miércoles, 30 de septiembre de 2020

Máscaras y mascarillas

Aunque llevamos meses usando la mascarilla, es difícil acostumbrarse a un adminículo que tapa la mitad de la cara, dificulta la respiración,  impide ver los labios de la persona que nos habla y nos da un aspecto de ridículos cuatreros. Si esto lo hubiéramos imaginado hace solo un año, nos parecería estar viendo una película de ciencia ficción. Hoy ya nos parece normal ver a todo el mundo con mascarilla, como antes lo veíamos con corbata o un pañuelo anudado al cuello. Se han multiplicado los diseños, colores y texturas, dando origen a un nuevo producto de consumo. Creo que a muchos fabricantes ya no les importa tanto si sirve para contener la expansión del virus, cuanto si entona con el resto del atuendo y atrae la curiosidad. De elemento de protección ha pasado a ser prenda de adorno. Muchas instituciones aprovechan la oportunidad para colocar en ellas su logo y hacer propaganda. Llevar mascarilla se ha convertido en un hábito, que esperemos no dure demasiado, no sea que luego nos dé vergüenza exhibir los labios y tal vez una dentadura un tanto desportillada. 

Sin embargo, el verdadero problema nuestro no es llevar una mascarilla – por incómoda que sea – sino llevar una máscara invisible que no permite adivinar nuestra verdadera identidad. La verdad es que en este teatro del mundo rara es la persona que no utiliza una o varias máscaras para representar su papel.



Hay máscaras económico-sociales que sirven para fingir la clase social a la que uno pertenece. Hay personas a las que les gusta aparentar que su poder adquisitivo es muy superior al real. De esta manera pueden codearse con otro tipo de personas y gozar de un cierto prestigio y popularidad. A veces también se da – aunque creo que con menos frecuencia – el caso de personas ricas que se ponen la máscara de pobres para pasar desapercibidas. Hay máscaras académico-culturales. Las usan quienes quieren presumir de una erudición de la que carecen. Citan libros que no han leído, utilizan palabras fuera de contexto, acumulan títulos y diplomas y siempre quieren dar su opinión sobre todo utilizando una máxima que da el pego: “Ya que no podemos ser profundos, seamos, por lo menos, oscuros”. Hay máscaras afectivo-sexuales que sirven para esconder identidades y sentimientos que, por alguna razón, no se quieren manifestar. Y hay, por supuesto, máscaras religiosas que, tras la apariencia devocional, esconden vidas hipócritas y miserables. A menudo, percibimos con claridad que los otros se disfrazan con máscaras de todo tipo. Es más difícil caer en la cuenta de que también nosotros podemos estar usando máscaras casi sin darnos cuenta.

Máscaras y mascarillas tienen algo en común: tapan total o parcialmente nuestra identidad. La mascarilla cubre parte del rostro, que es cabalmente la parte de nuestro cuerpo que mejor expresa lo que somos, la ventana por la que nuestra corporalidad deja ver nuestra intimidad. Las máscaras nos obligan a representar papeles que no coinciden con el guion original de la película de nuestra vida. Nos obligan a huir de nosotros mismos y ser otros porque no hemos aprendido a ser quienes somos “de otra manera”. En todos los casos, nos convertimos en una mentira andante y, por tanto, en esclavos de nosotros mismos y de los demás. Jesús nos advirtió con claridad que solo la verdad nos hace libres. 

En un contexto social en el que proliferan las máscaras y las mascarillas, las fake news, las imposturas de todo tipo, ¿cómo seguir siendo libres? En los últimos minutos del documental The social dilemma sobre el que escribí hace un par de días, Tristan Harris se pregunta qué será del mundo si ya no creemos que existe la verdad, si nos quedamos embelesados con el neodogma relativista de que “cada uno tiene su verdad” y todas son igualmente atendibles, o si nos perdemos en continuas preguntas “pilatescas” acerca de qué es la verdad. Quizá nunca como ahora podemos entender la fuerza liberadora de las palabras de Jesús: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. Cada día que pasa me enamoro más de la racionalidad, coherencia y belleza de la propuesta de Jesús. No hay nada que se le pueda comparar.

martes, 29 de septiembre de 2020

Yo también soy pandemial

La periodista Mayte Rius, en un reciente artículo publicado en La Vanguardia, preguntaba al lector si creía que era un pandemial.  Es probable que, para los más jóvenes, el término, aunque nuevo, suene familiar. Están acostumbrados a que a ellos los llamen millenialsEs cuestión de cambiar el prefijo. A los mayores les puede parecer un insulto: “Pandemial será tu padre (o tu suegra)”. Aunque todavía no ha echado raíces profundas, el término pandemial empieza a aplicarse “a la generación que está viviendo la actual pandemia de la Covid-19, enfrentando las complejas situaciones que ha provocado y transformando su vida, su trabajo, sus relaciones... e incluso sus prioridades y su filosofía de vida para adaptarse a una nueva realidad que no imaginaban”. 

¿Quién de nosotros no está acusando, de una manera u otra, el zarpazo de la pandemia? Si bien en sentido lato, creo que todos (empezando por mí mismo) somos pandemials. Nuestra vida se ha alterado significativamente en estos meses y todavía no sabemos lo que nos aguarda. Al menos, la gente de mi generación puede comparar dos estilos de vida. Hay un antes y un después. Quienes tienen ahora menos de cinco años, nunca sabrán cómo se vivía antes de la pandemia porque es muy probable que algunos cambios no sean transitorios, sino que marquen un nuevo rumbo. Los que tienen entre 15 y 30 años se verán muy afectados porque están en una etapa de la vida (la formación y el acceso al mercado de trabajo) en la que la incidencia de la Covid-19 está siendo brutal.

La pandemia, por ejemplo, está ya transformando la manera de enseñar y de aprender. Afecta tanto a profesores como a alumnos. No se trata de “retransmitir” las clases por Internet para colmar el vacío presencial, sino de imaginar un nuevo modo de aprendizaje, con sus luces y sombras. Los besos y abrazos están dando paso a nuevas formas de relación, más simbólicas y menos físicas. Las mascarillas pueden acabar convirtiéndose en máscaras que, al cubrir buena parte del rostro, impiden una comunicación transparente y dan lugar a malentendidos y omisiones. Los actos masivos han desaparecido. Ya no sabemos en qué consiste gritar en un estadio de fútbol o vibrar en un concierto de música al aire libre. Los encuentros familiares son en muchos casos un simulacro de lo que fueron. Algunos ya hablan de unas Navidades “pandémicas”. 

La economía ha quedado herida de muerte. Algunos sectores difícilmente se van a recuperar a corto y medio plazo. Nos vamos acostumbrando a que nos manden cosas sin posibilidad de protesta en aras de la salud. Ya se sabe que cuando se invoca la salud todos estamos dispuestos a cualquier sacrificio, por absurdo que sea. Las “cicatrices emocionales” estarán siempre en el alma de quienes no han podido acompañar a sus muertos o enterrarlos con dignidad. Como el futuro es incierto, muchos se han tenido que acostumbrar a vivir de manera más austera o, sencillamente, a sobrevivir con lo poco que tienen. Parece que han aumentado los casos de depresión y de suicidio. La salud mental de muchos se ha visto afectada por la inseguridad y la falta de apoyos. 

Todos nos hemos vuelto más digitales que antes. El teletrabajo, la educación online, la telemedicina, el ocio digital, las videollamadas, los encuentros virtuales son prácticas habituales entre los pandemials. ¡Y hasta nuestro vocabulario se ha ido enriqueciendo con expresiones nuevas como distanciamiento social, confinamiento, aplanar la curva, nueva normalidad, etc.!

Como quejarse sirve de poco a no ser de comprensible desahogo lo mejor es concentrarse en lo que podemos modificar y aprender. Cuando veamos las cosas con más perspectiva, tal vez caigamos en la cuenta de que lo que ahora nos parece un contratiempo serio se ha convertido en la oportunidad de acelerar los cambios que debíamos haber hecho hace años, pero que no hicimos por falta de visión y de coraje. 

¿Se puede acompañar este momento con una espiritualidad que nos dé motivos para seguir esperando y energía para recorrer el camino? No tengo la menor duda. Pero no una espiritualidad de píldoras de autoestima o de analgésicos emocionales. No se trata de hacer más llevadera la situación, sino de perforarla. En el Evangelio de Lucas leemos una frase de Jesús que, aunque parece desconcertante, nos despierta de la modorra con la que a veces vivimos: “Si no os convertís, todos pereceréis igualmente” (Lc 13,5). Jesús nos invita a leer en profundidad lo que está pasando, los signos de los tiempos. 

Es verdad que, de entrada, se trata de un problema de salud pública (un virus ha infectado a más de 30 millones de personas en el mundo y ha producido más de un millón de muertos) y así hay que abordarlo. Pero todos somos conscientes de que se ha convertido ya en un problema de lesa humanidad con ramificaciones de todo tipo. No bastan las respuestas médicas, por necesarias y urgentes que sean. Hay que aprovechar el momento para esa “conversión” (cambio de mentalidad) del que nos habla Jesús. La próxima encíclica del papa Francisco – que será publicada dentro de unos días – nos va a ofrecer pistas muy concretas para vivir este momento. El título mismo – Hermanos todos – sintetiza muy bien el cambio de clave. No es lo mismo entender el mundo desde la competitividad (todos consumidores) que desde la fraternidad (todos hermanos). Volveremos sobre este asunto a comienzos de octubre.

lunes, 28 de septiembre de 2020

El dilema social

Ayer fue un domingo pasado por agua, así que no tuve más remedio que pasarme todo el día en casa. Disfruté de una jornada gris, fría, otoñal. Como había leído en la prensa que la plataforma HBO lanzaba la serie de televisión Patria, decidí dedicar un tiempo a leer la novela de Fernando Aramburu en versión digital. Si algo aparece en casi todas las páginas es la lluvia vasca, así que ayer era un día perfecto para sintonizar con el ambiente de la novela. Pero prefiero esperar algún día más para escribir sobre un asunto que hiela el alma. Prefiero fijarme hoy en otro tema que tiene que ver con las redes sociales. Me sorprendió que, desde Puerto Rico y desde España, casi al mismo tiempo, dos amigos me invitaran a ver el documental The social dilemma que ofrece la plataforma Netflix. Lo consideré una coincidencia premonitoria, así que, antes de cerrar mi ordenador, me vi de un tirón una producción que dura algo más de hora y media. Está hecha de tal manera que atrapa al espectador de principio a fin. En realidad, emplea las mismas trampas psicológicas que usan las redes sociales a las que critica. Por eso, en poco tiempo se ha convertido “en el documental que todos tendríamos que ver”. Yo mismo he caído en la trampa al escribir esta entrada sobre él, pero reconozco que el hecho de que me haya subyugado y transmita mi fascinación a los amigos del Rincón no impide que reconozca sus méritos y algunas de sus trampas.

¿De qué trata este documental? Del testimonio de algunos “arrepentidos” de Silicon Valley que cuentan el dilema ético que les llevó a abandonar las empresas en las que ocupaban puestos de responsabilidad. En algo más de hora y media explican cómo la adicción y las violaciones de la privacidad de Facebook, Twitter, Instagram, Youtube, Google, Pinterest, Linkedin, etc. son características estructurales de estas plataformas y no meros errores. Los “usuarios” somos, en realidad, conejillos de Indias de experimentos a gran escala. Ya no se trata de vender productos, sino de vender usuarios. En un momento dado, uno de los expertos dice: “Si no pagas por el producto, entonces tú eres el producto”. Esto es posible porque hay un algoritmo que gobierna las redes sociales y que está diseñado para hacer dinero. El mecanismo es sencillo: el algoritmo comienza proponiéndole al usuario cosas que le interesan; luego lo pega a la pantalla con una narración de la que no puede escapar. ¿Cómo se las arregla para crear esta adicción? Muy sencillo: usando técnicas de tecnología persuasiva. De manera sencilla, podría explicarse así. Te interesa un contenido, el algoritmo te lo propone y te “obliga” a verlo porque te bombardea con una serie de continuas notificaciones.

Es probable que, si te decides a verlo, te pase lo mismo con el documental. Una vez que empiezas a ver El dilema social es casi seguro que seguirás hasta el final.

Por esta razón, El dilema social no es tanto el documental que todos tenemos que ver, cuanto el documental que a todos se nos empuja a ver. Resulta paradójico, pero muy representativo del mundo en el que vivimos, que el documental que nos habla sobre el algoritmo que gobierna las redes sociales utilice también un algoritmo para hacer que todo el mundo lo vea. Y no solo eso: utiliza las mismas técnicas de persuasión de las que habla para asegurarse de que los espectadores nos quedamos pegados a la pantalla. La presentación nos impresiona y aterroriza tanto que casi nos sentimos obligados como yo mismo estoy haciendo ahora a contárselo a todo el mundo. Es solo un ejemplo de que hay un algoritmo que nos manipula, se alimenta a sí mismo y puede llegar un momento en que los seres humanos ya no podamos detenerlo. 

¿Dónde está el “demonio” de las redes sociales? ¿Tan mala es la tecnología moderna? ¿No estaremos reaccionando con actitudes parecidas a las que surgieron cuando aparecieron los periódicos, la radio o la televisión y modificaron los hábitos informativos de aquellos viejos tiempos? Tristan Harris, antiguo experto en ética del diseño digital de Google y fundador del Centro para una Tecnología Humana, responde así: “El robo de datos, la dependencia de la tecnología, las noticias falsas, la polarización de las opiniones, las elecciones que se roban… son consecuencias del problema. La tecnología no es la amenaza, sino la capacidad de la tecnología para sacar lo peor de la sociedad”.


Menos mal que, tras un análisis demoledor y técnicamente subyugante, en los últimos doce minutos el documental ofrece un principio de solución y nos da alguna esperanza. Si el problema reside fundamentalmente en el modelo de negocio, entonces eso es precisamente lo que hay que cambiar. Las empresas tecnológicas dicen que se autorregulan, pero esto no es cierto. Necesitamos leyes nuevas para un fenómeno nuevo. Algunos de los intervinientes en el documental se preguntan: “¿Por qué las compañías telefónicas, por ejemplo, tienen que respetar las normas de privacidad y las empresas digitales no?”. Es evidente que la tecnología va muy por delante de las leyes. El beneficio privado se antepone al interés colectivo. Se necesita, pues, un marco legal que regule un océano transnacional que, hoy por hoy, parece incontrolable. Mientras tanto, es probable que sigamos usando Facebook o YouTube, pero procuraremos no ser esclavos de sus mecanismos adictivos. ¿Es aún posible o tendremos que desembarazarnos definitivamente del teléfono móvil y del ordenador?  

domingo, 27 de septiembre de 2020

Falta el tercer hijo

Cuando el evangelista Mateo escribe el pasaje que leemos en este XXVI Domingo del Tiempo Ordinario habían pasado unos cincuenta años desde la muerte y resurrección de Jesús. Su profecía se había realizado ya: las comunidades cristianas estaban compuestas sobre todo por personas provenientes del paganismo, mientras que la mayoría de los hijos de Abrahán no habían reconocido en Jesús al Mesías de Dios, no habían querido entrar en la viña. Si la parábola del domingo pasado nos dejaba un poco descolocados ante la imagen de un Dios provocador, la de este domingo no se queda atrás. Jesús habla de un padre y dos hijos. Ya este lenguaje resulta incómodo porque Israel se consideraba el hijo elegido, el único. Hablar de dos introduce un punto de desequilibrio que no deja a nadie indiferente. Como las parábolas de Jesús, aunque muy ambientadas en las condiciones de su tiempo y espacio, son intemporales, podemos aplicarnos el cuento sin dar muchos rodeos. 

El padre es Dios. De eso no hay duda. Luego como sucede en la famosa parábola de Lucas conocida como “el hijo pródigo” hay dos hijos a los que el padre (o sea, Dios) les pide que vayan a trabajar a su viña. Conviene decir que para un israelita tener una buena viña e invitar a sus amigos a beber su vino era uno de esos placeres que no se pagan con dinero. Pues bien, el primer hijo (o sea, los pecadores de Israel y los paganos) dice de entrada que no, pero acaba yendo a la viña. El segundo hijo (o sea, los “buenos” de Israel) dice que , pero no va al trabajo. La historieta parece muy bucólica, pero lleva dinamita dentro. No me extraña que algunos de los oyentes se enojaran.

Tengo amigos y conocidos que tipifican bien a cada uno de los hijos. En Oriente es muy normal que las personas respondan siempre “yes, father” a cualquier petición que un sacerdote exprese, pero eso no significa que vayan a hacer lo que se les pide. Todo dependerá de si encaja o no en sus planes. El “yes, father” no indica un compromiso formal, sino solo una fórmula de cortesía. Si uno la toma al pie de la letra, se sentirá innecesariamente frustrado. El caso contrario es menos frecuente, pero también se da. Tengo un conocido en España que, cuando le pido algo, siempre comienza diciendo que no... porque le sobrepasa el encargo, no tiene tiempo para hacerlo, etc. Como lo conozco, insisto un poco, consciente de que siempre acaba haciendo – y con mucho esmero – lo que, de entrada, no quería hacer. En realidad, ese “no” inicial tampoco indica una decisión firme; es solo una maniobra de aproximación, una especie de regateo que sirve para justipreciar el trabajo que se piensa hacer, aunque verbalmente se diga lo contrario. 

¿No pasa algo parecido con nuestra manera de vivir la relación con Dios? A veces, se nos va la fuerza por la boca, pero luego las obras se quedan muy atrás. Nos confesamos cristianos, presumimos de participar en la vida de la Iglesia, asumimos compromisos, pero luego, a la hora de la verdad, nos conducimos como cualquier otra persona. En caso de conflicto, anteponemos casi siempre nuestros intereses y caprichos a nuestras convicciones. Hay personas poco o nada religiosas, formalmente hablando, que, llegada la hora de la verdad, ponen toda la carne en el asador; es decir, se puede contar con ellas cuando se las necesita. ¿Qué tipo de fe es preferible?

Reconozco que la pregunta es capciosa. En realidad, ninguno de los dos tipos anteriores es el ideal. A la parábola de Jesús le falta un “tercer hijo” para completar el cuadro de una familia numerosa. Naturalmente, el “tercer hijo” que dice sí y realiza lo que dice es Jesús mismo. Es el único que lleva a cabo el salmo 39/40: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”. Es lo que leemos en la carta a los Hebreos: “He aquí que vengo a hacer tu voluntad” (Heb 10,9). Seamos discípulos de Jesús provenientes de familias cristianas tradicionales o nos hayamos encontrado con él avanzado el camino de nuestra vida, todos estamos invitados a hacer de nuestra vida un “sí” como el de Jesús y como el de María: “He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38). 

El “sí” a Dios no implica tanto el cumplimento minucioso de sus mandatos, cuanto la entrega incondicional de nuestra vida a él. Lo primero puede ser difícil, pero es más evaluable. Lo segundo nos introduce en el misterio de una relación de amor. ¿Quién puede evaluar el amor? Amor con amor se paga. Todos estamos llamados a ser el “tercer hijo” de la parábola, por más que nos resulte más fácil identificarnos con el primero o con el segundo, según las circunstancias. ¿Puede haber algo más hermoso que ser invitados por el Padre Dios a trabajar en su viña? ¿Hay alguna otra cosa que se le pueda comparar?

Hoy se celebra la 106 Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado. Este es el mensaje que el papa Francisco nos dirige. 


sábado, 26 de septiembre de 2020

No todo es vanidad

Quizá no sea el mejor modo de regresar al Rincón después de una semana de retiro, pero la frase del título me la proporciona la lectura del Qohelet que se propone en la liturgia de hoy. Durante los días pasados he podido comprender mejor que “todo tiene su tiempo y sazón, todas las tareas bajo el sol: tiempo de nacer, tiempo de morir; tiempo de plantar, tiempo de arrancar; tiempo de matar, tiempo de sanar; tiempo de derruir, tiempo de construir; tiempo de llorar, tiempo de reír; tiempo de hacer duelo, tiempo de bailar; tiempo de arrojar piedras, tiempo de recoger piedras; tiempo de abrazar, tiempo de desprenderse; tiempo de buscar, tiempo de perder; tiempo de guardar, tiempo de desechar; tiempo de rasgar, tiempo de coser; tiempo de callar, tiempo de hablar; tiempo de amar, tiempo de odiar; tiempo de guerra, tiempo de paz” (Eclo 3,1-9). ¿Quién de nosotros no experimenta esta sucesión de verbos en su personal gramática? No hay vida humana que consista solo en nacer, plantar, sanar, construir, reír, bailar, abrazar… Creo que tampoco hay ninguna que se reduzca a morir, arrancar, matar, derruir, llorar, hacer duelo, perder y rasgar. Todos alternamos ambos polos como si la vida fuera un columpio en el que pasamos de una situación a otra sin saber muy bien cómo y por qué. Personajes que hoy son famosos pasan al olvido en cuanto surgen otros personajes que traen un aire nuevo. Quienes han tenido millones de seguidores, cuando mueren quedan reducidos a unos segundos en el telediario. No es de extrañar que, ante esta experiencia de lo efímero del tiempo y de la vida, muchos, tras dedicar un tiempo a pensar, saquen la misma conclusión que el sabio que escribió el Qohélet: “Todo es vanidad”. La incertidumbre en la que nos ha colocado la pandemia refuerza este sentimiento de provisionalidad y desconfianza. Hace solo tres días falleció en Madrid un nuevo claretiano de Covid-19 y otros están gravemente enfermos en Brasil. La tentación de la desconfianza se cierne sobre nosotros, pero no es nunca la última palabra. 

Durante los días del retiro he comprendido mejor que hay una realidad que no pasa de moda y a la que siempre podemos abrazarnos como a un ancla segura en tiempos de tormenta. Es la cruz de Jesús. Resiste el paso del tiempo y conserva siempre su lozanía porque no hay símbolo que exprese mejor el verdadero misterio de la vida humana: nacemos para morir y morimos para vivir. No se trata solo de un fenómeno biológico más o menos explicable por la ciencia, sino de la dinámica de una auténtica vida. Morir y vivir son los verbos del amor. Cuando morimos a nosotros mismos, generamos vida en los demás. Por eso, los cristianos no vemos en la cruz el signo de una derrota, sino la expresión de un amor que se ha entregado hasta el final. Cuando se nos concede comprender que aquí, en el misterio de la cruz, está el secreto de la existencia, todo cobra una nueva dimensión. No es extraño, pues, que Jesús nos invite a cargar con la cruz diaria. No es una mera invitación a asumir con paciencia el peso de la vida (esto podría decirlo cualquier persona sabia), sino a entrar en la dinámica del amor. Cuando sintamos que la vida ha perdido su encanto, cuando se nos quiten las ganas de todo, cuando el suicidio nos parezca la opción más razonable, no emprendamos un camino de huida hacia ninguna parte, no nos refugiemos en experiencias placenteras. Hagamos un último esfuerzo por salir de nosotros mismos para ponernos al servicio de alguien que esté necesitando una sonrisa, una palabra de aliento, un poco de apoyo. Notaremos enseguida que la vida se abre paso como el sol cuando aparece cada mañana derrotando las sombras de la noche. Esta es la sabiduría escondida de la cruz, escándalo para los judíos y necedad para los griegos.

La casa Domus Aurea y el parque que la rodea tienen rincones que me han hablado durante estos días. La naturaleza y el arte saben decir las cosas de un modo que llega al corazón. Sin decir nada, lo han dicho todo. No hay palabra más elocuente que el silencio que atraviesa algunas realidades que nos rodean. He tenido mucho tiempo para pasear, contemplar, interpretar y agradecer. Os dejo con algunas fotos que tomé ayer y una breve oración a propósito de cada una de ellas. Buen fin de semana.  


Gracias, Señor, por permitir que un viejo árbol
me explique Quién eres sin proferir una sola palabra.
Sentado a su sombra,
he comprendido que Tú eres la Vida.
Nada existiría si Tú no lo hubieras creado.



Se nota la mano del hombre
en estas hileras rectilíneas de cipreses enhiestos.
Nunca la naturaleza traza líneas así.
No permitas que la búsqueda obsesiva del orden y el control
me impida ver tu mano providente
en el caótico y hermoso libro de la vida.



Como el "poverello" de Asís,
también yo quisiera alzar mis manos
para darte gracias por el milagro de la vida
y encomendarte a las muchas personas que la ven amenazada
por esta pandemia que nos aflige.
Haznos instrumentos de tu paz y consolación.



Te veo ahí,
silente en el sagrario, abierto en la cruz,
siendo luz para nuestras oscuridades,
alimento para nuestra hambre infinita,
compañía en nuestra soledad,
esperanza siempre.

lunes, 21 de septiembre de 2020

El dios-vacuna

Si hay una coletilla que se repite con frecuencia en los últimos meses al final de muchas frases es esta: “hasta que (no) llegue la vacuna”. No podremos viajar como antes, no podremos celebrar fiestas familiares, no organizaremos festivales de música y acontecimientos deportivos, no abriremos los locales de ocio, no celebraremos congresos y asambleas… “hasta que (no) llegue la vacuna”. La famosa vacuna se presenta con aires mesiánicos, casi como si fuera un diosecillo al que tenemos que invocar con todas nuestras fuerzas para que nos visite cuanto antes. Parece que nuestro futuro depende de que algunos científicos la descubran, las empresas farmacéuticas la comercialicen y todos podamos preparar nuestro sistema inmunológico para luchar contra el virus. No sabemos cuánto tiempo se tardará. Algunos hablan de pocas semanas y otros de varios años. 

¿Qué hacemos mientras tanto? ¿Nos recluimos en casa? ¿Dejamos de vivir? También aquí tenemos que dejarnos enseñar por los más pobres. Si en África, por ejemplo, hubieran tenido esta actitud derrotista, hace tiempo que el continente de la vida estaría sumido en una crisis insuperable porque las amenazas son múltiples. Se lleva hablando de una vacuna contra el paludismo desde hace décadas y no acaba de llegar. La gente sigue muriendo. La ciencia no acaba de encontrar la solución. En 2018, se estimaron 405.000 muertes por malaria en todo el mundo. Es verdad que en solo ocho meses llevamos ya casi un millón a causa del Covid-19, pero eso no debe impedirnos seguir viviendo. Igual que en África y en otras regiones del mundo han aprendido a vivir con el riesgo de contraer el paludismo y toman medidas de protección, también en Europa y América tenemos que aprender a convivir con el coronavirus adoptando algunas medidas protectoras, pero sin entrar en “modo pánico”. Aquí en Italia vivimos un mes de marzo dramático, sobre todo en las regiones del Norte. Ahora, a comienzos del otoño, sigue habiendo casos de contagios y muertes, pero la situación parece manejable. Roma está recuperando, poco a poco, su ritmo ordinario, aunque muchos hoteles siguen cerrados. Se ve que los turistas no acaban de fiarse.

Este año de la pandemia, el otoño comenzará el martes 22 de septiembre a las 15,31. Eso significa que hoy lunes es el último día del verano. Creo que no he vivido un verano más atípico en toda mi vida. Al principio de la pandemia, soñábamos con que el verano marcase el regreso a la vida normal, pero la verdad es que exceptuando algunas semanas más tranquilas entre julio y agosto la pesadilla sigue. La temida segunda ola se ha adelantado al comienzo del otoño. Ya nadie se atreve a hacer previsiones. Se confía en el “dios-vacuna”. ¿A qué “dios” nos encomendaremos cuando comprobemos que la vacuna se retrasa más de lo previsto o que no es tan eficaz como deseábamos? Mientras me hago estas preguntas, caigo en la cuenta de que hoy es la fiesta de san Mateo, el judío que pasó de cobrador de impuestos para los romanos a seguidor del Nazareno. El cambio no lo hizo por propia voluntad, sino porque Jesús se fijó en él y lo invitó a seguirlo. Debió de ser tan grande la atracción de Jesús que Mateo no pudo resistirse. Confieso que a veces, cuando caigo en la cuenta de la enorme encrucijada de caminos que nos ha tocado vivir, echo de menos una experiencia magnética que me atraiga irresistiblemente. Pero parece que Dios, salvo en contadas excepciones, no suele utilizar este procedimiento. A nosotros nos toca buscarlo, dar tumbos, caernos, volvernos a levantar y seguir buscando. De hecho, el texto de Isaías que leímos ayer en la primera lectura, comenzaba así: “Buscad al Señor mientras se le encuentra, invocadlo mientras esté cerca” (Is 55,6). Buscar e invocar son los verbos de todo creyente. Con o sin vacuna, Dios sigue invitándonos a estar siempre vigilantes y a orar: “Velad y orad para no caer en la tentación” (Mt 26,41). En la vida de fe, no hay una vacuna que nos permita bajar la guardia. No creemos después de haber buscado, sino que creemos buscando siempre.


Precisamente para seguir buscado en el silencio, hoy comienzo una semana de ejercicios espirituales con el resto de mi numerosa comunidad romana en la casa de espiritualidad “Domus Aurea” de las Hijas de la Iglesia. Es un lugar cercano al aeropuerto de Fiumicino en el que ya he estado en otras ocasiones. Después de haber acompañado a otros en los últimos meses en varios ejercicios espirituales on line, también yo necesito ser acompañado. Por eso, hasta el próximo sábado 26, no reanudaré mis entradas diarias en este Rincón. Quiero dedicarme a tiempo pleno a serenar mi espíritu, escuchar la palabra de Dios e iluminar este tiempo que vivimos. Sé que es un lujo que pocos pueden permitirse. Espero que redunde en bien de más personas, no solo de mí mismo. Os pido, pues, una oración por el fruto de este retiro y un poco de paciencia hasta el sábado.  



domingo, 20 de septiembre de 2020

Dios es un provocador

La parábola que nos ofrece el Evangelio de este XXV Domingo del Tiempo Ordinario irrita y consuela a partes iguales. Irrita porque el dueño de la viña paga el mismo jornal a quien lleva trabajando de sol a sol que a quien se arrima a última hora. Esto suena a injusticia y favoritismo. Consuela porque nosotros pertenecemos más al segundo grupo que al primero. Con esta parábola desconcertante, Jesús quiere matar dos pájaros de un tiro, si se me permite esta expresión en tiempos de gran aprecio por los animales. Por una parte, denuncia la religión del mérito; por otra, presenta la imagen de un Dios provocador. Es provocador precisamente porque su amor no es un premio a los méritos que nosotros hemos acumulado a base de buenas obras, sino fruto de su actitud incondicional y generosa. Si la parábola no nos irrita un poco, es probable que no hayamos comprendido su trascendencia. Lo que Jesús pretende es desmontar la espiritualidad farisaica basada en una especie de relación comercial con Dios: “Si yo te ofrezco buenas obras, tú tienes que recompensarme en su justa proporción”. Está claro -como leemos en la primera lectura del profeta Isaías- que  “mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos”.

La verdad es que una parábola como esta echa por tierra una manera de entender la relación con Dios que está muy enraizada en muchos cristianos. Pero no solo eso. También afecta a las relaciones dentro de la Iglesia. ¡Cuántas veces en las parroquias, por ejemplo, los devotos (o devotas) de toda la vida se sienten sus propietarios y no quieren ceder nada a quienes se incorporan a última hora! Es como si, con palabras o sin ellas, emitieran este mensaje: “Aquí los buenos, los que cortan el bacalao, somos los de siempre. Vosotros, los nuevos, sois unos advenedizos que tenéis que esperar vuestro momento”. En algunos casos estas críticas se vuelven más ácidas: “Resulta que nosotros llevamos toda la vida esforzándonos, cumpliendo con la Iglesia, yendo a misa los domingos, colaborando económicamente, y ahora vienen los convertidos de última hora, que han vivido de espaldas a Dios, y pretenden tener los mismos derechos que nosotros. ¡Habrase visto! ¿Dónde vamos a parar?”. En algunos casos se llega más lejos: “Como este párroco siga abriendo las puertas a cualquiera, que no cuente más con nosotros. O sea, que nos pasamos toda la vida arrimando el hombro y ahora da la impresión de que no ha servido de nada”.

La “religión del mérito” está en nuestro ADN. También en la sociedad se habla de la meritocracia. Estamos hartos de los enchufes, de que los vagos salgan adelante a base de chanchullos. Por eso, reivindicamos el poder de quienes han hecho méritos para ello porque tienen un currículo brillante, han ganado oposiciones, etc. Nos revienta que los aprovechados se equiparen a los esforzados. Así que, en este contexto, es comprensible que la actitud de Dios nos desconcierte porque parece que se pone de parte de quienes non dan un palo al agua y luego quieren tener los mismos beneficios que los que se los han ganado a pulso. No creo que vayan por ahí los tiros. Aquí no se trata de un problema de justicia retributiva, sino de una manera insólita de entender el amor y por tanto la relación de Dios con los seres humanos. Dios nos ama no porque seamos buenos, sino porque es nuestro Padre. Su amor es gratuito, incondicional, previo a cualquier acción por nuestra parte. Podríamos decir que Dios no nos ama porque somos buenos, sino que, amándonos, nos hace buenos, nos empuja a responder con amor. Las consecuencias de este cambio de perspectiva son tan colosales, tanto en el plano personal como comunitario y social, que nos lleva toda una vida comprenderlas y ponerlas en práctica.



sábado, 19 de septiembre de 2020

Aprovechando que hoy es san Jenaro

Dentro de unas horas termino el retiro de tres días que he dado a los claretianos de la Provincia de Santo Tomás de la India. Teniendo en cuenta que, a causa de la pandemia de Covid-19, no es posible viajar ahora mismo al país asiático, lo he hecho en directo a través de mi canal de YouTube. Esto me ha obligado a pegarme un buen madrugón debido a la diferencia horaria de tres horas y media. La primera meditación comenzaba a las 6 de la mañana; la segunda, a las 11,30. Son soluciones de emergencia que no me satisfacen del todo, pero que nos permiten no tirar la toalla en estos tiempos difíciles. Internet nos ayuda a tejer una red mundial de relaciones en la que todos sentimos que formamos parte de una gran familia. 

Sigo con mucha preocupación lo que está pasando en mi país, y más concretamente en Madrid. Me temo que la acumulación de tensiones de todo tipo (concentradas en las plataformas mediáticas) puede acabar estallando en algún momento. Por eso, echo de menos líderes con templanza y mirada de onda larga. Aquí en Italia las cosas parecen más calmadas, pero en cualquier momento puede formarse la tormenta perfecta. Casi toda América sigue acumulando contagios y muertes. Parece claro que la cosa va para largo.  Lo que no sé si va para largo es nuestra paciencia. Los ánimos se van desgastando. Una persona o un grupo con la moral baja pueden tener reacciones incontrolables. De hecho, se están multiplicando los casos de violencia, robos y suicidios. Muchos se preguntan hasta dónde vamos a llegar y hasta cuándo podremos resistir. No basta con cantar “Resistiré” (canción que tuvo su boom en los meses de marzo y abril) en un ejercicio de voluntarismo extremo, sino de cultivar las raíces que nos permiten nutrirnos y resistir en tiempos de inclemencia y ayudarnos unos a otros.

En este clima de tensa serenidad, esta tarde celebraremos la ordenación diaconal de un claretiano salvadoreño en nuestra basílica romana del Corazón de María. En ella es fácil asegurar la distancia de seguridad. Para facilitar el seguimiento de la celebración por parte de su familia y de sus amigos, transmitiremos la ceremonia por YouTube y Facebook. Hoy se ha convertido ya en una práctica normal este tipo de transmisiones. Es una forma de acercar los eventos a quienes no pueden participar físicamente en ellos. Yo me voy a dedicar a hacer la traducción simultánea del italiano al español, de modo que los salvadoreños puedan entender bien lo que celebramos. Es una tarea pesada, pero, de vez en cuando, me gusta hacerla. Al fin y al cabo, la vocación misionera tiene algo de interpretación. 

Los misioneros nos pasamos la vida “interpretando” los signos de los tiempos para ver qué nos quiere decir Dios en las personas y acontecimientos e “interpretando” la Escritura para ver cómo puede iluminar lo que vivimos. Este Rincón es, en cierto sentido, un ejercicio diario de interpretación, así que supongo que no me costará demasiado ponerme los auriculares, activar el micrófono, escuchar con atención e ir interpretando lo que sucede. Por otra parte, una de mis varias vocaciones frustradas (junto a la arquitectura y la música) es el periodismo. Contar lo que vemos y oímos es un modo de comprenderlo mejor. Una experiencia nunca se termina hasta que no la contamos. La expresión es el último eslabón de una cadena que incluye la percepción y la conciencia.

Hoy se celebra en Nápoles la fiesta de san Jenaro, del que los napolitanos se confiesan muy devotos. Todos los años, en un día como hoy desde hace unos 400 años, se licúa la sangre del santo. La Iglesia no habla de milagro, sino de prodigio. La tradición popular considera de mal augurio que la sangre no se licúe, como ocurrió en septiembre de 1939 cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, o en 1943, cuando la ciudad de Nápoles fue ocupada por los nazis. Todos se preguntan qué pasará este año 2020, el año de la pandemia. En el momento de escribir estas líneas, no sé si se ha producido la licuefacción o no. Pase lo que pase, no es el momento de echar más leña al fuego, sino de compartir experiencias y mensajes que nos ayuden a vivir el momento presente con serenidad. No es nada fácil. Un día leemos que la vacuna está al caer. Al día siguiente nos dicen que no llegará antes de finales de 2021 o a mediados de 2022. Al principio nos aseguraban que quienes habían padecido la enfermedad quedaban inmunes frente a ella. Ahora se multiplican los casos de reinfectados. 

Los mensajes contradictorios no solo proceden de Donald Trump (sería un milagro que en su caso fueran coherentes), sino de las autoridades sanitarias y de los políticos de turno. A todos parece sobrepasarnos una realidad para la que no tenemos respuestas precisas y oportunas. Una solución de emergencia que algunos amigos míos han tomado es abstenerse de leer y escuchar noticias. La sequía informativa proporciona una relativa tranquilidad. En mi caso, no funciona porque soy un adicto a la información. Sigo creyendo aquello de que “sin información no hay opinión”, pero tal vez tengo que revisar mis principios en aras de la salud mental.

viernes, 18 de septiembre de 2020

Aunque no pueda verte

Ayer publicó su último vídeo musical el cantautor gallego Rubén de Lis, a quien me he referido en varias ocasiones en este Rincón. No se entiende su música sin conocer su fascinante trayectoria vital. La canción se titula “Aunque no pueda verte”. Podría ser el himno de quienes siguen creyendo en Dios y en Jesús sin percibir con claridad sus huellas. La experiencia no es nueva. Nunca ha sido fácil creer, ni siquiera en las primeras generaciones cristianas. El autor de la primera carta de Pedro, escrita probablemente en el último tercio del siglo I, exhorta así a los cristianos: “No lo habéis visto, y lo amáis; sin verlo, creéis en él y os alegráis con gozo indecible y glorioso, pues vais a recibir, como término de vuestra fe, la salvación personal” (1 Pe 1,8-9). En el evangelio de Juan leemos: “A Dios nadie lo ha visto nunca” (Jn 1,18). Para la mentalidad moderna, invisible es casi sinónimo de inexistente. Si no podemos “ver” a Dios y ni siquiera al hombre Jesús, ¿sigue teniendo algún sentido creer en ellos? Rubén de Lis es un cantautor de hoy. Él ha vivido en carne propia las pérdidas y búsquedas de la gente de su generación. Como artista que es, no se dedica a escribir libros de teología, sino canciones que en tres o cuatro minutos captan un sentimiento y lo hacen universal. El sentimiento de “pérdida” y de “búsqueda” está ahí. Lo he visto en muchos jóvenes, pero también en personas de mediana edad y en gente de mi generación.

Rubén sabe por experiencia que a Jesús no lo vemos. O mejor, que no lo vemos como vemos otras realidades de nuestro entorno, pero eso no significa que no percibamos de ninguna manera su presencia. Para ello, no es preciso que suceda nada espectacular. No es necesario romper la cotidianidad. El estribillo es muy claro: “No necesito un milagro para creer que Tú estás aquí”. Esto lo decimos, pero, en realidad, todos quisiéramos un milagro que disipara nuestras dudas. Lo querían los contemporáneos de Jesús y lo seguimos queriendo nosotros. De hecho, cuando se corre la voz de que ha sucedido algo extraordinario (una curación inexplicable, una aparición mariana, etc.,), muchas personas, incluso no creyentes, acuden para ver qué ha pasado. Pero si hay algo que hace maravillosa la fe cristiana es precisamente la ausencia de “maravillosismo”. Es verdad que Jesús realizó – y sigue realizando – algunos “signos” (eso es lo que significa la palabra milagro) que nos hacen vislumbrar otra dimensión, pero el gran signo consiste en una vida entregada hasta la muerte. En otras palabras, la prueba de que Dios existe no es tanto que suceden cosas inexplicables por la ciencia, sino que el amor se abre paso en una existencia plagada de males y contradicciones. Si “Dios es amor” (1 Jn 4,8), cada experiencia genuina de amor es como una claraboya que deja pasar la luz de su Misterio. Un pequeño rayo de esa luz es suficiente para iluminar el camino que vamos recorriendo a tientas. Por eso, aceptando las palabras de Rubén de Lis, podemos decir que “aunque no pueda verte”, reconozco los destellos de tu luz, las huellas de tus pisadas y las heridas de tus manos.

Un milagro espectacular no garantiza la fe. Si no somos capaces de creer confiando en la palabra de Dios, nada podrá empujarnos a hacerlo. Jesús lo dijo con claridad en la parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro: “Si no escuchan a Moisés ni a los profetas, aunque un muerto resucite, no le harán caso” (Lc 16,31). Más de una vez he escuchado comentarios de este tipo: si la Iglesia fuera más pobre, si las homilías fueran más cortas, si la liturgia incorporara símbolos modernos, si se cambiara la moral sexual, si los curas pudieran casarse, si…, entonces creería mucha más gente. No dudo de que hay muchos cambios que hacer en la Iglesia, pero ningún cambio por sí mismo nos ahorra el salto de la fe, ni garantiza una adhesión masiva a Jesús y al Evangelio. No es cuestión de “milagros” o reformas estructurales, sino de fe y confianza. Jesús podría actualizar el final de la parábola más o menos así: “Si no sois capaces de fiaros de mí y de mi palabra, aunque cambiéis todo lo que os parece obsoleto, no acabaréis de creer”. ¿Cómo podemos fiarnos de Jesús, a quien no vemos visiblemente, si apenas nos fiamos de las personas a quienes consideramos amigas? Educados en un escepticismo crónico, carecemos de suelo nutricio para que germine la semilla de la fe. Aunque se presente la increencia como uno de los rasgos que caracteriza a la cultura occidental contemporánea, creo que es solo una consecuencia de una realidad más radical: la desconfianza. Hace décadas que los “maestros de la sospecha” (Marx, Nietzsche, Freud y compañía) nos enseñaron a no fiarnos de nada ni de nadie. ¿Quién nos va a enseñar ahora a confiar en los demás cuando el tiempo de pandemia nos ha vuelto todavía más escépticos? ¿Dónde están los nuevos “maestros de la confianza”?



jueves, 17 de septiembre de 2020

A las 19,15 tengo una cita

Todos los días desde que empezó la pandemia nuestra comunidad se reúne ante Jesús Eucaristía para un tiempo de adoración antes de las vísperas. No recitamos oraciones ni cantamos salmos. Permanecemos en silencio de principio a fin. Yo procuro interrumpir lo que estoy haciendo y bajo corriendo a la capilla. Necesito ser fiel a esta cita vespertina. Si no sonara un poco hiperbólico, diría que me lo pide el cuerpo. O, por lo menos, el alma. Hay días en los que el tiempo se me pasa volando. Otros me pierdo en mil pensamientos. Yo miro el pan eucarístico y me dejo mirar. Es probable que si me vieran algunas personas pensarían que estoy loco o que pierdo el tiempo miserablemente. ¿De qué sirve malgastar media hora si parece que todo sigue igual o peor que hace unos meses? No lo sé, pero tampoco busco respuestas. Hace mucho tiempo que las respuestas que me doy o que me dan me suenan demasiado huecas. Simplemente me abandono a un amor que me sostiene. La presencia eucarística de Jesús simboliza de manera visible ese amor. Pienso en las personas que a esa misma hora acaban su jornada laboral y regresan a casa. Pienso en las víctimas de esta pandemia interminable. Pienso en tantos cuidadores exhaustos y en los que han perdido el trabajo. Ni siquiera pido por ellos o doy gracias. Solo pienso, evoco, recuerdo. Creo que no hay oración más “pasiva” que la adoración eucarística.

Si no fuera por esta media hora diaria, me parece que hace tiempo que me hubiera desajustado por dentro. La avalancha de malas noticias es tan grande que no hay ser humano que pueda resistirla incólume. Es verdad que uno puede taparse los ojos y los oídos, pero este ejercicio de autoprotección dura poco. Por otra parte, mi formación misionera me impide hacer oídos sordos a lo que pasa. Al contrario, creo que en estos meses he agudizado mi sensibilidad hacia el sufrimiento de las personas. A veces me siento tan impotente que no sé cómo responder. Por eso, coloco toda mi ansiedad a los pies de Jesús. No le digo lo que tiene que hacer, ni siquiera lo que me gustaría que hiciera. Me limito a dejarme tocar por personas y situaciones. Ya sé que a todas ha llegado él antes que yo, pero necesito hacer este ejercicio cotidiano para no volverme insensible. Cuando acaba la media hora, siempre me siento más sereno sin haberlo buscado. Se cumplen al pie de la letra las palabras de Jesús: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré”. No conviene retorcerlas mucho. La cercanía a Jesús es siempre fuente de alivio, por más que la vida siga siendo un combate. En ningún momento él nos ha prometido librarnos de los problemas, pero sí de la angustia y la desesperación.

No sé cómo decirles a algunos de mis amigos, enfangados en mil situaciones difíciles, que procuren encontrar cada día un tiempo de silencio y adoración. Ya sé que en algunos casos es poco menos que imposible, pero en la mayoría se puede lograr con un mínimo esfuerzo. Basta entrar en una iglesia, buscar un lugar recogido, arrodillarse un rato ante el sagrario, respirar hondo, hacer un profundo acto de fe y confianza y dejarse llevar. Nada más. Si a veces salen algunas palabras del corazón, bienvenidas sean. Si no, es suficiente con acompasar los latidos de nuestro corazón con los del corazón de Jesús. Se produce entonces un misterioso trasvase. Nosotros le pasamos nuestros problemas e inquietudes y él nos regala su paz y amor. A la chita callando, nuestra taquicardia física y espiritual se atempera. Cuando pasan los días, seguimos siendo los mismos, pero empezamos a ver las cosas de otra manera. Para empezar, no sentimos ya la necesidad de tener todo bajo control, de encontrar una respuesta urgente para cada pregunta. Nos dejamos llevar por el flujo de la vida, que es como decir que nos ponemos en las manos de Dios. Dejar que Dios sea Dios es el acto más divino que un ser humano puede hacer. Pero ¡cómo cuesta cuando uno está acostumbrado a llevar las riendas de su vida y aspira a llevar las del mundo!



miércoles, 16 de septiembre de 2020

Dar la vida por los últimos

Italia está conmocionada. Tras el reciente asesinato de Willy, un joven  romano de padres caboverdianos, ayer, a primera hora, fue asesinado don Roberto Malgesini, en la plaza de san Roque de Como, una ciudad situada en el norte del país. Don Roberto tenía 51 años.  Cuando llegó el personal sanitario no pudo hacer nada por salvarle la vida. La herida del cuchillo empuñado por su asesino le había provocado la muerte. Al poco tiempo, un hombre tunecino con problemas psíquicos se presentó en el cuartel de los carabineros para autoinculparse como autor de los hechos. Tiene dos años más que don Roberto. Se trata de un “sin techo” que tenía varios decretos de expulsión del país y algunas condenas por maltrato familiar y robos. Podría ser uno de tantos asesinatos como se cometen cada día, pero hay algo que lo hace diferente. Don Roberto era un sacerdote que se dedicaba precisamente a ayudar a la gente de la calle. Conocida la noticia, enseguida acudió al lugar monseñor Oscar Cantoni, obispo de Como. Expresó su “profundo dolor y confusión por lo sucedido”, pero también “orgullo por este sacerdote que ha trabajado desde siempre a pie de calle hasta dar la vida por los últimos”. Los últimos eran en este caso los inmigrantes y marginados.

Acudieron también alrededor de la casa parroquial muchos de los que han recibido ayuda por parte del sacerdote en los últimos meses. “Para mí, era como un padre – contaba Gabriel Nastase, de 36 años –. Cuando llegué de Rumanía, solo, sin un techo donde cobijarme y sin trabajo, fue el primero en ayudarme. Después encontré un trabajo, pero siempre he estado en contacto con él. Si necesitaba medicinas o que alguien me acompañase al médico, acudía siempre a él. No merecía morir de esta manera. Espero que se haga justicia”. Un joven ghanés, sentado en las escaleras de la iglesia, expresó también sus sentimientos: “Yo vengo aquí todas las mañanas para desayunar algo. Esta mañana he llegado en torno a las 7,30 y he visto un cuerpo tirado en el suelo, pero no me han dejado acercarme. Más tarde he sabido que se trataba de don Roberto. Para mí hoy es un día muy triste. No tengo ni siquiera ganas de comer”. Se multiplican los testimonios parecidos entre otros inmigrantes. Como todas las mañanas, don Roberto estaba repartiendo desayunos entre la gente de la calle con su viejo Panda gris cuando fue acuchillado en el cuello por alguien a quien había ayudado en varias ocasiones.

Anoche, antes de ponerme al ordenador, vi las imágenes de la vigilia de oración que se estaba celebrando en la catedral de Como. Mucha gente había respondido a la llamada que el obispo hizo a través del vídeo que pongo al final de esta entrada. En él define a don Roberto como “el santo de la puerta de al lado” y recuerda una frase que solía repetir a menudo: “Los pobres son la verdadera carne de Cristo”. 

Me alegro mucho de que siga habiendo curas como Roberto. Su manera de entender y vivir el Evangelio no necesita muchas notas a pie de página porque todo el mundo la entiende. Se podrá estar más o menos de acuerdo con la Iglesia, pero nadie en su sano juicio desprecia a alguien que ha consagrado su vida a estar cerca de quienes no encuentran su lugar en la sociedad porque no somos capaces de hácerselo. Es verdad que siempre ha habido curas así, pero en una ciudad rica Como lo es , su opción por los últimos resulta más luminosa y profética. No tengo mucho más que añadir. Me quedo en silencio, doy gracias a Dios por su vida y lo encomiendo a Aquel que era la razón de ser de su entrega hasta las últimas consecuencias. Quizá fue providencial que muriera en la memoria de la Virgen Dolorosa, la que supo estar al pie de la cruz de su hijo cuando otros muchos amigos huyeron. 


martes, 15 de septiembre de 2020

Un obispo se confiesa

El sábado por la tarde tomé el autobús 982 hasta el centro de Roma. Tardé poco más de veinte minutos. Después, con tranquilidad, recorrí a pie casi toda la Via Giulia (la calle más larga del mundo, en el decir de Cervantes) para encontrarme con un viejo amigo de infancia. Juntos compartimos los pupitres del Colegio Claret (entonces llamado Corazón de María) en Aranda de Duero a finales de los años 60, cuando en París los jóvenes se empeñaban en que la playa estaba debajo del asfalto y Los Beatles ponían la banda sonora a la década prodigiosa. Él decidió hacerse sacerdote de la diócesis de Burgos y yo me incliné por la vocación misionera. Como la tarde era agradable, dimos un largo paseo por lugares que cualquiera que haya venido a Roma conoce bien: Piazza Farnese, Campo de’ Fioiri, Piazza Navona, Pantheon, Via del Corso, etc. La conversación fluía como siempre sucede cuando sintonizamos con alguien. Rematamos el paseo saboreando un helado a toda prisa, antes de que el calor lo derritiera por el camino. Yo me incliné por la combinación de tiramisú y mango. Raúl prefirió café y algún otro sabor que no recuerdo. 

Antes de despedirnos, me entregó su último libro, recién publicado. Se titula Creo. Amo. Espero. Luego existo. El subtítulo acota el itinerario espiritual de su autor en los últimos dos años: Del hogar monacal a las periferias urbanas. Es probable que algunos lectores españoles hayan adivinado que me estoy refiriendo a Raúl Berzosa Martínez, obispo emérito de Ciudad Rodrigo. El libro, en realidad, está compuesto a base de fragmentos de su diario. Cubre la etapa que vivió en el monasterio de Saint-Benoît d'En Calcat (Francia) (julio-diciembre de 2018), la experiencia de un mes de ejercicios ignacianos en Roma (diciembre de 2018- enero de 2019), el medio año pasado en una parroquia de Bogotá (Colombia) (febrero-julio de 2019) y los meses restantes hasta finales de 2019. El libro llega a hablar incluso sobre la pandemia que nos aflige en un capítulo que lleva un título sugestivo: “In virus, veritas!: de la pandemia del coronavirus al nuevo despertar de corazones con vida.

Yo no sé si me hubiera atrevido a desnudar tanto el alma, pero estoy convencido de que necesitamos menos teorías sobre “lo que se debería hacer” y más narraciones de “lo que se hace”. No hay libro más elocuente que el libro de la vida, con tal de que sea narrada con verdad y claridad. Dicen los expertos que el famoso Libro de la vida de santa Teresa de Jesús es una biografía en la que, además de describir acontecimientos mundanos, relata sus experiencias espirituales y nos enseña a orar. El relato se convierte a menudo en una oración. Algo parecido fueron las Confesiones de san Agustín. Hay ejemplos mucho más cercanos a nosotros. Recuerdo que, siendo estudiante, me gustó mucho un libro de José Luis Martín Descalzo titulado Un cura se confiesa. La Editorial Sígueme lo ha reeditado hace un par de años. Eso significa que conserva su interés. 

Siguiendo el modelo de Martín Descalzo, el libro de Berzosa bien podría haberse titulado Un obispo se confiesa. No sé si habrá en el mercado algún libro con este título. A mí no me consta. Estamos tan acostumbrados a ver a los sacerdotes y obispos tan alejados de nuestras preocupaciones y hábitos que nos hace bien saber cómo viven por dentro el rosario de la vida cotidiana; es decir, el conjunto de experiencias gozosas, luminosas, dolorosas y gloriosas que constituyen la existencia. De esta manera podríamos comprobar que el tesoro de la gracia siempre se lleva en vasijas de barro, lo cual no es ningún desdoro. Solo cuando tomamos conciencia de nuestras limitaciones podemos comprender mejor la acción de la gracia de Dios en nosotros.


Al regreso a casa, me esperaba la consabida pizza de los sábados, acompañada por una cerveza fría y una película de Roman Polanski titulada El oficial y el espía (2019). Cuenta con sobriedad narrativa el famoso caso Dreyfus que tanto dio que hablar en la Francia de finales del siglo XIX. Me gustan las películas de temática histórica más que las de ciencia ficción porque siempre ofrecen claves para entender el pasado y vivir el presente. Es probable que algunas de ciencia ficción anticipen el futuro, pero las probabilidades de acierto son menores. Todavía no he terminado de leer el libro de Berzosa (son 354 páginas), pero ya he podido comprobar que cuando “un obispo se confiesa”, aunque como es obvio no sea una confesión general, siempre aprendemos que la vida cristiana es don y combate y que nadie, ni siquiera un pastor, está libre de tentaciones y fragilidades. Si un santo es un pecador de quien Dios tiene misericordia, entonces está claro que todos podemos aspirar a la santidad. Basta ser un poco humildes para abrirnos a la gracia de Dios. Es probable que la humildad no sea una virtud de nuestro tiempo narcisista, pero a veces la encontramos donde menos imaginamos.