martes, 28 de febrero de 2017

El valle desde la colina

Confieso que estoy enamorado de Italia, il bel paese. Hay dos regiones que me encantan de manera especial: Toscana y Umbría. Ayer, recién aterrizado después de las trece horas que duró el viaje de Hong Kong a Roma, me vine con mis compañeros del gobierno general al santuario del Amor Misericordioso de Collevalenza, en la región umbra, un hermoso lugar desde el que se domina uno de los muchos valles de esta región tan franciscana. El silencio es casi completo. Anoche, paseando por la inmensa plaza que se extiende frente al santuario, bajo un cielo estrellado, con tres grados de temperatura, pensaba que solo desde la altura se contempla bien un valle. Cuando uno está abajo, entretenido en los quehaceres de la vida cotidiana, no tiene la perspectiva de todo lo que está sucediendo, casi no sabe a qué patria pertenece, dónde se sitúa el espacio en el que vive. Necesita subir a la cumbre para tener una visión amplia, para situar cada cosa en su lugar, para dar sentido a los pequeños puntitos que conforman el espacio vital de cada uno. A veces uno puede llegar a convertirse en El Loco de la colina, pero es una locura llena de lucidez.

El valle de la vida está lleno de noticias que nos desconciertan. Ayer mismo se hizo público que el presidente Trump anuncia una fuerte subida en el presupuesto militar de los Estados Unidos porque “tenemos que empezar a ganar guerras”. En el viaje de Seúl a Hong Kong leí un interesante artículo de The New York Times en el que el autor vaticinaba un futuro desconcertante provocado por los populismos y fundamentalismos emergentes que no son sino la respuesta fácil, desesperada y potencialmente violenta a la insatisfacción producida por una sociedad que no ha sabido resolver los problemas de la gente. La democracia, tal como ha sido desarrollada en las últimas décadas, corre el riesgo de entrar en una etapa regresiva. Vladimir Putin sería, en el fondo, el icono de este nuevo modo de afrontar la política. En el valle suceden muchas más cosas. Cada uno tenemos nuestra propia óptica. Desde la ventana de nuestra casa vemos las cosas con mayor o menor perspectiva, pero siempre se trata de un horizonte recortado.

Por eso necesitamos subir de vez en cuando del valle a la colina. En esta colina en la que ahora me encuentro se hace un canto a Dios Misericordia. Quizá aquí esté la clave de todo. El papa Francisco la intuyó muy bien cuando convocó el Año de la Misericordia. Las tensiones entre los seres humanos son de tal calibre que no se resuelven con esta o aquella fórmula política o económica. No es cuestión de mera táctica. Se necesita una estrategia nueva, una forma diferente de entender al ser humano y su amplia red de relaciones: consigo mismo, con los demás, con el mundo, con el tiempo y con Dios. La misericordia expresa un amor que se hace cargo de la debilidad y que la redime mediante el perdón. No es un amor ingenuo, buenista, que ve todo de color de rosa. Es un amor acrisolado en la prueba del sufrimiento y la traición. Pero es un amor que no se cierra al futuro, que no se limita a aceptar las cosas como son sino que crea las condiciones para que sean de otra manera. Es, en definitiva, un amor que se transforma en esperanza y en coraje de vivir. A veces, cuando uno está enfrascado en sus negocios en el valle, no percibe esta verdad. Pero desde la colina, con el horizonte ilimitado de las estrellas, uno se deja seducir por esta verdad de tal manera que puede descender de nuevo al valle de la vida cotidiana con verdaderas razones para creer, amar y esperar. Algo de esto sentí anoche en esta colina de la Umbría italiana, ante la mole imponente de este santuario promovido por la Beata Esperanza de Jesús y construido por el arquitecto español Julio Lafuente en la década de los 60.

lunes, 27 de febrero de 2017

Muchas gracias, robot

No tengo más remedio que aprovechar la larga escala en Hong Kong (casi seis horas) para escribir el post de hoy, que será leve y un poco disperso porque los dos del fin de semana abordaron ya temas de fondo. No conviene ponerse todos los días demasiado serio. Las tres horas desde Seúl se me han hecho cortas. He aprovechado para ver la película Hands of Stone, que cuenta la vida del boxeador panameño Roberto Durán. En algún momento he tenido la impresión de que los golpes salían de la pantalla y acababan estrellándose contra mi mandíbula. La impresión no se ha hecho realidad. Por lo demás, todo ha ido bien. Tanto el de Seúl-Incheon como el de Hong Kong son aeropuertos modernos, bien organizados y cómodos. Uno puede pasar varias horas sin aburrirse.

Muchos de los trabajadores que se ocupan de los servicios en estos aeropuertos ultramodernos son inmigrantes filipinos. Precisamente antes de embarcar en Seúl pasé la mañana de ayer domingo con una pequeña comunidad claretiana que se ocupa de ellos. Celebré la Eucaristía con una veintena de trabajadores jóvenes y después visité con algunos de ellos el convento de las Misioneras de la Caridad que se ocupan de la atención a los ancianos. Mientras tomábamos café con ellas, dos de los trabajadores filipinos le entregaban a uno de mis compañeros coreanos la documentación necesaria para que, junto con un equipo de voluntarios laicos especializados en este tema, tramitara una reclamación por despido injustificado. Esperemos que prospere. El mundo de los inmigrantes está hecho de trabajo, penalidades, expectativas, solidaridad grupal, religiosidad (es admirable cómo mantienen su fe) y también de algunas miserias humanas provocadas por la soledad y la explotación: alcoholismo, juego, etc. Acompañar su camino es una de las apuestas claras de la Iglesias coreana. Y también de los claretianos que trabajan en Corea.

Aquí en Hong Kong la informática y la robótica dominan todo. El aeropuerto es como un escaparate en el que se pueden contemplar muchos de los últimos avances en ambos campos. De un momento a otro espero a una azafata robótica que venga a advertirme de que mi vuelo está a punto de despegar. Esto no tardará en llegar. En San Francisco ya han abierto una pequeña cafetería servida amablemente por un robot que es rápido, eficiente y nunca se equivoca. Uno pide lo que quiera desde su teléfono móvil y el robot lo prepara y lo sirve. Puede dispensar unos 100 cafés por hora, lo cual no está nada mal. Hay robots que fabrican automóviles, realizan trabajos pesados, desactivan explosivos y hasta intervienen en operaciones quirúrgicas. Hay también robots domésticos que se ocupan de algunas tareas de casa en combinación con la domótica. No sé si estamos preparados para una convivencia pacífica, pero más vale que nos vayamos entrenando. En los próximos años, a medida que la robótica se extienda, van a cambiar muchos de nuestros hábitos. Si esto significa liberarnos de trabajos rutinarios, ganar en eficiencia y concentrarnos en otros trabajos más creativos, entonces bienvenidos sean. Si, por el contrario, también nosotros vamos a robotizarnos y todo lo vamos a hacer como si fuéramos una máquina, es mejor que el progreso se retrase un poco. No me gustaría ser su víctima. De momento, os dejo con el robot-camarero que sirve un buen café sin enojarse y que no demanda ninguna propina. Basta que le digamos gracias.


domingo, 26 de febrero de 2017

No os agobiéis

Me encanta el verbo agobiar, que el diccionario de la RAE describe así: “Imponer a alguien actividad o esfuerzo excesivos, preocupar gravemente, causar gran sufrimiento”. Me encanta por su expresividad, no porque defienda lo que significa. En la traducción española del Evangelio que se proclama en este VIII Domingo del Tiempo Ordinario este verbo aparece cuatro veces. Le confío a Fernando Armellini que nos explique el conjunto de las tres lecturas y, de manera especial, el contexto y significado de este Evangelio. Yo me voy a concentrar en estas palabras de Jesús: “No os agobiéis”. Me parecen dirigidas a cada uno de nosotros en estos tiempos de sobrecarga. 

Quizá me equivoque, pero percibo a mucha gente agobiada (hoy diríamos, sirviéndonos de un anglicismo en uso, estresada), con la sensación de tener que cargar un peso superior al que pueden soportar, como si la vida fuera una carrera de obstáculos y cada día hubiera que sortearlos con un pesado fardo en la espalda. Creo que bastantes agobios vienen por la precaria situación económica que muchas personas están padeciendo. Con sueldos de 800 o 900 euros mensuales, ¿es posible sacar adelante una familia con dignidad? Veo agobio en muchos padres jóvenes con respecto a la situación de sus hijos. El proteccionismo excesivo y el miedo al futuro los agobian. Veo agobio en los jóvenes que, después de haber concluido sus estudios universitarios, no ven perspectivas laborales a la altura de sus capacidades y expectativas. Veo agobio en algunos institutos religiosos que contemplan el progresivo envejecimiento como la antesala de la muerte. Veo agobio en una Europa que atraviesa momentos de perplejidad y desencanto. Algunos vaticinan que si Marine Le Pen gana las próximas elecciones francesas y suben los partidos de extrema derecha en Alemania, la Unión Europea tiene los días contados.

Jesús de Nazaret era muy sensible al agobio –¡qué palabra!– de la gente. Veía a los pobres de su tiempo no solo preocupados por el mañana sino agobiados por la comida y el vestido; en definitiva, por el sustento diario. Él es un hombre a ras de suelo. Sabe que los seres humanos tenemos necesidades básicas que cubrir: alimento, vivienda, educación, sanidad. No es un iluso idealista que se contente con lanzar palabras al viento. Pero quiere desplazar el centro de gravedad para que sepamos lo que de verdad importa. La auténtica preocupación de los seres humanos debería ser ponerse a disposición de Dios para secundar su plan sobre el mundo (“Buscad sobre todo el Reino de Dios y su justicia”) porque Dios ya se ha puesto incondicionalmente de nuestra parte. No nos va a faltar lo necesario: “Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso”. Los que se dedican a buscar a Dios también comen, beben, se visten, viajan, se ponen enfermos, alquilan una casa, van al cine y hacen regalos de cumpleaños. Nadie como Dios conoce lo que necesitamos para vivir con la dignidad de hijos, no con la vergüenza de esclavos.

Sin embargo, no siempre vemos la protección de Dios en las situaciones concretas de la vida cotidiana. Tenemos la sensación de que se ha despreocupado de nosotros. Y no digamos de los que están en la cuneta de la vida. Hemos acuñado incluso una frase expresiva y ofensiva a un tiempo: Están como dejados de la mano de Dios. Nos cuesta creer en las palabras que se leen en la primera lectura de hoy: “¿Puede una madre olvidar al niño que amamanta, no tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvidara, yo no te olvidaré” (Is 49,15). ¡Mira que es difícil que una madre se olvide de sus hijos! He conocido algún caso, pero siempre había alguna patología de por medio. En el caso de Dios, su preocupación por nosotros no tiene excepciones. Ninguno de sus hijos somos de segunda clase. A través de innumerables mediaciones, que casi nunca percibimos, Él cuida de nosotros, aunque no siempre satisfaga nuestras expectativas y mucho menos nuestros caprichos.

A pesar de todo, muchas personas siguen sin creer en Él. Les parece que Dios es el consuelo barato para hacer más llevaderas las penalidades de esta vida. Por eso se buscan otro dios más tangible, al alcance de la mano. El dios más universal –aquí sí que hay pocas diferencias culturales– es el dios dinero (mamona). Uno cree que lo que realmente nos asegura la vida es disponer de abundantes recursos económicos. Lo demás son cuentos chinos. Con dinero podemos comprar bienes materiales, educación, diversión, salud… y hasta amor mercenario. El dinero produce una sensación de omnipotencia. Y como nunca estamos saciados, siempre queremos más. El dinero es la droga más adictiva que existe. Conozco personas que son incapaces de salir a la calle a dar un simple paseo sin dinero en el bolsillo. Llevar dinero al alcance de la mano es como llevar un seguro de vida. 

Jesús no puede ser más crítico contra la idolatría del dinero, que –aunque siempre ha estado presente– hoy seduce a más personas porque parece rellenar el vacío que produce la ausencia de Dios. A veces, queremos encender dos velas: una a Dios (por si acaso existe) y otra al dinero (para asegurarnos de que, al menos, tenemos un punto de apoyo). Sin embargo, las palabras de Jesús son inequívocas: “No podéis servir a Dios y al dinero” (Mt 6,24). Creo que este doble vasallaje es el que nos impide disfrutar del amor providente de Dios, que alimenta a los pájaros y viste a los lirios del campo. Esto explica por qué muchas personas religiosas, pero interiormente avaras, no acaban de experimentar la alegría de la fe, la paz que brota de la confianza en Dios, la esperanza en un futuro que nunca se le escapa a Dios de las manos. La pregunta de Jesús todavía me escuece: “¿No valéis vosotros más que ellos?”. En teoría sí, valemos más que los pájaros y los lirios, pero cuando ponemos nuestra confianza en el dinero nos estamos colocando en un nivel inferior a ellos. Nos mineralizamos. Habría que preguntarle por qué al monje que vendió su Ferrari.

Este domingo es una oportunidad para orar con el salmo 61 que se propone en la misa de hoy como salmo responsorial: “Sólo en Dios descansa mi alma, / porque de él viene mi salvación; / sólo él es mi roca y mi salvación, / mi alcázar: no vacilaré”. Santa Teresa de Jesús supo expresar esta experiencia de la suficiencia de Dios con el poema que la comunidad ecuménica de Taizé ha musicalizado. Os invito a escucharlo en el video que figura a continuación.


Nada te turbe,
nada te espante.
Quien a Dios tiene,
nada le falta.
Nada te turbe,
nada te espante,
solo Dios basta.


sábado, 25 de febrero de 2017

Vivir para contagiar vida

He terminado ya mi retiro en Nampyeong con los claretianos de Corea. Dentro de unas horas salgo en tren hacia Seúl para viajar mañana de regreso a Roma vía Hong Kong. Termina así mi tercera visita a este país del Sudeste asiático que tiene muchas similitudes con mi país, en cuanto a población, PIB y hasta en latitud, aunque su superficie equivale a la quinta parte de España. Por otra parte, en una población que se acerca a los 50 millones, hay unos 14 millones de cristianos de los que dos tercios son protestantes. Los católicos, pues, son alrededor de cuatro millones y medio, una pequeña pero muy influyente minoría dentro de una sociedad bastante indiferente al fenómeno religioso y muy marcada por la competitividad y el capitalismo.

La iglesia coreana tiene poco más de dos siglos. Fue fundada oficialmente en 1784, cuando Yi Sung-hun, hijo de un diplomático coreano, volvió de Beijing en China después de haber sido bautizado por el jesuita Jean-Joseph de Grammont. En Corea formó una comunidad cristiana. Era laico, no sacerdote. Los laicos, desde entonces, han asumido importantes funciones de responsabilidad en la Iglesia coreana. De hecho, los laicos católicos han estado siempre comprometidos en la misión como liberación y transformación de la sociedad coreana. Para comprender mejor su papel hay que remontarse de nuevo al siglo XVIII. Entonces, el neo-confucianismo era la filosofía dominante en la vida política y cultural en Corea. Pero algunos eruditos coreanos estaban convencidos de que el neo-confucianismo era incapaz de promover el progreso de la sociedad; buscaban una nueva forma de pensar que pudiera transformar a la gente. Trajeron de China libros católicos escritos por sacerdotes jesuitas y los estudiaron a fondo, convencidos de que estos libros presentaban una nueva interpretación del confucianismo. Creían, además, que el cristianismo podría complementar lo que faltaba en el confucianismo primitivo. Esto les animó a establecer la Iglesia en Corea. Se produjo, pues, un interesante proceso de búsqueda, apertura e inculturación de la fe. Como luego diré, algo semejante se está necesitando hoy en este país de Hyundai, Samsung y Kia.

Pero las cosas no fueron fáciles. Desde el comienzo, la fe católica experimentó un conflicto con la cultura tradicional coreana. En aquella época, la doctrina católica prohibía la práctica de los ritos ancestrales, mientras que las costumbres confucianas los consideraban una importante expresión de piedad filial hacia los antepasados. La Iglesia rechazó el sistema jerárquico social y la discriminación sexual que había sostenido el orden social en Corea. Los cristianos coreanos, además, se pusieron en contacto con la Iglesia en China y también con los misioneros franceses, mientras que a la gente común no se le permitía hacerlo por cuestiones de seguridad nacional. Estos conflictos condujeron a grandes y pequeñas persecuciones, que produjeron más de 10.000 mártires. La carta escrita por el santo mártir Andrés Kim Taegon, primer sacerdote coreano, a los fieles justo antes de su martirio, ejemplifica esta perspectiva:
“Os suplico a todos que practiquéis la virtud con sinceridad para que todos podamos volver a encontrarnos en el cielo. Mis queridos hijos... soportad pacientemente la persecución y esforzaos por salvar para la gloria de Dios las almas de quienes logren sobrevivir. La persecución es una de las pruebas de Dios: mediante nuestra victoria sobre el mundo y el diablo adquirimos virtud y mérito. No os dejéis intimidar por las calamidades, no perdáis el ánimo y no retrocedáis en el servicio de Dios, sino más bien, siguiendo los pasos de sus santos, realzad la gloria de Su Iglesia y mostraos como verdaderos soldados y súbditos del Señor”.
Corea no abrió la puerta a los países extranjeros hasta que el regente Heungseon Daewongun, que había seguido una política de reclusión, renunció en 1874. Desde entonces, Corea estableció tratados con numerosos países, que se disputaron la primacía: Japón (1876), Estados Unidos (1882), Gran Bretaña (1883), Alemania (1883), Rusia (1884), Italia (1884) y Francia (1886). Finalmente, Corea fue anexada a Japón en 1910. Los misioneros franceses, que comenzaron oficialmente el trabajo misionero con el Tratado de Comercio y Amistad entre Corea y Francia en 1886, trataron de centrarse únicamente en el crecimiento de la Iglesia. La Guerra de Corea (1950-1953), que siguió al período de dominio colonial japonés (1910-1945) devastó el país. La Iglesia coreana participó activamente en las actividades de socorro a las víctimas de la guerra, puso en marcha la Asociación de Crédito para ayudar a los fieles a superar la extrema pobreza y estableció muchos centros educativos. Por eso, gozó de prestigio entre la población, a pesar de ser una minoría. 

Hoy se enfrenta a muchos desafíos en la evangelización. Cuando durante el retiro meditamos sobre este punto, me llamó la atención que la mayoría de los claretianos señalaban que el principal desafío es ayudar a la gente a descubrir el verdadero sentido de la vida. En otros lugares hubieran señalado la pobreza, la paz, la ecología, etc. Pero pronto entendí el porqué. Uno de los problemas más graves en Corea del Sur es la alta tasa de suicidios. Se dan 29,5 suicidios por cada 100.000 personas. Es la tercera tasa más alta del mundo después de Groenlandia y Lituania. Las principales razones por las cuales se llega al suicidio son: las dificultades económicas (38,8%), los problemas familiares (15,1%), la soledad (12,9%), la enfermedad (11,2%) y el estrés por la fortísima competencia en la escuela (6,6%). El suicidio suele ser el resultado de una combinación de varios factores; sin embargo, llama la atención que la primera razón –las dificultades económicas (tanto el fracaso en los negocios, como las deudas incontrolables de los hogares, la pobreza absoluta y relativa, etc.)– representa más del doble de la segunda. Esto significa que Corea está pagando un precio muy caro por su desarrollo económico y por su modelo social. La gente trabaja mucho, aumenta su poder adquisitivo, pero no sabe por qué ni para qué vive. No es Samsung todo lo que reluce. Y aquí es donde la aportación del cristianismo puede resultar profética. Los cristianos no se presentan en la sociedad coreana como expertos capitalistas o como informáticos de última generación. No son una potencia económica o cultural sino solo un grupo de personas que creen en el Jesús que es camino, verdad y vida y que nos muestra otra forma de afrontar la existencia: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10). Curiosamente, esto es lo que más necesita la desarrollada sociedad coreana. 

viernes, 24 de febrero de 2017

La monja sueca

Mañana sábado tendré que hablar un poco de los cristianos en Corea. Si no, se va a acabar mi estancia en este país asiático sin decir una palabra sobre la peculiar Iglesia coreana. Pero hoy no quisiera pasar por alto un documental sueco. El enlace me lo envió ayer un amigo por correo electrónico. Es probable que se trate de un documental ya visto por algunos de vosotros –no en vano tiene diez años–, pero para mí era completamente desconocido. Se llama Nunnan (en sueco), The Nun (en inglés) y La monja (en español). Tiene bastantes cosas insólitas. En el sur de Europa no estamos muy acostumbrados a ver producciones suecas. Y supongo que menos aún en otras latitudes. El documental, de casi una hora de duración, aborda la historia de una chica católica, Marta, que se hace carmelita descalza en un convento sueco (lo cual también es llamativo teniendo en cuenta que los católicos representan en torno al 2% de la población, gracias, sobre todo, a los inmigrantes polacos, croatas, latinoamericanos, libaneses, etc.). El documental sigue la historia de Marta y su numerosa familia a lo largo de unos diez años. Está en sueco, con algunos fragmentos en francés e inglés, pero se puede ver con subtítulos en el español de Argentina.

No me voy a extender mucho porque el post de ayer fue demasiado largo. Hoy toca moderarse un poco. Debo reconocer que en una sociedad tan secularizada como la sueca, la familia de Marta es una excepción. Se trata de una familia católica que vive una profunda espiritualidad. Son granjeros. El trabajo en el campo les da un contacto directo con la naturaleza y con el mundo del trabajo. En la granja han construido una pequeña capilla donde rezan regularmente. Aunque todos los hijos comparten la fe de sus padres, no todos la viven de la misma manera. De hecho, una hija, la protagonista del documental, decide hacerse monja de clausura en un convento carmelita mientras uno de los hijos se va a vivir a París un poco harto del ambiente familiar y con más preguntas que respuestas. Ambos hermanos se quieren y respetan, pero afrontan la vida de manera muy distinta. La narradora del documental es testigo de algunos momentos entrañables de la vida de esta singular familia. Evita dar su opinión. Procura describir los hechos con mirada objetiva. Tan pronto vemos al hijo pequeño dando de comer a las gallinas en la granja familiar como a Marta rezando en el convento carmelita o a toda la familia (excepto la monja Marta) celebrando una fiesta familiar al aire libre.

Me gustan las historias de personas que viven una honda experiencia de Dios en contextos en los que se respiran otros aires. Es verdad que Suecia es una sociedad muy secularizada en la que el ateísmo ha crecido mucho en las últimas décadas, pero también es verdad que es una sociedad muy respetuosa con las creencias de cada uno. Algunos expertos dicen que en Suecia se mira la religión “con benigna indiferencia”. ¿Es éste el futuro que les espera a otros países europeos? No lo sé, pero hay algunos signos que apuntan en esa dirección. Por eso es bueno conocer historias de familias creyentes en ese mar de indiferencia. Por una parte, se trata de familias muy normales, comparten el estilo de la gente de hoy; por otra, son diferentes, apuestan por una forma de vida alternativa, basada en la fe y la espiritualidad. 

Os dejo con el enlace al documental. Ya me diréis qué os ha parecido, en el supuesto de que no os aburra demasiado.


(Para ver el documental, haced click en el enlace)



jueves, 23 de febrero de 2017

¡Vaya con la valla!

Nunca he estado en ninguna de las dos ciudades autónomas españolas en territorio africano. No conozco, por tanto, ni la famosa valla de Ceuta ni la de Melilla. La primera mide 8 kilómetros y la segunda 12. Ambas sirven para separar el territorio español de la zona neutra limítrofe con Marruecos. Su propósito original era impedir la inmigración ilegal y el contrabando comercial, pero se han trasformado, de hecho, en un símbolo de la Europa fortaleza. Se habla de valla pero, en realidad, se trata de una construcción de dos vallas paralelas de tres metros de altura con alambres de púas encima. Las vallas están siendo dobladas hasta los seis metros, bajo los auspicios del programa europeo Frontex. Cada cierto trecho hay puestos de vigilancia. Entre ambas vallas hay caminos para facilitar el paso de vehículos que patrullan la zona. Hay también cables bajo el suelo que conectan una red de sensores electrónicos de ruido y movimiento. La valla está provista de luces de alta intensidad, videocámaras de vigilancia y equipos de visión nocturna.

Si hoy hablo de este tema es por dos razones. Primera: el pasado viernes 17 de febrero más de 400 personas lograron entrar en Ceuta por la valla de El Tarajal. Es una invasión en toda regla. Segunda: en los últimos meses se ha hablado mucho del famoso muro que Donald Trump quiere construir entre Estados Unidos y México y quizá hemos olvidado que tenemos otros muros en la puerta de entrada de nuestra casa europea. Tanto España como Italia y Grecia están siendo los países por los que entran –o intentan entrar– más inmigrantes sin papeles. En la isla de Lampedusa no hay –que yo sepa– ningún muro, pero en Ceuta y Melilla hace casi 20 años que existe la famosa valla de separación, que cada vez se ha ido reforzando más. Para unos es una medida disuasoria y protectora. Para otros, el símbolo de la injusticia y la vergüenza.

No me gusta hablar sobre temas de los que no tengo una experiencia directa o convertir una reflexión en una arenga. Por eso, procuraré ser cauto. No es justo lanzar juicios sobre los demás desde la comodidad de una oficina o desde un sillón frente al televisor. Por otra parte, el teclado del ordenador aguanta cualquier cosa que uno quiera escribir. Me pongo, en primer lugar, en la piel de los guardias civiles y policías que han sido destinados a controlar la zona y comprendo su rabia e impotencia. Ellos hacen el trabajo sucio para que nosotros vivamos tranquilos y no tengamos que mancharnos las manos. La paradoja es que muchos de los que cuestionan estas vallas y el trabajo de las fuerzas del orden –entre los que tal vez nos encontramos nosotros– no estarían dispuestos a que en su barrio o en su calle vivieran las personas que se cuelan por ella. Hay que ser, pues, muy cautos y evitar los eslóganes vacíos simplemente porque es lo que se lleva ahora, pero sabiendo que, en el fondo, no comprometen a nada, no modifican lo más mínimo nuestro estilo de vida.

Pero me pongo, sobre todo, en la piel de quienes, tras meses o años de espera, sueñan con que, atravesando la valla, va a empezar para ellos una vida nueva, aunque eso signifique transcurrir semanas o meses en un Centro de Acogida Temporal para Inmigrantes (los famosos CATI), con el temor de ser devueltos a sus países de origen. Es verdad que hay mafias que explotan a estas personas indefensas (hay que combatirlas). Es verdad que entre los inmigrantes hay algunos muy violentos que atacan con furia a las fuerzas de seguridad (hay que reducirlos). No excluyo tampoco que en casos aislados algunos sean carne de cañón de intereses espurios, quintacolumnistas al servicio de los señores de la guerra y de la droga (hay que defenderse de manera proporcionada).

Pero en la mayoría de los casos, cuando uno arriesga la vida saltando una valla con cuchillas y púas o cruzando el Mediterráneo en una balsa neumática, no es por negocio, placer o aventura: es por pura necesidad. Trata de escapar de la guerra, el hambre, la persecución y la miseria. Con papeles o sin papeles, se trata de seres humanos. Y como tales deben ser tratados siempre y sin ninguna excepción. Esto tendría que ser incuestionable. Pero parece que no siempre ha sido así. Se han reportado casos de abusos de diverso tipo, algunos muy graves. Y el mayor abuso es condenar a los inmigrantes a que mueran ahogados en el Mediterráneo, nuestro gran cementerio, como clama con frecuencia el papa Francisco. Algunas ONGs han denunciado también que Ceuta y Melilla son una especie de limbo legal en el que los inmigrantes no gozan de los derechos que les corresponden. El arzobispo de Tánger –el español Santiago Agrelo– que conoce más de cerca la situación, se muestra siempre muy crítico con las políticas de la Unión Europea en materia de inmigración: “No podemos humillar a los pobres haciéndolos partícipes de los desechos de nuestra riqueza”.

¿Cómo proceder para que las cosas no siguen un curso degradante? Los más críticos con estas invasiones (entre los que se cuentan muchos políticos y personas de bien) señalan que es necesario regular el flujo de inmigrantes para evitar los problemas que acarrea una inmigración incontrolada: acceso al mercado laboral y a la sanidad, seguridad ciudadana, etc. Tienen toda la razón, pero los que conocen bien el tema saben que a menudo se trata de pura retórica porque para un africano que no sea rico, político, deportista de élite, sacerdote o profesional cualificado es casi imposible entrar legalmente en Europa. Yo mismo he tenido una experiencia directa de las dificultades que implica el proceso. La viví hace unos años en la Embajada de España en Kinshasa. ¡Y eso que se trataba de solicitar el visado para dos estudiantes claretianos con todos los papeles en regla! No quiero ni pensar en lo que sucede con los miles de personas que no tienen más motivo para viajar que la necesidad de sobrevivir. El problema es muy complejo. La solución no puede ser simple. Implica varios niveles: desde cambiar de raíz el sistema económico internacional (que siempre beneficia a los más poderosos), moderar nuestro consumismo absurdo y fomentar las inversiones económicas que generen empleo en los países de los que proceden los inmigrantes... hasta potenciar los proyectos de solidaridad y cooperación, luchar contra la corrupción local e internacional y entrenar a los policías del Sahel para frenar el tráfico incontrolado y, sobre todo, las mafias explotadoras

Pero las imprescindibles medidas estructurales a medio y largo plazo no deberían ser una excusa para no afrontar con el máximo de humanidad los problemas a corto plazo. Es muy fácil montar una pancarta y salir a la calle gritando: “Más puentes y menos muros”. ¿A quién no le suena bien una frase tan redonda como ésta? Pero cuando bajamos al terreno de la vida cotidiana, no son muchas las personas capaces de asumir los costes humanos y económicos que supone el ejercicio de la solidaridad. Como signo de que sí hay algunas, me alegra enormemente la masiva manifestación que tuvo lugar el pasado sábado en Barcelona en favor de la acogida de refugiados bajo el lema “¡Basta de excusas! Acojamos ahora”. Según el acuerdo adoptado hace un año y medio por los países miembros de la UE, España debería haber acogido a 17.000 personas, pero hasta ahora solo ha aceptado a poco más de 700. Está claro que hay que moverse. ¿Estamos dispuestos a hacerlo? Ya hay muchas organizaciones que han pasado de la conmoción a la acción. Recuerdo la red Andalucia Acoge o la asociación Karibu, por ejemplo. Pero hay muchas más. Dentro de unos días os contaré la iniciativa que ha tomado mi propia comunidad en coordinación con el Centro Astalli de Roma. Es una gota de agua en el océano, pero más vale algo que nada. Al final, siempre es más fuerte la solidaridad que la indiferencia. Es el arma de que disponemos los seres humanos para reflejar la preocupación de Dios por todos sus hijos, sobre todo por los más indefensos.


miércoles, 22 de febrero de 2017

Quiero ser normal

En las once horas que duró el vuelo entre Roma y Hong Kong tuve tiempo de ver tres películas. Empecé con Julieta (2016), la última de Almodóvar, que me gustó más que las anteriores por la historia que propone y por la sobriedad con que la narra, hasta el punto de que –salvo por algunas escenas un poco atrevidas– casi no parece una obra almodovariana. Para cambiar de estilo, seguí con Frozen (2013), una película de animación de la factoría Disney con los típicos ingredientes a los que nos tienen acostumbrados: efectos digitales vistosos, música espectacular, ternura, etc. Y terminé con una recentísima producción italiana titulada La mia famiglia a soqquadro (2017) que ni siquiera se ha estrenado todavía en los cines. El título se podría traducir como “Mi familia en ruinas”. Se trata de una comedia a la italiana, un poco esperpéntica, pero con un mensaje claro que me hizo pensar. Cuenta la historia de Martino, un muchacho de 11 años que, al empezar la secundaria, se encuentra frente a una realidad que no imaginaba: ¡sus padres aún no se han separado!  Es el único de la clase que todavía tiene a sus padres viviendo juntos. La suya es una familia insoportablemente anormal. Poco a poco, empieza a sentir envidia de los viajes lujosos, de las vacaciones y de los regalos que sus compañeros reciben de sus padres separados y de sus respectivos nuevos compañeros y compañeras que se esfuerzan por conquistar el cariño de los hijos a base de obsequios. Entonces a Martino le brota la diabólica idea de intentar por todos los medios que sus padres se separen para así ser un chico como todos; es decir, un chico normal. De este modo podrá obtener los mismos beneficios que el resto de sus amigos. Con ayuda de una compañera de clase que tiene experiencia del tema, urde las tramas más absurdas para enemistar a sus padres. Pero, por desgracia, la situación se le va de las manos. Cuando finalmente consigue que su madre eche a su padre de casa, la trama se precipita. Sin embargo, no todo está perdido. La película tiene un final feliz al más típico estilo Hollywood.

Es evidente que el director ha querido hacer una parodia de las múltiples variedades familiares que hoy se dan en las sociedades occidentales, no tanto en las de Oriente. Son de tal calibre que para el pobre Martino vivir en una familia formada por un papá, una mamá y un hermanito que se quieren, es algo anormal. ¡Él, que era el alumno más brillante, se sentía al mismo tiempo el más raro de su clase! Para ser normal quería lo que, salvo excepciones, ningún niño desea: que sus padres se separen. ¿Qué es ser normal o anormal hoy en día? Recuerdo que cuando era adolescente uno de los insultos más repetidos era: “No seas subnormal”. Hoy se consideraría muy ofensivo. Hace tiempo que no se lo escucho a nadie. Normalidad es un concepto equívoco. En sentido sociológico, equivale a lo que predomina en un determinado grupo social. Por ejemplo, si la mayoría de los hombres lleva el pelo largo, se considera normal llevarlo así. Si la mayoría de las parejas conviven antes del matrimonio o ni siquiera se casan, casi todos consideran que es normal comportarse así. El argumento es muy repetitivo: ¡Todos lo hacen así, no quiero ser un bicho raro! Pero hay una normalidad todavía más esquiva: la psicológica. Se suele considerar una persona psicológicamente normal aquella cuyas actitudes y conductas se ajustan a lo que un determinado grupo entiende por madurez. Aquí aumentan significativamente las discrepancias porque el concepto de madurez es también muy lábil. Y no digamos cuando nos adentramos en el terreno de la normalidad axiológica. ¿Qué valores son los normales en una sociedad humanizada? Muchas personas reducen la normalidad axiológica a la puramente sociológica. Por ejemplo, si en un determinado país hay un gran porcentaje de mujeres que practican el aborto o de hombres que recurren a la prostitución, entonces abortar y explotar sexualmente a la mujer son conductas normales (entran dentro de la norma, de lo aceptable y aun de lo admirable).

Martino, sin saberlo, padecía esta confusión, que es muy común en nuestras sociedades pluralistas. Los valores no provienen tanto de las realidades en sí mismas cuanto del consenso social que se dé en torno a ellos. Es evidente que en nuestra sociedad separarse y divorciarse es una práctica muy común; luego, el divorcio es un valor que asegura el bienestar y la autonomía de los cónyuges en caso de discrepancia o incompatibilidad manifiesta. Y lo mismo se aplica a otras muchas realidades. Lo que vale es lo que se lleva. Estamos viviendo también esta ecuación en el campo de la política. Mucha gente sensata está en contra de las políticas de Duterte en Filipinas o de Trump en los Estados Unidos porque las consideran descabelladas y en algunos cosas vulneran los derechos humanos. Sin embargo, el argumento de sus partidarios para defender a estos dos presidentes suele ser siempre el mismo: ¡Han sido elegidos por la mayoría, la gente los ha votado! Los valores, pues, dependen del número de votos que uno consiga. 

Este es –como la historia nos enseña repetidamente– el sofisma que conduce a los populismos y a las dictaduras. Pero no aprendemos. No somos ya capaces de percibir los valores en sí mismos. Creemos que no existe una verdad objetiva, aunque su búsqueda sea ardua y para ello se requiera un trabajo interdisciplinar. La verdad la determinan las urnas o la práctica de la mayoría, aun cuando sea objetivamente irracional e inhumana. En momentos como estos la confusión campa a sus anchas. Necesitamos profetas seculares; es decir, personas con una gran clarividencia intelectual y una gran altura moral (ambas deben ir unidas) que nos ayuden a discernir lo que es verdadero, bueno y bello en esta difícil encrucijada que estamos viviendo. Personas que con sencillez le puedan decir al pequeño Martino que no es ningún tipo anormal sino un gran afortunado porque puede gozar de una familia en la que todos se quieren. Que este ideal humano llegue a ser considerado como algo anormal indica hasta qué punto estamos viviendo una crisis más profunda de lo que imaginamos. Pero lo más grave es que no seamos capaces de darnos cuenta y de reaccionar, que permanezcamos como anestesiados, a expensas de lo que los medios de comunicación nos vayan presentando como normal. Os dejo con el trailer de la película.


Y como hoy me he puesto un poco solemne (aunque no trágico), conviene dar un toque de humor también italiano (napolitano por más señas). Me encanta esta interpretación de Renato Carosone y sus muchachos de un tema famoso y muy bailable. ¡Hasta el Papa americano de José Mota se atrevió con él en 2011 (es decir, dos años antes de que fuera elegido el argentino Jorge Mario Bergoglio)! ¡Claro que americano para los italianos quiere decir ciudadano de los Estados Unidos de América, no habitante del continente! En esto, por desgracia, siguen la acepción inglesa del término.




martes, 21 de febrero de 2017

La lengua materna

Que esté en Corea no significa que hable coreano. La verdad es que no sé más que algunas palabras sueltas y supongo que mal pronunciadas. ¿Cómo me las arreglo entonces para animar un retiro espiritual a claretianos de Corea? Recurro a varias estrategias. Para empezar, hace un mes envié un folleto con todas las instrucciones para los ejercicios personales. Cada participante dispone de él traducido al coreano, lo cual le permite manejarse con mucha autonomía. Por otra parte, mis charlas y meditaciones son en inglés, lengua que entiende algo más de la mitad del grupo. Las acompaño con material audiovisual, lo que facilita la comprensión. Y, por último, procuro comunicar pocas ideas con el mínimo de palabras, de forma que sea posible ir haciendo una traducción consecutiva inglés-coreano que no resulte pesada. Para ello cuento con la ayuda de dos claretianos coreanos que se van alternando en la tarea y que, a juzgar por los juicios de los demás, lo hacen muy bien. Si os cuento esto no es porque crea que os interesa lo más mínimo cómo me manejo por estas tierras sino porque resulta que hoy, 21 de febrero, es el Día Internacional de la Lengua Materna. El lema de este año es Hacia futuros sostenibles a través de la educación multilingüe. Como desde hace muchos años estoy expuesto a varias lenguas, soy muy sensible a este tema. De hecho, en este blog he hablado ya varias veces a propósito de los equívocos que surgen en los grupos multilingüísticos y también de las lenguas como instrumentos de comunicación, no como armas arrojadizas o herramientas ideológicas.

Hoy la UNESCO nos propone reflexionar sobre la lengua materna que, aunque su nombre parece que va en esa dirección, no se refiere solo a la lengua de la madre sino también a la primera lengua adquirida, a la lengua en la que uno se expresa mejor, a la lengua aprendida por interacción con el entorno, etc. Los expertos sostienen –aunque siempre habrá otros expertos que opinen lo contrario– que todos los fonemas no asimilados en la primera etapa de la vida (que algunos alargan hasta los 12 años) producen una sordera lingüística a los sonidos y términos en lenguas extrañas. Esto lo he podido comprobar en las dificultades que muchos hispanohablantes adultos tienen, por ejemplo, para pronunciar la ese sonora intervocálica del italiano o del francés. ¡No digamos ya algunos fonemas de la lengua polaca! La habilidad en la lengua materna es esencial para el aprendizaje posterior. Un escaso dominio de la lengua materna casi siempre dificulta el aprendizaje de otras lenguas. Por lo tanto, la lengua materna debería tener un papel primordial en la educación. También esto lo he podido comprobar de cerca viviendo con compañeros que me han confesado que son incapaces de hablar y escribir correctamente en su lengua materna. Sus dificultades para aprender el italiano, por ejemplo, son notables. Algo tendrá que ver una cosa con la otra. Esto significa que, en general, el apoyo a la lengua materna, el hecho de estudiarla a fondo y de manera sistemática no es un obstáculo para aprender otras lenguas; al contrario, es la garantía de que la persona está más preparada para la aventura multilingüística. En este mundo globalizado cada vez va a ser más necesario manejarse en varias lenguas.

Al emperador Carlos se le atribuyen varias frases en relación con las lenguas. Una es: “Hablo latín con Dios, italiano con los músicos, castellano con las damas, francés en la corte, alemán con los lacayos e inglés con mis caballos”. Pero hay otras versiones: “Hablo en italiano con los embajadores; en francés, con las mujeres; en alemán con los soldados; en inglés con los caballos y en español con Dios”. Y también: “El francés es la lengua del amor, el italiano la lengua de la política y el castellano la lengua para hablar con Dios”. No he podido comprobar la verosimilitud de ninguna de ellas, pero –como se dice en italiano– se non è vero, è ben trovato (“Si no es cierto, por lo menos es ingenioso”). Por alguna razón desconocida, el emperador Carlos vinculaba mucho la lengua castellana con Dios. Lo curioso es que no era ésta su lengua materna. El castellano lo aprendió en Gante con la ayuda del humanista Luis Cabeza de Vaca, aunque cuando llegó a España con 17 años todavía no lo dominaba. 

Un amigo mío, cuya lengua materna es el malayalam, me sorprendió un día cuando le pregunté qué lengua utilizaba para hablar con Dios. Yo esperaba que me dijera que su lengua materna –porque parece que asociamos las experiencias más profundas a nuestra lengua primaria–, pero él me respondió que, por lo general, rezaba... en inglés. La verdad es que me sentí un poco decepcionado. ¡Menos mal que Dios no necesita traducción simultánea, entiende todo lo nuestro! Me encanta la manera como expresa esto el poeta mejicano Alfonso Junco en un poema titulado “Así te necesito” que la Liturgia de las Horas ha incorporado como uno de los himnos de Vísperas: “Carne soy, y de carne te quiero. / ¡Caridad que viniste a mi indigencia, / qué bien sabes hablar en mi dialecto!”. El Dios, hecho carne en Jesús, habla todas nuestras lenguas y todos nuestros dialectos. Y los habla muy bien;  por eso, nos llega al corazón. La lengua más materna de todas es el amor, que es la lengua de Dios. Y ésta sí que es una lengua universal, aunque no lo diga la UNESCO. En ella nos entendemos todos los seres humanos entre nosotros y con Dios. 

lunes, 20 de febrero de 2017

Un año, 370 entradas

Este blog cumple hoy un añito. Con ésta, son 370 las entradas publicadas a lo largo de los doce últimos meses, desde el 20 de febrero de 2016. Mantener abierto cada día El Rincón de Gundisalvus me ha obligado a vivir despierto, a levantar la persiana de este espacio como el dueño de una cafetería levanta la suya cada mañana y luego cuelga el letrero de Abierto en la puerta de su establecimiento para que los clientes madrugadores entren y puedan degustar el primer café de la jornada. Se trata de un momento creativo, de una batalla contra la polilla de la rutina. Es como si, levantando la persiana y abriendo la ventana, todo empezara de nuevo cada día. Confieso que esto me ayuda a multiplicar los motivos por los cuales vale la pena vivir. Si el jueves pasado confesaba que no sabía cómo encarar el futuro, hoy lo tengo bastante claro: seguiré abriendo cada mañana El Rincón de Gundisalvus, pero con la libertad de tomarme vacaciones de vez en cuando, para que este rito no se convierta en una obligación sino en un encuentro libre. En el proceso de discernimiento me han ayudado vuestras sugerencias, tanto las que han aparecido en el blog como las que habéis dejado en la cuenta de Facebook. Muchas gracias a todos. Así que hoy lunes, 20 de febrero de 2017, comenzamos la aventura del segundo año. Esperemos poder culminarla con amor y humor.

Escribo la entrada de este primer cumpleaños en Seúl, la capital de Corea del Sur. Llegué ayer domingo hacia las dos de la tarde después de un largo viaje desde Roma con una escala de tres horas en Hong Kong. Desde 1997, esta antigua colonia inglesa es una Región Administrativa Especial dentro de la República Popular China. Los claretianos llevamos varios años presentes en esta carísima ciudad, símbolo del capitalismo en un país oficialmente comunista. En otras ocasiones me he detenido en la antigua colonia británica. Esta vez no salí del inmenso aeropuerto. En Seúl también estoy de paso. En cuanto cuelgue este post y desayune viajaré en tren hacia Gwangju, una populosa ciudad en el sur de Corea. Visto cómo está el tiempo, creo que puede nevar por el camino, lo cual me agradaría mucho. Pasaré esta semana dirigiendo el retiro anual de los claretianos de este país asiático en una casa de retiros que tenemos en la zona. Volver a Asia me encanta. Hace tres meses que estuve en Filipinas. Creo que en alguna reencarnación anterior –por conectar humorísticamente con las creencias de los hindúes– debí de vivir en este continente. No sé por qué me atrae tanto. ¡Y eso que he llegado a Corea en pleno invierno! Ayer por la noche paseé una hora por Seúl con una temperatura en torno a cero grados y bajo una lluvia gélida que hacía que la sensación térmica fuera de más frío, lo cual no impidió que me tomara un helado de chocolate que no tenía nada que envidiar a los de Giolitti en Roma.


Para los que estáis más en contacto con los claretianos, os diré que ayer comenzó el Año Xifré para conmemorar el segundo centenario del nacimiento del P. Josep Xifré i Mussach, tercer superior general, que marcó la historia de nuestra Congregación durante los 50 primeros años (1849-1899). Es de bien nacidos ser agradecidos. Quizás algunos de los lectores de este blog participasteis en los actos que se tuvieron en Vic el pasado fin de semana. Me hubiera gustado haber estado allí, pero no se puede estar en la procesión y repicando.



domingo, 19 de febrero de 2017

El amor más grande

Sobre el Evangelio de este VII Domingo del Tiempo Ordinario se ha dicho de todo. Recoge las palabras más sorprendentes y provocativas de Jesús. Fascinaron a Gandhi e incomodan a muchos cristianos y personas honradas. Es como si a Jesús se le hubiera ido el discurso de las manos, como si hubiera estirado la cuerda más de la cuenta. Está bien ser amables con las personas, incluso generosos con los necesitados, pero… ¡amar a los enemigos! Este mandato parece contradecir el sentido común y la tendencia natural de los seres humanos a vivir en reciprocidad. Que de vez en cuando la prensa nos cuente el caso de una víctima (de terrorismo o de abusos sexuales) que perdona a sus verdugos parece la excepción que confirma la regla. 

¿Por qué Jesús nos pidió a sus seguidores que amáramos a nuestros enemigos? José Antonio Pagola lo explica así: “Sin respaldo alguno de la tradición bíblica, distanciándose de los salmos de venganza que alimentaban la oración de su pueblo, enfrentándose al clima general de odio que se respiraba en su entorno, proclamó con claridad absoluta su llamada: Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen y rezad por los que os calumnian. Su lenguaje es escandaloso y sorprendente, pero totalmente coherente con su experiencia de Dios. El Padre no es violento: ama incluso a sus enemigos, no busca la destrucción de nadie. Su grandeza no consiste en vengarse sino en amar incondicionalmente a todos. Quien se sienta hijo de ese Dios, no introducirá en el mundo odio ni destrucción de nadie”.

La razón última de esta extraña actitud de Jesús la ofrece la última frase del Evangelio de hoy: “Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48). Tenemos que amar así porque Dios nos ama así. Amor con amor se paga. Es bien sabido que en el texto paralelo de Lucas se lee: “Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6,36). El papa Francisco explicó el sentido de estas palabras en una audiencia general. Nuestro amigo Fernando Armellini lo hace con la minuciosidad que lo caracteriza. Concluye así: “La perfección para el israelita consistía en la observancia exacta de la Torah. Para el cristiano, es el amor sin límites, como el amor del Padre. Perfecto es aquel que es íntegro, que no tiene el corazón dividido entre Dios y los hombres”. La vida nos coloca a veces en situaciones en las que es imposible perdonar. Nos hemos sentido tan heridos que el perdón, aparte de absurdo, nos parece una rendición humillante. ¿Cómo es posible regalarle al victimario una nueva oportunidad después de que ha arruinado nuestra vida en algún sentido? Creo que Jesús no nos pide que nos volvamos amigos de los enemigos o que disfracemos nuestros sentimientos de odio para que parezcan de simpatía. Nos pide, sobre todo, que dejemos pasar a través de nosotros la compasión de Dios, que no devolvamos mal por mal, que cortemos en seco la espiral de violencia para que pierda su fuerza destructora. Las palabras de Jesús no son un mandato sino una revelación: podéis amar a vuestros enemigos porque Dios mismo los ama.

En general, sabemos bien quiénes son nuestros amigos. Los hemos elegido nosotros. Cultivamos la relación con ellos en grados diversos. Disfrutamos de su relación como de un regalo inmerecido. Pero no siempre sabemos quiénes son nuestros enemigos, las personas que nos hacen mal, que nos tienen envidia o celos, que nos odian secretamente. Hay personas que confiesan no tener ningún enemigo. Pero a menudo hay enemigos invisibles que contaminan nuestro espacio vital sin que lo sepamos. Hablan mal de nosotros, nos calumnian, menosprecian lo que hacemos, ridiculizan nuestro estilo de vida, nos tienden trampas de todo tipo… De los enemigos visibles uno puede defenderse y hasta puede llegar a amarlos en el sentido requerido por Jesús. A veces, no se trata de personas concretas sino de colectivos a los que satanizamos por el temor que nos inspiran: los terroristas, los musulmanes, los políticos, los curas… Pero, ¿cómo amar a los enemigos invisibles, a esos verdugos que parecen no tener rostro aunque vivan a veces muy cerca de nosotros? 

Desde que era novicio me han llamado la atención dos versículos de la carta a los Efesios que leemos los miércoles en la oración de Completas: “No lleguéis a pecar; que la puesta del sol no os sorprenda en vuestro enojo. No dejéis lugar al diablo” (Ef 4,26-27). Es una invitación a no irnos nunca a dormir con la espina del odio o el resentimiento clavada en nuestro corazón. Dejar que el enojo o el odio encuentren albergue en nosotros significa dejarnos colonizar por el diablo; es decir, por el espíritu de la división y la tristeza. Creo que hoy es un día adecuado para pedirle a Dios que no permita que estos sentimientos negativos echen raíces en nosotros, que nos recree con actitudes de amor hacia los enemigos visibles y también hacia los invisibles (que, a veces, nos van consumiendo sin que nos demos cuenta).