lunes, 20 de mayo de 2019

El imperio de la mediocridad

Hacer las cosas bien se ha convertido en un hecho extraordinario. Recuerdo que la primera vez que viajé a Alemania, una de mis primeras impresiones fue que las cosas funcionaban correctamente. Las puertas y ventanas ajustaban a la perfección, sin rendijas ni durezas. Los carpinteros habían hecho bien su trabajo. Los trenes salían y llegaban a la hora prevista. Las calles estaban limpias y la gente se comportaba con formalidad. Anoche vi con mis compañeros de la comunidad claretiana de Bahía Blanca una película argentina titulada Mi obra maestra. Uno de los protagonistas confiesa que le encanta Buenos Aires. En algunos aspectos puede competir con cualquier gran ciudad europea, pero añade algo que la hace más interesante y vivible: su decadencia calculada. De hecho, la película cuenta una historia inverosímil en la que dos tipos “vivos” (en el sentido argentino del término; es decir, astutos, aprovechados) –un pintor y un galerista amigo– se las arreglan para hacerse ricos fingiendo la muerte del primero como resultado de un deterioro “calculado”. La decadencia del artista, como la de la ciudad, acaba siendo rentable. Me fui a la cama dando vueltas a un asunto que, sin ser el centro de la película, me lo hizo revivir: la mediocridad que caracteriza nuestro estilo de vida. Nos hemos acostumbrado a hacer las cosas a medias y de manera tramposa. Pareciera que la persona más apreciada es aquella que ha aprendido a manejarse en la vida a base de mañas, mentiras y apariencias.

¿Qué es la mediocridad? Según el diccionario de la RAE, la palabra se refiere a la condición de mediocre; es decir, algo o alguien “de poco mérito, tirando a malo”. Muchas veces me he preguntado por qué tienen tanto éxito algunos programas de televisión que son un monumento a la vulgaridad y a la falta de ingenio. Sigo sin entender por qué ciertos libros mediocres se convierten en best sellers. O por qué personajillos de la farándula, que no aportan apenas nada a la sociedad, son más populares que grandes científicos, pensadores y artistas que nos están ayudando a mejorar la vida. Pareciera que para ser famoso hay que ser mediocre. Cuanto más te alejas de la excelencia, más posibilidades tienes de alcanzar un cierto reconocimiento social. Es como si aupando a algunos mediocres al mundo de los famosos, uno mismo tuviera más argumentos para justificar su propia mediocridad. Lo que observo en la sociedad (en la política, en la educación y en el arte) lo veo también, por desgracia, en la Iglesia. Un campo paradigmático es la liturgia. En algunos lugares, da la impresión de que el descuido, la fealdad y la improvisación se han convertido en rasgos de una liturgia que pretende ser sencilla, inculturada, cercana al pueblo. Nada más lejos de la realidad. Me parece que si algo ayuda a la gente –comenzando por los más pobres– es celebrar una liturgia digna, bella, bien cuidada, atenta a la verdad de los signos y a la realidad de las personas que se congregan. Algo semejante podría decirse de la reflexión teológica y del ejercicio del liderazgo. Contaminados por el ambiente general de mediocridad, nos contentamos con cuatro tópicos de moda repetidos hasta la saciedad o con un acompañamiento superficial de las personas. La mediocridad es la antesala de la disolución porque convierte en admirable “lo que tiene poco mérito, tirando a malo”.

Una sociedad que quiera progresar no puede hacer de la mediocridad su estilo de vida. Necesita apuntar a la excelencia, tanto en el ejercicio profesional como, sobre todo, en la forma de vivir. Excelencia no significa elitismo, aristocracia o distancia de los más débiles. Excelencia significa desarrollar al máximo las propias capacidades, poniéndolas al servicio de los demás. La excelencia tiene que ver con una visión noble de la vida, con la confianza en los seres humanos, con el anhelo de ser co-creadores en esta obra de Dios no terminada. Donde hay pasión por la excelencia nos dejamos atraer por todo lo verdadero, bueno y bello que vemos en las personas y situaciones. No nos resignamos a que las cosas continúen como siempre, no aceptamos como normal el deterioro, la pasividad o la resignación. Frente al “imperio de la mediocridad” necesitamos animarnos unos a otros a la “obra bien hecha”: desde una comida hasta un trámite burocrático, un trabajo de albañilería o fontanería, un escrito, una operación quirúrgica, una obra de arte o una celebración litúrgica. El mundo sería un poco más habitable.

1 comentario:

  1. Estoy de acuerdo con tu reflexión. Me da la impresión que el "imperio de la mediocridad" es también en parte una rebelión contra la unión que hemos dado entre "excelencia" y "poder de superioridad". En muchos casos, incluso eclesiales, la llamada "excelencia" se convirtió de signo de privilegios, manipulación y distanciamiento de los más débiles y sencillos. No ha sido siempre fácil combinar la "excelencia" con la humildad y el servicio a los demás.

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