viernes, 11 de septiembre de 2020

El demonio de la rutina

Entre las varias cosas que me sorprendieron de los capítulos que vi de la serie televisiva Élite, recuerdo una rápida conversación entre Polo (el asesino) y su novia “de toda la vida” (es decir, desde hacía dos o tres años). Querían ensayar fórmulas atrevidas (como, por ejemplo, un trío amoroso) porque estaban viendo que su relación se había vuelto rutinaria y aburrida. Estas dos palabras (rutina y aburrimiento) no pueden figurar en el diccionario de una persona moderna. No quiero imaginar lo que hubieran dicho después de veinte o treinta años de vida en común o matrimonio. Pero, por frívola que parezca la frase, revela muy bien lo que vivimos con frecuencia en esta sociedad del entretenimiento y la diversión. Estamos acostumbrados a tantos estímulos, que todo lo que dura un tiempo prolongado se nos hace insoportable. No aguantamos una conferencia de una hora, una homilía de veinte minutos, una película lenta… y, por supuesto, una relación que no sea estimulante. No es extraño que, en este contexto, muchas parejas se rompan al cabo de pocos meses o años. O que algunos sacerdotes y religiosos pidan la dispensa de sus votos. Llega un momento en el que, si nuestro mundo interior es pobre, acabamos cansándonos de todo, incluso de lo más sagrado. Necesitamos continuos estímulos externos que nos mantengan vivos. En la serie televisiva no hay ningún impedimento para recurrir al alcohol, las drogas o el sexo con tal de no aburrirse. Todo vale para alimentar la fiesta. Hay personas que coleccionan relaciones como si fueran relojes. En cuanto barruntan las exigencias de un compromiso, se achantan y van a la conquista de otra nueva relación. Casi sin darnos cuenta, todos nos vamos volviendo incapaces de asumir nada duradero.

Me pregunto si no sucede algo parecido en nuestra relación con Dios. ¿Cuántas veces hemos tenido la impresión de que, salvo algún destello esporádico, todo se vuelve rutinario, árido e insignificante? He conocido el caso de algún converso que, después de su encuentro con Jesús, quería comerse el mundo y anatematizaba a todos los que no vivían su misma pasión evangelizadora. Al cabo de un tiempo, tras los primeros reveses y pruebas, entró en una meseta de atonía para acabar abjurando de la fe que con tanta vehemencia había defendido. Quizá esta sociedad, con su proliferación de estímulos de todo tipo, nos entrena para las carreras de velocidad, pero nos incapacita para correr el largo maratón de la vida. Enseguida nos cansamos. Todo se nos pone cuesta arriba. Las dificultades las interpretamos como señales para cambiar de rumbo. No tenemos armas para enfrentarnos al insidioso demonio de la rutina y el aburrimiento que corroe relaciones y compromisos. El problema no es tanto el paso del tiempo (aunque, de hecho, influye), cuanto nuestra actitud interior. ¿Por qué hay matrimonios que llegan a sus bodas de oro con serenidad y gratitud y otros enfilan pronto la vía muerta de la incomunicación y el aburrimiento? ¿Por qué hay personas que mantienen su fe en Dios en medio de las pruebas de la vida y otras reniegan de ella cuando sienten que Dios no satisface sus demandas o que la fe no sirve para nada?

No es fácil encontrar una respuesta a estas preguntas. Cada uno de nosotros libramos batallas muy personales que no se pueden aplicar a los demás. Pero me parece que hay un elemento común: la falta de un mundo interior rico y de una comunicación asidua y sincera. Cuando carecemos de interioridad, buscamos fuera lo que no encontramos dentro. Esperamos que los demás (nuestros amigos, nuestro cónyuge o nuestra comunidad) rellenen el vacío interior que no hemos sabido cultivar. Soñamos con que los estímulos externos (un trabajo, una nueva casa, un viaje, un coche potente, etc.) nos proporcionen la “chispa de la vida” que nos mantenga encendidos, pero tardamos poco en comprobar que ninguna de estas realidades nos satisface en profundidad. Es verdad que nos regalan placeres efímeros, pero acaban dejando en nosotros un regusto de tristeza, no porque sean malas en sí mismas, sino porque las usamos para lo que no están hechas. El corazón humano está hecho para el amor. Cuando pretendemos llenarlo con otras realidades, lo único que conseguimos es un hastío profundo que puede conducirnos a la pérdida del sentido de la vida.

Mientras escribo estas cosas, tengo la impresión de recaer en un discurso muy alejado de lo que viven la mayoría de los seres humanos, pero, al mismo tiempo, algo por dentro me dice que la verdad de la vida va en esta dirección. Es curioso que la serie Élite me haya ayudado a redescubrirlo más que algunos libros pretendidamente espirituales. Quizá porque retrata con acierto y sin moralismos a una clase alta que confía en poder abrir las puertas de la felicidad a base de talonario e influencias mientras se desangra en historias de mentiras, corrupción, hipocresía, infidelidades, tristeza y vacío.

2 comentarios:

  1. ¡¡Qué horror lo de esta serie!! Nos quedamos muy "tocados" ayer y admirados de tu capacidad para ser capaz de ver algún capítulo y hoy más admirado todavia de ver cómo puedes sacar de lo malo, malo grandes enseñanzas y esperanza y creencia total en que hay un mundo y una realidad mucho mejor y más profunda.
    Gracias

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    1. Comprendo vuestra reacción, pero muchos jóvenes se identifican con los protagonistas de la serie. Se produce un trasvase de comportamiento que lleva al desfondamiento que hoy percibimos en muchas personas. Al menos, esa fue mi impresión. Es un desafíos enorme para padres, educadores, etc. Creo una pasión se cura con otra más fuerte.

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