lunes, 26 de marzo de 2018

La cena de Betania

La liturgia de este Lunes Santo sitúa a Jesús en Betania, un pueblo encaramado sobre el monte de los Olivos, muy cerca de Jerusalén. En casa de los amigos de Jesús −Lázaro, Marta y María− se celebra una cena. Tendría que haber sido la cena por el funeral de Lázaro, pero se ha transformado en una anticipación de la última cena de Jesús. Los paralelismos y las diferencias son evidentes. En ambas hay un lavatorio de pies. En Betania, es María quien unge los pies de Jesús con un perfume costosísimo. Al cambio actual, vendría a costar unos diez mil euros (es decir, el salario de diez meses de trabajo de un obrero no cualificado). En Jerusalén, será Jesús quien lave los pies de los discípulos, como si fuera un siervo, con el agua que purifica. En ambas cenas destaca Judas, siempre pendiente del dinero. El discípulo “pragmático” adquiere un inusitado protagonismo. En la cena de Betania aparecen delineadas las actitudes que se manifestarán con claridad en los días postreros de Jesús. Es una cena que pone a las claras las secretas intenciones de cada uno: Marta se dedica a servir; Lázaro comparte la comida con Jesús y el resto de los invitados; María unge los pies de Jesús con perfume de nardo y los enjuga con sus cabellos… y Judas −¡ay Judas!− juega a ser sensato, pragmático y hasta “social”, por decirlo con una palabra hoy en boga. Formula una pregunta capciosa que Ignacio de Loyola calificaría de sub angelo lucis (con apariencia de bien): “¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios para dárselos a los pobres?”. ¿Hay alguien que no considere sensata y pertinente una pregunta como ésta frente al derroche absurdo de una mujer enamorada?

La pregunta de Judas es muy moderna. Yo diría que Judas es el más moderno de todos los personajes que participan en la cena de Betania. Parece sensible al mundo de los pobres, expresa una actitud pragmática y demuestra un carácter resolutivo que no naufraga en sentimentalismos estériles. Es como si −anticipándose a Feuerbach y a Marx− dijera algo parecido a esto: “El mundo ya ha sido interpretado, bendecido y ungido. Basta de espiritualismos. Ahora lo que hace falta es transformarlo”. Esta frase la suscribirían hoy millones de hombres y mujeres. Todos llevamos un Judas dentro. Queremos cambiar las cosas según nuestro criterio. confiamos mucho en el poder de la ciencia y de la técnica. Para que el lector del Evangelio no quede atrapado en la lógica de Judas, el autor se apresta a aclarar lo que se esconde detrás: “Esto lo dijo, no porque le importasen los pobres, sino porque era un ladrón; y como tenía la bolsa, se llevaba de lo que iban echando”. En este inciso veo reflejadas las muchas manipulaciones que todos −y, sobre todo, algunos políticos y hombres de Iglesia− hacemos de los pobres. Se nos llena la boca de expresiones como “opción por los pobres”, Iglesia “al servicio de los pobres” y “lucha por la justicia”, pero después nuestra vida sigue otros derroteros. Jesús sale al paso poniendo de relieve el fondo de cada uno: “Déjala; lo tenía guardado para el día de mi sepultura; porque a los pobres los tenéis siempre con vosotros, pero a mí no siempre me tenéis”.

Desde hace muchos años me han dado vueltas estas palabras de Jesús. Los pobres siempre serán una frontera humana. Cambiarán los tipos de pobreza, pero los seres humanos no lograremos derrotarla nunca porque llevamos el virus de la exclusión dentro de nosotros. Siempre, pues, nos veremos confrontados con las personas de los márgenes y seremos invitados a reconocer en ellas al mismo Cristo. Pero hay veces en las que el amor no hace cálculos, sino que se muestra en su verdadera dimensión: exagerado y gratuito. María de Betania no ama como Judas. Los trescientos denarios de nardo puro simbolizan un amor sin límites. Mientras la actitud de Judas convierte la cena en una sucursal bancaria, el nardo derramado de María transforma el ambiente: “La casa se llenó de la fragancia del perfume”. Solo un amor así (abierto, inclusivo, desbordante) puede devolver a la Iglesia el perfume que la transforma en casa acogedora. Muchas de las pastorales que hoy hacemos están contaminadas por el virus “judaico”, si se me permite hablar con una pizca de ironía. Son algo mezquinas, calculadoras; abusan de los planes y proyectos; sacrifican la gratuidad y el contacto personal a la consecución de objetivos y metas. Todo suena muy moderno, se alinea con la mentalidad pragmática de nuestro tiempo, pero no transforma la Iglesia en una casa de familia. Solo cuando uno se deja de papeles y derrama lo mejor de sí mismo, “la casa se llena de la fragancia del perfume”. Hay que reconocer que la cena de Betania es más inspiradora que un máster en Pastoral.


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