Se acaba el mes de abril. Que yo sepa, nadie nos lo ha robado, pero sí nos lo han condicionado mucho (en realidad querría haber usado otro verbo más expresivo) unos y
otros. Yo cumplo dos meses exactos de reclusión doméstica; o sea, que ya no puedo
hablar de cuarentena en sentido estricto
sino de sesentena, que es, por otra parte,
la franja de edad en la que me encuentro. Por eso, en puridad, soy un sesentón (no un sexagenario, aunque suene más fino). Cada día vivido en confinamiento ha
equivalido a un año de vida libre. Para hacer más llevadero el encierro,
mis amigos y conocidos me han enviado con prodigalidad vídeos sugestivos,
fotos, viñetas y memes, audios con cuentos (un amigo entrañable graba uno cada
día y me lo envía un poco antes de la medianoche), enlaces a artículos
interesantes, libros digitales, correos electrónicos (pocos)… y mensajes de
ánimo a través de WhatsApp (muchos).
También yo he incrementado el número (y la calidad) de las videoconferencias, la práctica comunicativa de moda. ¡Hasta doy clases de guitarra por Skype a mis sobrinos pequeños! No sé cómo Internet no se ha venido abajo con tanto tráfico de datos a todas horas. Nuestro técnico está asombrado. ¡Solo faltaría que al virus biológico que ataca a los humanos se añadiera un virus informático que atacase a la red! Eso sí que se parecería bastante a una hecatombe mundial.
También yo he incrementado el número (y la calidad) de las videoconferencias, la práctica comunicativa de moda. ¡Hasta doy clases de guitarra por Skype a mis sobrinos pequeños! No sé cómo Internet no se ha venido abajo con tanto tráfico de datos a todas horas. Nuestro técnico está asombrado. ¡Solo faltaría que al virus biológico que ataca a los humanos se añadiera un virus informático que atacase a la red! Eso sí que se parecería bastante a una hecatombe mundial.
La verdad es que
ya no sé qué decir sobre el asunto de la pandemia, el confinamiento, las curvas
y las mesetas de casos, la desescalada y el sursum
corda. Creo que le he dedicado al maldito virus más de 50 artículos en este
blog, casi un tratado epidemiológico,
emocional y espiritual por entregas. Eso sí que no figuraba en ninguno de mis
sueños y planes para esta primavera. Aquí, en mi comunidad romana, hemos
conseguido detenerlo físicamente, pero el Covid-19
se nos cuela en la oración diaria, en las conversaciones en la mesa, en las
cosas que escribimos y, por supuesto, en las entretelas emocionales de nuestra
vida. Nunca había experimentado cómo una realidad insivisible puede ser tan omnipresente. Por paradójico que resulte, pareciera
que “extra virus nulla salus” (fuera
del virus no hay salvación).
He leído y escuchado tantas cosas sobre este virus y sus consecuencias que ahora, al acabar abril, prefiero comenzar un período de cierta discreción. He sufrido demasiados altibajos emocionales por su culpa como para seguir subido a esta montaña rusa. Gracias a Dios, sigue habiendo mucha vida más allá y más acá de esta pesadilla coronada. No quiero que el virus se coma la fuerza renovadora y vivificadora de la Pascua. El virus, por poderoso que parezca, es contingente. La Pascua es el acontecimiento que nos mantiene vivos, un generador permanente de alegría y esperanza.
He leído y escuchado tantas cosas sobre este virus y sus consecuencias que ahora, al acabar abril, prefiero comenzar un período de cierta discreción. He sufrido demasiados altibajos emocionales por su culpa como para seguir subido a esta montaña rusa. Gracias a Dios, sigue habiendo mucha vida más allá y más acá de esta pesadilla coronada. No quiero que el virus se coma la fuerza renovadora y vivificadora de la Pascua. El virus, por poderoso que parezca, es contingente. La Pascua es el acontecimiento que nos mantiene vivos, un generador permanente de alegría y esperanza.
En el poco tiempo
libre de que dispongo, uno de los libros que me he merendado entre ayer y hoy es El
balneario, del recordado Manuel
Vázquez Montalbán, un catalán de mente abierta, estómago ancho y verbo
punzante. Hacía mucho tiempo que no me tropezaba con este autor, fallecido prematuramente
en Bangkok de un infarto en octubre de 2003. Admiro su sorna y la capacidad que
tiene de hablar de comida en un balneario en el que un grupo de ricos y obesos
europeos y españoles (incluidos catalanes y vascos) se gastan la pasta en hacer curas de adelgazamiento y en aprender a no
comer. El contraste entre la descripción de las prácticas de ayuno draconiano impuestas
por los responsables del balneario y los recuerdos de los suculentos platos que le han
llevado al inspector Carvalho a dar con sus grasas en ese lugar es sencillamente
hilarante y magistral. En descripciones como esas se ve enseguida quién es un
redactor aseado y quién aspira a ser escritor de raza. Creo que Vázquez Montalbán
pertenece al segundo grupo. Reconozco que, aunque disfruto mucho con algunos vídeos
que me llegan estos días (sobre todo, con los musicales), un libro pertenece a
otra dimensión. Los vídeos –no sé por qué– me parecen más efímeros (aunque
algunos los he visto varias veces), más de usar y tirar.
Los libros están siempre ahí como un reclamo permanente. Por más que suene a tópico barato, es verdad que un buen libro (también los hay malos y pésimos) abre ventanas cuando nos vemos rodeados de paredes infranqueables. Por ellos nos asomamos a otros mundos que se nos sugieren y que nosotros debemos imaginar. El autor nos da el boceto; nosotros completamos el diseño. A veces incluso, la ventana se rasga hacia abajo y se convierte en una puerta que nos permite salir de nuestro aislamiento mental. Con un libro en la mano, el confinamiento deja de parecerse a un encierro para convertirse en una peregrinación.
Los libros están siempre ahí como un reclamo permanente. Por más que suene a tópico barato, es verdad que un buen libro (también los hay malos y pésimos) abre ventanas cuando nos vemos rodeados de paredes infranqueables. Por ellos nos asomamos a otros mundos que se nos sugieren y que nosotros debemos imaginar. El autor nos da el boceto; nosotros completamos el diseño. A veces incluso, la ventana se rasga hacia abajo y se convierte en una puerta que nos permite salir de nuestro aislamiento mental. Con un libro en la mano, el confinamiento deja de parecerse a un encierro para convertirse en una peregrinación.