Ayer tuvimos 37
grados de temperatura en Roma. La sensación era de agobio. Pero no hay que
olvidar que en Siracusa (Sicilia) se alcanzaron los
48,7 grados. Un
récord europeo. La ola de calor seguirá
todo el fin de semana. Los meteorólogos nos advierten de que es solo un ensayo de
lo que sucederá cada vez con más frecuencia en los próximos años. El calentamiento
global enseña sus garras. A mí me coincide este calor, que en Roma va
acompañado de una alta humedad, con la preparación del XXVI Capítulo General de
los Misioneros Claretianos que empezará el domingo. Se unen, pues, dos calores:
uno externo y otro interno. Solo falta añadir otro calor más carismático. Hoy
recordamos con emoción a los 51
claretianos que fueron asesinados en Barbastro (Huesca) entre julio y
agosto de 1936. Todos fueron beatificados por san Juan Pablo II el 25 de octubre
de 1992.
Es muy probable
que en las próximas cuatro semanas no pueda escribir regularmente las entradas
del blog. Los lectores pueden adivinar la razón. Un Capítulo General suele ser una
asamblea muy intensa. Deja poco tiempo para otras actividades, así que me temo
que no me será fácil encontrar el sosiego necesario para asomarme diariamente a este Rincón.
Quizá no viene mal un silencio más prolongado para retomar el camino con nuevo
brío.
A quienes están disfrutando de sus vacaciones, les deseo un tiempo de
descanso, encuentro y contemplación. Muchos seguiréis con vuestros trabajos
ordinarios. Que el calor y el coronavirus no os amarguen la existencia.
Tumba de Pedro Casaldáliga junto al río Araguaia (São Félix do Araguaia)
El pasado domingo
8 de agosto se cumplió un año de la muerte del obispo claretiano Pedro Casaldáliga.
Visitando el día anterior las excavaciones de la necrópolis vaticana donde estuvo
enterrado el primer Pedro de nuestra historia cristiana, recordé las palabras
que Pablo VI pronunció cuando el gobierno brasileño quería desterrar al obispo Casaldáliga
por su defensa de los indígenas y campesinos del Mato Grosso frente a los
latifundistas. Son palabras que han pasado a la historia: “Quien toca a Pedro (Casaldáliga),
toca a Pedro (el Papa)”. Dos grandes hombres de distinta edad, formación y
sensibilidad, unidos por la misma fe. Uno (Pablo VI) ha sido ya canonizado. El
otro (Pedro Casaldáliga) es posible que lo sea algún día. Ambos tuvieron que
vivir tiempos difíciles. Ambos abordaron situaciones controvertidas. Ambos son
hijos del cambiante y dramático siglo XX y testigos del Concilio Vaticano II. Ambos fueron fieles testigos de Jesucristo en nuestro tiempo.
Funeral de Pedro Casaldáliga en el Centro Claretiano de Batatais (Brasil)
En los últimos
días se han multiplicando los artículos
y actos de recuerdo de Pedro Casaldáliga. Es posible que con el paso del tiempo
su figura se diluya hasta que volvamos a entenderla en toda su complejidad. Yo
me pasé más de dos horas pegado a la televisión el domingo por la tarde. En
compañía de un amigo, volví a ver los dos capítulos de la miniserie Descalzo
sobre tierra roja. Reconozco que, a pesar de algunas observaciones
críticas, la serie logró emocionarme. Creo que en más de un momento se me
escapó alguna lagrimilla. ¿Cómo no emocionarse viendo la vida de un hombre pobre,
sensible, terco y arriesgado? Los 50 años que Pedro pasó en el Mato Grosso brasileño
son todo un curso de cristología y de eclesiología encarnadas. Una vez que
comprendió en su carne que Dios se había hecho carne, no cejó en su empeño de
encarnarse en la realidad de los más pobres. Las modas no pudieron con él, ni
siquiera la moda de ser un obispo izquierdista y revolucionario.
Estoy convencido −como
escribí con motivo de su 90 cumpleaños− de que hay
pocos así. Y no me refiero solo a los obispos, sino a los
cristianos en general. O quizá los hay, pero no han logrado la notoriedad y el
impacto que él logró. Después de haber recordado ayer la historia de Clara de
Asís, hoy me pregunto si somos capaces de vivir una fe tan comprometida como la
de Pedro Casaldáliga. Cuando les digo a mis amigos que, desde que viajó a Brasil
en 1968, nunca más volvió a España, se quedan perplejos. No pueden entender una
opción tan radical. Les parece incluso un poco inhumana. ¿De verdad es
necesario ese desprendimiento?
Y, sin embargo, necesitamos testimonios
exagerados, hiperbólicos, para que el Evangelio no vaya perdiendo su fuerza. En
Europa, en general, vivimos un cristianismo acomodaticio. Hemos logrado
combinar la fe en Jesús casi con cualquier estilo de vida. No nos cuesta demasiado
ser cristianos. Liberados de algunas obsesiones del pasado, ya nos hemos olvidado que todo cristiano es un mártir, un testigo vivo de Alguien que ha dado la vida
por nosotros. Pedro Casaldáliga lo entendió muy bien. Por eso no tuvo reparo en
dar la suya. Faltó poco para que fuera asesinado por los sicarios de algunos
terratenientes corruptos. No derramó su sangre, como tantos otros campesinos
asesinados, pero derramó su vida a borbotones. Y supo contarla con la profundidad del místico y la belleza del poeta. No es fácil encontrar obispos con ambas vocaciones fusionadas.
Os dejo con dos
sonetos suyos. El primero, titulado “Él se hizo uno de tantos”, canta el
misterio de la Encarnación. Jesús es para Pedro la “versión de Dios en pequeñez
humana”.
En la oquedad de nuestro barro breve
el mar sin nombre de Su luz no cabe.
Ninguna lengua a Su verdad se atreve.
Nadie lo ha visto a Dios. Nadie lo sabe.
Mayor que todo dios, nuestra sed busca,
se hace menor que el libro y la utopía,
y, cuando el Templo en su esplendor Lo ofusca,
rompe, infantil, del vientre de María.
El Unigénito venido a menos
traspone la distancia en un vagido;
calla la gloria y el amor explana;
Sus manos y Sus pies de tierra llenos,
rostro de carne y sol del Escondido,
¡versión de Dios en pequeñez humana!
El segundo lleva por título “Aviso previo a unos muchachos que aspiran a ser célibes”. Lo escribió en vísperas de la ordenación de unos jóvenes aspirantes al sacerdocio. Os dejo con la letra y luego con el vídeo del jesuita chileno Cristóbal Fones. Creo que la música hace justicia a ese canto a la castidad entendida como “paz armada”.
Estuve en Asís el
pasado viernes coincidiendo con la fiesta de la Transfiguración del Señor. No
sé cuántas veces he visitado la ciudad umbra, pero serán cerca de veinte. Como es
lógico, visité y oré ante la tumba de san Francisco, pero no me olvidé de
Clara. A primera hora de la tarde, bajo un sol de justicia, entré en el templo
que alberga su tumba y en el que se conserva también el famoso crucifijo de San
Damián. Recuerdo esta visita porque hoy celebramos precisamente la memoria de santa Clara.
Nació el 16 de julio de 1194 y murió el 11 de agosto de 1253 con 59 años de
edad. Nacida en una familia noble y de hondas raíces cristianas, se sintió
llamada a cambiar de vida después de escuchar la predicación de Francisco en la
iglesia de san Rufino. La noche siguiente al Domingo de Ramos de 1212, Clara
huyó de la casa paterna y se dirigió a la Porciúncula, una iglesita en medio de
la campiña. Allí la aguardaban los frailes menores con antorchas encendidas.
Una
vez dentro, se arrodilló ante la imagen del Cristo de san Damián y ratificó su
renuncia al mundo “por amor hacia el santísimo y amadísimo Niño envuelto en
pañales y recostado sobre el pesebre”. Allí mismo cambió sus vestiduras por
un tosco sayal parecido al de los frailes y el cinturón adornado con joyas por
un nudoso cordón. Cuando Francisco cortó ritualmente su rubio cabello entró a formar parte
de la Orden de los Hermanos Menores. Todavía recuerdo la emoción que me produjo esta escena en la célebre película Hermano sol, hermana luna de Franco Zeffirelli que vi en el ya lejano 1975.
Tras el paso por diversos lugares, Francisco
logró que los camaldulenses del monte Subasio le cedieran la iglesia de San
Damián y la casita contigua, que, desde ese momento, se convirtieron en el hogar de Clara durante 41 años hasta su muerte. En ese sencillo
convento de San Damián, que también pude visitar el pasado viernes, se
desarrolló la vida de oración, trabajo, pobreza y alegría de Clara. El estilo
de vida de Clara y sus hermanas ejerció un enorme atractivo entre muchas
jóvenes de Asís y alrededores. La condición requerida para admitir a una postulante en San Damián era
la misma que pedía Francisco en la Porciúncula: repartir entre los pobres todos
los bienes.
Después de la muerte de Clara, se hizo famoso el dicho: “Clara de nombre,
clara en la vida y clarísima en la muerte”.
No sé si Clara es
una santa muy conocida hoy. Probablemente lo sea donde hay conventos de monjas
clarisas, como en Soria, por ejemplo. Aquí en Italia sí es muy popular. Su figura
está indisolublemente ligada a la de san Francisco, “el más italiano de los santos
y el más santo de los italianos”.
¿Sigue siendo atractivo su ideal de una vida
pobre basada en el evangelio? ¿Resuena en las jóvenes generaciones habituadas a
vivir en un contexto consumista? ¿Es la pobreza, entendida al estilo de Jesús,
la única vía para “aclarar” la confusión en la que vivimos y devolvernos la alegría
que anhelamos? Creo que sí. Nos hemos ido rodeando de tantas cosas que, al
final, ya no sabemos qué necesitamos y para qué lo necesitamos. No es tanto un
problema de consumismo material cuanto de salud espiritual.
Casi todos los maestros
espirituales de las diversas tradiciones nos enseñan que la mejor manera de
gozar de los bienes de la tierra es aprender a no depender de ellos. En este
sentido, la sobriedad nos abre las puertas a una forma excelsa de libertad y
alegría. No se trata de amargarnos la vida a base de renuncias, sino de
aprender a ser felices con poco y, sobre todo, de compartir lo que somos y
tenemos con los demás. Estoy convencido de que un estilo de vida planteado así aclara
muchas de las oscuridades en las que hoy deambulamos, combate los
injustificables desequilibrios en la distribución de los bienes y contribuye a
hacer un planeta sostenible. Al final, todo está interconectado. Una
espiritualidad “clara” es el modo mejor de ser felices y de ayudar a que los
demás lo sean. Quizás Clara y Francisco de Asís eran mucho más sagaces que todos
nosotros. Nunca es tarde para aprender.
Ha pasado casi
una semana desde la última entrada, pero tengo la impresión de que hubiera
pasado un año. El tiempo no se mide solo por la sucesión cronológica de
segundos, minutos, horas y días, sino, sobre todo, por el impacto que producen
en nosotros las experiencias vividas. Copiando a Pablo
Neruda, también yo puedo decir: “Confieso que he vivido”. Los
últimos días han estado repletos de conversaciones que dejan jirones en el
alma. He vuelto a lugares que son significativos en mi vida: desde Asís hasta
rincones poco visitados de Roma. He podido “dialogar” con san Pedro (visitando
las excavaciones de la necrópolis vaticana), con san Francisco y santa Clara
(en sus respectivos templos de Asís), con el beato Carlo
Acutis (enterrado en la iglesia del Despojamiento de la misma ciudad
umbra) y con personas muy queridas que están viviendo un renacimiento personal.
Sé que en el hemisferio norte muchos lectores del Rincón estáis de vacaciones.
Podéis comprender muy bien lo que sucede cuando uno rompe el ritmo de vida
habitual. Se alteran las rutinas y los horarios. En este contexto, no es fácil escribir con
calma, no por falta de motivos (que en mi caso han sobreabundado en los últimos
días), sino por escasez de tiempo para elaborarlos con calma y expresarlos con sencillez. Es muy
probable que esto se repita a lo largo del mes de agosto porque dentro de unos días
comenzará el XXVI Capítulo General
de los claretianos. A partir de ese momento estaré con la cabeza y el corazón
en otro lugar, aunque no olvidaré que el objetivo último de una asamblea de ese
tipo es −como reza el lema que hemos escogido− llegar a ser más “arraigados y audaces”. Necesitamos
cultivar las raíces si queremos ser más misioneros. O sea, que un Capítulo no
es un asunto meramente institucional, sino una oportunidad para escuchar con
más profundidad a Dios y servir mejor a las personas con quienes caminamos.
Si algo he
aprendido en los días pasados es que, por difícil que resulte, por cerradas que
parezcan algunas puertas, siempre es posible dar una nueva orientación a la
propia vida. No se trata de un esfuerzo voluntarista por cambiar. Y mucho menos
de un deseo de imitar modelos que nos proponen como ideales desde fuera. Lo importante
es escuchar el latido del propio corazón, percibir la “música callada” de Dios
en medio del tumulto que con frecuencia envuelve nuestra vida y seguir su ritmo. Vivimos tiempos
muy confusos en los que, sin un punto de referencia claro, corremos el riesgo de
perdernos. Una persona perdida es fácil presa de los instintos. El sexo, el
placer, el dinero y el dominio llaman enseguida a las puertas de nuestro
corazón para ocupar la soledad que nos devora.
Es probable que, con el paso del
tiempo, acabemos insatisfechos (al fin y al cabo, nuestro corazón ha sido hecho para Dios),
pero, mientras tanto, pagamos un alto precio. No siempre encontramos la
oportunidad y la ayuda suficiente para emprender un nuevo camino. Y, sin
embargo, Dios nunca se aleja de quienes enfilan senderos peligrosos o incluso equivocados.
Más aún, creo que son sus preferidos. Un padre nunca descansa hasta que
no recupera a los hijos que se han marchado de casa o, sencillamente, que se
han alejado de sí mismos, que ya no saben quiénes son, por qué viven, qué deben
hacer y a quién deben amar. No hay hijos de primera y de segunda categoría. Todos estamos expuestos a los desafíos y pruebas de la vida y todos necesitamos ser acogidos con misericordia. Todos albergamos una enorme sed de amor y de infinito que va más allá de nuestra rectitud moral o de nuestro pecado.
Hoy pienso en las
personas que viven prisioneras en algunos infiernos que pueden resultarnos casi desconocidos. ¿Qué
pasa con quienes son adictos al sexo, al juego, a las drogas o a cualquier otra
adicción? ¿Cómo discurre la vida de quienes no tienen más remedio que
prostituirse para sobrevivir? ¿Qué tristeza se agazapa en los corazones de quienes
llevan una doble vida (honrados de día, viciosos de noche)? ¿Quién consuela a
quienes se sienten rechazados por su color, discapacidad física o psíquica, enfermedad, orientación
sexual, condición política, etc.? La vida no es solo el mundo feliz que nos
vende la publicidad o el que, con algunos problemas y crisis, hemos podido vivir muchos
de nosotros. La vida tiene también zonas oscuras en las que parece que nunca va
a brillar el sol.
Y, sin embargo, es esta la gran novedad de Jesús por la que
merece la pena ser seguidores suyos: ¡El Reino ya ha llegado! Dios no deja en la
cuneta de la vida a quienes por diversos motivos son o se sienten marginados. El
Reino no es un premio para los buenos, para aquellos que pueden exhibir un
expediente impecable, sino una promesa de salvación para quienes han descendido
al abismo de la autodestrucción y creen que la vida no tiene ya ningún sentido. Merece
la pena ser seguidores de un Jesús que sigue buscando a la oveja perdida para cargarla
sobre sus hombros y acariciarla con cariño. No hay alegría comparable a la que
se experimenta cuando se toca la gracia con las manos. Confieso que algo de
esto he experimentado en los últimos días de silencio digital. Confieso, pues, que he
vivido, aunque no haya escrito. Dios sigue escribiendo hermosas historias de
amor y reconciliación. Me siento muy agradecido.
Muchas personas tienen
curiosidad por conocer cómo es la vida de un cura... por dentro. Lo ven celebrando
misa, hablando con la gente, realizando diversas tareas, pero no siempre
tienen la posibilidad de conocer su alma. Hoy, memoria de san
Juan María Vianey, patrono de los sacerdotes seculares y de los
párrocos, quiero dar las gracias a mis amigos sacerdotes. Soy consciente de que
su reputación está en entredicho. Se han multiplicado las historias de curas
abusadores, se difunden ejemplos de doble vida, se cargan las tintas contra la
hipocresía clerical, se denuncian algunos privilegios trasnochados, se sospecha
sobre la autenticidad de un estilo de vida que parece ir a contracorriente. ¿Cómo se puede soportar esta tensión sin venirse abajo?¿Quién
se va a animar a abrazar este estilo de vida en un contexto como el actual?
Por
otra parte, lo que hace difícil e incluso heroica la vida de un cura secular no
es la multiplicación de trabajos, la soledad o la escasez de recursos
económicos, sino la sensación de que pocas personas aprecian su ministerio. Cuando
se cierne la sombra de la inutilidad, el cura puede acabar derrotado. Es claro que
cuando uno está enfermo, acude al médico; si tiene un problema con las tuberías
de casa, llama al fontanero; para los problemas legales, cuenta con la ayuda de
un abogado; contrata los servicios de un asesor financiero si piensa hacer
alguna inversión importante; en momentos de crisis o depresión busca la ayuda de
un psicólogo…, pero casi nunca recurre a un cura, a no ser para la celebración de esos pasajes vitales que se ritualizan con algunos sacramentos. ¿Para qué
sirve un cura?La pregunta no es retóricamente utilitarista. Se refiere a los fundamentos de un estilo de vida admirado y criticado a partes iguales.
He hablado de
esta cuestión con algunos amigos míos que son sacerdotes seculares. Lo que los
mantiene, a pesar de los pesares, es la experiencia de sentirse sostenidos por
Dios como una mediación suya para estar cerca de la gente. Es probable que,
desde el punto de vista teológico, esta respuesta sea incompleta, pero tiene
una gran fuerza motivacional. En las antiguas sociedades marcadas por la
cristiandad, era muy fácil saber en qué consistía ser cura. Tanto desde el
punto de vista dogmático como social, su figura estaba muy bien delineada.
Todos la reconocían con respeto, incluso aquellos que tenían motivos para
criticarla. En las sociedades pluralistas y abiertas como las actuales, no es
fácil ubicar una figura que parece no responder a ninguna de las necesidades que
la gente percibe como urgentes.
Para la Iglesia católica, el ministro ordenado
es el hombre de la Palabra, del sacramento y del cuidado pastoral. ¿Necesitan
los hombres y mujeres de hoy la Palabra de Dios y alguien que la anuncie? ¿Necesitan
la fuerza de los sacramentos, sobre todo de la Eucaristía? ¿Necesitan un
acompañamiento cercano para recorrer el camino de la fe en comunidad? Cuando empezamos
a percibir que también estas son “necesidades” humanas, entonces intuimos el
significado de este ministerio eclesial. Lo que ocurre es que esto hay que
combinarlo con otros muchos factores que no son fácilmente integrables. Por
eso, nuestros curas, demás de ser guías de nuestras comunidades, son también hermanos
que necesitan ser escuchados, comprendidos, ayudados y acompañados. No abunda
entre los cristianos esta mentalidad. Quizá por eso es tan difícil que surjan
nuevas vocaciones entre nuestros jóvenes.
Creo que, frente
a las historias deplorables de curas infieles (tan aireadas por los medios de comunicación),
es necesario contar historias de curas fieles, sencillos, entregados, apasionados
por Dios y por la gente. Conozco muchas de primera mano. Sigo recomendando la lectura del Diario
de un cura rural del escritor francés Georges Bernanos (1888-1948)
o el visionado de la serie inglesa Broken.
Y, por supuesto, una conversación franca con algún cura de nuestro entorno
(párroco, amigo, conocido) que nos permita conocer por dentro cómo vive, cuáles
son sus verdaderas motivaciones, qué necesidades tiene, qué dificultades debe afrontar, cómo podemos ayudarle. Ninguna novela, serie de televisión o
estudio pueden sustituir la fuerza transformadora de una conversación a tumba
abierta.
Creo que, en buena medida, los tópicos que hoy se difunden
acerca de los curas se deben a una gran desinformación. Muchas personas se
guían solo por lo que leen o por algunas historias escandalosas. Por su parte,
muchos curas son muy celosos de su intimidad y se prestan poco a abrir de par
en par las puertas de su casa y, sobre todo, de su alma. Creo que la única
forma de superar estas dificultades es una comunicación sincera y respetuosa
que permita conocer la realidad como es y ayude a afrontar las dificultades con
responsabilidad.
Os dejo con un
vídeo de diez minutos en el que el cura australiano Rob Galea cuenta algo de
su vida. Está en inglés, pero se puede seguir con los subtítulos en español. Se
une a las entradas que he dedicado a otros curas como los italianos Marco
Pozzao Alberto
Ravagnani. En cada país, en cada pueblo o ciudad, hay curas que, sin
ser famosos como los anteriores, constituyen un verdadero testimonio de fe,
esperanza y amor. Procura descubrirlos. Te invito a que hoy des gracias a Dios
por los curas que él ha puesto en tu camino de fe y que pidas por ellos. La
intercesión nos libra de prejuicios y nos prepara para una relación abierta y
franca.
Algunas personas
de mi entorno me han confesado que están a punto de tirar la toalla. No aguantan
más la presión a que se ven sometidas. Tienen muchos frentes abiertos. Por si
fuera poco, la pandemia se encarga de ir minando todavía más las pocas fuerzas que les quedan. Usamos mucho la
expresión “tirar la toalla”. Como es bien sabido, proviene del mundo
pugilístico. Cuando el entrenador o preparador de un boxeador ve que su pupilo
está al límite de su resistencia puede arrojar una toalla al aire (que debe
caer dentro del cuadrilátero) como símbolo de rendición. De esta manera
finaliza el combate y se evitan daños mayores o irreparables. He leído que en un principio
se arrojaba la esponja con la que se refrescaba al boxeador, pero más tarde se
optó por la toalla al ser ésta más fácilmente visible.
Tirar la toalla es una
expresión que usamos cuando dejamos de luchar y nos rendimos porque nos
sentimos superados por la realidad. Tirar la toalla significa, en definitiva,
darnos por vencidos. Hay infinidad de situaciones en las que nos vemos tentados
de tirar la toalla: madres solteras que tienen que abrirse paso a solas,
familias desahuciadas sin posibilidad de encontrar un hogar, cónyuges que no se
soportan más, padres agotados de lidiar con hijos toxicómanos, homosexuales que se
sienten acorralados y vejados, jóvenes que no encuentran trabajo y se hartan de llamar a
muchas puertas, sacerdotes quemados que han perdido la alegría de su vocación, personas
enredadas en madejas afectivas, hermanos que no se hablan por cuestiones de
herencias, amigos que se han vuelto extraños, adictos que recaen una y otra vez
en las mismas trampas…
¿Puede un
cristiano tirar la toalla? Me vienen a la mente las palabras de Pablo escribiendo a la
comunidad de Corinto: “Pero llevamos este tesoro en vasijas de barro, para
que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de
nosotros. Atribulados en todo, mas no aplastados; apurados, mas no
desesperados; perseguidos, pero no abandonados; derribados, mas no aniquilados,
llevando siempre y en todas partes en el cuerpo la muerte de Jesús, para que
también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo. Pues, mientras
vivimos, continuamente nos están entregando a la muerte por causa de Jesús;
para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal” (2
Cor 4,7-11).
Los contrastes a los que alude (“atribulados en todo, mas no
aplastados; apurados, mas no desesperados; perseguidos, pero no abandonados;
derribados, mas no aniquilados”) describen bien la tensión que a veces experimentamos
en nuestra vida. Hay muchas cosas que nos empujan a rendirnos, a “tirar la
toalla”, pero hay algo que nos mantiene en pie porque, en el fondo, sabemos que
las dificultades de la vida son una expresión de que llevamos “siempre y en
todas partes en el cuerpo la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús
se manifieste en nuestro cuerpo”. Por muchos que sean los signos de muerte,
sabemos que la vida acaba triunfando. Esta es la gran esperanza cristiana que
nace cuando contemplamos al Crucificado vivo entre nosotros.
¿Qué hacer
entonces? Si no es posible ni deseable tirar la toalla, entonces la solución
consiste en ceñírnosla a la cintura para ponernos al servicio de los demás. Es exactamente
lo que hizo Jesús: “Sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos,
que venía de Dios y a Dios volvía, se levanta de la cena, se quita el manto y,
tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a
lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había
ceñido” (Jn 13,3-35). A Jesús le faltaban pocas horas para morir. Se sentía
acorralado por todas partes. Hasta los suyos iban a abandonarlo. Podría haber
cedido a la tentación de tirar la toalla y huir. Sin embargo, la usó para secar
los pies de sus discípulos. Hizo de la toalla un símbolo de entrega y de
servicio. No la arrojó sobre el cuadrilátero de la realidad, sino que la empuñó como arma de amor.
Sé por experiencia que cuando nos encontramos al borde del abismo,
cuando nada ni nadie llena nuestro vacío interior, cuando sentimos la tentación
de abandonar incluso la fe porque Dios nos parece ausente, el único camino que nos libra de caer en la fosa del
sinsentido es ponernos a servir humildemente a los demás. A menudo se trata de
pequeños gestos de amor que pueden pasar casi desapercibidos. Estos gestos son
como el grano de mostaza. En apariencia, parecen insignificantes, pero contienen
un enorme poder revitalizador. Una toalla ceñida evita una toalla tirada. El
servicio humilde es el mejor antidepresivo. Cuando necesitamos que los demás
nos sirvan y nos echen una mano es cuando nosotros mismos podemos servir y
ayudar a otros, aunque sea de manera titubeante y escondida. Son estas paradojas las que nos sacan del bucle melancólico de
la desesperación. Parece casi increíble, pero es así. Jesús mismo lo probó.
Es frecuente que
el papa Francisco acabe sus alocuciones con la frase: “Pregate per me”
(orad por mí). Son también muchas las personas que, en sus guasaps,
correos electrónicos o llamadas telefónicas me dicen: “Reza por mí”. Yo
me tomo muy en serio esta petición. Cada día, al comenzar la jornada, repaso mentalmente el nombre
de las personas que me han pedido una oración. A esos nombres añado otros
muchos que están ligados a mí. Al hacer este ejercicio de memoria, me vienen a
la mente los conocidos versos de Pedro Casaldáliga, cuyo primer aniversario
celebraremos el próximo domingo: “Al final del camino me dirán: / —¿Has
vivido? ¿Has amado? / Y yo, sin decir nada, / abriré el corazón lleno de
nombres”.
Sí, mi corazón está lleno de nombres. Por lo general, comienzo
recordando ante el Señor a mi anciana madre, a punto de cumplir 89 años. Le doy
gracias por su dilatada vida y le pido que le conceda salud, serenidad, alegría
y esperanza. Sigo con mis hermanos y sobrinos. Continúo con mis amigos. Me
detengo en aquellos que están atravesando una etapa difícil. No me olvido, por supuesto,
de mis hermanos claretianos, especialmente de mis compañeros del gobierno
general y de los miembros de mi numerosa comunidad romana. Incluyo siempre a quienes
están viviendo situaciones difíciles debido a la enfermedad (especialmente en
este tiempo de pandemia), la pobreza, la violencia, la pérdida de empleo, etc.
A veces, me concentro en quienes han sido víctimas de abusos por parte de
sacerdotes y religiosos. Y, por último, dedico más tiempo a orar por quienes en
los últimos días u horas me han pedido expresamente que lo haga.
Sí, creo
profundamente en el poder de la oración. No hay nada mejor que pueda hacer por las
personas a las que quiero que orar por ellas. Es verdad que a veces mi oración
va acompañada por peticiones muy concretas: vencer un cáncer, superar un desgarro familiar, afrontar una crisis personal, afinar el discernimiento,
encontrar trabajo, aprobar un examen o tener un parto sin complicaciones, pero,
por lo general, me limito a presentar a las personas queridas ante el Señor pidiéndole
que les conceda aquello que más están necesitando para cumplir su voluntad. Nadie como
nuestro Padre sabe lo que de verdad necesitamos. Nosotros ponemos palabras a
las necesidades percibidas. Él pone acciones a las necesidades reales. A veces,
compruebo que las cosas salen como había deseado e imaginado (recuerdo el caso
de algunas curaciones que me parecieron en su momento milagrosas). Casi siempre
se producen sorpresas que desbordan mis expectativas.
Lo esencial es tener la
humildad y la constancia de presentarle al Señor lo que nos preocupa, de abrir
de par en par nuestro corazón para descubrir que no está vacío, sino lleno de
nombres. Desde mi ordenación diaconal, hace ya 40 años, me ha llamado la atención
una frase que se usa como responsorio breve en las segundas vísperas del común
de pastores: “Éste es el que ama a sus hermanos, el que ora mucho por su
pueblo.” Orar por la gente, por nuestro pueblo, es una forma excelsa de amor.
Por eso, me tomo en serio este ministerio. No lo considero una pérdida de
tiempo y mucho menos una banalidad.
Para un misionero,
tener “el corazón lleno de nombres” significa tomarse en serio la vida
de las personas, recordar el rostro y el nombre de cada una. Las personas
no son números, sino seres únicos, con una dignidad inviolable y con una historia singular. Hace unas
semanas, un amigo mío me regaló una taza en la que mandó imprimir esta leyenda:
“El corazón lleno de nombres”. La tengo encima de la mesa de mi despacho. Es un
recordatorio permanente de las muchas personas con las que Dios me ha bendecido
a lo largo de la vida y también una invitación a orar por ellas. Es obvio que
no puedo recordar todos los días a todas. Han sido miles los hombres y mujeres
con los que me he ido encontrando por los caminos de la vida en muchos lugares del
mundo. Pero procuro recordar, con nombre y apellidos, a las personas que cada
día me piden expresamente su oración. Decir su nombre ante Dios tiene casi una
eficacia sacramental.
Por otra parte, recordar los nombres da a mi ministerio de
intercesión un carácter muy personal. Lo redime de la tentación de la rutina, el anonimato y la burocracia. No pido solo por quienes se encuentran en situaciones
difíciles, sino que pronuncio nombres concretos de personas ligadas a mí. Le cuento a Dios situaciones
que él conoce infinitamente mejor que yo, pero cuya narración me es necesaria
para hacerlas mías.
No sé si he vivido o si he amado. Solo Dios es juez de
mis actitudes y conductas. Pero puedo dar fe de que mi corazón misionero está “lleno de
nombres”. Seguramente entre ellos está también el tuyo, querido lector o lectora. A cambio, te pido que ores por mí.
Comienza el mes de
agosto con la celebración del XVIII Domingo del Tiempo Ordinario. Mientras muchos lectores del hemisferio
norte disfrutan ya de sus vacaciones estivales y otros muchos siguen con
atención los Juegos Olímpicos de Tokio, la palabra de Dios nos invita a preguntarnos
por qué creemos en Jesús, qué esperamos de él. Reconozco que estas preguntas suenan
algo retóricas. Nos las hemos hecho muchas veces. No podemos estar continuamente reflexionando sobre el
fundamento de nuestra vida si queremos evitar la sensación de hartazgo. Con todo, sin demasiada introspección, es muy probable que lo que
esperemos de él es que nos saque las castañas del fuego; es decir, que nos
ayude a resolver los problemas a los que nos enfrentamos cada día. Incluso las
personas con una fe más depurada se dirigen a él esperando recibir algún consuelo
o beneficio.
En la primera parte del evangelio de este domingo (Jn 6,24-27)
Jesús comienza por disipar la confusión que se ha creado en torno a él tras la multiplicación
de los panes y los peces. Él −como se muestra también en el episodio de
las tentaciones en el desierto− no ha venido a transformar con la varita
mágica las piedras en pan, sino a enseñar que el amor compartido produce pan en
abundancia. No solo eso. Acompaña a sus seguidores a seguir subiendo peldaños
en la escala de la fe, a pasar de la admiración y gratitud por el pan recibido
a la comprensión del mensaje profundo que contiene.
Según los
exégetas, los cinco panes del relato simbolizan los cinco libros de la Torah (Génesis,
Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio) y los dos peces los libros restantes: los
Profetas y los otros Escritos. Después de hablar de los panes y los peces,
estos últimos van desapareciendo del relato. Al final, lo que se recoge son solo
las sobras del pan. Es un modo de decir que el verdadero pan que sacia nuestra
vida es la palabra de Dios de la que Jesús es portavoz. En el fondo, el
verdadero pan es “creer” en Jesús. Juan no utiliza el sustantivo “fe” (pistis)
(como Pablo), sino el verbo “creer” (pisteuo). Lo que se nos pide a los
discípulos es “creer” que Jesús es el Pan de vida. Todavía no se hace una
referencia explícita a la Eucaristía, sino a la persona misma de Jesús.
La gran obra que se nos pide, la única, es “creer”,
poner toda nuestra confianza en Jesús, fiarnos de él, convertirlo en el centro
de nuestra vida. Esto, que parece tan sencillo, sigue siendo nuestro caballo de
batalla. Acostumbrados a hacer de la fe un asunto moral (“comportarnos bien
para agradar a Dios”), se nos hace difícil comprender qué significa entregar la
vida, aceptar que estamos sostenidos por un amor más grande, no buscar la
seguridad en nuestra rectitud moral, sino en la gracia que nos renueva por
dentro. Siempre estamos aprendiendo a creer porque siempre estamos tentados por
la autosuficiencia y la desconfianza. ¡Qué difícil es amar gratuitamente!
Creo que también
hoy necesitamos repetir como los discípulos: “Señor, danos siempre ese pan”.
Es una súplica que se abre camino entre la selva de peticiones menores. A veces
reviste casi la forma de un grito desesperado. En medio de frustraciones y
sinsabores, tras haber experimentado muchos alimentos en nuestra vida, sentimos
que solo el pan de Jesús puede saciarnos. Por eso lo pedimos con insistencia. La
respuesta de Jesús es la misma que nos reporta el evangelio de Juan: “Yo soy
el pan que da vida. El que viene a mí, nunca más tendrá hambre, y el que en mí
cree, nunca más tendrá sed”. Ir a Jesús significa ir a ese final más allá
del cual no cabe esperar nada más.
A diferencia de otras metas en la vida, que siempre
nos empujan a superarlas, el encuentro con Jesús es una experiencia anticipada
del final. No porque podamos agotar su misterio, sino porque estamos seguros de
que no hay alternativa posible, de que él es “lo último”, el alfa y la omega. A
partir de ese momento, nuestra vida ya no se debate entre “Jesús sí” o “Jesús
no”, sino entre serle fieles o traicionarlo. Creer en él significa que nuestra
hambre y nuestra sed se apagan para entrar en una dinámica de amor y fidelidad
que no tiene fin. Pasar de una fe que busca milagros a una fe entendida como relación de amor con Jesús nos lleva toda la vida. No estamos llamados a servirnos de él (o de las personas) para satisfacer nuestras necesidades, sino a amarlo como el centro de nuestra vida, como nuestro Amigo para siempre.
No sé si los calores de agosto permiten internarse en estas profundidades,
pero siento que la palabra de Dios nos empuja a ello. Feliz domingo.