domingo, 1 de noviembre de 2020

Felices de otra manera

Comenzamos noviembre con la solemnidad de Todos los Santos. El comentario que hace Fernando Armellini a las lecturas de la liturgia de hoy es mucho más largo que el que suele hacer los domingos, pero merece la pena leerlo si uno quiere comprender bien el sentido de esta fiesta. Yo me limito a dar unas cuantas pinceladas. A los discípulos de Jesús los han llamado de muchas maneras a lo largo de la historia. En los primeros decenios se los denominaba “galileos” (que es como decir insurgentes), “nazarenos” (o sea, pueblerinos insignificantes). En Antioquía comenzaron a llamarlos “cristianos” (es decir, seguidores de un autodenominado “ungido” que murió crucificado). Pero no eran estos los nombres que utilizaban para llamarse entre ellos. Según los escritos del Nuevo Testamento, ellos se llamaban a sí mismos “hermanos”, “creyentes”, “discípulos del Señor”, “perfectos”, “personas del camino” y… “santos”. Pablo, por ejemplo, escribió sus cartas “a todos los santos que viven en la ciudad de Filipos …” (Fil 1,1); “a los santos que están en Éfeso …” (Ef 1,1); “a los santos y fieles hermanos y hermanas en Cristo que viven en Colosas …” (Col 1,2); “a todos los santos en toda Acaya” (2 Cor 1,1); “a todos los favoritos de Dios en Roma y que están llamados a ser santos …” (Rom 1,7). 

Cuando utilizaba el término “santo” no se estaba refiriendo a las personas que estaban en el cielo o que habían sido canonizadas siguiendo un procedimiento semejante al que seguimos hoy. Se refería a los cristianos de carne y hueso que vivían en Filipos, Éfeso, Corinto, Colosas y Roma. Esos eran los “santos”, los discípulos de Jesús. El papa Francisco habla en un sentido parecido en su exhortación apostólica Gaudete et Exsultate: “Me gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente: a los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo. En esta constancia para seguir adelante día a día, veo la santidad de la Iglesia militante. Esa es muchas veces la santidad «de la puerta de al lado», de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios, o, para usar otra expresión, «la clase media de la santidad»” (n. 7). Santos somos y podemos ser todos. 

¿Cómo los “santos” así entendidos (es decir, nosotros) podemos ser felices? En el famoso discurso de las “bienaventuranzas” (cf. Mt 5,1-12), Jesús ofrece algunas pistas. Aunque cada bienaventuranza tiene sus características propias, me parece descubrir un denominador común. Somos (o seremos) felices cuando aprendamos a vivir cualquier experiencia humana (especialmente las que parecen situarse en las antípodas de la felicidad entendida como satisfacción de nuestros deseos) abiertos a Dios como el verdadero tesoro de nuestra vida. Con él, todo puede transformarse en fuente de sentido y alegría. Sin él, incluso los caminos que consideramos placenteros pueden convertirse en cárceles de lujo. Así que otra forma de ver a los santos es verlos como aquellos hombres y mujeres que han descubierto el verdadero camino de la felicidad porque han puesto su confianza absoluta en Dios. Aquí no se trata tanto de alcanzar la perfección moral cuanto de ser lo suficientemente humildes como para dejarse inundar por Dios. Santidad equivale a participación gratuita en el Misterio de Dios, a transparencia de su gloria en las condiciones finitas de nuestro mundo.

El hecho de que mañana celebremos la conmemoración de Todos los Difuntos ha hecho que este día pierda su significado originario y se asocie espontáneamente a los “santos” muertos que ya gozan de la gloria de Dios. Tendríamos que hacer un esfuerzo por recuperar un artículo del Credo que me parece un poco aletargado, el referido a la “comunión de los santos”; es decir, a esa unión misteriosa que se establece entre todos los que hemos sido redimidos por Jesucristo (los vivos y los muertos), todos aquellos que formamos parte de su Cuerpo porque hemos sido incorporados a él por el Bautismo. Es hermoso saberse parte de esa “multitud inmensa que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y el Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos” (Ap 7,9). En estos tiempos de pandemia y de crisis necesitamos reforzar nuestro sentido de pertenencia a la comunidad de los “santos”, de los salvados. Somos un pueblo de vencedores porque “la victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero” (Ap 7,10). Solo cuando tomamos conciencia de nuestra dignidad, podemos asumir responsabilidades sabiendo que llegarán a buen término.

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