viernes, 31 de diciembre de 2021

En tus manos, Señor

Termino el año 2021 con solo 274 entradas en el blog. Me he quedado lejos de las 358 de 2018 o de las 343 del año pasado. No me ha resultado fácil ser fiel a mi cita diaria. Ha habido muchos acontecimientos que me han absorbido. De todos modos, no quiero cerrar el año sin hacer un ejercicio de agradecimiento y entrega, por más que Ómicron se empeñe en seguir complicándonos la vida. Antes de sentarme al ordenador he leído la carta de un anciano sacerdote canadiense que se declara no creyente en “un dios que lo controla todo... para quienes tratamos de apaciguarnos cuando pasa una tormenta o una ola de calor. Un dios que es todopoderoso, excepto para evitar que ciertos sacerdotes o entrenadores deportivos abusen sexualmente de los niños. Una religión que priva a las parejas del derecho a decidir por sí mismas lo que es apropiado en su vida íntima, según su situación concreta o su orientación sexual”. 

Expresa la rabia y la frustración de quienes fueron educados en una religión del miedo que sigue agujereando la conciencia. Él ha sido capaz de hacer un camino de purificación. Otros muchos se han ido quedando por el camino; entre ellos, algunos de mis amigos. Nunca agradeceré bastante el haber descubierto por pura gracia el Evangelio de la libertad y el amor que Jesús nos revela. Lejos de contraer el alma o de sumirla en un mar de preceptos y normas, es una fuente inagotable de vida y alegría. El papa Francisco entendió muy bien la situación espiritual de nuestro tiempo. Por eso, su primera exhortación (2013) llevaba un título programático: Evangelii gaudium (la alegría del Evangelio). 

Respeto a las personas que viven su fe desde la observancia de ciertas normas y ritos que les dan seguridad, pero me gustaría que dieran un paso más, que se dejaran llevar por el Espíritu hacia un nuevo nivel de conciencia en el que se trascienden esos límites para vivir en el ancho campo de la verdad, la libertad y el amor. Ya sé que la Iglesia a lo largo de la historia siempre ha tenido temor de estos creyentes un poco díscolos, pero, a la hora de la verdad, son ellos quienes han mantenido la credibilidad de una institución que a menudo se ahoga en sus propias estructuras. Por eso, si yo tuviera hoy 18 años, no sé si me sentiría muy atraído por una comunidad que parece no ofrecer la novedad de Jesús, sino a menudo un producto refrito que suena a caducado. 

No sé por qué escribo estas cosas el último día del año. Quizá porque la inminencia de un año nuevo me evoca la necesidad de que el mensaje de Jesús siga resonando como algo nuevo. En cualquier caso, el sentimiento dominante en un día como hoy es la gratitud. A lo largo de 2021 he podido conocer a nuevas personas que forman ya parte de mi vida, he reanudado mis viajes misioneros después del parón de 2020, he recibido un nuevo destino tras 18 años en Roma y, sobre todo, he sido testigo de cómo Dios sigue dándonos lo que necesitamos en cada momento.

Como en años anteriores, quisiera entregar este año a Dios. Esta entrega tiene un carácter eucarístico. Yo le doy el fruto generoso de la tierra y el de mi humilde trabajo para que él lo transforme en pan que pueda alimentar a otros. No vivimos para nosotros mismos sino para los demás. Lo que ocurre es que ese “para los demás” exige un trabajo previo de transformación, de manera que lo que nosotros somos se convierta en pan comestible. No creo que hoy sea un día para la nostalgia, sino para el recuerdo, para tamizar a través del corazón las experiencias vividas y entregárselas a Dios. De esta forma, nos liberamos del peso de lo vivido y empezamos el año nuevo con libertad.

Aprovecho la entrada de hoy para agradeceros a todos los amigos del Rincón vuestras visitas. Algunos dejáis constancia escrita; otros entráis como de puntillas. Da igual. Lo que importa es que juntos vamos tejiendo una forma nueva de ser Iglesia. Partimos de algunos retazos de vida, los filtramos a través del Evangelio y regresamos a la vida cotidiana con nueva energía. En estos tiempos de pandemia nos ayuda mucho saber que podemos contar con personas que están ahí, que se hacen preguntas semejantes a las nuestras y que, a pesar de las dificultades, siguen creyendo en Jesús y no tiran la toalla.

jueves, 30 de diciembre de 2021

Éramos solo seis

Pasear por el bosque a las 9 de la mañana con 3 grados de temperatura tiene algo de purificante. Veo los coches cubiertos de escharcha y los charcos creados por las lluvias de los últimos días semicongelados. Respiro sin mascarilla el aire frío. A medida que pasan los minutos el sol va templando el ambiente. Es un día de invierno en toda regla. Aprovecho el paseo por el monte para poner un poco de orden en lo vivido en los últimos días. 

Me cansan los políticos tan previsibles. El presidente del gobierno de España hace un balance extraordinariamente positivo del año que termina. Afirma incluso que la pandemia ha sido una oportunidad para hacer grandes reformas. El líder de la oposición, por el contrario, piensa que todo ha sido un desastre. No era necesario escucharlos para saber lo que iban a decir. Se atienen a un guion que atenta contra la inteligencia de los ciudadanos. Prefieren las consignas a la descripción de los hechos. Lo malo es que nosotros nos dejamos llevar por esta dinámica y seguimos echando más leña al fuego de la polarización. ¿Cuándo seremos capaces de hacer una política más objetiva, creíble y compartida?

Los periódicos han hablado en los últimos días de la muerte del obispo anglicano Desmond Tutu, del final del volcán de la isla de La Palma, de la aprobación de la reforma laboral en España, de la subida de la inflación hasta cotas no conocidas en los últimos 30 años y también de la inauguración de un monumento al cómico Chiquito de la Calzada en su Málaga natal. No todas las noticias tienen el mismo calado, pero todas me ayudan a sintonizar con el mundo en que vivimos. La vida no se detiene por el hecho de que un virus dañino ande de un sitio para otro. 

¿Cómo medir la verdadera temperatura de la vida? ¿Cómo saber hacia dónde vamos? Mi paseo de esta mañana se enlaza con la celebración de la Eucaristía ayer a las siete de la tarde. Llegué a la iglesia un cuarto de hora antes. Estaba a oscuras. Solo el sagrario, la hornacina de la Virgen del Pino y el pesebre navideño estaban tenuemente iluminados. Me senté en uno de los bancos. Al principio no había nadie. Luego, entró una persona más. Un poco antes de las siete me dirigí a la sacristía y, desde ella, pasé a la capilla interior donde se celebran las misas en los días laborables. El hecho de que sea un espacio reducido, tenga el suelo de madera y disponga de un par de estufas de butano lo hace más adecuado para las celebraciones minoritarias en los fríos meses del invierno. Nos dimos cita seis personas, cuatro de ellas por encima de los 65 años; es decir, jubiladas.

La Eucaristía tiene el mismo significado con cinco personas reunidas en una capillita que con cien mil en la plaza de san Pedro de Roma. No es una cuestión de número, sino de significado. Yo disfruto con esta pequeña comunidad eucarística que, desafiando el frío de la tarde, encuentra media hora para un encuentro con el Señor y con los hermanos. Pero al mismo tiempo me pregunto una vez más por el futuro de la fe en las pequeñas poblaciones rurales y en Europa en general. ¿Por qué las jóvenes generaciones no sienten atracción por la Eucaristía? ¿Por qué los creyentes de más edad no hemos sabido compartir con ellas su belleza y su fuerza? 

Yo no cambio la Eucaristía cotidiana por ninguna otra experiencia, por atractiva que parezca. ¿Quién me contagió esta pasión que yo no he sabido contagiar a otros? Reconozco que la verdadera religión consiste en el amor (la liturgia navideña lo repite por activa y por pasiva), pero me agota el discurso de quienes oponen una vida desde el amor a la celebración del amor por excelencia que es la Eucaristía. ¿Cabe esperar una renovación en los próximos años o los cinco de la misa de ayer constituyen un símbolo de la fe minoritaria que nos aguarda en las próximas décadas? Me volví a casa sereno, pero pensativo. No sé si todavía podemos hacer algo o tenemos que resignarnos a los “signos del los tiempos”.

miércoles, 29 de diciembre de 2021

No se puede amar a distancia

Después de varios días lluviosos, hoy brilla un sol radiante. La temperatura es agradable, impropia de este comienzo del invierno. Han pasado tantas cosas desde el día de Navidad que me cuesta encontrar un hilo que las una. Ha habido viajes, encuentros, celebraciones, muertes, despedidas, silencios, llamadas y una sensación difusa de que mantener tantas ventanas abiertas al mismo tiempo tiene un coste emocional. La supercontagiosa variante ómicron está provocando más ansiedad de la que sería deseable en estas fechas. 

Como todos nos hemos vuelto virólogos aficionados después de un par de años lidiando con la pandemia, nos atrevemos a vaticinar el futuro. Unos dicen que este aumento de contagios es “el principio del fin” porque el virus irá perdiendo fuerza; otros, más pesimistas, opinan que seguirán surgiendo variantes y que tendremos que aprender a “convivir con el virus” como convivimos con el de la gripe estacional, por ejemplo.  Y otros muchos ─entre los que me cuento─ suspendemos el juicio porque carecemos de datos suficientes para dar una opinión fundada. Sea como fuere, la Navidad de este año 2021 está siendo demasiado vírica. Cuesta concentrarse en lo esencial. Bastante tenemos con ir sorteando las amenazas que nos circundan y encajando los contratiempos.

Una amiga italiana, frecuente lectora de este blog, ha colgado en su muro de Facebook, una serie de cuatro viñetas en las que Snoopy aparece tecleando algunos mensajes que se corresponden con los últimos años. Traduzco del italiano: “2019: alejaos de las personas negativas; 2020: alejaos de las personas positivas; 2021: alejaos de las personas; 2022: ¿?”. Si algo ha conseguido el virus es ir alejándonos unos de otros casi sin darnos cuenta. Por eso, es el virus más antinavideño posible. Donde los cristianos celebramos la “cercanía” de Dios a los seres humanos y la fraternidad entre nosotros, el virus quiere hacer del “distanciamiento social” nuestro estilo de vida. 

Hasta ahora somos conscientes de este movimiento sutil, pero me temo que, a medida que pase el tiempo, nos parecerá normal lo que no ha sido fruto de nuestra decisión libre, sino resultado de una imposición indeseada. Sería triste que apretones de manos, abrazos y otras expresiones físicas de cariño acabasen arrumbadas en el baúl de los recuerdos. Si a esto añadimos el frío tecnicismo que nos rodea por todas partes, no estamos lejos de entrar en una era posthumana cuyas consecuencias ignoramos.

Es posible que estos pensamientos no conduzcan a vivir este tiempo con una actitud esperanzada, pero no puedo reprimirlos. Puedo, eso sí, perforarlos. La fe en el misterio de la encarnación de Dios arroja mucha luz sobre el momento que vivimos. Nos ayuda a ir siempre más allá de nuestros cálculos. Es posible que el distanciamiento sea imprescindible para combatir la propagación del virus, pero no podemos caer en la trampa de convertirlo en un estilo de vida con el argumento falaz de que cuanto más alejados estemos unos de otros más fácil será asegurar nuestra inmunidad personal y colectiva. 

Dios se ha dejado contagiar de humanidad. No ha tenido reparo en hacerse uno de nosotros. Solo “acercándose” nos ha revelado que nos ama. Es imposible amar “a distancia”. Por eso me gusta tanto lo que la comunidad de sant'Egidio hace cada año el día de Navidad en la hermosa iglesia de Santa Maria in Trastevere de Roma. Retiran los bancos de la nave central y en su lugar colocan mesas para invitar a un buen número de pobres del barrio. ¿No es un hermoso símbolo de lo que significa la Navidad, de que el amor siempre vence la distancia?

sábado, 25 de diciembre de 2021

Carta de Navidad


A pesar de algunos agoreros que pronosticaban el fin inmediato del mundo, también este año podemos celebrar la fiesta de la Natividad del Señor. ¡Hasta en un inmenso país de mayoría hindú como la India se celebra con gozo este día de fiesta nacional! Es verdad que en unos pocos países (Arabia Saudita, China, Corea del Norte, Tayikistán, Argelia, Brunei y Somalia) la Navidad está oficialmente prohibida, pero eso no le resta un ápice a su alcance universal. Dios nace para todos y en todas partes. Hoy no voy a hacer un comentario a las lecturas del día. Prefiero compartir con todos vosotros mi

CARTA DE NAVIDAD

Madrid, 25 de diciembre de 2021

Queridos amigos:

Hace casi seis años que abrí este Rincón de Gundisalvus. En este tiempo, os he felicitado la Navidad de diversas maneras. En 2016 os escribí una carta desde Madrid; en 2017 lo hice desde Roma. El año 2018 sustituí la carta por “una conversación junto al pesebre” con María y José. El año 2019 os envié un breve saludo desde mi pueblo natal. No tuve tiempo para muchas florituras. Finalmente, el año 2020 (el año de la pandemia) compartí desde Roma una meditación sobre el prólogo del Evangelio de San Juan que se proclama en la “misa del día”. 

Este año quiero volver a la vieja tradición de la “carta de Navidad”. Más que publicarla en este blog digital, me hubiera gustado enviárosla a cada uno de vosotros escrita a mano y dentro de un sobre sellado. ¡No hay comparación entre una carta manuscrita y una postal digital!

No sé con qué ánimo estáis celebrando este año 2021 la Navidad. Nos las prometíamos muy felices, pero en las últimas semanas se han torcido las cosas. El deseado final de la pandemia se retrasa. En bastantes países (incluida España) está creciendo mucho el número de infectados. Es verdad que la vacunación masiva hace que en la mayoría de los casos la enfermedad curse con síntomas leves, pero eso no impide la alteración de nuestros planes para estas fechas singulares. La situación provoca un estado de ánimo raro, una mezcla de resignación, ansiedad y en algunos casos rabia y hasta desesperación. Solemos concentrar tantas expectativas en el tiempo navideño que, cuando la realidad se tuerce, experimentamos frustración y tristeza. La pandemia nos obliga a cancelar viajes, suprimir encuentros familiares y posponer diversos programas. Se han puesto de moda las pruebas de antígenos y han vuelto las mascarillas a las calles, aunque, a decir verdad, nunca han desaparecido del todo.

¿Se puede celebrar la Navidad bajo la amenaza de un virus invisible? No solo se puede, ¡se debe! Jesús no nació en una situación óptima, sino que se atuvo a las condiciones precarias de su tiempo y de su familia. He aquí la primera gran lección navideña: Dios se hace presente en cualquier situación, también en las que a primera vista parecen contradecir los mensajes de paz y alegría que la Navidad evoca. Lo que nos produce el verdadero contento (como se lo produjo a los pastores y a los magos) es su presencia en medio de nosotros; sobre todo, en los momentos en que experimentamos soledad, desconcierto o tristeza. Él no va a faltar nunca a la cita. 

Algunas personas muy cercanas a mí estuvieron solas la noche pasada. Creo que ninguna de ellas se ha sentido mal porque se encontraban en comunión con otras muchas personas que las queremos. Y, sobre todo, porque en la soledad de sus casas y de sus corazones han descubierto que estaban acompañadas por quien puede llenarnos con su amor. Cuando uno descubre esta fuente infinita está en condiciones de compartir la alegría resultante con las personas que más la necesitan.

Para mí es la primera Navidad en Madrid tras 18 años en Roma. Ayer por la tarde canté la calenda en las primeras vísperas de mi comunidad después de haber celebrado la “Eucaristía de la vigilia” con la comunidad de las Concepcionistas. Me impresionó la cascada de referencias temporales que contiene la calenda hasta desembocar en esta confesión de fe: “Jesucristo, Dios eterno e Hijo del eterno Padre, queriendo consagrar el mundo con su piadosísima venida, concebido del Espíritu Santo, nueve meses después de su concepción, nace en Belén de Judea, hecho hombre, de María Virgen: la Natividad de nuestro Señor Jesucristo según la carne”.

Siento una necesidad interior de concentrarme en este anuncio. Me agota la Navidad publicitaria. Cada vez se me hacen más cuesta arriba los “ritos comerciales” por más que apelen a sentimientos blandos como la armonía familiar, la estética invernal, la calidez de los regalos y el ritmo de los villancicos. Sin “carne” no hay Navidad; es decir, sin contacto con la fragilidad de la condición humana. Quizá nos cuesta tanto descubrir a Dios hoy porque lo buscamos donde él no ha querido encarnarse. Tal vez si lo buscáramos en la humildad de las personas necesitadas, en las costuras descosidas de muchas vidas, tal vez entonces descubriríamos que, en ellas, como en el humilde pesebre de Belén, brilla su rostro. Lo que pone a prueba nuestra fe en Dios no es el sufrimiento o la pobreza (por mucho que siempre invoquemos este argumento), sino la ceguera de quienes buscamos donde no debemos o la autosuficiencia de quienes nos creemos satisfechos.

Cuesta mucho hacerse a la idea de que el Dios invisible se haya hecho transparente en una criatura. No entra en nuestros cálculos humanos. Los relatos evangélicos del nacimiento no se pierden en detalles anecdóticos como nuestros belenes populares. Se centran en lo esencial. Mateo se limita a decir: “Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y acogió a su mujer. Y sin haberla conocido, ella dio a luz un hijo al que puso por nombre Jesús” (1,24-25). Lucas se extiende algo más: “También José, por ser de la casa y familia de David, subió desde la ciudad de Nazaret, en Galilea, a la ciudad de David, que se llama Belén, en Judea, para empadronarse con su esposa María, que estaba encinta. Y sucedió que, mientras estaban allí, le llegó a ella el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada” (2,4-7). 

Ni Marcos (el evangelio más temprano) ni Juan (el más tardío) hablan del nacimiento de Jesús. Al hecho desnudo, Mateo añade la visita de los magos (Mt 2,1-13) y Lucas la de los pastores (2,8-20). Ambos evangelistas tienen sus motivos teológicos y pastorales para incluir estas historias en sus relatos. Ambos ponen el acento en que María “dio a luz a su hijo (primogénito)”. Jesús no es, pues, un ser que aparece en la historia por arte de magia o un mito que está fuera del espacio y del tiempo.

Dentro de unas horas me pondré en camino hacia mi pueblo natal para pasar este día con mi familia. Mientras recorra los 266 kilómetros que lo separan de Madrid, pensaré en todos vosotros que os acercáis a este Rincón desde España, Estados Unidos, Japón, Colombia, Alemania, Argentina, México, Rusia, Francia, Italia (este es el orden de las visitas más numerosas) y otros muchos lugares del mundo. Para todos invoco la bendición de este Niño que ha venido para que todos tengamos vida en abundancia. 

Un abrazo muy fuerte.

Feliz Navidad



[Las fotos que acompañan la entrada de hoy están tomadas en diversos lugares de mi comunidad de Madrid]

viernes, 24 de diciembre de 2021

Esta noche va a nevar

Llueve suavemente sobre Madrid. Mientras escribo, escucho el Happy Christmas (War is over) de John Lennon. Es una forma de colocarme en “modo Navidad”. Acabo de celebrar la última Eucaristía del tiempo de Adviento en la comunidad de las Concepcionistas de la calle Princesa. Delante del altar había un pesebre vacío, a la espera de que el Niño nazca esta noche. De regreso a casa, veo una enorme lona publicitaria en la que aparece un diablo en el pesebre de Belén. Alguien ha recortado el rostro creando un enorme vacío. La provocación es uno de los ingredientes de la Navidad secular. No hay por qué alarmarse. Jesús ha sido, es y será siempre un “signo de contradicción”. 

A pesar del incremento constante de contagios, mucha gente se ha puesto en camino. Puede más el deseo de encontrarse que los riesgos sanitarios. Las previsiones meteorológicas hablan de lluvias generalizadas, pero no de nieve. La temperatura es suave. 

Y, sin embargo, esta noche va a nevar. Sí, va a nevar la gracia abundante de Dios sobre el suelo humano. La liturgia no solo conmemora un hecho del pasado, sino que lo actualiza en el presente. No es fácil explicar este sentido fuerte de la Navidad. Se nos va casi todo en efluvios sentimentales y en excesos decorativos. Lo esencial es que Dios sigue naciendo. La historia está preñada de gracia.

Recuerdo muchas nevadas de mis años de infancia. Antes de que comiencen a caer los primeros copos se produce un gran silencio, como si la creación entera se dispusiera a acoger con admiración el manto blanco caído del cielo. Un silencio parecido es el que necesitamos para acoger al Dios que desciende sobre nosotros como una sinfonía de blancos y delicados copos. No concibo la alegría de la Navidad sin el silencio que la precede. En algunos países de larga tradición cristiana, el 24 de diciembre es un día de ayuno y oración. En España es un día de viajes, compras, preparativos y prisas. En vez de llegar a la Navidad serenos y receptivos, solemos llegar exhaustos y a veces prematuramente hastiados. 

¿Cómo caer en la cuenta de que no hay Palabra sin silencio? Cuando mañana leamos en el Evangelio de Juan que “la Palabra se hizo carne” (Jn 1,14) quizá no comprendamos el alcance de estas palabras porque no hemos tenido un tiempo de silencio para acogerlas y rumiarlas. Entre los varios regalos que nos hacemos en estos días, ¿podríamos regalarnos un poco de silencio contemplativo? Yo procuro reservarme un tiempo antes de las primeras vísperas de la Navidad y de la tradicional cena de Nochebuena. Es probable que este año agarre mi paraguas y me pierda caminando por el cercano parque del Oeste o entre en alguna de las iglesias del centro y me quede un rato tranquilo.

Desde hace días me van llegando muchas felicitaciones: algunas por correo ordinario; la mayoría, por vía digital. Las fórmulas son variadas. Algunos de mis amigos se inclinan por mensajes genéricos que hablan de “felices fiestas” o “feliz Navidad”. Otros eligen motivos icónicos llamativos que ellos mismos han creado o que han encontrado en Internet. No faltan quienes añaden frases bíblicas o citas de autores como C.S. Lewis, Miguel de Unamuno, Gerald Hopkins, Pedro Casaldáliga, el papa Francisco o algún Padre de la Iglesia. A todos les agradezco su recuerdo, su creatividad y sus buenos deseos.

Reconozco que a mí me da pereza felicitar la Navidad. Casi nunca dispongo de la tranquilidad suficiente para personalizar estos pequeños mensajes de augurio. Me gustaría aprovechar la ocasión para regalar unas palabras especiales a cada uno de mis parientes y amigos, pero eso me llevaría un tiempo del que no dispongo. Por eso, aprovecho las entradas del blog para compartir algún mensaje personal. 

Siento que esta noche va a nevar. Sin saber cómo, descubriremos que, como nieve discreta, “se ha manifestado la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres” (Tit 2,11). Pero, para que este descubrimiento nos cale, necesitamos silencio, capacidad contemplativa, despojamiento interior, apertura a los demás y humildad, mucha humildad.

No hagáis caso de las previsiones meteorológicas de la televisión, ni de los termómetros de vuestras casas. Es claro que esta noche va a caer sobre la tierra una copiosa nevada de bendiciones. ¿No lo percibís ya en el ambiente?


jueves, 23 de diciembre de 2021

El momento mariano

Han pasado seis días desde la última entrada. En este tiempo han sucedido tantas cosas que ni siquiera tengo ganas de resumirlas. Desde el martes me encuentro de vuelta en Madrid tras once días en Colombia. Hacía dos años que, debido a la pandemia, no había vuelto a uno de los países latinoamericanos que más me gusta. Por desgracia, el mismo día en que empezaba la “cuenta atrás” navideña fue asesinada en Medellín la joven Paola Andrea Valencia Ocampo, directora de una de las residencias de los Hogares Claret. Me impresionó la noticia. La violencia sigue golpeando a un país que lleva demasiado tiempo encadenado a ella y que busca caminos para vencerla.

Durante las ocho horas de espera en el aeropuerto de Bogotá y las diez del vuelo de regreso a España pude reflexionar sobre la experiencia vivida en Colombia. No es fácil hacer un cóctel con ingredientes tan variados como la violencia, los deseos de paz, el trabajo terapéutico, la espera del Adviento y la variante ómicron de este virus interminable. Todavía bajo los efectos del desfase horario (seis horas), intento disponerme del mejor modo posible para la Navidad mientras vuelven las mascarillas a las calles y algunos de mis amigos (empezando por varios miembros de mi antigua comunidad romana) se han infectado con este virus que parece dispuesto a no dejarnos en paz. 

Hablando ayer con un amigo, le decía que cada vez me cuesta más interpretar lo que nos está pasando.  Leo reflexiones, intercambio puntos de vista con unos y con otros, trato de meditar y, al final, no encuentro la explicación redonda que pueda integrar tantos contrastes. Entonces, cuando parece que la realidad nos desborda por los cuatro costados, solo caben tres opciones: desesperarse, volverse escéptico o “guardar todo en el corazón”. La primera opción gana cada vez más adeptos; quizás por eso aumenta el número de suicidios. Quienes ya no soportan este mundo, deciden adelantar bruscamente su final. Para ellos el fin del mundo llega con una inyección u otras formas más burdas. 

La segunda opción es la típica de muchos intelectuales y gente leída. En su afán por encontrar una explicación plausible a todo, acaban recalando en la playa del recelo. Si tienen medios económicos, se vuelven hedonistas (“a vivir, que son dos días”); si no, terminan engrosando el número de los desesperados. 

Hay, por último, una muchedumbre que no entiende, pero que, por alguna secreta razón, no tira la toalla. Intuyen que, por muchas contradicciones que experimentemos, el mundo no es absurdo. Se diría que viven como María de Nazaret, guardando todo en el corazón, dejando que las cosas se vayan aclarando, no a base de una nerviosa actitud inquisitorial, sino en la espera paciente de quien sabe que no tiene en sus manos el control de la realidad, de quien se abandona confiadamente al Amor que sostiene el universo.

La Navidad nos recuerda que la historia no está en nuestras manos, por más que a menudo nos sintamos sus protagonistas, sino en las de Aquel que ha querido hacerse historia en un momento determinado. La diferencia entre el cristianismo y otras propuestas salvíficas es que los cristianos no buscamos a Dios huyendo de la complejidad histórica, sino reconociendo en ella la presencia de Dios hecho carne, hecho historia, hecho debilidad. No sé si el momento cultural que hoy vivimos nos permite una fe de este tipo, pero es la única en la que encuentro luz, consuelo, alegría y esperanza, incluso en tiempos de confusión y de pandemia. 

Vivir la Navidad “en modo mariano” significa aprender a “guardar todo en el corazón” sin obsesionarnos con encontrar una explicación rápida e incuestionable. Significa escrutar los signos de Dios en el ancho campo de las realidades humildes, aquellas que no consideraríamos a primera vista reveladoras de nada. Si la Navidad pierde su carácter de acontecimiento sorprendente, si sucumbe bajo la pesada losa de su secuestro consumista, entonces es comprensible que la aborrezcamos. Pero si nos ayuda a no perder la calma en medio de la tormenta, si nos recuerda que Dios tiene un modo único de conducir la historia, entonces podemos seguir celebrándola con sencillez y alegría.

Os dejo con el tema Te llevo en La Palma que Siloé ha compuesto para ayudar a los damnificados por el volcán canario a través de la organización World Central Kitchen.


viernes, 17 de diciembre de 2021

La cuenta atrás

Desde la loma en la que me encuentro, la vista de la ciudad de Medellín es impresionante, sobre todo por la noche, cuando las luces de la ciudad le dan un toque mágico que se acentúa más en este tiempo prenavideño a causa de los famosos “alumbrados”. Hoy comienza la recta final del Adviento, aunque aquí en Colombia, como en otros lugares de Latinoamérica, la llamada “novena de Navidad” comenzó ayer. Acostumbrado a asociar la Navidad al frío (incluso a la nieve), se me hace extraño vivir este tiempo con una temperatura que ronda los 20 grados. 

En un día como hoy el papa Francisco cumple 85 años. Parece increíble que un anciano como él pueda liderar la Iglesia católica con una clara visión de futuro, sin dejarse amedrentar por quienes lo tildan de hereje, globalista, comunista, populista y otros epítetos despectivos. Lo peor es que tales descalificativos no vienen de los llamados “enemigos” de la Iglesia, sino muy a menudo de quienes van por la vida expidiendo certificados de catolicismo. Por una parte, me parecen reacciones desproporcionadas, irracionales y casi infantiles; por otra, las veo muy lógicas porque las actitudes y decisiones del papa Francisco cuestionan su estilo de vida y sus intereses. El tiempo colocará a cada uno en su sitio.

Cuando por las noches me asomo a la ciudad de Medellín desde esta loma, siempre imagino algunas situaciones que pueden estar sucediendo en la ciudad. Detrás de las luces navideñas se agazapan muchos dramas. Por las calles del centro hay personas que duermen a la intemperie y que viven de la mendicidad. Otras sobreviven a duras penas con trabajillos eventuales. A unas y otras la pandemia les ha complicado todavía más la vida. 

Mientras, nosotros, desde El Picacho (así se llama esta zona), hablamos de solidaridad con los empobrecidos y de compromisos de acompañamiento y ayuda. La brecha parece insalvable. ¿Qué puede hacer un pequeño grupo de misioneros frente a las muchas necesidades que se tocan casi con la mano? La tentación es el desánimo o la indiferencia. Como no podemos resolver todo, no hagamos nada. Sin embargo, en el ADN misionero está la compasión; es decir, la actitud de quien intenta meterse en la piel de quienes sufren para ver la vida desde su orilla, no desde la nuestra. Es posible que, a pesar de nuestra voluntad y de nuestros esfuerzos organizativos, solo podamos aportar “cinco panes y dos peces”. Si hay autenticidad, Jesús multiplicará el valor de nuestra pequeñez.

Durante estos días nos acompañan diez laicos (mujeres y hombres) que comparten con nosotros la misión en diversos lugares, desde Maracaibo hasta Quibdó. Sus voces suelen poner el acento en aspectos que a nosotros nos pasan desapercibidos. Más allá de la eficacia de esta colaboración, lo importante es hacer visible que caminamos juntos, que la misión de la Iglesia es una tarea coral en la que todos tenemos nuestra parte. 

Cuando mañana terminemos el capítulo y cada uno regrese a su casa, comprenderemos mejor qué significa el lema que nos ha acompañado: “Arraigados en Cristo – Audaces en la misión”. Solo si nuestras raíces están en Jesús podremos producir frutos de renovación. Solo con su fuerza podremos ir más allá de nuestras rutinas y comodidades. Colombia y Venezuela no están atravesando un momento fácil. Por eso mismo, es necesario compartir los “dos peces y cinco panes” con quienes están a nuestro lado. La Navidad ya próxima es un nuevo aldabonazo que nos mantiene despiertos.

martes, 14 de diciembre de 2021

¿Cómo te podré pagar?


El III Capítulo de la provincia claretiana de Colombia-Venezuela me absorbe casi por entero. No queda mucho tiempo para escribir mi entrada diaria, pero no quiero que pase la jornada de hoy sin compartir algo. Tengo dos motivos fundamentales: el primero, la memoria litúrgica de san Juan de la Cruz, un santo que siempre resulta actual porque puso experiencias y palabras a la búsqueda de Dios; el segundo motivo es el concierto que ayer dieron mis amigos de Brotes de Olivo en Huelva, con motivo de los 50 años de la existencia del grupo. Encuentro un puente entre ambos motivos: la gratitud por la obra de Dios.

Conviene releer y meditar de vez en cuando el Cántico Espiritual de san Juan de la Cruz. Hoy me fijo solo en la primera estrofa: ¿Adónde te escondiste, / amado, y me dejaste con gemido? / Como el ciervo huiste, / habiéndome herido; / salí tras ti, clamando, y eras ido. Difícilmente podría expresarse con más hondura y belleza lo que muchos de nosotros estamos experimentando hoy. 

Cuando se habla del silencio de Dios (o incluso de “la muerte de Dios”), quizá no nos estamos refiriendo al hecho de que Dios no exista ─como sostiene el ateísmo militante─ sino a la impresión de que él es un Deus absconditus, un Dios escondido que, por una parte, nos seduce y, por otra, parece alejarse de nosotros dejándonos “con gemido”. Es un Dios que nos hiere con su amor y luego nos deja con la herida siempre abierta. ¿No es esta la dinámica del verdadero amor?

Mi amigo Juan, uno de los componentes del grupo musical Brotes de Olivo, me envió el enlace de Youtube apenas acabado el concierto. A pesar de que terminé el día cansado, me pudo más la curiosidad y el cariño, así que me quedé hasta casi la medianoche (hora colombiana) viendo cómo nueve de los trece hermanos iban repasando algunas de las canciones más emblemáticas de su larguísima (¡nada menos que 50 años!) carrera musical. En los últimos minutos del concierto se añadieron los cuatro hermanos restantes, así que fue posible contemplar a los trece cantando y emocionándose juntos. 

Confieso que me hubiera gustado haber estado ayer en el Gran Teatro de Huelva. Algunas de las canciones de Brotes de Olivo forman parte de mi banda sonora espiritual desde el comienzo mismo de la andadura del grupo. En la década de los años 80 del siglo pasado tuve oportunidad de compartir momentos muy significativos con ellos, tanto en el multifestival David como en otros conciertos organizados en diversos lugares. Desde entonces surgió una amistad que dura hasta hoy y que se ha ido nutriendo de conversaciones, visitas y pasiones comunes. Si tuviera que elegir una canción entre tantas, hoy me inclino por ¿Cómo te podré pagar? Expresa nuestra incapacidad para agradecer al Dios ausente toda la gracia que derrama en nuestras vidas.

¿Cómo te podré pagar?

Caminaré en tu presencia en la tierra de los vivos.
Soy feliz aun cuando digo qué desdichado soy.
En lo hondo de mi alma te siento fundido en mí.
Tú me has dado mil razones para sentirme así.

¿Cómo te podré pagar? ¿Cómo te podré pagar?
¿Cómo te podré pagar tanto bien como me has hecho?
¿Cómo te podré pagar? ¿Cómo te podré pagar?
¿Cómo te podré pagar tanto bien como me has hecho?


Viviré cuanto me has dicho, sí, delante de tu pueblo.
Tú soltaste mis cadenas. ¡Ay Yahvé, yo soy tu siervo!
Tu siervo para servir allá donde exista un hombre.
Me ofreceré en sacrificio y a todos diré tu nombre.

Un hambre tiene mi vida: pagarte cuanto te debo.
Viviré para cantar tanto bien como me has hecho.
Nunca yo me sentí digno de hacer cuanto siempre he hecho.
Lo hago porque estás en mí, tú sabes que así lo siento.

Tú me diste la vida y ahora te la devuelvo.
Viviré para cantar tanto bien como me has hecho.



domingo, 12 de diciembre de 2021

La triple A

La triple A a la que me refiero no tiene nada que ver ni con la Triple Alianza ni con la Triple Entente. Se refiere a tres virtudes que emergen en este Tercer Domingo de Adviento, el llamado Gaudete. Son la alegría, la audacia y la autenticidad. Puede que la elección sea algo subjetiva, pero creo que se desprende de las lecturas de hoy. Mientras escribo esta entrada en Villa Claret, una casa de retiros claretiana en la ciudad de Medellín, me entra por la ventana una brisa fresca. Desde la colina donde estamos ubicados, contemplo la ciudad extendida por el valle de Aburrá y encaramada por los cerros y montañas que lo circundan. El espectáculo es sencillamente cautivador. Ya no se habla de la Medellín violenta de Pablo Escobar (la que conocí en mi primer viaje en 1997), sino de la Medellín del siglo XXI, capital del departamento de Antioquia, una ciudad pujante, hermosa, acogedora… y paisa.


La primera A nos habla de alegría. Es el acento del tercer domingo de Adviento. La lectura del profeta Sofonías es una invitación exultante: “Alégrate hija de Sión, grita de gozo Israel; regocíjate y disfruta con todo tu ser, hija de Jerusalén. El Señor ha revocado tu sentencia, ha expulsado a tu enemigo” (Sof 3,14-15). Todavía es más explícito san Pablo en su carta a la primera comunidad europea de cristianos: “Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos. Que vuestra mesura la conozca todo el mundo. El Señor está cerca” (Filip 4,4). Lo que más me llama la atención es que ambas invitaciones tienen un fundamento sólido. Podemos estar alegres “porque el Señor ha revocado tu sentencia” (Sofonías) y porque “el Señor está cerca” (Pablo). Me pregunto si en el origen de nuestra tristeza contemporánea no está la impresión de que Dios está lejos o de que nos tiene sojuzgados.

La segunda A tiene que ver con la audacia. Cuando nos sentimos alegres porque el Señor está cerca, entonces perdemos el miedo: “Aquel día dirán a Jerusalén: «¡No temas! ¡Sión, no desfallezcas!» El Señor tu Dios está en medio de ti, valiente y salvador” (Sof 3,16). Muchos cristianos viven con un difuso sentimiento de miedo. Prefieren mantenerse en las trincheras para no correr demasiados riesgos. Sin embargo, cuando vivimos “la alegría del Evangelio”, nada ni nadie nos puede detener. La alegría produce audacia y valentía porque nos sabemos en las manos de Dios. La misión no es un asunto nuestro. Somos colaboradores de la misión de Dios.


La tercera A alude a la autenticidad. La pregunta que la gente le hace a Juan el Bautista ─ “¿Qué debemos hacer?” (Lc 3,10) ─ es la misma que nos hacemos nosotros hoy. ¿Qué debemos hacer frente a las tensiones y escándalos que se dan en el seno de la Iglesia? ¿Qué debemos hacer para corregir las grandes desigualdades sociales? ¿Qué debemos hacer para derrotar la corrupción y para combatir el cambio climático? ¿Qué debemos hacer para ser santos? Las respuestas de Juan no van, como cabría esperar, en la línea de lo que nosotros solemos sugerir. Juan no invita a orar más, a practicar más devociones o a ser más “espirituales”. A cada grupo de personas, les da respuestas muy concretas y prácticas. Pueden parecer casi triviales y, sin embargo, son la medida de la autenticidad:

  • Al pueblo en general: «El que tenga dos túnicas, que comparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo». La solidaridad con los necesitados es la primera línea de acción, la que menos se presta a autojustificaciones. Sigue siendo válida para nosotros hoy. Rezar un Padrenuestro es esencial, para rascarse el bolsillo para ayudar a quien lo necesita nos escuece más. 
  • A los recaudadores de impuestos: «No exijáis más de lo establecido». Quienes controlan los impuestos y la economía en general tienden a aprovecharse de los más débiles, a sacar provecho personal de todo. La corrupción afecta a casi todos: desde el concejal de un pequeño pueblo hasta un ministro del gobierno, pasando por empresarios, comerciantes, abogados, jueces, policías, inspectores de Hacienda, dirigentes de clubes deportivos… y eclesiásticos. Una de las cosas que más escandalizan a algunas personas es que la “incultura de la corrupción” parece crecer con más brío en los países de tradición católica e incluso en personas que se confiesan creyentes. ¿Cómo es posible semejante contradicción? Donde hay fe, hay honradez. Esta antigua virtud debe saltar al primer plano si queremos que las cosas cambien de verdad.
  • A los soldados: «No hagáis extorsión ni os aprovechéis de nadie con falsas denuncias, sino contentaos con la paga». Extorsionar y chantajear siguen siendo prácticas comunes en diversos campos de la vida familiar y social. Esta actitud prepotente es incompatible con la alegría de quienes saben que el Señor está cerca.

¿Qué tenemos que hacer, en definitiva? No hace falta buscar respuestas alambicadas. Juan el Bautista nos invita a ser auténticos, de una pieza, sin dobleces. ¡Ojalá la alegría de ser cristianos nos lleve a vivir de esta manera! El fruto será una renovada audacia misionera.

sábado, 11 de diciembre de 2021

Algo podemos hacer


Es muy temprano en Bogotá, pero en Europa ya es mediodía. Aquí la vida comienza muy pronto. Antes de volar a Medellín, la ciudad de la eterna primavera, recuerdo que estamos en el corazón del Adviento. Se necesita mucha esperanza para no sucumbir ante la avalancha de acontecimientos que nos empujan hacia el abismo. Cuando veo por las calles del centro de Bogotá a cientos, miles de personas malvendiendo algunos artículos para poder sobrevivir, me pregunto por qué yo dispongo de techo y comida y ellos no. Puedo acostumbrarme a las brechas sociales como algo inevitable, casi atávico. O puedo rebelarme y hacer algo. Me decanto claramente por la segunda actitud.

Si los cristianos no hacemos algo, dejamos a Dios en mal lugar. Somos el corazón y las manos de la providencia divina. Hay días en que tengo ganas de cerrar el blog, dejar de escribir palabras y centrarme en acciones más tangibles que sirvan para aliviar un poco el sufrimiento de tantas personas. Otras veces pienso que también haciéndome eco de las palabras de Jesús puedo contribuir a poner esperanza a través de medios tan inútiles como un blog en Internet. Necesitamos pozos de agua fresca que nos permitan aliviar la sed a lo largo de nuestra travesía.


No es fácil orientarse en el desconcierto que nos toca vivir. Leo algunos artículos que denuncian al Vaticano como una cueva de pervertidos e hipócritas que dicen una cosa y hacen otra. Leo otros que alaban al papa Francisco por su valentía para convocar un Sínodo en el que todos los cristianos tendremos la oportunidad de decir cómo vemos las cosas y cómo creemos que pueden mejorar. En este contraste entre quienes piensan que la Iglesia está viviendo estertores de muerte y quienes vislumbran un horizonte nuevo, el Adviento me ayuda a mantener fresca la esperanza. 

Ayer, un amigo mío, con cierto tono de reproche, me decía: “Hay mucho más Reino de lo que parece”. Es verdad. El Espíritu Santo está trabajando en el interior de millones de personas que están dando lo mejor de sí mismas para hacer habitable este mundo, para reflejar el amor de Dios en las múltiples situaciones de la vida cotidiana. Lo que ocurre es que esta corriente de amor pasa a menudo desapercibida.  La realidad “es” lo que los medios os cuentan. Por cada noticia buena (sobre todo, en relación con la Iglesia), hay tres malas. Si nos guiamos solo por lo que aparece en los medios, es inevitable pensar que la barca de Pedro se está hundiendo. Por eso, necesitamos el Adviento: para recordar que Dios nunca abandona a su pueblo, que las promesas siguen vivas, que Cristo está siempre naciendo allí donde menos pensamos.

El escritor colombiano Mauricio García Villegas ha calificado a Colombia en un libro reciente como “el país de las emociones tristes”. Siguiendo su enfoque, me pregunto si muchos no piensan que estamos viviendo en las últimas décadas en “una Iglesia de las emociones tristes” en la que cada día nos desayunamos con un nuevo escándalo que va minando nuestra confianza y en ocasiones nuestra fe. Cuando dominan las “emociones tristes” carecemos de entusiasmo para vivir nuestra fe con alegría, para contagiar esperanza, para sembrar amor. Frente a esta enfermedad espiritual de la acedia, necesitamos el antídoto que nos proporciona la Palabra de Dios. 

En este tiempo de Adviento Dios nos asegura que ha preparado un festín generoso para todos los habitantes de la tierra, que la paz acabará primando sobre la guerra, que el lobo pastará con el cordero. En otras palabras, Dios nos hace partícipes de su “sueño” para la humanidad. Solo si hacemos nuestro este sueño, podamos afrontar los sinsabores de la vida cotidiana si perder la esperanza. 

Tengo la impresión de haber tecleado algunas notas inconexas, pero el ritmo que llevo estos días no me permite ni siquiera revisar el texto escrito. Tomadlo como un cuaderno de bitácora. Solo eso.

viernes, 10 de diciembre de 2021

El futuro de la religión

El viaje de Madrid a Bogotá duró poco más de diez horas. Entre conversaciones, películas, documentales y alguna siestecita, se me pasó volando (nunca mejor dicho). Se me hizo más pesado el trayecto del aeropuerto a nuestra comunidad, en pleno centro de la capital. El tráfico era tan denso que se nos fueron más de dos horas. 

Hoy escribo desde una casa de retiro situada en Sasaima, a unos 60 kilómetros de Bogotá. Es un rincón en plena montaña al que he venido en varias ocasiones. Una fuerte tormenta dañó la instalación eléctrica hace tres días, así que no sé si podré colgar la entrada de hoy. Mientras escribo en el porche de la casa, cae una lluvia mansa sobre la feraz vegetación de la zona. Uno de los gatos está arrellanado en un cojín. Escruta los movimientos del advenedizo que soy yo. 

La verdad es que con el desfase horario de seis horas no estoy para grandes reflexiones, pero no quiero pasar por alto uno de los documentales de la serie Episodios que dirige Iñaki Gabilondo. Lleva por título El futuro de la religión. Se trata de una conversación entre Iñaki Gabilondo y el jesuita Pedro Miguel Lamet. La verdad es que me esperaba algo más, pero merece la pena escuchar estas voces.

Las preguntas que el periodista Gabilondo le hace al jesuita Lamet pueden coincidir con las que muchos nos hacemos hoy: ¿Tiene futuro la religión en el mundo (y, sobre todo, en Europa)? ¿Acabará contagiándose todo el mundo del agnosticismo y ateísmo europeos o, por el contrario, Europa será evangelizada por los creyentes de otros continentes? ¿Se convertirá el Islam en la religión mayoritaria dentro de unas décadas? Es verdad que la sociología puede ayudarnos a responder a estas cuestiones, pero hay muchas variables que escapan a toda medición. 

Lo que cada vez observo más es lo que Lamet llama una religión prêt-à-porter, en la que cada uno confecciona su particular modo de relacionarse con Dios tomando de las diversas tradiciones aquello que le parece más plausible o conveniente, sin importarle demasiado la coherencia interna y mucho menos la pertenencia institucional. Este moderno sincretismo puede parecer una amenaza para la fe cristiana, pero yo lo veo como una gran oportunidad. Al fin y al cabo, el cristianismo primitivo también se abrió paso en contextos muy sincretistas. 

Quizás una de las mediaciones fundamentales será la creación de pequeñas comunidades que, sin sentirse como células separadas del gran cuerpo eclesial, permitan establecer lazos de fraternidad entre los creyentes y faciliten un acompañamiento cercano. Esto puede dar origen a nuevos ministerios que respondan a las necesidades de estas pequeñas comunidades, como ya está sucediendo en algunos lugares del mundo.

El cineasta italiano Nanni Moretti, desde su perenne enfado existencial, pone palabras a lo que sienten algunos ateos europeos: “No estoy de acuerdo con la frase de Buñuel de que era ateo gracias a Dios. No, yo soy ateo y estoy cabreadísimo por no saber a quién echar la culpa. Estoy convencido de que no hay nada después de la muerte y nadie tiene la decencia de darme la más mínima explicación”

En esto coincide con el cantante Miguel Ríos, a quien le oí decir algo parecido en una tertulia en la que, junto a la jueza Manuela Carmena, la actriz Charo López y el entrenador de fútbol Javier Clemente, hablaban sobre cómo se vive la vida cuando uno tiene más de 70 año y otea de cerca el horizonte de la muerte. Aumenta el número de quienes creen que “no hay nada después de la muerte”. Si la fe cristiana no es capaz de insuflar esperanza en la vida definitiva con Dios, entonces se reduce a una moral de entretiempo, más o menos aceptable según las épocas y latitudes. Pablo lo dijo con rotundidad en una de sus cartas a los corintios: “Pues si los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado; y, si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido” (1 Cor 15,16-17). Me parece que también el futuro va por aquí.



jueves, 9 de diciembre de 2021

Ver las luces

Después de casi dos años sin viajes fuera de Europa, hoy pongo rumbo a Colombia, un país al que he viajado en numerosas ocasiones desde el ya lejano 1997 en que lo hice por primera vez. Tanto la compañía aérea como el gobierno colombiano me han exigido compilar varios formularios online antes de emprender el vuelo. Resulta un poco engorroso, pero creo que facilitará las cosas. La pandemia ha complicado un poco más los viajes en avión. Todo sea por evitar las transmisiones “aéreas” (nunca mejor dicho) del virus. 

Ayer por la tarde di un paseo por el centro de Madrid. A pesar del tiempo desapacible, las calles y plazas estaban abarrotadas de gente. Se ha puesto de moda, incluso para muchos que no viven en Madrid, ir/venir a “ver las luces”, expresión que quizá signifique algo más de lo que parece a simple vista. Las ciudades compiten por exhibir un alumbrado navideño original, atractivo y ecosostenible. En España, la ciudad gallega de Vigo presume de tener el alumbrado más vistoso. En la ornamentación, cada vez cuenta menos el motivo central de la Navidad. Lo que importa es hacer un despliegue estético que llame la atención y que dé luz y color en las noches invernales. La excepción la constituye el templo de la Sagrada Familia de Barcelona. Ayer, solemnidad de la Inmaculada Concepción, se bendijo la torre de la Virgen, que será la segunda más alta de conjunto de 18 torres que tendrá el templo.

En la entrevista que le hicieron al papa Francisco en su viaje de regreso a Roma, tras haber visitado Chipre y Grecia, un periodista le preguntó sobre el documento de la Unión Europea que proponía suprimir la referencia a la Navidad y sustituirla por la denominación genérica de “fiestas”. El Papa improvisó esta respuesta: “Es un anacronismo esto, un anacronismo de la historia. Tantas dictaduras han buscado hacerlo: piensa en Napoleón, piensa en la dictadura nazi y la comunista. Es una moda de la laicidad diluida, agua destilada. Esta es una cosa que no funcionó durante la historia”. A continuación, se despachó sobre el sentido y el futuro de la Unión Europea. 

Me llamó la atención la referencia histórica a algunas dictaduras. Para dominar al pueblo han querido eliminar las fiestas y ritos que unen a las personas con objeto de convertirlas en masa manipulable. Esto mismo se puede hacer de manera agresiva o se puede hacer con la sutileza con que lo hace el comercio. Hoy no se persigue la celebración de la Navidad (como en tiempos de Hitler o de Stalin), pero se la convierte en la fiesta del consumo. Las famosas luces callejeras son, sobre todo, un reclamo para aumentar las ventas. De hecho, si no estoy mal informado, muchos comerciantes contribuyen también a financiarlas.

¿Y si quienes salen a “ver las luces” buscaran algo más que meros destellos publicitarios? A veces pienso que la atracción que muchas personas sienten por las luces navideñas se asemeja a la atracción de los magos que, al llegar a Jerusalén después de un largo viaje, preguntaron: “¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo” (Mt 2,2). Las estrellas modernas son los hermosos alumbrados navideños de nuestros pueblos y ciudades. La atracción que ejercen sobre nosotros, ¿tendrá algo que ver con nuestra búsqueda de Dios o será solo un placer estético para sacudirnos la modorra de las largas noches de invierno? ¿Podríamos decir también nosotros parafraseando a los magos que hemos visto las luces y que andamos tras la Luz que ilumine nuestras oscuridades? 

No soy muy dado a piruetas espiritualistas, pero adivino en ese deseo casi universal de “ver las luces” algo más que una moda o un rito costumbrista. Es tal vez la expresión inconsciente del anhelo que todos tenemos de ver con más claridad el camino que transitamos, de poner sentido, color y alegría en unas vidas que se han vuelto algo mortecinas y rutinarias. Si así fuera, merece la pena salir del calor hogareño y lanzarse a las calles para “ver las luces”. ¡A lo mejor se remueve algo dentro!


miércoles, 8 de diciembre de 2021

Agraciada para agraciar

Acabo de participar en la Eucaristía de la solemnidad de la Inmaculada Concepción. Quise haber asistido la noche pasada a alguna de las vigilias marianas que se celebraron en Madrid, pero no me fue posible. Confieso que me cuesta escribir algo que no naufrague en el mar de las mil palabras. La fiesta de la Virgen llega al final de un largo puente en el que muchos han disfrutado de unos días de descanso y de encuentros con familiares y amigos. El frío no invita mucho a salir a la calle. Mientras la gente disfruta o se apresta a regresar a casa, se suceden las noticias: desde los balances del viaje del papa Francisco a Chipre y Grecia hasta las conclusiones de algunos estudios sobre la eficacia de las vacunas contra las nuevas variantes del Covid. 

En este supermercado de noticias, una amiga me envía un artículo ─bastante moderado─ en el que un bloguero escribe sobre “la caza de brujas vacunal”. No es un negacionista de libro. Ayuda a caer en la cuenta de algunos aspectos que tienen que ver con el enorme negocio mundial montado en torno a las vacunas y con una suerte de totalitarismo que se está abriendo paso sutilmente, so capa de preservar la salud pública. Esta reflexión no me ha llevado a renunciar a la llamada dosis de recuerdo (ya recibida) ni a desaconsejar la vacuna contra la Covid-19 a quienes me preguntan, pero me ha ayudado a considerar algunos aspectos que no se suelen tener en cuenta. 

Me pregunto si en este contexto cabría interpretar el dogma de la Inmaculada Concepción de María ─definido por Pío IX el 8 de diciembre de 1854─ como una especie de “vacuna” que protegió a la Virgen María del “virus” del pecado. Aunque puede ser sugestivo, no creo que su sentido primigenio vaya por ahí.

María fue “agraciada” (kecharitoméne, dice el texto griego) para poder ser “mediación de gracia”, para agraciar. La gracia de María tiene que ver con su misión de ser la madre de Jesús. También nosotros hemos sido agraciados para ser mediación de gracia. En la segunda lectura de la misa de hoy leemos que Dios “nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor. Él nos ha destinado en la persona de Cristo, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos, para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo, redunde en alabanza suya” (Ef 1,5-6). 

Hemos sido elegidos para ser santos, hijos de Dios. Nuestra misión en la vida es dar gloria a Dios (o sea, luchar para que todos sus hijos e hijas vivan con la dignidad que se desprende de su filiación divina). Nuestra misión, siempre amenazada por la fragilidad y el pecado, se aclara e ilumina cuando contemplamos a María. En ella ─un ser humano como nosotros─ vemos con nitidez, sin la sombra del pecado, en qué consiste nuestra verdadera vocación. Ella es icono, modelo y protectora en el camino de la vida. Por desesperados que estemos cuando comprobamos lo débiles que somos y lo corrupto que es nuestro mundo, sabemos que el nuevo mundo ya se ha realizado en aquella que Dios ha elegido para ser la madre de su Hijo. 

Según el relato de Lucas que se propone como Evangelio de hoy, la gracia de Dios no ha inundado a María como un aluvión que destruye todo cuanto encuentra a su paso. Ha sido, más bien, como una lluvia fina que fecunda una tierra libre y disponible. La gracia de Dios ha sido una fuente de inconmensurable libertad. El “alégrate, María, la llena de gracia” (pronunciado por el mensajero de Dios) es inseparable del “hágase en mí según tu palabra” (pronunciado por María). La gracia no es un privilegio que infantiliza a la muchacha de Nazaret, sino una apelación a su responsabilidad.

Es hermoso que cada uno hablemos de nuestra Madre desde nuestra experiencia de relación con ella y desde nuestro propio perfil psicológico y espiritual. Hay personas que disfrutan elucubrando sobre el significado del dogma, encontrándole nuevos pliegues a cada cual más abstracto. Otras prefieren atenerse a las pinceladas sobrias que nos ofrece el Nuevo Testamento. Algunas han sido educadas en una piedad mariana llena de efluvios sentimentales; otras hacen gala de una fría racionalidad. Creo que lo mejor es celebrar esta diversidad, sin empeñarnos en que los demás vean las cosas como nosotros las vemos. 

Si los hermanos nos relacionamos con nuestra madre terrena según nuestra personalidad, ¿por qué no admitir que algo parecido sucede en nuestra relación con la Virgen María? Lo que cuenta, a mi modo de ver, es comprender que la gracia recibida prepara para una misión. Sucedió con María y sucede con cada uno de nosotros. Somos “inmaculados” (es decir, santos) para poder ser “misioneros” (es decir, adoradores de Dios).

domingo, 5 de diciembre de 2021

El G-7 no se entera

Mientras tecleo la entrada de este Segundo Domingo de Adviento cae la nieve. Los tejados ya están completamente cubiertos. Es probable que al final del día todo esté blanco. Parece el escenario idílico para contar una historia que nos conduce al misterio de Jesús. Lucas, en el evangelio que leemos hoy, es consciente de que lo que va a contar no es una fábula, sino una historia real que afecta a toda la humanidad. Por eso, jugando con los símbolos, hace referencia a un particular G-7 formado por dos romanos y cinco judíos. Algunos nombres son muy conocidos; otros, no tanto: Tiberio (emperador de Roma), Poncio Pilato (gobernador de Judea), Herodes (tetrarca de Galilea); Felipe (tetrarca de Iturea y Traconítide); Lisanio (tetrarca de Abilene); Anás y Caifás (sumos sacerdotes). La verdad es que Anás entra en el grupo para completar el número siete, símbolo de totalidad, porque ya hacía trece años que no era sumo sacerdote. 

Como nos recuerdan los expertos, en Palestina, el año comenzaba el 1 de octubre. Eso significa que el año decimoquinto del reinado de Tiberio hay que situarlo entre el 1 de octubre del año 27 y el 30 de septiembre del año 28, una fecha que encaja perfectamente con lo que se dice en el Evangelio de Juan: “Los judíos replicaron: «Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?»” (Jn 2,20).

El personaje de hoy no es Jesús sino Juan el Bautista, un hombre que viene del desierto, que es lo mismo que decir que viene del lugar en el que Israel ha aprendido las principales lecciones de su historia y en el que suele comenzar su camino de transformación. Juan, hombre del desierto, parece un extranjero en su propia tierra, tanto por el modo de vestir y de comer como por el contenido de su mensaje. Para clarificar su misión, Lucas pone en labios de Juan unas palabras del profeta Isaias: “Voz del que grita en el desierto: Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos; los valles serán rellenados, los montes y colinas serán rebajador; lo torcido será enderezado, lo escabroso será camino llano. Y toda carne verá la salvación de Dios”. 

Los símbolos son claros: hay que abajar los montes y colinas del orgullo y la prepotencia y rellenar los valles de las desigualdades e injusticias. El hombre puede colaborar, pero se trata, ante todo, de la obra de Dios. El final no tiene desperdicio: “Toda carne verá la salvación de Dios” (es decir, los seres humanos, en su fragilidad, experimentarán que Dios no los abandona).

Necesitamos un mensaje como este en tiempos en que nos parece que nada puede cambiar. Si todo dependiera de nuestro esfuerzo, habría muchas razones para la desesperanza. Los seres humanos hemos demostrado muchas veces que somos capaces de lo mejor, pero también de estropear lo más noble que hay en nosotros y en el mundo. Por eso, la verdadera transformación (radical, profunda, duradera) es siempre obra de Dios. El profeta Baruc (primera lectura) nos lo recuerda con alegría: “Jerusalén, despójate de tu vestido de luto y aflicción que llevas, y vístete las galas perpetuas de la gloria que Dios te concede” (Bar 5,1). 

La humanidad no es una viuda condenada a un luto perpetuo. Dios la invita a vestirse de fiesta porque él no la va a abandonar. Es un mensaje válido para cualquier tiempo. El G-7 de la época no se enteró de su significado y al G-7 de hoy (es decir, los poderosos) tampoco le interesa demasiado un anuncio de este tipo. El Adviento es el tiempo litúrgico de quienes no tienen la sartén por el mando, de quienes esperan que Dios saque fuerza de debilidad, alegría de tristeza, esperanza de desesperación. Los poderosos no esperan nada porque creen que todo lo pueden conseguir con sus propios recursos. Solo los pobres saben esperar.

viernes, 3 de diciembre de 2021

Gente que espera


ES: Por favor, utiliza el traductor automático situado en la columna de la derecha si quieres leer esta entrada en otras lenguas. Basta que selecciones la lengua deseada.

EN: Please, use the automatic translator on the right column if you want to read this entry in other languages. Just select the desired language.

FR : Veuillez utiliser le traducteur automatique dans la colonne de droite si vous souhaitez lire cet article dans d'autres langues. Il suffit de sélectionner la langue souhaitée.

IT: Si prega di utilizzare il traduttore automatico nella colonna di destra se si desidera leggere questa voce in altre lingue. Basta selezionare la lingua desiderata.


Un amigo mío de Málaga me envió ayer un vídeo de menos de dos minutos. Se ajusta a lo que hoy se espera de un buen vídeo. Es claro, incisivo, atrayente y… breve. Podéis verlo al final de esta entrada. Trata sobre lo mucho que hoy nos cuesta esperar en la sociedad de las prisas. Nos hemos vuelto desesperadamente ansiosos. Y, sin embargo, casi todo lo valioso se hace esperar. Un embarazo dura nueve meses, las plantas no crecen de la noche a la mañana (salvo algunos hongos y otras especies raras), algunos platos deliciosos hay que cocinarlos a fuego lento, un libro no se escribe en un par de horas, una buena amistad madura con el curso de los años… 

Hoy lo queremos todo rápido. Las tecnologías de la información nos han acostumbrado a obtener resultados en cuestión de segundos. Da igual que se trate de una operación bancaria, de la adquisición de un billete aéreo o de la consulta de las previsiones meteorológicas. No es raro, pues, que se nos haga tan ardua la espera de la fe. ¿Cuánto se tarda en descubrir a Dios y en fiarnos de él?

Ya sabemos que para el comercio y el turismo la Navidad comienza semanas o meses antes de su fecha oficial. Sin embargo, la liturgia cristiana nos regala cuatro semanas de preparación (seis en el caso del rito ambrosiano). Sin activar el deseo no podemos acoger la sorpresa. El Adviento es el tiempo de la espera por excelencia. A María la contemplamos en este tiempo litúrgico como la Virgen de la Esperanza. Cada vez valoro más el itinerario que nos propone la liturgia, entre otras cosas porque supone una terapia antiestrés. Como todo itinerario, procede gradualmente. Cada semana, cada día se nos va proponiendo un nuevo matiz de las promesas. 

A partir del día 17, en las llamadas “ferias mayores”, todo se acelera, como si la inminencia de la Navidad incrementase el anhelo de ver al recién nacido para ir a adorarlo, como hicieron los pastores y los magos. Siglos de experiencia han ido cincelando un camino hermoso y sugestivo. Mi pregunta es: ¿Se corresponde este bello itinerario litúrgico con nuestro itinerario vital? Cuando cantamos “Cielos, lloved vuestra justicia” o “Maranatha, Ven Señor Jesús”, ¿estamos poniendo palabras a un deseo real o nuestras expectativas van en otra dirección?

Quizá podríamos hacernos algunas preguntas a bocajarro, sin anestesia: ¿Qué espero yo en este momento de mi vida? ¿Espero un trabajo decente para poder afrontar el futuro con seguridad? ¿Espero un golpe de suerte (por ejemplo, un premio de la lotería) para saldar mis deudas y asegurarme un porvenir confortable? ¿Espero cultivar algunas relaciones que me proporcionen compañía y amparo? ¿Espero que mis hijos (en el caso de quienes tenéis hijos pequeños) crezcan sanos y encuentren su lugar en el mundo? ¿Espero superar una enfermedad que me atenaza? ¿Espero salir de la depresión en la que me encuentro hundido? ¿Espero que se termine cuanto antes la pandemia del Covid

¿Qué lugar ocupa Dios en el concierto de mis esperanzas? ¿Espero que él sea cada vez más el centro de mi vida? ¿Espero responder a su amor con una entrega más decidida? Solo esperamos aquello que consideramos verdadero, bueno o bello. Las cosas negativas no se esperan, se temen. Cuando el miedo se apodera de nosotros, la esperanza palidece. 

No hay esperanza sin paciencia, sin la capacidad de saber aguardar sin alterarse cuando algo se desea mucho. ¡Ojalá podamos engrosar las filas de ese “pueblo que camina por el mundo / gritando ¡Ven Señor!, / un pueblo que busca en esta vida / la gran liberación”! Como fácilmente podemos cansarnos o volvernos ansiosos, le pedimos a Santa María de la Esperanza ─la que supo esperar cuando todos vacilaban─ que mantenga el ritmo de nuestra espera.