Confieso que
estoy enamorado de Italia, il bel paese. Hay
dos regiones que me encantan de manera especial: Toscana y Umbría. Ayer, recién aterrizado después de las trece horas que duró el viaje de Hong Kong a Roma, me vine con mis compañeros del gobierno general al santuario
del Amor Misericordioso de Collevalenza, en la región umbra, un hermoso
lugar desde el que se domina uno de los muchos valles de esta región tan
franciscana. El silencio es casi completo. Anoche, paseando por la inmensa
plaza que se extiende frente al santuario, bajo un cielo estrellado, con tres grados de temperatura, pensaba que solo desde la altura se contempla bien un
valle. Cuando uno está abajo, entretenido en los quehaceres de la vida cotidiana,
no tiene la perspectiva de todo lo que está sucediendo, casi no sabe a qué
patria pertenece, dónde se sitúa el espacio en el que vive. Necesita subir a la
cumbre para tener una visión amplia, para situar cada cosa en su lugar, para
dar sentido a los pequeños puntitos que conforman el espacio vital de cada uno.
A veces uno puede llegar a convertirse en El Loco de la colina,
pero es una locura llena de lucidez.
El valle de la
vida está lleno de noticias que nos desconciertan. Ayer mismo se hizo público
que el
presidente Trump anuncia una fuerte subida en el presupuesto militar de los
Estados Unidos porque “tenemos
que empezar a ganar guerras”. En el viaje de Seúl a Hong Kong leí un interesante
artículo de The New York Times en el
que el autor vaticinaba un futuro desconcertante provocado por los populismos y
fundamentalismos emergentes que no son sino la respuesta fácil, desesperada y
potencialmente violenta a la insatisfacción producida por una sociedad que no
ha sabido resolver los problemas de la gente. La democracia, tal como ha sido
desarrollada en las últimas décadas, corre el riesgo de entrar en una etapa
regresiva. Vladimir Putin sería, en el fondo, el icono de este nuevo modo de
afrontar la política. En el valle suceden muchas más cosas. Cada uno tenemos
nuestra propia óptica. Desde la ventana de nuestra casa vemos las cosas con
mayor o menor perspectiva, pero siempre se trata de un horizonte recortado.
Por eso
necesitamos subir de vez en cuando del valle a la colina. En esta colina en la
que ahora me encuentro se hace un canto a Dios Misericordia. Quizá aquí esté la
clave de todo. El papa Francisco la intuyó muy bien cuando convocó el Año
de la Misericordia. Las tensiones entre los seres humanos son de tal
calibre que no se resuelven con esta o aquella fórmula política o económica. No
es cuestión de mera táctica. Se necesita una estrategia nueva, una forma diferente
de entender al ser humano y su amplia red de relaciones: consigo mismo, con los
demás, con el mundo, con el tiempo y con Dios. La misericordia expresa un amor
que se hace cargo de la debilidad y que la redime mediante el perdón. No es un
amor ingenuo, buenista, que ve todo de color de rosa. Es un amor acrisolado en
la prueba del sufrimiento y la traición. Pero es un amor que no se cierra al
futuro, que no se limita a aceptar las cosas como son sino que crea las
condiciones para que sean de otra manera. Es, en definitiva, un amor que se transforma
en esperanza y en coraje de vivir. A veces, cuando uno está enfrascado en sus
negocios en el valle, no percibe esta verdad. Pero desde la colina, con el horizonte
ilimitado de las estrellas, uno se deja seducir por esta verdad de tal manera
que puede descender de nuevo al valle de la vida cotidiana con verdaderas razones
para creer, amar y esperar. Algo de esto sentí anoche en esta colina de la
Umbría italiana, ante la mole imponente de este santuario promovido por la Beata Esperanza de
Jesús y construido por el arquitecto español Julio Lafuente en la década
de los 60.