En la mayoría de los
países europeos, el pasado domingo dormimos una hora más. Los relojes “ganaron”
la hora que habían “perdido” el domingo 26 de marzo. La medida de establecer un
horario de verano y otro de invierno se institucionalizó en 1974 a raíz de la
primera crisis del petróleo, cuando algunos países, entre los que se encontraban
España e Italia, decidieron adelantar sus relojes para aprovechar mejor la luz
del sol y gastar menos electricidad en iluminación. Desde 1981 el cambio de
hora se aplica como directiva y cada cuatro años se renueva. A algunas personas les afecta mucho este cambio. Es como si vivieran un pequeño jet lag. Necesitan varios días para adaptarse. Otras, entre las que
me cuento, no percibimos ningún desajuste especial. Es cuestión de no alterar los
hábitos cotidianos. Los dispositivos electrónicos se actualizan
automáticamente. Están programados para estos cambios. Los viejos relojes, sin
embargo, necesitan ser actualizados manualmente. Al hacerlo, uno tiene la
impresión de que juega con el tiempo, de que lo maneja a su antojo, pero no es
más que un espejismo. Entonces recuerda las viejas distinciones aprendidas durante
los años de la filosofía. Una cosa es el inexorable chrónos, y otra el oportuno kairós.
La anécdota del cambio de
hora y de la variedad de husos horarios en el mundo me ha hecho reflexionar
sobre una experiencia cotidiana. ¿Qué pasa cuando tenemos que vivir juntas
personas que nos situamos en una diferente hora vital? Siguiendo la metáfora
del reloj, los jóvenes se encuentran en las diez de la mañana; los adultos en
las primeras horas de la tarde, y los ancianos en las últimas horas de la
jornada. Quien ha vivido ya muchas horas ha acumulado una larga experiencia,
sabe lo que da de sí un día. Quien comienza no sabe lo que le aguarda, aunque
se comporte como si todo el tiempo fuera suyo. Es un milagro que niños,
jóvenes, adultos y ancianos podamos vivir juntos sabiendo que nuestros relojes
marcan horas diferentes. Siempre me ha llamado la atención una frase que suelen
utilizar quienes han superado los 50 años: “En mi tiempo…”. Su tiempo es
también el actual, pero pareciera que uno solo se considera de “su tiempo” cuando
es joven, porque entonces se siente protagonista del presente, mientras que, ya
adulto o anciano, se deja llevar por el ímpetu de las generaciones más jóvenes.
Lo he comprobado con la música. Las canciones que más me gustan son las que
aprendí de joven. Luego, he seguido aprendiendo otras, aunque con menos interés
e intensidad, pero ya no tienen el mismo significado. Ya no forman parte de la “banda
sonora” de mi vida. Son casi sobrantes.
¿Qué decir de los pueblos
y culturas? Los medios de comunicación actuales pueden conectar una aldea
africana, cuyos habitantes sobreviven a base de cultivar la tierra con medios rudimentarios,
y una ciudad europea o americana que organiza la vida mediante complicados
sistemas informáticos. Todos vivimos en 2017, pero nuestros “relojes culturales”
marcan horas muy diferentes. ¿Podemos convivir en el mismo mundo? ¿Podemos
entendernos? Cada persona, cada pueblo, cada cultura posee un reloj que marca
una hora determinada. Algunos se sitúan en las horas del amanecer; otros, en
pleno mediodía; no faltan quienes viven el atardecer o la noche oscura. Lo veo
con mucha claridad en el caso de la Iglesia católica, extendida por todo el mundo.
En África y Asia hay comunidades jóvenes, que viven con el entusiasmo de los
comienzos. En algunos lugares de América y de Asia (por ejemplo, la India) se
vive el esplendor del mediodía. Europa y Norteamérica viven, más bien, un suave
atardecer, incluso una noche cerrada. En algunos casos se barrunta el alba; en
otros, domina todavía la oscuridad. A veces, uno siente la tentación de atrasar o adelantar
el reloj de la historia, creyendo que los tiempos pasados fueron mejores o que
lo serán los venideros. Pero pronto descubre que todas las horas le pertenecen a
Dios, que es su Espíritu quien va moviendo el reloj de la historia, haciendo
que el tiempo no sea una mera sucesión de acontecimientos, sino un camino hacia
el encuentro con él. El tiempo sin Espíritu es algo excesivo. Ya sabemos que los
excesos de pasado, presente y futuro solo producen depresión, estrés y
ansiedad. Pero el tiempo con Espíritu nos da la medida de las cosas. En
relación con el pasado vivimos una memoria agradecida; con el presente, una atención
plena y con el futuro, una esperanza serena. Más allá de la hora que marque
nuestro reloj personal, social o eclesial, éste es siempre “nuestro tiempo”, una oportunidad para acoger la llamada de Dios y responder.