jueves, 10 de septiembre de 2020

Todo es normal menos creer

Dicen que es una de las series televisivas de más éxito, sobre todo entre el público juvenil. Ha cubierto ya tres temporadas y pronto se estrenará la cuarta. Cada una consta de ocho capítulos de unos 45 minutos de duración. Se lanzó en octubre de 2018 en 190 países a través de la plataforma Netflix. Es una producción española que se ve en todo el mundo doblada o subtitulada en varias lenguas. No sé si todos los lectores habrán adivinado que me estoy refiriendo a Élite. Sus creadores son Carlos Montero y Darío Madrona. La serie narra la vida de un grupo de estudiantes de bachillerato (si bien la edad de los actores es claramente superior a la normal en esa etapa académica). Todos están matriculados en un exclusivo colegio llamado Las Encinas, ubicado en el entorno de Madrid. Aunque la mayoría de los estudiantes pertenecen a familias de clase alta (los típicos “pijos”), hay también alumnos becados de clase obrera, lo que permite sacar jugo al conflicto de clases. Los creadores insisten en que ellos han querido reflejar, sin edulcorantes ni moralina, el estilo de vida de muchos jóvenes de hoy. Es probable que sea así. Reconozco que los actores interpretan muy bien su papel. Sus actuaciones son frescas, ágiles y creíbles. La prueba es que han tenido un enorme éxito entre sus coetáneos. Les han llovido críticas positivas, premios, miles de seguidores en las redes sociales y promesas de nuevos trabajos cinematográficos. 

Yo había leído algo sobre la serie cuando se estrenó en el otoño de 2018, pero nunca había visto ni un solo capítulo. Solo algún que otro trailer. Estos días pasados me he animado a espigar algunos de las tres temporadas para hacerme una idea de primera mano. He comprobado lo que decían las críticas. En la serie hay un poco de todo, incluidas desapariciones, asesinatos e investigaciones policiales. Más allá de esta tensión, yo diría que se “normalizan” muchas realidades que están ahí: la forma de hablar de los jóvenes (repleta de tacos), las diferencias entre clases sociales, la hipocresía de las clases altas, el tráfico y consumo de drogas y alcohol, la amistad, las confidencias, las relaciones sexuales, la homosexualidad, la bisexualidad, el poliamor, las madres lesbianas, las tensiones familiares, la corrupción a todos los niveles, la música, el deporte, Internet, las redes sociales, el ideal del triunfo académico y económico, la diversidad étnica y cultural, la presencia de minorías religiosas (como el islam) en España, el liderazgo, la envidia, la mentira, la traición, los celos… En fin, que se trata de una especie de cóctel shakesperiano en el que se mezclan ingredientes de alto voltaje para que no decaiga la atención del espectador. Hay que reconocer que los guionistas se han empleado a fondo para encajar todo lo que hoy está de moda. 

Comprendo, pues, que a los jóvenes les guste. Es muy probable que vean reflejados en la serie sus conflictos, expectativas, temores y desengaños. Lo que hoy se valora es la autenticidad, que las cosas parezcan lo que son. La moralidad pasa a un segundo plano. Las series de televisión, como las películas, tienen una doble vertiente: por una parte, pretenden reflejar lo que sucede en la sociedad (o, al menos, en una parte de ella) y, por otra, lo provocan, lo estimulan y, en cierto sentido, lo crean. Conscientes de esta dinámica, comprendo que algunos jóvenes se sientan liberados (por ejemplo, cuando ven que los de la serie viven sus mismas contradicciones), pero también estimulados a hacer algo semejante. Aquí entra la capacidad de discernimiento de cada uno para situarse en el punto justo. 

Haciendo un balance apresurado de la serie, tengo la impresión de que, pretendiéndolo o no, nos hace ver que “todo es normal”, excepto la fe. Salvo la presencia de dos alumnos musulmanes (hermano y hermana) y la referencia esporádica a la fe de su progenitores, la cuestión religiosa brilla por su ausencia. Quizá también en esto la serie es un fiel reflejo de lo que el sociólogo italiano A. Matteo denomina la primera generación incrédula de la historia europea. Los alumnos de Las Encinas son, por lo general, jóvenes ricos, guapos, inteligentes, curiosos, creativos, deportistas, desinhibidos y vividores, pero no religiosos. Es como si Dios no formara parte de su universo personal o de sus intereses. 

En la serie no hay un discurso antirreligioso o anticlerical de corte ideológico. Esto ya no se lleva en las sociedades abiertas y tolerantes como la nuestra (y menos entre los jóvenes), aunque nunca faltan exabruptos. Lo que se percibe a lo largo de los capítulos es simplemente un vacío, un enorme silencio que dice  más que muchas palabras. No hay peor desprecio que no hacer aprecio.  ¡Qué difícil resulta para la mayoría de los guionistas, productores y directores actuales hacer películas y series que describan la búsqueda religiosa o la experiencia de la fe sin recurrir a esquemas mojigatos o a críticas despiadadas! Saben internarse en el mundo del sexo, la violencia, las relaciones interpersonales, los conflictos sociales, etc., pero no saben (o no quieren) explorar una de las dimensiones esenciales del ser humano: su apertura a la trascendencia. Suelen argüir que esto no interesa al público, que no vende, pero la experiencia demuestra que cuando se han hecho obras de calidad dentro del llamado “cine espiritual” han conectado con los espectadores. En honor a la verdad, casi ninguna es de producción española. 

La serie, en definitiva, me ha hecho ver que entre los jóvenes de hoy (al menos, entre los jóvenes “elitistas” reflejados en la serie) “todo es normal” (consumir drogas, acostarse con cualquiera, empaparse de alcohol o divertirse con los amigos), excepto creer en Dios sin sentirse anticuados o ridículos. Todavía no hemos llegado a esta “nueva normalidad”. La insatisfacción de fondo que se percibe en medio de fiestas, sexo y mentiras podría ser el punto de partida para explorar cómo se encuentra hoy un nuevo y profundo sentido a la vida en esta sociedad del siglo XXI, pero no se aprecia un intento de este tipo. O quizás es demasiado sutil y hay que adivinarlo entre los pliegues de las historias de estos adolescentes con las hormonas revueltas y unas ganas desbocadas de comerse el mundo.  


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