martes, 10 de agosto de 2021

Confieso que he vivido

Ha pasado casi una semana desde la última entrada, pero tengo la impresión de que hubiera pasado un año. El tiempo no se mide solo por la sucesión cronológica de segundos, minutos, horas y días, sino, sobre todo, por el impacto que producen en nosotros las experiencias vividas. Copiando a Pablo Neruda, también yo puedo decir: “Confieso que he vivido”. Los últimos días han estado repletos de conversaciones que dejan jirones en el alma. He vuelto a lugares que son significativos en mi vida: desde Asís hasta rincones poco visitados de Roma. He podido “dialogar” con san Pedro (visitando las excavaciones de la necrópolis vaticana), con san Francisco y santa Clara (en sus respectivos templos de Asís), con el beato Carlo Acutis (enterrado en la iglesia del Despojamiento de la misma ciudad umbra) y con personas muy queridas que están viviendo un renacimiento personal. 

Sé que en el hemisferio norte muchos lectores del Rincón estáis de vacaciones. Podéis comprender muy bien lo que sucede cuando uno rompe el ritmo de vida habitual. Se alteran las rutinas y los horarios. En este contexto, no es fácil escribir con calma, no por falta de motivos (que en mi caso han sobreabundado en los últimos días), sino por escasez de tiempo para elaborarlos con calma y expresarlos con sencillez. Es muy probable que esto se repita a lo largo del mes de agosto porque dentro de unos días comenzará el XXVI Capítulo General de los claretianos. A partir de ese momento estaré con la cabeza y el corazón en otro lugar, aunque no olvidaré que el objetivo último de una asamblea de ese tipo es como reza el lema que hemos escogido llegar a ser más “arraigados y audaces”. Necesitamos cultivar las raíces si queremos ser más misioneros. O sea, que un Capítulo no es un asunto meramente institucional, sino una oportunidad para escuchar con más profundidad a Dios y servir mejor a las personas con quienes caminamos.

Si algo he aprendido en los días pasados es que, por difícil que resulte, por cerradas que parezcan algunas puertas, siempre es posible dar una nueva orientación a la propia vida. No se trata de un esfuerzo voluntarista por cambiar. Y mucho menos de un deseo de imitar modelos que nos proponen como ideales desde fuera. Lo importante es escuchar el latido del propio corazón, percibir la “música callada” de Dios en medio del tumulto que con frecuencia envuelve nuestra vida y seguir su ritmo. Vivimos tiempos muy confusos en los que, sin un punto de referencia claro, corremos el riesgo de perdernos. Una persona perdida es fácil presa de los instintos. El sexo, el placer, el dinero y el dominio llaman enseguida a las puertas de nuestro corazón para ocupar la soledad que nos devora. 

Es probable que, con el paso del tiempo, acabemos insatisfechos (al fin y al cabo, nuestro corazón ha sido hecho para Dios), pero, mientras tanto, pagamos un alto precio. No siempre encontramos la oportunidad y la ayuda suficiente para emprender un nuevo camino. Y, sin embargo, Dios nunca se aleja de quienes enfilan senderos peligrosos o incluso equivocados. Más aún, creo que son sus preferidos. Un padre nunca descansa hasta que no recupera a los hijos que se han marchado de casa o, sencillamente, que se han alejado de sí mismos, que ya no saben quiénes son, por qué viven, qué deben hacer y a quién deben amar. No hay hijos de primera y de segunda categoría. Todos estamos expuestos a los desafíos y pruebas de la vida y todos necesitamos ser acogidos con misericordia. Todos albergamos una enorme sed de amor y de infinito que va más allá de nuestra rectitud moral o de nuestro pecado. 

Hoy pienso en las personas que viven prisioneras en algunos infiernos que pueden resultarnos casi desconocidos. ¿Qué pasa con quienes son adictos al sexo, al juego, a las drogas o a cualquier otra adicción? ¿Cómo discurre la vida de quienes no tienen más remedio que prostituirse para sobrevivir? ¿Qué tristeza se agazapa en los corazones de quienes llevan una doble vida (honrados de día, viciosos de noche)? ¿Quién consuela a quienes se sienten rechazados por su color, discapacidad física o psíquica, enfermedad, orientación sexual, condición política, etc.? La vida no es solo el mundo feliz que nos vende la publicidad o el que, con algunos problemas y crisis, hemos podido vivir muchos de nosotros. La vida tiene también zonas oscuras en las que parece que nunca va a brillar el sol. 

Y, sin embargo, es esta la gran novedad de Jesús por la que merece la pena ser seguidores suyos: ¡El Reino ya ha llegado! Dios no deja en la cuneta de la vida a quienes por diversos motivos son o se sienten marginados. El Reino no es un premio para los buenos, para aquellos que pueden exhibir un expediente impecable, sino una promesa de salvación para quienes han descendido al abismo de la autodestrucción y creen que la vida no tiene ya ningún sentido. Merece la pena ser seguidores de un Jesús que sigue buscando a la oveja perdida para cargarla sobre sus hombros y acariciarla con cariño. No hay alegría comparable a la que se experimenta cuando se toca la gracia con las manos. Confieso que algo de esto he experimentado en los últimos días de silencio digital. Confieso, pues, que he vivido, aunque no haya escrito. Dios sigue escribiendo hermosas historias de amor y reconciliación. Me siento muy agradecido. 

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