martes, 31 de enero de 2023

De todo un poco


Cuando pienso que en muchas partes de España se levantan con temperaturas bajo cero y aquí, en el centro de Kerala, estamos a 26 grados, me siento agradecido. Es como pasar del rígido invierno a un verano húmedo en cuestión de pocas horas. Mientras mi compañero Paulson y yo ultimamos los detalles del taller (“workshop”) que empezaremos mañana, poco a poco van llegando los participantes. La noche pasada lo hicieron los filipinos y los indonesios. En el aeropuerto los asaetearon a preguntas, pero pasaron el control. Al fin y al cabo, traían sus papeles en regla. 

Supongo que el papa Francisco y el primado de la Iglesia anglicana Justin Welby que empiezan hoy su viaje al Congo y a Sudán del Sur no tendrán problemas con los papeles. Es un viaje arriesgado para Francisco -dado su precario estado de salud- pero necesario. Las comunidades cristianas de estos dos países africanos necesitan reconocimiento y apoyo. Ambas han vivido situaciones muy difíciles. Es propio de un buen pastor atender a las ovejas más necesitadas.


Aquí en India se celebró ayer el
75 aniversario del asesinato de Gandhi a manos de un nacionalista hindú. Raro es el profeta que no acaba eliminado de manera violenta. La Iglesia celebra hoy la memoria de san Juan Bosco. He comenzado la jornada participando en la Eucaristía presidida por un compañero mío indio y celebrada en rito siro-malabar. La familia salesiana tiene una fuerte presencia en este país asiático. En Angamali, a pocos kilómetros de donde me encuentro, tienen un centro educativo. Aprovecho para felicitar desde este Rincón a mis amigos salesianos y a mis amigas salesianas. Trabajamos juntos por el Evangelio. Esta fraternidad entre congregaciones y comunidades diversas suele ser más visible en Asia y en África que en Europa. 

En cualquier caso, hemos avanzado mucho en los últimos años en la misión compartida. Se han superado viejas rivalidades. Se busca lo que nos une. Nos sentimos todos parte de una Iglesia enriquecida con multitud de carismas y dones. La unidad es esencial para la credibilidad del mensaje.

Salta la noticia de la sustitución del cardenal canadiense Marc Ouellet por el obispo estadounidense Robert Francis Prevost como nuevo Prefecto del Dicasterio para los Obispos. La noticia me afecta en cuanto director de Publicaciones Claretianas porque precisamente estos días estamos sacando la edición en español de las actas del Simposio sobre el sacerdocio que el cardenal Ouellet organizó en Roma en febrero del año pasado.


En fin, la entrada de hoy tiene un poco de todo. Es una entrada tutti frutti. No siempre es fácil encontrar un hilo conductor para los posts de este Rincón, sobre todo cuando la cabeza está en otros asuntos que reclaman atención. Me imagino que eso os pasa también a vosotros. Cuando uno tiene ante sí muchos frentes, lo importante es saber cuál es el centro que articula todo, por qué hacemos las cosas, para quién vivimos y trabajamos, cómo purificar nuestras motivaciones. Varias veces a lo largo del día me hago estas preguntas. Me ayudan a superar la dispersión y, sobre todo, a dar sentido a todo. Lo que más nos agota no es el exceso de trabajo, sino el hecho de no saber a qué responde y qué se busca con él. 

Como claretiano, tengo siempre muy grabadas las palabras del número 2 de nuestras Constituciones, que dice así: “El objeto de nuestra Congregación es buscar en todo la gloria de Dios, la santificación de sus miembros y la salvación de los hombres de todo el mundo según nuestro carisma misionero en la Iglesia”. Con negligencias y fragilidades, eso es lo que procuro en medio de tantos vaivenes y compromisos. Lo importante es la gloria de Dios, que él sea “conocido, amado, servido y alabado” por todos, como reza la conocida oración apostólica de san Antonio María Claret. Haciendo esto, uno logra su propia santificación y contribuye humildemente a la salvación de los demás.

Os dejo con una nueva versión de la célebre canción Eres tú, en el 50 aniversario de su lanzamiento. El pianista y director es el hijo del compositor de la canción, el músico Juan Carlos Calderón, un grande.



lunes, 30 de enero de 2023

¿Enterradores o parteros?


Me he pasado toda la noche en tren (diez horas para ser exactos) para recorrer los 508 kilómetros que separan Bangalore (en el estado de Karnataka) de Karukutty (en el estado de Kerala). Uno no conoce la India si no viaja alguna vez en uno de sus infinitos trenes, aunque el mío, gracias a Dios, no iba tan sobrecargado como el que aparece en la foto. ¡Hasta he podido descansar tumbado en una litera! 

El tren es una metáfora de la inmensidad y variedad de este subcontinente. Se podría decir que no es un mero medio de transporte, sino una forma de entender la vida. En el tren se hace todo lo que se hace en tierra, solo que de forma itinerante, sobria y compartida. Y a menudo sufrida.


Dispongo de un par de días para ultimar los detalles del taller sobre liderazgo que empezaremos el próximo 1 de febrero y que dirigiré junto con mi compañero Paulson Veliyannoor, psicólogo y especialista en teología espiritual. Participarán en él 30 claretianos, todos ellos miembros de los diez organismos que tenemos los misioneros claretianos en Asia. La mayoría son indios, pero otros provienen de Japón, Hong Kong, Indonesia, Sri Lanka, Filipinas y Corea. Me asusta y atrae a partes iguales este nuevo desafío. Me anima el hecho de trabajar en equipo con alguien con quien me compenetro bien. Tendré ocasión de compartir lo que considere relevante en próximas entradas. Por el momento, me voy acostumbrado al clima semitropical de Kerala y me sitúo en un ambiente que
no es desconocido para mí.


Con motivo de la próxima Jornada Mundial de la Vida Consagrada, la revista española Vida Nueva ha publicado un pliego titulado: “¿Enterradores o parteros? Reflexiones sobre la vida consagrada hoy”. En 5.500 palabras he compartido mi punto de vista sobre una forma de vida que registra variaciones muy significativas según los continentes. En África y Asia está creciendo, mientras que en Europa y América está menguando. Para tener una visión global, es necesario caer en la cuenta de que el reloj de la vida consagrada marca horas diferentes. 

En Europa estamos viviendo la “hora duodécima”, que es como decir la hora del atardecer. Escasean las vocaciones, aumenta la media de edad, se cierran casas y obras y todo parece indicar que nos encaminamos hacia un imparable declive. Aquí en la India el reloj marca la hora del mediodía. La mayoría de las 90.000 religiosas, por poner un ejemplo, son jóvenes o de media edad. Abundan las vocaciones y proliferan las obras de todo tipo. En el seminario que tuvimos el fin de semana pasado se respiraba la energía de la juventud. Es verdad que son numerosos los casos de personas que salen de sus respectivos institutos, pero la tónica dominante era la alegría y la esperanza.


En el pliego de Vida Nueva me pregunto si los religiosos europeos nos reconocemos más en la condición de enterradores de un estilo de vida caduco o en parteros de un nuevo ciclo de vida consagrada. Resumo mi planteamiento en la entradilla del pliego: “¿Está la vida consagrada (sobre todo, en Europa) a punto de morir o está, más bien, preparando un nuevo nacimiento? Si los consagrados de hoy nos consideramos los últimos representantes de un estilo de vida que va a desaparecer, entonces adoptaremos la moral del enterrador. Nos dejaremos llevar por sentimientos de derrota, pesimismo y desesperanza. No atraeremos a nadie. Si, por el contrario, creemos que estamos en un período de transición o que somos los primeros de un nuevo modelo de vida consagrada que se está gestando, entonces descubriremos nuestra vocación de parteros. Nuestra preocupación no será tanto liquidar el pasado con dignidad cuanto preparar el futuro con valentía. Los problemas serán los mismos, pero la actitud personal y colectiva hará que los afrontemos de manera esperanzada y eficaz”. 

Es evidente que yo me apunto a la segunda posibilidad. Creo en ella y me esfuerzo en trabajar por ella. El Espíritu Santo no está obligado a mantener todas y cada una de nuestras instituciones como si todas tuvieran el don de la perdurabilidad, pero no dejará de suscitar nuevas formas de vida consagrada que encarnen el Evangelio en el mundo de hoy. 

Os dejo con un vídeo que grabé en la sesión inaugural del seminario que tuvimos el fin de semana en el instituto Sanyasa de Bangalore. Las que bailan son novicias de una congregación femenina india. Aquí la danza es una forma de oración. Solo quien está alegre y confía en el futuro se atreve a bailar y además disfruta haciéndolo.



domingo, 29 de enero de 2023

Lo de Jesús no tiene remedio


Este último domingo de enero la Palabra de Dios tiene un color muy reconocible y, al mismo tiempo, muy contracultural. El Evangelio nos presenta las bienaventuranzas según la versión de Mateo. O un pequeño manual de “cómo ser felices según Dios”. Todas comienzan con la palabra “bienaventurados”, en plural. Para aproximarnos un poco a la fuerza imborrable de este mensaje de Jesús, metámonos en la piel de las diversas categorías de personas que aparecen en cada afirmación. Jesús habla de los pobres en el espíritu (1), de los mansos (2), de los que lloran (3), de los que tienen hambre y sed de la justicia (4), de los misericordiosos (5), de los limpios de corazón (6), de los que trabajan por la paz (7), y de los perseguidos por causa de la justicia (8). Remata su pregón con una referencia directa a sus seguidores: “Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa” (9). 

Podemos preguntarnos si nosotros entramos en alguna de estas categorías, en varias o en ninguna. Si no acabamos de encajar, entonces no nos extrañemos de no ser felices. En esa lista de las ocho (o nueve) categorías no se habla de los que han terminado una carrera con matrículas de honor, de los que tienen un empleo bien remunerado, de los que practican sexo con frecuencia o de los que disfrutan de vacaciones de ensueño. Ni siquiera se habla de los que rezan a diario sus oraciones o de quienes pagan religiosamente sus impuestos.


Para Jesús, los verdaderamente bienaventurados/felices son personas que, por lo general, viven situaciones indeseables o tienen actitudes que no son las más apreciadas por la sociedad. Esto es muy chocante. Rompe nuestros esquemas. Acaba con las manuales de autoayuda. No coincide con nuestros sueños juveniles. Echa por tierra los mensajes publicitarios. Desarma a quienes identifican la felicidad con la salud, el bienestar o la fama. Pero hay algo todavía más sorprendente. Estas ocho (o nueve) categorías de personas no son felices por su rectitud moral o por los méritos acumulados, sino porque Dios ha decidido ponerse de su parte. 

Mateo va enunciando una razón para cada grupo de bienaventurados: porque de ellos es el reino de los cielos (1), porque ellos heredarán la tierra (2), porque ellos serán consolados (3), porque ellos quedarán saciados (4), porque ellos alcanzarán misericordia (5), porque ellos verán a Dios (6), porque ellos serán llamados hijos de Dios (7), porque de ellos es el reino de los cielos (8), porque vuestra recompensa será grande en el cielo (9). El denominador común de estas nueve razones es la acción de Dios. Es Dios el que consuela, el que sacia, el que tiene misericordia, el que se deja ver, el que actúa como padre, etc. En otras palabras, solo somos felices cuando experimentamos que Dios es nuestro tesoro, especialmente en las situaciones en las que no tenemos otro asidero en la vida.


No es de extrañar, pues, que los verdaderos cristianos constituyan un resto, “un pueblo humilde y pobre que buscará refugio en el nombre del Señor” (como leemos en el texto del profeta Isaías que se proclama como primera lectura). Tampoco es de extrañar lo que dice Pablo (segunda lectura) dirigiéndose a los corintios: “Fijaos en vuestra asamblea, hermanos: no hay en ella muchos sabios en lo humano, ni muchos poderosos, ni muchos aristócratas; sino que, lo necio del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los sabios, y lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar lo poderoso”. 

Esta descripción de las comunidades paulinas del siglo I conserva toda su vigencia. Por lo general, en nuestras asambleas cristianas no abundan los intelectuales, los políticos y gente de dinero. Predominan las personas sencillas que, a falta de otros apoyos sólidos en su vida, ponen toda su confianza en Dios. Lo cantamos hoy en el salmo 145 (salmo responsorial): “El Señor mantiene su fidelidad perpetuamente, / hace justicia a los oprimidos, / da pan a los hambrientos. / El Señor liberta a los cautivos. / El Señor abre los ojos al ciego, / el Señor endereza a los que ya se doblan, / el Señor ama a los justos. /El Señor guarda a los peregrinos”. Siempre es el Señor quien se ocupa de sus hijos débiles y necesitados. Los poderosos (¿hay alguien que lo sea de verdad y siempre?) se buscan apoyos por su cuenta.

Opio del pueblo, dirá Marx, y con él todos los que consideran que esta manera de proceder es una forma de maquillar las injusticias. Debilidad enfermiza, sentenciará Nietzsche, y con él todos los que piensan que el cristianismo defiende una moral de débiles. Neurosis colectiva, desenmascarará Freud, y con él todos los que ven en la propuesta de Jesús una forma de no afrontar la realidad a pecho descubierto. Pero Marx, Nietzsche y Freud han muerto. El Evangelio de Jesús está vivo y sigue siendo fuente de consuelo y felicidad para millones de personas que encuentran en Dios su esperanza. Cada uno se apunta al bando que quiera (o que pueda). 

El papa Francisco, con sus catequesis sobre las bienaventuranzas, nos ayuda a discernir. Nunca acabamos de entender la extraña lógica de Jesús, a menos que nos situemos en algunas de las categorías a las que él extiende la bienaventuranza de Dios. 

sábado, 28 de enero de 2023

A vueltas con el "para siempre"


Hoy comenzamos el Seminario Nacional sobre Vida Consagrada organizado por el Instituto de Vida Consagrada Sanyasa de Bangalore, India. Me toca hacer el saludo inicial, presentar una ponencia, participar en un panel, ser jurado en el concurso de posters y presidir la Eucaristía de conclusión. Se ve que mis hermanos claretianos han querido aprovechar la presencia de un extranjero para dar el toque exótico a un encuentro que reunirá a religiosos y religiosas de diversos estados de la India. Todo se hará con la ritualidad que tanto gusta en Oriente. El tema, al que ya me referí en la entrada de ayer, tiene muchas aristas. No resuena igual en Europa que aquí. En Europa, el “para siempre” se vive casi como una cárcel porque somos muy sensibles al cambio constante, a la volatilidad. Vivimos en una sociedad líquida y casi gaseosa. 

En Oriente, el “para siempre” se relaciona con nuestra experiencia de Dios. Si Él permanece siempre, quienes creemos en Él no podemos mudar nuestros compromisos, por más que a veces nos resulten pesados y casi insoportables. No es fácil encontrar la perspectiva justa. Personalmente, creo en la capacidad que los seres humanos tenemos de comprometernos “para siempre”, de hacer opciones fundamentales (como se decía hace algunas décadas), pero no me resulta fácil explicar esta convicción con los códigos de hoy. A menudo, la casuística hace que perdamos de vista el horizonte.


Algunos de mis mejores amigos dejaron hace años la vida religiosa y el sacerdocio. Otros se han separado o divorciado de sus cónyuges. ¿Qué les puedo decir? En algún caso no se puede hablar de ruptura porque, en realidad, nunca hubo un verdadero compromiso, ya que faltaron algunos elementos esenciales. Se podría hablar de una situación de nulidad. Lo mejor es aclarar las cosas cuanto antes para permitir que las personas involucradas puedan rehacer su vida con serenidad y esperanza. En otros casos, la convivencia entre los cónyuges se hizo tan insostenible, tan inhumana, que lo más sensato fue también la separación. Y algo parecido sucedió con algunos de los que dejaron la vida consagrada o el sacerdocio.

Creo que un mínimo de realismo y de sensatez nos lleva a ser muy comprensivos con quienes viven situaciones de ruptura o de fragilidad. Nunca logramos comprender todos los entresijos de la existencia. A menudo cargamos toda la responsabilidad sobre los hombros de las personas, pero con frecuencia las instituciones no facilitan el camino. No me imagino a Jesús “condenando” a las personas a mantener un compromiso fallido, caiga quien caiga. La misericordia es el bálsamo que puede ayudarlas a rehacer su vida y a aprender de las experiencias sufridas. Creo que la Iglesia, que es madre y maestra, tiene que dar más pasos en esta pastoral de la misericordia teniendo en cuenta las complejas situaciones que hoy nos toca vivir. La exhortación apostólica Amoris laetitia dio pistas con respecto al matrimonio, pero no tuvo una aceptación generalizada.


Sin embargo, la atención misericordiosa a las situaciones problemáticas no significa que debamos renunciar al valor del “para siempre” porque donde hay verdadero amor, hay deseo de fidelidad. Cuando dos personas, tras un proceso de preparación, deciden contraer matrimonio no lo hacen poniendo fecha de caducidad. El amor, por su misma naturaleza, es eterno. Cuando un religioso hace la profesión perpetua o un sacerdote es ordenado, no piensan en que se trata de una opción temporal. Comprometen toda su vida hasta el final porque la entrega a Dios incluye todas las dimensiones de la existencia y todo el tiempo de vida. No se trata de una imposición canónica que viene de fuera, sino de un dinamismo que brota del interior de la misma experiencia. Nunca somos más libres que cuando nos vinculamos libremente por amor. 

Naturalmente, los compromisos para siempre necesitan un cultivo diario. Hay que alimentar las relaciones que los sostienen. Creo que el gran desafío consiste en ayudarnos unos a otros a mantener vivo el fuego del primer amor, no en rebajar el valor de la fidelidad. ¿Cómo se mantiene vivo este fuego en un contexto en el que las rupturas matrimoniales y el abandono de la vida consagrada y sacerdotal están a la orden del día? ¿Nos hemos vuelto demasiado frágiles o no sabemos renunciar a ganancias personales efímeras en aras de un bien mayor? ¿Estamos convencidos de que el amor fiel es la más profunda experiencia de libertad y felicidad? ¿Nos dejamos seducir por las propuestas de “usar y tirar”, ignaros de que, a la postre, nos dejan vacíos? También aquí las preguntas abundan más que las respuestas, pero he encontrado en la homilía que el papa Benedicto XVI nos dirigió a los consagrados el 2 de febrero de 2013 tres pistas que nos ayudan a cultivar la fidelidad: la adoración, la cruz y la peregrinación. Os invito a leerlas y meditarlas.

viernes, 27 de enero de 2023

No es lo mismo ser rígido que ser fiel


Me entristece la noticia del asesinato de Diego Valencia, el sacristán de la iglesia de San Isidro en Algeciras, a manos de un fundamentalista musulmán. Leo también que el párroco, aunque herido por el machete del asesino, pudo librarse de la muerte y ya se encuentra fuera de peligro. El secretario general de la Conferencia Episcopal Española se aprestó a decir que “no podemos caer en demagogias, ni identificar terrorismo con ninguna fe”. Es verdad, pero no es menos cierto que hay una tendencia en el Islam moderno a combatir a los “infieles”, incluso a través de la violencia. Si esto sucede en sociedades en las que el Islam es claramente minoritario, ¿qué no sucederá cuando logre la mayoría? 

Viendo las cosas desde la India, en donde de vez en cuando hay rebrotes de intolerancia religiosa a pesar de ser un país pluralista, tengo la impresión de que en Occidente no acabamos de comprender este fenómeno. Guiados por el principio de tolerancia religiosa, no nos damos cuenta de que no todos jugamos la partida con las mismas cartas. Queda mucho por hacer en el campo del diálogo interreligioso y de la coexistencia pacífica. Casos como el de Algeciras se han dado en otros países europeos. Es muy probable que sigan dándose en el futuro porque los fundamentalistas islámicos saben aprovecharse del espacio de libertad garantizado por las sociedades democráticas sin hacer ningún esfuerzo por insertarse en ellas.


Esta mañana he celebrado la Eucaristía con un grupo de novicios y novicias procedentes de toda la India. El grupo no era tan numeroso como hace algunos años. Parece que la pandemia ha alterado los ritmos académicos y, como consecuencia, el ingreso en los noviciados, pero, más allá de esta coyuntura, también en India hay signos evidentes de la penuria vocacional que se vive en Occidente. ¿Será verdad que las vocaciones a la vida consagrada guardan una relación directa con la pobreza sociológica? ¿Tienden a disminuir y escasear cuando las sociedades alcanzan un alto nivel de bienestar? Salvo algunos casos, la correlación parece evidente. 

Esto me lleva a pensar una vez más en las verdaderas motivaciones que empujan a un joven de hoy a abrazar esta forma de ser cristiano. ¿Por qué uno da el paso a vivir un estilo de vida casto, pobre y obediente en comunidad? ¿Se huye de algo o se busca algo? ¿Por qué, en general, los padres de hoy no desean para sus hijos este tipo de vocación como sí la deseaban en el pasado? ¿Es la vida religiosa un camino atractivo para los jóvenes cristianos? ¿Qué es lo más cuestionado y lo más valorado? ¿Es lo mismo ser fiel que ser rígido?


Escribo con la ventana abierta. Veo el césped verde y recién segado y oigo al mismo tiempo los trinos de los pájaros y los cantos de los religiosas y religiosas que viven internos en Sanyasa. Es una especie de monasterio temporal e intercongregacional. Mañana tendré la oportunidad de encontrarme con todos ellos y con otros que vendrán para participar en el seminario. ¿Qué puedo decirles sobre la fidelidad y la perseverancia? Mientras doy los últimos retoques a mi conferencia, leo un reciente artículo sobre la corta duración de las relaciones en la sociedad española. Se dice que hoy en día, especialmente en el mundo occidental, vivimos en una cultura VICA. Esto explicaría, en gran medida, las dificultades culturales para ser fieles “para siempre” a los compromisos adquiridos, tanto en la vida de pareja como en la vida religiosa. VICA es un acrónimo que significa Volatilidad, Incertidumbre, Complejidad y Ambigüedad, cualidades que hacen que una situación o condición sea difícil de analizar, afrontar o planificar. 

¿Tendrá algo que ver el predominio de la cultura VICA con la pérdida de la fe en Dios, el fiel por antonomasia? ¿Se puede ser fiel “para siempre” cuando no existe una realidad que nos supere y que sea “para siempre”, más allá de nuestros vaivenes intelectuales y afectivos? Todo está interconectado, aunque no siempre sea fácil establecer la conexión causa-efecto. Veremos si mañana, escuchando las experiencias y opiniones de estos jóvenes religiosos, comprendo un poco mejor qué nos está pasando. No es lo mismo ser un musulmán rígido (que tiende a eliminar a quienes no piensan como él) que ser un  cristiano fiel (que persevera en su fe, aunque todo en la sociedad se vuelva líquido o gaseoso).


jueves, 26 de enero de 2023

Siempre aprendiendo


Escribo mi primera entrada desde la India. Después de una escala de tres horas en Abu Dhabi, llegué al aeropuerto de Bangalore (o Bengaluru, como se dice ahora) a las 3 de la madrugada en un vuelo de Etihad. Aunque llevaba mi visado electrónico en regla, el oficial del control de policía me entretuvo más de diez minutos con diversas preguntas y comprobaciones. Al final, estampó el deseado sello en mi pasaporte. Quizá la única ventaja de llegar tan pronto fue que el recorrido desde el aeropuerto a nuestra casa en la zona de Carmelaram lo pudimos hacer en poco más de una hora gracias a que apenas había tráfico. Dos horas más hubiera significado quedar atrapados en uno de los muchos atascos (o trancones, como dicen en Colombia) matutinos. 

Como es normal, llegué con ganas de irme a la cama cuanto antes para reponerme de un interminable día de viaje. He dormido poco (apenas cuatro horas), pero me he levantado fresco. Poco a poco, se irá ajustando mi reloj biológico. Ahora la diferencia horaria entre India y España es de cuatro horas y media. Y la diferencia de temperatura entre Bangalore y Madrid a primera hora de la mañana es de 20 grados. Es como pasar del invierno a la primavera en pocas horas. 


Hoy se celebra en la India el Día de la República. La efeméride conmemora la entrada en vigor de la Constitución el 26 de enero de 1950, tras la independencia del Imperio Británico. Hay desfiles militares y fiestas por todas partes. También el campus de nuestro centro académico y casa de retiros ha sido invadido por diversos grupos de personas que cantan y bailan. Me gusta el patriotismo de los países “jóvenes”. Con apenas 73 años de existencia, la India no ha tenido tiempo de cansarse de ser un país unido en la diversidad. Si hay algún país en el mundo que tendría innumerables razones para despedazarse es la India. Su diversidad étnica, lingüística y cultural es sencillamente apabullante. Sin embargo, sigue en pie.

Con sus claroscuros, ha logrado mantenerse unido y entrar en una imparable dinámica de crecimiento y prosperidad que, poco a poco, va alcanzando a los millones de pobres que viven en este inmenso país. Una de las razones que explica este avance es su sano patriotismo. La gente se siente orgullosa de ser india, de contribuir a la construcción de un inmenso mosaico a base de teselas multicolores. Mahatma Gandhi y la Madre Teresa de Calcuta siguen siendo dos grandes símbolos que unen al país. No violencia y compasión son valores esenciales por más que la realidad cotidiana los desmienta a cada paso.


Me siento bien en la India. Desde que me he levantado esta mañana, con 22 grados de temperatura, he sentido una caricia de suavidad que contrasta con la bofetada gélida que siento en Madrid por las mañanas. También la temperatura suave contribuye a que se temple el ánimo, por más que yo sea un enamorado del frío del invierno. Pasado mañana comenzaremos el Seminario Nacional de Vida Religiosa organizado por nuestro Instituto Sanyasa. Dispongo de un día y medio para ultimar los detalles de mi conferencia y de la alocución inicial con la que no contaba. 

Me gusta la solemnidad con la que aquí se realizan estas cosas. Donde hay rito, hay respeto. Y donde hay respeto, la realidad se abre de una manera insospechada. La excesiva falta de ritualidad que caracteriza la vida europea conduce inadvertidamente a la falta de respeto. Cuando no hay ritos, el escepticismo y la mala educación suelen ocupar su puesto. Tenemos que aprender mucho de las culturas milenarias. El pensamiento crítico-racional no es el único principio rector de las sociedades. Más vale descubrirlo antes de que sea demasiado tarde.

miércoles, 25 de enero de 2023

Convertidos los quiere Dios


Mi vuelo para Abu Dhabi sale dentro de un par de horas. Tengo tiempo suficiente para teclear la entrada de hoy en la terminal T4-S del aeropuerto de Madrid. No veo aglomeraciones. Todo fluye con rapidez, incluidos los procedimientos de seguridad, que siempre son engorrosos. Si todo va bien, llegaré a Bangalore (India) hacia la medianoche (hora de España). Hoy celebramos la fiesta de la conversión de san Pablo y el final del octavario de oración por la unidad de los cristianos. ¿Es posible que un adulto se convierta? Después de 30, 40 o 50 años viviendo de espaldas a Dios, ¿es posible encontrarse con él y dar un giro a la propia vida como le sucedió al judío Saulo

A primera vista, pareciera que las conversiones son cosas del pasado. Sin embargo, están sucediendo cada día, también en la secularizada Europa. A veces, se trata del redescubrimiento de las raíces cristianas tras años de trashumancia espiritual. Otras veces todo sucede cuando uno no acaba de encontrar su lugar en el mundo y todo lo experimentado le parece provisional, efímero, insuficiente. Hay conversiones que están mediadas por personas que saben escuchar e indicar el camino, pero otras advienen de manera sorpresiva, como si de repente Dios irrumpiera en la propia vida sin pedir permiso.


Detrás de todas estas historias hay una fuerte convicción antropológica que cada día me parece más clara. El ser humano ha sido hecho “capax Dei” (capaz de Dios). Por eso, ninguna realidad de este mundo puede llenarlo. A veces, nos engolosinamos con el sexo, el dinero, las relaciones, la ciencia, la diversión, los viajes, etc., pero todo eso acaba revelándose demasiado pequeño para las aspiraciones del corazón humano. 

Hay personas que se resignan a estas experiencias diminutas, pero otras no quieren vivir como gallinas cuando se saben águilas llamadas a un vuelo majestuoso. El encuentro con Dios no quita nada de lo verdaderamente humano, sino que lo purifica y lo lleva a plenitud. La Iglesia no tendría que cansarse de acompañar estos procesos. Por desgracia, muy a menudo se pierde en cuestiones muy secundarias; por eso, acaba convirtiéndose en una comunidad insignificante.


Poco a poco se van llenando las butacas en torno a la puerta S-27. Veo que los pasajeros somos muy variopintos. Abundan los de apariencia árabe, pero hay también asiáticos y europeos. Más allá de nuestras diferencias, todos compartimos nuestra común condición de humanos. Todos somos hijos del mismo Dios y lo buscamos a tientas por caminos diversos. ¿Llegará un día en que toda la familia humana adorará al único Dios y vivirá la fraternidad universal sin cortapisas? Hoy por hoy, se trata de un sueño parecido a los que dibuja el profeta Isaías en relación con los tiempos mesiánicos, pero solo los sueños nos ayudan a caminar en la dirección correcta. 

También en este terreno cabe una conversión desde el etnocentrismo hacia la apertura universal, desde la búsqueda de nuestros intereses estrechos a la lucha por los derechos de todos. Pienso todo esto mientras me dispongo a viajar a la India creo que por sexta o séptima vez en los últimos veinte años. Sumando todas las veces, he pasado en ese subcontinente en torno a medio año. Confieso que sigue atrayéndome como el primer día. Espero descubrir algo nuevo esta vez. No olvido el eslogan que me llamo la atención que fui a ese país en septiembre de 2006: “For tourism, incredible India; for business, credible India” . Pues eso. 

martes, 24 de enero de 2023

Hay muchas maneras de ser santos


La figura de san Francisco de Sales me resulta muy atractiva, no solo porque sea doctor de la Iglesia y patrono de los periodistas, sino porque nos ha ayudado a comprender que cada cristiano tiene que vivir su vocación según el don que ha recibido. En otras palabras, que el cartujo no tiene que jugar a ser comerciante y que el político no puede vivir como un benedictino. Transcribo las palabras del santo: “La devoción, insisto, se ha de ejercitar de diversas maneras, según que se trate de una persona noble o de un obrero, de un criado o de un príncipe, de una viuda o de una joven soltera, o bien de una mujer casada. Más aún: la devoción se ha de practicar de un modo acomodado a las fuerzas, negocios y ocupaciones particulares de cada uno”. 

Quizá hoy estamos tendiendo inadvertidamente hacia un uniformismo que, a la larga, nos empobrece. Todos somos iguales por el Bautismo, pero no todos vivimos el seguimiento de Jesús de la misma manera. El Espíritu suscita en la Iglesia diversos ministerios, carismas y dones. A punto de terminar el Octavario de oración por la unidad de los cristianos, es bueno recordar que la unidad cristiana -como la de la Trinidad, de la que es reflejo- se realiza siempre en la diversidad. La igualdad no es igualitarismo. La unidad no es uniformismo. La Iglesia es comunión.


Hoy estamos un poco confundidos en relación con las distintas formas de ser cristianos. Un amigo mío, teólogo experto en estas cuestiones, lo dice de manera un tanto irónica. Según él, en la cultura secularizada actual, todo está tan revuelto y confuso que los únicos que desean casarse celebrando un matrimonio en toda regla son los homosexuales; las únicas que desean ardientemente ser ordenadas sacerdotes son las mujeres; los únicos que quieren profesar públicamente unos votos adaptados a su estado son los casados que pertenecen a algunos movimientos laicales; y hasta parece que los únicos a los que les apetecería aprender a orar, o a practicar de alguna forma la liturgia, son los que se denominan no creyentes. 

Es obvio que se trata de una caricatura, pero pone de relieve las dificultades que hoy nos encontramos para interpretar la sinfonía de las vocaciones, para articular bien las distintas maneras de ser cristianos. Quizá eso explique en parte la crisis vocacional que padecemos. Nos cuesta descubrir que cualquiera que sea nuestra vocación contiene todo lo que necesitamos para seguir a Jesús y unirnos con Dios. San Francisco de Sales se sirve de una comparación tomada del mundo natural: “La abeja saca miel de las flores sin dañarlas ni destruirlas, dejándolas tan íntegras, incontaminadas y frescas como las ha encontrado. Lo mismo, y mejor aún, hace la verdadera devoción: ella no destruye ninguna clase de vocación o de ocupaciones, sino que las adorna y embellece”.

Por si esto no fuera suficiente, el santo obispo de Ginebra se hace una serie de preguntas retóricas: “Dime, te ruego, mi Pilotea, si sería lógico que los obispos quisieran vivir entregados a la soledad, al modo de los cartujos; que los casados no se preocuparan de aumentar su peculio más que los religiosos capuchinos; que un obrero se pasara el día en la iglesia, como un religioso; o que un religioso, por el contrario, estuviera continuamente absorbido, a la manera de un obispo, por todas las circunstancias que atañen a las necesidades del prójimo. Una tal devoción ¿por ventura no sería algo ridículo, desordenado e inadmisible?”.


Es verdad que hoy no estamos en el siglo XVII. Vivimos en otro contexto cultural y eclesial, pero la sabiduría de san Francisco de Sales sigue siendo luminosa. A menudo, no encontramos nuestro lugar en el mundo, y por tanto nuestra felicidad, porque nos empeñamos en ser lo que no estamos llamados a ser. Si tu vocación es el matrimonio, no pretendas vivir como si fueras un religioso o una religiosa. Descubre a Dios en el amor conyugal y en el cuidado de la familia. Ahí se abre un camino espiritual precioso y desafiante. Si has sido llamado al sacerdocio, encuentra tu plenitud en el servicio a la comunidad en el nombre de Jesús. Disfruta anunciando la Palabra, celebrando los sacramentos y acompañando a las personas. Ya habrá otros muchos cristianos que se ocupen de asuntos sociales, económicos y políticos. 

No estoy diciendo que cada uno nos movamos en un territorio exclusivo. La vida es relación, mezcla, colaboración. Estoy diciendo que nos ayudaría mucho a vivir centrados el hecho de discernir bien nuestra vocación y procurar ser fieles a ella. Solo entonces podemos relacionarnos con los demás de manera clara y mutuamente enriquecedora.

lunes, 23 de enero de 2023

Las homilías son un desastre


Hoy hemos amanecido en Madrid con un grado bajo cero. En mi despacho se está bien, pero desde la ventana veo cómo los transeúntes van enfundados en ropas de invierno. El pasado verano nos quejamos del excesivo calor, sobre todo en los meses de junio y julio. Ahora empezamos a quejarnos del excesivo frío. Es normal. A los seres humanos nos gusta quejarnos de todo, aunque luego incurramos en lo mismo que criticamos. 

En este contexto de queja, leo que el papa Francisco ha dicho que, en general, las homilías son un desastre. Ha hecho esta grave afirmación en su discurso a los participantes en el curso “Vivir en plenitud la acción litúrgica” del Pontificio Instituto San Anselmo para los responsables diocesanos de las celebraciones litúrgicas. 

Este juicio parece coincidir con el de una gran mayoría de los fieles que participan en las celebraciones dominicales. Como predicador de numerosas homilías, tengo que darme por aludido. No sé cuántas habré hecho a lo largo de mi vida sacerdotal, pero se cuentan por miles en diversas lenguas y en los más variados contextos. Además de las pronunciadas por mí, he escuchado también muchas otras de los papas Pablo VI, Juan Pablo II, Benedicto XVI, Francisco, numerosos obispos y cientos de sacerdotes. Algunas han sido espléndidas. Partían de la Palabra, tocaban la vida y discurrían ágiles con claridad, concisión y un toque de belleza. Me llegaron al corazón. Las recuerdo con gratitud. Es de justicia apreciar el trabajo de los sacerdotes que las preparan meditando la Palabra de Dios y sintonizando con sus comunidades.


Muchas otras -lo admito con humildad y tristeza- eran un verdadero tostón, cuando no un martirio. Apunto los defectos más comunes que, a mi juicio, hacen de las homilías un “desastre”, por usar la expresión del papa Francisco:

1. La duración excesiva. Cuando una homilía supera los ocho o diez minutos, tiene que ser muy buena para que los fieles mantengan la atención y se sientan interpelados. Lo mejor es dejar siempre con ganas de un poco más. A menudo, sobre todo en el caso de los obispos, las homilías se alargan hasta los veinte minutos o la media hora, desequilibrando el conjunto de la celebración eucarística y provocando tedio en la asamblea. Alguien tendría que decírselo con claridad y delicadeza. Las homilías no son textos para la historia, sino mensajes para el presente. En este caso, menos es siempre más.

2. La falta de un mensaje claro y reconocible. La mayoría de los sacerdotes van hilando un tema tras otro con continuos ejemplos, comentarios, anécdotas, retrocesos, anacolutos... de manera que, al final, uno no sabe qué es lo que querían transmitir. Los infinitos árboles impiden ver el bosque. Todos los sacerdotes tendríamos que preguntarnos: ¿Qué quiero transmitir hoy?  ¿A quién me voy a dirigir? ¿Cómo lo voy a hacer?

3. El tono profesoral o excesivamente moralizante y exhortativo. Por lo general, quien tiene una buena formación bíblica se desliza por la ladera de las precisiones exegéticas, pero la mayoría de los predicadores se sienten más cómodos sacando “consecuencias prácticas” de las lecturas, acentuando demasiado sus aplicaciones morales o amontonando fervorines que resultan cansinos. Por eso, todo suena a disco rayado. Falta novedad, mordiente. O sea, que seamos buenos, ¿no?

4. La repetición comentada de las lecturas. Suele ser bastante común repetir lo que la asamblea acaba de escuchar, pero añadiendo comentarios de tipo personal, a veces con poco fundamento bíblico. El resultado es un discurso monótono e inexpresivo. Sería preferible una lectura pausada y clara de las lecturas, sin más aditamentos. 

6. La manipulación interesada. Aunque no es muy frecuente, no faltan casos en los que el predicador aprovecha el momento de la homilía para hacer su personal ajuste de cuentas con la asamblea. En vez de llevar los asuntos polémicos al consejo pastoral para un discernimiento colectivo, se aprovecha del poder del micrófono para dar (o imponer) su particular versión o para hacer arengas de tipo político o social.

7. La falta de conexión y de calor. Si la homilía no parte de la vida no consigue tocar la vida. La Palabra de Dios siempre conecta con situaciones que vivimos los humanos. Al predicador le toca hacer esa conexión para que todos sintamos que la Palabra ilumina, anima, corrige, alimenta lo que vivimos en la vida cotidiana. La dicción clara, el ritmo pausado, la inflexión en el tono de voz son recursos que hacen de la homilía un mensaje de alguien que se dirige a alguien en nombre de Alguien, no algo impersonal o prescindible. 


Podría seguir alargando la lista. En realidad, es como lanzar piedras contra mi propio tejado porque es seguro que también yo he incurrido en alguno de estos defectos. La advertencia del papa Francisco es como una luz roja que tendría que hacernos reflexionar. ¿Por qué los sacerdotes no logramos mejorar el servicio homilético? ¿Nos falta humildad para reconocer nuestros defectos y dejarnos ayudar por los fieles? ¿Nos falta preparación para no dejarnos llevar por la rutina? ¿Vivimos de la improvisación? Es triste que en tiempos de excelencia comunicativa no aprendamos a comunicar mejor y a estar en continuo estado de aprendizaje. En fin, no tiremos la toalla.


domingo, 22 de enero de 2023

Hombres y mujeres de la Palabra


Hoy, tercer domingo del Tiempo Ordinario, celebramos el Domingo de la Palabra de Dios. Precisamente ayer por la mañana presidí el funeral de madre María Victoria Zorrilla, una concepcionista que pasó una buena parte de su vida como misionera en el Congo y Camerún. En el momento de las ofrendas, una hermana suya colocó una biblia grande a los pies del ataúd porque -como se anunciaba desde el ambón- ella había sido “una enamorada de la Palabra”. ¡Ojalá pudiera decirse lo mismo de todos nosotros! La Palabra de Dios es la lámpara que nos ayuda a iluminar las intrincadas veredas de la vida. 

En el salmo 26 que leemos hoy cantamos: “El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?”. Eso es precisamente lo que aparece claro en el Evangelio de este domingo. Después de varias décadas de vida escondida en Nazaret, Jesús, al enterarse de que Juan el Bautista había muerto, deja su pueblo y se dirige a Cafarnaúm, junto a la vía del mar. Para interpretar este movimiento de Jesús, el evangelista Mateo cita al profeta Isaías: “El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz les brilló”. La palabra de Jesús es esa luz que ilumina a todos.


Mateo resume el anuncio de Jesús con una frase lacónica: “Convertíos porque está cerca el reino de los cielos”. Esta cercanía de Dios altera nuestra vida, hace que cambiemos de arriba abajo, que orientemos nuestro corazón hacia Dios. Para realizar esta tarea Jesús llama a algunos colaboradores. En el ambiente judío de la época, los discípulos elegían a sus maestros. En el caso de Jesús, es el maestro quien elige a sus discípulos. Según el relato de Mateo, los primeros llamados son dos parejas de hermanos: Pedro y Andrés, Santiago y Juan. Ellos no se lo pensaron mucho. Dejaron su trabajo de pescadores y a sus familias y se fueron con Jesús, sabiendo que Jesús no podía ofrecerles una casa estable, sino los caminos de Galilea. No les garantizaba un sueldo fijo, sino que los exponía a los riesgos de la providencia. No les garantizaba el éxito, sino una vida llevada al ritmo del Espíritu de Dios. 

No sabemos bien cómo sucedieron las cosas en realidad, pero la esquematización que nos ofrece Mateo subraya que la respuesta de los primeros fue personal, inmediata, generosa, arriesgada; o sea, como se supone que tiene que ser la nuestra, que somos los discípulos de hoy.


Muy a menudo estos relatos vocacionales se usan para animar a algunos jóvenes a abrazar el sacerdocio o la vida consagrada, pero, en realidad, son espejos en los que todos podemos mirarnos. Sin colaboradores que sigan a Jesús por los caminos del mundo, la Palabra no llega a quienes “habitan en tierra y sombras de muerte”. Este Domingo de la Palabra es una invitación a hacer de la lectura y meditación de la Biblia un hábito diario. 

Hoy contamos con muchos instrumentos que pueden ayudarnos a esta lectura cotidiana; por ejemplo, el librito Palabra y Vida. O también la aplicación para dispositivos móviles. Lo importante es reservar un momento diario para leer el Evangelio de cada día, meditarlo con calma y aplicarlo a la propia vida. Quien se alimenta de la Palabra acaba convirtiéndose en un hombre o mujer de la Palabra. Sin darse cuenta, sin pretenderlo siquiera, pueden ser luz para los demás. En el contacto con la Palabra empecemos a ver con más claridad lo que antes nos parecía oscuro, vamos cambiando nuestras convicciones y hábitos, tenemos más fuerza para afrontar las dificultades de la vida.

viernes, 20 de enero de 2023

Para siempre


En el poco tiempo libre que me dejan mis compromisos cotidianos voy ultimando el texto de una conferencia que pronunciaré en el Instituto Sanyasa de Bangalore, India, a finales de este mes de enero. Se titula “Honouring the forever. Cultivating fidelity and perseverance” (algo así como “Honrar el para siempre. Cultivar la fidelidad y la perseverancia”). A medida que reflexiono y escribo, caigo en la cuenta de que ese “forever” (para siempre) es una expresión que asusta. Hoy nos cuesta creer que haya algo “para siempre” porque todo tiene fecha de caducidad. Los productos se fabrican con una obsolescencia planificada, de modo que la cadena de la producción y el consumo de bienes no se detenga. 

Si un teléfono móvil o un coche nos duraran 40 años (cosa que sería técnicamente posible), el modelo capitalista se vendría abajo. Necesitamos consumir nuevos artículos. La publicidad se encarga de difundirlos y de crear en nosotros la falsa necesidad de comprarlos. Es impensable imaginar que en una sociedad organizada de este modo los afectos y las convicciones se libren también de una obsolescencia (casi) programada. Si cambio con naturalidad de ordenador, de casa y de trabajo cada cierto tiempo, ¿por qué no puedo cambiar de cónyuge, de comunidad y de valores?


Cada vez que presido la celebración de un matrimonio o asisto a una profesión perpetua de alguna persona consagrada (cosa que cada vez me sucede menos) casi me echo a temblar. La fórmula más usada por los cónyuges cristianos en la celebración del matrimonio es de sobra conocida: “Yo, N., te recibo a ti, N., como esposo (a) y me entrego a ti, y prometo serte fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, y así amarte y respetarte todos los días de mi vida”. Las fórmulas de la profesión perpetua de la mayoría de las congregaciones usan palabras parecidas a estas: “Hago voto a Dios de castidad, pobreza y obediencia para siempre”. El “todos los días de mi vida” (matrimonio) y el “para siempre” (profesión perpetua) son fórmulas que nos confrontan con la verdad y con el tiempo

¿Por qué asustan tanto? Porque hoy se ha impuesto un concepto relativista de verdad y una concepción presentista del tiempo. Para muchas personas, no existe la verdad, sino aproximaciones subjetivas (cada uno tiene su verdad) y parciales (accedemos solo a fragmentos inconexos). Por otra parte, el hecho de que, en relación con el tiempo, se ponga tanto el acento en el presente (carpe diem) hace que perdamos la conexión con el “de dónde venimos” (pasado) y con el “adónde vamos” (futuro). En este contexto, ¿qué sentido tiene hacer un compromiso “para siempre” si no sé si lo que hoy me parece importante tendrá algún sentido en el inmediato o lejano futuro? Como dicen muchos jóvenes, lo mejor es “vivir al día”.


No creo que deba adentrarme ahora en complejos terrenos filosóficos. Me limito a esbozar una respuesta a partir de la Palabra de Dios, que -como he recordado varias veces en este blog- “permanece para siempre”. Y precisamente por eso puede ayudarnos a resolver las cuestiones relativas a la verdad y al tiempo. Para los cristianos, la verdad no es una realidad abstracta, sino una persona. Jesús es la Verdad. El tiempo no es una sucesión de minutos (chronos), sino la oportunidad del encuentro con Dios en Jesús, que es Alfa (principio) y Omega (fin). Solo cuando estas experiencias se convierten en convicciones y generan afectos y hábitos, empezamos a entender que el “para siempre” no es una cárcel que aprisiona nuestra libertad y merma nuestra felicidad, sino, más bien, la condición de posibilidad para ser libres y felices. 

Naturalmente, esto no significa que la fidelidad radical a Dios se identifique, sin más, con la perseverancia en una institución determinada. Muchos santos (por ejemplo, santa Teresa de Calcuta) comenzaron profesando en un instituto y acabaron pasando a otro o fundando una nueva orden. Si “solo el amor es digno de fe” -como defendía Urs von Balthasar- analógicamente podríamos decir que “solo Dios es digno de fidelidad” porque Él es el único fiel. En la segunda carta a los Tesalonicenses leemos: “El Señor, que es fiel, os dará fuerzas y os librará del Maligno” (2 Tes 3,3). Con el salmista cantamos: “La misericordia del Señor dura desde siempre y por siempre” (Sal 103,17). Por eso, porque ponemos nuestro fundamento en un Dios que es fiel (o sea, verdadero de principio a fin), podemos también nosotros creer en él “para siempre”.

jueves, 19 de enero de 2023

Corregir con amor


Me llegan estampas invernales de mi pueblo, que tomo de la página Vinuesa, una aventura de leyenda y de los muros de Facebook de algunos amigos. La nieve ha cubierto el paisaje. La belleza de las montañas blancas se combina con el peligroso hielo de las calles y carreteras. El invierno meteorológico ha llegado con fuerza. Aquí en Madrid nos hemos levantado con 2 grados. Mientras caminaba calle Princesa abajo sentía en mis mejillas la bofetada de aire frío. Los demás viandantes iban cubiertos con gorros, guantes y bufandas. Pocos se atrevían a desafiar el frío de la mañana a cuerpo descubierto. 

Mientras aceleraba el paso para entrar en calor, pensaba en las personas que viven en la calle. Muchas prefieren vivir al raso antes que acudir a los albergues. Los servicios sociales y algunos voluntarios les proporcionan mantas y comida caliente. Es la cara humana de una realidad despiadada. Necesito abrir los ojos a los muchos gestos de humanidad que se prodigan a nuestro lado, antes de que los indicadores de crisis y malestar puedan conmigo. Anoche, un asiduo lector de este Rincón me hizo ver que en la entrada de ayer adopté un tono demasiado duro, combativo y quizás hasta arrogante. No era mi intención, pero reconozco que algunas frases podían dar pie a ello. Por eso, hoy siento la necesidad de poner la mirada en lo que nos da vida.


Percibo dos tendencias principales a la hora de examinar nuestra mirada sobre personas y cosas. Hay algunos que insisten en que necesitamos una mirada positiva, una verdadera indagación apreciativa, para descubrir las semillas de vida escondidas en cualquier realidad. Abundan los libros de autoayuda que ponen el acento en la importancia de la mirada positiva y de la autoestima como modo de estimar a los demás. Hay otros que experimentan recelo ante lo que califican de moda buenista. Les parece que la realidad es muy ambivalente y que, junto a semillas de vida, hay también muchos elementos de muerte que se pueden pasar por alto. 

De nuevo estamos ante un juego de polaridades. Bien y mal, vida y muerte, semillas y cizaña se entremezclan en nuestra vida y en la de los demás. No podemos ignorar ningún polo, pero tampoco podemos considerarlos equipotentes. Si algo nos aporta la fe cristiana es la clave de la resurrección. Cristo ha triunfado sobre la muerte y todos sus corolarios. Eso significa que la última palabra sobre la realidad es siempre la vida. Cuando nos situamos en esta clave, leemos de otra manera las diversas notas de nuestro pentagrama, incluso aquellas que a primera vista parecen equivocadas o disonantes.


Cuando miramos con amor a una persona la estamos ayudando a ser ella misma, a sacar lo mejor que tiene de su bodega interior. Solo quien nos ama nos ayuda a crecer. Es verdad que el amor adopta a veces la forma de corrección o reproche, pero siempre con el objetivo de ayuda a la persona madurar. En la carta a los Hebreos leemos unas palabras que a veces nos desconciertan, pero que son muy iluminadoras: “El Señor reprende a los que ama y castiga a sus hijos preferidos. Soportáis la prueba para vuestra corrección, porque Dios os trata como a hijos, pues ¿qué padre no corrige a sus hijos? Si os eximen de la corrección, que es patrimonio de todos, es que sois bastardos y no hijos” (Hb 12,6-8). Solo nos corrige quien nos ama de veras, quien busca de corazón nuestro crecimiento en la fe. 

Me parece que hoy vivimos un clima cultural en el que toda corrección se interpreta como una amenaza a la sacrosanta privacidad del yo. Quizás no caemos en la cuenta de que ese falso respeto es, en realidad, una forma de despreocupación y, por lo tanto, de falta de verdadero amor. El refranero ha acuñado una fórmula extrema: “Quien bien te quiere, te hará llorar”. Sin llegar a las lágrimas, es preciso redescubrir el sentido pedagógico de la corrección, tanto en el seno de las familias como de las comunidades cristianas. Donde hay amor, hay corrección. Naturalmente, la forma de corregir debe ser proporcionada, amable, propositiva. Lo que más nos ayuda no es que nos refrieguen lo que hacemos mal, sino que nos hagan ver lo que podríamos hacer mejor. Hay personas que tienen este hermoso carisma; por eso, son hoy imprescindibles. 



miércoles, 18 de enero de 2023

Unidad, libertad y caridad


Hay personas con las que da gusto hablar. Aunque tengan problemas o no vean las cosas claras, siempre ponen el acento en lo que da vida, en lo que une. Su presencia es estimulante. Otras, por el contrario, tienen la rara habilidad de ver errores y enemigos por todas partes. Se presentan como personas críticas, pero a menudo son solo ignorantes y amargadas. Su presencia es disgregadora. 

Estos últimos días, a propósito de las memorias del arzobispo Gänswein y de la muerte del cardenal Pell, se han disparado nuevos dardos contra el papa Francisco. Que si no es un papa legítimo, que si ha traicionado el dogma católico, que si solo dice astracanadas, que si se inspira en un concilio (el Vaticano II) herético, que si es comunista, que si está llevando a la Iglesia a su desaparición, etc. Este discurso tremendista se encuentra en algunas páginas web bien conocidas y también en emisoras de radio y cadenas de televisión que presumen de católicas. 

A mí este discurso cansino me produce, sobre todo, tristeza y a veces un poco de rabia. Y ello por tres razones: 1) porque, en general, estas personas (laicos y también sacerdotes y religiosos) demuestran una ignorancia supina disfrazada de amor a la Tradición y a la Iglesia; 2) porque su tono es casi siempre hiriente y ofensivo, aunque lo disfracen de irónico; 3) porque solo consiguen crear un clima de pesimismo, desafección y ruptura. La primera razón (su ignorancia supina) es la más importante. Salvo pocas excepciones, manejan datos históricos y argumentos teológicos y canónicos de un simplismo tal que, si no fuera por las nefastas consecuencias que producen en los más sencillos, harían reír. Por ejemplo, las razones que algunos aducen para considerar que la renuncia de Benedicto XVI no fue válida y que, por tanto, el papa Francisco es ilegítimo.


Me cuesta entender qué extraño mecanismo psicológico mueve a estas personas. Cuando me ha tocado hablar con algunas de ellas (cosa que ha sucedido en muy contadas excepciones), he visto una mezcla de inseguridad patológica y de necesidad compulsiva de tener todo claro, con tal de que esa claridad -eso sí- coincida con la idea previa que se han hecho de lo cristiano, aunque esta no coincida con lo que la Iglesia ha ido discerniendo en el curso de los siglos. No me gusta cebarme con este tipo de personas porque, aparte de no conseguir nada, se crea un abismo afectivo. Procuro escucharlas con atención, hacerme cargo de sus preocupaciones e invitarlas a meditar la Palabra de Dios con humildad y no tanto ciertos libros basados en apariciones o supuestas revelaciones divinas que van contra las enseñanzas de la Iglesia.

A veces, me entran ganas de recordarles las conocidas palabras de san Juan de la Cruz en su libro Subida al Monte Carmelo. Parecen dirigidas a nuestro tiempo. Hablando de la revelación, escribe: “(En la encarnación) Dios ha quedado como mudo y no tiene más que hablar, porque lo que antes hablaba en partes a los profetas, ya lo ha hablado todo en su Verbo, dándonos el Todo que es su Hijo. Por lo cual el que ahora quisiese preguntar a Dios o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino que haría agravio a Dios no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer alguna otra cosa o novedad”.


No estamos viviendo momentos de entusiasmo eclesial. Las redes sociales amplifican las polarizaciones y divisiones. Solo encuentro un antídoto para combatirlas: oración, formación y diálogo. O, por decirlo con palabras atribuidas impropiamente a san Agustín de Hipona: In necessariis unitas, in dubiis libertas, in omnibus caritas” (En las cosas necesarias, unidad; en las cosas dudosas, libertad; en todo, caridad). Hay, pues, tres actitudes que, son a la vez, dones que recibimos: unidad, libertad y caridad. Las recuerdo en el día en el que empezamos la Semana de Oración por la Unidad de los cristianos

El lema de este año es: “Haz el bien, busca la justicia”. Esta unidad no se refiere solo a nuestra relación con otras iglesias hermanas o confesiones cristianas. Empieza en el seno de nuestras parroquias y diócesis católicas. Necesitamos cristianos que no estén todo el día buscando agravios, viendo vigas en los ojos ajenos, despotricando contra el papa, cazando herejes y apóstatas, vaticinando el final de la Iglesia y, en definitiva, mostrando muy poca fe. Lo único que nos permite vivir con la conciencia tranquila es “hacer el bien”. No se salva quien exhibe una supuesta ortodoxia a prueba de bomba y condena a quien no la observa, sino quien ama mucho. Jesús lo dejó muy claro. A nosotros nos cuesta entenderlo. 

martes, 17 de enero de 2023

Aprender a sufrir con Él


En los últimos días varias personas han compartido conmigo algunas situaciones dolorosas. Casi todas tienen que ver con enfermedades y muertes. Un sacerdote joven sabe que su madre, también joven, está a punto de morir víctima de un cáncer. Un músico amigo me comparte que a su padre, que no llega a los 80 años, le quedan días o semanas de vida porque el cáncer que padece ha hecho ya metástasis en el cerebro. Lo mismo sucede con una religiosa de la comunidad a la que voy todos los días a celebrar la misa. El tío de un gran amigo mío se encuentra en una situación semejante. Otro amigo italiano tiene a su padre postrado en cama desde agosto, víctima de un ictus del que no logra recuperarse. Algo parecido le sucede al hermano de una lectora asidua de este blog. La lista es larga. Por mucho que hayamos vivido en otros momentos situaciones semejantes, nunca estamos preparados del todo para afrontarlas con serenidad y esperanza. 

La enfermedad, como indica la etimología de la palabra enfermo (in-firmus), nos impide estar firmes, nos desequilibra, rompe nuestros planes y rutinas. Mientras muchos trabajan y se divierten, los enfermos y allegados descubren la otra cara de la vida. No siempre estamos sanos y pletóricos. A menudo, comprobamos que somos más frágiles de lo que habíamos imaginado. Enfermamos, envejecemos y morimos. La secuencia es sabida. La conocemos desde niños y, sin embargo, la mente humana hace todo lo posible para desecharla de nuestro horizonte. Vivimos “como si” la enfermedad y la muerte no existieran, como si fueran asuntos de los otros. Sabemos que alguna vez nos tocarán de cerca, pero no vemos necesario prepararnos para ello. “Que sea lo que Dios quiera” es el estribillo que muchas personas mayores repiten cuando llegan situaciones incontrolables.


Yo me tomo muy en serio la tarea de orar por las personas que comparten conmigo situaciones de dolor. Incluso escribo sus nombres en un papelito que coloco bajo el san José arrodillado que tengo en la mesita de mi rincón de lectura y meditación. Soy consciente de que el sufrimiento nos desborda. Hemos avanzado mucho en la reducción del dolor, pero el sufrimiento camina por otros derroteros. El sufrimiento es algo mucho más profundo que el dolor físico producido por un mal funcionamiento de nuestro organismo. Tiene que ver con la brecha que percibimos entre lo que somos y lo que deberíamos o nos gustaría ser, entre lo que hacemos y nuestros ideales, entre las relaciones deseadas y las padecidas, entre el presente y futuro.

Aprender a sufrir con dignidad forma parte de los aprendizajes esenciales de la vida. Una pastilla de Paracetamol o de Ibuprofeno puede reducir el dolor, pero no necesariamente el sufrimiento. Sufrir nos ayuda a madurar, con tal de que demos un sentido a esa experiencia que parece contrariar nuestro deseo de ser felices. En la carta a los Hebreos leemos que Jesús “aun siendo Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y, llevado a la consumación, se convirtió, para todos los que lo obedecen, en autor de salvación eterna” (Hb 5,8-9). El sufrimiento, la conciencia del abismo que nos separa de lo que estamos llamados a ser, nos ayuda a ponernos en manos de Dios, a reducir nuestro orgullo y aumentar nuestra confianza.


Tal vez me equivoque, pero percibo en muchas personas una obsesión compulsiva por eliminar no solo todo posible dolor (lo cual es comprensible), sino incluso todo sufrimiento. Quizá no perciben que hay un sufrimiento, derivado del amor, que es imprescindible para “aprender a obedecer”, que es lo mismo que “aprender a escuchar”. Quizás eso explica la facilidad con la que muchas personas se vienen abajo ante las dificultades de la vida o tienden a consumir fármacos sin control. Desde niños debemos aprender con la cabeza alta el arte del sufrimiento que nos ayuda a madurar. No hay victoria sobre el mal sin sufrimiento. No hay verdadero amor si no estamos dispuestos a sufrir las consecuencias de la renuncia a nosotros mismos y de la entrega a los demás. 

Hoy siento la necesidad de intensificar mi oración por las personas que han compartido conmigo situaciones difíciles y en algunos casos desesperadas. Nunca sabemos qué es lo mejor para ellas, pero hay una oración que siempre es eficaz, la que le pide a Dios que podamos compartir los sufrimientos de Cristo para que experimentemos su poder salvífico y podamos unirnos al triunfo de su resurrección. No es lo mismo vivir las situaciones de sufrimiento unidos al Cristo que sigue sufriendo hoy, que abandonarnos a nuestras solas fuerzas. Sufrir con y por Cristo es un don y una hermosa vocación que el mundo no entiende. Me siguen impresionando las palabras de Pablo en su carta a los Filipenses: “A vosotros se os ha concedido, gracias a Cristo, no solo el don de creer en él, sino también el de sufrir por él” (Filip 1,29).