Acabo de ver el Viacrucis presidido por el papa Francisco en el Coliseo. Este año los textos han sido escritos por jóvenes entre 16 y 27 años. Nueve de ellos son alumnos del instituto “Pilo Albertelli” de Roma. Es probable que algunos lectores del Rincón de Gundisalvus hayáis seguido la ceremonia por televisión. Era inevitable recordar que, horas antes, se habían producido dieciséis muertos palestinos y más de dos mil heridos como consecuencia de los enfrentamientos entre manifestantes palestinos y fuerzas del ejército israelí a muy pocos kilómetros de donde Jesús mismo fue ejecutado. Es como si esa bendita tierra estuviera condenada a ser siempre un lugar de sangre, un enorme sepulcro que acoge a sus hijos jóvenes asesinados. Unas veces se llaman israelíes y otras palestinos, pero todos son hijos de la tierra prometida que debería manar “leche y miel”. Sin embargo, lejos de ser un lugar de paz (como indica el nombre de su capital, Jerusalén), sigue siendo uno de los puntos más conflictivos del planeta. Por si no tuviéramos suficiente, marzo se despide con más violencia.
Hoy, Sábado Santo, es the day after, el “día después” en el que la Madre espera. Pero es también el día en el que solo queda una sábana como testigo, porque Jesús no reside en un sepulcro. El pasado Domingo de Ramos leímos el relato de la pasión según san Marcos, que –como es sabido– es el Evangelio más antiguo de los cuatro canónicos. En él se encuentra un detalle, aparentemente secundario, que no se encuentra en los otros tres relatos: “Le seguía, también, un muchacho cubierto sólo por una sábana. Lo agarraron; pero él, soltando la sábana, se les escapó desnudo” (Mc 14,51-52). La tradición y algunos exégetas modernos consideran que ese muchacho es el mismo Marcos, el autor del Evangelio. Pero hoy se piensa, más bien, que se trata de un par de versículos de carácter simbólico introducidos por el redactor. El término griego usado para referirse al “muchacho” es el mismo que se utiliza para referirse a otra figura juvenil que aparece en el último capítulo del Evangelio al hablar de la resurrección de Jesús: “Al entrar al sepulcro, vieron un joven vestido con un hábito blanco, sentado a la derecha; y quedaron sorprendidas. Les dijo: —No os espantéis. Buscáis a Jesús Nazareno, el crucificado. No está aquí, ha resucitado. Mirad el lugar donde lo habían puesto” (Mc 16,5-6). El primer muchacho que, soltando la sábana, escapa desnudo es, en el fondo, una anticipación simbólica del Jesús que, dejando el sudario en el sepulcro, resucita a una vida nueva. La sábana-sudario pertenece al mundo viejo. En el mundo nuevo de Jesús se lleva el vestido blanco de los renacidos.
Escribo estas cosas en el Sábado Santo porque, mirando nuestra vida, descubro muchas “sábanas” que deben ser abandonadas porque nos amarran a una vida vieja, herida, rota. Necesitamos revestirnos del vestido de la esperanza. Estos días del Triduo Pascual estoy celebrando la liturgia en una residencia de ancianas gestionada por una congregación religiosa femenina. Me admira la fe de estas mujeres que, por lo general, muestran una gran fortaleza humana que ha resistido la crisis de la Segunda Guerra Mundial, las penurias de la posguerra y todos los embates de la secularización moderna. A veces me cuentan historias de sus hijos que tienen la misma edad que yo. Abundan las historias de rupturas y crisis. Muchos de estos hijos han experimentado uno, dos o tres divorcios. Algunos han sido víctimas de la droga. Bastantes han abandonado la práctica religiosa e incluso la fe. Me emociona observar cómo estas ancianas madres sufren por las historias rotas de sus hijos y, al mismo tiempo, los quieren con una ternura inmarcesible. Algunos las visitan con frecuencia o las llaman por teléfono desde Estados Unidos, Canadá u otros lugares. Pero no faltan casos en los que los hijos e hijas se desentienden casi por completo de sus madres y tienen que ser las religiosas quienes velen por ellas.
Las historias rotas son como sábanas que los atan al pasado, formas de cubrir su desnudez, sudarios de muertos en vida. Muchos han perdido la esperanza de poder rehacer su vida y no tener que seguir cargando con el peso de separaciones, divorcios, peleas familiares, desfalcos económicos, adicciones, etc. ¿Cómo ayudarles a que suelten la “sábana” y escapen? ¿Cómo mantener la esperanza de que nunca es demasiado tarde para salir del sepulcro de una vida encadenada y lucir el vestido blanco de una vida renacida? El Sábado Santo es una jornada de silencio y reflexión, pero, sobre todo, de esperanza. Nunca es tarde para quien, unido a Jesús, quiere empezar una vida nueva. ¿No consiste la Pascua en el paso de la muerte a la vida? Sueño con el día en el que alguna de estas ancianas me cuente la historia de algún hijo suyo que ha conseguido rehacerse y levantar el vuelo. Historias así hacen mucho más creíble la resurrección.
Hoy, Sábado Santo, es the day after, el “día después” en el que la Madre espera. Pero es también el día en el que solo queda una sábana como testigo, porque Jesús no reside en un sepulcro. El pasado Domingo de Ramos leímos el relato de la pasión según san Marcos, que –como es sabido– es el Evangelio más antiguo de los cuatro canónicos. En él se encuentra un detalle, aparentemente secundario, que no se encuentra en los otros tres relatos: “Le seguía, también, un muchacho cubierto sólo por una sábana. Lo agarraron; pero él, soltando la sábana, se les escapó desnudo” (Mc 14,51-52). La tradición y algunos exégetas modernos consideran que ese muchacho es el mismo Marcos, el autor del Evangelio. Pero hoy se piensa, más bien, que se trata de un par de versículos de carácter simbólico introducidos por el redactor. El término griego usado para referirse al “muchacho” es el mismo que se utiliza para referirse a otra figura juvenil que aparece en el último capítulo del Evangelio al hablar de la resurrección de Jesús: “Al entrar al sepulcro, vieron un joven vestido con un hábito blanco, sentado a la derecha; y quedaron sorprendidas. Les dijo: —No os espantéis. Buscáis a Jesús Nazareno, el crucificado. No está aquí, ha resucitado. Mirad el lugar donde lo habían puesto” (Mc 16,5-6). El primer muchacho que, soltando la sábana, escapa desnudo es, en el fondo, una anticipación simbólica del Jesús que, dejando el sudario en el sepulcro, resucita a una vida nueva. La sábana-sudario pertenece al mundo viejo. En el mundo nuevo de Jesús se lleva el vestido blanco de los renacidos.
Escribo estas cosas en el Sábado Santo porque, mirando nuestra vida, descubro muchas “sábanas” que deben ser abandonadas porque nos amarran a una vida vieja, herida, rota. Necesitamos revestirnos del vestido de la esperanza. Estos días del Triduo Pascual estoy celebrando la liturgia en una residencia de ancianas gestionada por una congregación religiosa femenina. Me admira la fe de estas mujeres que, por lo general, muestran una gran fortaleza humana que ha resistido la crisis de la Segunda Guerra Mundial, las penurias de la posguerra y todos los embates de la secularización moderna. A veces me cuentan historias de sus hijos que tienen la misma edad que yo. Abundan las historias de rupturas y crisis. Muchos de estos hijos han experimentado uno, dos o tres divorcios. Algunos han sido víctimas de la droga. Bastantes han abandonado la práctica religiosa e incluso la fe. Me emociona observar cómo estas ancianas madres sufren por las historias rotas de sus hijos y, al mismo tiempo, los quieren con una ternura inmarcesible. Algunos las visitan con frecuencia o las llaman por teléfono desde Estados Unidos, Canadá u otros lugares. Pero no faltan casos en los que los hijos e hijas se desentienden casi por completo de sus madres y tienen que ser las religiosas quienes velen por ellas.
Las historias rotas son como sábanas que los atan al pasado, formas de cubrir su desnudez, sudarios de muertos en vida. Muchos han perdido la esperanza de poder rehacer su vida y no tener que seguir cargando con el peso de separaciones, divorcios, peleas familiares, desfalcos económicos, adicciones, etc. ¿Cómo ayudarles a que suelten la “sábana” y escapen? ¿Cómo mantener la esperanza de que nunca es demasiado tarde para salir del sepulcro de una vida encadenada y lucir el vestido blanco de una vida renacida? El Sábado Santo es una jornada de silencio y reflexión, pero, sobre todo, de esperanza. Nunca es tarde para quien, unido a Jesús, quiere empezar una vida nueva. ¿No consiste la Pascua en el paso de la muerte a la vida? Sueño con el día en el que alguna de estas ancianas me cuente la historia de algún hijo suyo que ha conseguido rehacerse y levantar el vuelo. Historias así hacen mucho más creíble la resurrección.