domingo, 27 de enero de 2019

Mil entradas y un deseo

Este humilde blog, pequeño barco en el anchuroso mar de Internet, llega hoy, tras algo menos de tres años de navegación, a las 1.000 entradas. Me alegra que este acontecimiento coincida con el III Domingo del Tiempo Ordinario.  La liturgia nos propone como Evangelio un texto de Lucas que fue probablemente el que más iluminó la vocación misionera de san Antonio María Claret. Pero antes coloca el prólogo del Evangelio, que no tiene desperdicio: “Ilustre Teófilo: Puesto que muchos han emprendido la tarea de componer un relato de los hechos que se han cumplido entre nosotros, como nos los transmitieron los que fueron desde el principio testigos oculares y servidores de la palabra, también yo he resuelto escribírtelos por su orden, después de investigarlo todo diligentemente desde el principio, para que conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido”. Lucas habla de “hechos”, no de meras conjeturas. Jesús no es un mito o una hipótesis de trabajo. Es una persona real que ha hecho y dicho cosas. Lucas no se inventa los acontecimientos. Recoge una tradición previa e investiga todo “diligentemente”. El objetivo de su escrito, válido para los lectores que hoy nos acercamos a él, es muy claro: que conozcamos la solidez de las enseñanzas que hemos recibido. Este breve prólogo vale un potosí porque, en pocas palabras, resume lo que sucedió en las primeras décadas de la Iglesia primitiva con respecto a los recuerdos de Jesús.

Tras el prólogo del capítulo 1, el Evangelio de hoy salta al capítulo 4. Jesús está en la sinagoga de su pueblo. Como adulto, es invitado a leer un texto de Isaías y a comentarlo. Alguien, antes que él, ha debido de leer un texto de la Torá. A él le encomiendan los escritos de los profetas. Podría haberse limitado a recitar de memoria algún comentario conocido, pero tiene la osadía de decir que el anuncio del profeta se cumple “hoy”… a través de él. Esto es inaudito. Suscita admiración y rabia. ¿Quién se ha creído que es para arrogarse ese privilegio? ¿Es que él puede ser el mensajero del “año de gracia” olvidando que también el profeta anuncia un “día de la venganza”? La provocación está servida. Sus paisanos no entienden al “hijo del carpintero”. Quizás ha perdido la cabeza. Más le valiera haberse casado y formado una familia. Entonces no tendría tiempo ni ganas de complicarse la vida. El “hoy” de Jesús sigue siendo nuestro tiempo. También “hoy” Dios lo ha enviado a anunciar la buena noticia a los pobres. Su “evangelio” sigue resonando en todos aquellos que se encuentran en los márgenes, que no cuentan, que no disfrutan de un abogado defensor. Jesús no ha venido a hacernos la vida más dura de lo que ya es, sino a recordarnos el “año de gracia” del Señor, un tiempo en el que se decreta una amnistía general y todo recobra su armonía primigenia.


Tal como anuncié hace días, hoy, al llegar a las 1.000 entradas del blog, termino esta aventura que me ha mantenido en vilo durante casi tres años. Agradezco de corazón a todos los que cada día os habéis asomado a este Rincón de Gundisalvus. En el momento de escribir estas líneas, el contador registra 311.624 visitas. No cuenta las veces repetidas que un mismo usuario –por ejemplo, yo mismo– entra en una página. El esfuerzo casi diario me ha mantenido en vilo, me ha ayudado a prestar atención a lo que iba sucediendo y a hacer un esfuerzo de acogida e interpretación. He procurado dejarme iluminar por la Palabra de Dios, pero soy consciente de que se han colado muchas visiones demasiado personales. Es inevitable. Si a alguno de vosotros os ha ayudado a dilatar un poco vuestra visión de las cosas y a recuperar la alegría de ser cristianos o, por lo menos, la inquietud por seguir buscando, me doy por satisfecho. 

Me ha parecido que ha llegado el momento de decir adiós, aunque el próximo fin de semana haré una excepción para contar algo sobre la experiencia de retiro que tendremos en el Centro Fragua de Los Negrales (Madrid) con 21 lectores que se han animado a participar en él. Gracias por vuestra comprensión y apoyo. Seguimos caminando. Mi deseo es continuar explorando nuevos modos de comunicación que nos ayuden a todos a no caer en la rutina, a estar muy agradecidos a Dios por el don de la fe y por vivir en este mundo maravilloso, aunque lleno de contradicciones. 

Gracias a las visitas provenientes de España (145.973), Estados Unidos (37.617), Italia (17.051), Colombia (11.748), Rusia (10.637), Argentina (7.953), Guatemala (5.617), Canadá (2.662), Alemania (1.845), Puerto Rico (1.829) y muchos otros lugares. Quizá os sorprenda, pero las tres entradas más visitadas han sido: El puente de mi pueblo (3.866), Pequeño de estatura, gigante de espíritu (1.556) y Era un hombre bueno (1.478). Jamás hubiera imaginado un ránking como este, lo cual me demuestra que casi nunca coincide lo que uno cree que va a llegar más con lo que los demás escogen. También esto supone un gran aprendizaje. Feliz domingo y hasta siempre.


sábado, 26 de enero de 2019

Sabemos ser solidarios

La noticia con la que abren hoy todos los periódicos digitales españoles es que, tras 13 días de búsqueda, a la 1,25 de la madrugada ha sido hallado, por fin, el cuerpo sin vida del pequeño Julen. Era casi imposible que hubiera sobrevivido a las lesiones de la caída y a la falta de oxígeno, agua y alimento. Me sorprende que también un periódico extranjero, como el italiano Corriere della Sera, ponga esta noticia en portada. Están sucediendo otras cosas de mucha envergadura en el mundo, pero, por razones que no siempre comprendemos, un hecho como este acapara la atención del público y de los medios de comunicación. Se crea enseguida un sentimiento colectivo de angustia (muchos padres con hijos pequeños piensan que esta desgracia les podría haber sucedido a ellos), sospecha (se disparan las alarmas acerca de cómo se produjo el accidente), especulaciones (se barajan todo tipo de hipótesis, a cual más extravagante) y, sobre todo, de enorme solidaridad (no se repara en medios humanos y técnicos para conseguir rescatar al niño caído). Al final, el pequeño Julen no ha podido ser rescatado con vida, pero su cadáver ha sido exhumado para volver a ser inhumado con dignidad cuando proceda. La justicia completará lo que falta a esta trágica historia con el fin de aclarar las circunstancias y depurar responsabilidades, si las hubiere.

Más allá del inevitable momento forense y judicial, para la mayoría de las personas, este esfuerzo es un claro ejemplo de humanidad, por más dispendioso y exagerado que pueda parecer. El amor es siempre exagerado. Los seres humanos somos también así: extremistas, indiferentes y solidarios a un tiempo. Podemos ser casi insensibles a las tragedias que tenemos cerca de casa y al mismo tiempo desplegar toda nuestra emotividad con una historia lejana que salta a la primera página de los periódicos y posee todos los ingredientes para alimentar la curiosidad durante casi un par de semanas. Los expertos en comunicación saben cómo funcionan estas cosas, pero cada caso tiene su propia dinámica. Más allá de la polémica generada, ha habido cientos de personas (mineros, bomberos, fuerzas del orden, ingenieros, personal sanitario, vecinos del pueblo, periodistas, etc.) que de buena fe han puesto lo mejor de sí mismas para llegar hasta aquí. Es el momento de la gratitud a los que han participado en las tareas y de apoyo a la familia. Los creyentes confiamos en la acogida misericordiosa de Dios Padre, que no quiere que se pierda ni uno de sus hijos más pequeños. Julen Roselló debe de estar disfrutando de la vida en plenitud.

Cada vez que se produce un caso de compromiso colectivo, siempre me surge la pregunta: ¿Cuántos problemas podríamos resolver si esta ola de solidaridad se produjera no solo en momentos excepcionales, sino en la vida social de cada día? No habría tantos ancianos solos, tantos niños abandonados, tantos hombres y mujeres sin techo… Los seres humanos tenemos una enorme capacidad de unir nuestras energías para lograr juntos grandes cosas. ¿Por qué no lo hacemos más a menudo? ¿Por qué en la vida cotidiana parecen primar siempre los intereses de parte, las rencillas y los egoísmos? Parece que lo primero que necesitamos es que una realidad toque nuestro corazón. Cuando no hay una emoción inicial, algo que nos conmueve por dentro, no se dispara la compasión. Después se necesita que alguien canalice y organice la ola de solidaridad para que no se convierta en un caos destructor. En ocasiones, esto lo hacen las instituciones del Estado; en otras, organizaciones privadas o individuos que tienen un especial carisma para ello. Por último, se requiere alimentar esta solidaridad para que no decaiga ante las dificultades y para que lleve a término sus propósitos. El apoyo social, expresado de modos diversos, es siempre necesario. No todos podemos ser mineros especializados en rescates bajo tierra, pero todos podemos reconocer su esfuerzo y su competencia.

Imagino que hoy los periódicos, las radios y, sobre todo las televisiones, dedicarán mucho tiempo a este asunto. La gente quiere saber las circunstancias. Cualquier pequeño detalle cobra un gran relieve informativo. Las personas más allegadas a Julen, comenzando por sus padres, experimentarán a un tiempo el dolor indescriptible de haber perdido a un segundo hijo, y el alivio de haber encontrado su cuerpecito para que pueda recibir una sepultura digna. Enterrar a los muertos es una de las siete obras de misericordia corporales. No es una tarea meramente higiénica que pueda ser despachada de cualquier manera. Es un acto de humanidad, de dignidad, de amor. Mientras, en el mundo seguirán sucediendo otras muchas cosas, volveremos a nuestras tareas ordinarias, pero con la conciencia de que, al menos en una ocasión, hemos sabido hacer algo exagerado para mostrar que somos seres humanos, que, en este mundo cainita, no hemos perdido el sentido de la compasión y de la solidaridad. Descansa en paz, Julen. Ánimo, familia. Gracias, rescatadores.


viernes, 25 de enero de 2019

Un cardenal sin pamplinas

Hoy, fiesta de la conversión de san Pablo, tenía pensado escribir sobre el ecumenismo, pero la muerte de monseñor Fernando Sebastián, cardenal claretiano, acaecida ayer por la tarde en Málaga, me lleva en otra dirección. O quizá ambos acontecimientos pueden converger más de lo que a simple vista parece. A los dos días de abrir este blog, el 22 de febrero de 2016, dediqué una entrada a las Memorias con esperanza escritas por el cardenal Sebastián. Rescato un párrafo que, entonces como ahora, me llama la atención: “Los hombres en los veinte primeros años somos dependientes y bastante ignorantes. De los veinte a los cuarenta somos bastante arrogantes; de los cuarenta a los sesenta nos hacemos realistas; de los sesenta a los ochenta somos prudentes; pero solo a partir de los ochenta llegamos a ser sabios. Sabios con la sabiduría de la humildad, de la piedad y de la misericordia”. Siguiendo esta clasificación, monseñor Fernando Sebastián, que fue durante un tiempo (1971-1979) rector de la Universidad Pontificia de Salamanca, tardó casi 90 años en ser sabio; es decir, humilde, piadoso y misericordioso. Esta es la imagen que yo conservo de él. La última vez que nos encontramos fue en Málaga, a finales de noviembre del año pasado. Compartimos mantel y una divertida conversación. Me sorprendió que, a punto de cumplir 89 años, siguiera dando clases de teología en el Seminario de Málaga y nadando varias veces por semana, aparte de dar conferencias y retiros, escribir libros y artículos, etc. Quienes lo tuvieron de profesor en los diversos centros donde ha enseñado lo recuerdan como un hombre claro, profundo y riguroso. En él no se cumple ese adagio de los malos profesores: Ya que no puedo ser profundo, seré, por lo menos, oscuro. Todo el mundo entendía lo que quería decir. Otra cosa es que estuvieran de acuerdo. Se mojó mucho en cuestiones controvertidas. Fue criticado.

Me hubiera gustado mucho haber viajado a Málaga para participar en su funeral, pero el curso que estoy dando en Madrid me lo impide. De todos modos, desde este Rincón, doy gracias a Dios por la dilatada y fecunda vida de un servidor de la Iglesia. Como buen aragonés, podía resultar a veces un poco tozudo, pero su aguda inteligencia y su bonhomía moderaban un temperamento fuerte y, en algunos momentos, distante e impositivo. Le gustaba llamar a las cosas por su nombre, evitando los eufemismos y los circunloquios. Esto le granjeó enemigos, entre los que se cuentan algunos laicistas, nacionalistas y conservadores. Sabía demasiado como para dejarse engatusar fácilmente. Estaba convencido de que la fe, para ser auténtica, tiene que dar razón de su inteligibilidad (fides quaerens intellectum) y de que creer en Jesucristo es lo mejor que le puede pasar a un ser humano. El director de la revista Vida Nueva lo califica con acierto como “el cardenal sin pamplinas”. No le gustaban las maniobras a las que nos tienen acostumbrados algunos eclesiásticos de salón. Iba de frente, a veces como una apisonadora. Los años de su retiro, libre de responsabilidades de gobierno, han revelado su faceta más amable, campechana y optimista. Sintonizaba con el aire que el papa Francisco está dando a la Iglesia, sin convertirse por eso en un francisquista pueril y acomplejado, o en el hombre de Francisco en España como lo denominan algunos periodistas y eclesiásticos. Yo diría que tenía un talante como el de Pablo de Tarso: lúcido, fogoso, constante y siempre fiel, sin dobleces.

Hoy se termina la Semana de Oración por la Unidad de la Iglesia. La pasión por la unidad no debe decaer, aunque nos parezca que no se producen los frutos que deseamos. El Espíritu Santo va haciendo su obra. La situación en Venezuela se tensa tras la autoproclamación de Guaidó como presidente. Se habla casi de una guerra civil, si es que esta guerra a pedazos no lleva ya años en curso. Veremos en qué termina todo. La Unión Europea es reticente a reconocer al nuevo gobierno, aunque sí lo han hecho muchos países americanos, comenzando por los Estados Unidos. Los equipos de rescate siguen trabajando para rescatar a Julen, el niño malagueño de dos años atrapado en un pozo. La caída resulta tan inverosímil y dolorosa que cuesta creer que sea real. La investigación intentará aclarar las circunstancias de este extraño caso. Las noticias se solapan. Tenemos que vivir muchas cosas al mismo tiempo. No siempre los sentimientos justos encuentran su vía de escape. No es fácil reír y llorar al mismo tiempo, pero estamos llamados a ponernos en sintonía con la situación de las personas a las que queremos: “Reíd con los que ríen, llorad con los que lloran” (Rm 12,15). Nos lo recomienda san Pablo, el mismo cuya conversión a la fe en Jesús recordamos hoy.

jueves, 24 de enero de 2019

Creer en tiempos revueltos

Hace años se hizo famosa en España una serie televisiva llamada Amar en tiempos revueltos. Estaba ambientada en la guerra civil (1936-1939) y en los primeros años del franquismo. A pesar de todos los problemas sociales y políticos que se vivían entonces, seguían urdiéndose historias de amor. El título me viene como anillo al dedo para describir el momento eclesial que estamos viviendo. Solo tengo que cambiar el verbo amar por el verbo creer. No está resultando nada fácil creer en tiempos revueltos como los actuales. Estamos atravesando un largo desierto de purificación. O, si se prefiere, estamos navegando en un mar proceloso, con olas que amenazan la estabilidad de la barca. Debemos preguntarnos por qué se agita el mar y qué debemos hacer.

El entusiasmo de la JMJ en Panamá nos hace sentirnos jóvenes durante unos días. Es saludable y entusiasmante, pero no podemos olvidar la crisis de fondo que estamos padeciendo. A partir de mañana, por ejemplo, estará disponible en la plataforma Netflix la miniserie Examen de conciencia, un documental sobre los abusos sexuales en la Iglesia española. Es solo un botón de muestra. Raro es el día en que no saltan noticias sobre este asunto, hasta el punto de que toda la clase sacerdotal está touchée. ¿Cuántas personas han sido dañadas por los abusos sexuales de clérigos y religiosos? ¿Cuántas han perdido la confianza en la Iglesia, quizá para siempre? No es fácil para un creyente caminar con la cabeza alta, y mucho menos para un sacerdote o religioso. Da la impresión de que somos miembros de una organización hipócrita y corrupta en la que nada es lo que parece. La credibilidad de la Iglesia está por los suelos. De poco sirve esconder la cabeza o aducir todo lo bueno que ofrece, que es muchísimo. Ahora es tiempo de humildad, verdad, justicia, sanación y prevención.

No es la primera vez que la Iglesia se ve sometida a fuertes sacudidas. Por desgracia, su multisecular historia está llena de escándalos, crisis y rupturas. Viviendo en Roma, es más fácil tocar casi con las manos esta historia hermosa y ambigua. Lo que ocurre es que ahora la información está al alcance de muchos y adquiere en pocos segundos una difusión planetaria. Esto sí es completamente nuevo. De este modo, la Iglesia aparece a los ojos de la mayoría, sobre todo de los jóvenes, como “la casa de los líos”. Los hechos locales se convierten en mundiales. Las diferencias de opinión adquieren casi el carácter de cismas por la fuerza con que los medios de comunicación las difunden y promueven. Es lógico que, ante tantos temas calientes, muchos se pregunten hacia dónde va la Iglesia. Algunos intelectuales, periodistas y hombres de Iglesia culpan al papa Francisco de lo que ellos consideran una deriva progresista, masónica e incluso herética. Anhelan que este pontificado termine pronto y venga un nuevo papa que barra la suciedad acumulada y ponga orden. En algunos casos, se trata de análisis finos, bien fundamentados, aunque a veces casi crueles. Pero, en la mayoría, no pasan de ser exabruptos que exhiben una vergonzosa ignorancia bíblica, histórica y teológica rayana en el fundamentalismo. 

Otras personas creen que “cuanto peor, mejor”. Esperan que se descomponga pronto esta Iglesia que ellos consideran misógina, clerical, corrupta y atrasada, para que de sus cenizas surja una comunidad auténtica, vigorosa y profética. O para que desaparezca del todo. Creo que la mayoría de nosotros no nos alistamos en ningún bando. A veces, puede ser debido a nuestra ignorancia de la realidad, a nuestra confusión o incluso a nuestra pereza intelectual y volitiva. Pero lo más probable es que un sexto sentido –sí, el famoso sensus fidelium– nos diga que ambos bandos deforman la realidad según sus intereses y que, por tanto, no están movidos por el Espíritu Santo, aunque usen una terminología muy espiritual y regenaradora (de cuño conservador o progresista, según los casos). Anhelamos una purificación a fondo, pero no al estilo de Juan el Bautista, sino de Jesús. 

¿Qué hacer entonces? ¿Cómo seguir creyendo en tiempos tan revueltos como los que vivimos? ¿Cómo llamar a las cosas por su nombre, sin falsas justificaciones, y, a la vez, mantener la confianza en una comunidad que nos ha defraudado tantas veces y que, sin embargo, es nuestra madre? Me parece que la única vía es fijar nuestros ojos en el centro de la fe y no en su periferia. Y, desde el centro, dar valor y sentido a cada cosa. No creemos en la Iglesia (credo ecclesiam) del mismo modo que creemos en Dios Padre, Hijo y Espíritu (credo in Deum). El latín viene en nuestra ayuda para traducir en palabras una experiencia inefable: la diferencia entre el objeto de la fe (solo Dios) y la mediación histórica (la Iglesia). Esto nos permitirá mantener fija la brújula de la fe por más que la barca eclesial parezca que puede zozobrar de un momento a otro.  Y nos permitirá también denunciar, corregir, hacer justicia, sanar, acompañar y enderezar el rumbo.

En momentos convulsos no necesitamos muchas personas que griten (hoy abundan en demasía), sino unos pocos que, con mano vigorosa, empuñen el timón en la dirección señalada por la brújula. En otras palabras, necesitamos personas lúcidas, fieles y misericordiosas. Solo los santos nos salvan de la confusión y la traición. Si, además de buenos son inteligentes, entonces nos ayudarán a discernir con paz las señales del Espíritu y a buscar soluciones nuevas a problemas viejos. Los próximos serán años de travesía difícil por un mar proceloso, habrá que hacer cambios significativos en la vida de la Iglesia, pero la barca seguirá su rumbo. No es solo tarea nuestra.  Sí, es posible creer en tiempos revueltos. Es más, la fe se acrisola precisamente en tiempos como los que ahora vivimos. Cae la ganga, permanece el oro. ¿Ha habido alguna época de bonanza absoluta? ¿Alguien conoce alguna comunidad exenta de problemas?


miércoles, 23 de enero de 2019

Joven por unos días

Dentro de unas horas, el papa Francisco emprenderá vuelo a Panamá para participar en la XXXIV Jornada Mundial de la Juventud. Como siempre que empieza y termina un viaje pastoral, ayer se acercó a la basílica romana de Santa María la Mayor para orar ante el icono de María, Salus Populi Romani, impetrando su protección. Esta vez la visita a la Virgen tenía un significado especial porque el lema de de la JMJ de Panamá es típicamente mariano: “He aquí la sierva del Señor: hágase en mí según tu palabra”. Lo que comenzó siendo una iniciativa criticada por muchos ha acabado siendo el evento más multitudinario de los que organiza la Iglesia Católica. 

Han pasado más de tres décadas desde que se inició la historia de estas Jornadas Mundiales de la Juventud (JMJ) con san Juan Pablo II. Dicen que la de Manila (Filipinas) en 1995 llegó a congregar a unos cinco millones de personas. Será muy difícil batir ese récord. También fue masiva la de Roma en el Jubileo del año 2000. No sé cuántos acudirán a esta de Panamá, aunque ya hay algunos agoreros que vaticinan una escasa participación y aprovechan este dato para echarle la culpa al Papa. Habrá muchos jóvenes americanos –como es natural, dado que la JMJ se celebra en su continente– y bastantes menos de otros lugares. Parece que de Europa llegarán pocos, si exceptuamos un buen número de polacos, que son muy aficionados a las peregrinaciones, tanto nacionales como internacionales. Es verdad que las fechas son muy malas para los europeos (tanto para jóvenes estudiantes como trabajadores), pero algo más se podría haber hecho para animarlos a participar. Como otros institutos religiosos, también nosotros, los diversos grupos de la Familia Claretiana, hemos congregado varios días antes a unos 600 jóvenes de diversos países para una preparación conjunta. A veces, estos días previos resultan más interesantes que las jornadas oficiales, dado que permiten un intercambio más estrecho.

Parece claro que, en el contexto de cristianismo subjetivo que muchos jóvenes viven hoy, se reconocen más en el modelo del peregrino que en el del militante (años 60-70) o del practicante (años 40-50). Por eso, se sienten atraídos por esa magna peregrinación que es la JMJ. Confieso que no he participado directamente en ninguna JMJ, ni como joven (cuando empezaron en 1984 yo había dejado de serlo), ni como acompañante. Me han llegado ecos de todas y he procurado seguir su desarrollo. Estuve muy próximo a la de Madrid, en agosto de 2011, pero confieso que los aluviones de gente en el metro me disuadieron de una participación más activa. Quienes sí han participado suelen emitir juicios positivos. Incluso conozco a algunos conversos; es decir, personas (sobre todo, sacerdotes y religiosos) que eran muy contrarios a ellas (por considerarlas un fenómeno superficial, triunfalista y caro) y luego han virado en su posición hasta convertirse en entusiastas defensores e incluso en animadores de grupos. Todos tenemos derecho a evolucionar en contacto con la realidad. 

Lo que me parece claro es que muchos jóvenes que, en el día a día, viven su fe en un contexto de minoría numérica (a veces, incluso, ignorados o ridiculizados) necesitan, de vez en cuando, tomar conciencia de que no son cuatro gatos, de que la Iglesia universal es muy grande y de que hay miles, millones de coetáneos, que vibran con los mismos valores de Jesús y se sirven de un lenguaje parecido para expresar su búsqueda y su fe: la música, el diálogo, la oración, el voluntariado, etc. Cómo se conectan estas explosiones festivas con el ritmo diario es un desafío pendiente, que no siempre sabemos afrontar.

Preparando mi conferencia de Ávila, he tenido que releer con calma el largo documento final del reciente Sínodo de los Obispos (octubre de 2018) sobre los Jóvenes. Me llaman la atención muchas cosas. Comenzaré por una que parece anecdótica, pero que indica en qué momento nos encontramos. De los 167 párrafos de que consta el documento, el que menos votaciones favorables obtuvo fue el 150, que trata sobre el cuerpo, la afectividad y la sexualidad. Se ve que a un buen número de padres sinodales no les gustó su contenido. Este es un terreno en el que la distancia entre las orientaciones morales de la Iglesia y la sensibilidad de los jóvenes es muy grande. Transcribo íntegramente el párrafo 49 porque es el que sintetiza la postura de los jóvenes ante la búsqueda religiosa:
En general, los jóvenes se declaran en búsqueda del sentido de la vida y muestran interés por la espiritualidad. Tal atención, sin embargo, toma a veces la forma de una búsqueda de bienestar psicológico más que de una apertura al encuentro con el Misterio del Dios vivo. En particular en algunas culturas, muchos consideran la religión una cuestión privada y seleccionan de diversas tradiciones espirituales elementos en los que encuentran sus propias convicciones. Se difunde así un cierto sincretismo, que se desarrolla bajo el presupuesto relativista de que todas las religiones son iguales. No todos ven la adhesión a una comunidad de fe como la vía de acceso privilegiada al sentido de la vida, y va acompañada o a veces es reemplazada por ideologías o por la búsqueda del éxito en el plano profesional y económico, en la lógica de una autorrealización material. Sin embargo, permanecen vivas algunas prácticas transmitidas por la tradición, como las peregrinaciones a los santuarios, en las que en ocasiones participa una muchedumbre muy numerosa de jóvenes, y expresiones de la piedad popular, con frecuencia vinculadas a la devoción a María y a los santos, que custodian la experiencia de fe de un pueblo.
No sabría sintetizarlo mejor. Creo que la JMJ se sitúa en este contexto. Es una manfiestación de fe, mezclada con otras muchas motivaciones. No conviene obsesionarse con la posible cizaña. Corremos el riesgo de arrancar las espigas de trigo bueno. Lo que hace falta es mucha fe, mucha cercanía, mucho ánimo, mucha creatividad, mucha escucha y mucha paciencia para acompañar esta búsqueda juvenil hacia el encuentro con Jesús. Sobre este asunto trata precisamente el párrafo 50 del documento final del Sínodo, que se hace eco de la variedad de posturas y enfoques:
La misma variedad se observa en la relación de los jóvenes con la figura de Jesús. Muchos lo reconocen como Salvador e Hijo de Dios y a menudo se sienten cercanos a él mediante María, su madre, y se comprometen en un camino de fe. Otros no tienen una relación personal con él, pero lo consideran como un hombre bueno y una referencia ética. Otros lo encuentran mediante una fuerte experiencia del Espíritu. Para otros, en cambio, es una figura del pasado privada de relevancia existencial o muy distante de la experiencia humana.Para muchos jóvenes Dios, la religión y la Iglesia son palabras vacías, en cambio son sensibles a la figura de Jesús, cuando viene presentada de modo atractivo y eficaz. De muchas maneras también los jóvenes de hoy nos dicen: «Queremos ver a Jesús» (Jn 12,21), manifestando así la sana inquietud que caracteriza el corazón de todo ser humano: «La inquietud de la búsqueda espiritual, la inquietud del encuentro con Dios, la inquietud del amor» (Francisco, Santa Misa de apertura del Capítulo General de la Orden de san Agustín, 28 agosto 2013).
Os dejo con un vídeo del mensaje del Papa a los participantes en la JMJ de Panamá y con otro sobre el himno oficial de estas Jornadas.




martes, 22 de enero de 2019

Hablar es un acto creativo

Estoy escribiendo el texto de una conferencia que tengo que pronunciar en Ávila la próxima semana. Es una tortura. Me gusta escribir y me gusta hablar. Lo que no me gusta es tener que hablar (es decir, leer) un texto escrito previamente. Casi nunca lo hago. Esta vez haré una excepción a requerimiento de los traductores. Escribo el texto en italiano porque, dado que se trata de un encuentro europeo, parece que para los traductores es más fácil hacer su tarea a partir de la lengua de Dante. No es lo mismo escribir un texto para ser leído en privado (como sucede con una novela, por ejemplo) que para ser leído en público (una conferencia o una homilía). En el primer caso, el autor utiliza un registro en cierto sentido intemporal; en el segundo, es determinante el contexto en el que se lee.

Hablar es siempre un acto creativo que no puede atenerse a un texto cerrado. Cuando hablamos nos estamos dirigiendo a una persona o a un público al que vemos. Mientras hablamos, están sucediendo cosas a nuestro alrededor. Hablar no es un hecho inmóvil sino un evento en ebullición. ¿Quién no ha tenido la experiencia de comenzar a hablar y, a medida que el discurso avanzaba, ir descubriendo elementos que no figuraban en la intención inicial?

Creo que entre leer un texto previamente escrito y hablar con espontaneidad hay la misma diferencia que entre comer un menú precocinado y degustar una comida preparada para la ocasión. Es muy probable que el texto escrito sea formalmente más ordenado, preciso y hasta bello, pero no se hace cargo de las vibraciones que transmiten las personas que lo escuchan. El buen orador no presta atención solo a las ideas que quiere transmitir sino, sobre todo, a las personas a quienes se dirige. En realidad, todo buen discurso es un acto comunicativo y, por lo tanto, bidireccional. No basta con decir. Hay que escuchar, aunque a menudo este escuchar sea más implícito (mediante el lenguaje no verbal) que explícito (a través de palabras). 

Una de las críticas frecuentes que los fieles hacen a las homilías de los sacerdotes es que se trata de comunicaciones “en el aire”, que lo mismo podrían decirse a una comunidad que a otra, que no tienen en cuenta la situación concreta de las personas que escuchan. La capacidad de sintonizar e interactuar con un grupo de personas en un espacio y tiempo determinados es algo reservado al lenguaje oral. Por eso, resulta tan difícil escribir un texto sin saber quién lo va a leer o escuchar. Ya sé que hay escritores –los clásicos– que escriben para la posteridad y que, por tanto, están más allá de las coordenadas espacio-temporales. No es mi caso. Yo necesito pensar siempre en un interlocutor. Yo necesito hablar, no simplemente leer. A veces, es posible compaginar ambas operaciones con un poco de garbo.

Incluso las entradas diarias en este blog, aparentemente neutras, se dirigen siempre a alguien. Cada vez que escribo sobre un tema concreto me imagino dialogando con algunos de mis amigos a quienes, por alguna razón, les puede interesar lo que escribo. Sin este ejercicio mental, la escritura me resultaría completamente abstracta e insustancial. De hecho, comencé el blog con la intención expresa de mantener un diálogo en línea con los amigos con quienes me gusta hablar de lo divino y de lo humano cara a cara. Algunos de ellos reaccionan de vez en cuando mediante comentarios escritos en el mismo blog o en Facebook. La mayoría no expresan su opinión, con lo que el diálogo se queda a medias, pero no abortado porque a veces la intuyo. 

Escribo estas cosas cuando faltan solo cinco días para llegar a las 1.000 entradas, momento en el que El Rincón de Gundisalvus se cerrará, pero de esto hablaremos más adelante. Ahora lo que me urge es rematar el texto de Ávila y ultimar la preparación de las actividades que tendré fuera de Roma durante las dos próximas semanas. Una de ellas tiene que ver con algunos lectores del blog. Me refiero al retiro programado para el primer fin de semana de febrero. Pero de esto hablaremos también en el momento oportuno. Mientras tanto, disfrutemos del mal tiempo que se anuncia para los próximos días. Es una preparación para afrontar con gallardía otros malos tiempos sociales y eclesiales.

lunes, 21 de enero de 2019

Problemas tendréis siempre

Hay una frase de Jesús que escandaliza a muchos. La transmiten con pequeñas diferencias redaccionales los evangelios de Marcos, Mateo y Juan. En Mc 14,7 leemos: “A los pobres los tenéis siempre con vosotros y podéis socorrerlos cuando queráis, pero a mí no me tendréis siempre”. Por su parte, el texto de Mt 26,11 dice casi lo mismo, pero suprimiendo una frase: “A los pobres los tenéis siempre con vosotros, pero a mí no me tendréis siempre”. El evangelio de Juan (12,8) repite el dicho, que tiene muchas probabilidades de ser auténtico: “A los pobres los tenéis siempre con vosotros; a mí, en cambio, no me tendréis siempre”. En una interpretación superficial, pareciera que Jesús defiende la existencia de los pobres como un mal irremediable, pero el sentido es otro. En cualquier caso, no pretendo hoy interpretar este dicho, pronunciado por Jesús en el contexto de la unción de Betania, sino solo parafrasearlo. En un mundo en el que muchas personas sueñan con llegar a una situación de vida exenta de crisis y dificultades, tendríamos que recordar que “problemas tendremos siempre”. En otras palabras, que no podemos esperar a que todo vaya bien y que las piezas del rompecabezas personal encajen a la perfección para disfrutar de la vida y entregarnos.

La vida humana es en sí misma problemática porque hay un desajuste permanente entre lo que deseamos y lo que conseguimos, entre nuestras aspiraciones y nuestras realizaciones. Solo los muy superficiales o los muy ingenuos no perciben este desajuste y se hacen la ilusión de que todo va bien y de que siempre irá bien. Pero basta abrir los ojos para comprobar que no es así. Nos desayunamos cada día con un repertorio de problemas que van desde la economía hasta la política pasando por los desastres naturales, las enfermedades, la violencia y otras muchas manifestaciones de este desajuste. Cuando miramos a nuestra propia vida lo percibimos quizá con más claridad. Siempre hay algo que no funciona bien, incluso cuando decimos que todo va bien. Cuando no es un problema de salud (propio o de las personas queridas), es un problema laboral o económico. Y, si no, algún desarreglo afectivo o un bajón emocional o espiritual. Hay personas que llevan muy mal este continuo estar expuestos a los problemas. Sueñan con el día en el que todo discurra con suavidad, en el que cada cosa se sitúe en el lugar correspondiente y la vida funcione como un reloj de alta precisión. Mientras tanto, suspenden su felicidad personal. Es como si, a la puerta de su casa, pusieran un cartel que dice: “Cerrado por mal funcionamiento” o “Fuera de servicio” .

¿Cómo aprender a convivir serenamente con la cuota de problemas (algunos provocados por nosotros y otros sobrevenidos) que la vida nos va deparando? ¿Cómo caer en la cuenta de que “los problemas los tendremos siempre con nosotros”, pero que los podemos gestionar de maneras muy diversas según nuestra actitud? Si los vemos solo como amenazas que nos impiden realizar nuestros sueños o como obstáculos en el camino, adoptaremos una actitud defensiva e incluso agresiva. Encontraremos enemigos por todas partes. Si aceptamos las cosas como son y procuramos verlas como oportunidades para seguir creciendo, entonces, aunque no siempre podamos librarnos del sufrimiento, le daremos un sentido, procuraremos aprender de él, nos sentiremos más cerca de los que sufren y desarrollaremos una mayor capacidad de resiliencia y coraje. Y aprenderemos a ser más humildes, a saber que nadie puede prometer el cielo en esta tierra. Ni en el campo afectivo, ni en el económico, político o religioso. Leí en los periódicos del pasado fin de semana que Iñigo Errejón y Pablo Iglesias, dos líderes políticos españoles que hace pocos años querían “asaltar los cielos” al alimón, han roto. No me extraña ni me escandaliza. Lo que me extrañaba era el idealismo adolescente e inmaduro que exhibían cuando empezaron el partido Podemos. La historia está llena de desencuentros, traiciones y separaciones. Nadie se libra.

domingo, 20 de enero de 2019

Más vino y menos agua

No, no pertenezco a ninguna liga alcohólica ni estoy promocionando una marca de vinos. Me limito a comentar el Evangelio de este II Domingo del Tiempo Ordinario que narra un milagro de Jesús en el contexto de la celebración de una boda en la aldea de Caná. El episodio es tan conocido que, de no tomar un poco de distancia, corremos el riesgo de no captar el meollo del mensaje. Aunque pueda tener una base histórica (el hecho de que Jesús, su madre y sus discípulos fueran invitados a un matrimonio), en realidad lo que el evangelista Juan quiere transmitir desborda con mucho la mera crónica de un evento familiar y social. Como en el resto de su evangelio, juega con los símbolos que sus lectores podían comprender a la luz del Antiguo Testamento. Juan narra solo siete milagros (o “signos”) en su Evangelio. ¿Por qué este es el primero de la serie? La respuesta es sencilla: porque anticipa el mensaje liberador que Jesús ha traído y que se desarrolla a lo largo de todo el Evangelio hasta el momento cumbre de la crucifixión/glorificación. Frente a una religión de esclavitud y purificaciones (simbolizadas por las tinajas de agua), él ha traído la buena noticia de una relación con Dios que es una fiesta (simbolizada por el vino). Dios es el esposo y el pueblo es la esposa. Una fiesta no se concibe sin comida, sin baile y... sin vino. Los puristas se pueden escandalizar, pero en este punto la Biblia es clara: “El vino alegra el corazón” (Eclo 40,20). O, como se pregunta el autor del libro del Eclesiástico: “¿Qué vida es esa cuando le falta el vino?” (Eclo 31,27). Los salmos también hacen una bonita apología: “El vino le alegra el corazón al hombre” (Sal 104,15). Ya sé que los médicos aconsejan beber entre dos y tres litros de agua diarios. No dicen nada acerca del vino, a no ser eso de que se debe consumir con moderación.

No es necesario ser muy perspicaz para iluminar lo que hoy nos está pasando desde la luz que arroja este primer “signo” de Jesús. También hoy, de diversas maneras, corremos el riesgo de vivir la relación con Dios desde los esquemas de la obligación, la purificación, el cumplimiento de normas estrictas. Nunca estamos exentos de recaer en la “religión de los esclavos”, aunque hayamos recibido en el Bautismo el don de ser “hijos”. Sentimos una inclinación particular a purificarnos con el “agua” de las tinajas. Nos sentimos más seguros. Nos parece que, cumpliendo estrictamente las normas, aplacamos la ira de un Dios que parece siempre enojado con nosotros por nimiedades. Es increíble hasta qué punto esta imagen distorsionada Dios está actuando en muchas personas que, por otra parte, han tenido una buena formación cristiana. Se ve que conecta con algún arquetipo humano que no es fácilmente “evangelizable”. 

La “madre de Jesús” (es decir, María, pero también la comunidad eclesial que nos acoge) cae en la cuenta de que así no podemos continuar, de que nos falta el vino de la alegría que produce la auténtica fe en Dios, de que hemos reducido la religión al vaso de agua del cumplimiento cuando, en realidad, se nos ofrece la copa de vino de la libertad. El verdadero “milagro” de Jesús, aquel en el que manifiesta su gloria, es ayudarnos a entrar en la fiesta de la relación filial y esponsal con Dios a todos aquellos que preferimos contemplar la escena desde fuera, con la cara larga de quien no sabe disfrutar de su condición de hijo y se limita a gestionar su maldición de esclavo.

El evangelio de este domingo es revolucionario hasta extremos que no logramos captar. ¿Hay algo más transformador que la alegría de sabernos invitados a la fiesta de Dios? ¡Qué diferencia entre presentar la relación con Dios como un camino de permanente purificación (simbolizado por las tinajas de agua) o como una fiesta de bodas en las que reina la confianza, la alegría y la apertura al futuro! Esta “fiesta del vino” está especialmente simbolizada en la Eucaristía. Los lectores habituales de este blog están ya acostumbrados –y quizás a veces algo extrañados y hasta molestos– de que yo compare con cierta frecuente las Eucaristías que celebramos en muchas partes de Europa y América con las que celebran nuestros hermanos africanos.  En el primer caso, da la impresión de que nos contentamos con servirnos un poco de agua de las tinajas de la purificación. Todo discurre con pulcritud y fría solemnidad, cuando no con gris rutina. En el segundo, los cristianos (desde los que viven en las aldeas hasta los de las grandes ciudades) saben que son invitados a la fiesta. Derrochan el “vino” de la alegría y la solidaridad. Han comprendido muy bien por qué lo que Jesús hace en Caná es un “signo” de la nueva relación que Dios quiere establecer con nosotros. Cuando aprendemos a saborear el vino de la filiación, no necesitamos recaer en el agua de la mera dependencia. Dime cómo es tu fe en Dios y te diré cómo celebras la Eucaristía. O dime cómo celebras la Eucaristía y te diré qué tipo de fe late en tu interior.



sábado, 19 de enero de 2019

Aprender a envejecer

Vivo en una numerosa comunidad en la que la mayoría de sus miembros son menores que yo. Esto no es normal en el panorama de la vida religiosa europea, donde la media de edad debe de estar en torno a los 70 años. Vivir con jóvenes hace que uno sintonice con sus ideas, aspiraciones, expectativas y hasta con su lenguaje desenfadado. Pero tiene también un coste. Se corre el riesgo de no afrontar con gallardía el paso del tiempo. Hoy muchas personas viven hasta los 80 o 90 años. Algunos –cada vez más– superan la barrera de los 100. La medicina y el estilo de vida han conseguido grandes progresos. Pero no estoy tan seguro de que, al mismo tiempo, hayamos avanzado en el acompañamiento de las personas ancianas. 

A veces, cuando visito algunas residencias de mayores, se me cae el alma a los pies. Los veo solos, encerrados en su mundo. Algunos de ellos padecen enfermedades seniles que les impiden relacionarse con los demás; otros no saben con quién hacerlo. Algunos reciben visitas, pero son más bien rápidas, como de pasada. ¿Quién se hace cargo de su mundo interior? ¿Quién está preparado para escucharlos con empatía y paciencia? ¿Quién dedica su tiempo a hacerles compañía y a aprender de ellos? Y, desde el punto de vista espiritual, ¿quién los acompaña en una etapa en la que, junto al deseo de Dios, pueden reaparecer dudas, crisis y noches oscuras? Hay numerosas y hermosas excepciones, pero me parece que abunda más la soledad que el cuidado y la compañía. No es extraño que muchos se pronuncien a favor de la eutanasia. No quieren prolongar un estilo de vida que ya no les parece significativo, ni siquiera humano.

En Occidente vivimos el mito de la eterna juventud. Todo lo apetecible tiene que parecer joven. Esto hace que queramos estirar la juventud hasta extremos ridículos. Hay todo un negocio en torno a este deseo: clínicas de cirugía estética, gimnasios, tiendas de ropas, cosméticos, agencias de viajes, etc. Tenemos miedo a entrar en una etapa en la que ya no seamos protagonistas sino en muchos casos un estorbo para el estilo de vida que hoy llevan las familias y comunidades. Algunos jóvenes, conscientes de este panorama, me han dicho que no les gustaría llegar a viejos, que preferirían morirse cuando languidezca el vigor y el encanto de la juventud. Me recuerdan la frase atribuida a James Dean: “Vive rápido, muere joven y ten un cadáver bonito”. El mismo Jesús murió joven. No sabemos cómo habría afrontado la ancianidad y, por tanto, el deterioro de las funciones físicas y mentales. Me lo he preguntado más de una vez. 

Este juvenilismo que vivimos en Occidente contrasta con el respeto y veneración que en otras partes del mundo (sobre todo, en África y Asia) sienten hacia los ancianos. En esos contextos, el deterioro físico se ve compensado por el reconocimiento familiar y social. Los ancianos no se sienten “sobrantes” –como le gusta recordar al papa Francisco– sino amados y respetados. Son la reserva de sabiduría de las familias y comunidades, la memoria de un pasado que ayuda a comprender el presente. Donde hay niños, los ancianos encuentran su lugar. Donde los niños son escasos, también los ancianos pierden relevancia. Es como si los dos extremos de la existencia humana se explicasen y necesitasen mutuamente. ¿No hay una correlación llamativa entre escasez de niños, arrinconamiento de los ancianos y pérdida del sentido de la vida?

¿De qué sirve prolongar la vida humana si no somos capaces de cuidarla, valorarla e integrarla en la sociedad? El temor a la ancianidad indica, en el fondo, un sentido de la vida muy débil. Porque  no sabemos quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos, nos produce pavor enfrentarnos a los límites, quisiéramos ser siempre Peter Pan. Este es el drama de nuestra cultura occidental que pretendemos esconder y maquillar de mil maneras, algunas perfectamente cínicas. Y, sin embargo, solo la aceptación lúcida de nuestros límites nos ayuda a trascenderlos y a abrirnos a una esperanza que –digámoslo sin rodeos retóricos– solo Dios nos puede dar. 

La vida es energía, fuerza, entusiasmo, trabajo; pero también debilidad, fragilidad, dolor y retiro. Aceptar solo una cara nos impide vivir con serenidad. Por eso, hay dos tipos de ancianos: los que, perdida toda esperanza, se abandonan a una depresión crónica ante el desgaste que experiemntan y los que, conscientes de sus límites, se abren a Dios y le confían con serena confianza su suerte. La primera actitud casi nos viene “de fábrica”. No es necesario ser virtuoso para dejarse llevar por la tentación de la desesperanza, la crítica y el mal humor. La segunda requiere plantear la vida desde la fe. Al final, envejecemos y morimos como hemos vivido. Podríamos decir que la ancianidad lleva al extremo (para bien o para mal) las actitudes que nos han acompañado a lo largo de la vida. Por eso, aprendemos a ser ancianos cuando todavía somos jóvenes. Conviene darse cuenta y no perder demasiado el tiempo.