martes, 13 de marzo de 2018

Tres Papas, tres perspectivas

Hoy se cumplen cinco años de la elección de Jorge Mario Bergoglio como obispo de Roma. Va abriéndose camino la primavera de Francisco. Estos días se están multiplicando los análisis y valoraciones. Con el paso del tiempo, no todo son loas y aplausos. Las críticas, con o sin fundamento, se han multiplicado en los últimos dos años. Gracias a Dios, disfrutamos de libertad de expresión, también en el seno de la Iglesia, para opinar abiertamente. Sin embargo, en muchos casos las supuestas opiniones se convierten en puras y odiosas calumnias. Son los riesgos de la sociedad de la información en la que cualquiera puede convertirse en periodista u opinador. Basta que disponga de un teléfono móvil o de un ordenador conectado a internet. Yo quisiera tomar distancia del ruido mediático y ver las cosas con un poco más de perspectiva histórica. Hace poco acaba de publicarse en español el libro Los Papas. Una historia, en el que el historiador inglés John Julius Norwich hace un repaso de los casi 300 sucesores de Pedro, poniendo de relieve las limitaciones. incoherencias y pecados de algunos de ellos. Hoy muchos periodistas hacen también esa labor. Reconozco que material no falta, pero los pequeños relatos cotidianos pueden hacernos perder de vista el horizonte y distorsionar el verdadero significado del ministerio petrino. Como hoy dispongo de un poco más de tiempo, me extenderé también un poco más de lo normal.

En mis 60 años de vida he conocido a siete papas, un número perfecto. Bueno, el verbo “conocer” hay que entenderlo en el sentido más amplio posible. En realidad, solo con los tres últimos he tenido algo parecido a un pequeñísimo trato personal. Nací diez meses antes de la muerte de Pío XII (1932-1958), viví mis primeros años bajo la sombra bondadosa de Juan XXIII (1958-1963), cuyo cuadro veía en la casa de mis abuelos. Toda mi adolescencia y juventud estuve acompañado por el magisterio de Pablo VI (1963-1978), un Papa al que todavía hoy leo con fruición. Su sensibilidad moderna y su estilo literario me fascinan. Mis años de ministerio sacerdotal coinciden con el largo pontificado de Juan Pablo II (1978-2005). Mi trabajo en Roma, aunque empezó dos años antes de la muerte del Papa polaco, se ha desarrollado, sobre todo, durante los pontificados de Benedicto XVI (2005-2013) y Francisco (2013-…). No me olvido, por supuesto, de los 33 días que Juan Pablo I estuvo en la sede de Pedro en 1978, el año de los tres Papas. Es imposible hablar de los siete con un mínimo de rigor en el espacio de una entrada de blog. Me limitaré a trazar unas pinceladas gruesas de los tres últimos. No pretenden ni mucho menos sintetizar su rica personalidad y menos aún juzgar su ministerio. Son solo impresiones a vuela pluma que preparan una conclusión final en la que sí creo firmemente.

Juan Pablo II venía de la Polonia comunista. Era el primer Papa no italiano después del holandés Adriano VI (1522-1523). La Iglesia latina se abría al mundo eslavo. Estos datos no son suficientes para entender su recia personalidad y su nuevo estilo de ministerio, pero ofrecen claves esenciales. Para él la fe era un tesoro que tenía que ser preservado de las amenazas externas (sobre todo, del comunismo). La Iglesia era una roca en el mar embravecido de la historia. Aprendió a sufrir. Venía de un país sometido al yugo soviético. Frente a la actitud martirial de sus compatriotas polacos, veía a la Iglesia de Occidente, sobre todo al principio de su ministerio, como una Iglesia demasiado aburguesada y contemporizadora, incapaz de hacer frente al secularismo que la estaba desangrando. Se sintió en la obligación de ayudarla a despertar, a recuperar sus raíces cristianas y desplegar una actitud de resistencia y de lucha, ayudado por el espíritu combativo de los llamados “nuevos movimientos eclesiales”. Creía firmemente que Jesucristo es el Redemptor hominis, el Redentor del ser humano. Desde esta clave, enriquecida por su honda piedad mariana (Totus tuus), abordaba todo. Sus dotes de actor imprimieron al ejercicio de su ministerio un tono teatral. Le gustaba actuar, en el más noble sentido de la palabra. Su dominio de la escena era total. Llenaba el espacio con su cuerpo atlético y su manera de situarse. Su voz, en los mejores tiempos, tenía un empaque bíblico. Su capacidad para hablar en diversas lenguas lo acercaba a gentes de todo el mundo. Fue un Papa excesivo en casi todo (duración de su pontificado, número de viajes hechos, lugares visitados, documentos escritos, personalidades encontradas…). Las veces que lo saludé sentí −como creo que no me ha sucedido con ninguna otra persona− que emanaba de él una energía especial. Recuerdo una vez que concelebré con él en su capilla privada. Debió de ser hacia finales de los años 80. Al acabar la misa, se arrodilló en el reclinatorio. Me parecía estar contemplando a un místico.

Benedicto XVI es un bávaro culto. Llegó a la sede de Pedro después de casi 25 años como Prefecto (1981-2005) de la Congregación para la Doctrina de la Fe.  Yo diría que llegó ya “cansado” de lidiar con muchos graves problemas de la Iglesia de finales del siglo XX. No es extraño que, casi ocho años después, renunciara por “falta de fuerzas” para seguir llevando el timón de la Iglesia. Su formación teológica era mucho más rica que la de Juan Pablo II. Se sentía cómodo en su misión de profesor. Concibe la Iglesia como una comunidad que acoge y enseña. Profundidad y claridad son sus características. Es demasiado tímido para actuar en público, al estilo de su predecesor. Si pudiera, desaparecería de la escena. No le gusta aparecer sino hacer. Si hay algún dicho latino que se le pueda aplicar, me inclinaría por este: suaviter in modo, fortiter in re. Es delicado en las formas y muy firme en el fondo. Representa el diálogo entre la fe y la razón, entre Tradición y modernidad, pero con un tono más académico que el usado por Pablo VI, sin la fantasía literaria y pastoral del italiano. Su magisterio ayudó a clarificar posturas, a hacer un discernimiento serio sobre muchas de las principales cuestiones que afectan al cristianismo contemporáneo. Su aprecio de la liturgia y de la música culta son también indicadores de su forma de entender la realidad. En un seguidor de san Agustín, la via pulchritudinis (es decir, el camino de la belleza) es imprescindible para acercarnos al Misterio de Dios. La última vez que lo vi de cerca fue el 2 de febrero de 2013, ocho días antes de su renuncia. Lo encontré tan agotado, tan “fuera de este mundo”, que pensé que moriría en las próximas semanas o meses. Han pasado ya cinco serenos años desde entonces. Su muerte será como su vida: suaviter in modo, fortiter in re. Se irá apagando como una vela que luce hasta consumirse.

Hace cinco años llegó Francisco “casi desde el fin del mundo”. Argentino de origen italiano, jesuita y pastor en la enorme arquidiócesis de Buenos Aires. ¡El primer Papa americano de la historia! No tiene las dotes de actor de Juan Pablo II, pero es un maestro de la gestualidad. Le encanta “llamar la atención”, en el más pastoral sentido de la palabra. Un día lo hace yendo a comprarse unas gafas nuevas en una óptica cercana a la Plaza del Pueblo; otro, llevando su vieja cartera negra en la mano mientras sube la escalerilla del avión… No tiene la sistematicidad de Benedicto XVI, pero sabe ser conciso y presentar los mensajes de una manera que la gente enseguida entiende lo que quiere decir (y, a veces, lo que no quiere). Le gusta la espontaneidad, la cercanía con la gente, sobre todo con los pobres. No da puntada sin hilo. También le gusta mandar. Yo diría que es el más estratega y el más gobernante de los tres. Para él la Iglesia es, sobre todo, un hospital de campaña en este mundo lacerado por tantas injusticias y problemas. Sabe que no dispondrá de tiempo para recoger muchos frutos. Se preocupa, sobre todo, de sembrar semillas de renovación desde su experiencia de Iglesia latinoamericana. Le gusta hablar de procesos más que de proyectos. Tiene ese toque popular que en ocasiones linda con el populismo a ojos de algunos europeos. Ha conseguido desplazar el acento del diálogo fe-razón al diálogo fe-justicia. Cree profundamente que el Evangelio es, ante todo, una experiencia de alegría y misericordia. Como a san Juan Pablo II, le gusta también encontrarse con los grandes del mundo, pero para acercarles las luchas de los pequeños (o de los descartados, como suele decir). La única vez que pude hablar con él percibí una gran cordialidad, una alegría espontánea alejada de todo protocolo.

Es curioso que, de los siete, dos han sido ya canonizados (Juan XXIII y Juan Pablo II) y uno (Pablo VI) lo será el próximo mes de octubre. De los otros dos ya fallecidos (Pio XII y Juan Pablo I) están introducidas las causas de beatificación. Creo que no ha habido ningún otro período de la historia de la Iglesia en el que hayamos contado con Papas de tanta talla humana, intelectual y cristiana. Todos ellos han sido hijos de su espacio y de su tiempo. Han tenido aciertos y han cometido errores. Lo que para algunas personas constituye una limitación (Juan Pablo II era demasiado polaco, Benedicto XVI es demasiado alemán y Francisco es demasiado argentino), para mí constituye un hermoso ejemplo de la encarnación de la Iglesia en la historia concreta de la humanidad. No son seres bajados del cielo, impolutos, sino hombres de carne y hueso, expuestos a los vaivenes históricos. Pero, en medio de ellos, constituyen la mediación humana de que Dios se ha servido para guiar a su Iglesia a lo largo de las últimas décadas. En cada momento, el Papa elegido ha acentuado algún armónico esencial de la fe cristiana. Me parece que Juan Pablo II subrayaba más la verdad; Benedicto XVI, la belleza; y Francisco, la bondad. Si nos fijamos en estos acentos por separado, el resultado se parece más a una caricatura que a una imagen. Pero si los contemplamos unidos, con perspectiva histórica, caemos en la cuenta de que el Espíritu ha estado dibujado un hermoso y complejo camino de maduración en la fe.  Solo una visión de largo alcance nos permite entender mejor el camino que hemos recorrido. No solo no me escandalizo de los aspectos humanos de los Papas, sino que dejaría de creer en ellos si éstos no aparecieran con claridad. La nuestra es una fe que se hace carne.



No hay comentarios:

Publicar un comentario

En este espacio puedes compartir tus opiniones, críticas o sugerencias con toda libertad. No olvides que no estamos en un aula o en un plató de televisión. Este espacio es una tertulia de amigos. Si no tienes ID propio, entra como usuario Anónimo, aunque siempre se agradece saber quién es quién. Si lo deseas, puedes escribir tu nombre al final. Muchas gracias.