lunes, 30 de octubre de 2017

El cambio de hora

En la mayoría de los países europeos, el pasado domingo dormimos una hora más. Los relojes “ganaron” la hora que habían “perdido” el domingo 26 de marzo. La medida de establecer un horario de verano y otro de invierno se institucionalizó en 1974 a raíz de la primera crisis del petróleo, cuando algunos países, entre los que se encontraban España e Italia, decidieron adelantar sus relojes para aprovechar mejor la luz del sol y gastar menos electricidad en iluminación. Desde 1981 el cambio de hora se aplica como directiva y cada cuatro años se renueva. A algunas personas les afecta mucho este cambio. Es como si vivieran un pequeño jet lag. Necesitan varios días para adaptarse. Otras, entre las que me cuento, no percibimos ningún desajuste especial. Es cuestión de no alterar los hábitos cotidianos. Los dispositivos electrónicos se actualizan automáticamente. Están programados para estos cambios. Los viejos relojes, sin embargo, necesitan ser actualizados manualmente. Al hacerlo, uno tiene la impresión de que juega con el tiempo, de que lo maneja a su antojo, pero no es más que un espejismo. Entonces recuerda las viejas distinciones aprendidas durante los años de la filosofía. Una cosa es el inexorable chrónos, y otra el oportuno kairós.

La anécdota del cambio de hora y de la variedad de husos horarios en el mundo me ha hecho reflexionar sobre una experiencia cotidiana. ¿Qué pasa cuando tenemos que vivir juntas personas que nos situamos en una diferente hora vital? Siguiendo la metáfora del reloj, los jóvenes se encuentran en las diez de la mañana; los adultos en las primeras horas de la tarde, y los ancianos en las últimas horas de la jornada. Quien ha vivido ya muchas horas ha acumulado una larga experiencia, sabe lo que da de sí un día. Quien comienza no sabe lo que le aguarda, aunque se comporte como si todo el tiempo fuera suyo. Es un milagro que niños, jóvenes, adultos y ancianos podamos vivir juntos sabiendo que nuestros relojes marcan horas diferentes. Siempre me ha llamado la atención una frase que suelen utilizar quienes han superado los 50 años: “En mi tiempo…”. Su tiempo es también el actual, pero pareciera que uno solo se considera de “su tiempo” cuando es joven, porque entonces se siente protagonista del presente, mientras que, ya adulto o anciano, se deja llevar por el ímpetu de las generaciones más jóvenes. Lo he comprobado con la música. Las canciones que más me gustan son las que aprendí de joven. Luego, he seguido aprendiendo otras, aunque con menos interés e intensidad, pero ya no tienen el mismo significado. Ya no forman parte de la “banda sonora” de mi vida. Son casi sobrantes.

¿Qué decir de los pueblos y culturas? Los medios de comunicación actuales pueden conectar una aldea africana, cuyos habitantes sobreviven a base de cultivar la tierra con medios rudimentarios, y una ciudad europea o americana que organiza la vida mediante complicados sistemas informáticos. Todos vivimos en 2017, pero nuestros “relojes culturales” marcan horas muy diferentes. ¿Podemos convivir en el mismo mundo? ¿Podemos entendernos? Cada persona, cada pueblo, cada cultura posee un reloj que marca una hora determinada. Algunos se sitúan en las horas del amanecer; otros, en pleno mediodía; no faltan quienes viven el atardecer o la noche oscura. Lo veo con mucha claridad en el caso de la Iglesia católica, extendida por todo el mundo. En África y Asia hay comunidades jóvenes, que viven con el entusiasmo de los comienzos. En algunos lugares de América y de Asia (por ejemplo, la India) se vive el esplendor del mediodía. Europa y Norteamérica viven, más bien, un suave atardecer, incluso una noche cerrada. En algunos casos se barrunta el alba; en otros, domina todavía la oscuridad. A veces, uno siente la tentación de atrasar o adelantar el reloj de la historia, creyendo que los tiempos pasados fueron mejores o que lo serán los venideros. Pero pronto descubre que todas las horas le pertenecen a Dios, que es su Espíritu quien va moviendo el reloj de la historia, haciendo que el tiempo no sea una mera sucesión de acontecimientos, sino un camino hacia el encuentro con él. El tiempo sin Espíritu es algo excesivo. Ya sabemos que los excesos de pasado, presente y futuro solo producen depresión, estrés y ansiedad. Pero el tiempo con Espíritu nos da la medida de las cosas. En relación con el pasado vivimos una memoria agradecida; con el presente, una atención plena y con el futuro, una esperanza serena. Más allá de la hora que marque nuestro reloj personal, social o eclesial, éste es siempre “nuestro tiempo”, una oportunidad para acoger la llamada de Dios y responder.


domingo, 29 de octubre de 2017

Donde hay amor, allí está Dios

Hemos llegado ya al XXX Domingo del Tiempo Ordinario. Eso significa que el final del año litúrgico, que consta de 34 domingos, está próximo. El fin de semana ha sido pródigo en sorpresas y malabarismos. Ni siquiera los hermanos Marx hubieran sido capaces de escribir un guion más esperpéntico que el que se ha vivido en Cataluña, pero, en medio del caos, las urnas ya están puestas. El 21 de diciembre, en vísperas de la Navidad, todo el pueblo de Cataluña podrá votar en condiciones de libertad, seguridad y legalidad lo que desea para su futuro. El voto no es suficiente para restañar heridas y construir un proyecto en común, pero al menos es un paso para desinflar la tensión mientras se abre camino un planteamiento realista lo más compartido posible. No sé cómo contará la historia lo vivido en estas últimas semanas, pero a mí me ha parecido una pesadilla, una perfecta demostración de inconsciencia e irresponsabilidad. Me ahorro otros calificativos que podrían resultar ofensivos.

En el Evangelio de este domingo los fariseos quieren marear de nuevo a Jesús. Es como si encontraran placer en ponerlo a prueba, a pesar de que siempre salen escaldados. En el maremágnum de preceptos y mandamientos esparcidos por la Biblia -algunos estudiosos habían identificado 613, de los cuales 365 (los días del año) eran negativos y 248 (las partes del cuerpo) positivos- un doctor de la Ley quiere saber cuál es el principal, dónde poner el acento.  Lo mismo podríamos desear nosotros ante la mole de cánones (1752, para ser precisos) del Código de Derecho Canónico o los 2.854 párrafos del Catecismo de la Iglesia Católica. Jesús se limita a citar dos textos de la Escritura: uno referido al amor a Dios (cf. Dt 6,5) y otro referido al amor al prójimo (cf. Lv 19,18). Se trata de dos caras de la misma moneda y de los pilares de la Escritura: “Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los profetas” (Mt 22,40).  Pero es importante caer en la cuenta que la cara visible es el amor al prójimo. En la primera carta de Juan leemos: “Si alguno dice: Yo amo a Dios, y odia a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (1Jn 4,20). Esto hace del cristianismo un estilo de vida en las antípodas del espiritualismo. La verdadera fe en Dios, el verdadero amor, se mide por la capacidad de amar a sus hijos e hijas porque -como afirmaba Ireneo de Lyon- “la gloria de Dios es que el hombre viva” (gloria Dei vivens homo).

Cada vez que amamos a una persona, estamos adentrándonos, a menudo de manera inconsciente, en el misterio insondable de Dios, porque “Dios es amor” (1 Jn 4,8). La liturgia cristiana ha convertido esta afirmación bíblica en un canto: Ubi caritas et amor, Deus ibi est (Donde hay caridad y amor, allí está Dios). Esto da una profunda unidad a nuestra vida. Cuando los esposos, o los padres y los hijos, o los amigos, o los enemigos, se aman, están dando gloria a Dios, están permitiendo que el amor de Dios inunde las vidas de los seres humanos. Me parece que esto es lo que Jesús quería decirle al fariseo. Quien plantea así su vida, no desprecia el resto de los preceptos y normas, pero los relativiza en la medida en que ayudan o impiden expresar con transparencia el amor. Se requiere toda una vida para caer en la cuenta de esta unidad. Personalmente, he encontrado mucha luz en algunos ancianos que han madurado espiritualmente. Cuando uno los contempla, se da cuenta de que lo que centra su vida es la alabanza a Dios (suelen ser personas que oran mucho) y la compasión hacia el prójimo (suelen ser personas muy comprensivas). Todo lo demás, por lo que alguna vez lucharon (proyectos, normas, etc.), pasa a un segundo plano. ¿Por qué no aplicar la sabiduría del final del camino a las etapas intermedias?


jueves, 26 de octubre de 2017

El estercolero digital

Debería recordar que ayer se cumplieron 25 años de la beatificación de los mártires claretianos de Barbastro. También podría hablar de la experiencia de tener reuniones de consejo mañana y tarde durante dos semanas. O incluso, una vez más, de la “cuestión catalana”. De hecho, antes de teclear estas notas he escuchado el discurso del president Puigdemont en la sede de la Generalitat y el de la vicepresidenta Sáenz de Santamaría en el Senado. Debería hablar de todos estos temas, pero voy a hablar de Internet. Como era de esperar (¿o de temer?), los internautas enseguida han respondido con numerosos comentarios a ambas intervenciones. Internet brinda la posibilidad de practicar una suerte de democracia on line, en la que cualquiera que disponga de un dispositivo adecuado puede verter sus opiniones. En realidad, creo que más de la mitad de los comentarios son solo insultos, exabruptos y, en el mejor de los casos, reacciones irónicas; en el peor, ofensivas y chabacanas. Es el lado oscuro de Internet. No deberíamos extrañarnos de esto porque traslada a la red el lado oscuro de la vida humana, aunque quizás con más acritud porque los usuarios se escudan a menudo en el anonimato.

La imagen que acompaña la entrada de hoy ilustra gráficamente este proceder. Da igual la información que se cuelgue en internet. La lluvia de comentarios va desde los elogios más encumbrados hasta las ofensas más bochornosas, pasando por toda la gama de juicios y observaciones. Hace falta mucha serenidad para someterse a este tribunal digital. Por suerte, los lectores del Rincón de Gundisalvus mostráis una corrección y amabilidad que no son comunes en la mayoría de los foros de Internet. Muchas veces me he preguntado por el significado de este estercolero digital. ¿Por qué los seres humanos necesitamos insultar, descalificar, ridiculizar, excluir, calumniar? ¿Qué buscamos mediante conductas de este tipo? ¿Acaso la destrucción del otro nos hace más fuertes? ¿Encontramos alguna ventaja en reírnos de los grandes? ¿Utilizamos estos comentarios como válvula de escape de la frustración que llevamos dentro? No es fácil emitir juicios generales, porque los matices son tantos como personas. Quizás, una vez más, se trata de un problema de educación. ¿Se nos prepara para expresar nuestra opinión con fundamento objetivo y con respeto hacia los demás? ¿Estamos acostumbrados a distinguir el plano de las ideas del plano de las relaciones?

El mundo digital exige que nos adiestremos en actitudes y conductas que hagan de la red un espacio de encuentro, incluso de confrontación, pero no de exclusión. 

martes, 24 de octubre de 2017

Los hijos e hijas de Claret

Si soy sincero, me gustaría ser conocido como Misionero Hijo del Inmaculado Corazón de María, pero comprendo que éste es un nombre demasiado largo para el estilo moderno. En la mayoría de los sitios nos conocen como Misioneros Claretianos o, simplemente, como Claretianos. Siempre me ha parecido que a san Antonio María Claret no le hubiera gustado mucho este cambio de nombre. A pesar de que el orgullo fue una de sus tentaciones recurrentes -no en vano estuvo examinándose sobre la humildad durante catorce años- nunca llamó a las instituciones fundadas por él con su propio apellido. Él se sintió inspirado para fundar una congregación de misioneros que fuesen y se llamasen hijos (o hijas) del Inmaculado Corazón de María. En su Autobiografía, después de narrar la fundación, exclama: “¡Oh Dios mío, bendito seáis por haberos dignado escoger a vuestros humildes siervos para hijos del inmaculado Corazón de vuestra Santísima Madre!” (n. 492). ¿Por qué? Porque en el nombre se expresa claramente nuestra identidad en la Iglesia. Pero la historia tiene sus carambolas, desarrollos y paradojas. Desde hace mucho tiempo, los herederos de este santo, pequeño de cuerpo, grande de espíritu, somos conocidos por un nombre derivado de su apellido y traducido a numerosas lenguas.  De las cuatro ramas originarias -a lo largo del tiempo han ido surgiendo más- de la Familia Claretiana (Misioneros Claretianos, Misioneras Claretianas, Filiación Cordimariana y Seglares Claretianos), solo el instituto secular Filiación Cordimariana expresa en su nombre habitual la vinculación al Corazón de María, tan esencial para Claret.

En cualquier caso, más allá de los nombres, es claro que el espíritu de san Antonio María Claret se ha derramado sobre multitud de hombres y mujeres de todo el mundo. Algunos pertenecen a las diversas instituciones fundadas o inspiradas por él. Otros -la mayoría- se reconocen en su carisma evangelizador sin ningún vínculo institucional. ¿Por qué es un carisma tan atractivo más allá de los tiempos y lugares? Porque la evangelización en clave cordimariana es siempre una urgencia actual. En otras palabras, porque el mundo y la Iglesia necesitan que el Evangelio de Jesús siga resonando como buena noticia y que ésta tenga un sabor cordimariano; es decir, esté marcada por la profundidad, la alegría, la cordialidad y la entrega. Hoy, fiesta de san Antonio María Claret, un par de horas antes de celebrar la Eucaristía en la basílica del Inmaculado Corazón de María de Roma, doy gracias a Dios por este hermoso carisma compartido con tantos hombres y mujeres alrededor del mundo que nos sentimos herederos de Claret. Como él, quisiéramos dejarnos conducir por el Espíritu de Jesús para anunciar buenas noticias a los más pobres. No nos resignamos a que las cosas sigan como siempre, a ser meros espectadores en este teatro del mundo. Queremos tomar en serio nuestro compromiso de vivir y anunciar lo que para nosotros constituye una fuente de sentido y de alegría: el encuentro con Jesucristo. 

Este año es imposible celebrar la fiesta de Claret sin evocar la beatificación de los 109 mártires, seguidores de Jesús “al estilo de Claret” que fueron beatificados en Barcelona el sábado pasado. La prueba de que el carisma de Claret es auténtico es que transforma la vida de muchas personas hasta el punto de hacerlas capaces de entregar su vida por Jesús en condiciones extremas. Cuando hace un par de días escribí sobre “el día después”, subrayé que los mártires “con su entrega denuncian nuestros fáciles conformismos, nuestra tentación de querer vivir a un tiempo el Evangelio y los contravalores de una sociedad que nos ofrece también las monedas del poder, la corrupción y la injusticia”. Claret se hubiera sentido muy orgulloso de ellos porque, en medio de su fragilidad, hicieron vida la “definición del hijo del Inmaculado Corazón de María”, especialmente las palabras que dicen: “Nada le arredra; se goza en las privaciones; aborda los trabajos; abraza los sacrificios; se complace en las calumnias; se alegra en los tormentos y dolores que sufre y se gloría en la cruz de Jesucristo”. No hay evangelización auténtica que no pase por la prueba del sufrimiento. Por eso, en un día como hoy, recuerdo de manera especial a los muchos hijos e hijas de Claret que están siendo probados en medio de la enfermedad, la persecución, las dificultades misioneras, la soledad, la aparente ineficacia apostólica, etc. Cuando asumimos estas situaciones unidos a la cruz de Jesús se revelan mucho más fecundas que las muchas actividades que desarrollamos en tiempos de bonanza.

Para que el carisma de san Antonio María Claret siga vivo, se requieren hombres y mujeres valientes que acepten formar parte de esta gran familia de hijos e hijas de Claret. Ser claretiano es un hermoso modo de ser hombre, cristiano, consagrado y apóstol. Estoy convencido de que muchos jóvenes que parecen atraídos por otros intereses, que se sienten muy alejados de este mundo, cambiarían de opinión si tuvieran la experiencia de vivir la belleza de la vocación misionera. No es una vida fácil, pero sí auténtica. No tiene mucho prestigio, pero es significativa. No promete comodidades, pero sí una alegría indestructible. No es una vida de relumbrón, pero está llamada a encender a todo el mundo en el fuego del divino amor. Nunca es demasiado tarde para preguntarse si acaso no es éste el camino que Dios quiere.

Feliz fiesta a todos los hijos e hijas de Claret 
y a todos nuestros amigos.

lunes, 23 de octubre de 2017

Los tres excesos

Estoy en la terminal 2 del aeropuerto de Barcelona. A diferencia del sábado, hoy el cielo está cubierto. La temperatura se ha vuelto otoñal. Faltan menos de dos horas para mi vuelo de regreso a Roma después de un fin de semana intenso, hermoso y agotador. Si no se entiende mal, hasta podría calificarlo de excesivo. Me costaría mucho aguantar varios fines de semana como éste, pero una beatificación de hermanos claretianos no sucede todos los días. Las muchas personas que se congregaron este fin de semana en Barcelona han emprendido también su camino de regreso a casa. Creo que todos nos vamos –como dijo ayer el arzobispo Juan José Omella– “con el recuerdo de una pasión y la urgencia de un compromiso”. Mientras sigo digiriendo todo lo vivido, veo un cartel que me ha llamado la atención porque condensa tres excesos que hacen menos llevadera nuestra vida, que la hacen a veces insufrible. El exceso de pasado produce depresión; el exceso de presente produce estrés; y el exceso de futuro produce ansiedad. Con la sala de espera muy despejada, el aire acondicionado muy fuerte y un nivel de ruido aceptable, quisiera explorar estos tres excesos por si nos ayuda algo a vivir mejor.

Varias veces he aludido en este Rincón a la depresión como una enfermedad moderna que nos ronda siempre. La depresión, como su mismo nombre indica, nos hace caminar por las capas más bajas de la existencia, allí donde ya no se respira aire puro ni se otea un horizonte luminoso. Sería temerario por mi parte hacer una lista de las causas endógenas o exógenas que pueden conducir a una situación de este tipo, pero hay algo que suele ser común: las personas deprimidas suelen sentirse prisioneras de su pasado. Hay un exceso de recuerdos, análisis, reparto de responsabilidades, sentimientos de culpa, etc. Es como si todo lo vivido, en vez de ser una escalera que nos permite alzarnos para ver mejor el horizonte, fuera una pesada losa que cubre nuestra tumba. Es verdad que necesitamos conocer la historia para no repetir los mismos errores y aprovechar todas sus potencialidades. Es verdad que los recuerdos, cuando se conservan desde una clave agradecida, constituyen un enorme tesoro que fecunda el presente. Pero no debemos olvidar que el pasado, aunque no desaparece del todo, pasado está. Es inútil dar le muchas vueltas. Puede ser reinterpretado y reasumido, pero no cambiado. ¿De qué sirve entonces el exceso de recuerdos si no nos aprovecha para vivir mejor sino para quedar atrapados en él?

Es casi un tópico decir que muchas personas viven hoy estresadas, no tanto por la cantidad de actividades que desarrollan sino por el agobio con el que viven lo mucho o poco que hacen, por la sensación de que les falta tiempo para vivir. El exceso de presente significa que nos concentramos de tal manera en lo que llevamos entre manos que nos olvidamos de dónde venimos y adónde vamos. Las personas estresadas lo son, en buena medida, porque han cortado sus raíces. Ya no hay savia que regenere sus ramas y que sea portadora de frutos. Se convierten en hombres y mujeres que hacen cosas, pero no transforman nada. A la falta de raíces que los conectan con el pasado, se suma la falta de visión de futuro. La persona estresada vive de manera muy desequilibrada el “eterno ahora” recomendado por los místicos. Es bueno concentrarse en el presente, no abandonarse a la nostalgia o al anhelo, pero sin dejarse llevar por ese presentismo que acaba convirtiendo cada experiencia en un eslabón sin cadena, en algo perfectamente inútil para vivir con lucidez y coraje.

En la tipología de los seres humanos, son muchos también los que pierden el tiempo soñando, imaginando lo que va a suceder mañana, dentro de un año, la próxima década. Estos sueños, que en algunos casos son fuente de inspiración, en la mayoría son huidas del presente, escapes de la batalla diría. Uno dedica tanta energía a lo que podría ser, que no disfruta con lo que es. El futuro actúa como la zanahoria al final del palo. El resultado suele ser una ansiedad permanente, la sensación de que nunca se alcanza la meta a la que uno aspira. Esta ansiedad no tiene que ver nada con el anhelo de infinito que todos llevamos dentro. El anhelo nos da paz y energía. La ansiedad nos turba y nos debilita. Sobre este trasfondo de excesos, es posible comprender mejor la fuerza liberadora de las palabras de Jesús: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré” (Mt 11,28).

Contra  la depresión por un exceso de pasado, memoria agradecida. Contra el estrés por un exceso de presente, atención plena. Contra la ansiedad por un exceso de futuro, esperanza serena. Los excesos se corrigen con la energía humilde de las virtudes.

domingo, 22 de octubre de 2017

El día después

Ayer lucía un sol inmenso sobre Barcelona. El cielo estaba completamente despejado. Parecía que, en pleno otoño, había regresado el verano tras las lluvias intensas de los días anteriores. Las puertas de la basílica de la Sagrada Familia se abrieron a las nueve de la mañana. 3.000 peregrinos fueron afluyendo hacia las del Nacimiento y de la Pasión como si fueran riachuelos que desembocan sus aguas en el cauce del río principal, las naves de la basílica. No es fácil describir la impresión que produce ese inmenso espacio habitado por una luz multicolor que va cambiando a medida que gira el sol. Los que visitaban la basílica por primera vez no sabían dónde dirigir su mirada: si a las 52 columnas que, como árboles sutiles, se encaramaban hacia las bóvedas; a los vitrales que filtraban la luz de la calle; o al Cristo que pendía sobre el altar. Todos se fueron acomodando en sus puestos. Allí encontraron la bolsa del peregrino con el folleto litúrgico para participar en la ceremonia, un opúsculo que narra la historia de los mártires, una bufanda conmemorativa, un calendario claretiano del año 2018 y una decena del Rosario con motivos martiriales.

A las 10 de la mañana se puso en marcha la procesión desde la amplia sacristía diseñada por Gaudí en uno de los ángulos del cuadrado que forma la superficie de la basílica. Yo me encontraba ya en el presbiterio, a la espera de que el coro terminase su canto de ambientación. Pasados unos minutos, me dirigí al micrófono y, en nombre de mis hermanos claretianos, saludé a la asamblea y a cuantos nos seguían por televisión e internet. Queríamos invitar a todos a que, vinieran de donde vinieran, se sintieran hermanos bajo es hermosa “tienda del encuentro” que ayer por la mañana lucía con una luz esplendorosa. Acabado este saludo, se puso de nuevo en marcha la procesión mientras el coro y la asamblea cantaban el canto de entrada. El río de casullas y estolas rojas fue desembocando en el presbiterio. Todo discurría con sencilla solemnidad. Mientras, mis compañeros del servicio de comunicación se esforzaban por hacer llegar las imágenes y el sonido a todos los rincones del mundo. Hicieron un trabajo espléndido. 

El cardenal Amato comenzó el saludo litúrgico en catalán, la lengua del lugar y también la lengua materna de muchos de los mártires que iban a ser beatificados. Acabado el acto penitencial, se procedió al rito de la beatificación. El arzobispo de Barcelona pidió al papa Francisco que declarara beatos a los 109 mártires claretianos. El vicepostulador claretiano de Catalunya, en nombre del Postulador General, presentó brevemente a los nuevos beatos. El cardenal Amato leyó en latín la “carta apostólica” con la que el papa Francisco concedía “la facultad de que los Venerables Siervos de Dios Mateu, Teófilo, Ferran y 106 compañeros… de ahora en adelante serán llamados Beatos y se pueda celebrar su festividad… el día uno de febrero”. Mientras la asamblea cantaba con energía el Christus vincit, se destapaba el tapiz que simboliza a los nuevos beatos, obra de la artista catalana Laura Alberich. En un relicario esmaltado que reproduce las tonalidades de los vitrales de la basílica se presentaron las reliquias de los mártires mientras la asamblea cantaba el himno Mártires de la Iglesia, mártir. La Eucaristía procedió ya con normalidad hasta pasado el mediodía.

Cuando salí a la calle el sol caía de plano sobre la plaza de la Sagrada Familia. Los turistas aguardaban impacientes la posibilidad de entrar en la basílica. Los peregrinos se saludaban como si se hubieran conocido desde hacía tiempo. Muchos parientes de los mártires se juntaban por grupos familiares para almorzar juntos. Yo emprendí a pie el camino hacia el Colegio Claret en compañía de otros claretianos y amigos. En el corto trayecto que separa la basílica del colegio, fui repasando las imágenes de la ceremonia mientras dejaba que fluyesen los sentimientos. Uno recurrente era el deseo de que esta beatificación se convierta en una especie de oasis de paz en medio de las tensiones que se viven estos días en Cataluña. El mayor milagro de los mártires sería el don de la reconciliación, de un futuro sereno y prometedor. Aunque había jóvenes en la ceremonia, eché de menos a muchos más hombres y mujeres de la edad de la mayoría de los mártires. ¿No es posible acercar las vidas de estos mártires al mundo de los jóvenes de hoy? ¿No significa nada que alguien con 22 o 24 años haya sido asesinado por vivir con autenticidad? ¿Es más atractivo un espectáculo deportivo o musical que el encuentro con vidas entregadas? Estoy convencido de que no hay comparación posible, pero tenemos que esforzarnos por hacerlo ver, por abrir las puertas y dejar que la fuerza de la vida se abra paso.

Hoy celebramos el XXIX Domingo del Tiempo Ordinario. Dentro de pocas horas tendremos en el santuario del Corazón de María de Barcelona la Eucaristía de acción de gracias por la beatificación, presidida por el Cardenal Juan José Omella, arzobispo de Barcelona. Será el último acto de los previstos para ese fin de semana. Tendrá un carácter más local. Me gusta que coincida con la Jornada Misionera del DOMUND, que este año, en España, tiene un lema desafiante: “Sé valiente, la misión te espera”.  El papa Francisco nos anima a vivir la misión en el corazón de la fe cristiana. El Evangelio de este domingo nos presenta a un Jesús que, ante la pregunta hipócrita de los fariseos, encuentra una salida valiente, recurriendo a la dignidad humana que Dios ha puesto en el corazón de toda persona. Las palabras de Jesús – “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” – son provocadoras. Debemos dar a las autoridades aquellas realidades que llevan su emblema: el vil dinero. Pero no podemos entregarles aquellas otras que llevan el emblema de Dios: los seres humanos.  El corazón solo se le puede entregar a Dios mismo. No hay nada (ideología política, relación humana, afición o credo) que merezca una entrega completa. ¿Qué otra cosa hicieron los 109 mártires beatificados sino dar a Dios lo que es de Dios; es decir, la propia vida hecha a su imagen? Los mártires claretianos no cayeron en la trampa de liberarse de la muerte renunciando a su fe, porque sabían muy bien que los asesinos pueden matar el cuerpo, pero no pueden destruir la vida que solo pertenece al Señor (cf. Mt 10,28). Con su entrega denuncian nuestros fáciles conformismos, nuestra tentación de querer vivir a un tiempo el Evangelio y los contravalores de una sociedad que nos ofrece también las monedas del poder, la corrupción y la injusticia. ¡Ojalá sepamos recoger y actualizar su testimonio!


Icono original  y relicario de los nuevos Beatos Mártires




viernes, 20 de octubre de 2017

Menos de 20 horas

Esto es lo que falta para la ceremonia de beatificación de mañana. Escribo estas notas en Vic, a 80 kilómetros de Barcelona. La intensa lluvia de ayer ha dejado paso a un día soleado, que se está cubriendo de nuevo. Nuestra casa de Vic se va llenando de invitados venidos de diversas partes del mundo: Alemania, Inglaterra, Italia, Estados Unidos, México, Congo, Nigeria, Sri Lanka, Guinea Ecuatorial… A las 7 de la tarde comenzaremos la vigilia de oración en el Santuario del Corazón de María de Barcelona. Es como poner la clave de fe al comienzo de la partitura litúrgica que se interpretará mañana en la basílica de la Sagrada Familia. Yo voy a estar en la “cocina”, tratando de que todo esté coordinado para que los cientos de personas que participen puedan concentrarse en la oración. Esperemos que, más allá de los símbolos, los cantos y las palabras, podamos vivir un tiempo de escucha. Sin él, corremos el riesgo de que mañana todo se deslice por la pendiente de la superficialidad.

Me meto en la piel de todas las personas que viven la “cuenta atrás” de acontecimientos importantes en sus vidas. Es como si en las horas previas se activasen en nosotros recursos que creíamos ya oxidados o desaparecidos. Es probable que haya una explicación bioquímica para estas reacciones en las que se mezcla la ansiedad con la creatividad y el espíritu de equipo. El organismo hace un derroche de energía; por eso, luego suele venir un necesario tiempo de refracción y descanso. Necesitamos de vez en cuando vivir momentos así. Nos sacan de la monotonía, ponen en danza nuestros sentidos y, sobre todo, nos hacen vivir cosas que en la vida diaria permanecen como aletargadas. Algunos recurren al uso de estupefacientes y sustancias psicotrópicas para conseguir estados anímicos de alto voltaje. No es necesario. Algunas experiencias los llevan incorporados, pero no en forma de exaltación vana, sino en forma de exultación que deja un regusto de paz y serenidad. La nuestra pertenece al segundo grupo. Espero contaros mañana cómo han ido las cosas.

jueves, 19 de octubre de 2017

A medio gas

Dentro de unas horas salgo para Barcelona. El sábado 21, a las 10 de la mañana, tendrá lugar la ceremonia de beatificación de 109 mártires claretianos. Es difícil expresar en pocas palabras los propios sentimientos. Los muchos detalles de la organización no dejan apenas espacio para la meditación serena. Pero hay algo, un destello, que arroja luz sobre un hecho como este. Cuando uno relee las narraciones de estos 109 misioneros -la mayoría, jóvenes- que no dudaron en confesar su fe aun a riesgo de ser asesinados, cae en la cuenta de que hoy vivimos en otra tesitura. Estas cosas nos parecen excesivas, como de otro tiempo. Los mártires siguen existiendo hoy en diversas partes del mundo, pero nuestro cerebro hace tiempo que ha sido programado para otra manera de entender la vida. Esta otra manera tiene algo muy positivo: no concebimos las relaciones humanas en clave excluyente, hemos aprendido a convivir con posturas distintas, hemos crecido en una cultura del respeto y la tolerancia. Este es un valor extraordinario que solo se comprende bien cuando uno echa un vistazo a la historia y comprueba las consecuencias desastrosas de las posturas intolerantes.

Pero quizás hay también un aspecto no tan positivo. Me refiero a la superficialidad y blandura con la que vivimos nuestras opciones. Nos comprometemos a vivir la fe (bautismo y confirmación), a ser fieles toda la vida a otra persona (matrimonio), a desempeñar nuestro ministerio con entrega absoluta (orden sacerdotal), pero, en el curso de la vida, pueden suceder muchas cosas. La vida no es una línea recta, sino sinuosa, llena de curvas, altos y bajos. Hoy, gracias a Dios, somos muy comprensivos con nuestras debilidades y flaquezas, quizás porque tenemos una idea de la existencia como algo que cambia y de Dios como un padre misericordioso. ¿Quién nos asegura que los compromisos de hoy serán vigentes mañana, cuando todo puede cambiar? La idea del eterno cambio nos hace tolerantes con nosotros mismos y con nuestras fragilidades. Nos hace también muy comprensivos con los cambios de rumbo de los demás. Veo en esto un elemento muy positivo. La misericordia es la clave última para abordar la vida humana.

Pero, ¿no estaremos necesitando un estímulo fuerte, que nos ayude a no reducir la fe a una opción banal, que puede intercambiarse por cualquier otra cosa? Esto no tiene que ver nada con la intolerancia sino con la firmeza y la fidelidad. Cuando vivimos “a medio gas”, sin la energía que proporciona una fe fuerte, todo pierde su perfil. Ya no sabemos qué significa decir sí o no, todo parece igual. También nuestro estado de ánimo entra en esa zona borrosa en la que no experimentamos grandes depresiones, pero tampoco disfrutamos de la alegría cristalina que proporciona la fe. Hacemos cosas, pero no ponemos el entusiasmo y la entrega de quienes han hecho una opción clara por Jesús. Nos relacionamos con las personas, pero salvaguardando siempre nuestros intereses. Vivir “a medio gas” se ha convertido en un estilo de vida, es lo normal. Cualquier otra cosa se nos antoja exagerada, como de otros tiempos. Por eso, el recuerdo de los mártires es tan incómodo y, a la vez, tan estimulante. Ellos, que procedían de ambientes normales como la mayoría de nosotros, que no destacaban por nada en particular, fueron capaces de no rendirse en el momento supremo. Necesitamos volver una y otra vez sobre esto. Espero hacerlo en los próximos días si encuentro algún minuto libre en la sucesión de acontecimientos.

miércoles, 18 de octubre de 2017

Viento, aire y fuego

Me gusta mucho el personaje de san Lucas, cuya fiesta celebramos hoy. Mi abuelo paterno llevaba también este nombre griego. En Italia es bastante frecuente el nombre de Luca, casi tanto como el de Jordi en Cataluña. Por cierto, se ha vuelto a montar un buen lío a propósito del encarcelamiento de los Jordis. No ganamos para sustos. Los periódicos españoles de hoy siguen dedicando mucha atención al asunto de Cataluña, pero hay vida más allá. No sirve de mucho darle infinitas vueltas. La historia juzgará nuestra miopía. Lo que me ha preocupado en los últimos días es las terribles consecuencias del huracán María en Puerto Rico y los devastadores incendios en Portugal y, en menor medida, en Galicia y Asturias. Es como si el cambio climático se hubiera aliado con los cambios políticos para hacer de octubre -una vez más- el mes de las revoluciones.  Vivimos la eclosión del todo cambia.

Da la casualidad de que, en mi numerosa comunidad romana (somos 28), hay un compañero portugués y otro puertorriqueño. Esto significa que los problemas de ambos países nos tocan más de cerca. La situación en la que ha quedado Puerto Rico es desastrosa. El 85% de la población sigue sin electricidad, con lo que esto supone para el normal funcionamiento de las familias, empresas, servicios públicos, etc. Ayer tratamos de dar un impulso a las ayudas económicas. En el caso de Portugal, el mayor drama lo constituye la muerte de más de 40 personas como consecuencia de los incendios. Aunque en ambos casos parece que la naturaleza se ha desatado contra el hombre, en el segundo la responsabilidad humana es muy grande. Se habla de que varios de los incendios han podido ser provocados, lo que constituye un verdadero crimen que los códigos penales castigan poco. Como se suele decir, sale barato quemar los bosques y, a veces, provocar no solo daños ecológicos sino también muertes de personas y animales.

Cada vez que se producen desastres naturales de esta envergadura (terremotos, volcanes, maremotos, inundaciones, incendios, etc.) se disparan las preguntas: ¿Por qué? ¿Cómo se podría haber evitado? ¿Qué podemos hacer para prevenirlos y minimizar sus consecuencias devastadoras? Muy pocas personas se preguntan por qué Dios permite esto. Creo que hace tiempo que no le “echamos la culpa” a Dios del funcionamiento de la naturaleza. En todo caso, algunos de estos fenómenos incontrolados son la consecuencia de los desequilibrios que los seres humanos hemos producido en la naturaleza con nuestros hábitos dañinos o con nuestras negligencias y de los muchos intereses en juego. Aquí es donde habría que concentrar la atención. ¿Cuáles de nuestros hábitos de consumo están provocando, directa o indirectamente, algunos de estos fenómenos? ¿En qué dirección tendríamos que caminar? Ayer mismo un alto ejecutivo italiano me confesaba que los lobbies de la industria automovilística europea están presionando para que la Unión Europa doble el límite vigente de sustancias contaminantes en la atmósfera porque, de otro modo, se va a resentir mucho la venta de coches y carburante. Si esto es cierto, uno se hace idea de los muchos intereses que están en juego. Parece que el equilibrio ecológico y la salud de los ciudadanos ocupan un escalafón inferior. Lo que importa es producir y vender. 

Quizás el único aspecto positivo de estas experiencias traumáticas sea la rápida actuación de los profesionales de emergencias (aunque, por lo que leo, no ha sido siempre así, sobre todo en Portugal) y la solidaridad de numerosos voluntarios que han colaborado en las tareas de extinción de incendios, suministro de ropa y alimentos, traslado de personas a los refugios, etc. La paradoja es que hay una relación proporcional entre la inmensidad del desastre y la práctica solidaria. Uno tiende a pensar que el individualismo que a menudo caracteriza la convivencia diaria es algo indeseado, que, en el fondo, a todos nos gustaría ponernos siempre al servicio de los demás. Los desastres naturales son como los despertadores de esta enorme capacidad de ayuda y colaboración que todos llevamos dentro. Me emocioné escuchando el testimonio de algunos muchachos gallegos que parecían sacar fuerzas de debilidad ante la voracidad del fuego. Frente al viento, el agua y el fuego destructores, hay otro viento, otra agua y otro fuego que simbolizan los valores humanos de sacrificio y entrega. Al fin y al cabo, las tres realidades son símbolos del Espíritu de Dios, que es “brisa en las horas de fuego”, “riega lo que es árido” y “calienta lo que es frío”. Ubi Spiritus ibi solidaritas.

martes, 17 de octubre de 2017

Te echo de menos

Tengo un amigo catalán que domina varias lenguas. Habla castellano a la perfección. En las muchas horas de diálogo con él solo le he encontrado un catalanismo. En vez de decir “echo de menos” o “echo en falta”, suele decir “encuentro a faltar”, que es una traducción literal de la expresión catalana “trobar a faltar”. Si traigo a cuento esta anécdota es porque hoy – no sé por qué – me he detenido en esta expresión, me ha venido varias veces a la cabeza. Se ve que el otoño agudiza la nostalgia. ¿Qué queremos decir cuando decimos Te echo de menos (español), o I miss you (inglés), o Mi manchi (italiano), o Tu me manques (francés)?  ¿A quién le decimos una frase como ésta? Cada vez que la pronunciamos, es como si reconociéramos que no somos nosotros mismos sin la presencia de alguien a quien amamos, que nuestra vida es solo una edición disminuida de lo que aspiramos a ser.  Decirle a alguien “Te amo” puede poner el corazón en danza o la piel de gallina, pero decirle “Te echo de menos” pone en juego una dinámica desconcertante. Solo un milímetro emocional separa el verdadero amor de la posesión. Si se enciende la luz roja de los celos, no hace falta que nos preguntemos de qué lado estamos.

Cuando uno es adolescente, el “te echo de menos” tiene la forma de un vacío irrellenable. Uno piensa que las personas queridas (padres, familiares, amigos…) tienen la obligación de hacernos felices. No podemos tolerar que no estén a mano cuando más las necesitamos. Se nos viene el mundo encima cada vez que experimentamos su ausencia. Quizás de adultos prodigamos menos la frase. La vida nos enreda en tantas ocupaciones, que a veces las personas – incluso las más queridas – pueden pasar a un segundo plano, aunque nos duela reconocerlo. De repente, cuando nos parece que todo discurre sobre ruedas, una separación brusca o una muerte inesperada, nos devuelven el verdadero perfil de las personas a las que amamos. Entonces, su ausencia se va agradando como el cráter de un volcán. Es como si, de repente, la vida fuera perdiendo los colores de antaño, como si el vacío se convirtiera en un recordatorio permanente de la muerte que nos aguarda a cada uno de nosotros. Mientras tecleo estas notas, escucho el Aleluya de Leonard Cohen que acompaña, como banda sonora, la presentación que una amiga me ha enviado por WhatsApp. Se trata de varias fotos animadas que recorren la vida de su hijo muerto (tal vez asesinado) hace unas semanas. Hoy hubiera cumplido 39 años. No puedo contener las lágrimas. Algunas personas no se recuperan nunca de estos zarpazos de la vida. No es que echen de menos a alguien: es que no se reconocen ya a sí mismas.  En el fondo, su amor había adquirido la forma de una dependencia excesiva, casi enfermiza. Viven un infierno en la tierra. Cuando visitan la tumba de la persona querida para depositar unas flores, se están poniendo flores a sí mismas, a su propia indefensión.

Entrados en las etapas postreras de la vida, descubrimos que el “te echo de menos” no es incompatible con un nuevo modo de presencia. Hay personas queridas que están lejos físicamente, a las que no vemos a menudo, y, sin embargo, no nos sentimos lejos de ellas, no las echamos de menos como si hubieran desaparecido de nuestro radar afectivo. Las queremos sin necesitarlas.  Algunas personas queridas han muerto ya. Incluso en este caso extremo, no las echamos de menos como quien las hubiera perdido para siempre. Al contrario, el “echar de menos” adquiere una tonalidad serena y esperanzada; es, en el fondo, una forma nueva de sentir su presencia. Ni siquiera la muerte puede interrumpir los lazos que nos unen a ellas. Se diría que la muerte rompe para siempre las fronteras del espacio y del tiempo y nos permite una comunión más profunda que cuando estábamos presentes físicamente el uno al otro. Uno empieza a sospechar entonces que ese “echar de menos” es un anhelo que apunta más lejos, que va más allá de las personas queridas y nos proyecta hacia un infinito que tiene el nombre de Dios. 

Cada vez que “echamos de menos” a alguien, estamos reconociendo que tenemos necesidad de una voz que nos hable, de unos ojos que nos miren, de una mano que nos acaricie. Ninguna de las personas que forman parte de nuestro círculo afectivo está en condiciones de satisfacer este anhelo. Si se lo pidiéramos, estaríamos cometiendo un atentado de lesa humanidad, estaríamos obligándolas a ser lo que no son y a dar lo que no tienen. Cuando comprendemos esto, nos colocamos humildemente ante el umbral del Misterio y no exigimos nada de las personas a las que queremos, no las chantajeamos con nuestras exigencias afectivas más o menos sutiles. Aceptamos su amor como un mendigo acepta el pan que le ofrecen, como un peregrino acepta un vaso de agua fresca en una tarde de verano, porque sabemos que nuestro corazón está ya habitado. Solo “echamos de menos” que se rompa definitivamente la tela de este dulce encuentro.


lunes, 16 de octubre de 2017

Tres virtudes fundamentales

Desde que llevo asomado a la ventana de Facebook – febrero de 2009 – creo que solo he hecho dos “experimentos comunicativos” en esta red social. El primero se produjo el pasado 28 de diciembre cuando, en un post titulado Veremos si puedo, anunciaba mi envío a las islas Fiyi como representante diplomático del Vaticano. Algunos lectores no cayeron en la cuenta de que era el día de los Santos Inocentes y picaron. El otro fue ayer. Cambié la foto del perfil. Puse una de hace varios años. Enseguida empecé a recibir varios Me gusta, un número muy superior al que reciben los enlaces a las entradas diarias de este Rincón de Gundisalvus. Saqué dos conclusiones apresuradas. Primera: mis amigos Facebook prefieren las fotos a los textos, las imágenes a las palabras. Segunda: mis amigos Facebook prefieren las informaciones personales a las reflexiones temáticas. Puedo estar equivocado, pero creo que por ahí van los tiros. Si así fuera, me parece que un blog que se nutre de entradas diarias de unas 500 palabras, tiene los días contados. En este mundo acelerado, muy pocas personas se detienen a leer. Nos hemos acostumbrado a golpes de imagen. Todo lo que pase de 20 palabras se nos hace cuesta arriba. Con todo, seguiré por un tiempo tecleando palabras porque, por mucho que me mueva en el mundo de Internet, mentalmente pertenezco a la “galaxia Gutenberg”. Sigo creyendo en la fuerza de la palabra, aunque sin desdeñar la imagen. Comprendo la importancia de las emociones, pero creo mucho en el poder liberador de la reflexión.

Dicho esto, vayamos al tema de hoy. Me lo brinda un reciente artículo del siempre polémico Fernando Savater en el que habla de tres virtudes fundamentales. No son, obviamente, la fe, la esperanza y la caridad, sino tres virtudes que cualquier persona puede aceptar: coraje para vivir, generosidad para convivir y prudencia para sobrevivir. Formuladas así, constituyen un sugestivo programa vital. Se trata, en efecto de vivir, de convivir y, en muchos casos, de sobrevivir. Todo esto no se puede hacer sin una fuerte dosis de coraje, generosidad y prudencia. No estoy seguro de que mi comentario coincida con lo que Savater entiende por cada una de ellas, pero me voy a asumir la responsabilidad de hacerlas mías. No se puede vivir sin coraje; es decir, sin valentía para hacer frente a los muchos estímulos que no nos dejan vivir en paz. Hoy más que nunca vivimos en una sociedad que, por una parte, nos estimula hasta límites insoportables y, por otra, nos anestesia para que nos conformemos con la situación. Si alguien aspira a vivir – no solo a durar, como si fuera una pila Duracell – necesita coraje para ser él mismo, para reaccionar frente a las manipulaciones, para hacer valer su dignidad y su palabra. La mayoría preferimos ir tirando para evitarnos problemas.

Como no vivimos solos – ni podríamos hacerlo, porque somos esencialmente sociables – necesitamos otra virtud que nos permita convivir. Me gusta la escogida por Savater: la generosidad, la capacidad de compartir lo nuestro con los demás. El coraje sin generosidad se vuelve autosuficiencia y soberbia. En un mundo “en el que cada uno va a lo suyo, excepto yo, que voy a lo mío”, ¡cómo se agradece encontrarse con personas generosas, que saben renunciar a lo propio y se sienten felices compartiéndolo con los demás, que no van por la vida como si fueran competidores sino compañeros de camino! Por último, dado que la vida es muy compleja, necesitamos prudencia para sopesar el valor y el alcance de nuestras decisiones. No basta que una cosa nos parezca buena para hacerla. Se requiere que midamos sus consecuencias, que nos hagamos cargo del impacto que van a tener en los demás, en la sociedad y en el planeta.

Ayer vivimos en Roma la canonización de 35 nuevos santos. No participé en la ceremonia, pero la seguí saltuariamente por televisión. Impresiona conocer las historias de hombres y hombres, de niños, que entregaron sus vidas a Dios. Estos son los verdaderos comentarios al Evangelio. Lo demás corre el riesgo de ser palabrería. No se me oculta que, cuando muchos leáis este post, el presidente Puigdemont ya habrá aclarado si proclamó o no la independencia de Cataluña el pasado día 10. ¿O se le habrá ocurrido alguna otra argucia para mantener el suspense? En este interminable “teatro del mundo” – por utilizar la expresión de Calderón de la Barca –, ¡cómo se echa de menos a personas valientes, generosas y prudentes! No sé si son “las tres virtudes fundamentales”, pero estoy convencido de que son muy necesarias en los tiempos que corren. Nos aguardan momentos muy emocionantes. Feliz semana.

domingo, 15 de octubre de 2017

Invitados a "otra" fiesta

En la sociedad del entretenimiento, todo tiene que ser divertido: un partido de fútbol, una manifestación… y hasta la declaración de independencia de un nuevo país. Parece que si no te diviertes no estás en la onda. El “Pienso, luego existo”, habría que sustituirlo por el “Me divierto, luego existo”. Es verdad que divertirse significa, en primer lugar, “entretenerse, recrearse”. Pero, si tenemos en cuenta su etimología (el verbo latino “divertere”), divertirse significa también “apartarse, desviarse, alejarse”. Me parece que esto es lo que está sucediendo en nuestros días. Nos estamos “divirtiendo” tanto, que nos hemos alejado del objetivo principal de nuestra vida, hemos perdido el rumbo. De repente, escuchamos la voz de Dios que nos invita a la fiesta de su Reino. Jesús lo cuenta con fantasía oriental en la parábola (cf. Mt 22,1-14) que se lee en este XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario. Nosotros, que somos los convidados, “no queremos ir”, “no hacemos caso”. Preferimos divertirnos marchándonos a nuestras tierras y a nuestros negocios, eliminando (física o verbalmente) a los enviados de Dios. Renunciamos a la gran fiesta del Reino para ocuparnos de nuestros minúsculos asuntos. Nos molesta que Dios nos rompa los planes. Preferimos ir a lo nuestro. ¿No es ésta una descripción acertada de lo que estamos viviendo en nuestro mundo europeo y americano?

Varias veces he comentado en este Rincón que da gusto celebrar la eucaristía dominical en África o en algunos lugares de Latinoamérica. La gente disfruta con la fiesta del Señor. Disfruta encontrándose con otros hermanos y hermanas. Disfruta cantando y bailando. Disfruta escuchando la Palabra de Dios. Disfruta participando en las ofrendas. Disfruta comulgando el cuerpo y la sangre de Jesús. Disfruta, en fin, celebrando la fe. La Eucaristía es una fiesta de la comunidad porque creer es celebrar que nuestra vida le pertenece a Dios, que estamos en sus manos, que él es – como canta el salmo responsorial de hoy – “nuestro pastor”. Por eso, aunque caminemos por valles tenebrosos, no tememos, porque Él va siempre con nosotros. Los africanos se toman al pie de la letra lo que proclama hoy el profeta Isaías: “Aquel día, el Señor de los ejércitos preparará para todos los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera; manjares enjundiosos, vinos generosos”. Quien disfruta con la fiesta que el Señor nos prepara no necesita divertirse (es decir, apartarse, desviarse, alejarse) con otras cosas: sus asuntos personales o las muchas diversiones que la sociedad del entretenimiento nos ofrece. La Eucaristía no es una diversión sino una recreación que nos pone a punto para afrontar el combate de la vida.

Estoy viviendo unos días con muchos frentes abiertos, sin apenas tiempo para ocuparme de este Rincón, que tengo un poco abandonado. Las 24 horas del día y de la noche no dan más de sí. Se me ocurren muchos pensamientos al hilo de lo que estamos viviendo, pero no encuentro la oportunidad de ponerlos por escrito. Soy consciente de que se trata de momentos históricos, en el más genuino sentido de la palabra. A los lectores americanos les extrañará que en repetidas ocasiones haga referencia a la situación de Cataluña, pero, si lo hago, no es solo por lo que significa dentro del contexto de España, sino por ser síntoma de un movimiento más profundo que está sucediendo en Europa y que tiene que ver, entre otras cosas, con el fenómeno de la globalización. Dentro de cuatro días viajaré a Barcelona para participar en los actos de la beatificación de 109 mártires claretianos en la basílica de la Sagrada Familia. Procuraré compartir con los lectores del Rincón lo más sobresaliente de esta experiencia, pero confieso que viajo con preocupación. No se respira un ambiente de fiesta sino de gran tensión social, que puede incrementarse en los próximos días, dependiendo de las decisiones políticas que se tomen. No está en nuestra mano gestionar una crisis de grandes dimensiones, pero sí orar para que los más involucrados actúen con sensatez, buscando siempre el bien común.

Puede parecer una salida por la tangente, pero estoy convencido de que cuando aprendemos a disfrutar de la fe, cuando aceptamos la invitación de Dios a participar en su banquete, esta experiencia genera en nosotros tal vivencia de sentido, unifica de tal manera todas las dimensiones de nuestra vida, que no necesitamos divertirnos con otras realidades. Solo la adoración del verdadero Dios nos cura de las múltiples idolatrías que nos circundan. Hay personas que han desistido de hacerlo porque lo consideran una pérdida de tiempo. Hay otras que perseveran en el empeño aunque no vean resultados. Algunas se convierten en guías. Una de ellas es santa Teresa de Jesús, cuya fiesta celebramos también en un día como hoy. A ella le tocó vivir en un siglo muy convulso. Tuvo muchas ocasiones para divertirse, para extraviar el rumbo, pero su fuerte experiencia de Dios, no exenta de pruebas y tentaciones, la mantuvo centrada en lo único necesario. Al final, pudo morir como hija de la Iglesia. El Nada te turbe parece un himno escrito para nuestros tiempos agitados. Quizás necesitamos volver una y otra vez sobre él: “Quien a Dios tiene, nada le falta, solo Dios basta”. No hay nada que añadir.