lunes, 19 de marzo de 2018

El bien no es fotogénico

Hoy celebramos la solemnidad de san José. Confieso mi debilidad por este hombre de Nazaret que hablaba con los hechos. No conservamos ninguna palabra suya en el Nuevo Testamento. Es como si pasara por él de puntillas, sin hacer ruido. Sabemos lo que dijeron varios personajes siniestros como Caifás, Pilatos y algunos fariseos, pero no sabemos nada de José, el hombre justo, excepto que, en medio de las dificultades, cumplió la voluntad de Dios. Este solo hecho me ayuda a discernir lo que pasa en nuestro tiempo. Hoy los medios de comunicación nos transmiten las palabras y las imágenes de muchas personas que hacen ruido, que hablan mucho, pero transforman poco. El paso del tiempo les irá quitando protagonismo. Mientras, millones de personas buenas, se esfuerzan cada día por hacer este mundo más habitable, pero nunca aparecen. Son como José. Hablan poco y hacen mucho. Está claro que el bien –como creo que decía Billy Wilder– no es fotogénico. Vende más un crimen, una estafa o un amorío que un gesto de bondad. De todos modos, este año no quiero hablar mucho de san José (sería casi una contradicción hablar mucho de quien no habló nada), sino de quienes se preparan para ser los presbíteros de la comunidad. Hoy se celebra el Día del Seminario. Con este motivo quiero escribir una


CARTA A UN JOVEN
QUE NUNCA HA PENSADO SER SACERDOTE


Querido amigo:

No te conozco de nada. O quizá sí. No lo sé. Tal vez eres un visitante asiduo o un explorador ocasional de este Rincón de Gundisalvus. O tal vez eres el hijo de algunos de mis amigos. O puede que nos hayamos encontrado en alguna celebración o en algún viaje. Espero que estés bien y que no te asuste la extensión de esta carta inesperada. Ya sé que hoy no estamos acostumbrados a mensajes largos, pero de vez en cuando se pueden hacer algunas excepciones. No he tenido tiempo suficiente para decirte lo que quiero en un simple gorjeo de Twitter. ¡Qué le vamos a hacer si todavía pertenezco a la galaxia Gutemberg!

Quien te escribe es un cura. O quizás sería mejor decir un misionero sacerdote. No estoy a cargo de una parroquia, como la mayoría de los curas que conoces. Ejerzo un tipo de ministerio itinerante por todo el mundo. No vivo solo, sino en una comunidad de treinta misioneros provenientes de quince países, una pequeña arca de Noé: interétnica, intercultural y, sobre todo, muy fraterna. Soy, pues, un cura un poco especial. Fui ordenado en 1982, así que pronto cumpliré 36 años de ministerio. Puedo decirte que he sido muy feliz a lo largo de este tiempo. ¡Ojo, esto no significa que todo me haya ido bien o que no haya tenido momentos de oscuridad y de prueba, sino que he descubierto el sentido de esta extraña vocación y he experimentado la alegría que la acompaña! No creo que la felicidad consista en vivir exentos de problemas, sino en saber cuál es nuestra misión en la vida, qué quiere Dios de nosotros y procurar hacer su voluntad. Hace años que la pregunta más recurrente no es cómo puedo ser feliz, sino cómo puedo hacer felices a los demás según Dios. La propia felicidad viene por añadidura.

Si eres creyente, es probable que más de una vez te hayas preguntado para qué sirve un cura en un mundo como el nuestro y en una Iglesia cada vez más plural. A primera vista, parece que nadie cuenta con él, a no ser para alguna ayuda esporádica y para ciertas ceremonias en momentos clave de la vida: el nacimiento, el matrimonio y la muerte. De adolescente, ya soñaba con ser misionero. Al mismo tiempo me imaginaba como arquitecto, piloto o director de orquesta. Las tres últimas vocaciones se quedaron en el tintero, latentes, pero todavía hoy dibujo planos, diseño maquetas, viajo mucho en avión y disfruto con la música. En un determinado momento sentí que Dios me llamaba por el primer camino: ser misionero sacerdote. Y aquí estoy, más contento que el primer día, más curado por la experiencia de la vida, más conducido por Dios y más sostenido por mi comunidad, mis amigos y la gente. La oración de cada día me ayuda a saber quién soy, me da fuerzas para afrontar las muchas tentaciones que se interponen en el camino; sobre todo, la de creerme protagonista de una misión que no me pertenece. 

Sé el daño que puede hacer un mal sacerdote. Tú mismo lo habrás pensado cuando lees o escuchas noticias de curas autoritarios, pederastas, mujeriegos, abusadores, narcisistas, ladrones, carreristas, mentirosos o mediocres. Pero sé, sobre todo, el bien que Dios hace a través de miles de hombres de carne y hueso que han aceptado la llamada de Jesús para anunciar su palabra y “servir las mesas”. No se trata ahora de hacer publicidad de esta vocación. No es necesario exhibir una lista de las actividades que un buen cura puede hacer al servicio de la gente. Tampoco es preciso reducir su misteriosa vocación a la de trabajador social o consejero para hacerla más comprensible y aceptable. Tal vez hayas sido testigo directo de algunas de estas acciones. Pero, más allá de lo que un cura haga o deje de hacer, lo importante es que su vida ha sido “expropiada” para convertirse en un signo vivo del amor de Dios hacia los seres humanos, para anunciar el Evangelio de Jesús con su vida y con su palabra, celebrar los sacramentos de la Iglesia y acompañar a las personas y comunidades en su camino hacia Jesús. En esta aventura no hay horario de trabajo. Las 24 horas del día son existencia sacerdotal.

En África y Asia he visto a muchos jóvenes dispuestos a seguir la llamada que Jesús les hace. Hay un verdadero boom vocacional. Me siento muy agradecido a Dios por ello. Es probable que no siempre las motivaciones sean muy claras, pero ¿qué ser humano tiene todo claro desde el principio? ¿Quién de nosotros puede presumir de una coherencia a prueba de bomba? En América y, sobre todo, en Europa, la situación es muy distinta. La mayoría de los sacerdotes supera los 65 años, la edad de la jubilación en la vida civil. Muchas comunidades cristianas, sobre todo rurales, se están quedando sin atención pastoral. La situación se agravará dentro de diez años. Por otra parte, son pocos los jóvenes que se animan a dar este paso. Tú mismo habrás escuchado algunas razones: fuerte descenso demográfico, secularización de la sociedad, imagen negativa de los sacerdotes, falta de alicientes vitales, ausencia de propuestas fuertes, etc. No voy a negarte que, en buena medida, esto es cierto. Pero las mejores vocaciones no surgen cuando todo es fácil, sino cuando hay que remar contracorriente. Por otra parte, Jesús no llamó a los mejores según los criterios humanos, ni tampoco les prometió una vida cómoda, exenta de riesgos. Si repasas la lista de sus colaboradores más próximos verás que hay un poco de todo: pescadores humildes, funcionarios públicos… ¡y hasta un posible terrorista! Y casi todos acabaron mártires, empezando por Pedro. Jesús llama a quien quiere, como quiere y donde quiere. Te puede llamar incluso a ti, ¿por qué no? Ya sé que nunca se te ha pasado por la cabeza una locura semejante. Ya sé que has dedicado varios años a estudiar tu carrera y a encontrar un trabajo decente. Ya sé que tienes novia y piensas formar una familia. Ya sé que te has imaginado el futuro como se lo imagina la mayoría de las personas. El único “problema” es que Jesús tiene más imaginación que tú y acaso se le ha ocurrido fijar sus ojos en ti.

Casi estoy escuchando tu principal objeción: ¿Y qué pasa con mi afectividad y sexualidad? ¿Por qué no puedo casarme si decido hacerme cura? No te voy a ocultar que el celibato será siempre una “paz armada”. Pero será también una fuente inagotable de fecundidad humana y espiritual. Mi hermano Pedro Casaldáliga, un obispo nonagenario entre los indígenas y campesinos de la Amazonia brasileña, lo ha expresado muy bien en estos versos: “No es que dejéis el corazón sin bodas. / Habréis de amarlo todo, todos, todas, / discípulos de Aquel que amó primero”. Si no amas de verdad, la sexualidad te exigirá su peaje. Si amas como Jesús, toda tu energía afectiva y sexual se pondrá al servicio de Dios y de los demás. Entonces, en medio de la lucha cotidiana, cada día será una fiesta. Se te notará en la mirada. Tal vez la publicidad diga otra cosa, pero es mejor escuchar a los testigos que viven este don en la fragilidad de su barro. El celibato puede amargar la vida de quien no ha recibido este carisma o no ha sabido cultivarlo con humildad y responsabilidad. Pero, como gracia que es, tiene la capacidad de ensanchar el corazón humano hasta límites insospechados, hasta el límite de Dios. No es hipérbole poética. Es pura vida encarnada en miles de hombres y mujeres.

Te añado una nota muy práctica para que no te olvides de poner los pies en la tierra. Ser cura hoy no implica ningún ascenso social ni tampoco especiales beneficios económicos. Tendrás lo suficiente para vivir con dignidad, pero poco más. Serás, en la mayoría de los casos, un mileurista. De esta forma, tendrás que descubrir la belleza de una vida sobria y, sobre todo, te sentirás más cerca de quienes no tienen empleo o batallan por sacar adelante a sus familias. Los pobres no te verán como un desclasado, sino como uno de los suyos: un amigo, un compañero de camino, un defensor de sus causas. Habrá personas que te mirarán por encima del hombro, como perdonándote la vida. No serán muchas. Hay más respeto y tolerancia de lo que a simple vista parece. Algunas se mofarán de ti por considerarte una antigualla, un residuo cavernícola de una sociedad precientífica y predemocrática. Muchas películas y novelas abusan de estos clichés hasta el punto de opacar la verdadera identidad del sacerdote. Acepta el envite con humor. La primera pintada que vi cuando vine por primera vez a Roma era muy combativa: “Cloro al clero”. Estas tres palabras resumen bien la actitud anticlerical de algunos. De todos modos, no es necesario que vayas de víctima por la vida, que andes siempre quejándote de incomprensión, o que te defiendas a base de mandobles dialécticos. Basta que tu humanidad conecte con la de quienes no entienden este estilo de vida o lo caricaturizan. Nadie se resiste a la fuerza contagiosa de la humildad, la verdad, el amor y la alegría. Estos valores son tu mejor tarjeta de presentación. Todo lo que huela a farsa y naftalina no tiene credibilidad. Ser cura para engrosar las filas de una institución fuera del tiempo carece de fuerza y atractivo. No caigas en la tentación de convertirte en una pieza de museo.

Por el contrario, ser cura para servir en cuerpo y alma a una comunidad que el Espíritu hace joven cada día merece la pena. No estás llamado a ser funcionario de una multinacional de servicios religiosos, sino una especie de enfermero de este “hospital de campaña” que es la Iglesia, un “camarero del Reino”, un hermano universal. En esta aventura no caminas solo. No te creas un Robinson Crusoe de la fe. Acompañas a los niños, a los adolescentes y jóvenes, a las familias, a los ancianos. Te dejas también acompañar, bendecir y querer por todos ellos. Valoras mucho la vocación de las mujeres en la Iglesia. Sabes que sin ellas no hay ni presente ni futuro. Te codeas con creyentes, agnósticos y ateos. Te sientes cerca de los hermanos de otras confesiones y religiones. Compartes mantel con quienes te inviten a su mesa sin preguntarles si son liberales o socialistas, ricos o pobres, unionistas o independentistas, heterosexuales u homosexuales, blancos o negros, nativos o inmigrantes, buscadores o conformistas. Te sabes miembro del Pueblo de Dios que peregrina. Ni por encima ni por debajo. Siempre al lado, codo con codo, escuchando mucho y hablando lo necesario, preguntando y dejándote aconsejar por quienes viven y saben.

Bueno, no quiero cansarte más. Es probable que nunca te hayas parado a pensar en serio la posibilidad de seguir este camino, pero yo me atrevo a proponértelo hoy con toda la claridad de que soy capaz. Lo hago por dos razones: porque veo la necesidad urgente y porque algunos jóvenes me han confesado que no lo han escogido porque nadie se lo ha presentado con claridad. Yo quiero hacerlo a través de estas líneas. Pero quien tiene que dirigirte la última palabra es Jesús mismo a través del pálpito de tu corazón. Escúchalo y déjate guiar por él. Nunca te arrepentirás.

Tu amigo,

Gundisalvus




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