viernes, 31 de mayo de 2019

El arte de viajar y visitar

Después de varios días de lluvia y temperaturas frescas, Roma ha amanecido hoy radiante. Luce un sol primaveral. Parece que el tiempo se une a la fiesta de la Visitación de la Virgen María con la que se cierra el mes de mayo. Me encuentro una vez más en el aeropuerto de Fiumicino. ¡Hacía mucho tiempo que no viajaba, jajaja! Quisiera vivir el viaje de hoy a la luz del texto de Lucas que se lee en el Evangelio de la fiesta: “Por aquellos días, María se encaminó presurosa a un pueblo de las montañas de Judea” (Lc 1,39). Yo no me dirijo a las montañas de Judea sino a la meseta de Madrid, pero quisiera que este viaje fuera también portador de gracia y alegría. La joven María que se pone en camino para visitar a su pariente Isabel es el modelo de quienes también nos ponemos en camino y vamos a visitar a otras personas. Hoy vivimos tiempos de viajes continuos, de visitas de todo tipo. Miro a mi alrededor y veo todas las salas de embarque atestadas de gente. Las compañías low cost han abaratado los viajes en avión. Por todas partes hay turistas que anhelan romper la rutina y dejarse sorprender por la novedad de otros lugares.

Viajar exige algo más que comprar un billete de avión, reservar una habitación de hotel y preparar el equipaje. Los viajes ponen a prueba nuestra manera de ser. Personas que en la vida ordinaria son educadas y corteses puede volverse antipáticas y groseras cuando viajan. Ya prácticamente han desaparecido los saludos cuando uno ocupa su puesto. Hemos normalizado la indiferencia. Son muchos los que se acomodan en su asiento, ocupan todo el reposabrazos y solo piensan en su propia comodidad, sin tener en cuenta las necesidades de quien viaja a menos de diez centímetros. Da la impresión de que todo está permitido en los viajes. Se puede hablar por el móvil a voz en cuello, calzar sandalias o chanclas malolientes, colarse en las filas, comer con descaro, tirar los desperdicios al suelo, maltratar a las azafatas, ensuciar los servicios higiénicos, dejar el avión como si se hubiera producido una guerra. Admiro a las personas que, en medio de este ambiente de mala educación, se comportan con dignidad, saben saludar y sonreír, ceden su puesto a quien pueda necesitarlo, tratan con amabilidad al personal y ocupan su asiento sin demorarse más de la cuenta en colocar el equipaje en el compartimento superior.

Las visitas tienen también sus códigos. Hay visitas tóxicas, que solo sirven para contaminar el ambiente de agresividad, mal humor y –como se dice ahora– malas vibraciones. Algunos visitantes se comportan como okupas que plantan sus reales en la casa de algún familiar o amigo y la colonizan como si se tratara de un territorio de conquista. Desconocen los detalles de amabilidad y colaboración. Se aprovechan de la hospitalidad ajena y, en ocasiones, exigen derechos que nos les corresponden. Pero hay otras visitas que podríamos denominar “marianas”. Como la de María a su prima Isabel, están cargadas de paz y de alegría. Son como embajadas de humanidad. Tantos los anfitriones como los huéspedes disfrutan con la conversación, las comidas en común, el eventual intercambio de regalos y, sobre todo, la creación de un nuevo espacio en el que unos y otros se sienten relajados y cómodos. Toda visita auténtica es como un encuentro con los ángeles de Dios. San Benito de Nursia escribió en su famosa Regla que el huésped que viene a casa es el propio Cristo. ¡Cómo cambiarían las cosas si quienes visitamos o acogemos nos sintiéramos como el Cristo portador de paz o como el Cristo que se sienta a la mesa con todos!

jueves, 30 de mayo de 2019

No creo en la primavera

He pasado bruscamente del otoño austral a la primavera europea. Esperaba encontrarme a finales de mayo una temperatura agradable y mucho sol, pero Roma me ha recibido con lluvia abundante y solo 15 grados. No tengo más remedio que evocar los conocidos versos de Machado: “Primavera tarda, / ¡pero es tan bella y dulce cuando llega!”. El año pasado me entretuve en comentarlos. Este año prefiero moverme en otro sentido. La primavera es siempre una metáfora cósmica de la resurrección. No es necesario “creer” en ella. Más tarde o más temprano, siempre acontece. No depende de nuestro estado de ánimo, de nuestras ganas de que llegue o de nuestros esfuerzos por retrasarla. La primavera es inexorable: por eso, no creo en ella. Simplemente me limito a recibirla como un milagro anual. Cada invierno tengo la impresión de que se acaba el mundo. Game over. Pero siempre viene una nueva primavera para recordarme que la vida es más fuerte que la muerte. Ya sé que los científicos dicen que a este ciclo de la naturaleza le quedan solo unos 500 millones de años. O quizás muchos menos si no logramos detener el calentamiento del planeta.

¿Cómo creer que la vida de Jesús es más que un estado de ánimo, el resultado de una encuesta o el “espíritu del tiempo”? Que Jesús esté vivo en medio de nosotros no depende de que un día nos levantemos con el pie derecho o de que nos parezca plausible. Los seres humanos nos creemos tan importantes que solo consideramos real lo que a nosotros nos parece tal. El “cogito ergo sum” del amigo Descartes nos ha hecho descaradamente subjetivos. En cierto sentido, la física moderna corrobora también esta visión de que la realidad es una construcción mental. Vemos lo que queremos ver. Las cosas son en la medida en que las pensamos. Nosotros mismos somos la idea que tenemos de nosotros. Dios existe en la medida en que nosotros hemos creado la idea de Dios para hacer más tolerable el drama de la vida. No parece haber ningún peligro en estos juegos mentales. Los hombres modernos nos hemos acostumbrado a ellos. Cuanto más jugamos, más modernos parecemos. Mientras, la primavera llega inexorable, ajena a todas nuestras preguntas y perplejidades, como si siguiera su propio ritmo. La realidad es tozuda. Depende de nostros y nos supera. La creamos y nos crea. La identificamos con nuestras interpretaciones y ella misma nos interpreta a nosotros. Seguimos que es un enigma que acabrá siendo descifrado (¡el optimismo científico no tiene cura!), cuando es, más bien, un misterio que nos envuelve.  Cada respuesta se convierte en un arsenal de nuevas preguntas. El camino no termina. 

Prisioneros de nosotros mismos, a medias ilusos y a medias escépticos, es muy liberador el anuncio cristiano primigenio: “Surrexit Dominus vere!” (Verdaderamente ha resucitado el Señor). Ese vere confiere a la frase una entidad singular. Reafirma que la resurrección de Jesús es un hecho fontal que no depende de las maneras siempre torpes como nosotros la interpretamos. No se trata de “creer” en ella como se cree en algo indemostrable. Se trata de “creer” otorgándole nuestra confianza, dejándonos poseer por ella. El cambio de dirección es esencial. No somos nosotros los que, haciendo un alarde de inteligencia y voluntad, “creemos” en el Jesús vivo. Es él quien “cree” en nosotros y, creyendo, nos “crea”, nos constituye en lo que somos de verdad. Es probable que la primavera romana me haya enseñado esta lección con el lenguaje categórico de los brotes que despuntan en el árbol medio muerto. Pero el destello definitivo me viene de una Palabra que resiste el paso del tiempo como si no hubiera discurso antiguo o nuevo que pudiera modificarla: “Surrexit dominus vere”. Solo me queda responder: “¡Aleluya!”.

miércoles, 29 de mayo de 2019

¡Vaya discursito!

En la primera lectura de la misa de hoy se lee el famoso discurso de Pablo en el Areópago de Atenas. Como no se está dirigiendo a judíos sino a paganos, no invoca la autoridad de las Escrituras. Trata de hacer un discurso “inculturado”, por calificarlo con una expresión de hoy. Hace un esfuerzo por conectar el anuncio del Evangelio con las claves culturales de los griegos. Cuando Lucas pone en labios de Pablo este discurso apologético está mostrando a los lectores de todos los tiempos la necesidad de que la predicación cristiana sintonice siempre con los receptores. No hay un modelo único que se pueda considerar insuperable. Cada época y cada contexto exigen una presentación original. Aunque el discurso paulino es de sobra conocido, lo transcribo literalmente porque no tiene desperdicio: 
«Atenienses, veo que sois en todo extremadamente religiosos. Porque, paseando y contemplando vuestros monumentos sagrados, encontré incluso un altar con esta inscripción: “Al Dios desconocido”. Pues eso que veneráis sin conocerlo os lo anuncio yo. “El Dios que hizo el mundo y todo lo que contiene”, siendo como es Señor de cielo y tierra, no habita en templos construidos por manos humanas, ni lo sirven manos humanas, como si necesitara de alguien, él que a todos da la vida y el aliento, y todo. De uno solo creó el género humano para que habitara la tierra entera, determinando fijamente los tiempos y las fronteras de los lugares que habían de habitar, con el fin de que lo buscasen a él, a ver si, al menos a tientas, lo encontraban; aunque no está lejos de ninguno de nosotros, pues en él vivimos, nos movemos y existimos; así lo han dicho incluso algunos de vuestros poetas: “Somos estirpe suya”. Por tanto, si somos estirpe de Dios, no debemos pensar que la divinidad se parezca a imágenes de oro o de plata o de piedra, esculpidas por la destreza y la fantasía de un hombre. Así pues, pasando por alto aquellos tiempos de ignorancia, Dios anuncia ahora en todas partes a todos los humanos que se conviertan. Porque tiene señalado un día en que juzgará el universo con justicia, por medio del hombre a quien él ha designado; y ha dado a todos la garantía de esto, resucitándolo de entre los muertos».
Se me ha ocurrido imaginar a Pablo paseando por alguna de nuestras ciudades europeas tras las elecciones del pasado domingo al Parlamento de la Unión. Lo imagino por las calles de Roma, Madrid, París, Londres, Lisboa, Berlín, Bruselas o Estocolmo. Lo veo como un tipo que quiere congraciase con el auditorio pero sin renunciar al anuncio claro del Evangelio. Se comporta como un convencido del diálogo fe-cultura, aunque es consciente de que a muchos no les interesa para nada este planteamiento. Hace décadas que lo consideran obsoleto. Si la fe es todavía algo, es mera cultura. Tal vez sus palabras podrían sonar, más o menos, así:

“Europeos, paseando por vuestras calles asfaltadas, viendo vuestros monumentos, leyendo los mejores libros de vuestra literatura y escuchando las obras maestras de la música, veo que habéis sido un continente marcado por la fe cristiana. Es verdad que ahora vuestras ciudades están llenos de nuevos “templos” llamados estadios de fútbol, cines y teatros, bancos y supermercados, pero eso no borra la huella de vuestro rico pasado. En algunos de esos enormes espacios donde se aglomera la gente me parece haber leído en letras de neón algo así como “Al Dios desconocido”. 

En realidad, en ninguna parte he visto un letrero que diga literalmente esto, pero lo he intuido. ¿Cómo se explica, si no, el interés que ponéis en tantas empresas? ¿No lo hacéis, en el fondo, porque esperáis obtener felicidad y sentido? Pues eso que buscáis con tanto ahínco sin conocerlo es lo que yo quiero anunciaros con humildad. Detrás de todo cuanto existe hay un Dios que es su origen y fundamento. A los más aficionados a la ciencia, os resulta familiar hablar del Big Bang como comienzo de todo. Yo no os hablo simplemente de una explosión de energía, ni de un ser imaginado por la mente humana o creado por la inteligencia artificial. El Dios en quien yo creo no es un super-robot que controla el universo, ni una simple idea creada por los seres humanos necesitados de sentido y protección. Es él, más bien, el que a todos da la vida y el aliento.

Él es el origen y fundamento de todo, incluyendo los seres humanos. Él ha dejado su impronta en todo cuanto existe, sobre todo en nuestro corazón inquieto, de modo que los seres humanos lo busquemos como la cierva busca las corrientes de agua, a ver si, al menos a tientas, lo encontramos. En realidad, él no está lejos de ninguno de nosotros, pues en él vivimos, nos movemos y existimos; así lo han dicho muchos científicos, filósofos y artistas: “Somos estirpe suya”.

Por tanto, si somos estirpe de Dios, no debemos pensar que la divinidad se parezca a imágenes de oro o de plata o de piedra, esculpidas por la destreza y la fantasía de un hombre. Tampoco Dios se puede reducir al dinero, al poder, al fútbol, a la ciencia o al arte. Es verdad que estas realidades nos roban a menudo el corazón, pero no se pueden asimilar a Dios. Así pues, pasando por alto nuestras idolatrías antiguas y modernas, Dios anuncia ahora en todas partes a todos los humanos que se conviertan, que crean en él para que tengan vida abundante. Porque tiene señalado un día en que juzgará el universo con justicia, por medio Jesús, su Hijo, a quien yo os anuncio con alegría. La garantía de que no os miento, es que lo ha resucitado de entre los muertos y nos lo ha dado a conocer para que en él encontremos el camino, la verdad y la vida”.

Como sucedió en la Atenas del siglo I, es probable que a muchos hoy este discurso les suene a música celestial; a otros, a disco rayado o al típico sermoncito de curas un poco modernizado. Pero puede que haya algunos que sientan que Dios les toca por dentro. La fe siempre empieza por pocos. También hoy, en el corazón de las grandes ciudades, hay hombres y mujeres que siguen buscando. Cuando sienten que una palabra es autética, portadora de verdad y belleza, la acogen con sencillez y apertura. esta palabra es como una semilla que a su tiempo dará fruto. Nunca hay que perder la esperanza, aunque algunos se rían.

martes, 28 de mayo de 2019

Necesitamos sonreír más

En el vuelo de Buenos Aires a Madrid mi compañero de butaca era un varón de unos 40 años, de complexión fuerte y mirada arisca. Ocupaba el lado de la ventanilla. A mí me tocó el pasillo, que siempre es preferible en los vuelos largos y nocturnos. Cuando llegué, él ya estaba arrellenado en su asiento y con unos grandes auriculares en las orejas. Creo que le dije buenas noches, pero no me respondió. No cruzamos una sola palabra en todo el viaje. Ni siquiera una tímida sonrisa. Daba la impresión de que éramos dos mundos completamente extraños. Esto es cada día más frecuente. Cada uno vamos a lo nuestro. Los sistemas de entretenimiento individuales han hecho que en los viajes aéreos nos abstraigamos del entorno y creemos nuestro propio mundo a base de películas, música y juegos. Hace unos pocos años no era así. Todavía me escribo con un ingeniero italiano con el que volé de Roma a Hong Kong hace apenas siete años. Nos pasamos todo el vuelo conversando. Poco faltó para una confesión en toda regla.

Ayer un compañero mío, al regreso de un paseo vespertino por nuestro barrio romano, me dijo que le había llamado mucho la atención no ver a nadie sonriendo. Es como si todos nos hubiéramos vuelto más circunspectos y quizás tristes. Los móviles nos encierran en nuestro pequeño mundo. Las noticias nos abruman. Poco a poco, nos refugiamos en nuestras cuevas. Pasamos sin mirarnos. O quizás incluso sin vernos. Temerosos de entrar en relación, acabamos prisioneros de nuestro solipsismo. Olvidamos que los seres humanos somos “animales sociales”, que no podemos ser felices sin abrirnos a los demás. Creemos que todo irá mejor si escogemos nuestro camino en solitario, pero esa es una vía muerta que conduce al suicidio. Estamos hechos para la relación. Más aún: no somos si no nos relacionamos. En el rostro de los demás aprendemos quiénes somos. Si nadie nos mira ni nos habla acabamos por no saber quiénes somos. Zombis que se desplazan de un lado a otro sin saber muy bien adónde se dirigen o por qué caminan.

Sonreír es el arte de las personas sencillas y felices. Los niños y los ancianos serenos saben sonreír sin forzar una mueca artificial. Es como si la sonrisa fuera la respiración del alma. Están reconciliados con la vida. Ni tienen miedo de ser lo que son. No ven fantasmas por todas partes. No consideran a los demás como enemigos o competidores. Las personas que sonríen afirman la vida sin decir una sola palabra. Más aún: confiesan a Dios como Señor de la vida. Quizás por eso las sociedades secularizadas e incrédulas sonríen menos. Practican el arte de la ironía y aun de la socarronería, pero, poco a poco, van perdiendo la capacidad de sonreír porque solo sonríe quien, en medio de las contradicciones de la vida, sabe que hay un Amor que nos sostiene; por eso, no pierde la esperanza y las ganas de vivir. No sonríe el ingenuo sino el creyente. A veces, lo mejor que podemos hacer para mejorar un poco este mundo nuestro es sonreír desde dentro, dejar que lo mejor de nosotros mismos se escape por la comisura de los labios.

lunes, 27 de mayo de 2019

Todavía es Pascua

Desde el avión se veía toda la campiña romana verde, con un color fresco, de primavera “inoltrata”. Roma me recibió con lluvia y temperatura fresca, como si el invierno estuviera dando sus últimos coletazos. Las casi doce horas de Buenos Aires a Madrid y las dos horas de Madrid a Roma no se me hicieron demasiado pesadas. Traté de aprovechar el tiempo del mejor modo posible. Atrás quedan dos meses intensos, variados, ricos. Me brota un gran sentimiento de gratitud por todo lo vivido. Europa se despierta este lunes con los resultados de las elecciones al parlamento europeo celebradas ayer domingo. Aumenta la diversidad. En España se celebraron elecciones municipales y autonómicas en la mayoría de las comunidades autónomas. También el voto se ha desperdigado mucho, aunque hay mayoría socialista. La fragmentación es cada vez mayor, reflejo de la fragmentación social. Se imponen pactos y acuerdos. Quizás estamos entrando en una nueva etapa en la que ningún partido obtendrá la mayoría absoluta. Todos pueden aportar y ceder algo. Para esta nueva etapa no sirven delas viejas actitudes de prepotencia y exclusión. Se requiere una mayor capacidad de diálogo y una visión a largo plazo.

El desfase horario (solo cinco horas) me produce un poco de somnolencia, pero la vida sigue. La semana comienza con muchos asuntos sobre la mesa. Estamos todavía en el tiempo pascual. Me parece que ha pasado un siglo desde el domingo de Pascua, pero su fuerza sigue irradiando sobre nuestro tiempo. Nos cuesta vivir como resucitados. Se nos da mejor transitar el “via crucis” que hollar el “via lucis”. Es como si no acabáramos de creer que Cristo es más fuerte que el mal y la muerte. Tanta alegría nos parece excesiva, como sobrevenida antes de tiempo, como si lo propio de la travesía terrena fuera movernos en un valle de lágrimas “(“in hac lacrimarum valle” como cantamos en la Salve). Solo los contemplativos han aprendido a vivir esta alegría serena de la Pascua sin la inconsciencia de quienes creen que todo va bien, o de quienes esconden la cabeza para no ver el sufrimiento que nos rodea. Por eso, sin contemplación, no somos capaces de estar alegres. Podemos tener ciertos momentos de exaltación, pero pronto caemos en el pesimismo. La alegría mana siempre de dentro afuera. Sin interioridad habitada por el Espíritu no hay alegría posible.

Me cuesta comprender por qué a tantos cristianos les (nos) resulta difícil la contemplación. Mientras nosotros la orillamos, otros grupos y movimientos de corte psicológico o neoespiritualista la reivindican como camino de humanidad. Me vienen a la memoria los versos de Calderón de la Barca: “Cuentan de un sabio que un día / tan pobre y mísero estaba, / que solo se sustentaba / de unas hierbas que cogía. / ¿Habrá otro, entre sí decía, / más pobre y triste que yo?; / y cuando el rostro volvió / halló la respuesta, viendo / que otro sabio iba cogiendo / las hierbas que él arrojó”. Me parece que muchos tesoros de la tradición cristiana que nosotros hemos arrinconado por obsoletos, son “recogidos” por personas y grupos que ven en ellos una gran riqueza y que aciertan a proponerlos con un lenguaje moderno que suena a novedad. Si algo nos recuerda la Pascua es que, donde hay un cristiano, hay siempre una humanidad nueva, que nada que viene de Dios se vuelve viejo, que siempre podemos sacar tesoros nuevos de esa profunda mina que es nuestra interioridad habitada por el Espíritu. Si cayéramos en la cuenta de estas inmensas posibilidades, no iríamos por la vida mendigando pequeños placeres. Aprenderíamos a explorar nuestra morada interior, la celda de Dios en nuestros corazones.




domingo, 26 de mayo de 2019

Tenemos un maestro interior

Escribir esta entrada en el aeropuerto de Ezeiza mientras espero mi largo vuelo de Buenos Aires a Madrid es una forma de relajarme después del apretado programa de los últimos días. Hoy celebramos el VI Domingo de Pascua. En las lecturas de este domingo hay varios puntos de luz que atraen mi atención. El fragmento de los Hechos de los Apóstoles (15,1-2.22-29) ayuda a entender y planearte las tensiones entre tradicionalistas e innovadores que han recorrido la historia de la Iglesia desde los orígenes. Hoy hablamos de “conservadores” y “progresistas” o de “conservadores” y “liberales”, como suele ser habitual en ambientes anglosajones. En toda comunidad –como en toda persona– hay siempre dos fuerzas: una que nos empuja al mantenimiento de lo conocido y otra que nos atrae hacia lo ignoto, lo nuevo. Ambas son necesarias para un desarrollo equilibrado. Por eso, nunca he entendido –ni en la vida de la Iglesia, ni en la política– la tentación de eliminar una de las dos fuerzas. Es una forma de suicidio. En la vida personal, social y eclesial necesitamos la fuerza de la tradición. Sin ella, no sabemos de dónde venimos quiénes somos, qué valores sustentan nuestra forma de entender la vida. Es verdad que no debemos confundir la Tradición con las pequeñas tradiciones mudables, pero la conexión con el pasado es imprescindible. Por otra parte, necesitamos la fuerza de la novedad. Sin ella, correríamos el riesgo que quedar prisioneros en nuestras estructuras de siempre. Donde hay vida, hay desarrollo; es decir, cambio. Solo las realidades muertas permanecen las mismas siendo lo mismo. El genial filósofo y teólogo Xavier Zubiri nos enseñó bien esta distinción. Los seres humanos somos siempre “los mismos” (no hay un cambio de sustancia), pero no siempre somos “lo mismo” (evolucionamos).

La Iglesia primitiva vivió un grave conflicto entre los cristianos de origen judío y los provenientes del paganismo helenista. Hablaban lenguas diferentes (hebreo y griego), tenían culturas diferentes y percibían de manera diferente el significado de la fe en Jesús. Los primeros consideraban que era necesario circuncidarse y seguir las tradiciones judías para ser cristiano; los segundos no se sentían obligados a eso. Las tensiones fueron en aumento hasta el punto de romper casi la comunión. No tuvieron más remedio que reunirse (la llamada “asamblea de Jerusalén”), dialogar, discernir y tomar algunas decisiones. Hubo una sustancial (la no obligatoriedad de la circuncisión para los provenientes del paganismo) y otras secundarias (la conveniencia de observar ciertas prácticas rituales). Esto no les ahorró problemas, pero, por lo menos, les señaló un camino claro. La fórmula usada llama mucho la atención: “El Espíritu Santo y nosotros hemos decidido”. Lo que, a primera vista, parece un atrevimiento intolerable, refleja, en realidad, lo que leemos en el Evangelio de Juan: “El Defensor, el Espíritu Santo que enviará el Padre en mi nombre, os enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn 14,26). No estamos solos en los procesos de discernimiento. Contamos con la ayuda del Espíritu que, por una parte, “nos recordará todo lo referido a Jesús” (la fuerza de la tradición) y, por otra, “nos enseñará todo” (la fuerza de la novedad). Donde no hay Espíritu, conservadores y progresistas se enzarzan en pugnas interminables, se lanzan acusaciones y se acusan mutuamente de heterodoxos. Donde hay Espíritu, se habla, se discierne y se decide.

Esta luz nos permite entender mucho de lo que nos está pasando hoy. En internet abundan las páginas de católicos ultraconservadores que ven herejías por todas partes, empezando por el papa Francisco. Se dedican a denunciar, insultar y excomulgar a otros cristianos con frases sarcásticas y ofensivas, erigiéndose en guardianes de la ortodoxia, como si tuvieran una especie de acceso exclusivo al Espíritu Santo. Curiosamente, son páginas muy visitadas. Por el lado progresista, también hay descalificaciones, pero me parece que, en general, más inteligentes y menos agresivas. ¿Cuándo aprenderemos el arte del discernimiento? Todos hemos recibido el Espíritu Santo en el Bautismo y la Confirmación. Él nos pone en comunión con nuestras raíces y nos abre la novedad. Él es el único que puede hacer la síntesis. Sin Espíritu, unos y otros nos perdemos en una cacofónica Babel, ideologizamos todo, rompemos la unidad, fracasamos en la evangelización y no avanzamos nada. Feliz domingo.

sábado, 25 de mayo de 2019

Mi Buenos Aires querido

Cuando uno se encuentra a gusto, dos meses se pasan en un santiamén. Cuando, por el contrario, no acaba de encontrar su lugar, cada día se hace cuesta arriba. Yo me he sentido muy a gusto en el tiempo transcurrido en Argentina, Chile, Paraguay y Uruguay. Dentro de unas horas regreso a Roma. De no haber sido por los compromisos que me aguardan en Europa, podría haber continuado mucho más tiempo por esta región del sur del mundo. Sintonizo con mis hermanos de aquí, con los paisajes y la cultura y con el modo de entender y vivir la misión claretiana. Durante un día y medio he compartido mi visión de las cosas con el gobierno de San José del Sur y he recogido sus observaciones. Regreso a Roma satisfecho y agradecido. Precisamente hoy, 25 de mayo, una de las fiestas patrias argentinas, leo en El País digital un largo e interesante artículo del periodista argentino, afincado en Madrid, Martín Caparrós. El artículo en cuestión se titula Buenos Aires, la ciudad abrumada. Me parece una excelente y prolija descripción –un poco impresionista, si se quiere– del momento actual que vive esta hermosa y decadente ciudad porteña. Como señalé en la entrada de ayer, en este viaje he dispuesto de muy poco tiempo para visitarla, pero del suficiente para percibir algo de su alma.

Esa frase mil veces citada de Malraux –“Buenos Aires es la capital de un gran imperio que nunca existió”– expresa bien esa combinación de grandeza y miseria, de universalidad (aquí hay gentes de todo el mundo) y de provincianismo, de vanguardia y de viejas (y a veces ajadas) tradiciones. Por eso, Buenos Aires, incluso en medio de sus grandes avenidas llenas de luces y colores, es una ciudad melancólica, como si siempre se estuviera quejando de lo que pudo ser y no fue. O de lo que fue y ya no es. Quizás lo que sucede es que en este conglomerado de 15 millones de personas hay muchas ciudades en una. No es lo mismo pasearse por la avenida 9 de julio, que muere frente al gran ventanal del comedor de los claretianos, o por una calle de Recoleta o Palermo, que internarse en el dédalo de “villas miserias” que contornean el núcleo central y que, a veces, surgen  flanqueando una gran autopista. San Telmo tiene poco que ver con Puerto Maduro. Eso hace de Buenos Aires una ciudad “tutti frutti”, donde hay huellas españolas (no demasiadas), italianas (muchas), rusas, libanesas, alemanas, eslavas, judías, etc. Es difícil no enamorarse de una ciudad como esta por más que sus habitantes tengan fama de “agrandados” y hablen un castellano que se presta a una fácil caricatura y a mil imitaciones. Tengo que volver. ¡Adiós, mi Buenos Aires querido!



viernes, 24 de mayo de 2019

Los rostros de la crisis

Buenos Aires es una gran ciudad autónoma. Esta vez no dispongo de tiempo para visitar las librerías de la calle Corrientes, dar un paseo por Puerto Madero o internamente en el barrio de Caminito. Apuro mis últimas horas en la capital porteña reunido con el gobierno de la Provincia claretiana de San José del Sur. Mientras dialogamos sobre diversos asuntos relacionados con nuestra misión en Argentina, Chile, Paraguay y Uruguay, no puedo olvidar la grave crisis económica y social que se vive en Argentina. Muchos ancianos reciben una pensión mínima de 11.000 pesos (unos 218 euros). Con esa cantidad no pueden hacer frente a sus necesidades. Los precios de la “canasta básica” (la cesta de la compra) se han disparado en los últimos meses a un ritmo muy superior al aumento de los salarios. La gente está muy decepcionada con el gobierno de Mauricio Macri, aunque muchos dicen que ahora se está pagando el precio de la mala gestión de los gobiernos anteriores. Cuesta mucho entender cómo un país con superávit comercial vive una crisis de esta magnitud. No soy economista. No puedo, pues, emitir un juicio técnico. Me dicen que, entre los muchos factores crónicos que llevan a una crisis cíclica, está el hecho de que muchos inversionistas sacan sus capitales fuera del país, con lo cual la inversión interna es menor de lo que sería necesario para incentivar la economía.

Sea como fuere, a mí, como misionero, lo que de verdad me interesa son los rostros humanos de la crisis: las numerosas personas “en situación de calle” que viven bajo los puentes de las autopistas que están frente a nuestra casa, las que acuden a los comedores sociales y a los despachos de Cáritas, los ancianos que malviven con 218 euros al mes y que renuncian a seguir medicándose porque la pensión no les alcanza para pagar, siquiera parcialmente, los medicamentos. Ha aumentado el número de suicidios en Argentina. Es un indicador más –quizás el más dramático– de las consecuencias de esta crisis. Mañana se celebrará como fiesta patria la Revolución de mayo. En un laudable ejercicio de autocrítica, hoy ya es posible hablar también del “lado B” de ese acontecimiento histórico que –como sucede con casi todos los hechos fundacionales de los países– tiene más de mito que de realidad. Pasados dos siglos, es posible encararlo de manera más objetiva. Imagino que las víctimas de la crisis no disfrutarán mucho de este “día feriado”. Seguirán luchando por sobrevivir mientras esperan que las elecciones del próximo octubre traigan alguna esperanza, aunque muchos analistas señalan que el año 2020 será todavía peor.

En medio de esta atmósfera pesimista, me llegan las imágenes de la ordenación episcopal de mi antiguo colega en el gobierno general, Leo Dalmao. Esta misma mañana ha sido consagrado obispo en la catedral de Isabela, en la isla filipina de Basilan. Le auguro un fecundo ministerio en una tierra hermosa, pero muy conflictiva. ¡Ojalá pueda hacer honor a su misión de “pontífice” (constructor de puentes) entre los cristianos y los musulmanes! Yo me dispongo a compartir mi informe de 20 folios como fruto de la larga visita a los países del Cono Sur. Mañana, si Dios quiere, emprenderé el viaje de regreso a Roma. Se me agolpan los rostros y nombres de personas a las que he conocido en estos dos meses de “estadía” por estas tierras del sur. Mi lista de amigos en Facebook y mi lista de contactos en WhatsApp han aumentado considerablemente. Pero esto no tiene demasiada importancia. Lo que cuenta es que he tomado conciencia de los muchos hombres y mujeres que se sienten en sintonía con el carisma claretiano y que están contribuyendo a la misión de la Iglesia de múltiples maneras. Este hecho es como una lluvia fresca, esperanzadora, en medio de tantas noticias que invitan al pesimismo. ¡Muchas gracias, amigos!

jueves, 23 de mayo de 2019

Nos siguen matando

Leo con estupor la noticia de que la misionera española Inés Nieves Sancho, de 77 años, ha sido decapitada en la República Centroafricana. Se añade a la tristeza provocada por otra noticia reciente: la del asesinato del misionero español Fernando Hernández, de 60 años, en Burkina Faso. El río de sangre no para de fluir. Ya son 13 los cristianos asesinados en África en lo que va del mes de mayo. Es solo un indicador de un hecho alarmante: crece en todo el mundo el número de cristianos perseguidos. He estado muchas veces en África, desde Guinea Ecuatorial, Nigeria y Congo hasta Kenia, Uganda y Tanzania. Me siento muy atraído por un continente donde se respira vida y hospitalidad. Los misioneros son apreciados y protegidos por sus comunidades. Pero eso no impide que algunos desequilibrados y también grupos de musulmanes radicales los conviertan en blanco de sus iras. Podría haber titulado la entrada de hoy “Los siguen matando”, pero eso expresaría una fría distancia que contradice la esencial comunión entre todos los seguidores de Cristo. Cuando matan a uno por defender su fe, todos morimos un poco. No se trata de una concesión al sentimentalismo vigente, sino una verdad de fe. La “comunión de los santos” implica solidaridad en las alegrías y los sufrimientos.

No es África el único lugar donde matan a los cristianos por el hecho de serlo. También se producen asesinatos y martirios en Asia (sobre todo, en la India) y en América (hay documentados varios casos recientes en México y Colombia). No se trata de poner el acento en si los medios de comunicación informan suficientemente sobre estos casos o si los demás cristianos mostramos compasión o nos escondemos detrás de la indiferencia, después de una primera reacción indignada. La cuestión es más de fondo. ¿Por qué está creciendo la cristianofobia en el mundo? Pareciera que seguir a Jesús es peligroso. Para algunos extremistas hindúes y musulmanes, ser cristiano significa ser representante de la cultura occidental, a la que culpan de los males del mundo; por lo tanto, matar cristianos es una forma de sacudirse el yugo de una opresión multisecular. Para otros, el cristianismo representa una crítica de la cultura relativista, hedonista y depredadora que quiere instalarse en el mundo. Los cristianos somos incómodos. Estorbamos. No excluyo un componente satánico: el “espíritu del mal” no tolera que millones de hombres y mujeres, en medio de sus propias limitaciones e incoherencias, quieran hacer del amor el centro de sus vidas.

Vivimos tiempos difíciles, no solo por la persecución sino también por la confusión. Muchas personas no saben a qué atenerse. El supermercado de opiniones está tan surtido que no resulta fácil escoger la más sensata. Uno puede pasar de un extremo al otro casi sin darse cuenta. Dominan las emociones sobre los razonamientos. Todo es muy fluido, casi gaseoso. En este contexto, ¿cuántos cristianos estarían dispuestos a dar su vida por Jesús? ¿Es la fe un fenómeno sólido, líquido o gaseoso? Como no estamos seguros de que nos toque vivir una encrucijada como ésta, lo mejor es desplazar la pregunta al contexto de nuestra vida cotidiana: ¿Cuántos de nosotros estamos dispuestos a dar testimonio de Jesús sin hacer de esta confesión un arma arrojadiza contra quienes ven la vida de otra manera y sin escondernos vergonzantemente en una tolerancia mal entendida? Dar testimonio es una forma no violenta de vivir y ofrecer la fe. La Iglesia primitiva se fue abriendo camino entre los paganos porque hubo cristianos que, a pesar de las dificultades y persecuciones, no temieron dar testimonio, confesar a Aquel en quien creían. Es verdad que nos siguen matando de formas muy diversas (cruentas o no). Por eso mismo, si es verdad que “la sangre de mártires es semilla de cristianos”, tenemos que confiar en que surgirán nuevos testigos, hombres y mujeres que no sucumbirán al miedo de ser perseguidos y ridiculizados, sino que confesarán con humildad y alegría la propia fe. Mientras, oramos por quienes han sido vilmente asesinados. La Iglesia no puede olvidarlos.

miércoles, 22 de mayo de 2019

Hay cosas que no entiendo

Los casi dos meses transcurridos en el Cono Sur me han alejado un poco de la realidad europea, pero no al punto de olvidarme de ella. Leo que en España ha arrancado la XIII legislatura con una exhibición de fórmulas, a cual más pintoresca, para acatar la Constitución... sin acatarla. Ya se ha convertido en un estribillo el famoso “por imperativo legal” que estrenaron hace algunos años los batasunos para salir del paso, pero sin creer en lo que prometían; más aún, queriendo combatirlo. La jurisprudencia del Tribunal Constitucional permite este tipo de subterfugios “para no caer en el formalismo” (sic). Me cuesta entender esta falta de rigor, pero “magistrados tiene el alto tribunal”. Si alguien no está dispuesto a acatar la Constitución, ¿qué sentido tiene presentarse como candidato a unas elecciones que encuentran su legitimidad en la carta magna? ¿No es una falta de coherencia y, sobre todo, de respeto al electorado? Espero que el hecho de que la “decimotercera” legislatura desde la restauración de la democracia (1977) se haya abierto en martes (martes y 13) no traiga mala suerte. Espero también que el Parlamento no se convierta en un circo en el que los diputados se retan unos a otros a ver quién dice la frase más ingeniosa, más burda o más insultante. Tal como han comenzado las cosas, no preveo un clima de entendimiento y cooperación, sino, más bien, las típicas, insulsas e hirientes batallitas a las que nos tienen acostumbrados bastantes políticos de uno y otro signo. Mientras ellos juegan con florines verbales, los problemas siguen sin resolverse.

Este domingo se celebrarán las elecciones al Parlamento europeo. Los británicos que votaron a favor del Brexit también podrán participar en ellas porque todavía no se ha consumado el divorcio. El sábado pasado se dieron cita en Milán doce líderes de partidos europeos de extrema derecha que recelan mucho de la Unión Europea –se refieren a ella como “los burócratas de Bruselas”– y alimentan movimientos ultranacionalistas. Matteo Salvini, el anfitrión, llegó a decir que “el Inmaculado Corazón de María nos llevará a la victoria”. Quiero creer que con esta frase pretendía expresar una fuerte convicción personal, pero me huele a burda manipulación política. Por supuesto, el papa Francisco salió mal parado. Lo convirtieron poco menos que en el responsable del problema de la inmigración por su defensa de los derechos de los inmigrantes. Es verdad que la Unión Europea tiene defectos y que necesita una fuerte reforma, pero ¿cuándo ha vivido Europa un período más largo de paz, prosperidad y justicia social? Cada vez que los ultranacionalistas de diverso signo abogan por torpedearla parecen olvidar que en el siglo XX –es decir, ayer– se produjeron dos terribles guerras europeas (luego llamadas mundiales) en parte por el auge de los nacionalismos excluyentes y por ese afán de imponerse en vez de colaborar. ¿Es que nunca vamos a aprender la lección de la historia? ¿Estaremos condenados a repetirla una y otra vez?

Escribo en Buenos Aires. Mis amigos argentinos me dicen que, con independencia del color de los gobiernos de turno, el país entra cíclicamente (cada diez años más o menos) en una severa crisis económica con terribles consecuencias sociales. Se quejan de que Argentina (sobre todo, sus políticos) no aprende las lecciones de la historia y siempre repite los mismos errores. Se ve que es algo bastante frecuente. Esta amnesia general no es privativa de un solo continente o un solo país. Es un fenómeno mundial. Pareciera que cada generación se comporta como si todo comenzara con ella, como si el pasado fuera solo un recuerdo desvaído. Me cuesta mucho entender esta falta de sentido histórico, la incapacidad colectiva para aprender de nuestros errores y extraer lecciones de vida que nos hagan progresar. No tiro la toalla porque, junto a tanta gente irresponsable, hay mucha más que no pierde el sentido de la proporción, que no se deja embaucar por propuestas irrealizables y que no se abandona a sentimientos negativos. El problema reside en que esta mayoría no siempre se expresa con claridad. Por lo general, prefiere ver los toros desde la barrera, ahorrarse problemas. Al final, una minoría ruidosa e irresponsable consigue hacerse con las riendas del poder. A veces, cuando la mayoría quiere reaccionar ya es demasiado tarde. ¡Hasta la primera ministra británica insinúa ahora la posibilidad de un segundo referéndum sobre el Brexit! Todo un signo de un proceso superficial, tramposo y caótico, como otros de nuestro entorno. ¿Qué futuro le aguarda a Europa fragmentada de nuevo en pequeños estados? Necesitamos algunos sabios que nos ayuden a conocer y comprender la historia. El momento exige serenidad y sentido común.


martes, 21 de mayo de 2019

Los consejos pastorales

Escribo la entrada de hoy en el aeropuerto de Bahía Blanca. Espero mi vuelo de regreso a Buenos Aires. Durante los dos días en la “puerta del Sur”, he disfrutado mucho con los dos claretianos que se encargan de esta posición pastoral, que comprende parroquia y colegio. Con un poco de humor, son conocidos como “la comunidad de los próceres” porque sus apellidos coinciden con los de dos conocidos líderes políticos argentinos del siglo XIX: José de San Martín y Domingo Faustino Sarmiento. Ayer concluimos nuestro encuentro con una reunión con el consejo pastoral de la Parroquia Inmaculado Corazón de María. Hacía tiempo que no disfrutaba tanto en una reunión de este tipo. Después de las presentaciones de rigor, cada uno de los miembros fue explicando lo que se hacía en los diversos grupos y comunidades que conforman la parroquia: desde el grupo de Cáritas hasta los encargados de la catequesis, la liturgia o el grupo Callejeando, que se ocupa de atender a la gente “en situación de calle”, que es así como se denomina en Argentina a los sin techo. Una vez que me hice cargo de la gran variedad de actividades, nos preguntamos por lo que funciona bien en la parroquia y por lo que es necesario mejorar. El diálogo discurrió con fluidez y, sobre todo, con responsabilidad. Terminamos la velada con una cena a base de empanadas y vino de Mendoza, y con un recital de canciones del folclore argentino. Me fui a la cama agradecido y esperanzado.

La experiencia me ayudó a preguntarme por el sentido que tienen los consejos pastorales (y económicos) de las parroquias. Por desgracia, en muchas no existen. A veces, se debe a la falta de personas dispuestas a asumir su responsabilidad; otras, a la incuria o al autoritarismo del párroco. En ocasiones, los consejos quedan reducidos a un grupo muy formal y obsequioso que se limita a decir siempre sí a lo que el párroco propone o dispone. No hay libertad de expresión ni discernimiento. Se cumple la letra, pero falta espíritu. Hay otras muchas parroquias que disponen de consejos vivos y eficaces que sirven para tomar el pulso a la vida parroquial y animar su marcha. Ayer me reuní con uno de estos consejos. Solo donde hay verdadera participación y responsabilidad se genera vida. No se trata de “empoderar” a los laicos –como se dice hoy con un verbo que detesto, aunque esté reconocido por el diccionario de la RAE– sino de algo más básico: reconocer los derechos de todo bautizado. Por el Bautismo todos somos miembros de la Iglesia. Todos estamos capacitados, pues, para contribuir a su desarrollo y organización.

Muchas cosas están cambiando en la vida de las parroquias, comenzando por el principio de territorialidad. En las ciudades, sobre todo, muchos cristianos no participan en la vida de sus parroquias territoriales, sino en aquellas en las que encuentran acogida, vitalidad y compromiso. En cierto sentido, aunque suene mal, se está imponiendo el principio capitalista de la libertad de mercado. Cada uno escoge la parroquia que más le gusta, aunque esté lejos de su domicilio. Es verdad que los párrocos contribuyen con su manera de ser y actuar a atraer o repeler a los feligreses. Pero, en una Iglesia madura, ¿no tendríamos que avanzar más en la constitución de consejos parroquiales que ayudasen a los párrocos a animar la vida de las parroquias? ¿No estamos desperdiciando talentos admirables por falta de convicción, decisión u organización? ¿No nos estamos privando de muchos carismas laicales por una mala comprensión del papel del presbítero o por un clericalismo patológico? O avanzamos hacia una Iglesia más participativa, o las comunidades se irán depauperando sin vuelta atrás. Naturalmente, para que la participación sea eficaz se requiere formación y acompañamiento. Sin un mínimo de formación cristiana a la altura de los tiempos que corren es muy difícil enriquecer la vida de las comunidades. Sin acompañamiento, se corre el riego de constituir células autónomas que pueden acabar siendo cancerosas.

lunes, 20 de mayo de 2019

El imperio de la mediocridad

Hacer las cosas bien se ha convertido en un hecho extraordinario. Recuerdo que la primera vez que viajé a Alemania, una de mis primeras impresiones fue que las cosas funcionaban correctamente. Las puertas y ventanas ajustaban a la perfección, sin rendijas ni durezas. Los carpinteros habían hecho bien su trabajo. Los trenes salían y llegaban a la hora prevista. Las calles estaban limpias y la gente se comportaba con formalidad. Anoche vi con mis compañeros de la comunidad claretiana de Bahía Blanca una película argentina titulada Mi obra maestra. Uno de los protagonistas confiesa que le encanta Buenos Aires. En algunos aspectos puede competir con cualquier gran ciudad europea, pero añade algo que la hace más interesante y vivible: su decadencia calculada. De hecho, la película cuenta una historia inverosímil en la que dos tipos “vivos” (en el sentido argentino del término; es decir, astutos, aprovechados) –un pintor y un galerista amigo– se las arreglan para hacerse ricos fingiendo la muerte del primero como resultado de un deterioro “calculado”. La decadencia del artista, como la de la ciudad, acaba siendo rentable. Me fui a la cama dando vueltas a un asunto que, sin ser el centro de la película, me lo hizo revivir: la mediocridad que caracteriza nuestro estilo de vida. Nos hemos acostumbrado a hacer las cosas a medias y de manera tramposa. Pareciera que la persona más apreciada es aquella que ha aprendido a manejarse en la vida a base de mañas, mentiras y apariencias.

¿Qué es la mediocridad? Según el diccionario de la RAE, la palabra se refiere a la condición de mediocre; es decir, algo o alguien “de poco mérito, tirando a malo”. Muchas veces me he preguntado por qué tienen tanto éxito algunos programas de televisión que son un monumento a la vulgaridad y a la falta de ingenio. Sigo sin entender por qué ciertos libros mediocres se convierten en best sellers. O por qué personajillos de la farándula, que no aportan apenas nada a la sociedad, son más populares que grandes científicos, pensadores y artistas que nos están ayudando a mejorar la vida. Pareciera que para ser famoso hay que ser mediocre. Cuanto más te alejas de la excelencia, más posibilidades tienes de alcanzar un cierto reconocimiento social. Es como si aupando a algunos mediocres al mundo de los famosos, uno mismo tuviera más argumentos para justificar su propia mediocridad. Lo que observo en la sociedad (en la política, en la educación y en el arte) lo veo también, por desgracia, en la Iglesia. Un campo paradigmático es la liturgia. En algunos lugares, da la impresión de que el descuido, la fealdad y la improvisación se han convertido en rasgos de una liturgia que pretende ser sencilla, inculturada, cercana al pueblo. Nada más lejos de la realidad. Me parece que si algo ayuda a la gente –comenzando por los más pobres– es celebrar una liturgia digna, bella, bien cuidada, atenta a la verdad de los signos y a la realidad de las personas que se congregan. Algo semejante podría decirse de la reflexión teológica y del ejercicio del liderazgo. Contaminados por el ambiente general de mediocridad, nos contentamos con cuatro tópicos de moda repetidos hasta la saciedad o con un acompañamiento superficial de las personas. La mediocridad es la antesala de la disolución porque convierte en admirable “lo que tiene poco mérito, tirando a malo”.

Una sociedad que quiera progresar no puede hacer de la mediocridad su estilo de vida. Necesita apuntar a la excelencia, tanto en el ejercicio profesional como, sobre todo, en la forma de vivir. Excelencia no significa elitismo, aristocracia o distancia de los más débiles. Excelencia significa desarrollar al máximo las propias capacidades, poniéndolas al servicio de los demás. La excelencia tiene que ver con una visión noble de la vida, con la confianza en los seres humanos, con el anhelo de ser co-creadores en esta obra de Dios no terminada. Donde hay pasión por la excelencia nos dejamos atraer por todo lo verdadero, bueno y bello que vemos en las personas y situaciones. No nos resignamos a que las cosas continúen como siempre, no aceptamos como normal el deterioro, la pasividad o la resignación. Frente al “imperio de la mediocridad” necesitamos animarnos unos a otros a la “obra bien hecha”: desde una comida hasta un trámite burocrático, un trabajo de albañilería o fontanería, un escrito, una operación quirúrgica, una obra de arte o una celebración litúrgica. El mundo sería un poco más habitable.