lunes, 30 de noviembre de 2020

Lo llevó a Jesús

No hemos hecho más que empezar el Adviento y ya estamos celebrando la primera gran fiesta, la del apóstol san Andrés. No sabemos mucho de su vida, pero sí lo suficiente como para sentirnos atraídos por ella. Es probablemente el discípulo más viejo de Jesús. Parece que antes siguió a Juan el Bautista. Murió crucificado en Patras, una ciudad griega, en una fecha incierta. Hay un detalle de su vida que me apasiona. Lo cuenta Juan en su evangelio: “Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que oyeron a Juan y siguieron a Jesús; encuentra primero a su hermano Simón y le dice: «Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo)». Y lo llevó a Jesús” (Jn 1,40-42). Andrés ha tenido una experiencia personal de encuentro con Jesús. Debió ser tan atrayente y trasformadora que enseguida siente la necesidad de compartirla con otros. El primero es su hermano Pedro. Ambos son hijos de un tal Jonás de Betsaida. Hasta aquí, nada de particular. Cuando vivimos algo intenso en nuestra vida, todos sentimos la necesidad de compartirlo con alguien. Andrés pudo haber caído en la tentación de haberse convertido en protagonista. Sin embargo, él sabía que no era el centro. Por eso, tras compartir con su hermano la experiencia vivida, “lo llevó a Jesús”. Andrés fue un acompañante, alguien que facilitó el camino.

Me pregunto si quienes decimos que nos hemos encontrado con Jesús sabemos hoy “llevar a Jesús” a quienes viven con nosotros. Las catequesis, homilías y celebraciones que realizamos, ¿llevan a la gente a Jesús? Los libros, revistas, periódicos, programas de radio y televisión, iniciativas en las redes sociales, ¿llevan a la gente a Jesús? Los colegios, hospitales, dispensarios, obras sociales de la Iglesia, ¿llevan a la gente a Jesús? A veces tengo la impresión de que nos entretenemos demasiado en los prolegómenos, de que mareamos demasiado la perdiz, de que hablamos de muchas cosas, pero no tenemos la audacia y la humildad de “llevar a Jesús” a quienes andan buscando. Solemos decir que no hay que precipitar las cosas, que la fe es un itinerario, que es malo quemar etapas, que hay que conceder mucha importancia a las bases humanas… Todo eso es importante, pero lo que de verdad importa es que las personas puedan conocer cara a cara a Jesús, “pasar una tarde con él”, dejarse enamorar e instruir por él. Nosotros – como Andrés – no somos más que testigos, introductores, acompañantes. Si lo olvidamos, estamos frustrando el milagro del encuentro.

Sueño con una nueva misión que consista en “llevar a la gente a Jesús”, que no pierda demasiado tiempo en maniobras de aproximación. Si estamos convencidos de que Jesús es lo que mejor que le puede pasar a un ser humano, ¿por qué tantas prevenciones y miedos? ¿No estará siendo nuestra falta de audacia un signo de orgullo? ¿No nos estamos dando demasiada importancia, como si no fuera posible acercarse a Jesús sino después de haber pasado por nuestras “catequesis preparatorias”? ¿Pensamos que Jesús no sabe llegar al corazón de las personas infinitamente mejor que nosotros con nuestros sofisticados métodos de evangelización? Si de algo adolece el cristianismo actual (sobre todo, el europeo) es de personas que hayan tenido la experiencia personal de encuentro con Jesús, de saberse miradas y queridas por él. Esto es lo que nos cambia por dentro. Todo lo demás puede esperar. Cuando hay encuentro personal con Jesús “a las cuatro de la tarde”, enseguida viene la apertura a la comunidad, la participación en sus encuentros y celebraciones, el compromiso con los pobres, la necesidad de formación, etc. El encuentro con Jesús siempre produce frutos. Cuando lo retrasamos demasiado, corremos el riesgo de que el deseo de verlo naufrague en el mar de las mil preparaciones y dinámicas. Por eso, hoy, último día de noviembre, le pido a san Andrés que nos dé humildad y valentía para no retener demasiado tiempo a la gente alrededor de nosotros, con la excusa de que debemos preparar el encuentro, sino que la llevemos cuanto antes a Jesús. Él se encargará de todo lo demás.

domingo, 29 de noviembre de 2020

Porteros de noche

“El portero de noche” (Il portiere di notte) es una inquietante película de Liliana Cavani estrenada en 1974. Me parece que el Evangelio de este I Domingo de Adviento nos invita también a ser “porteros de noche”, sin que esta vocación tenga nada que ver con la película de la directora italiana, más allá del nombre. Jesús pide al portero de la casa que esté en vela “pues no sabéis cuándo vendrá el dueño”. Lo más probable es que venga de noche y nos encuentre dormidos. Puede llegar en cualquier momento (“al atardecer, o a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer”), pero la noche tiene una especial carga simbólica. Los maestros de Israel enseñaban que había habido cuatro noches en la historia del mundo. Las tres primeras son conocidas: la noche de la creación en la que Dios hace la luz (cf. Gn 1,3); la noche de la alianza con Abrahán (cf. Gn 15) y la gran noche de la liberación de Egipto (cf. Ex 12,42). ¿Cuál es la cuarta? ¡Es la noche, esperada por Israel, en la que Dios intervendrá para crear un mundo nuevo y dar comienzo a su reino! Cuando en el Nuevo Testamento se habla de que el Señor vendrá durante la noche, se refiere a esta cuarta noche. Es, en realidad, nuestra noche, la del tiempo en que nos ha tocado vivir, más preocupado por buscar su propio camino que por hacer la voluntad de Dios.

En esta “noche” debemos estar vigilantes porque el Señor puede hacerse el encontradizo con nosotros en los acontecimientos más insospechados. A todos se nos invita a vigilar, pero hay algunos que están llamados a ser “porteros” de la casa común que es la comunidad cristiana. Son aquellos miembros de los que depende la vida misma de la Iglesia: el anuncio de la Palabra de Dios, la celebración de los sacramentos, el apoyo de los discípulos titubeantes. Estos “porteros” están llamados a comportarse siempre como “hijos de la luz”, nunca como “hijos de las tinieblas”. Deben mantener despiertos también a sus hermanos más débiles, aquellos que corren el peligro de ser engañados por la mentalidad dominante del mundo. No hay muchos hoy que aspiren al puesto de “portero”. Todos preferimos dedicar el tiempo de la noche a descansar, no a estar vigilantes. 

Una de las expresiones más bellas que he leído aplicadas a los religiosos y religiosas es que son “centinelas del Absoluto”. No se espera de ellos que hagan muchas cosas, sino que nos avisen de que el Esposo está a punto de llegar. En uno de los capítulos de la primera temporada de la famosa serie “The Crown”, la niña Lilibeth (la futura reina Isabel II) recibe clases de un tutor del celebérrimo colegio de Eton. En una de ellas, el maestro le explica la diferencia entre “the dignified” (lo digno) y “the efficient” (lo eficiente). Pensando en el futuro que le aguarda a la niña, le advierte de que los reyes representan lo primero, mientras que el gobierno atiende a lo segundo. Ambas dimensiones se necesitan y se apoyan. Los problemas comienzan cuando no se tienen en cuenta las diferencias. Los que hemos profesado como religiosos y religiosas, ¿habremos sucumbido a la tentación del eficacismo (tan cónsono con la cultural ambiental) olvidando nuestra esencial vocación de centinelas? ¿Explicará este desplazamiento algo de nuestra pérdida de identidad y relevancia y de la dificultad de hacer atractiva edsta vocación a las generaciones jóvenes?

Quizás en la Iglesia de hoy hemos dado tanta importancia a la eficacia que hemos olvidado la dimensión de la vigilancia. Necesitamos trabajadores, pero también centinelas. En el trabajo nos sentimos protagonistas y, tarde o temprano, vemos los frutos de nuestro esfuerzo. En la vigilancia, el protagonismo lo tiene el Esposo. Quizá por eso nos cuesto tanto dar a esta dimensión de la vida cristiana su debido valor. Quisiéramos siempre llevar las riendas, comprobar que la fe sirve para algo. Nos cuesta aceptar que somos humildes “porteros de noche”, cuya actividad fundamental consiste en estar atentos, con los ojos abiertos, no en “embotarnos” con nuestras propias acciones. ¡Ojalá el Adviento de este 2020 nos ayude a vigilar con atención para caer en la cuenta de las muchas venidas del Señor! En medio de esta situación oscura que estamos viviendo, de esta noche pandémica, Jesús no deja de visitarnos, de estar a nuestro lado. A veces, se disfraza de médico intensivista o de cuidador de ancianos. Otras veces se sirve de una conversación, un artículo de prensa, una canción, un libro o un paseo para transmitirnos el único mensaje que verdaderamente necesitamos: “No te preocupes. Estoy contigo. Tampoco esta vez se me escapa tu historia de las manos”.



sábado, 28 de noviembre de 2020

El último día

Hoy es el último día del año litúrgico. Mañana comenzará el Adviento.  A diferencia de lo que sucede en el ámbito civil, la liturgia despide el año con gran discreción. La transición entre el final de un ciclo y el comienzo de otro se hace casi de puntillas. El Evangelio de hoy se cierra con una frase un poco misteriosa: “Estad, pues, despiertos en todo tiempo, pidiendo que podáis escapar de todo lo que está por suceder y manteneos en pie ante el Hijo del hombre” (Lc 21,35-36). Esa invitación a “estar despiertos en todo tiempo” y a “mantenernos en pie” resuena con especial fuerza en este extraño momento que nos ha tocado vivir. La pandemia nos está adormilando, está haciendo que vivamos un poco al ralentí, que dosifiquemos nuestros esfuerzos y ahorremos cualquier expresión que vaya más allá de las normas establecidas. 

Nos cuesta mantenernos en pie. Pasamos más horas sentados, no solo físicamente sino quizás también simbólicamente. Es como si, con el paso del tiempo, fuéramos perdiendo las ganas de ponernos en camino. Muchas personas me han dicho que, aunque en sus ciudades o pueblos pueden pasear libremente, lo hacen menos de lo deseable porque se han acostumbrado a vivir recluidas en sus casas. Es como si el miedo al contagio hubiera alterado nuestras rutinas. Nos quejamos de que nos impongan restricciones al libre movimiento, pero, al mismo tiempo, cada vez tenemos menos ganas de movernos. Si pudieran, algunas personas se pasarían una buena parte del día en la cama o, por lo menos, arrellanadas en una butaca. 

El último día del año es una oportunidad para meditar sobre el último día de nuestra vida. Este momento se refiere, ciertamente, a la última jornada de nuestra vida terrena, pero también a ese “último día” en el que Jesús se cruza en nuestra vida. ¡Qué difícil resulta percibir su presencia cuando tenemos el corazón “embotado”, quizá no “con juergas y borracheras” como se lee en el Evangelio de hoy – pero sí “con las inquietudes de la vida”! ¿Cuáles son hoy estas “inquietudes” que nos atrapan y nos hacen perder atención? Quizás se resumen en la tríada salud-dinero-amor, como cantaban hace más de 50 años Cristina y Los Stop

La preocupación por la salud es evidente. La segunda ola de la pandemia está golpeando con fuerza en algunos países y regiones que vivieron con más tranquilidad la primera. A menudo, no se trata de la preocupación por la propia salud, sino por la de nuestros seres queridos. Por más que ya se empiece a hablar de campañas de vacunación, algo nos dice que todo suena un poco precipitado. No acabamos de fiarnos – al menos yo – de unas vacunas diseñadas en tiempo récord, con insuficientes pruebas y sin la posibilidad de saber los previsibles efectos secundarios a medio y largo plazo. La inquietud, pues, permanece y va erosionando un poco la salud psíquica.

La segunda preocupación no se refiere directamente al dinero cuanto al trabajo y a los medios para vivir con dignidad. Todavía no nos hacemos una idea cierta de las consecuencias económicas y laborales que tendremos que vivir en los próximos meses y años. Quienes han perdido el empleo corren el riesgo de perder algo más valioso: la confianza en sí mismos y las ganas de seguir luchando. Muchos negocios han tenido que cerrar. Muchos jóvenes que han terminado sus estudios o su preparación profesional salen al mercado de trabajo en una coyuntura desfavorable. En estas condiciones ¿quién se atreve a hacer planes de futuro, incluyendo el de formar una familia? 

La tercera preocupación tiene que ver con el amor. Entendido en sentido amplio, podemos referirla al mundo de las relaciones. Todas se han visto alteradas de una manera u otra en estos meses: algunas por la excesiva y constante cercanía; otras por la lejanía no deseada. En este clima extraño es muy probable que hayamos descubierto en nosotros reacciones que no conocíamos bien: salidas de tono, repliegues, celos, obsesiones, actitudes egoístas… Jesús nos invita a “estar despiertos” también en este tiempo porque él sigue haciéndose presente. Me pregunto si este “estar despiertos” no coincide con una actitud serena, como la de quien sabe que tormenta no termina antes por más que nos pongamos nerviosos. Ni modorra ni irritación. Permanecer de pie, confiados en que todo pasará y que, mientras llega el día, no podemos renunciar a vivir porque, en el fondo, cada día es siempre el último.

viernes, 27 de noviembre de 2020

Hasta la cocina

De vez en cuando me preguntan cómo hago para escribir las entradas diarias de este blog. Suelo responder que no tengo ningún plan sistemático. Me dejo llevar por los reclamos de cada día y por las musas de la inspiración. Puedo pasar de un comentario sobre un texto bíblico a una reflexión sobre el huracán ETA o la muerte de Maradona. En el mundo académico es necesario proceder con orden. Pero este no es un blog académico, sino un diario de navegación. Cansado de redactar informes de todo tipo para mi trabajo, de responder a prioridades que otros fijaban, me decidí a abrir un espacio de comunicación en el que no hubiera más limitaciones que las impuestas por la imaginación y el respeto a los demás. Durante los años pasados no siempre me fue fácil mantener el hábito de escribir una entrada diaria. A menudo, el hecho de tener que viajar mucho por todo el mundo producía un doble efecto: por una parte, me brindaba nuevos y sugestivos estímulos para escribir; pero, por otra, no siempre resultaba fácil encontrar el tiempo y el lugar adecuados para hacerlo. Por eso, los aeropuertos fueron con mucha frecuencia los mejores lugares para teclear algunas reflexiones rápidas. 

Este año 2020, dominado casi desde el principio por la pandemia de Covid-19, me ha obligado a permanecer casi todo el tiempo en Roma. Esto ha hecho que escribir en el blog se haya convertido en una rutina doméstica. Quizá así gano en serenidad, pero pierdo la chispa que proporciona el conocimiento directo de nuevos lugares y personas. Hoy quiero contar a grandes rasgos cómo procedo. Os invito a entrar en la cocina donde se prepara el desayuno digital diario. 

Normalmente, me siento ante el ordenador de mi oficina a eso de las 8 de la mañana, después de haber orado solo y en comunidad, celebrado la Eucaristía, desayunado y echado un vistazo a algunos periódicos digitales.  Suelo dedicar entre 40 minutos y una hora (dependiendo del tema) a escribir el texto, buscar algunos enlaces a páginas aclaratorias e ilustrarlo con tres o cuatro imágenes y, en ocasiones, algún vídeo. En torno a las nueve suele estar ya publicado. Luego, tengo que añadir las conexiones a mis cuentas de Twitter y Facebook. Si no lo hiciera, muchos lectores no accederían a él. De hecho, un gran porcentaje lo hace desde Facebook. La entrada de los domingos suelo colgarla el sábado por la tarde, de modo que se active automáticamente a medianoche. 

Si tengo claro lo que quiero decir, no tardo mucho en dar forma a las entradas diarias. Si estoy un poco confuso, entonces me peleo con las ideas y las palabras. Hay temas que me rondan por la cabeza durante varios días hasta que les doy salida. Son fruto de un proceso lento de elaboración. A veces me vienen sugeridos por los comentarios de algunos lectores o amigos. Otros nacen después de leer los periódicos del día. Siempre hay alguna noticia que me llama la atención y provoca un comentario. Procuro encontrar el ángulo que permita la conexión con la fe cristiana. Lo más importante no es el tema, sino la perspectiva. Da igual que se trate de hablar de un cuadro, un personaje famoso, un acontecimiento reciente o un documento del Papa. 

Procuro meterme en la piel de quien lo va a leer. Hago un esfuerzo por ser claro y no multiplicar inútilmente las palabras. Y no olvido el consejo del escritor Charles Péguy cuando hablaba de una revista que él dirigía. Desde su experiencia, para tener un mínimo de aceptación, toda publicación periódica (y este blog lo es) debe dejar siempre insatisfecho al 25% de sus potenciales lectores… con tal de que ese 25% no sea siempre el mismo. Soy consciente de que no todos los temas y puntos de vista suscitan el mismo interés y obtienen la misma aceptación. Los lectores son muy diversos y viven en contextos diferentes. Mi perspectiva suele ser siempre europea porque vivo en Europa, pero procuro abrirme a todos los continentes, sobre todo a América, donde sé que hay un alto porcentaje de amigos y lectores. Por otra parte, no pretendo en absoluto que los amigos de este Rincón sintonicen con lo que escribo. Me conformo con que las entradas de cada día los estimulen a elaborar su propio pensamiento.

Podría adoptar un estilo más académico o literario, pero sé que a muchos les resultaría indigesto. He optado por la ligereza. Espero que esta ligereza no sea sinónimo de superficialidad, sino de agilidad. Como indico en la presentación que aparece en la columna de la derecha de la portada del blog, lo que escribo cada día procuro “hacerlo desde mi fe en Jesús de Nazaret a quien he consagrado mi vida”. No lo oculto. Soy un misionero que ha hecho del Evangelio su referencia vital. Como he encontrado en él un camino que me da sentido, quiero compartirlo con quienes libremente se sientan atraídos. No pretendo imponer nada a nadie. Quiero dialogar con quienes siguen buscando. Soy consciente de que la mayoría de los lectores del Rincón son también cristianos, pero no excluyo que haya lectores de otras religiones o incluso agnósticos y ateos. 

Por diferentes que sean nuestras posturas ante el Misterio, hay algo que nos acomuna: nuestra condición de seres humanos. Todos, de maneras muy diversas, nos sentimos atraídos por la verdad, la bondad y la belleza. Cualquier camino que nos abra a estas grandes dimensiones nos va uniendo en niveles muy profundos, aunque no nos demos cuenta. Frente al exceso de datos y de propaganda que hoy vivimos en esta sociedad de la información, sigo creyendo en la capacidad de los seres humanos para pensar con libertad y responsabilidad. Por eso, me siento al ordenador cada mañana y me atrevo a suscitar un diálogo abierto. Gracias a todos por estar ahí. ¡Uy! No he dicho nada ni del Thanskgiving Day (ayer) ni del Black Friday (hoy). Está claro que no vivo en este mundo. 

jueves, 26 de noviembre de 2020

Un dios menor

Pocos días se produce tal unanimidad en las portadas de los periódicos de todo el mundo. Hoy la mayoría hablan de la muerte de Diego Armando Maradona, del hombre que hizo un país, de la conmoción mundial que ha producido su desaparición, de la invencibilidad que sintieron los napolitanos cuando el Pibe de Oro jugaba en su equipo, de que Diego ha sido mucho más que un futbolista. Abundan las expresiones de tipo religioso aplicadas al genial jugador. John Carlin, tan futbolero él, escribe en La Vanguardia una columna titulada “Maradona, el inmortal”Se habla de que Maradona ya es eterno y de que es el Paraíso. Por lo tanto, no debemos discutir a dios, sino venerarlo como a un santo, que es lo que ya han empezado a hacer en Nápoles. Otros prefieren llamarlo “profeta pagano de la desmesura”. Hay alguno que va más lejos y lo llama “la droga de Dios”Se multiplican los titulares elogiosos e hiperbólicos en un esfuerzo por encontrar las palabras que hagan justicia a una emoción superlativa. Casi todos pasan por alto sus miserias aplicando un curioso principio: “No lo juzgues por su vida, sino por lo feliz que hizo la tuya”

Confieso que no salgo de mi asombro. Sabía que el fútbol se ha convertido desde hace décadas en una “religión” sustitutiva. Sabía que a los mejores jugadores del deporte rey se les aplican calificativos como “estrella”, “astro”, “crack”, “ídolo” e incluso “dios”. En el caso de Maradona se jugaba con el nombre de Dios y el número 10 de su camiseta para formar una especie de marca personal que lo hiciera reconocible en todo el mundo: D10S. Lo que me cuesta entender es la mitomanía que se ha desplegado con motivo de su muerte imprevista. Sé que algunos aficionados no me perdonarán esta distancia emocional, pero  me siento obligado a compartir lo que pienso para honrar con mesura la muerte de este hombre, de este hijo de Dios.

Diego Armando Maradona ha sido un futbolista extraordinario; para algunos, el mejor de la historia. Pero, por encima de sus genialidades con la pelota, ha sido un ser humano frágil. Y, como tal, ha estado expuesto a muchos contrastes e incluso contradicciones. Quizá por eso ha sido tan querido, porque se lo ha visto como un dios sucio, pecador, el más humano de los dioses, en palabras del escritor uruguayo Eduardo Galeano. Cualquier persona podía reconocerse en sus miserias y excentricidades mientras aspiraba a poseer algo de su ingenio y generosidad. Nacido en un ambiente pobre, ha muerto a los 60 años con una gran fortuna difícil de cuantificar y repartir. Miembro de una familia numerosa, él mismo ha tenido por lo menos cinco hijos de relaciones distintas, aunque le ha sido imposible formar una familia estable. Elevado a lo más alto de la fama por legiones de seguidores en todo el mundo (sobre todo, en su Argentina natal, en el resto de Latinoamérica y, no digamos, en Nápoles), descendió al abismo de la depresión a causa del consumo de drogas y de una vida muy desequilibrada. Atleta ágil y fuerte, llegó a alcanzar los 120 kilos de peso en los momentos en los que se abandonó a su suerte. Ejemplo para muchos chicos humildes que aspiran a abrirse camino a través del deporte, fue detenido y encarcelado en más de una ocasión. Parece claro que sus entornos no siempre fueron los más aconsejables. 

Es verdad que ha hecho soñar a quienes aman el fútbol, pero, por sugestivo que sea su perfil deportivo, no podemos olvidar el inmenso precio pagado. El peso de la “corona” ha sido más fuerte que su capacidad para gestionarla. No es que sus admiradores sean responsables morales de sus desgracias, pero cuando un ser humano es encumbrado por encima de lo razonable, cuando le exigimos que nos haga soñar todas las semanas por encima de la mediocridad de la vida, lo estamos obligando a vivir algo para lo que muy pocas personas (quizás ninguna) están preparadas. Estamos deshumanizándolo, que es lo mismo que decir “matándolo poco a poco”. En el fondo, una “adoración” excesiva, hiperbólica, prepara el camino para una “caída” inevitable. Son tantos los casos entre los famosos que deberíamos aprender la lección para no seguir cometiendo los mismos errores. ¿Qué necesidad hay de pasar de la admiración a la adoración? ¿Por qué hacer de un ser humano, por genial que resulte en su especialidad, un ídolo? ¿Le estamos haciendo un favor o, más bien, lo estamos condenando a ser lo que no es, a satisfacer unas expectativas que exceden con mucho las capacidades humanas? En el fondo, toda idolatría tiende a ocupar el lugar de una religión inexistente o debilitada. No es, pues, extraño que la proliferación de “ídolos”, tanto en el mundo del deporte como en el de la música y el cine, coincida con un debilitamiento de la fe en Dios.

La vida de Maradona me parece una parábola de lo que puede sucedernos a cualquiera de nosotros cuando perdemos las coordenadas que nos orientan en la singladura de la vida. Por eso, yo experimento hacia él más compasión que admiración. Ya sé que las desgracias del jugador argentino, su “descenso a los infiernos”, añaden ese plus de excentricidad que se necesita para convertir a alguien de carne y hueso en un personaje de leyenda, pero no deja de parecerme una triste realidad. Maradona hubiera vivido probablemente otro tipo de vida si, en vez de ser idolatrado por masas necesitadas de mitos y rodeado por algunos personajes carroñeros, hubiera sido reconocido por su excelencia futbolística como es reconocido un buen médico, un buen panadero, un buen músico o un buen profesor. Que los demás valoren lo que hacemos nos ayuda a progresar en la vida. Que nos proyecten a la estratosfera es el mejor modo de condenarnos a una caída inevitable. Diego Armando Maradona fue un futbolista extraordinario que hizo felices a millones de personas que disfrutan con el fútbol, pero fue, sobre todo, un ser humano que tenía todo el derecho del mundo a ser tratado como tal y no como D10S. De esta manera, es probable que hubiera llevado una vida mucho más feliz. Si le hubieran ayudado a ser persona, no tendría que haberse sentido obligado a presentarse como un personajeDescanse en paz.



miércoles, 25 de noviembre de 2020

¿Por qué se salen?

Un antiguo compañero de estudios, el franciscano Lluis Oviedo, acaba de publicar en el último número de la revista CONFER un artículo titulado Crisis de fidelidad en la vida consagrada: motivos y factores implicados. A lo largo de dieciséis páginas, va desgranando las conclusiones a las que llega después de analizar los resultados de un estudio encargado por la Conferencia de Religiosos de España (CONFER) sobre los abandonos en la última década. Creo que a algunos lectores de este Rincón les puede interesar qué está pasando en el ámbito de la vida consagrada. Según ese estudio, que recoge 419 casos de abandono, el principal motivo de los varones para abandonar los institutos de vida consagrada está relacionado con problemas afectivos (49,7). En el caso de las mujeres, este motivo afecta solo a tres de cada diez religiosas. Para ellas, el motivo fundamental para abandonar es la insatisfacción (33,7%). Estos porcentajes globales se desglosan luego en categorías más específicas. Los varones que dejan sus institutos reconocen que su salida obedece a inmadurez personal (27,5%), insatisfacción (24,8%), conflictos con los superiores (21,5%), problemas psicológicos (11,4%), crisis de fe (10,7%), homosexualidad (8,7%) y problemas de convivencia (6,7%). En el caso de las mujeres, los abandonos se relacionan, sobre todo, con conflictos con las superioras (24,0%), inmadurez personal (21,7%), problemas psicológicos (20,2%), problemas de convivencia (20,2%), crisis de fe (13,1%) y homosexualidad (3,0%). Detrás de estos porcentajes, hay personas de carne y hueso, con nombres y apellidos, que en algún momento de sus vidas pensaron que podían orientarse hacia la vida religiosa como forma de seguir a Jesús. Tomaron una decisión que, luego, por diversos motivos, han considerado que no era la correcta.

Si algo he aprendido después de casi 45 años como religioso es que tenemos que ser muy respetuosos con los itinerarios vitales de las personas y con sus decisiones. Es probable que algunas nos extrañen o incluso nos disgusten, pero no somos dueños de las vidas de otras personas ni podemos interferirnos entre ellas y Dios. Por otra parte, no hay dos casos iguales, por más que las estadísticas los engloben por categorías. Cada persona se enfrenta a desafíos únicos. No es justo generalizar. Cuento entre mis mejores amigos y amigas con algunas personas que durante un tiempo pertenecieron a algún instituto de vida consagrada y luego, por razones diversas, decidieron abandonarlo. En la mayoría de los casos, estas decisiones fueron el fruto de un largo proceso de discernimiento; en otros, el resultado de situaciones insostenibles. Me parece que algo parecido sucede con quienes deciden romper su matrimonio y emprender una nueva relación. En el pasado, estos cambios de rumbo en la vida se interpretaban pura y llanamente como traiciones o deserciones. De alguien que había dejado el sacerdocio o la vida religiosa se solía decir que “había colgado los hábitos”. La metáfora resultaba cruel porque en ese “cuelgue” se simbolizada el ahorcamiento de la propia vocación. Muchas personas tuvieron serios problemas después para reintegrarse en la vida social a causa de la incomprensión de sus antiguos hermanos o hermanas de Congregación y en muchos casos también de sus familiares y amigos.

Hoy vivimos un clima más tolerante porque comprendemos la vida de manera más dinámica, como un continuo proceso de discernimiento. Es probable que muchas personas sigan emitiendo juicios duros en su foro interno (porque se consideran hasta cierto punto “engañadas” por quienes habían prometido públicamente fidelidad a Dios en un determinado estilo de vida y luego se desdicen), pero, en general, hay una actitud más comprensiva en el foro externo. Siempre se invoca una frase que suele ponerse en labios de los padres: “Para ser un mal religioso o una mala religiosa, es mejor que te salgas”. Quizá la mayor conciencia de nuestras fragilidades personales nos hace más comprensivos con los demás, sin que esto signifique que no demos importancia a las decisiones o que no creamos en la fuerza de la profesión religiosa, o en la sacramentalidad del sacerdocio o del matrimonio.

No quisiera sacar conclusiones precipitadas de un estudio parcial, pero toda salida suele obedecer a problemas personales (falta de discernimiento previo, inmadurez, desajustes de diverso tipo) e institucionales (deficiente acompañamiento, vida comunitaria pobre, abusos de diverso tipo, etc.). Por eso, constituye una fuerte invitación a revisar nuestras formas de vivir y proceder. Aprendemos de la experiencia. No hay que dar nada por supuesto. Por otra parte, quienes salen no se convierten en “extraños” (y mucho menos en “apestados”, como pudo suceder en otros tiempos), a menos que ellos voluntariamente quieran situarse en esa condición. No se pueden echar por tierra el carisma compartido durante años y los vínculos creados.

¿Qué hacen quienes dejan los institutos religiosos? Según este estudio (que se refiere - no lo olvidemos - solo a la última década), en el caso de los varones, el 15,4% está casado, el 12,8% comprometido, el 8,1% vive con su familia, el 22,8% vive solo, el 20,1% se ha insertado en el clero diocesano y del 20,8% no se sabe nada. En el caso de las mujeres, el 10,9% se ha casado, el 7,1% se ha comprometido, el 22,1% vive con su familia, el 39,0% vive sola y del restante 21,0% no se sabe nada. Algunas congregaciones no quieren saber nada de las personas que han abandonado sus filas, sobre todo si la salida se ha producido en condiciones un poco traumáticas. Pero abundan los casos en que las personas que han salido colaboran muy activamente en las obras del propio instituto o de otros, combinando la sabiduría adquirida durante su tiempo en la vida religiosa con las nuevas posibilidades de la vida secular. Me parece que, salvo casos excepcionales, este es el camino mejor. Todos podemos salir ganando si nos ayudamos a vivir nuestras opciones y a realizar una verdadera “misión compartida”. 

martes, 24 de noviembre de 2020

Un ciclón de solidaridad

Mi primer viaje a Centroamérica se produjo en julio de 1994. Durante los mes de julio y agosto visité dos países: Honduras y Panamá.  Guardo un recuerdo imborrable de aquella visita, pero, sobre todo, la impresión de que la solidaridad es más fuerte que las catástrofes naturales y que la violencia humana que a menudo golpean la zona. Después, he viajado a la región en numerosas ocasiones. He tenido la oportunidad de visitar todos los países centroamericanos, desde Panamá hasta Belice. Quizá por eso he sentido muy de cerca lo que estos países han padecido en las últimas semanas. Honduras, concretamente, se ha visto afectada por ambos fenómenos: la destrucción natural y la solidaridad humana. A la injusticia estructural, la inestabilidad política crónica y la violencia de las maras callejeras, se ha añadido en las últimas semanas el impacto de un par de huracanes que llevan el nombre de dos letras griegas: ETA (en la primera mitad de noviembre) y IOTA (del 13 al 18 de noviembre), que alcanzó la categoría máxima de 5. Este último huracán provocó vientos de hasta 260 kms/h. y un reguero de más de 50 muertos, sobre todo en Nicaragua y Honduras. Miles de personas han perdido sus casas, cosechas y pertenencias. Como casi siempre, los más afectados son los pobres, que malviven en zonas fácilmente inundables. 

Si fuerte ha sido el impacto de estos huracanas en un año especialmente duro, no menos ha sido el ciclón de solidaridad que se ha puesto en marcha. Países como El Salvador se han volcado en la ayuda a sus vecinos. A la solidaridad local y regional se ha añadido la solidaridad internacional. Muchas organizaciones, entre ellas la Fundación Proclade, promovida por los Misioneros Claretianos, se han puesto manos a la obra. A través de la plataforma Mi grano de arena, la Fundación Proclade canaliza concretamente la ayuda a los países más afectados. [En el enlace anterior se explica cómo colaborar].

Este año 2020 estamos tan secuestrados emocional y económicamente por la pandemia de Covid-19 que ya casi no nos quedan fuerzas para prestar atención a otros fenómenos que siguen sucediendo en el mundo. Y, sin embargo, continúan abiertos problemas crónicos como el hambre, la desnutrición, la trata de personas, las migraciones, la contaminación ambiental… y los desastres naturales. Estos últimos no son fácilmente evitables, pero sí podemos mitigar sus consecuencias a través de la solidaridad de todos. En este Rincón nos hacemos eco de estas realidades porque no hay una genuina experiencia de fe si cerramos los ojos y los oídos a lo que está pasando. Es verdad que corremos el riesgo de volvernos insensibles. Los medios de comunicación nos bombardean con tantas desgracias que fácilmente superamos el umbral de tolerancia. Cuando esto sucede, ya nos da casi igual que mueran 100 o 1000 personas, que haya uno o veinte huracanes. 

Cuando las cosas suceden lejos es más fácil caer en la tentación de la insensibilidad: “Ojos que no ven, corazón que no siente”. Pero cuando suceden cerca, como es el caso de la pandemia de Covid-19, entonces la reacción es muy distinta. Creo que una responsabilidad de los que somos misioneros es hacer que lo “lejano” resulte “cercano” mediante la narración de historias vividas en primera persona, con nombres y rostros concretos. Algunos de mis hermanos y hermanas claretianos están acompañando a muchas de las víctimas de estos huracanes. El obispo de san Pedro Sula, una de las ciudades hondureñas más afectadas, es el claretiano Ángel Garachana. También él ha dirigido un mensaje de solidaridad a las personas afectadas y se ha puesto al frente de las tareas de ayuda y reconstrucción.

En Europa no estamos acostumbrados a grandes desastres naturales. Es verdad que de vez en cuando se producen algunos terremotos (hace un par de días celebramos, por ejemplo, el 40 aniversario del terremoto de Irpinia, Italia, que causó casi 3.000 muertos) o inundaciones, pero, por lo general, no son comparables a las desgracias que regularmente azotan Centroamérica o algunos países del sudeste asiático. Tras los enormes desastres de las dos guerras mundiales y de la guerra civil española, nos hemos acostumbrados a vivir seguros. No olvido que el terrorismo nacional o internacional ha golpeado a la mayoría de nuestros países, pero no hasta el punto de alterar nuestro estilo de vida. Por eso, necesitamos un especial esfuerzo para ponernos en la piel de quienes viven casi siempre en situaciones de desgracia. 

Hay un par de preguntas que siempre nos ayudan: ¿Cómo me sentiría yo si estuviera viviendo lo que viven estas personas? ¿Cómo me gustaría ser ayudado para poder ayudar? No se trata de tanto ni solo de compartir algo de lo que nos sobra, sino de hacernos cargo del sufrimiento ajeno, de sentirlo como propio y de expresar nuestra cercanía. Solo desde una actitud empática tiene sentido la ayuda económica y cualquier otra contribución que ayude a paliar los desastres. La espiritualidad de la solidaridad nace de una íntima conciencia de la fraternidad universal que tanto ha subrayado el papa Francisco en la encíclica Fratelli tutti. No ayudamos a los demás porque podemos permitírnoslo o para tranquilizar nuestra conciencia, sino porque formamos parte del mismo cuerpo, de la misma familia humana.


lunes, 23 de noviembre de 2020

Hambre de piel

Creo que todos o la mayoría de nosotros echamos de menos los apretones de manos, los besos y los abrazos en estos tiempos de penitencia pandémica. Es como si nos faltara algo esencial a lo que estábamos acostumbrados, más en los países latinos que en los anglosajones, dicho sea de paso. Lo que quizá no todos sabíamos es que este ayuno afectivo daña la salud. El tacto es un sentido clave para la vida humana. Su carencia debilita el sistema inmunitario, influye negativamente en el ritmo cardíaco, la presión sanguínea y los niveles de hormonas del estrés y el amor. Lo dicen los entendidos, pero quizás ya lo habíamos sospechado al comprobar cómo en estos meses hemos ido perdiendo la alegría de vivir. No basta con las relaciones virtuales, a distancia. Por grosero que pueda sonar, necesitamos tocarnos, delimitar el espacio de cada persona, tomar conciencia de que existe. Sin cuerpo tangible, acabamos convirtiéndonos en un holograma de nosotros mismos. Parece que en los próximos meses podremos acceder a una vacuna que nos proteja contra el virus, pero no será suficiente. Necesitaremos además un complejo vitamínico BAC: besos, abrazos y caricias. Lo van a necesitar, sobre todo, los niños y los ancianos, que han sido privados de él durante demasiado tiempo. Necesitaremos derramar lágrimas y saltar de alegría, dar rienda suelta a nuestros sentimientos. Parece que padecemos una insoportable hambre de piel.

Que escriba estas cosas una persona que ha prometido vivir el celibato puede resultar extraño, si no escandaloso. El verbo “tocar” tiene también claras connotaciones eróticas y sexuales. Y, sin embargo, soy seguidor de un Maestro célibe que pasó por el mundo “tocando” y “sanando”. Los Evangelios están repletos de escenas en las que Jesús acorta las distancias y “toca” a las personas. No se comporta como un soberano que se limita a dar órdenes. Practica la pastoral de la proximidad. Jesús toca y permite que lo toquen. Examinemos, en primer lugar, algunos textos en los que la gente quiere tocar a Jesús porque sabe que desprende una energía sanadora.

Mateo 9,20: “Y he aquí, una mujer que había estado sufriendo de flujo de sangre por doce años, se le acercó por detrás y tocó el borde de su manto”.

Marcos 5,27: “Cuando oyó hablar de Jesús, se llegó a él por detrás entre la multitud y tocó su manto”.

Mateo 9,21: “Pues decía para sí: Si tan sólo toco su manto, sanaré”.

Marcos 5,30: “Y enseguida Jesús, dándose cuenta de que había salido poder de Él, volviéndose entre la gente, dijo: ¿Quién ha tocado mi ropa?”.

Lucas 8,45-46: “Jesús dijo: ¿Quién es el que me ha tocado? Mientras todos lo negaban, Pedro dijo, y los que con él estaban: Maestro, las multitudes te aprietan y te oprimen. Pero Jesús dijo: Alguien me tocó, porque me di cuenta que de mí había salido poder”.

Lucas 6,19: “Y toda la multitud procuraba tocarle, porque de Él salía un poder que a todos sanaba”.

Mateo 14,36: “Y le rogaban que les dejara tocar siquiera el borde de su manto; y todos los que lo tocaban quedaban curados”.


Recordemos ahora otros textos en los que es Jesús quien toca a las personas, sobre todo a los enfermos y a los niños:

Marcos 8,22: “Llegaron a Betsaida, y le trajeron un ciego y le rogaron que lo tocara”.

Lucas 18,15: “Y le traían aun a los niños muy pequeños para que los tocara, pero al ver esto los discípulos, los reprendían.

Marcos 10,16: “Y tomándolos en sus brazos, los bendecía, poniendo las manos sobre ellos”.

Marcos 7,33: “Entonces Jesús, tomándolo aparte de la multitud, a solas, le metió los dedos en los oídos, y escupiendo, le tocó la lengua con la saliva”.

Mateo 8,3: “Y extendiendo Jesús la mano, lo tocó, diciendo: Quiero; sé limpio. Y al instante quedó limpio de su lepra”.

Mateo 9,29: “Entonces les tocó los ojos, diciendo: Hágase en vosotros según vuestra fe”.

Mateo 20,34: “Entonces Jesús, movido a compasión, tocó los ojos de ellos, y al instante recobraron la vista, y le siguieron”.

Cada uno de nosotros tenemos una energía que puede curar a los demás a través de las expresiones corporales. El amor acaba haciéndose concreto en las terminaciones nerviosas de nuestros dedos. Si queremos que una persona se muera antes de tiempo, quitémosles las expresiones de afecto. Es verdad que todos necesitamos oxígeno y alimentos, pero también caricias, besos y abrazos. Por eso, es tan cruel esta pandemia. No solo porque ha segado las vidas de miles de personas, sino porque a todos nos ha dejado con hambre de piel, que es como decir, con hambre de amor. Nos ha impedido curarnos mutuamente a base de esas vitaminas que todos podemos compartir con los demás. Quizás estamos pagando un precio que ni siquiera sabemos calcular. Os invito a recrearos con el vídeo de Salomé Arricibita que pongo a continuación. Se titula precisamente “Me tocas”.



domingo, 22 de noviembre de 2020

El juicio empieza ahora

Estamos llegando al final del año litúrgico. Esta última semana comienza con la solemnidad de Cristo Rey. El Evangelio de hoy nos resulta muy familiar, aunque no estoy seguro de que siempre lo interpretemos bien. Jesús, partiendo de la práctica de los pastores palestinos que, llegada la noche, separaban las cabras (puestas a cubierto) de las ovejas (más resistentes al frío), nos habla del modo como tenemos que comportarnos en esta vida. No es una parábola, sino una escena de juicio. Normalmente la aplicamos al “juicio final”. La historia de la teología, de la espiritualidad y del arte occidental están llenas de consideraciones sobre este momento supremo. ¿Quién no ha escuchado alguna vez el sobrecogedor Dies irae del célebre Requiem de Mozart? [Por cierto, para saber con un toque de humor de dónde viene esto, se puede ver el vídeo Dies Irae: un meme musical del siglo XIII]. ¿O quién no recuerda el impresionante fresco del Juicio Final pintado por Miguel Ángel en la Capilla Sixtina? Es probable que, asombrados/asustados por estas creaciones artísticas, nos cueste mucho entender lo que Jesús nos quiere decir en el Evangelio de hoy (cf. Mt 25,31-46). Para empezar, se habla del “hijo del Hombre” (v. 31) y enseguida del “rey” (v. 34) y, más adelante, del “señor” (vv. 37.44). Son títulos referidos a Jesús que reflejan la conciencia que la Iglesia tiene de la identidad de su Maestro. Pues bien, ¿qué cosa tan importante quiere decirnos este Jesús-Hijo del Hombre-Rey-Señor? La respuesta es sencilla y muy comprensible: que la vida es un bien demasiado precioso como para desperdiciarla con opciones equivocadas.

La desperdiciamos cuando dedicamos nuestro tiempo a buscar solo nuestros intereses, nuestro prestigio, nuestro placer y nuestra seguridad. La salvamos cuando hacemos todo lo posible por socorrer a seis categorías de personas que, en el fondo, simbolizan todas las necesidades humanas: hambrientos, sedientos, forasteros, desnudos, enfermos y encarcelados. La Iglesia, en sus conocidas “obras de misericordia corporales”, añade una más: los difuntos. No contenta con eso, habla de otras siete “obras de misericordia espirituales”. No hace falta que nos juzgue nadie desde fuera. Según la actitud que tomamos ante las personas necesitadas, nos estamos juzgando a nosotros mismos. Esta enseñanza se encuentra también en otras tradiciones éticas y religiosas de la humanidad. La gran sorpresa de las palabras de Jesús es que él se identifica con los hambrientos, sedientos, forasteros, desnudos, enfermos y encarcelados. Es como ese rey de nuestros cuentos infantiles que, para conocer mejor cómo viven sus súbditos, se disfraza de panadero, herrero o mendigo y así, sin ser reconocido, experimenta de cerca su género de vida. Jesús no necesita disfrazarse ni jugar a ser necesitado. Lo es de verdad. La prueba de que se trata de un rey muy extraño es que, lo que leemos a continuación es esto: “Cuando acabó Jesús todos estos discursos, dijo a sus discípulos: «Sabéis que dentro de dos días se celebra la Pascua y el Hijo del hombre va a ser entregado para ser crucificado».” (Mt 26,1-2). ¿Qué “rey” se deja entregar y crucificar por amor?

En el contexto de las sociedades secularizadas, hemos insistido tanto en la necesidad de recuperar la fe (creer en Dios, creer en Jesús, creer en la Iglesia) que tal vez hemos olvidado que el juicio definitivo, el más radical, no se juega en el “aula de la fe”, sino en el “ancho campo del amor”. Lo que más importa no es decir “Señor, Señor” (es decir, confesar con nuestros labios que creemos en Jesús), sino hacer su voluntad. Y su voluntad es que lo socorramos a él cuando es una persona hambrienta, sedienta, forastera, desnuda, enferma o encarcelada. Por eso, este “juicio último”, que se está verificando cada día en nuestras vidas, está cuajado de sorpresas. Ni están todos los que son, ni son todos los que están. Recuerdo que hace ya muchos años se hizo popular una canción que parafraseaba el Evangelio de hoy en términos que a algunos les resultaban escandalosos. Seguro que muchos lectores del Rincón la recuerdan:

Con vosotros está y no lo conocéis 
con vosotros está, su nombre es El Señor. 

Su nombre es el Señor y pasa hambre 
y clama por la boca del hambriento, 
y muchos que lo ven pasan de largo, 
acaso por llegar temprano al templo. 

Su nombre es el Señor y sed soporta 
y está en quien de justicia va sediento, 
y muchos que lo ven pasan de largo, 
a veces ocupados en sus rezos. 

Su nombre es el Señor y está desnudo, 
la ausencia del amor hiela sus huesos, 
y muchos que lo ven pasan de largo, 
seguros y al calor de su dinero. 

Su nombre es el Señor y enfermo vive 
y su agonía es la del enfermo, 
y muchos que lo saben no hacen caso, 
tal vez no frecuentaba mucho el templo. 

Su nombre es el Señor, y está en la cárcel, 
está en la soledad de cada preso, 
y nadie lo visita y hasta dicen: 
tal vez ese no era de los nuestros. 

Su nombre es el Señor, el que sed tiene. 
Él pide por la boca del hambriento, 
está preso, está enfermo, está desnudo; 
pero él nos va a juzgar por todo eso.

sábado, 21 de noviembre de 2020

El bien común

Bill Gates dice que en la etapa post-Covid viajaremos menos, trabajaremos más en casa y disminuiremos nuestras relaciones sociales. No estoy seguro de que me guste el estilo de vida que viene. Estoy experimentado ya sus límites, aunque reconozco algunas ventajas. Quizás contaminaremos menos y dispondremos de más tiempo para nosotros. Me temo, sin embargo, que, si ya estábamos enfermos de individualismo, el paso siguiente puede ser un solipsismo suicida. Mientras nos vamos preparando para esa etapa, que no sabemos cuándo llegará ni qué rasgos tendrá, en mi país aprueban, con celeridad, pandemitis y arrogancia, la octava ley de educación del tiempo de la democracia (una media de una cada cinco años). No durará mucho. Como no sabemos ponernos de acuerdo para hacer una ley de calidad que sea fruto del consenso, el próximo gobierno se encargará de cambiarla. Me temo que el resultado serán generaciones un poco erráticas que tendrán que salir a flote “a pesar de” la educación recibida y no como fruto de ella. 

Me adherí digitalmente a un manifiesto contra la llamada ley Celaá, pero me parece que ha servido de poco. ¿Tan difícil es escuchar las demandas de la sociedad, imaginar metas a largo plazo y consensuar el camino? ¿Tan difícil es encontrar un espacio común entre el estatalismo propugnado por la extrema izquierda (que tiende a confundir lo público con lo estatal, la patria con el estado) y el liberalismo extremo propugnado por cierta derecha (que tiende a confundir la libertad individual con el dominio del más privilegiado)? ¿No hemos tenido suficiente con las experiencias pasadas? Me parece que a la Iglesia no le toca echarse en manos de ninguno de los extremos (ni siquiera de aquellos que dicen defenderla), sino abogar por un proceso de discernimiento colectivo que vaya más allá de los prejuicios y proceda de la manera más objetiva posible. Se ha avanzado mucho en las ciencias de la educación como para hacer prevalecer los intereses políticos por encima de los criterios pedagógicos.

Confieso que estas cosas me indignan, pero no lo suficiente como para hacerme perder la confianza en que, precisamente a través de la educación, es posible preparar generaciones más ecuánimes, dialogantes y con un sentido más desarrollado del bien común. Me duele que, en un país como España, que cuenta con personas valiosas en las diversas áreas del conocimiento, se aprueben leyes basadas solo en la aritmética parlamentaria. Es el mejor modo de crispar los ánimos, asegurar su corta vigencia y estimular la preparación de una nueva ley que correrá una suerte parecida. ¿Quiénes pagan el precio de tantos disparates? Ciertamente, la comunidad educativa (alumnos, padres, profesores, personal auxiliar), pero también toda la sociedad porque, en vez de contar con una escuela que prepara ciudadanos libres y responsables, corre el riesgo de encontrarse con jóvenes erráticos, manipulables, irresponsables y polarizados. 

Es probable que esté cargando un poco las tintas, pero conozco algo cómo funcionan las técnicas “gramscistas” (de Antonio Gramsci -1891-1937-, teórico marxista) de ingeniería social. Me parece que Unidas Podemos y un sector del PSOE no andan muy lejos, aunque no sé si todos han leído al filósofo y sociólogo italiano. Una de las críticas que desde estos sectores se dirige a las escuelas de la Iglesia (concertadas o no) es que, en vez de fomentar el pensamiento crítico, promueven el “adoctrinamiento cristiano”. Suena a prejuicio decimonónico. Si así fuera, no se entendería que, por desgracia, muchos de los estudiantes de las escuelas católicas (incluyendo algunos líderes políticos actuales que en su día las frecuentaron) se conducen bastante al margen de los valores y normas de la Iglesia en su vida personal. Yo, que en mis tiempos infantiles y juveniles, fui alumno de escuelas públicas y privadas, puedo decir que, si algo aprendí (más en las segundas que en las primeras), fue precisamente a ser crítico, a pensar por mí mismo, lo cual no está reñido con el conocimiento del Evangelio y de la doctrina de la Iglesia. 

Me he preguntado muchas veces cuál es el origen del odio cainita hacia el otro y el diverso. ¿Surge de un resentimiento de clase? ¿Tiene que ver con la envidia? ¿Es fruto de una educación que no estimula el pensamiento crítico, sino que fomenta el sentido tribal? ¿Por qué nos resulta tan difícil respetar las diversas maneras de ver el mundo? ¿Por qué, en vez de sentarnos juntos en la mesa del diálogo para encontrar respuestas comunes a los problemas comunes, desperdiciamos tanto tiempo en enfrentamientos inútiles? No lo sé, por más vueltas que doy al asunto. Ya sé que hay razones históricas que explican el presente, pero no me parecen una explicación satisfactoria. Mucho me temo que siglos de cristiandad hayan inoculado en el subconsciente colectivo la idea de que la verdad es una y no se puede transigir. Quienes reaccionan contra este absolutismo mental acaban reproduciendo su misma lógica. Dos absolutismos enfrentados no pueden llegar a ningún consenso. 

Si algo puede hacer la Iglesia para contribuir a crear un nuevo clima intelectual y social es vivir con mayor intensidad su fe en el Espíritu Santo. Puede parecer que esta respuesta es como una carta que me saco de la manga, pero cada vez creo más en ella. La verdad de Dios no es un conjunto de creencias perfectamente codificadas que se pueden utilizar como arma arrojadiza contra quienes no las aceptan. La verdad de Dios es Jesús. Es una verdad amorosa que, con la energía del Espíritu Santo, va desplegando su fuerza transformadora a lo largo de la historia. Solo desde esta perspectiva podemos caer en la cuenta de que el Espíritu siembra semillas de verdad, bondad y belleza en todos los seres humanos. El verdadero creyente es aquel que se abre a estas semillas y que busca puntos de convergencia con todos porque cree que el origen y la meta de la verdad es Dios mismo. Ser fiel a las propias convicciones no significa despreciar las de los demás y querer imponer las propias, sino sentirse estimulados a ir siempre más allá y creer en la fuerza magnética de la Verdad que nos atrae a todos. Solo desde una visión parecida a esta es posible tener actitudes de humildad, respeto, apertura, tolerancia y búsqueda conjunta del bien común.

viernes, 20 de noviembre de 2020

El castillo interior

Hoy es uno de esos días en los que se acumulan muchos acontecimientos. Se cumplen 45 años de la muerte de Franco, que a mí me coincidió con mi etapa de novicio. Tal día como hoy, en 2005, fue beatificado el claretiano Andrés Solà Molist en Guadalajara (México). Hoy es también el Día Universal del Niño. Con este motivo, la Iglesia española ha convocado una Jornada de Oración por las Víctimas de Abusos. Cada uno de estos acontecimientos merecería una reflexión pausada. A pesar del paso del tiempo, Franco sigue presente en el debate político actual en España. Los mártires siempre nos recuerdan que la fe nunca hay que darla por supuesta. Tenemos que estar listos para testimoniarla, incluso cuando las situaciones se tuercen. El abuso de los menores es una de esas lacras que cuestionan nuestra verdadera humanidad. Cuando se da en el seno de la Iglesia, tenemos que reaccionar con rapidez, compasión y eficacia.

Yo he preferido centrarme hoy en un vídeo que un amigo mío carmelita me envió hace días desde Dublín. En él se presenta, de manera muy clara y breve, una obra de santa Teresa de Jesús que lleva por título Libro de las Moradas o Castillo Interior. Es muy probable que hayamos oído hablar de este libro, pero que nunca lo hayamos leído. O, si lo hemos hecho, tal vez no hemos llegado a entender su dinámica y actualidad. En realidad, es un tratado sobre la oración. O, quizá mejor, sobre el itinerario que, a través de la oración, nos va conduciendo a la plena comunión con Dios. He dudado un poco a la hora de escoger el tema de hoy porque parece que hay otros asuntos de actualidad que pueden resultar más atractivos. Si me he decidido por este, es porque creo que lo urgente no siempre tiene que prevalecer sobre lo importante.

Muchas personas quieren cultivar su interioridad y no saben cómo. Se sienten atraídas por el mundo oriental porque les parece que en él pueden encontrar lo que parece no hallarse en nuestra tradición cristiana. Vi hace unos días una entrevista con el joven actor Nicolás Coronado en la que mostraba su gran interés por la espiritualidad, el chamanismo y la práctica del yoga. Hay muchas personas como él, sobre todo entre artistas e intelectuales. Frente a la sequía inmensa producida por la sociedad materialista y consumista, sienten la necesidad de buscar “algo diferente”. Su gran sensibilidad los abre al mundo de la meditación. Algunos de ellos se introducen en él alejándose de sus raíces cristianas. Otros lo hacen sin renunciar a su pasado y algunos – los más jóvenes – no tienen especiales referencias de la tradición, asi que sienten que son pioneros en esta aventura.

Respeto mucho a quienes inician itinerarios de búsqueda espiritual, aunque no siempre comparta su estilo. Creo que el Espíritu de Dios es infinitamente más amplio que nuestros reducidos esquemas humanos. Quienes se abren con humildad y honradez al Misterio, acaban encontrándose en el terreno común de la unión con Dios. El mismo Espíritu puede suscitar caminos distintos, pero no divergentes. Por eso, me cuesta mucho entender a los cristianos que desprecian a quienes no hacen todo como ellos consideran que se debe hacer. También los discípulos de Jesús experimentaron esta tentación del desprecio. Jesús tuvo que ayudarles a descubrir que no era ese el camino adecuado. Leemos en el evangelio de Marcos: “Juan le dijo: «Maestro, hemos visto a uno que echaba demonios en tu nombre, y se lo hemos querido impedir, porque no viene con nosotros». Jesús respondió: «No se lo impidáis, porque quien hace un milagro en mi nombre no puede luego hablar mal de mí. El que no está contra nosotros está a favor nuestro” (Mc 9,38-40). Estoy convencido de que también hoy abundan las personas que viven el Evangelio de Jesús sin ni siquiera conocer al Maestro. 

Desde una actitud de apertura y respeto hacia otros itinerarios, me parece conveniente conocer mejor los que nos ha legado nuestra propia tradición cristiana. A veces, mendigamos propuestas o nos quedamos seducidos por algo más “exótico” sencillamente porque no conocemos la riqueza extraordinaria que la Iglesia ha ido atesorando a lo largo de los siglos. En este contexto de redescubrimiento y aprecio de nuestras raíces, podemos acercarnos hoy a la obra de santa Teresa. Si somos capaces de ir más allá de la corteza del lenguaje del siglo XVI (por otra parte, muy sabroso), caeremos en la cuenta de que la propuesta de la Santa responde a nuestros anhelos actuales. Para quienes nos preguntamos qué podemos hacer, cómo podemos avanzar en los caminos del Señor, santa Teresa nos ofrece pistas seguras para emprender el camino de la oración. Os invito a ver el vídeo. Podemos después compartir después nuestras reacciones.