pascual, la figura del apóstol Pedro cobra protagonismo. Aparece a menudo en la lectura continua de los Hechos de los Apóstoles y en los relatos evangélicos de algunos días. Es sorprendente cómo un pobre pescador galileo, tozudo y cobarde a un tiempo, acabó siendo un personaje tan famoso. Cada vez que voy a la plaza de san Pedro de Roma y veo la imponente basílica levantada para conmemorar el lugar de su martirio, no dejo de sorprenderme. ¿Por qué un anónimo pescador ha llegado a ser tan conocido? La vida de Pedro no habría saltado a las páginas de la historia si no hubiera sido llamado por Jesús de Nazaret. El encuentro con ese extraño Maestro le cambió la vida. Es verdad que cuando las cosas se pusieron difíciles negó ser uno de los suyos, pero Jesús nunca le retiró su confianza. Pensó en él como “la piedra” que podía dar consistencia a la incipiente comunidad. Y Pedro, que nunca dejó de ser una persona dubitativa, rubricó con su sangre la fidelidad al Maestro. Hoy, en el corazón del tiempo pascual, imagino a Pedro anciano en esta Roma milenaria. Pongo en sus labios el recuerdo de una experiencia que nunca lo abandonó.

Me parece que ha pasado un siglo desde que lo conocí junto al mar de Galilea. Ni siquiera ahora sé lo que me atrajo de él. Quizás su mirada. O tal vez la energía que parecía emanar de su cuerpo. No lo sé. Nunca me ha vuelto a suceder algo semejante. Su magnetismo era irresistible. No necesité mucho tiempo para irme con él cuando me invitó a seguirlo. Jamás pude imaginar lo que me esperaba. Ahora que hace más de treinta años que él fue crucificado, no me arrepiento de haberme fiado de él. Todo ha sucedido de un modo inexplicable y maravilloso. Sé que ya no está con nosotros y, al mismo tiempo, lo siento más cerca que nunca.

Se me agolpan los recuerdos. Me pesa todavía mi cerrazón para entender quién era. Me duele, sobre todo, mi debilidad cuando no supe estar junto a él en los momentos de la prueba. Pero sé que su perdón fue más fuerte que mi cobardía. De todos los momentos que conservo en la memoria, creo que la última semana de su vida no se me olvidará jamás. Más de una vez he pensado que me gustaría tener algún recuerdo tangible de aquellos días que cambiaron nuestras vidas. Varios de mis compañeros han conseguido recoger alguno de los clavos con que lo fijaron a la cruz. Creo que Juan se hizo con parte de la corona de espinas. 

Yo no tengo nada, pero si pudiera rescatar un objeto -uno solo- me quedaría con la vieja palangana que usó para lavarnos los pies. Sé que puede parecer algo despreciable en comparación con la copa que nos fue pasando mientras decía “Esta es mi sangre”. O con la bandeja de los panes. Pero yo no puedo olvidar aquella vieja palangana. Y creo que Juan tampoco. Hemos hablado muchas veces sobre aquel momento. De hecho, Juan siempre me dice que se le quedó tan grabado que casi le impresionó más que la distribución del pan y del vino como su cuerpo y sangre. ¿Qué habrá sido de aquella vieja palangana? ¿Estará todavía oculta en algún rincón de Jerusalén? ¿Se habrá perdido para siempre? 

Ver a Jesús arrodillado, vertiendo agua sobre nuestros sucios pies, es una imagen imborrable. Y ver su rostro tenuemente reflejado sobre el agua sucia de la palangana me hace entender -entonces no lo conseguí- que la verdadera identidad del Maestro era la de alguien que sirve, que entrega su vida por amor. ¿Cómo podía permitir yo que Él nos lavara los pies a nosotros? No soy muy inteligente, pero aquello me pareció una humillación fuera de lugar. 

Hoy comprendo que, con aquel gesto, Jesús nos dio la lección más importante de su vida. “Haced vosotros lo mismo”, nos dijo luego. No nos habló del servicio de la autoridad, o del servicio de la educación, o del servicio de la inteligencia. Habló de “lavar los pies”, de hacernos esclavos unos de otros. He tardado toda una vida en entender lo que quería decir. Amar significa estar dispuesto a realizar los servicios más humildes, los más invisibles, los que nunca serán premiados. No importa si uno es el responsable de la comunidad, un pescador envuelto en redes o un ama de casa que transcurre la vida entre fogones. 

Sí, me gustaría tener a la vista aquella vieja palangana porque entonces, al levantarme cada mañana, recordaría quién soy y a qué he sido llamado. Expulsaría de mi corazón los demonios de la vanidad, el autoritarismo y la soberbia. Me preguntaría de qué modo concreto puedo servir -sí servir, no solo aconsejar o ayudar- a quienes viven conmigo, a quienes encuentro por el camino. Echaría una mano en la cocina, serviría la mesa, lavaría los platos… No diría más veces eso de “Estoy ocupado, a mí no me corresponde”. 

Sí, me parece que voy a pedir a alguno de los hermanos de Jerusalén que rebusque todo lo posible para que no se pierda la vieja palangana. Y que, si le es posible, nos la mande a Roma. Necesitamos ponerla en el centro de nuestra sala de reuniones. Mirándola, no olvidaremos jamás lo que Jesús nos dijo: “He venido para servir y no para ser servido”.

jueves, 26 de abril de 2018

Me cansan las máquinas

Lo he retrasado todo lo que he podido, pero ayer decidí ponerme manos a la obra. De mediados de mayo a mediados de julio estaré en Sri Lanka y en la India. Eso significa que debo preparar con tiempo ambos viajes. Algunas cosas dependen de mí. Puedo organizarme a mi manera. Otras tienen que ver con los claretianos de ambos países y algunas −pocas, pero determinantes− dependen de las autoridades civiles de los dos países asiáticos. Así que ayer, aprovechando que era festivo en Italia, decidí dedicar parte de la mañana a tramitar los visados on line, un modo que, en principio, permite ahorrar tiempo e incomodidades. Eso creía yo con una pizca de ingenuidad. Las cosas discurrieron por otros cauces. Comencé por el visado de Sri Lanka. El formulario me pareció sencillo. Lo rellené en pocos minutos. Cuando me las prometía muy felices, el proceso se bloqueó en el momento de efectuar el pago de los 35 euros requeridos. Lo intenté varias veces más, hasta que, aburrido, lo dejé por imposible. 

Tras un pequeño descanso y con el ánimo un poco caldeado, me puse a tramitar el visado para la India. Como me temía, el formulario era mucho más extenso. Entre otras cosas, me pedía el número de visado de la última vez que viajé a ese país. Tuve que rescatar uno de mis pasaportes caducados, buscar el susodicho visado y teclear el número. Descargar una foto tamaño carné parece fácil, pero si no se cumplen todos los requisitos, el programa se bloquea. Tuve que asegurarme de que medía lo mismo de ancha que de larga, de que no pesaba más de 300 KB y de que el fondo era blanco o de un color uniforme. Superado ese paso, tuve que subir la página del pasaporte que contiene los datos personales, pero no en formato imagen, sino como PDF. ¡Por fin! Ya solo quedaba pagar y esperar que llegase la respuesta. Los 35 euros de Sri Lanka se transformaron en 50. Todo parecía ir sobre ruedas hasta que, por razones que ignoro, no pude completar la operación. Nuevo parón. Harto de tanta burocracia, apagué el ordenador y me fui a comer. Hoy tendré que enfrentarme de nuevo a esta “ventanilla digital”. Espero tener más suerte que ayer. 

Odio la burocracia. Me caen muy mal las personas que se inventan pasos innecesarios y que tienen la rara habilidad de transformar las cosas sencillas en complicadas. Admiro, por el contrario, a las que tienen el don de reducir la complicación a sencillez. Me meto en la piel de los millones de personas que para realizar algunos trámites pierden tiempo, dinero, paciencia y hasta salud. He escuchado historias hilarantes de lo que puede suceder cuando uno cae en las garras de una burocracia absurda, ineficaz y enfermiza. Recuerdo alguna experiencia en la Rusia postsoviética, pero es mejor pasar página. El comunismo había hecho de la burocracia un absurdo sistema de vida. 

Italia es el paraíso de la burocracia. Algunas películas retratan con cruda ironía esta afición transalpina a los formularios, colas y ventanillas. En la mayoría de los países africanos tienen pasión por los sellos y las firmas. Cuantos más sellos tenga un documento más valioso parece. Me dicen que últimamente algunos consulados españoles están haciendo la vida imposible a quienes quieren tramitar un visado para España. Solo les falta pedir la talla de la ropa interior y la marca de los cigarrillos que fuma el peticionario. No quiero alargarme con los famosos call centers que te conectan con una máquina y te vuelven loco con la cantinela: “Si usted busca esto, pulse 1; si busca lo otro, pulse 2…”. Cuando, después de varias pulsaciones, parece que uno va a llegar al final, comienza a oírse un pitido continuo que deja el proceso inacabado y los nervios a flor de piel. 

Nos habían dicho que la técnica iba a simplificar las cosas, que todo iba a ser “claro, limpio, rápido y eficaz”. Donde esté una persona competente y amable, que se quiten todas las máquinas, por perfectas que parezcan. Ya sé que voy a contracorriente, pero no me gusta nada un mundo tan maquinizado y tan absurdo como el que estamos construyendo. Al final, no será el hombre quien configure la máquina, sino que ésta lo convertirá en un perfecto idiota. Espero que los responsables de la oficina de visados de Sri Lanka y de la India no lean esta entrada. No quisiera quedarme sin mi permiso para visitar estos países. Como tantas otras cosas en la vida, habrá que tomarse estos pequeños contratiempos con humor y seguir adelante. Cuando se comparan con los problemas grandes que viven muchas personas, uno cae en la cuenta de que no tiene derecho a quejarse. ¡Suerte!

miércoles, 25 de abril de 2018

Las corrientes AD y AM

Ya sé que en el campo eléctrico hablamos de dos tipos de corriente: la continua (CC) y la alterna (CA). El grupo australiano de hard rock AC/DC juega con estas siglas en inglés. Pero yo no quiero referirme a corrientes eléctricas sino emocionales. AD es la abreviatura del verbo admirar y AM la del verbo amar. Ambos verbos no son sinónimos ni van siempre de la mano. A veces admiramos sin amar y otras amamos sin admirar. Hoy, 25 de abril, se celebra en Italia la fiesta de la Liberación, así que Buon giorno, Italia. A propósito de la identidad del pueblo italiano, corre una historia que compara a los italianos con los alemanes. Se dice que Alemania ama a Italia, pero no la admira. Italia, por el contrario, admira a Alemania, pero no la ama. ¿No se podría decir algo semejante de otros países vecinos?

Cuando el científico Albert Einstein encontró por vez primera al cómico Charles Chaplin le dijo: “Lo que admiro en usted es su capacidad para hacerse entender sin pronunciar ni siquiera una palabra”. La respuesta de Chaplin no se hizo esperar: “Pero usted es mejor que yo porque el mundo lo ama sin entender ni una sola palabra de lo que dice”. Así que parece claro que se puede admirar (AD) sin amar (AM) y se puede amar (AM) sin admirar (AD).

No pretendo jugar con las palabras. Me limito a explorar un ángulo un poco oscuro de las relaciones humanas. Hay personas que deslumbran por su inteligencia, su belleza o sus habilidades en cualquier campo (literario, deportivo, científico, económico, religioso, etc.). Suscitan admiración, incluso envidia en algunos casos. Pero el deslumbramiento que producen no lleva por fuerza al amor. En la mayoría de los casos (sobre todo cuando esta superioridad va acompañada por la soberbia o la arrogancia) provoca, más bien, distancia e incluso rechazo. Me vienen ahora los nombres de un futbolista de élite (admirado, pero bastante odiado) y de un político famoso (admirado, pero apenas votado).

Pareciera que la admiración se rige por una lógica distinta a la del amor. La admiración se deja cautivar por lo grandioso; el amor tiene querencia por la debilidad. Admiramos, por lo general, a quienes consideramos superiores en algún campo de la vida humana y amamos a quienes vemos como iguales o inferiores, aunque esta regla no es un axioma. Pocas veces conjugamos los dos verbos al mismo tiempo y referidos a la misma persona, ni siquiera en el caso de los amigos. Creo que fue François de la Rochefoucauld quien acuñó una frase sibilina: “En la adversidad de nuestros mejores amigos siempre encontramos alguna cosa que no nos desagrada del todo”. Sobran comentarios.

Algo parecido sucede también entre hermanos. A menudo, detrás de una apariencia de aceptación y armonía, de buenas palabras y de juicios elogiosos, se esconden sentimientos de envidia y hasta de rechazo. Hay una secreta lucha por conquistar el amor de los padres y por ganar la carrera de los sentimientos. No siempre los hermanos se alegran y celebran los éxitos de los otros, sobre todo cuando los consideran una amenaza para el propio crecimiento y constituyen un recordatorio incómodo de los propios límites.

Quizás las excepciones más notables son las que se dan entre padres e hijos e hijos y padres. La mayoría de los hijos, superada la fase crítica de la adolescencia y la juventud, suelen amar y admirar a sus padres. No tanto porque descuellen como lumbreras. Los admiran porque saben amar siempre, en las duras y en las maduras. Amor y admiración se fusionan. Y lo mismo sucede con los padres respecto de los hijos, aunque he conocido algún caso en que un padre sentía tal envidia de su hijo que no lo dejaba crecer, lo humillaba constantemente. Pero, por lo general, a los padres se les cae la baba mientras ven cómo sus hijos se van abriendo camino en la vida. Suelen prodigar palabras de elogio ante otras personas cuando los hijos no están presentes. De nuevo, amor y admiración van de la mano.

Quien nos ama y nos admira sin doblez y siempre es Dios. Estamos muy acostumbrados a reflexionar sobre el amor que nos tiene, pero quizás no tanto sobre su admiración hacia nosotros. Dios no es un padre celoso, no ve a sus hijos e hijas como competidores, sino como una prolongación maravillosa de su obra creadora. Hay un conocido himno litúrgico que lo expresa con atino en una de sus estrofas: “Y tú te regocijas, oh Dios, y tú prolongas / en sus pequeñas manos tus manos poderosas, / y estáis de cuerpo entero los dos así creando, / los dos así velando por las cosas”.

Me gusta imaginar a Dios regocijándose (¡qué verbo tan hermoso aplicado a nuestro Padre!) por las obras de los seres humanos. Me lo imagino aplaudiendo una sinfonía de Mozart, tarareando Imagine de John Lennon, emocionándose ante un cuadro de Velázquez o degustando el pan recién horneado por un buen panadero. Me lo imagino bailando flamenco o extasiado ante el Taj Mahal, contando historias en una aldea africana o corriendo los cien metros lisos junto a Usain Bolt. Me lo imagino jugando un partido de dobles con Rafa Nadal y construyendo una casa con una cuadrilla de albañiles.

En él no hay separación entre amor y admiración. Porque nos ama, nos admira, co-crea con nosotros, se siente orgulloso de sus hijos e hijas. ¡Qué bello es saber que no es un Dios envidioso de la autonomía humana −como lo ha pintado cierta crítica moderna−, sino un compañero de camino, un socio preocupado por su creación: “los dos así velando por las cosas”! Tenemos un claro espejo en el que fijarnos. 

¡También yo me apunto a la banda AM/AD! ¿O era AD/AM?

martes, 24 de abril de 2018

Sin familia no hay fe

Esta solemne afirmación no proviene de ningún dicasterio romano. Ni siquiera es la conclusión de uno de esos sesudos estudios académicos con los que nos castigan a menudo las universidades norteamericanas. Es una afirmación de sobremesa, hecha durante el desayuno de hoy. Espero que ningún lector la entienda en sentido dogmático. Lo que mis compañeros de mesa querían decir −y yo con ellos− es que la experiencia de la fe suele encontrar su suelo nutricio en una vida familiar sana. ¿Por qué? Porque dos de sus principales componentes (la confianza y la fidelidad) son esenciales para la fe. Ambos −o la ausencia de ambos− marcan nuestra vida. Sobre este asunto hay muchos estudios de picología infantil y de psicología religiosa. No es que la familia pueda producir la fe. Tampoco la transmite como se transmiten los genes, pero crea las condiciones que hacen posible que el don de Dios eche raíces y germine. Esto no tiene precio ni es fácilmente sustituible porque constituye el entramado básico de la personalidad. 

Basta abrir los ojos para observar que donde hay familias creyentes se favorece y se estimula la experiencia personal de fe. Esto no significa que sea un proceso automático. La fe es siempre una decisión libre. De hecho, hay hijos de padres creyentes que no creen y personas creyentes −aunque esto es mucho más raro− que proceden de familias agnósticas o ateas. Las excepciones son abundantes, pero esto no invalida el hecho de que la familia proporciona las experiencias básicas (sobre todo, el amor) que preparan para la aceptación y el desarrollo de la fe.

Durante el tiempo pascual los Hechos de los Apóstoles nos cuentan el desarrollo de la Iglesia primitiva. En ella es esencial la estructura de la “casa” (oikós), que no coincide con nuestra moderna familia nuclear, sino que abarca un conjunto amplio de relaciones. Se trata de una familia extendida. La “casa” se convierte en pequeña iglesia doméstica. Los padres actúan como catequistas y liturgos.

Durante siglos se ha mantenido este modelo. Sobre la base de la iniciación familiar proseguían su tarea educativa la escuela y la parroquia. Este triángulo iniciático (familia-escuela-parroquia) ya no funciona como tal, y menos en las sociedades pluralistas y urbanas como las nuestras.  Se requiere mucha creatividad y una gran confianza. Cada cambio de modelo constituye una oportunidad. La pastoral está buscando caminos, pero no es nada fácil.

La escuela, en la mayoría de los casos, no es confesional. Entre sus tareas no está la educación de la fe. Conviene acostumbrarse cuanto antes a las nuevas costumbres de una sociedad pluralista y acatar las leyes de un estado aconfesional. La parroquia ha perdido su capacidad de influencia en los contextos urbanos. No resulta fácil acompañar itinerarios personalizados de fe, aunque hay algunas iniciativas muy prometedoras que no siempre pasan a través de la parroquia.

Queda la familia. ¿De qué manera las familias modernas inician a sus hijos en la fe? No s nada fácil. En muchos casos, aunque los padres sean bautizados, ya no ejercen su responsabilidad de catequistas porque tal vez hace mucho tiempo que ellos mismos han dejado de creer, viven una fe muy débil o no quieren interferir el desarrollo de sus hijos con ideas raras (sic). En el mejor de los casos, suelen ser los abuelos quienes asumen vicariamente esta responsabilidad. En el peor, los niños viven en tierra de nadie, a la espera de que ellos mismos tomen sus propias decisiones cuando lo consideren oportuno. Es muy probable que ese momento nunca llegue. Ya se encargarán otros de que así suceda.

No sé cómo decirlo, aunque ya lo he dicho en más de una ocasión, pero si yo fuera un “ingeniero social” y quisiera ir eliminando la fe de la sociedad, nunca lucharía abiertamente contra ella o contra la Iglesia. Correría el riesgo de provocar una reacción insospechada. Me dedicaría a minar sutilmente la familia. Eliminando el terreno nutricio, no hay semilla religiosa que pueda crecer con vigor durante mucho tiempo. Tampoco libraría una guerra sin cuartel contra ella, porque luego vendrían algunas asociaciones conservadoras y empezarían a dar caña con mucha virulencia, que ya me conozco el paño.

Comenzaría hablando de la diversidad de modelos familiares. ¿Por qué empeñarnos en que una familia esté formada por un padre, una madre y algunos hijos? Abandonemos formas obsoletas. Los seres humanos podemos constituir unidades familiares de muy diverso género: padre-madre; padre-padre; madre-madre... No nos fijemos en los modelos, lo que importa es que haya amor, mucho amor. A los niños les da igual tener un padre y una madre, o dos padres del mismo sexo, o cualquier otra figura. Lo que importa es que se sientan queridos y crezcan con la mente abierta.

Después, procuraría sustraer a los padres su responsabilidad educativa y la transferiría a las instituciones escolares (previamente aleccionadas) y a los medios de comunicación social, a través de los cuales podría ir difundiendo los mensajes que me interesasen (casi nunca −eso sí− de manera directa, sino disueltos en películas, series de televisión, redes sociales, etc.). La idea de fondo sería siempre la misma: eso de la familia y la religión es un asunto de otra época, una rémora para el progreso de la humanidad. La gente cool no cree ya en instituciones obsoletas o en cuentos de hadas.

Por último, favorecería las relaciones con fecha de caducidad. ¿Qué sentido tiene hoy una relación matrimonial para toda la vida cuando “todo cambia”? ¿Por qué mantener relaciones hipócritas cuando lo más saludable es dar un portazo y comenzar de nuevo? ¿Por qué hacer mujeres sometidas e infelices (como nuestras abuelas) cuando ha llegado la hora de las mujeres liberadas y de los hombres abiertos? ¡Menos naftalina y más aire fresco!

Trabajando con paciencia estas directrices, cuidando tanto su ética como, sobre todo, su estética, lo demás vendría por añadidura. Crecerían generaciones que ya no lucharían contra la fe porque ni siquiera sabrían en qué consiste. Simplemente ignorarían que existe la dimensión espiritual en el ser humano o la orientarían de otra manera. Hoy está de moda considerarse espiritual, pero no religioso. Sería el momento de reemplazar el vacío con otras divinidades socialmente aceptadas en el panteón posmoderno: deporte, nacionalismo, sexo, dinero... Y, en lo posible, dominar al personal, controlar sus emociones y conductas y... hacer caja.

¿A alguien le suena algo de esto o tal vez soy víctima de prejuicios oxidados, obtuso a los avances modernos, crédulo de conspiraciones paranoicas? No sé, no sé. Quizás sea mejor quedarse con la extraña pero bella versión que un australiano ha hecho de la famosa canción Asturias. Hoy todo es posible.



lunes, 23 de abril de 2018

Pequeñas historias fraternas

Mi segunda familia está formada por más de tres mil personas. Conozco a la mayoría, pero no a todos. Es casi imposible. En una familia tan grande no faltan nunca problemas. El mal siempre hace ruido. La bondad se da por supuesta, pero de vez en cuando es necesario contarla. Hoy lunes quiero compartir con los amigos del Rincón tres breves testimonios. Se trata de historias vividas por tres compañeros claretianos de diversas edades: uno, Gabriel Mejía Montoya, acaba de quedar segundo en el World’s Children Award, un premio concedido a quienes trabajan por los niños. Gabriel es el fundador de “Hogares Claret”, una institución que lleva más de 30 años trabajando en favor de los niños, adolescentes y jóvenes en riesgo. A lo largo de este tiempo, más de 60.000 jóvenes colombianos se han beneficiado de este itinerario de ayuda. Es una clara apuesta por la educación como arma de cambio.


Álvaro Andrés Marín trabaja en el Chocó colombiano, una zona a la que los claretianos llegamos hace 109 años. Por su posición estratégica y por sus abundantes recursos naturales, está en el ojo de mira de empresas que quieren explotar las materias primas sin tener en cuenta los derechos de quienes desde hace siglos habitan estas tierras: indígenas, afroamericanos y campesinos. Los claretianos, junto con otros agentes de pastoral, acompañamos a estas comunidades. A pesar del acuerdo firmado entre las FARC y el gobierno colombiano, la paz todavía no ha llegado a esta conflictiva zona. Es necesario seguir apostando con firmeza por ella para no caer en la tentación de una vuelta atrás.



Luis Enrique Ortiz es un joven puertorriqueño que estudia en Roma. Forma parte de mi comunidad. Uno de sus talentos es la música. Compone y canta. Cuando termine su licenciatura en Teología Bíblica sueña con hacer una evangelización que se sirva de la música, del arte en general, para transmitir la buena noticia del Evangelio. Armado con su guitarra, y sin más estudio de grabación que su cuarto, graba algunas de sus composiciones y las difunde por internet, sobre todo a través de la página web www.sermisionero.com.



Los tres son muy diferentes en edad y carácter, pero tienen algo en común: la pasión por evangelizar... y el hecho de hablar español. Por eso, pensando en los lectores hispanohablantes de este blog, he escogido sus testimonios entre otros muchos posibles. Ninguno trabaja en solitario. Forman equipo con otros misioneros. Hablar de ellos es hablar de comunidades de hermanos claretianos y colaboradores laicos.

No es suficiente con denunciar las cosas que van mal en nuestro mundo. Hay que ponerse manos a la obra. Gabriel es muy sensible a las necesidades de los niños y jóvenes en riesgo de exclusión a causa de la droga, la delincuencia o los conflictos armados. Álvaro Andrés, que también es artista, se siente a su aire entre los indígenas, afroamericanos y campesinos del Bajo Atrato. No encuentra tiempo para salir al paso de las muchas necesidades de todo tipo que se dan entre estas gentes. Luis Enrique compagina sus estudios con su afición a la música. Cree en el poder transformador de la belleza y del arte.

Son solo tres ejemplos (representan un 0,1 % del total de claretianos) de las muchas historias que me gustaría contar. Hay muchos otros claretianos con historias hermosas, la mayoría desconocidas. Estamos tan dominados por lo que no funciona bien, por la crónica negra, que necesitamos contar historias pascuales, por pequeñas e insignificantes que parezcan. Jesús nunca hizo nada espectacular. Él hablaba del Reino de Dios como de una pequeña semilla de mostaza. La mayoría de los hombres y mujeres no hacemos cosas grandes, pero cualquier cosa, vivida con amor, tiene el poder de fermentar la masa.

domingo, 22 de abril de 2018

De pastores, mercenarios y ovejas

Es bien sabido que al IV Domingo de Pascua se lo conoce como el domingo del Buen Pastor (o del Pastor Bello). El evangelio de hoy nos lo presenta con tres rasgos que permiten captar mejor quién es Jesús, el verdadero salvador del mundo, pues −como leemos en la primera lectura− “ningún otro puede salvar” (Hch 4,12). Ningún otro se llama Jesús (Salvador). Él es, ante todo, un pastor que conoce a las ovejas; es decir, que entra en relación personal con cada una de ellas, que las ama. No se comporta con nosotros como el jefe de una gran empresa que no conoce a sus empleados. No solo eso. Las ama tanto que está dispuesto a dar la vida por ellas. ¿Qué mercenario haría lo mismo? 

Y, por último, no se contenta con las ovejas que ya están dentro. Busca a las que están fuera: “Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño, un solo Pastor” (Jn 10,16). Es verdad que en nuestra sociedad urbana la figura del pastor no tiene ninguna resonancia, pero los rasgos que representa no pueden ser más actuales. No me imagino a Jesús como un youtuber, un influencer, o un public opinion maker, aunque no faltarán personas que lo bauticen así, como ayer lo bautizamos superstar, guerrero, clown o gurú. 

Influidos por la sociedad del anonimato en la que cada uno de nosotros somos un número sin nombre ni rostro, corremos el riesgo de ver a Dios y a Jesús como seres distantes que no saben bien quiénes somos y que, en todo caso, se despreocupan de nuestras pequeñas historias personales. Jesús nos dice lo contrario. Él nos conoce a cada uno, nos ama, ha dado su vida por nosotros. 

Lo hermoso de este amor es que nos transforma por dentro, hasta el punto de que también nosotros podemos reconocer su voz y amarlo: “las mías me conocen”. El creyente tiene un sexto sentido que le permite saber dónde está Jesús, una especie de GPS que rastrea los signos de su presencia de medio de nosotros. Y, del mismo modo que Él dio su vida por todos, los creyentes auténticos están dispuestos a dar la vida por Él en el martirio blanco de la vida cotidiana o en el martirio cruento de la persecución. 

No podemos pasar por alto el deseo de Jesús de traer a casa a “otras ovejas que no son de este redil”. Estas misteriosas palabras admiten varias interpretaciones, pero, en cualquier caso, demuestran que no hay ser humano que quede excluido del amor de Jesús. Y que el sueño de Dios no contempla una humanidad dividida entre buenos y malos, creyentes y ateos, sino que busca un único rebaño bajo un solo pastor. 

En este domingo se celebra tradicionalmente la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones. El mensaje que el papa Francisco nos dirige este año se titula Escuchar, discernir, vivir la llamada del Señor. Desde hace años se dice que vivimos una cultura anti-vocacional que no permite que los niños y jóvenes descubran su camino en la vida. No sé si todavía hoy está de moda la pregunta: ¿Qué quieres ser de mayor? Tal vez ya forma parte del museo de la historia porque en las circunstancias actuales uno va a ser muchas cosas y no siempre las que desea, sino las que puede. 

La idea de que tenemos una vocación “para toda la vida” no se compagina con nuestra visión del cambio constante. Por otra parte, el concepto de profesión se ha ido comiendo al de vocación. Ya no importa tanto lo que uno es (vocación) sino lo que uno hace (profesión). Y uno va haciendo lo que puede para ir tirando. Si no tenemos una visión clara del mundo y de nosotros mismos, difícilmente vamos a sentir que estamos llamados a ser alguien y a hacer algo. En este contexto adquieren mucha fuerza los tres verbos que el papa Francisco nos invita a conjugar. Uno no puede sentirse llamado si no escucha. Como a veces se solapan varias voces, es preciso discernir, cribar. Y, por último, no basta hacer una opción, es preciso ponerla en práctica, vivir.


sábado, 21 de abril de 2018

Esas pequeñas cosas

Estoy de nuevo en Roma. El sábado ha amanecido radiante. Los periódicos hablan de grandes cosas. La que más me llama la atención es la declaración que la organización terrorista ETA ha hecho pública bajo el título ETA al pueblo vasco: declaración sobre el daño causado. Me gustaría detenerme en ella, pero no estoy preparado. Tendría que alegrarme, pero no me sale de dentro. Me cuesta mucho rebobinar la película de la historia y creer que no ha pasado nada, que todo se puede borrar como si hubieran sido tomas falsas. Me cuesta mucho entender palabras como estas: “ETA reconoce la responsabilidad directa que ha adquirido en ese dolor, y desea manifestar que nada de todo ello debió producirse jamás”. 

Hace 50 años que millones de personas en Euskadi y en toda España gritaban que “nada de todo ello debía producirse”. ¿Por qué no se escuchó esa voz y se siguió adelante con un programa sanguinario, diabólico, ejecutado por cientos de personas liberadas y apoyado por varios miles de simpatizantes? ¿Por qué tantos -incluyendo un sector significativo de la Iglesia- miraron para otro lado y no se opusieron con valentía? Me cuesta mucho entenderlo. De ninguna manera puedo justificarlo. Ningún objetivo político, por justo que parezca a los ojos de algunos, merece la ejecución de un inocente. Un camino sembrado de muerte y sufrimiento no puede conducir a la vida y a una sociedad justa.

Creo en la fuerza renovadora del perdón, pero sin trampas en las palabras, sin equidistancia en los juicios y sin chantajes afectivos. Todo perdón auténtico es un nuevo comienzo porque verdugos y víctimas pueden mirarse a los ojos y reconocerse como seres humanos dignos, no como eslabones de una cadena de muerte.

Se necesita una generación de personas moralmente íntegras para llevar a cabo este proceso de sanación. No es imposible. Junto a personas fanáticas y deshumanizadas, abundan más -también dentro de la Iglesia- las que llevan años denunciando la injusticia perpetrada, participando en funerales, acompañando a las víctimas y a los exiliados, reparando el mal cometido, organizando manifestaciones por la paz, tendiendo puentes, madurando la reconciliación, preparando un nuevo futuro. El Espíritu Santo es siempre creador de paz con justicia, de reconciliación con perdón, de futuro con memoria. Actúa en el corazón de muchas personas buenas, incluyendo algunas con un pasado terrorista. Nada está perdido para siempre.

De todos modos, el asunto es tan complejo, ha abierto tantas heridas, que no hay discurso que pueda arrogarse la categoría de objetivo e imparcial. Cada vez que el terrorismo o la guerra (sucia o limpia) se erigen en métodos de control social, se produce un nuevo fracaso de la humanidad. Todos nos degradamos y perdemos. De todos se requiere una actitud humilde para dejarnos curar, para aprender de los errores y de los silencios y para abrirnos a los otros. Si algo caracteriza la experiencia cristiana, hasta el punto de hacerla revolucionaria, es que, a los ojos de Dios, el enemigo es también hermano. Superamos el lema de Hobbes (homo homini lupus) y nos abrimos a la revelación evangélica (homo homini frater). Sobre todos -malos y buenos, justos e injustos- hace salir su sol el Padre común.  Solo el Espíritu de Dios puede producir estos milagros de reconciliación y futuro en los seres humanos. Por eso, es necesario orar, no solo dialogar.

Quizá porque la noticia me ha producido un sabor agridulce, hoy he tardado tiempo en escribir esta entrada. No sabía cómo afrontar un tema de tanta envergadura. Incluso la he titulado Esas pequeñas cosas porque necesitaba fijarme en noticias menores, aparentemente insustanciales, para reconciliarme con el misterio de la vida y no dejarme dominar por las grandes cuestiones.

Ayer me gustó ver desde la ventanilla del avión, a pocos metros de distancia, mi casa romana (el puntito azul a la derecha de la foto señala el lugar exacto. Los caparazones que aparecen a la izquierda, semejantes a armadillos, son las tres salas del Auditorio de la Música). Normalmente aterrizo en el aeropuerto de Fiumicino, que está a 34 kilómetros de mi casa y al que los aviones suelen acceder desde la costa mediterránea. Pero ayer aterricé en el de Ciampino, situado al sureste de Roma. Solo unos cuantos vuelos de los que parten o se dirigen a este aeropuerto sobrevuelan la zona norte de la ciudad. Ayer le tocó al mío, así que aproveché para ver la tierra desde el cielo, para seguir la trayectoria sinuosa del Tíber o contemplar la masa verde de Villa GloriRoma es tan hermosa desde arriba como a ras de suelo.

Hoy he visto que el jardín está recién segado, los árboles tienen hojas tiernas y los rosales comienzan a brotar. He visto también que algunas abejas han encontrado aquí un buen lugar de aprovisionamiento. No recuerdo haberlas visto en años anteriores. Toda la comunidad está pendiente de sus movimientos. La primavera es una metáfora de la resurrección. Lo que parecía muerto renace.

Si esto sucede en la naturaleza, ¿por qué no va a suceder en la historia? A pesar del dolor y de la rabia que me produce la historia de muerte provocada por ETA, prefiero creer que una nueva etapa está comenzando y que, tras el larguísimo invierno de la violencia, está naciendo una primavera de reconciliación. Como todas las primaveras, también ésta puede sufrir la acometida de algunas heladas tardías que acaben con los brotes, pero lo más probable es que llegue un verano de plenitud y alegría. Todo lo que favorezca que así sea se convierte en imperativo ético para todos. Buen fin de semana.