jueves, 30 de mayo de 2019

No creo en la primavera

He pasado bruscamente del otoño austral a la primavera europea. Esperaba encontrarme a finales de mayo una temperatura agradable y mucho sol, pero Roma me ha recibido con lluvia abundante y solo 15 grados. No tengo más remedio que evocar los conocidos versos de Machado: “Primavera tarda, / ¡pero es tan bella y dulce cuando llega!”. El año pasado me entretuve en comentarlos. Este año prefiero moverme en otro sentido. La primavera es siempre una metáfora cósmica de la resurrección. No es necesario “creer” en ella. Más tarde o más temprano, siempre acontece. No depende de nuestro estado de ánimo, de nuestras ganas de que llegue o de nuestros esfuerzos por retrasarla. La primavera es inexorable: por eso, no creo en ella. Simplemente me limito a recibirla como un milagro anual. Cada invierno tengo la impresión de que se acaba el mundo. Game over. Pero siempre viene una nueva primavera para recordarme que la vida es más fuerte que la muerte. Ya sé que los científicos dicen que a este ciclo de la naturaleza le quedan solo unos 500 millones de años. O quizás muchos menos si no logramos detener el calentamiento del planeta.

¿Cómo creer que la vida de Jesús es más que un estado de ánimo, el resultado de una encuesta o el “espíritu del tiempo”? Que Jesús esté vivo en medio de nosotros no depende de que un día nos levantemos con el pie derecho o de que nos parezca plausible. Los seres humanos nos creemos tan importantes que solo consideramos real lo que a nosotros nos parece tal. El “cogito ergo sum” del amigo Descartes nos ha hecho descaradamente subjetivos. En cierto sentido, la física moderna corrobora también esta visión de que la realidad es una construcción mental. Vemos lo que queremos ver. Las cosas son en la medida en que las pensamos. Nosotros mismos somos la idea que tenemos de nosotros. Dios existe en la medida en que nosotros hemos creado la idea de Dios para hacer más tolerable el drama de la vida. No parece haber ningún peligro en estos juegos mentales. Los hombres modernos nos hemos acostumbrado a ellos. Cuanto más jugamos, más modernos parecemos. Mientras, la primavera llega inexorable, ajena a todas nuestras preguntas y perplejidades, como si siguiera su propio ritmo. La realidad es tozuda. Depende de nostros y nos supera. La creamos y nos crea. La identificamos con nuestras interpretaciones y ella misma nos interpreta a nosotros. Seguimos que es un enigma que acabrá siendo descifrado (¡el optimismo científico no tiene cura!), cuando es, más bien, un misterio que nos envuelve.  Cada respuesta se convierte en un arsenal de nuevas preguntas. El camino no termina. 

Prisioneros de nosotros mismos, a medias ilusos y a medias escépticos, es muy liberador el anuncio cristiano primigenio: “Surrexit Dominus vere!” (Verdaderamente ha resucitado el Señor). Ese vere confiere a la frase una entidad singular. Reafirma que la resurrección de Jesús es un hecho fontal que no depende de las maneras siempre torpes como nosotros la interpretamos. No se trata de “creer” en ella como se cree en algo indemostrable. Se trata de “creer” otorgándole nuestra confianza, dejándonos poseer por ella. El cambio de dirección es esencial. No somos nosotros los que, haciendo un alarde de inteligencia y voluntad, “creemos” en el Jesús vivo. Es él quien “cree” en nosotros y, creyendo, nos “crea”, nos constituye en lo que somos de verdad. Es probable que la primavera romana me haya enseñado esta lección con el lenguaje categórico de los brotes que despuntan en el árbol medio muerto. Pero el destello definitivo me viene de una Palabra que resiste el paso del tiempo como si no hubiera discurso antiguo o nuevo que pudiera modificarla: “Surrexit dominus vere”. Solo me queda responder: “¡Aleluya!”.

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