viernes, 31 de mayo de 2019

El arte de viajar y visitar

Después de varios días de lluvia y temperaturas frescas, Roma ha amanecido hoy radiante. Luce un sol primaveral. Parece que el tiempo se une a la fiesta de la Visitación de la Virgen María con la que se cierra el mes de mayo. Me encuentro una vez más en el aeropuerto de Fiumicino. ¡Hacía mucho tiempo que no viajaba, jajaja! Quisiera vivir el viaje de hoy a la luz del texto de Lucas que se lee en el Evangelio de la fiesta: “Por aquellos días, María se encaminó presurosa a un pueblo de las montañas de Judea” (Lc 1,39). Yo no me dirijo a las montañas de Judea sino a la meseta de Madrid, pero quisiera que este viaje fuera también portador de gracia y alegría. La joven María que se pone en camino para visitar a su pariente Isabel es el modelo de quienes también nos ponemos en camino y vamos a visitar a otras personas. Hoy vivimos tiempos de viajes continuos, de visitas de todo tipo. Miro a mi alrededor y veo todas las salas de embarque atestadas de gente. Las compañías low cost han abaratado los viajes en avión. Por todas partes hay turistas que anhelan romper la rutina y dejarse sorprender por la novedad de otros lugares.

Viajar exige algo más que comprar un billete de avión, reservar una habitación de hotel y preparar el equipaje. Los viajes ponen a prueba nuestra manera de ser. Personas que en la vida ordinaria son educadas y corteses puede volverse antipáticas y groseras cuando viajan. Ya prácticamente han desaparecido los saludos cuando uno ocupa su puesto. Hemos normalizado la indiferencia. Son muchos los que se acomodan en su asiento, ocupan todo el reposabrazos y solo piensan en su propia comodidad, sin tener en cuenta las necesidades de quien viaja a menos de diez centímetros. Da la impresión de que todo está permitido en los viajes. Se puede hablar por el móvil a voz en cuello, calzar sandalias o chanclas malolientes, colarse en las filas, comer con descaro, tirar los desperdicios al suelo, maltratar a las azafatas, ensuciar los servicios higiénicos, dejar el avión como si se hubiera producido una guerra. Admiro a las personas que, en medio de este ambiente de mala educación, se comportan con dignidad, saben saludar y sonreír, ceden su puesto a quien pueda necesitarlo, tratan con amabilidad al personal y ocupan su asiento sin demorarse más de la cuenta en colocar el equipaje en el compartimento superior.

Las visitas tienen también sus códigos. Hay visitas tóxicas, que solo sirven para contaminar el ambiente de agresividad, mal humor y –como se dice ahora– malas vibraciones. Algunos visitantes se comportan como okupas que plantan sus reales en la casa de algún familiar o amigo y la colonizan como si se tratara de un territorio de conquista. Desconocen los detalles de amabilidad y colaboración. Se aprovechan de la hospitalidad ajena y, en ocasiones, exigen derechos que nos les corresponden. Pero hay otras visitas que podríamos denominar “marianas”. Como la de María a su prima Isabel, están cargadas de paz y de alegría. Son como embajadas de humanidad. Tantos los anfitriones como los huéspedes disfrutan con la conversación, las comidas en común, el eventual intercambio de regalos y, sobre todo, la creación de un nuevo espacio en el que unos y otros se sienten relajados y cómodos. Toda visita auténtica es como un encuentro con los ángeles de Dios. San Benito de Nursia escribió en su famosa Regla que el huésped que viene a casa es el propio Cristo. ¡Cómo cambiarían las cosas si quienes visitamos o acogemos nos sintiéramos como el Cristo portador de paz o como el Cristo que se sienta a la mesa con todos!

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