miércoles, 30 de septiembre de 2020

Máscaras y mascarillas

Aunque llevamos meses usando la mascarilla, es difícil acostumbrarse a un adminículo que tapa la mitad de la cara, dificulta la respiración,  impide ver los labios de la persona que nos habla y nos da un aspecto de ridículos cuatreros. Si esto lo hubiéramos imaginado hace solo un año, nos parecería estar viendo una película de ciencia ficción. Hoy ya nos parece normal ver a todo el mundo con mascarilla, como antes lo veíamos con corbata o un pañuelo anudado al cuello. Se han multiplicado los diseños, colores y texturas, dando origen a un nuevo producto de consumo. Creo que a muchos fabricantes ya no les importa tanto si sirve para contener la expansión del virus, cuanto si entona con el resto del atuendo y atrae la curiosidad. De elemento de protección ha pasado a ser prenda de adorno. Muchas instituciones aprovechan la oportunidad para colocar en ellas su logo y hacer propaganda. Llevar mascarilla se ha convertido en un hábito, que esperemos no dure demasiado, no sea que luego nos dé vergüenza exhibir los labios y tal vez una dentadura un tanto desportillada. 

Sin embargo, el verdadero problema nuestro no es llevar una mascarilla – por incómoda que sea – sino llevar una máscara invisible que no permite adivinar nuestra verdadera identidad. La verdad es que en este teatro del mundo rara es la persona que no utiliza una o varias máscaras para representar su papel.



Hay máscaras económico-sociales que sirven para fingir la clase social a la que uno pertenece. Hay personas a las que les gusta aparentar que su poder adquisitivo es muy superior al real. De esta manera pueden codearse con otro tipo de personas y gozar de un cierto prestigio y popularidad. A veces también se da – aunque creo que con menos frecuencia – el caso de personas ricas que se ponen la máscara de pobres para pasar desapercibidas. Hay máscaras académico-culturales. Las usan quienes quieren presumir de una erudición de la que carecen. Citan libros que no han leído, utilizan palabras fuera de contexto, acumulan títulos y diplomas y siempre quieren dar su opinión sobre todo utilizando una máxima que da el pego: “Ya que no podemos ser profundos, seamos, por lo menos, oscuros”. Hay máscaras afectivo-sexuales que sirven para esconder identidades y sentimientos que, por alguna razón, no se quieren manifestar. Y hay, por supuesto, máscaras religiosas que, tras la apariencia devocional, esconden vidas hipócritas y miserables. A menudo, percibimos con claridad que los otros se disfrazan con máscaras de todo tipo. Es más difícil caer en la cuenta de que también nosotros podemos estar usando máscaras casi sin darnos cuenta.

Máscaras y mascarillas tienen algo en común: tapan total o parcialmente nuestra identidad. La mascarilla cubre parte del rostro, que es cabalmente la parte de nuestro cuerpo que mejor expresa lo que somos, la ventana por la que nuestra corporalidad deja ver nuestra intimidad. Las máscaras nos obligan a representar papeles que no coinciden con el guion original de la película de nuestra vida. Nos obligan a huir de nosotros mismos y ser otros porque no hemos aprendido a ser quienes somos “de otra manera”. En todos los casos, nos convertimos en una mentira andante y, por tanto, en esclavos de nosotros mismos y de los demás. Jesús nos advirtió con claridad que solo la verdad nos hace libres. 

En un contexto social en el que proliferan las máscaras y las mascarillas, las fake news, las imposturas de todo tipo, ¿cómo seguir siendo libres? En los últimos minutos del documental The social dilemma sobre el que escribí hace un par de días, Tristan Harris se pregunta qué será del mundo si ya no creemos que existe la verdad, si nos quedamos embelesados con el neodogma relativista de que “cada uno tiene su verdad” y todas son igualmente atendibles, o si nos perdemos en continuas preguntas “pilatescas” acerca de qué es la verdad. Quizá nunca como ahora podemos entender la fuerza liberadora de las palabras de Jesús: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. Cada día que pasa me enamoro más de la racionalidad, coherencia y belleza de la propuesta de Jesús. No hay nada que se le pueda comparar.

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