lunes, 30 de abril de 2018

Todo es un juego

Desde la ventana de mi cuarto sevillano veo el estadio del Betis. Para sus seguidores más fanáticos, este lugar es un santuario, sus jugadores unos ídolos y el fútbol que practican casi una religión, compatible, por supuesto, con la pertenencia a una cofradía de las que desfilan por las calles durante la Semana Santa, que lo deportivo no quita lo devocional. Me gusta el deporte, pero me dan miedo los clubes que “son más que un club” (aunque hayan ganado la Liga) y los deportes que se convierten en “algo más que un deporte” (aunque generen pingües beneficios). Cuando el deporte se transforma en altavoz político o en máquina de hacer dinero acaba pervirtiéndose, si es que no se ha pervertido antes en sucias operaciones de contratos inmorales y de formas modernas de esclavitud laboral. 

Quizás me entran estos temores pueriles porque no acabo de entender lo que algunos antropólogos dicen con rotundidad: que el deporte –y, de manera especial, el fútbol– sirve para canalizar la violencia que todos llevamos dentro. Constituye el sustitutivo más lúdico y civilizado de las viejas guerras. Es preferible mover con los pies una pelota y encajarla en la red contraria que clavarle a un soldado enemigo una espada en el bajo vientre. Es preferible hacer dinero traspasando jugadores y cobrando derechos de imagen que asaltando galeones en el Atlántico o matando por controlar el mercado del petróleo. Reconozcamos que la humanidad ha evolucionado algo en materia bélica.

Pero también hay antropólogos, sociólogos y psicoanalistas que consideran que el fútbol a quien de verdad sustituye es a las viejas religiones hasta el punto de constituir –junto con el nacionalismo y otros fenómenos populares– uno de los nuevos cultos más florecientes y en franca expansión. Incluso en la India, otrora imperio del aburrido cricket, está ganando adeptos. No digamos nada en China y los países del Golfo, retiros dorados de las viejas glorias futboleras. En vez de adorar a ídolos invisibles, el ser humano moderno prefiere desgañitarse gritando el nombre de su jugador favorito, se llame éste CR7, Messi, Griezman, Buffon o Perico de los Palotes. A estos los puede ver y tocar; a los dioses antiguos había que imaginárselos. No es lo mismo lucir una camiseta con los nombres de los jugadores estampados en la espalda que encender una vela que se consume sin producir ninguna emoción. Reconozcamos que en este punto, hemos ganado concreción, pero hemos descendido algún peldaño en la escalera del misterio.

Bromas aparte, es evidente que de alguna manera tenemos que canalizar la agresividad que nos produce el hecho de vivir apiñados. No es extraño que el hombre urbano, sometido a tanto estrés, necesite de vez en cuando gritar a pleno pulmón en las gradas de un estadio o, por lo menos, en el bar de la esquina. Y, si no hay oportunidad para compartir el griterío con otros hinchas, por lo menos uno puede disfrutar solo frente al televisor en la intimidad del propio hogar. Lo que importa es poner la adrenalina en danza durante 90 minutos, convertirse en entrenador alternativo, sugerir estrategias imposibles a Zidane o Guardiola, hacer cambios imaginarios, insultar al árbitro, despotricar contra el equipo contrario, empalmar una cerveza con otra, lucir una camiseta sudada, exhibir una bufanda con los colores del equipo, sentirse hermano universal de los hinchas amigos, decir mil veces que tal jugada no fue penalti y, en caso de duda, volver a abrir una nueva lata de cerveza. Después, tras el calentón deportivo, uno regresa a la vida normal con el ánimo que corresponda en cada ocasión: eufórico si ha ganado el propio equipo y deprimido si ha vencido el contrario. Los 90 minutos se convierten en un manual de instrucciones para afrontar el verdadero partido de la vida cotidiana.

Bien miradas las cosas, es preferible este ejercicio de confrontación abierta (con todos los excesos que uno quiera) que los malabarismos hipócritas de quienes practican el juego sucio de la vida maquillado con exquisitas formas de urbanidad. El ejemplo más claro es la política. Llevo meses sin escribir una línea sobre política (y menos sobre algunas situaciones particularmente esperpénticas) porque he llegado a tal hartazgo que ya no se me ocurre ningún pensamiento medianamente sensato. ¿Es posible que tengamos que ser gobernados por personas tan ineptas y corruptas? ¿Es posible que, apenas superado un escándalo, surja otro como para que no decaiga el grado de indignación popular? ¿Es posible que un gobernante lo haga peor que su predecesor?

¡Todo es posible! No es extraño, pues, que el personal se indigne o desconecte. Cuando el interés por la cosa pública decae por aburrimiento, el deporte ocupa enseguida el espacio vacío. La lucha social continúa, pero atenuada por un reglamento estricto y por la conciencia de que, en el fondo, por más intereses que se muevan, todo es un juego. Uno puede irse a la cama tranquilo. Siempre quedará el partido de vuelta.

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