domingo, 31 de marzo de 2019

Me apunto a este Padre

Tras más de doce horas de vuelo desde Madrid, llegué ayer a Buenos Aires a las 8,25 de la mañana. Viajé en un Airbus 350-900. Desde los accidentes de Indonesia y Etiopía, parece que los Boeing inspiran más temor.  El avión se llamaba Museo del Prado. Lo han bautizado así para conmemorar el bicentenario del famoso museo madrileño. Era un avión nuevo de 348 asientos. A mí me tocó junto a dos chicas argentinas que regresaban a su país tras un viaje por Europa. Vi un par de películas españolas (El reino me pareció una denuncia valiente de la corrupción política) y dormí todo lo que pude para compensar la falta de descanso de la noche anterior. El otoño bonaerense es cálido y húmedo. Tras los saludos iniciales, enseguida empecé a preparar la visita a los claretianos de la Provincia de San José del Sur, que comprende Argentina, Chile, Uruguay y Paraguay. Ayer por la noche, viajé desde Buenos Aires a Chascomús. Esta será la primera comunidad que voy a visitar a lo largo de este IV Domingo de Cuaresma. La Pascua está ya cercana.

En el Evangelio de hoy se lee la famosa parábola del padre misericordioso y los dos hijos pródigos, quizás la más larga, conocida y hermosa de cuantas contó Jesús. Es difícil no estremecerse escuchando este relato. No importa que lo sepamos de memoria. Es un guion perfecto para entender quiénes somos nosotros (a veces, derrochadores e irresponsables como el hijo pequeño; casi siempre, cumplidores y rígidos como el hijo mayor) y, sobre todo, quién es Dios.  En realidad, solo se entiende la fuerza de esta parábola cuando caemos en la cuenta de quiénes son los primeros destinatarios. Lucas lo aclara al comienzo de la narración: “Todos los recaudadores de impuestos y los pecadores se acercaban a escuchar. Los fariseos y los doctores murmuraban: Éste recibe a pecadores y come con ellos” (Lc 15,1-2). Hay dos grupos: por una parte, los recaudadores y pecadores, que, sin ninguna dificultad, se van a reconocer en la figura de hijo menor; por otra, los fariseos y doctores, que no se van a dar por aludidos cuando Jesús retrate la rigidez y tristeza del hijo mayor. La tensión está servida. A ambos los quiere el padre. A ambos los busca. A ambos les abre la puerta de un nuevo futuro.

Con una parábola así, salida de los mismísimos labios de Jesús, ¿cómo es posible seguir alimentando la idea de un Dios vengativo, enemigo del hombre, al acecho de nuestros fallos, incapaz de celebrar la fiesta de la vida? A veces tengo la impresión de que muchas personas que no creen en Dios o que tienen una imagen muy negativa de Él nunca han escuchado con el corazón este relato. Jesús no puede ser más explícito. En relación con el hijo menor, “estaba aún distante cuando su padre lo divisó y se enterneció. Corriendo, se le echó al cuello y le besó”. En relación con el hijo mayor, “su padre salió a rogarle que entrara”. En ambos casos, el Padre toma la iniciativa, atiende a cada uno según su necesidad, es sensible a su situación. Le mueve el amor, no el castigo o el reproche. 

Toda parábola es un espejo en el que vemos aumentados los rasgos de nuestra fisonomía espiritual. Nos pasamos la vida preguntándonos si nos parecemos más al hijo menor o al pequeño. Es probable que de jóvenes encontremos la figura del menor más cercana a nuestros propios desvaríos. De mayores solemos vernos reflejados en el resentido e intransigente hijo mayor. En realidad, importa poco cuál sea nuestro perfil. El mensaje de Jesús nos empuja más allá: quiere que todos, grandes y pequeños, acabemos pareciéndonos al Padre; es decir, que desarrollemos una enorme comprensión hacia todos los seres humanos: los despilfarradores de la fortuna y los que se creen dueños de ella. Feliz domingo.


sábado, 30 de marzo de 2019

Lógicamente

Hacía 40 días que no pasaba por el aeropuerto de Fiumicino, una cuaresma de ayuno aéreo. Aprovecho la espera de mi vuelo para teclear la entrada de hoy. Roma vive una primavera excesiva. Es una buena preparación para el otoño cálido que me aguarda en Buenos Aires. Mientras escribo, me entero de que el parlamento británico ha rechazado por tercera vez el plan de Brexit presentado por la primera ministra May. La cuerda se está tensando demasiado. Por alguna parte se va a romper. Me pregunto por qué tenemos que someter a un pueblo a esta tensión, pero sé que este tipo de preguntas no tienen respuestas claras. El Brexit es solo un símbolo de los muchos procesos extraños que estamos viviendo. 

Aprovecho la espera para leer algunos periódicos digitales. No quiero que el sueño robado a la noche pasada me pase factura antes de tiempo. Me llama la atención una entrevista a Jordi Évole, el director del programa Salvados de La Sexta. Le preguntan por la experiencia vivida en su conversación con el papa Francisco que se emitirá el próximo domingo. Lo que más me desconcierta es el uso del adverbio lógicamente en respuesta a una pregunta del entrevistador. Lo que Évole dice es: El Papa habla de una manera que te llega. A mí al menos me llegó, a pesar de las discrepancias que tengo con él. Lógicamente no estoy de acuerdo con muchas cosas que dice, pero con otras sí.

La última frase revela más de lo que a primera vista parece. Comprendo que Évole no esté de acuerdo con muchas de las cosas que dice el papa, pero no entiendo el uso del adverbio lógicamente al comienzo de la frase. Parece indicar que quienes estamos de acuerdo en muchas cosas con él no actuamos según la lógica. Respeto lógicamente –ahora sí– lo que Évole piense sobre los diversos asuntos éticos, pero las veces que lo he escuchado me parecía estar ante ese tipo de personas que parecen sentirse siempre obligadas a discrepar de los demás –sobre todo, de quienes ejercen alguna autoridad moral– para exhibir su aguda inteligencia, su espíritu crítico, su pedigrí periodístico y, en el fondo, quizá también su superioridad moral. ¿Cómo un periodista crítico, de izquierdas, va a sintonizar con el papa de Roma? Eso sería caer demasiado bajo. Lógicamente no está de acuerdo en muchas (no solo en algunas) cosas de las que el papa dice. A lo mejor me he pasado un poco, pero pocas veces un adverbio me ha parecido tan innecesario.

Un pasajero que está cerca de mí degusta con fruición un helado de cono. Utiliza cucharilla de plástico. La mayoría –como es normal desde hace años– entretiene la espera pegados al móvil. ¿Qué tendrá este adminículo que tanto atrae a pequeños y grandes? Alguien lo definió como “la heroína del siglo XXI”. Suena excesivo, pero de lo que no hay duda es de su carácter adictivo. Yo prefiero dejar lista esta entrada del blog porque no llegaré a Buenos Aires hasta el sábado a las dos de la tarde (hora europea). Espero compartir con los lectores del Rincón algo de lo que vaya viviendo durante los próximos dos meses en mi gira por los cuatro países del Cono Sur. Feliz finde.

viernes, 29 de marzo de 2019

En medio de la noche

Estoy escribiendo esta entrada a la una y media de la mañana. Hacía mucho tiempo que no me quedaba a trabajar hasta una hora tan tardía; o tan temprana, según se mire. Todo el mes de marzo ha sido una carrera contra el reloj. Dentro de unas horas vuelo a Buenos Aires. Tengo que cerrar varios asuntos pendientes. No he tenido más remedio que servirme del café para mantenerme despierto. Mientras escribo, suena una sonata de Haydn. Es el único sonido que rompe el silencio de la noche. Ni siquiera pasan coches por la calle. Yo soy más diurno que nocturno, pero comprendo muy bien a las personas que disfrutan con estos momentos de serena creatividad. Sentado al ordenador, imagino las vidas de algunos habitantes de la noche. 

Pienso en los camioneros que aprovechan estas horas para devorar kilómetros evitando el tráfico denso mientras escuchan la radio. Pienso en los trabajadores que atienden su turno en hospitales, servicios de emergencias, redacciones de periódicos, estaciones de radio y televisión, panaderías, fábricas, gasolineras, comisarías de policía, etc. Pienso en los estudiantes que aprovechan las horas nocturnas para hacer sus trabajos y preparar sus exámenes. Pienso en las personas que levantan a medianoche para orar. Pienso también en los personajes siniestros de la noche: abusadores, ladrones y hedonistas de variado pelaje. Y pienso -¡cómo no!- en las personas que no logran conciliar el sueño a causa de la enfermedad o, en muchos casos, de penurias y conflictos. Siento que entre los nocturnos se crea una solidaridad invisible, como si la noche hermanara más a los seres humanos que el día.

En la Biblia, muchas acciones de Dios tienen lugar “en la noche”. Como canta un himno litúrgico, “la noche es tiempo de salvación”. Lo transcribo entero antes de retirarme a descansar:

La noche no interrumpe
tu historia con el hombre;

   La noche es tiempo
   de salvación.

De noche descendía tu escala misteriosa
hasta la misma piedra donde Jacob dormía.

   La noche es tiempo
   de salvación.

De noche celebrabas la Pascua con tu pueblo,
mientras en las tinieblas volaba el exterminio.

   La noche es tiempo
   de salvación.

Abrahán contaba tribus de estrellas cada noche;
de noche prolongabas la voz de la promesa.

   La noche es tiempo
   de salvación.

De noche, por tres veces, oyó Samuel su nombre;
de noche eran los sueños tu lengua más profunda.

   La noche es tiempo
   de salvación.

De noche, en un pesebre, nacía tu Palabra;
de noche lo anunciaron el ángel y la estrella.

   La noche es tiempo
   de salvación.

La noche fue testigo de Cristo en el sepulcro;
la noche vio la gloria de su resurrección.

   La noche es tiempo
   de salvación.

De noche esperaremos tu vuelta repentina,
y encontrarás a punto la luz de nuestra lámpara.

   La noche es tiempo
   de salvación. Amén.
  

miércoles, 27 de marzo de 2019

Nunca sufrimos tanta soledad

El título de la entrada de hoy lo tomo prestado de una interesante entrevista publicada en La Contra de ayer. Quien la pronuncia es un gerontólogo donostiarra de 54 años que cree que “tuvimos valores cristianos contra la soledad que hay que recuperar”. España ocupa el segundo puesto en el mundo, detrás de Japón, en esperanza de vida. Muchos hombres -y, sobre todo, mujeres- llegan a los 80 o 90 años en un buen estado de salud. Dentro de 20 años, España será el primer lugar del mundo en esperanza de vida. Se está produciendo un fenómeno paradójico, que el gerontólogo resume en una frase muy expresiva: “Convivimos ya 5 generaciones y nunca sufrimos tanta soledad”. Se nos hace difícil ser fieles a una relación de por vida, asumir la responsabilidad de cuidar a los demás, soportar las contrariedades, perseverar en la prueba. Preferimos multiplicar las relaciones de corta o media duración, una especie de “usar y tirar” afectivo que, a primera vista, nos libera de lastres emocionales, pero que inadvertidamente va secando nuestra capacidad de entrega y nos va sumiendo en una soledad homicida. Los ancianos cada vez dejarán menos herencia a sus descendientes porque necesitarán usarla para cuidarse a sí mismos. Los hijos, con menor poder adquisitivo que sus padres, necesitarán trabajar más. Dispondrán de menos tiempo, espacio, recursos –y quizá ganas– para cuidar a sus progenitores, como se ha venido haciendo durante siglos.  

No sé hasta qué punto pueden generalizarse las opiniones de este gerontólogo que es, además, presidente de la sección social de la asociación de gerontólogos de Europa. Sea como fuere, a mí me han hecho reflexionar una vez más sobre un fenómeno que me preocupa como ser humano y como sacerdote. Somos seres relacionales. Si, poco a poco, vamos cortando los vínculos que nutren nuestra identidad o los reducimos al mínimo, acabaremos por no saber quiénes somos, a quién le importamos. Estaremos expuestos a todo tipo de manipulaciones, porque una persona sola, aislada, acaba agarrándose a cualquier asidero para subsistir. Quizás tengamos que tocar fondo para redescubrir que valores arrinconados como la fidelidad, la perseverancia, la resistencia y el cuidado no son antiguallas, sino nutrientes imprescindibles para que la vida humana siga siendo digna de tal nombre. Todos ellos implican morir al propio ego para que otros puedan vivir. Lo que hoy se vende es exactamente lo contrario: aprovéchate de los demás todo lo que puedas para salir airoso. Digámoslo claro: el “misterio pascual” –que es el corazón de la fe cristiana– apenas encuentra enganche cultural y, sin embargo, es la verdadera clave para interpretar el misterio de la existencia: solo quien acepta morir por amor y ser sepultado amanece a una vida nueva y plena.

Doy gracias a Dios por contar con muchas relaciones que me sostienen, además de las familiares y comunitarias. Algunas han superado ya las “bodas de oro”, más de 50 años de confianza y apoyo, a menudo en la distancia física. Si es verdad que la amistad –como el vino– se ennoblece con el paso del tiempo, debo confesar que tengo nobles amigos cuya compañía no se ha visto erosionada por los años. Quizá por eso me duele más comprobar que crece el número de personas que viven una soledad crónica, que no tienen a nadie con quien sincerarse, que están condenadas a arreglárselas por su cuenta o con algunas ayudas puramente funcionales. Me parece que, cada vez más, una forma profética y contracultural de expresar la caridad cristiana es la compañía: ofrecer nuestro tiempo y capacidades para acompañar a quienes están solos (sobre todo, personas ancianas sin vínculos afectivos). Ser compañero significa “compartir el pan” con otra persona; en otras palabras, alimentarnos juntos de lo que nos hace vivir. El Padrenuestro de Jesús admite una versión modernizada. Además de pedirle el pan de cada día, necesitamos decirle a Dios: “Danos hoy la compañía que necesitamos para recorrer con alegría este trozo del sendero”. Nosotros podemos ser ese pan/compañía para los demás. 

martes, 26 de marzo de 2019

Apurados, pero no desesperados

El “ángel bueno” vino ayer con una sorpresa bajo sus alas. A las 12 en punto, hora de Roma, la Santa Sede hizo público el nombramiento de mi hermano claretiano Leo Dalmao como nuevo obispo de la prelatura de Isabela, en la isla filipina de Basilan. El padre Leo no es un claretiano más. Es el prefecto general de formación de los misioneros claretianos. Ha recorrido todo el mundo visitando nuestras casas de formación y animando a formadores y formandos. Se sienta a mi derecha en la mesa de consejos del gobierno general. Su despacho está contiguo al mío y su habitación también. Hemos colaborado en los últimos cuatro años en el llamado “tercer proceso de transformación”. Bromeamos a menudo sobre nuestro trabajo conjunto, al que nos referimos siempre en italiano: terzo processo.  Es normal, pues, que mis sentimientos estén un poco alborotados y divididos. Por una parte, siento tristeza. Nos faltaban poco más de dos años para completar el período de nuestro mandato. Tenemos muchos proyectos todavía pendientes. Lo voy a echar de menos: I will miss you, Leo. Por otra, me alegro de que una iglesia pobre y perseguida como la de Basilan reciba a un obispo joven, sereno y con un gran espíritu misionero.

Hoy no es fácil ser obispo. A las obligaciones y responsabilidades propias de este ministerio se añade un desprestigio generalizado y una enorme presión mediática. Algunos obispos de diversas regiones del mundo han sido señalados con el dedo por haber cometido abusos de diverso tipo (sobre todo, sexuales y económicos), haberlos ocultado o haber gestionado mal las crisis provocadas por ellos. Es verdad que hay muchos obispos (en la Iglesia católica se cuentan más de cinco mil) que están entregando su vida por sus comunidades, pero ya se sabe que “el bien no es fotogénico”. Con noticias sobre gente honrada y responsable no se venden periódicos ni se llenan horas de televisión. 

Ser obispo hoy es en muchos casos un pasaporte directo al martirio. Quizás no al martirio cruento, aunque Basilan es una zona muy conflictiva, pero sí a ese otro martirio que consiste en escrutar al pastor hasta el mínimo detalle para tener algo de qué acusarlo y, así, acumular argumentos contra la Iglesia y decretar su rápida desaparición. Mi hermano Leo es consciente de este reto. Sabe en qué mundo vivimos y en qué momento nos encontramos. Ha aceptado el encargo porque se lo ha pedido el papa Francisco. Su vida ha dado un vuelco de la noche a la mañana. Este nombramiento no figuraba en nuestro plan de acción.

Si yo tuviera hoy 18 o 20 años no sé si me arriesgaría a ser sacerdote. Son tiempos difíciles, confusos y desafiantes. En muchos países (sobre todo, en Europa, América y Australia) se vive una fortísima crisis de confianza y credibilidad. Conozco a algunos sacerdotes que ya no se atreven a organizar actividades con niños o jóvenes por miedo a ser acusados de pederastas. Ya empiezan a ser frecuentes los insultos por las calles o en los medios de transporte público. Los comportamientos aberrantes de algunos han extendido una sospecha generalizada sobre todos. Abundan las publicaciones sobre escándalos, complicidades y vidas dobles. Hay escritores y periodistas que están haciendo caja con estas historias tristes y escandalosas. La tentación es bajarse cuanto antes de la barca… o no subirse a ella. Es difícil sentirse tranquilo y seguro cuando parece que las olas están a punto de anegarla. Ha sucedido en otros momentos de la historia, pero este es nuestro momento.

Y, sin embargo, estoy convencido de que hay que aceptar este tiempo de crisis como una verdadera purificación, como una gracia. Ahora no es tiempo de huidas, sino de fidelidades. No hay que esconderse, sino dar la cara.  En otras palabras, es tiempo de martirio; o sea, de testimonio. Lo que la Iglesia no ha sabido hacer a su debido tiempo por propia iniciativa lo está haciendo ahora por la presión externa. Nunca hay que matar al mensajero, por duras que sean las noticias que reporta. Cuanto antes se aborde esta situación, antes se podrá atajar con verdad, justicia y misericordia. Las víctimas necesitan ser escuchadas, respetadas, acompañadas y resarcidas.  Esta es la prioridad. No hay excusa posible. Pero, además, es necesario crear una cultura de la protección de los menores sin caer en extremismos patológicos. También en este punto necesitamos empatía, cordura y serenidad.

Lo normal sería que en estas circunstancias difíciles y dolorosas descendieran mucho las vocaciones al sacerdocio. Y, sin embargo, en algunos países golpeados por la crisis de los abusos sexuales, están creciendo. Parece una paradoja. ¿Cómo se explica esto? Muchos sacerdotes se sienten humillados por las conductas de algunos de sus compañeros. Guardan un respetuoso silencio por respeto a las víctimas y por temor a ser malinterpretados. Renuncian a invitar a los jóvenes a servir a la Iglesia como sacerdotes porque han perdido la alegría de la vocación. Parece que dudan de que valga la pena entregar la vida al Señor en el servicio de la Iglesia. Algunos aguardan a que pase la tormenta antes de salir a la calle. Y, sin embargo, ahora más que nunca, es necesario no esconderse, asumir la responsabilidad, pedir perdón y continuar caminando. La humillación no puede ser fuente de amargura o resentimiento, sino una invitación a la autenticidad y a la humildad. 

Me parece que algunos jóvenes lo han entendido con más agallas que bastantes sacerdotes maduros. Quieren cargar con la cruz de la Iglesia como nuevos cireneos. Es como si se hubieran tatuado en sus carnes las palabras que san Pablo escribe en su carta a los corintios: “Ese tesoro lo llevamos en vasijas de barro, para que se vea que su fuerza superior procede de Dios y no de nosotros. Por todas partes nos aprietan, pero no nos ahogan; estamos apurados, pero no desesperados; somos perseguidos, pero no desamparados; derribados, pero no aniquilados; siempre transportando en el cuerpo la muerte de Jesús, para que se manifieste en nuestro cuerpo la vida de Jesús” (2 Cor 4,7-10). La vocación no es un asunto nuestro. Es un don de Dios vertido en pobres vasijas humanas. Las vasijas se pueden quebrar, pero el don siempre estará vivo. 

lunes, 25 de marzo de 2019

El Señor está contigo

Dentro de nueve meses celebraremos la Navidad. Parece de mal gusto decir esto en mitad de la Cuaresma, pero es que hoy, 25 de marzo, la Iglesia celebra la solemnidad de la Anunciación del Señor. Es una buena noticia. Los anuncios de Dios siempre están llenos de gracia. El centro de la historia es el niño que empieza a gestarse en el seno de María. Y también la madre que vive una insólita vocación. El año pasado subrayé una frase del relato lucano que parece secundaria − Y la dejó el ángel – pero que está cargada de significado. Este año quiero centrarme en el saludo que el ángel Gabriel dirige a la joven María: ¡Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo! Es un saludo que se dirige a la joven nazarena, pero, en ella, a cada uno de nosotros. Constituye el reverso de lo que muchas personas experimentan cada día. Hay un “ángel malo” que de mil maneras nos insufla el mensaje contrario. A veces, se reviste de publicidad; otras, de modas insistentes; otras, de eslóganes políticos; otras, en fin, de diagnósticos psicológicos o de recreaciones literarias.

El “ángel malo” continuamente nos dice: “Deprímete”. Y, para que nos dejemos llevar por sus insinuaciones, alega un conjunto de hechos que invitan, en efecto, a la depresión: “Mira cómo está el mundo, cada uno va a lo suyo, nadie se preocupa de ti. Mira la Iglesia, no es más que una organización corrompida. ¿Todavía te fías de ella? Al planeta tierra le quedan cuatro telediarios. Es absurdo que te esfuerces. No puedes hacer nada contra un destino marcado”. 

El “ángel bueno” no se inventa el mensaje. Transmite lo que Dios quiere decirnos: “Alégrate” (cháire, en griego). Nos ayuda a ver los signos de vida que nos rodean: “Mira el mundo. Hay millones de hombres y de mujeres que están dando cada día lo mejor de sí mismos. Muchos están pensando en tu alimentación, cuidan de tu salud, te transportan de un lugar a otro, te informan, te enseñan, te divierten. La Iglesia, aun en medio de su fragilidad, sigue ofreciéndote el tesoro de Cristo cada día en la Palabra, en los sacramentos, en las personas que te ayudan a creer, amar y esperar. Crece la conciencia ecológica, el Espíritu suscita por todas partes iniciativas a favor de la paz, la justicia y la reconciliación”.

El “ángel malo” vuelve a la carga: “Eres un fracasado, un empecatado de la cabeza a los los pies. ¿Todavía crees que puedes salir de la ciénaga en la que vives? ¿Cuántas veces han intentado mejorar y has acabado tropezando en la misma piedra? ¡Convéncete, los seres humanos no son más que un conjunto de átomos llamados a la desaparición! Es inútil que te esfuerces”. 

El “ángel bueno” no hace más que pronunciar sobre nosotros la palabra que pronunció sobre María: “Tú, quienquiera que seas, eres un hombre o una mujer inundado de gracia. No existes como producto del azar. Eres fruto del amor de Dios. Él te sostiene. Abre los ojos del corazón para ver la gracia que existe bajo la superficie de cualquier realidad, por negativa que parezca.  Donde hay gracia, hay vida y alegría. Todo lo que Dios ha creado es portador de vida porque Él es el amigo de la vida, un Dios de vivos, no de muertos”.

El “ángel malo” no cesa en su particular campaña de desprestigio. Remata la jugada con un “El Señor no está contigo”. Y, como buen sofista, intenta argumentar: “¿Todavía crees, a estas alturas de la película, que Dios, en el caso de que exista, se va a ocupar de ti, pequeña e insignificante hormiga? ¡Vaya Dios ese que cuando le pides que te libre de una enfermedad o de un fracaso te deja como estabas! ¿Qué significa que el Señor está contigo? ¡Déjate de pamplinas, ya pasó el tiempo de las leyendas piadosas y de los cuentos de hadas! Lo que no hagas por ti mismo, nadie lo va a hacer, y menos ese Dios lejano en el que todavía dices seguir creyendo”. 

El “ángel bueno” no pierde los papeles. Habla con rotundidad: “El Señor está contigo”. No argumenta, se limita a describir: “Él te conoce antes de que nacieras, sabe cuando te sientas y te levantas, de lejos conoce todos tus planes. No te libra del esfuerzo de ser tú mismo, pero te da la energía que necesitas para serlo. Fíate”.

No es obligatorio dejarse guiar por el “ángel bueno”. Si uno quiere, puede seguir las insinuaciones del “ángel malo”, pero entonces no vale quejarse de las consecuencias. 

domingo, 24 de marzo de 2019

Ir a la raíz

El Evangelio de este Tercer Domingo de Cuaresma parece escrito para las personas indignadas. ¿Y quién no se indigna hoy ante el panorama de injusticia y corrupción que nos rodea? Las víctimas de los desastres naturales nos dejan también sin palabras. Es como si Dios se hubiera olvidado de ellas. Cuando algo no nos gusta, la primera reacción es siempre quejarnos, protestar, echarnos a la calle, buscar culpables, imaginar soluciones milagrosas. Si llega el caso, destrozamos el mobiliario urbano, quemamos autobuses y rompemos los vidrios de los bancos y tiendas de lujo. Lo hacen cada semana los famosos chalecos amarillos en Francia. Para prevenir sus desmanes, Macron saca el ejército a la calle. Otros, si pudieran, irían más lejos. Se armarían hasta los dientes para acabar con todos los que consideran impostores o enemigos. El asesino de 49 personas en una mezquita de Nueva Zelanda es un caso reciente. Algunos líderes políticos actuales están desempolvando el hacha de guerra. Sus seguidores los apoyan porque les parece que esa exhibición de fuerza es la única manera de acabar con todos los problemas. La violencia es siempre la tentación de quien cree que las cosas cambian a base de aplastar a los enemigos. Para ello, aducen ejemplos históricos. Es verdad que algunas situaciones de opresión han cambiado como consecuencia de acciones violentas, de revoluciones y de guerras, pero ¿podemos afirmar que han hecho un mundo mejor? En realidad, toda violencia acaba engendrando nuevas formas de dominación porque siembra los gérmenes del desprecio. 

Jesús era muy consciente de esta dinámica perversa. Por eso, cuando le tienden una trampa para que apruebe la violencia contra Pilatos por haber asesinado a algunos judíos en el templo mezclando su sangre con la de los sacrificios, él se niega a entrar en ese juego. Muchos se escandalizaron. Esperaban de él una respuesta más contundente, más “eficaz”. Es claro que Jesús no aprueba la injusticia. Pero − para escándalo de unos y otros − es más claro todavía que no considera que la violencia sea la respuesta justa. Él nos propone una solución mucho más eficaz, pero más difícil: ir a la raíz, cambiar de mentalidad. ¿De qué sirve, por ejemplo, que la revolución bolchevique acabe con la opresión zarista en Rusia si pronto instaura un nuevo régimen exterminador? Los ejemplos abundan en todo el mundo. Son de ayer y de hoy. Lo que nace violentamente solo puede perdurar violentamente. Y ya se sabe que nihil violentum durabile. Una buena parte de los tiranos han terminado sus vidas como ellos terminaron con la de otras personas. 

La propuesta de Jesús es tan radical, tan transformadora, que, después de dos mil años, todavía no hemos llegado al punto de conciencia necesario para comprenderla, y menos para hacerla cultura. Solo unas pocas personas han tenido el coraje de tomarla en serio. Lo que Jesús propone es “hacerse víctima” de la violencia para derrotarla desde dentro con la única arma eficaz: el amor. Las personas que se saben amadas y que encuentran en el amor la razón de su felicidad no necesitan agredir a nadie para sentirse dignas y seguras. La violencia es, en el fondo, un signo de vacío y debilidad, el espejismo que nos hace creer que el abuso del poder puede reemplazar al don del amor.

¿Cuánto tiempo necesitamos para caer en la cuenta de esta nueva manera de entender la vida y hacerla nuestra? A través de la parábola de la higuera, Jesús nos recuerda que Dios siempre da una “prórroga”, un año de gracia, a quien de verdad quiere cambiar, convertirse. Y eso es lo que la Iglesia nos propone también en el tiempo de Cuaresma. Pero, muy a menudo, no sabemos − o no queremos  aprovechar esta oportunidad. Entonces, lo que no consigue la liturgia con su pedagogía tranquila, acaba consiguiéndolo la vida misma. Estoy convencido de que solo cambiamos de mentalidad cuando la vida nos coloca frente a experiencias fuertes que nos obligan a elegir entre la verdad y la mentira, la justicia o la iniquidad, el perdón o la venganza, la vida o la muerte. 

Jesús nos propone anticipar al presente la lucidez que probablemente tendremos en el momento de la muerte. O, de una manera más drástica: vivir ahora , hoy, como nos gustaría vivir mañana en la vida definitiva. Quienes se esfuerzan por hacerlo no necesitan estar comparándose con los demás, envidiar sus posesiones, responder con altanería, agredir, pisotear, ignorar. Sin personas “convertidas” al amor cualquier cambio logrado a base de violencia siempre será pan para hoy y hambre para mañana. Los seres humanos no tenemos paciencia para esperar. Dios, por suerte, es un Dios paciente y misericordioso. Feliz domingo. 

sábado, 23 de marzo de 2019

Preparar el futuro

Hoy he conocido un dato que no hace más que confirmar una sospecha: el futuro demográfico de la humanidad está en África. La media de edad en cada continente así lo revela. En Europa es de 42 años. Le siguen América del Norte (35), Oceanía (33), Asia y América latina (31). A una diferencia considerable está África, con una media de 18 años. En mis viajes misioneros lo he visto con claridad. Europa es un continente de ancianos. África, y en menor medida Asia y América, están llenas de niños y jóvenes. Estos datos admiten muchas lecturas e interpretaciones. Las matemáticas no ofrecen por sí solas la clave para interpretar lo que está pasando, pero nos proporcionan un punto de partida. Se suele argüir que, a medida que crece el nivel económico, disminuye el número de hijos, pero no siempre es cierto. Es verdad que tener pocos hijos puede faciltar un mejor nivel de vida a corto plazo, pero no a medio y largo plazo. Una sociedad con la pirámide de edad invertida (pocos niños y jóvenes en la base y muchas personas mayores en la cúspide) o parecida a un rectángulo vertical es una sociedad que camina irremediablemente hacia su desaparición. El actual bienestar no prepara el bienestar de las generaciones futuras, sino que lo hipoteca. Una sociedad de este tipo, ¿se puede considerar “evolucionada” o, más bien, “retrógrada”? 

Me cuesta entender que no se produzca entre nosotros un cambio de paradigma. Lo que hace noble a una sociedad no es su renta per cápita, sino su aprecio y defensa de la vida, los recursos que invierte para asegurar que todos sus habitantes (desde los niños a los ancianos) tengan sus necesidades cubiertas y puedan vivir con dignidad, no con excesos. La única manera de lograr sociedades en las que no haya desigualdades sangrantes es un estilo de vida sobrio, una cultura de la solidaridad. Se necesita igualmente entender la natalidad como un bien social de primera magnitud. Si así fuera, se cambiaría la legislación laboral y se arbitrarían todas las medidas necesarias para que los padres con hijos pequeños recibieran las ayudas necesarias para educarlos. Cada niño es un don para sus padres y familiares, pero lo es también para la sociedad. Hay, pues, una responsabilidad colectiva que no se puede soslayar. Es verdad – como afirman los padres jóvenes – que hoy es muy caro educar a un hijo en Europa. Pero ¿de verdad es necesario proveerlos de tantas cosas y de tantas supuestas “oportunidades”? Es verdad que un niño necesita una buena alimentación, una casa, juguetes, educación, etc. Los padres se desviven por proporcionarle todo esto. Pero las mejores “armas” para afrontar la batalla de la vida son de otro tipo. Y, mucho me temo, que muy a menudo estas “armas” no existen o están poco afiladas.

No me gusta mucho la metáfora bélica, pero, una vez sugerida, no tengo más remedio que seguir con ella. ¿Qué es lo que, de verdad, nos hace felices en la vida y nos ayuda a afrontarla? ¿Qué “armas” necesitamos? No tengo muchas dudas: el cariño que recibimos, la capacidad de encajar las frustraciones y no hundirnos ante las adversidades, la generosidad para buscar el bien de los demás y no solo nuestro propio interés… Santa Teresa de Calcuta resumió muy bien su ideal en la vida: “Dios no me ha llamado a tener éxito, sino a ser fiel”. Educar a los niños para que triunfen, para que se coloquen un peldaño por encima de los demás hace de nuestro mundo una competición permanente, una batalla sorda que a veces estalla en guerra abierta. No tenemos que triunfar sobre nadie porque el premio ya se nos ha concedido de antemano: ser hijos de Dios. ¿Hay algún posible triunfo más alto que este? 

viernes, 22 de marzo de 2019

La respiración del alma

Los jueves por la tarde tenemos media hora de adoración en mi comunidad. Se expone el Santísimo Sacramento, cantamos un canto repetitivo y permanecemos en silencio un rato antes de recibir la bendición. Algunos se arrodillan sobre la moqueta de la capilla; otros permanecen sentados. Durante unos minutos el mundo se para. Afuera se oyen lejanos los ruidos de los coches de quienes regresan a casa tras concluir la jornada laboral. Yo rasgueo la guitarra mientras entono Bless the Lord my soul, / and bless God’s holy name. / Bless the Lord, my soul, / he leads me into life (Bendice al Señor, alma mía / bendice el santo nombre de Dios. / Bendice al Señor, alma mía / él me conduce a la vida). ¿Qué significa adorar? Es probablemente una de las actividades más incomprendidas. Si orar, en general, parece en muchos casos inútil, ¿qué decir de un ejercicio que consiste en permanecer en silencio y “dejarse mirar” por Alguien a quien no ves ni sientes? Mientras me deslizo por un silencio suave y fluido, pienso en las muchas personas que no pueden disfrutar de algo parecido. No me preocupan en absoluto las críticas y burlas de quienes no entienden. Me preocupan, más bien, los vacíos y angustias de quienes necesitan esta terapia de la adoración y nunca la encuentran… quizá porque nadie se la ofrece.

Adorar significa sentirse a gusto en la piel de criatura, sabiendo que Alguien nos ha llamado a la existencia y nos sostiene con su amor. Significa dejarse caldear por un sol que ilumina y calienta sin quemar. Cuando uno se deja mirar por alguien durante mucho tiempo, acaba pareciéndose a él. Con Dios pasa lo mismo. Adorar es dejarse mirar por Dios para que su mirada vaya configurando nuestro rostro a su imagen y semejanza. Cuando estamos en adoración no nos preguntamos si somos buenos o malos, si hemos cumplido nuestros compromisos o si hemos fallado, si somos fuertes o débiles. La adoración no es un examen de conciencia ni implica un propósito de la enmienda.  Adorar significa reconocer que estamos envueltos por un Misterio que nos sobrepasa sin aterrarnos, que nos mantiene vivos sin anularnos. La adoración es la respiración del alma, un ejercicio imprescindible para no perecer bajo los efectos de la contaminación ambiental que padecemos. Adorar nos hace más hombres y mujeres porque nos pone en contacto con la fuente de nuestra identidad. Nunca somos más grandes que cuando nos sentimos pequeños frente al Dios que se hace también pequeño para estar a nuestro alcance y no humillarnos con su grandeza.

Me gustaría descalzarme como hago cuando oro en la India. Un hombre descalzo es un hombre vulnerable y confesante. Cuando los pies entran en contacto con la tierra se produce la conexión que necesitamos para saber quiénes somos. Hoy disponemos de muchos dispositivos electrónicos. Sabemos conectarnos a una red WiFi o a una plataforma de servicios, pero ya no sabemos conectarnos a la fuente de energía que nos mantiene vivos. Esta desconexión hace que vivamos a medio gas, con la pequeña reserva de nuestras baterías individuales. La adoración es una experiencia de conexión. Nos dejamos recargar por el Dios que nos quiere vivos, no exhaustos o moribundos. 

Van a ser las ocho de la tarde. Se acaba el tiempo. El que preside nos bendice con la custodia que contiene el pan consagrado. Todos reclinamos la cabeza. La capilla huele a incienso. Se ven todavía las volutas de humo. Como el techo es alto, se pierden en la altura. Entono un canto en latín para terminar. Todos salimos en silencio, con el regusto de una experiencia que deseamos conservar. La vida sigue. Lo vivido queda.


miércoles, 20 de marzo de 2019

Seguir a Jesús es peligroso

El equinoccio de primavera -y, con él, el comienzo de una nueva estación- se producirá hoy al filo de las 11 de la noche. Diremos adiós al invierno y nos dispondremos a vivir el tiempo de las flores, aunque en mi caso durará poco porque tengo previsto un largo viaje al hemisferio sur dentro de unos días. Allí regresaré al otoño. Este juego de estaciones parece inocuo, pero nos afecta más de lo que creemos. No deja de ser una hermosa metáfora cósmica del ciclo de la vida y la muerte. También en esto, como en tantas otras cosas, la naturaleza se convierte en maestra. De ahí que quienes saben leer el “libro de la naturaleza” son personas más sabias que quienes lo ignoran o lo emborronan. En cualquier caso, hoy no quería escribir sobre este asunto meteorológico, sino sobre una visita a mi comunidad de Roma.

El viernes vino a nuestra casa un hombre joven de la India. Se llama Shaji Mathew. Está casado y tiene varios hijos. El domingo habló en todas las misas de nuestra basílica del Corazón de María. El lunes dirigió nuestra oración de la tarde. No ha venido como turista, ni siquiera como peregrino. Ha venido a Roma como embajador del dolor, pero también de la resistencia y la esperanza. A través de su testimonio personal y de grandes fotografías tomadas por él mismo hace unos años, ha querido mostrarnos el horror sufrido por los cristianos en el estado indio de Orissa. Comenzó su relato como si fuera una película de terror: “Imaginad que estáis en vuestra casa. Es de noche. Estáis acostados con vuestra esposa e hijos. De repente, pasada la media noche, escucháis fuertes ruidos que vienen del exterior. Con un poco de miedo, abrís la ventana y contempláis a una muchedumbre enfurecida con antorchas en las manos. Veis que comienzan a incendiar la pequeña iglesia del poblado y algunas casas vecinas. Alguien llama a la puerta de vuestra casa. Os negáis a abrir. Insisten con golpes y gritos. Cuando, al final, abrís la puerta, un grupo se abalanza. Uno del grupo, armado con un machete, descarga un golpe sobre vuestro brazo. Comenzáis a sangrar. Las llamas van rodeando todo…”. Varias decenas de cristianos fueron asesinados y otros muchos (en torno a 18.000) sufrieron heridas y vejaciones. Sucedió hace diez años, pero el recuerdo no se ha borrado.

Me he referido en varias ocasiones en este Rincón a la persecución de nuestros hermanos cristianos en varias partes del mundo. Son creyentes perseguidos, pero no eliminados. En contextos difíciles han aprendido a vivir la espiritualidad martirial. La cristianofobia no cesa. Seguir a Jesucristo no es en todas partes un camino de rosas. Se ha convertido en algo muy peligroso. De hecho, el año pasado, más de 4.000 cristianos perdieron su vida por profesar la fe en Jesús. Es difícil hacerse a la idea de lo que esto supone hasta que uno no se acerca a las víctimas, hasta que no escucha historias de carne y hueso. Shaji nos pidió que contempláramos en silencio las fotos expuestas en el largo y ancho pasillo de la planta baja de nuestra casa. Nos entregó a cada uno una vela. Debíamos colocarla delante de la foto que más nos tocara el corazón. Después, en un papelito escribimos nuestros sentimientos. De rodillas, ante un brasero, fuimos depositando esos papelitos para que el fuego los consumiera. A cambio, recibimos otro papelito con un versículo bíblico impreso. A mí me tocó un texto que todavía me sigue dando vueltas: “Confía en el Señor de todo corazón y no te fíes de tu propia inteligencia; en todos tus caminos tenlo presente, y él allanará tus sendas” (Prov 3,5-6).


martes, 19 de marzo de 2019

Los padres imperfectos

De san José he escrito varias veces en este Rincón. En marzo de 2016 me referí a él como el hombre que hablaba con los hechos. En 2017 su fiesta cayó en domingo, así que no escribí nada. En 2018, en una entrada titulada El bien no es fotogénico, me fijé en José como un hombre bueno que no va por la vida de farol. Este año lo quiero proponer como patrón de los padres imperfectos (es decir, de todos los padres). Muchos de mis amigos son padres. Algunos son también abuelos. Otros, los más jóvenes, son padres primerizos que se están entrenando en el arte de educar a sus hijos recién nacidos. Cualquiera de ellos podría hablar de la paternidad con mucho más conocimiento de causa que yo. Por eso, pido perdón si digo alguna extravagancia.

Últimamente se escribe mucho sobre la paternidad. Todo padre que quiera parecer moderno debe tomarse el “permiso de paternidad” que le garantiza la ley. No sé si José de Nazaret responde a este modelo. Leo en el comentario del Diario Bíblico correspondiente al día de hoy esta perla: “Hemos de leer a José en la línea del Evangelio, no según los modelos tradicionales de esposo y de padre, que han respondido más a los referentes culturales occidentales que a la lógica que plantea el Evangelio. Esos referentes han sido la heteronormatividad, la paterlinealidad y el androcentrismo”. Después de leer la última línea, casi me da un síncope. No sabía que José de Nazaret (llamémoslo hoy Pepe Nazareno) había sido durante muchos siglos un tipo heteronormativo, paternolineal y androcéntrico. En fin, no hay día que uno se vaya a la cama sin haber aprendido algo nuevo.

A primera vista, pareciera que es más fácil ser madre que padre. Da la impresión de que la maternidad, aunque tenga algo de aprendido, posee una fortísima base genética. Toda mujer sabe ser madre… como por instinto. Pero no todo hombre sabe ser padre. Aquí la genética tiene menos peso. Deja paso a los famosos “modelos culturales”. Y, claro, uno puede cometer más errores. Hay madres casi perfectas (excepto las posesivas), pero todos los padres son, casi por naturaleza, imperfectos. A veces, se pasan de autoritarios, como sucedía en el pasado, y engrosan el grupo de los heteronormativos, paternolineales y androcéntricos (¡toma lista de epítetos posmodernos!). Otras van de permisivos por la vida para no coartar la libertad de sus tiernos e impresionables retoños, no sea que después les queden traumas de por vida. Ahora, la moda es ir de tiernos y colaboradores en plan colega venido a menos. Pronto habrá una reacción reclamando más dureza para que los niños no salgan demasiado blandos. En fin, que ser padre es un aprendizaje que no acaba nunca. Si antes eran los curas los que marcaban las normas y proponían a san José como modelo de una paternidad madura, ahora son los psicólogos quienes ocupan su lugar y recomiendan no sé cuántas cosas para que la educación sea liberadora, polifuncional y otra sarta de epítetos incomprensibles. Y -como no podía ser de otra manera en la sociedad de la información- los periodistas se encargan de tomar un poco de unos y de otros (de los curas y de los psicólogos) y se inventan cada dos por tres listas de mandamientos y prohibiciones: Las 5 cosas que un padre debe hacer por sus hijos, 10 cosas que los padres no deben hacer por sus hijos. Y, siguiendo esta progresión, se llega a las 20 cosas que un papá debe hacer con su hija. En fin, que los padres modernos no deben quejarse de falta de sugerencias para ejercer con soltura su paternidad. Les explican hasta el último detalle.

A mis amigos, “padres imperfectos”, les recomiendo que no se agobien, que respiren hondo y no se dejen llevar por esta literatura buenista que tanto abunda. Si algo me gusta de José de Nazaret es que hizo mucho y habló poco. De hecho, los evangelios no nos reportan ni una sola palabra pronunciada por él, pero sí hablan de sus actitudes y conductas. Fue un hombre cabal que supo estar a la altura de las circunstancias. Se colocó un paso por detrás para que Jesús y María crecieran. No pensó obsesivamente en si lo estaba haciendo bien o mal. No buscó ningún reconocimiento. En su casita de Nazaret nadie puso una placa “al mejor padre del mundo”. Se limitó a ser lo que era, a confiar en el plan de Dios y a secundarlo con honradez y perseverancia.  No basta ser bueno un día y luego retirarse. Conozco algunos padres jóvenes que, en los primeros meses tras el nacimiento de sus hijos, hacen un alarde de preocupación (les cambian los pañales, les dan el biberón, los acunan, etc.), pero, cumplido ese peaje inicial, comienzan a desentenderse porque “ya se sabe que las madres lo hacen mejor”. Mantenerse siempre ahí, a disposición, es un ejercicio sublime de la paternidad compatible con mil imperfecciones prácticas. 

José de Nazaret, ruega por los padres imperfectos para que sean, por lo menos, tan perseverantes como tú.