domingo, 19 de abril de 2020

La alegría de creer sin ver

Los de mi generación aprendimos en el catecismo que las bienaventuranzas eran ocho. Incluso en algunos lugares se empleaba una fórmula mnemotécnica para recordar su orden exacto: po-man-llo-ham-mi-lim-pa-per. De esta manera nos era más fácil recordar a los pobres, mansos, llorosos, hambrientos, misericordiosos, limpios de corazón, pacíficos y perseguidos. Quizá no sabíamos que esta era la lista que ofrece Mateo en el capítulo 5. Pero, en realidad, los evangelios están salpicados de “otras bienaventuranzas” que completan y enriquecen ese octeto. Por ejemplo, en el Evangelio de este Segundo Domingo de Pascua nos encontramos con una que parece estar dicha para hombres y mujeres como nosotros, pertenecientes a una cultura muy empirista, que solo admite lo que puede ver, tocar y medir.  En su diálogo con el incrédulo Tomás (símbolo de los discípulos de tercera generación que tienen dificultades para creer), Jesús le dice: “Bienaventurados los que crean sin haber visto”. Es una bienaventuranza en toda regla. En el fragmento de la primera carta de Pedro que se lee como segunda lectura de hoy encontramos algo parecido: “Sin haberlo visto (a Jesús) lo amáis y, sin contemplarlo todavía, creéis en él y así os alegráis con un gozo inefable y radiante, alcanzando así la meta de vuestra fe: la salvación de vuestras almas”. Creer en Jesús y amarlo sin haberlo visto es una fuente de alegría constante y un camino hacia la meta de la vida, la salvación.

Hay un “ver” que se basa en pruebas, certezas, hechos comprobados. Y otro “ver” que se refiere a experiencias transformadoras. La ciencia trabaja con el primer “ver”; la fe, con el segundo. No son incompatibles, pero tampoco idénticos. Uno de los dramas de nuestro tiempo es haber contrapuesto ambas formas de “ver”, como si la afirmación de una supusiera la negación de la otra. Las personas maduras saben muy bien que la ciencia y la filosofía tienen su campo de actuación y su método, pero no por ello reniegan de la fe, que tiene también su especificidad. Lo estamos comprobando en estos tiempos de pandemia. Pedir a Dios que nos ayude a afrontar esta crisis (oración) no implica que dejemos de curar a los enfermos con todos los medios posibles y de buscar una vacuna (ciencia). Quien es capaz de aunar ambas dimensiones experimenta la bienaventuranza prometida por Jesús. Tomás supera su crisis prorrumpiendo en una confesión de fe –“Señor mío y Dios mío – después de que Jesús le invitara a tocar con sus manos las heridas de su cuerpo. El texto no dice que, de hecho, Tomás las tocara, pero señala una pista clara en el camino de la fe. Cuando nos quedamos cerrados en la torre de marfil de nuestras ideas y conjeturas, la fe no brota, porque no es una ideología. Solo cuando nos arriesgamos a “tocar las heridas” del Resucitado en las vidas de las personas que sufren se ilumina lo que nos parecía oscuro, se abre lo que veíamos cerrado.

Hay otro detalle que quisiera subrayar. El Evangelio de hoy comienza de una manera que nos recuerda nuestra situación actual: “Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos” (Jn 20,19). Nosotros estamos recluidos en nuestras casas por miedo al coronavirus. El miedo y la reclusión son, en el fondo, signos de la falta de fe. Jesús, con el don de su paz y de su Espíritu, nos pide no ser víctimas del miedo que paraliza, sino más bien testigos de su presencia entre nosotros. Quizás el signo más elocuente de esta presencia misteriosa es una comunidad en la que se cultiva la enseñanza, la fracción del pan, la oración y la comunión, como de manera idealizada se describe la primitiva comunidad de Jerusalén en la primera lectura de este domingo (Hch 2,42-47). Durante estas semanas de confinamiento tenemos la oportunidad de fijarnos en este espejo para que también nuestras familias y comunidades reproduzcan estos rasgos, que son, en el fondo, destellos del Resucitado en medio de la noche. 

Como viene siendo habitual desde hace veinte años, hoy es también el Domingo de la Divina Misericordia. Los claretianos celebramos además el Día de la Misión Claretiana Universal. No nos faltan motivos para la confianza y para el compromiso misionero.




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