sábado, 31 de marzo de 2018

A vueltas con la sábana

Acabo de ver el Viacrucis presidido por el papa Francisco en el Coliseo. Este año los textos han sido escritos por jóvenes entre 16 y 27 años. Nueve de ellos son alumnos del instituto “Pilo Albertelli” de Roma. Es probable que algunos lectores del Rincón de Gundisalvus hayáis seguido la ceremonia por televisión. Era inevitable recordar que, horas antes, se habían producido dieciséis muertos palestinos y más de dos mil heridos como consecuencia de los enfrentamientos entre manifestantes palestinos y fuerzas del ejército israelí a muy pocos kilómetros de donde Jesús mismo fue ejecutado. Es como si esa bendita tierra estuviera condenada a ser siempre un lugar de sangre, un enorme sepulcro que acoge a sus hijos jóvenes asesinados. Unas veces se llaman israelíes y otras palestinos, pero todos son hijos de la tierra prometida que debería manar “leche y miel”. Sin embargo, lejos de ser un lugar de paz (como indica el nombre de su capital, Jerusalén), sigue siendo uno de los puntos más conflictivos del planeta. Por si no tuviéramos suficiente, marzo se despide con más violencia.

Hoy, Sábado Santo, es the day after, el “día después” en el que la Madre espera. Pero es también el día en el que solo queda una sábana como testigo, porque Jesús no reside en un sepulcro. El pasado Domingo de Ramos leímos el relato de la pasión según san Marcos, que –como es sabido– es el Evangelio más antiguo de los cuatro canónicos. En él se encuentra un detalle, aparentemente secundario, que no se encuentra en los otros tres relatos: “Le seguía, también, un muchacho cubierto sólo por una sábana. Lo agarraron; pero él, soltando la sábana, se les escapó desnudo” (Mc 14,51-52). La tradición y algunos exégetas modernos consideran que ese muchacho es el mismo Marcos, el autor del Evangelio. Pero hoy se piensa, más bien, que se trata de un par de versículos de carácter simbólico introducidos por el redactor. El término griego usado para referirse al “muchacho” es el mismo que se utiliza para referirse a otra figura juvenil que aparece en el último capítulo del Evangelio al hablar de la resurrección de Jesús: “Al entrar al sepulcro, vieron un joven vestido con un hábito blanco, sentado a la derecha; y quedaron sorprendidas. Les dijo: —No os espantéis. Buscáis a Jesús Nazareno, el crucificado. No está aquí, ha resucitado. Mirad el lugar donde lo habían puesto” (Mc 16,5-6). El primer muchacho que, soltando la sábana, escapa desnudo es, en el fondo, una anticipación simbólica del Jesús que, dejando el sudario en el sepulcro, resucita a una vida nueva. La sábana-sudario pertenece al mundo viejo. En el mundo nuevo de Jesús se lleva el vestido blanco de los renacidos.

Escribo estas cosas en el Sábado Santo porque, mirando nuestra vida, descubro muchas “sábanas” que deben ser abandonadas porque nos amarran a una vida vieja, herida, rota. Necesitamos revestirnos del vestido de la esperanza. Estos días del Triduo Pascual estoy celebrando la liturgia en una residencia de ancianas gestionada por una congregación religiosa femenina. Me admira la fe de estas mujeres que, por lo general, muestran una gran fortaleza humana que ha resistido la crisis de la Segunda Guerra Mundial, las penurias de la posguerra y todos los embates de la secularización moderna. A veces me cuentan historias de sus hijos que tienen la misma edad que yo. Abundan las historias de rupturas y crisis. Muchos de estos hijos han experimentado uno, dos o tres divorcios. Algunos han sido víctimas de la droga. Bastantes han abandonado la práctica religiosa e incluso la fe. Me emociona observar cómo estas ancianas madres sufren por las historias rotas de sus hijos y, al mismo tiempo, los quieren con una ternura inmarcesible. Algunos las visitan con frecuencia o las llaman por teléfono desde Estados Unidos, Canadá u otros lugares. Pero no faltan casos en los que los hijos e hijas se desentienden casi por completo de sus madres y tienen que ser las religiosas quienes velen por ellas.

Las historias rotas son como sábanas que los atan al pasado, formas de cubrir su desnudez, sudarios de muertos en vida. Muchos han perdido la esperanza de poder rehacer su vida y no tener que seguir cargando con el peso de separaciones, divorcios, peleas familiares, desfalcos económicos, adicciones, etc. ¿Cómo ayudarles a que suelten la “sábana” y escapen? ¿Cómo mantener la esperanza de que nunca es demasiado tarde para salir del sepulcro de una vida encadenada y lucir el vestido blanco de una vida renacida? El Sábado Santo es una jornada de silencio y reflexión, pero, sobre todo, de esperanza. Nunca es tarde para quien, unido a Jesús, quiere empezar una vida nueva. ¿No consiste la Pascua en el paso de la muerte a la vida? Sueño con el día en el que alguna de estas ancianas me cuente la historia de algún hijo suyo que ha conseguido rehacerse y levantar el vuelo. Historias así hacen mucho más creíble la resurrección.


viernes, 30 de marzo de 2018

Ellos ya no creen en Él

Es Viernes Santo. En muchos lugares, la imagen de Cristo muerto saldrá a las calles, pero, tranquilos, que nadie se altere, aquí no pasa nada grave. No se trata de ninguna experiencia religiosa. Es solo una tradición cultural de las muchas que enriquecen las sociedades europeas. Si existe algo parecido a un estremecimiento interior, eso es un asunto íntimo. Ya se sabe que en las sociedades secularizadas “la religión forma parte de la vida privada de cada cual y lo más corriente es que las procesiones sean nada más que una buena excusa para disfrutar de la vitalidad de unas antiquísimas formas culturales”. (El País dixit). ¿Quién se atreve a opinar lo contrario? Con procesiones o sin ellas, en las calles o en la intimidad de la conciencia, lo que hoy celebramos ha marcado la historia de la humanidad. ¡Hasta la India, un país donde los cristianos no llegan ni al 3% de la población, celebra hoy la fiesta de Good Friday! Sin embargo, aquí, en la catolicísima Italia, este viernes es un día laborable. La procesión va por dentro. Parece que no sucederá nada importante a las tres de la tarde. El mundo continuará como siempre. ¡Acaso los restos de la estación espacial china Tiangong-1 caigan sobre nosotros, aunque parece que la posibilidad es mínima!

No sabemos con precisión la edad que tenía Jesús cuando fue ajusticiado, pero estaría en torno a los 35 años. En aquel tiempo no se lo podía considerar aún un anciano, pero tampoco se lo veía como un hombre joven. Para nosotros, sin embargo, hombres y mujeres del siglo XXI, una persona de 35 años está coronando su juventud. James Dean, el mito de los años 50, acuñó una frase que se ha hecho célebre: “Vive rápido, muere joven y deja un cadáver bonito”. Por atractiva que parezca, la frase no se le puede aplicar a Jesús. Él vivió lento durante la mayor parte de su vida. Fue un trabajador manual y un contemplativo. Luego, todo se aceleró, es verdad, pero sin perder la paz de fondo. Tampoco murió joven, aunque no era, ni mucho menos, un anciano provecto como Nicodemo o Gamaliel. Su cadáver, como el de cualquier crucificado, no fue bonito. Su cuerpo magullado por los latigazos y traspasado por la lanza del soldado “no tenía presencia ni belleza que atrajera nuestras miradas ni aspecto que nos cautivase” (Is 53,2). ¿Por qué, entonces, se sigue hablando de él dos mil años después? ¿Por qué sigue inquietando a muchas personas? ¿Por qué otras, sin embargo, permanencen indiferentes, como si la historia de este Hombre, su vida y su muerte, no tuviera nada que ver con ellas?  Me lo pregunto después de leer una encuesta descorazonadora en la que se constata que, para más de la mitad de los jóvenes europeos entre 15 y 29 años, Dios, Jesús y la fe no significan nada. Esta sí es una verdadera muerte. ¿Cómo no hemos sido capaces de transmitir la alteración que este Hombre Crucificado ha producido en nuestras vidas? ¿De qué manera hemos reducido la belleza de la fe a una tradición anodina hasta el punto de que las nuevas generaciones no experimentan la más mínima atracción hacia ella?


Yo estoy convencido de que no hay ser humano que se atreva a mirar a los ojos del Crucificado sin que experimente que su vida puede cambiar. Pero es necesario que haya testigos creíbles de esta experiencia. Me temo que muchos de nosotros no lo somos. Por eso, la realidad del Viernes Santo no es solo litúrgica: es cultural. Las nuevas generaciones parecen vivir un permanente Viernes Santo. Han hecho de la “muerte de Dios” la cultura que respiran. No lo han descubierto de pequeños y no sienten necesidad de Él cuando se hacen mayores. Ayer mismo, un joven romano de 18 años me confesaba con pena que la mayoría de sus compañeros de clase “pasan” de todo lo que suene a fe y religión. No es que sean agresivos o burlones. Simplemente, se muestran indiferentes, como si esta historia no fuera con ellos, no formara parte de sus preocupaciones. ¿No es éste el verdadero Viernes Santo? ¿No es ésta la muerte que nos confronta con la autenticidad de nuestra propia fe? Yo acepto el hecho, pero no me quedo tranquilo, no me parece inevitable. ¿Tan pobre es Jesús que ya no puede competir con las estrellas del deporte y de la música? ¿Tan mal lo hemos presentado que no tiene nada que decir al corazón de un joven? ¿Tan mediocres hemos sido que no hemos transparentado la alegría del Evangelio? Estas preguntas atraviesan el Viernes Santo de este año como si fueran lanzas directas al corazón. Solo la certidumbre de que, tras el Viernes Santo, llega el Domingo de Pascua, mantiene viva la esperanza de que, cuando menos lo pensemos, surgirá una generación de jóvenes que nos mostrarán un rostro nuevo del Jesús que ahora dicen ignorar. 



jueves, 29 de marzo de 2018

El amor se llama proximidad

He tardado un poco más de la cuenta en publicar la entrada de hoy porque quería hacerlo después de haber participado en la Misa Crismal presidida por el papa Francisco en la basílica de san Pedro. He ido con mucho tiempo de antelación porque me temía que este año los controles iban a ser más rigurosos debido a los rumores de un posible atentado terrorista en Roma. Sin embargo, todo ha transcurrido con mucho orden y fluidez. A las nueve en punto, con la basílica llena de cardenales, obispos, sacerdotes y un buen nutrido grupo de laicos, ha comenzado el canto de la hora tercia en latín. Había una armónica alternancia entre la schola (el coro) y la asamblea. Un poco antes de las nueve y media ha comenzado la procesión desde el fondo de la basílica. Me ha sorprendido ver a varios cardenales conocidos (Bertone, Ruini, Re, Kasper, etc.) muy envejecidos. Al papa Francisco, que cojeaba ligeramente, se lo veía fresco, aunque a lo largo de la ceremonia ha tenido que beber varias veces un poco de agua para aclarar la voz. Todo ha transcurrido con el orden y la belleza a que nos tienen acostumbrados en el Vaticano. Confieso que este año me ha gustado mucho la homilía del papa Francisco.

Todo ha girado en torno a las categorías de fedeltàvicinanza. Por el momento, me detengo en la última. Esta palabra italiana suele traducirse por cercanía, pero yo prefiero traducirla por proximidad, porque de esta manera se ve más claramente la relación con el término próximo/prójimo. Me parece una hermosa y profunda manera de acercarnos al misterio que se celebra en este Jueves Santo. Jesús, antes de su muerte, ha querido expresarnos su proximidad lavando los pies a los discípulos, dejándoles su cuerpo y su sangre como memoria permanente e invitándolos a hacer del amor la ley suprema de la vida. El amor se puede entender de muchas maneras. En la sociedad del individualismo y del aislamiento, la nota de la cercanía/proximidad lo hace muy concreto, muy visible. Amar significa estar cerca de las personas, mirarlas, dirigirles la palabra, tocarlas. No se puede amar “a distancia”, como si uno temiera el contagio de un virus peligroso. Dios se acerca a nosotros en Jesús porque nos ama. También la Eucaristía es un símbolo bellísimo de proximidad, hasta el punto de que el Cuerpo de Jesús se funde con el nuestro, se convierte en carne de nuestra carne. El servicio no queda reducido a una función burocrática. Jesús lo ha simbolizado con el lavatorio de los pies. Lavar significa tocar. También aquí la proximidad física simboliza un servicio que entra en contacto físico con la persona y, a través de este contacto, con su misterio más profundo. 


No es extraño, pues, que hoy, Jueves Santo, día en que la Iglesia conmemora también la institución del ministerio sacerdotal, el papa Francisco nos haya propuesto a todos los sacerdotes que ejerzamos nuestra vocación con proximidad, que estemos muy cerca de la gente, que invirtamos nuestro tiempo en escuchar a los niños, a los jóvenes, a los adultos y a los ancianos, que seamos personas próximas a todos (incluidos los no creyentes y quienes se sienten muy lejos de la Iglesia). Esta proximidad se expresa de manera especial en el acompañamiento espiritual, en la confesión y en la predicación. Si leéis el texto de su homilía, encontraréis apuntes muy sugerentes sobre cada una de estas funciones ministeriales. Cuando, al cabo de casi dos horas de celebración, he cruzado el Portone di Bronzo para salir a la plaza de san Pedro, he sentido que era más primavera que al entrar, como si la hermosa Misa Crismal me hubiera ungido de alegría y de esperanza. Me he propuesto cultivar todavía más mi proximidad a la gente como símbolo de la proximidad que Jesús tiene conmigo. Ya sé que la proximidad nos hace vulnerables, pero esa vulnerabilidad convierte el amor en un misterio maravilloso. Feliz fiesta a todos y, de manera especial, a mis hermanos sacerdotes de todo el mundo.

miércoles, 28 de marzo de 2018

Las otras Semanas Santas

Un año más pasaré el triduo pascual en Roma. La ciudad se llena estos días  de peregrinos y turistas. Se vuelve todavía más internacional, más católica si cabe. Participaré en la Misa Crismal que se celebrará mañana por la mañana en la basílica de San Pedro presidida por el papa Francisco. Es una de las liturgias más hermosas. Pero no me olvido de otras muchas Semanas Santas vividas en los lugares más diversos. Una vez, a mediados de los años 80 del siglo pasado, la pasé en un pueblo de Almería, en el sur de España. La población estaba dividida en dos mitades enfrentadas. La casa donde me hospedaba, junto con otros compañeros claretianos aún más jóvenes que yo, fue apedreada por un grupo de gitanos mientras gritaban groserías contra la Iglesia. En esa misma semana, otro joven del pueblo violó y asesinó a una anciana. A los pocos días se suicidó en la cárcel. Para rematar la jugada, en la vigilia pascual un grupo de jóvenes comenzó a lanzar cohetes dentro de la iglesia provocando el natural enojo. ¿Alguien da más?

No olvido otras muchas Semanas Santas en pequeños pueblos de Castilla o las llamadas Pascuas Juveniles en lugares de montaña, monasterios y albergues. A finales de los años 90, en un pueblo de la sierra madrileña, me sucedió otro hecho de esos que no se olvidan. Estaba presidiendo la vigilia pascual con un grupo numeroso de jóvenes. Se respiraba alegría por todas partes. Tras el encendido del cirio en una hoguera que medía más de tres metros, llegó el momento del pregón pascual. Al concluirlo, se desenrolló un enorme lienzo con el rostro de Cristo Resucitado. La emoción era intensísima. Yo esperaba que todos cantaron algún canto pascual, pero no. El grupo estalló en un estruendoso aplauso como si hubiera estado esperando durante años un momento como ese. De las gargantas de todos salía un grito dirigido a Jesús que nunca hubiera imaginado: “¡Torero, torero, torero!”. De Jesús conocía muchos nombres, pero jamás había oído a nadie llamarlo torero hasta esa noche bendita.  El número de títulos cristológicos creció por aclamación popular. Sin comentarios. La lista podría continuar con celebraciones en residencias de ancianos, pequeñas comunidades de base, conventos y monasterios, etc. Cada uno tenemos nuestra propia colección de Semanas Santas. Siempre descubrimos algo.

Hoy, un día antes de comenzar el triduo pascual, me preguntó qué evoca esta semana en las personas. Algunos, los más ancianos, recordarán las procesiones de antaño, el ambiente comedido (bares y cines cerrados), las funciones religiosas interminables, los ayunos y penitencias. Otros, los de mediana edad y los más jóvenes, asociarán estas fechas a unas pequeñas vacaciones de primavera. Como sucede con la Navidad, habrá algunos que odien estos días porque les remueven las vísceras, les traen recuerdos desagradables. Otros estarán todo el año soñando que lleguen para desfilar procesionalmente con su cofradía, para desempolvar viejas tradiciones, para sentir la emoción de un paso desfilando o de una saeta cantada desde un balcón. Habrá celebraciones solemnísimas en catedrales atestadas de gente y humildes liturgias en barrios populares o en pueblos diminutos, algo crecidos estos días por la presencia de turistas y visitantes. Habrá ritos antiguos y nuevos, pascuas juveniles y procesiones tradicionales, representaciones teatrales y viacrucis populares, retiros y cursillos, música y silencio, expresiones de fe y muestras de indiferencia. Mientras unos llevan a hombros los pasos por las calles, otros levantan una jarra de cerveza en las terrazas de los bares. En el fondo, la Semana Santa es como un gran escaparate que expone en tres días un muestrario de actitudes humanas que van desde la fe más honda hasta la indiferencia o el desprecio, pasando por la búsqueda sincera, la curiosidad o la admiración.

Pero hoy pienso en “otras” Semanas Santas que van más allá de la liturgia y de las tradiciones populares. Pienso en las personas que pasarán estos días en una cama de hospital y en los familiares que no podrán ir a la iglesia porque estarán velando a ese Cristo conectado a una botella de suero. Pienso en quienes tendrán que trabajar diez o doce horas al día para que funcionen los servicios públicos o la gente se divierta. Pienso, sobre todo, en quienes van a vivir estos días oprimidos por algún dolor físico o moral (enfermos, presos, ancianos solitarios, aburridos crónicos, refugiados, inmigrantes sin papeles, personas sin techo…) que los pone en comunión profunda con el Cristo que sigue sufriendo y muriendo. ¿Qué semana es más santa? ¿Quién mide la santidad de estos días? El verdadero termómetro no son los litros o kilos de cera consumidos o la emoción ante la belleza de una procesión nocturna. Ni siquiera la armonía de celebraciones pensadas al milímetro. El verdadero termómetro es la unión con el Cristo que sigue sufriendo hoy, la cercanía a las personas de nuestro entorno que prolongan su soledad y abandono y que necesitan que alguien les exprese la ternura de Dios para que, en medio de su sufrimiento, no pierdan la esperanza. Sin esta proximidad, la resurrección de Cristo no resulta creíble. Alejados de estas pasiones concretas, todo lo demás corre el riesgo de convertirse en una huida hacia adelante, en un papel de colores que envuelve una gran cobardía. Sí, hay “otras” Semanas Santas que no son las vendidas por las agencias de viajes y ni siquiera las programadas por las parroquias de turno. También en estas “otras” Semanas Santas Jesús se sigue haciendo presente.

martes, 27 de marzo de 2018

El amigo traidor

Aunque ayer ya apareció en escena, hoy, Martes Santo, el apóstol Judas Iscariote chupa más cámara. Ya no estamos en la cena de Betania sino en la de Jerusalén. Junto a Jesús, cobran protagonismo tres de sus discípulos. En el extremo de la intimidad está el discípulo “al que Jesús amaba”. En ningún momento se dice cuál es su nombre. Es como la versión masculina de María de Betania. Representa la cercanía al Maestro, la actitud contemplativa. En el extremo opuesto se sitúa Judas, el calculador. Y, en medio de los dos, un Pedro que al comienzo parece dispuesto a comerse el mundo –“Daré mi vida por ti”–, pero que, a la postre, será tan traidor o más que Judas. Cuando llegue la hora de la verdad, negará al Maestro. Necesitará más de treinta años de preparación para hacer realidad eso de “dar la vida” que con tanta prisa e inconsciencia promete durante la cena. Las palabras que Jesús dirige a Judas, después de darle un bocado de pan, son las más misteriosas de todas:Lo que has de hacer hazlo pronto”. Pareciera que Judas Iscariote es solo una pieza de un engranaje que les supera a todos y que se parece a un destino superior. El contraste entre el gesto de Jesús, que le entrega el pan al amigo (símbolo de amistad), y la salida de Judas en medio de la noche (símbolo de huida), es evidente. Expresa la dinámica y el drama de la fe: una amistad traicionada.

Recuerdo que, desde mi tiempo del noviciado, siempre me llamó la atención un versículo del salmo 40: “Incluso mi amigo, de quien yo me fiaba, que compartía mi pan, es el primero en traicionarme” (Sal 40,10). Parece escrito para describir en pocas palabras la traición de Judas, pero sirve para cualquier experiencia de traición. Es ésta –traición– una palabra que cada vez usamos menos. Era frecuente en el ámbito bélico y militar. Uno de los peores crímenes era ser acusado de “alta traición” a la patria. Hoy hemos suavizado mucho estos solemnes conceptos. Lo mismo sucede en el campo afectivo. El poliamor parece estar arrumbando las viejas nociones de fidelidad y traición. Todo fluye. No traicionamos nada; simplemente evolucionamos. Tampoco Jesús habla de traición al referirse a Judas. Las palabras transmitidas por el evangelio de Juan son: “Uno de vosotros me va a entregar”. La “traición” de Judas es presentada, más bien, como el “ofertorio” de esa cruenta Eucaristía que será la pasión y muerte de Jesús, como la entrega del Cuerpo de Jesús para que sea sacrificado. Pero ni siquiera en el momento extremo Jesús condena a su amigo “traidor”. Hasta el último segundo le abre la puerta de su corazón para que no se sienta impelido a realizar algo que, en el fondo, no quiere.

La historia ha oscilado a la hora de juzgar a Judas. Durante siglos ha sido la personificación del mal. Como no podía ser de otra manera, en nuestro tiempo, tan sensible a las minorías, se han alzado muchas voces en defensa de Judas Iscariote (no confundir con el otro discípulo, Judas Tadeo). Si en el pasado Judas era sinónimo de traidor, hoy algunos reivindican su figura como símbolo del pragmático, del ser humano que no puede cargar con su destino, que se siente superado por una fuerza que trasciende su capacidad de decisión. Recuerdo ahora la canción de Judas en el viejo musical Jesus Christ Superstar. Era una desahogo en medio de la tensión. Muchas personas se identifican con Judas. En algún momento creyeron ingenuamente en Dios y en Jesús. Imaginaron que la fe podría ser un motor para cambiar este mundo. Incluso engrosaron el selecto grupo de los militantes. Pero no han podido “entender” el extraño mesianismo de Jesús. Se han sentido decepcionadas y frustradas por un Mesías que se deja matar y parece dejar las cosas peor de lo que estaban. ¿Qué sentido tiene seguir creyendo en un hombre que parece estar ausente, que no se interesa por la suerte de sus semejantes de una manera creíble? ¡Dejémonos ya de cuentos y asumamos nosotros mismos la responsabilidad! Los Judas modernos no son solo los que “traicionan” a Jesús cuando cometen alguno de esos pecados que aprendieron antes de la primera comunión. No. Los Judas modernos son quienes han dejado de creer porque Jesús no encaja con lo que habían imaginado. Y sí, lo venden, no hay problema en aceptar esta transacción. Lo venden por las “treinta monedas” de algunas ideologías más eficaces que su insustancial Evangelio. Podemos llamarlos traidores, pero, en realidad, son solo gente realista que no se deja embaucar por palabras seductoras, sino que asume la tarea de poner un poco de orden y justicia en este mundo convulso. 

Entonces era de noche. Hoy sigue siendo de noche en la vida de muchas personas. El drama continúa. Pero no está escrito el final. Quizás, en el fondo, nos parecemos más a Pedro que a Judas. Vivimos el entusiasmo inicial, lo negamos luego con nuestra indiferencia y lo redescubrimos cuando él nos sigue confiando una misión en la vida. Pero esto tendremos que trabajarlo con más calma en el tiempo de la Resurrección.


lunes, 26 de marzo de 2018

La cena de Betania

La liturgia de este Lunes Santo sitúa a Jesús en Betania, un pueblo encaramado sobre el monte de los Olivos, muy cerca de Jerusalén. En casa de los amigos de Jesús −Lázaro, Marta y María− se celebra una cena. Tendría que haber sido la cena por el funeral de Lázaro, pero se ha transformado en una anticipación de la última cena de Jesús. Los paralelismos y las diferencias son evidentes. En ambas hay un lavatorio de pies. En Betania, es María quien unge los pies de Jesús con un perfume costosísimo. Al cambio actual, vendría a costar unos diez mil euros (es decir, el salario de diez meses de trabajo de un obrero no cualificado). En Jerusalén, será Jesús quien lave los pies de los discípulos, como si fuera un siervo, con el agua que purifica. En ambas cenas destaca Judas, siempre pendiente del dinero. El discípulo “pragmático” adquiere un inusitado protagonismo. En la cena de Betania aparecen delineadas las actitudes que se manifestarán con claridad en los días postreros de Jesús. Es una cena que pone a las claras las secretas intenciones de cada uno: Marta se dedica a servir; Lázaro comparte la comida con Jesús y el resto de los invitados; María unge los pies de Jesús con perfume de nardo y los enjuga con sus cabellos… y Judas −¡ay Judas!− juega a ser sensato, pragmático y hasta “social”, por decirlo con una palabra hoy en boga. Formula una pregunta capciosa que Ignacio de Loyola calificaría de sub angelo lucis (con apariencia de bien): “¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios para dárselos a los pobres?”. ¿Hay alguien que no considere sensata y pertinente una pregunta como ésta frente al derroche absurdo de una mujer enamorada?

La pregunta de Judas es muy moderna. Yo diría que Judas es el más moderno de todos los personajes que participan en la cena de Betania. Parece sensible al mundo de los pobres, expresa una actitud pragmática y demuestra un carácter resolutivo que no naufraga en sentimentalismos estériles. Es como si −anticipándose a Feuerbach y a Marx− dijera algo parecido a esto: “El mundo ya ha sido interpretado, bendecido y ungido. Basta de espiritualismos. Ahora lo que hace falta es transformarlo”. Esta frase la suscribirían hoy millones de hombres y mujeres. Todos llevamos un Judas dentro. Queremos cambiar las cosas según nuestro criterio. confiamos mucho en el poder de la ciencia y de la técnica. Para que el lector del Evangelio no quede atrapado en la lógica de Judas, el autor se apresta a aclarar lo que se esconde detrás: “Esto lo dijo, no porque le importasen los pobres, sino porque era un ladrón; y como tenía la bolsa, se llevaba de lo que iban echando”. En este inciso veo reflejadas las muchas manipulaciones que todos −y, sobre todo, algunos políticos y hombres de Iglesia− hacemos de los pobres. Se nos llena la boca de expresiones como “opción por los pobres”, Iglesia “al servicio de los pobres” y “lucha por la justicia”, pero después nuestra vida sigue otros derroteros. Jesús sale al paso poniendo de relieve el fondo de cada uno: “Déjala; lo tenía guardado para el día de mi sepultura; porque a los pobres los tenéis siempre con vosotros, pero a mí no siempre me tenéis”.

Desde hace muchos años me han dado vueltas estas palabras de Jesús. Los pobres siempre serán una frontera humana. Cambiarán los tipos de pobreza, pero los seres humanos no lograremos derrotarla nunca porque llevamos el virus de la exclusión dentro de nosotros. Siempre, pues, nos veremos confrontados con las personas de los márgenes y seremos invitados a reconocer en ellas al mismo Cristo. Pero hay veces en las que el amor no hace cálculos, sino que se muestra en su verdadera dimensión: exagerado y gratuito. María de Betania no ama como Judas. Los trescientos denarios de nardo puro simbolizan un amor sin límites. Mientras la actitud de Judas convierte la cena en una sucursal bancaria, el nardo derramado de María transforma el ambiente: “La casa se llenó de la fragancia del perfume”. Solo un amor así (abierto, inclusivo, desbordante) puede devolver a la Iglesia el perfume que la transforma en casa acogedora. Muchas de las pastorales que hoy hacemos están contaminadas por el virus “judaico”, si se me permite hablar con una pizca de ironía. Son algo mezquinas, calculadoras; abusan de los planes y proyectos; sacrifican la gratuidad y el contacto personal a la consecución de objetivos y metas. Todo suena muy moderno, se alinea con la mentalidad pragmática de nuestro tiempo, pero no transforma la Iglesia en una casa de familia. Solo cuando uno se deja de papeles y derrama lo mejor de sí mismo, “la casa se llena de la fragancia del perfume”. Hay que reconocer que la cena de Betania es más inspiradora que un máster en Pastoral.


domingo, 25 de marzo de 2018

Se abre el telón

Si el calendario no fuera caprichoso, hoy, a nueve meses exactos de la Navidad, tendríamos que celebrar la Anunciación del Señor. Pero este año, por motivo de la Semana Santa, se traslada al próximo 9 de abril. Hoy es el Domingo de Ramos. O, de manera más litúrgica, el Domingo de la Pasión del Señor. Podríamos decir que se levanta el telón para asistir a la representación de la Semana Santa. El verbo asistir es adecuado para el mundo del teatro, pero no es litúrgico. En la liturgia se celebra y se participa. No se trata, pues, de asistir como espectadores a algo que sucede fuera, sino de participar en un drama que se produce dentro. La “semana trágica” de Jesús es, en realidad, la “semana salvífica” de cada uno de nosotros. Durante siete días −y, de manera especial, en el triduo que se inicia el Jueves Santo por la tarde− vamos a sumergirnos en el misterio del sufrimiento, la muerte y la vida. Es como una excursión al corazón de la existencia humana. El resto del año estamos demasiado divertidos como para prestar la atención debida a este misterio. Durante la Semana Santa no tenemos excusa. Mientras celebramos la pasión, muerte y resurrección de Jesús, vamos a preguntarnos cómo vivir nuestra propia pasión, muerte y resurrección. Lo que vivamos estos días determinará nuestra manera de afrontar la vida humana. Solo hay dos posibles respuestas: el sinsentido que lleva a la nada; o el amor que conduce a la vida. ¿Con cuál nos quedamos?

Ayer viví una hermosa preparación a todo lo que nos aguarda. De cuatro a seis de la tarde participé en el Viacrucis organizado por la comisión de Justicia y Paz de los religiosos y religiosas de Roma. Este año, en sintonía con el mensaje del papa Francisco para la Jornada Mundial de La Paz, el Viacrucis se centró en el drama de los migrantes y refugiados, algo que en Italia resuena con mucha fuerza. La idea era haber hecho un itinerario a pie desde el Castillo Sant’Angelo hasta la iglesia de Santa María de la Luz, en el barrio del Trastevere, siguiendo la margen derecha del río Tíber, como símbolo de ese Mar Mediterráneo que, desde el año 2.000, ha sido la tumba de unas 33.000 personas que huían de sus países en busca de paz, seguridad y prosperidad. Pero no pudo ser. El río bajaba tan crecido debido a las intensas lluvias de las últimas semanas− que había inundado los caminos laterales haciéndolos intransitables; así que hubo que celebrar el Viacrucis en los alrededores del Castillo. El contraste saltaba a la vista. Unos 150 religiosos rezando y cantando, presididos por una diminuta cruz, y cientos de turistas y curiosos paseando por los alrededores y, de vez en cuando, disparando sus cámaras fotográficas y sus teléfonos móviles. Aunque Roma está acostumbrada a todo tipo de manifestaciones callejeras, no es frecuente ver a un grupo de hombres y mujeres de los cinco continentes, ataviados con una pañoleta roja, rezando en la calle. Nadie nos molestó. Espero que tampoco molestáramos a nadie por sacar a las calles el drama de Jesús. Por unas horas, el entorno del Castillo de Sant’Angelo se convirtió en una moderna Vía Dolorosa.

Contemplando la mole del castillo y los pinos que se yerguen en los jardines adyacentes, viendo cómo moría la tarde, escuchando las voces de los turistas que iban y venían, no pude por menos de recordar lo que sucedió en Jerusalén el 7 de abril del año 30. ¿Por qué mataron a Jesús? ¿Por qué seguimos matándolo hoy? El mundo tiene su lógica. Nadie se detiene porque un grupo de personas recorran las calles portando una cruz. Cada cual va a lo suyo. Cada uno se preocupa solo del drama que lleva dentro. Parece que todo sigue igual y, sin embargo, todo cambió desde aquella tarde en el Gólgota. Este Hombre crucificado no es una víctima más de los millones que han sido masacrados injustamente a lo largo de la historia. Es −como confiesa el centurión romano en el relato de la pasión según san Marcos, que leemos en la Eucaristía de hoy− el Hijo de Dios: “Realmente este hombre era Hijo de Dios.” El Evangelio de Marcos comienza con esta confesión (cf. Mc 1,1) Hacia la mitad, en el capítulo 8, es Pedro (es decir, la Iglesia) quien confiesa a Jesús como Hijo de Dios y Mesías. Ahora es el turno de un centurión romano (es decir, del mundo gentil). Marcos quiere ayudarnos a comprender que este Crucificado, del que casi todo el mundo se ríe, es el Hijo de Dios que ha de juzgar al mundo. Creyentes y agnósticos, sapientes e ignorantes, cansados y buscadores, todos permanecemos mudos ante este Misterio. El Domingo de Ramos es como la obertura de esta ópera magna que va a tener lugar en los próximos días. Con el contraste entre el Hosanna inicial y el Crucifícalo posterior, la liturgia nos muestra que toda nuestra vida oscila entre la fe confesante y la blasfemia obscena, entre la confianza y la negación. Todos los seres humanos somos así. Pero la última palabra pertenece a Dios: es un Sí inequívoco a la Vida.



sábado, 24 de marzo de 2018

La pasión de Oscar Romero

A diez metros de mi despacho, en el pasillo de las oficinas de nuestra Curia General de Roma, cuelga una foto de monseñor Oscar Arnulfo Romero. En la parte inferior, enmarcada en madera, figura la siguiente dedicatoria manuscrita: “Hoy he vuelto a mis orígenes. Hice mi seminario menor en San Miguel (El Salvador, C.A.) con los queridos Padres Claretianos y celebré aquí mi primera misa el 5 de abril de 1942. Gracias y bendición. 3-V-79. O. A. Romero. Arzobispo de San Salvador”. Este breve texto es hoy una auténtica joya. Resume su vinculación con los claretianos. Alude al hecho de que estudió en un seminario menor regentado por claretianos. Se refiere luego al acontecimiento de su primera misa, celebrada en la cripta de la basílica del Inmaculado Corazón de María de Roma, en 1942, cuando todavía no se había inaugurado todo el complejo. El beato Oscar Romero será canonizado probablemente el próximo mes de octubre (o en los primeros meses de 2019) junto con el beato Pablo VI. Hoy se cumplen 38 años de aquel lunes 24 de marzo de 1980 cuando, hacia las 6,25 de la tarde, fue asesinado mientras celebraba la eucaristía en la capilla del hospital Divina Providencia en la colonia Miramonte de San Salvador. Le alcanzó en el corazón una bala disparada por un francotirador desde un automóvil con capota de color rojo. Estaba a punto de empezar la consagración.

Mural pintado en la casita donde vivía
Monseñor Romero tenía 62 años. El día anterior, en la catedral metropolitana, pronunció una homilía que ha pasado a la historia. Dirigiéndose a los militares que masacraban al pueblo pobre, los conminó a dejar de matar a sus hermanos con estas proféticas palabras que todavía hoy producen escalofríos: “Yo quisiera hacer un llamamiento, de manera especial, a los hombres del ejército. Y en concreto a las bases de la Guardia Nacional, de la policía, de los cuarteles... Hermanos, son de nuestro mismo pueblo. Matan a sus mismos hermanos campesinos. Y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice: "No matar". Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios. Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla. Ya es tiempo de que recuperen su conciencia, y que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado”.


Manuscrito de Oscar Romero conservado en la Curia General de los Misioneros Claretianos en Roma



En la iglesia donde fue asesinado
Podría escribir mucho sobre este santo de nuestro tiempo, pero baste por hoy un breve apunte. Tiempo habrá de volver sobre su figura en torno a la fecha de su próxima canonización. Confieso que me he emocionado leyendo su diario y algunas de sus homilías. Hace años, un claretiano de El Salvador me regaló sus obras completas.  Por desgracia, la Iglesia ha tardado más de la cuenta en reconocer públicamente su santidad, aunque el pueblo empezó a llamarlo santo poco después de su vil asesinato. Una vez más, el sensus fidelium ha acabado siendo más fuerte que las presiones políticas de algunos oligarcas y los temores de los diplomáticos vaticanos. La historia, que es magistra vitae, impone a veces sus plazos, marcados por la conveniente prudencia. Me limito ahora a recordar las dos veces que he tenido la gracia de visitar la casita donde vivió, la iglesia donde fue asesinado y la tumba que guarda sus restos en la cripta de la catedral de San Salvador. La última vez fue el 14 de diciembre de 2012. Conservo apuntes y fotos, pero, sobre todo, una profunda huella espiritual que no se borra con el paso del tiempo.

Habitación de Monseñor Oscar Romero en San Salvador
Es difícil ahora describir mis sentimientos de hace casi seis años. Lo que más recuerdo es que permanecí casi todo el tiempo en silencio. No me atrevía a hablar con quienes me acompañaban. Me parecía casi una profanación del espacio. Mientras contemplaba cada objeto (su cama espartana, su mecedora, su vieja máquina de escribir, el retrato de Pablo VI en la mesilla de noche...) imaginaba cómo había sido la vida sencilla de este arzobispo valiente. Caía en la cuenta de hasta qué punto yo estaba muy lejos de su autenticidad y su arrojo. En cierto sentido, me sentía desnudo, indigno de estar visitando ese diminuto santuario. Ahora, vistas las cosas con más perspectiva, caigo en la cuenta de que, con su estilo sencillo y evangélico, monseñor Romero se adelantó 40 años al tipo de Iglesia que hoy el papa Francisco trata de impulsar: una Iglesia de los pobres, que no se cierra en sí misma, sino que sale al encuentro de quienes están excluidos; una Iglesia que aplica en su pastoral el principio-misericordia. Él no fue un obispo palaciego o burócrata. Su cuarto es de una austeridad que desarma. Su verdadero despacho fueron las calles de los pueblos y ciudades de su diócesis. Es verdad que empezó siendo bastante conservador, pero la realidad sangrante de su pueblo lo convirtió de arriba abajo hasta hacer de él un pastor inequívoco y valiente, al servicio del Evangelio y de los pobres. Una vez más, los profetas rubrican con su sangre la verdad que luego, en tiempos de bonanza, se hace patrimonio común.

Estoy seguro de que los amigos y lectores latinoamericanos de este Rincón de Gundisalvus no necesitan muchas explicaciones. Hace décadas que San Romero de América ha entrado en el corazón del pueblo americano. Los lectores europeos o de otras partes del mundo podéis conocer mejor su figura acercándoos a algunas frases suyas seleccionadas para cada día del año. De esta manera, comprenderéis mejor por qué este hombre va a ser canonizado dentro de unos meses. Al poco de su muerte, su figura fue muy polémica. Muchos, incluidos bastantes eclesiásticos, creían que era una especie de obispo ateo vendido al comunismo. El tiempo se ha encargado de desenmascarar esas burdas calumnias y, sobre todo, de acrisolar su recia espiritualidad profética y martirial. Es un santo moderno que enseguida fue reconocido como tal por la Iglesia anglicana y por muchas iglesias protestantes. Se puede decir que la suya es una sangre ecuménica. No hay mejor ecumenismo que el de los mártires. La sangre derramada nos vincula a todos con el Cristo mártir. Esta es la unidad más profunda y más sólida. Falta un día para comenzar la Semana Santa. La vida del beato Oscar Romero es una actualización de la pasión de Jesús. Él cumplió al pie de la letra lo que Jesús dice en el Evangelio: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13). Monseñor Romero fue asesinado porque los pobres eran sus amigos. Esta amistad perjudicaba los intereses de quienes querían mantenerlos dominados. No hacen falta muchos comentarios. Las vidas auténticas hablan por sí solas.

Os dejo con un largo poema escrito por el anciano Pedro Casaldáliga.


San Romero de América, Pastor y Mártir nuestro

El ángel del Señor anunció en la víspera...

El corazón de El Salvador marcaba
24 de marzo y de agonía.

Tú ofrecías el Pan,
el Cuerpo Vivo
-el triturado cuerpo de tu Pueblo;
Su derramada Sangre victoriosa
-¡la sangre campesina de tu Pueblo en masacre
que ha de teñir en vinos de alegría la aurora conjurada!

El ángel del Señor anunció en la víspera,
y el Verbo se hizo muerte, otra vez, en tu muerte;
como se hace muerte, cada día, en la carne desnuda de tu Pueblo.

¡Y se hizo vida nueva
en nuestra vieja Iglesia!

Estamos otra vez en pie de testimonio,
¡San Romero de América, pastor y mártir nuestro!
Romero de la paz casi imposible en esta tierra en guerra.
Romero en flor morada de la esperanza incólume de todo el Continente.
Romero de la Pascua latinoamericana.
Pobre pastor glorioso, asesinado a sueldo, a dólar, a divisa.
Como Jesús, por orden del Imperio.
¡Pobre pastor glorioso,
abandonado
por tus propios hermanos de báculo y de Mesa...!
(Las curias no podían entenderte:
ninguna sinagoga bien montada puede entender a Cristo).
Tu pobrería sí te acompañaba,
en desespero fiel,
pasto y rebaño, a un tiempo, de tu misión profética.
El Pueblo te hizo santo.
La hora de tu Pueblo te consagró en el kairós.
Los pobres te enseñaron a leer el Evangelio.

Como un hermano herido por tanta muerte hermana,
tú sabías llorar, solo, en el Huerto.
Sabías tener miedo, como un hombre en combate.
¡Pero sabías dar a tu palabra, libre, su timbre de campana!

Y supiste beber el doble cáliz del Altar y del Pueblo,
con una sola mano consagrada al servicio.
América Latina ya te ha puesto en su gloria de Bernini
en la espuma-aureola de sus mares,
en el retablo antiguo de los Andes alertos,
en el dosel airado de todas sus florestas,
en la canción de todos sus caminos,
en el calvario nuevo de todas sus prisiones,
de todas sus trincheras,
de todos sus altares...

¡En el ara segura del corazón insomne de sus hijos!

San Romero de América, pastor y mártir nuestro:
¡nadie hará callar tu última homilía!

Iglesia donde fue asesinado el 24 de marzo de 1980

viernes, 23 de marzo de 2018

Los cínicos también lloran

Hay personas inteligentes que son buenas. Hay otras que prefieren ser cínicas. Las primeras nos ayudan a ser clarividentes sin dejar de confiar en la vida. Las segundas hacen una exhibición de agudeza mental para, a la postre, acabar derrotados por uno de los virus más peligrosos: el sinsentido y la desesperación recubierta de placer. Llevo años dando vueltas a estos itinerarios vitales, examinando adónde conducen cada uno de ellos, observando las trayectorias de muchas personas. Hoy he vuelto a pensar sobre esta cuestión después de leer una interesante entrevista al artista y escritor australiano Oliver Jeffers. A pesar de los graves problemas que estamos viviendo en el mundo en estos primeros años del siglo XXI, él considera que “la gran mayoría de las personas en el planeta son pacíficas, generosas, amorosas y tolerantes, y en última instancia, esa será la fuerza más poderosa”. También yo lo creo así, aunque a menudo soy también testigo del “cansancio de los buenos”. Hay muchas personas buenas que se agotan y tiran la toalla porque parece que, para abrirse paso en la vida, es necesario engañar. Varios salmos bíblicos describen con mucho realismo esta experiencia de contraste. Da la impresión de que a los malvados (corruptos, mentirosos, violentos) les va bien en la vida, mientras a los buenos (responsables, generosos, honrados) todo se les pone cuesta arriba. ¿Quién puede aguantar durante mucho tiempo esta tensión sin dejarse embaucar y sin pasarse de bando?

Reflexiono sobre esta experiencia en un día, el Viernes de dolores, en el que anticipamos el misterio del Cristo muerto y resucitado. El desenlace de su vida arroja luz para entender este drama humano. También él, que “pasó por el mundo haciendo el bien” (Hch 10,38), experimentó el zarpazo del poder de las tinieblas. Su bondad lo llevó al desengaño más cruel. La cruz representa la tumba de todos los ideales de verdad, bondad y belleza. El “sueño de Jesús” (un mundo reconciliado por el amor de Dios) pareció quedar definitivamente cubierto por la losa del sepulcro. Es como si el Viernes y el Sábado Santo supusieran el final definitivo de todos los intentos humanos por hacer que el bien venza al mal. Los mejores sueños y utopías son crucificados para siempre. Los “malos” obtienen una victoria que no esperaban. La cruz simboliza el triunfo aparente de todos los sinvergüenzas que han poblado y poblarán la historia humana y la derrota de las personas buenas que, en medio de sus imperfecciones, se esfuerzan por hacer este mundo más habitable. Pero el Misterio de Jesús no se agota en el fracaso del Viernes Santo. Quienes lo crucificaron no podían sospechar que su cuerpo era, en realidad, una semilla de vida. Plantado en la tierra, acabó germinando para siempre. La muerte fue una poderosa palabra, sí, pero penúltima. La resurrección de Jesús es la última y definitiva palabra que se pronuncia en la historia. Por eso, quienes creemos en él, quienes hemos sido incorporados al Misterio de Cristo a través del Bautismo, nunca sucumbimos a la tentación de tirar la toalla, por más que a menudo su fuerza nos parezca casi irresistible.

Hoy en día, muchos intelectuales y artistas exhiben una actitud cínica ante la vida como forma de mostrar que son muy inteligentes, como denuncia de la ingenuidad de quienes  todavía creemos que el ser humano, por contradictorio que parezca, está hecho a imagen de Dios, llamado a una vida de plenitud con Él. Los cínicos miran por encima del hombro a los pobres hombres y mujeres que aún creemos que el ser humano sí tiene remedio. En el mejor de los casos, nos consideran tontos útiles. Puede que el bien no resulte muy fotogénico en una sociedad que se recrea en sus ángulos siniestros, que practica una especie de masoquismo crónico, pero sabemos que no hay nada más inteligente y más poderoso que el bien. La razón es sencilla, por más que pase desapercibida: porque Dios es bueno. La suya no es una bondad impositiva, atosigante, espectacular. Es una bondad que a menudo acaba crucificada, pero que siempre se despierta en la mañana de Resurrección. Las personas inteligentes y humildes han comprendido este Misterio. O mejor, se han dejado atraer y poseer por él. Por eso, en medio de las batallas de la vida, no transforman la inteligencia en cinismo, no tienen mucho interés en demostrar lo listas que son desenmascarando la maldad que se agazapa tras la apariencia de bien. No van por la vida diciendo: “Te atrapé”. Se dedican a vencer el mal a fuerza de bien (cf Rm 12,21). Han hecho suya la lógica desconcertante, pero eficaz, del misterio pascual. Saben que solo el que acepta morir al aplauso fácil, al triunfo amañado y al engaño sistemático, resucita a una vida luminosa. No, no es necesario presumir de inteligente a base de cinismo. Los más inteligentes (es decir, “los que saben leer dentro”) son los buenos. Solo ellos han comprendido que la última palabra de la historia la pronuncia Dios y ésta es una inequívoca palabra de amor. Esto cambia todo de arriba abajo. I am very sorry.